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ArribaAbajoCapítulo VII

De lo que le sucedió a Lázaro en el camino del río Tajo


Ninguno desespere por más afligido que se vea, pues cuando menos se catará abrirá Dios las puertas y ventanas de su misericordia, y mostrará no serle nada imposible, y que sabe, puede y quiere mudar los designios de los malos en saludables y medicinales remedios para los que en él confían. Pareciéndoles a aquéllos sayones de ramplón, que la muerte no se burlaba, siendo costumbre suya no hacerlo, me metieron en un costal, y atravesándome en un macho, como zaque de vino, o por mejor decir de agua, estando lleno de ella hasta la boca, se encaminaron por la cuesta del Carmen con más tristeza, que si llevaran a enterrar al padre que los había engendrado y a la madre que los parió. Quiso mi buena suerte que cuando me pusieron sobre el mulo, fue de pechos y tripas: como iba boca abajo, comencé echar agua por ella, como si hubieran levantado las compuertas de una represa, o esclusa. Torné en mi acuerdo y cobrando aliento conocí estar fuera del agua y de aquel desdichado pelambre. No sabía donde estaba, ni adonde me llevaban: sólo oí decir: importa para nuestra seguridad buscar un pozo muy hondo para que no lo encuentren tan presto. Por el hilo saqué el ovillo: imaginándome lo que era, y viendo que no podía ser mas negro el cuervo que las alas, oyendo ruido de gente cerca, di voces diciendo: aquí de Dios, justicia, justicia. Los del ruido eran la ronda, que acudieron a mis gritos con las espadas desnudas: reconocieron el costal y hallaron al pobre Lázaro hecho un abadejo remojado. En cuerpo y alma sin ser oídos ni vistos, nos llevaron a todos a la cárcel: los pescadores lloraban por verse presos, y yo reía por estar libre. Pusiéronlos a ellos en un calabozo y a mí en una cama. A la mañana siguiente nos tomaron nuestros dichos; ellos confesaron la traída y llevada por España, mas que lo habían hecho creyendo era pescado, habiendo para ello pedido licencia a los señores Inquisidores. Yo dije la verdad de todo, y como aquellos vellacos me tenían atraillado y puesto de manera que no podía pipear. Hicieron venir Arcipreste y a mi buena Elvira para probar si era verdad que yo fuese el Lázaro de Tormes que decía: dijo ser verdad que parecía en algo a su buen marido; mas que creía no era él, porque aunque había sido una gran bestia, antes sería mosquito que pez, y buey que pescado: diciendo esto y haciendo una grande reverencia se salió. El procurador de mis verdugos requirió que me quemasen, porque sin duda era monstruo, y que él se obligaba a probarlo. ¡Eso sería el diablo, decía yo entre mí, si hay algún encantador que me persigue, transformándome en lo que le da gusto! Los jueces lo mandaron callar. Entró el señor Arcipreste, que viéndome tan descolorido y arrugado, como tripa de vieja, dijo no me conocía en la cara, ni talle. Trújele a la memoria algunas cosas pasadas y muchas secretas, que entre nosotros habían pasado; particularmente, le dijo se acordase de la noche que vino desnudo a mi cama, diciendo tenía miedo de un duende que había en su aposento, y se había acostado entre mi muger y mí. Él, porque no pasase adelante con las señas, confesó ser verdad que yo era Lázaro su buen amigo y criado. Concluyose el proceso con el testimonio del señor capitán que me sacó de Toledo y fue de los que se escaparon de la tormenta en el esquife, confesando ser yo en persona Lázaro su criado. Conformose con esto la relación del tiempo y lugar en que los pescadores dijeron haberle pescado. Sentenciáronlos a cada uno a doscientos azotes, y su hacienda confiscada, una parte para el Rey, otra para los presos, y la tercera para Lázaro. Halláronles dos mil reales, dos mulas y un carro: de que pagadas las costas y gastos, me cupieron veinte ducados. Quedaron los marineros pelados y aun desollados, yo rico y contento, porque en mi vida me había visto señor de tanto dinero junto. Fuime a casa de un amigo, donde, después de haber envasado algunas cántaras de vino para quitar el mal gusto del agua, y puesto a lo de Dios es Cristo, comencé a pasearme como un conde, comiendo como cuerpo de rey, honrado de mis amigos, temido de mis enemigos, y acariciado de todos. Los males pasados me parecían sueño; el bien presente, puerto de descanso, y las esperanzas futuras, paraíso de deleites. Los trabajos humillan, y la prosperidad ensoberbece. El tiempo que los veinte escudos duraron, si el Rey me hubiera llamado primo, lo tuviera por afrenta. Cuando los españoles alcanzamos un real, somos príncipes, y aunque nos falte, nos lo hace creer la presunción. Si preguntáis a un mal trapillo quién es, responderos ha por lo menos, que desciende de los Godos, y que su corta suerte lo tiene arrinconado, siendo propio del mundo loco levantar a los bajos y bajar a los altos, pero que aunque así sea, no dará a torcer su brazo, ni se estimará en menos que el más preciado, y morirá antes de hambre, que ponerse a un oficio; y si se ponen a aprender alguno, es con tal desaire que, o no trabajan, o si lo hacen es tan mal, que apenas se hallará un buen oficial en toda España. Acuérdome que en Salamanca había un remendón que cuando le llevaban algo que remendar, hacía un soliloquio quejándose de su fortuna que le ponía en términos de trabajar en un tan bajo oficio, siendo descendiente de tal casa y de tales padres, que por su valor eran conocidos en España. Pregunté un día a un vecino suyo, quiénes habían sido los padres de aquel fanfarrón: dijéronme que su padre había sido pisador de uvas, y en invierno matapuercos, y su madre lava vientres: quiero decir, criada de mondonguera. Había yo comprado un vestido de terciopelo raído, y una capa traída de raja de Segovia: llevaba una espada con cuya contera desempedraba las calles. No quise ir a ver a mi muger cuando salí de la cárcel, por hacerle desear mi visita, y para vengarme del desprecio que había hecho de mí, en ella: creí sin duda que viéndome tan bien vestido se arrepentiría y recibiría con los brazos abiertos: mas tijeretas eran y tijeretas fueron. Hallela parida y recién casada: cuando me vio dijo gritando, quítenme de delante a ese pescado mal remojado, cara de ansarón pelado, que si no, por el siglo de mi padre, me levante y le saque los ojos. Yo con mucha flema la respondí: poco a poco señora atiza-candiles, que sino me conoce por marido, ni yo por muger: dénme a mi hija, y tan amigos como antes: hacienda he ganado, proseguí, para casarla muy honradamente. Parecíame que aquellos veinte ducados habían de ser como las cinco blancas de Juan espera en Dios, que en gastándolas hallaba otras cinco en su bolsa; mas a mí, como era Lazarillo del diablo, no me sucedió así, como se verá en el siguiente capítulo. El señor Arcipreste se opuso a mi demanda, diciendo, que no era mía, y para prueba de ello me mostró el libro del bautismo, que confrontado con los capítulos matrimoniales, se veía que la niña había nacido cuatro meses después que yo había conocido a mi muger. Caí de mi asno, en que hasta entonces había estado a caballo, creyendo ser mi hija la que no lo era. Volví las espaldas tan consolado como si jamás las hubiera conocido. Fui a buscar a mis amigos, conteles el caso, consoláronme, que fue menester poco para ello. No quise tornar al oficio de pregonero, porque aquel terciopelo me había sacado de mis casillas. Yéndome a pasear hacia la puerta de Visagra, en la de San Juan de los Reyes, encontré a una antigua conocida, que después de haberme saludado me dijo, como mi muger estaba más blanda después que había sabido tenía dineros, particularmente porque el gabacho la había parado como nueva. Roguela me contase el casó; ella lo hizo diciendo, que el señor Arcipreste y mi muger se habían puesto un día a consultar si sería bueno tornarme a recibir a mí y echar al gabacho, poniendo razones en pro y en contra: la consulta no fue tan secreta, que el nuevo velado no la entendiese, el cual disimulando, a la mañana se fue a trabajar al olivar, adonde su muger y la mía fue a medio día a llevarle la comida. El la ató al pie de un árbol, habiéndola primero desnudado, donde le dio mas de cien azotes, y no contento con esto, hizo un lío de todos sus vestidos, y quitándole las sortijas se fue con todo, dejándola atada, desnuda y lastimada, donde sin duda muriera si el Arciprestre no hubiera enviado a buscarla. Prosiguió diciendo, creía sin falta, que si yo echaba rogadores me recibirían como antes, porque ella la había oído decir: desdichada de mí, ¿por qué no admití a mi buen Lázaro, que era bueno como el buen pan, nada melindroso, ni escrupuloso, el cual me dejaba hacer lo que quería? Este fue un toque que me trastornó de arriba abajo, y estuve por tomar el consejo de la buena vieja, pero quise comunicarlo primero con mis amigos.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Cómo Lázaro pleiteó contra su mujer


Somos los hombres de casta de gallinas ponederas, que si queremos hacer algún bien, lo gritamos y cacareamos; pero si mal, no queremos que nadie lo sepa, para que no nos disuadan lo que sería bueno estorbasen. Fui a ver a uno de mis amigos, y hallé tres juntos, porque después que tenía dineros, se habían multiplicado como moscas con la fruta: díjele mi deseo, que era tornarme con mi muger, y quitarme de malas lenguas siendo mejor el mal conocido, que el bien por conocer: afeáronme el caso, diciendo era un hombre que no tenía sangre en el ojo, ni sesos en la cabeza, pues quería juntarme con una ramera, piltrafa escalentada, mata-candiles, y finalmente, mula del diablo, que así llaman en Toledo a las mancebas de los clérigos. Tales cosas me dijeron y tanto me persuadieron, que determiné de no rogar ni convidar. Echando de ver mis buenos amigos ¡del diablo lo fueran ellos! que su consejo y persuasiones eran eficaces, pasaron adelante diciendo, me aconsejaban como quien tan íntimo lo era suyo, sacase las manchas y quitase el borrón de mi honra tornando por ella, pues iba tan de capa caída, dando una querella contra el Arcipreste y contra mi muger, pues todo no me costaría blanca, ni cornado, siendo ellos como eran ministros de justicia. El uno que era un procurador de causas perdidas, me ofrecía cien ducados por mi provecho: el otro como más entendido por ser un letrado de cantoneras, me decía que si él estuviera en mi pellejo, no daría mi ganancia por doscientos: el tercero me aseguraba (que como corchete que era lo sabía muy bien) haber visto otros pleitos menos claros, más dudosos que habían valido a los que los habían emprendido, una ganancia sin cuento; cuanto más que creía que a los primeros encuentros del dómine Bacalarius, me hinchiría a mí las manos, y se las untaría a ellos, porque desistiésemos de la querella, rogándome que tornase con mi muger resultándome de ello más honra y provecho, que si yo lo hacía. Encarecieron la cura arregostándome con buenas esperanzas. Cogiéronme del pie a la mano, sin saber que responder a sus argumentos sofísticos, aunque bien se me alcanzaba ser mejor perdonar y humillarse, que no llevar las cosas a punta de lanza, cumpliendo el mandamiento de Dios más dificultoso, que es el amor a los enemigos, y más que mi muger no me había hecho obras de ello; al contrario, por ella había comenzado a alzar cabeza y a ser conocido de muchos que con el dedo me señalaban diciendo: veis aquí al pacífico Lázaro; por ella comencé a tener oficio y beneficio. Si la hija que el Arcipreste decía no ser mía, era o no, Dios escrudiñador de los corazones lo sabe, y podría ser que así como yo me engañé, él pudiera engañarse también, como puede suceder que alguno de los que leyendo mis simplicidades, riendo se hinche la boca de agua, y las barbas de babas, sustente a los hijos de algún reverendo; trabaje, sude y afane por dejar ricos a los que empobrecen su honra, creyendo por cierto, que si hay muger honrada en el mundo, es la suya; y aun podría ser que el apellido que tienes, amigo lector, de cabeza de Vaca, la hubieses tomado de la de un toro. Mas dejando a cada uno con su buena opinión, todas estas buenas consideraciones no bastaron, y así di una querella contra el Arcipreste y contra mi muger. Como había dineros frescos, en veinte y cuatro horas los pusieron en la cárcel, a él en la del arzobispo, y a ella en la pública. Los letrados me decían no reparase en los dineros que me podía costar aquel negocio, pues todo había de salir de salir de las costillas del dómine; y así por hacerle más mal, y que fuesen mayores las costas, daba cuanto me pedían. Andaban listos, solícitos y bulliciosos; sentían el dinero como las moscas la miel; no daban paso en vano. En menos de ocho días el pleito estuvo muy adelante y mi bolsa muy atrás Las probanzas se hicieron con facilidad, porque los alguaciles que los habían preso, los hallaron en fragante delito y los llevaron a la cárcel en camisa como estaban: los testigos eran muchos, y sus dichos verdaderos. Los buenos del procurador, letrados y escribanos, que conocieron la flaqueza de mi bolsa, comenzaron a desmayar; de suerte, que para hacerles dar un paso, era menester meterles más espuela que a mula de alquiler. La remisión fue tan grande, que conocida por el Arcipreste y los suyos, comenzaron a gallear, untándoles las manos y los pies a los suyos: parecían pesas de reló, que subían a medida que los míos bajaban. Diéronse tal maña, que en quince días salieron de la cárcel bajo fiado, y en menos de ocho, con testigos falsos condenaron al pobre Lázaro a pedir perdón, en costas y destierro perpetuo de Toledo. Pedí perdón, como era justo lo hiciese, quien con veinte escudos se había puesto a pleitear con quien los contaba a espuertas. Di hasta mi camisa para ayuda de pagar las costas, saliendo en porreta a cumplir mi destierro: vime en un instante rico, pleiteando contra una dignidad de la Santa Iglesia de Toledo, empresa sólo para un príncipe; respetado de mis amigos, y puesto en predicamento de hombre honrado que no sufría moscas en la matadura, y en el mismo me hallé echado, no del paraíso terrenal, cubiertas mis vergüenzas con hojas de higuera, mas del lugar que más amaba y de donde tantos regalos y placeres había recibido. Cubierta mi desnudez con andrajos, que en unos muladares había hallado, acojime al consuelo común de todos los aflijidos, creyendo que pues estaba en lo más bajo de la rueda de la fortuna, necesariamente había de volver a subir. Acuérdome ahora de lo que oí decir una vez a mi amigo el ciego, que cuando se ponía a predicar era un águila; que todos los hombres del mundo subían y bajaban por la rueda de la fortuna, unos siguiendo su movimiento, y otros al contrario, habiendo entre ellos esta diferencia: que los que iban según el movimiento con la facilidad que subían, con la misma bajaban; y los que al contrario, si una vez subían a la cumbre, aunque con trabajo, se conservaban en ella mas tiempo que los otros. Según esto yo caminaba a pelo y con tanta velocidad, que apenas estaba en lo alto, cuando me hallaba en el abismo de todas las miserias. Vime hecho pícaro de más de marca, habiendo sido hasta entonces recoleto, pudo muy bien decir: desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano. Encamineme hacia Madrid pidiendo limosna, que lo sabía muy bien hacer: molinero solía ser, volvime a mi menester. Contaba a todos mis cuitas, unos se dolían y otros se reían de mí, y algunos me daban limosna; con ella como no tenía hijos ni muger que sustentar, me sobraba la comida y aun la bebida. Aquel año habían cojido tanto vino, que a las más puertas que llegaba me decían si quería beber, porque no tenían pan que darme; jamás lo rehusé, y así me sucedió algunas veces, en ayunas haber envasado cuatro azumbres de vino, con que estaba más alegre que moza en víspera de fiesta. Si he de decir lo que siento, la vida picaresca es vida, que las otras no merecen este nombre: si los ricos la gustasen, dejarían por ella sus haciendas, como hacían los antiguos filósofos, que por alcanzarla, dejaban lo que poseían, digo por alcanzarla, porque la vida filósofa y picaral es una misma; sólo se diferencian en que los filósofos dejaban lo que poseían por su amor, y los pícaros sin dejar nada la hallan. Aquéllos despreciaban sus haciendas para contemplar con menos impedimento en las cosas naturales, divinas y movimientos celestes: éstos para correr a rienda suelta por el campo de sus apetitos: ellos las echaban en la mar, y éstos en sus estómagos: los unos las menospreciaban como caducas y perecederas: los otros no las estimaban, por traer consigo cuidado y trabajo, cosa que desdice de su profesión; de manera que la vida picaresca es más descansada que la de los reyes, emperadores y papas. Por ella quise caminar como por camino más libre, menos peligroso y nada triste.




ArribaAbajoCapítulo IX

Cómo Lázaro se hizo gana-pan


No hay oficio, ciencia ni arte, que si se ha de saber con perfección, no sea necesario emplear la capacidad del más agudo entendimiento del mundo, a un zapatero que haya ejercitado treinta años su oficio, decidle que os haga unos zapatos anchos de puntas, altos de empeine y cerrados de lazo: ¿haralos? Primero que os haga un par como le pedís, os perderá los pies. Preguntad a un filósofo, por qué las moscas cagan en lo blanco, negro, y en lo negro, blanco: pararse ha tan colorado, como moza a quien se lo vieron afeitar a la candela, y no sabrá qué responder; y si a esto responde, no lo hará a otras mil niñerías.

Encontré junto a Illescas un archipícaro, conocido por la punta: me llegué a él como a un oráculo, para preguntarle el cómo me había de gobernar en la nueva vida sin perjuicio de barras: respondiome, que si quería salir limpio de polvo y paja, juntase a la ociosidad de María, el trabajo de Marta: a saber que con ser pícaro añadiese serlo de cocina, del mandil, del rastro, o de la soguilla, que era como poner una salvaguardia a la picardía. Díjome más; que por no haberlo hecho así al cabo de veinte años que ejercitaba su oficio, el día anterior le habían dado doscientos por holgazán: agradecile el aviso y tomé su consejo. Cuando llegué a Madrid compré una soguilla, con que me puse en medio de la plaza, más contento que gato con tripas, Dios y en hora buena, el primero que me engüeró fue una doncella (él me perdone si miento) de hasta diez y ocho años, más relamida que monja novicia; díjome la siguiese; llevome por tantas calles, que pensé lo había tomado a destajo, o que se burlaba de mí: a cabo de rato llegamos a una casa, que en el postiguillo, patio y mugercillas que allí bailaban, conocí ser del partido: entramos en su celda, donde me dijo si quería me pagase de mi trabajo antes que de allí saliese: respondile, bastaba cuando llegásemos a donde llevaba el lío: cargué con todo, y encaminándose a la puerta de Guadalajara, allí me dijo se había de poner en un carro para ir a la feria de Nájera. La carga era ligera, por ser lo más de ella salserillas, redomas de aceites y aguas: en el camino supe usaba de aquel oficio. El primero que me dio canilla, dijo ella, fue el padre Rector de Sevilla, de donde soy natural, el cual lo hizo con tanta gracia, que desde aquel día le soy muy devota: encomendome a una beata con quien estuve bien proveída de lo necesario más de seis meses: de allí me sacó un Capitán llevándome de ceca en meca, y de zoca en colodra hasta donde me veis: ¡y pluguiera a Dios jamás hubiera salido de la protección de aquel buen padre que me trataba como a hija y me amaba como si fuera su hermana! al fin me ha sido necesario trabajar para ganar mi vida. En éstas llegamos al carro, que estaba para partir, puse en él lo que llevaba, pidiéndole me pagase mi trabajo. La descosida dijo, que de muy buena gana, y levantando el brazo me dio tan gran bofetada, que me echó en el suelo, diciendo: ¿es tan bozal que pide dineros a las de mi oficio? ¿no le dije antes que partiésemos de la casa llana, se pagase en mí si quería? Saltó en el carro como un caballejo; picó dejándome picado: quedé más corrido que mona, sin saber lo que me había sucedido, considerando que si el fin de aquel oficio era tal como el principio, medraría bien al cabo del año. No me había apartado de allí, cuando llegó otro carro que venía de Alcalá de Henares. Saltaron en tierra los que venían dentro, que todas eran putas, estudiantes y frailes. Uno de la orden de San Francisco, me dijo si le quería hacer caridad de llevarle su hato hasta su convento: díjele con alegría que sí, porque bien eché de ver que no me engañaría como había hecho la berrionda. Carguémele, y era tan pesado, que apenas lo podía llevar, mas con la esperanza de la buena paga me esforcé. Llegué al monasterio muy cansado, porque estaba lejos: tomó el fraile su lío, y diciendo, sea por el amor de Dios, cerró tras sí la puerta: aguardé allí hasta que saliese a pagarme; mas viendo que tardaba, llamé a la portería. Salió el portero preguntándome lo que quería: díjele me pagase el porte del hato que había traído: respondiome fuese con Dios que ellos no pagaban nada, y cerró la puerta, diciendo no llamase más, porque era hora de silencio, y que si lo hacía me daría cien cordonazos: quedeme helado. Un pobre de los que estaban en la portería me dijo: hermano bien se puede ir que estos padres no tocan dineros, porque viven de mogollón. Ellos, repliqué, pueden vivir de lo que quisieren, que mi trabajo me pagarán, o yo no seré quien soy. Torné a llamar con gran cólera; salió el lego motilón con mayor, y sin decir qué haces ahí, me dio un rempujón, que me echó en el suelo como si fuera pera madura, y poniéndose de rodillas sobre mí, me dio media docena de rodillazos y otros tantos cordonazos, con que me dejó magullado, como si hubiera caído sobre mí la torre del reló de Zaragoza. Quedeme allí tendido más de media hora sin poderme levantar: consideraba mi mala dicha, y las fuerzas de aquel irregular tan mal empleadas, que mejor estuviera sirviendo al Rey Nuestro Señor, que no comiendo las limosnas de los pobres; aunque ni para aquello son buenos, porque son carnes holgazanas. El emperador Carlos V mostró bien esto, cuando el general de los Franciscos le ofreció veinte y dos mil frailes para la guerra, que no pasasen de cuarenta años, y que llegasen a los veinte y dos. El invicto emperador respondió que no los quería, porque habría menester veinte y dos mil ollas todos los días para sustentarlos: dando a entender, ser más hábiles para comer que para trabajar. ¡Dios me lo perdone! que desde aquel día aborrecí tanto a estos religiosos legos que me parecía cuando los veía ver un zángano de colmena, o una esponja de la grasa de la olla. Quise, pues, dejar aquel oficio, mas aguardé pasasen las veinte y cuatro horas.




ArribaAbajoCapítulo X

De lo que le sucedió a Lázaro con una vieja alcahueta


Desmayado y muerto de hambre me fui poco a poco la calle adelante, y pasando por la plaza de la Cebada encontré una vieja rezadora con más colmillos que a mí diciendo, que si quería llevarle un cofre a casa de una amiga suya que estaba cerca de allí, me daría cuatro cuartos. Cuando lo oí di gracias a Dios que de una boca tan hedionda como la suya salía una tan dulce palabra como era que me daría cuatro cuartos: díjele que sí, de muy buena gana, aunque más buena era la de empeñar aquellos cuatro cuartos, que no de llevar carga, pues más estaba para ser llevado que para llevar. Cargué el cofre con gran dificultad, porque era grande y pesado: díjome la buena vieja lo llevase, con tiento, porque había dentro unas redomas de aguas que las estimaba en mucho. Respondila no tuviese miedo, que yo iría poco a poco; porque aunque quisiera no pudiera hacer otra cosa, por estar tan hambriento que apenas podía menearme. Llegamos a la casa donde llevábamos el arcón: recibiéronle con grande alegría, particularmente una doncellita cariampollar y repolluda (que tales sean las musarañas de mi cama, después de bien harto), la cual con rostro alegre dijo quería guardar el cofre en su retrete. Llevelo a él; la vieja le dio la llave diciéndole lo guardase hasta que volviese de Segovia, adonde iba a visitar una parienta suya, y de donde pensaba volver dentro de cuatro días. Abrazola despidiéndose de ella: díjole dos palabras al oído, de que quedó tan colorada la doncella, que parecía una rosa; y aunque me pareció bien, mejor me hubiera parecido si estuviera harto. Despidiose de todos los de aquella casa, pidiendo perdón al padre y a la madre del atrevimiento: ellos le ofrecieron su casa para servirse de ella: diome cuatro cuartos, diciéndome a la oreja, que a la mañana siguiente volviese a su casa y me haría ganar otros tantos. Fuime más alegre que una pascua, y que día de San Juan: cené con los tres, guardando uno para pagar la cama. Consideraba la virtud del dinero, que al punto que aquella vieja me dio aquellos pocos cuartos, me hallé más ligero que el viento, más esforzado que Roldán y más fuerte que Hércules. ¡Oh dinero que no sin razón la mayor parte de los hombres te tienen por Dios! Tú eres la causa de todos los bienes, y el que acarrea todos los males. Tú eres el inventor de todas las artes, y el que las conservas en su perfección: por ti las ciencias son estimadas y las opiniones defendidas, las ciudades fortalecidas, y sus fuertes torres allanadas, los reinos restablecidos y al mismo tiempo perdidos. Tú conservas la virtud, y tú mismo la pierdes: por ti las doncellas castas se conservan, y las que lo son dejan de serlo: finalmente no hay dificultad en el mundo que para ti lo sea, ni lo más escondido que no penetres; cuesta que no allane, ni collado humilde que no ensalces.

Venida la mañana fui a casa de la vieja, como me lo había mandado: díjome volviese con ella a traer el cofre que había llevado el día antes. Dijo a los señores de la casa que volvía por él, porque en el camino de Segovia, a media legua de Madrid, había encontrado a su parienta que venía con la misma intención que ella, de verla; y que lo había de menester luego, a causa de la ropa limpia que en él había, para aposentarla. La niña de la rollona la volvió la llave besándola, y abrazándola con más ahínco que la primera vez; y volviéndose a hablar al oído, me ayudaron a cargar mi cofre, que me pareció más ligero que el día antes por que mi vientre estaba más lleno. Bajando por la escalera encontré con un estorbo, que el diablo sin duda había puesto allí: tropecé, y rodando con él bajé hasta el recibimiento donde estaban los padres de la inocente niña. Rompime las narices y las costillas. Con los golpes que el diablo del arca dio, se abrió y apareció dentro un galán mancebo, con su espada y daga. Estaba vestido de camino; no tenía herreruelo; las calzas y ropilla eran de raso verde, con plumaje del mismo color; ligas encarnadas con medias de nácar; zapato blanco y alpargatado. Púsose en pie con buen donaire, y haciendo una grande cortesía y reverencia, se salió por la puerta afuera. Quedaron atónitos de la repentina visión, y mirándose el uno al otro parecían matachines. Habiendo vuelto de su éstasis, llamaron a gran prisa a dos hijos que tenían, y contándoles el caso con grande alboroto tomaron sus espadas diciendo: muera, muera, salieron a buscar al pisaverde; mas como iba de prisa no le pudieron alcanzar. Los padres que quedaron en casa cerraron la puerta y acudieron a vengarse de la alcahueta, mas esta que había oído el ruido y sabido la causa, se salió por una puerta falsa siguiéndola siempre la novia. Halláronse burlados y atajados, y bajaron a dar en mí, que estaba derrengado sin poderme mover, que si no fuera por esto hubiera seguido las pisadas del que me causó tanto mal. Llegaron los hermanos sudando y jadeando, jurando y votando que pues no habían alcanzado al infame habían de matar a su hermana y a la tercera; mas cuando les dijeron que se habían ido por la puerta trasera, allí fue el blasfemar, jurar y renegar. El uno decía: ¡que no encontrara yo ahora aquí al mismo diablo con su caterva infernal para hacer en ellos tanto estrago como si fueran moscas! venid, venid, diablos; ¿mas para qué os llamo? pues cierto que adonde estáis teméis mi cólera y no osaréis poneros delante. ¡Si yo hubiera visto aquel cobarde, con solo soplar, lo hubiera aventado adonde jamás se hubieran oído nuevas de él! El otro proseguía: ¡si lo hubiera alcanzado, el mayor pedazo que de él quedara había de ser la oreja! mas si está en el mundo, y aunque no lo esté, no se escapará de mis manos, porque yo lo buscaré aunque se esconda en las entrañas de la tierra. Estas fanfarronadas y fieros decían, y el pobre Lázaro aguardaba que todos aquellos nublados descargarían sobre él. Más miedo tenía de los muchachos, que había diez o doce, que de aquellos valentones. Chicos y grandes de tropel arremetieron a mí: los unos me daban de coces, los otros de puñadas; éstos me tiraban de los cabellos, y aquéllos me abofeteaban. No salió en vano mi temor, que las muchachas me metían las abujas de a blanca, que me hacían poner el grito en el cielo: las esclavas me pellizcaban haciéndome ver las estrellas: los unos decían, matémosle; los otros, mejor será echarlo en la letrina. El martilleo era tan grande que parecía majaban granzas, o mazos de batan, que no cesaban. Viéndome sin aliento, cesaron de herirme, mas no de amenazarme. El padre como más maduro, o como más podrido, dijo me dejasen, y que si yo decía la verdad de quien era el robador de su honra, no me harían más mal. No les podía satisfacer su deseo, porque ni sabía quien era, ni lo había visto en mi vida hasta que salió del atahud; pero como no les decía nada tornaron de nuevo. Allí era el gemir, allí el llorar mi desdicha, allí el suspirar y renegar de mi corta fortuna, pues siempre hallaba nuevas invenciones para perseguirme. Díjeles como pude, me dejasen, que yo les contaría lo que había en aquel caso: hiciéronlo, y yo les dije al pie de la letra lo que pasaba; pero no daban crédito a la verdad. Viendo que la tempestad no cesaba, determiné engañarlos, si podía, y así les prometí de enseñarles el malhechor. Cesaron de martillear sobre mí, ofreciéndome maravillas: preguntáronme cómo se llamaba y en dónde vivía: respondiles que no sabía el nombre, ni menos el de su calle; pero que si ellos me querían llevar, porque ir por mis pies era imposible, según me habían maltratado, les enseñaría su casa. Holgáronse de ello; diéronme un poco de vino, con que torné algún tanto en mí, y bien armados me tomaron entre dos, de los sobacos, como a dama francesa, y me llevaron por Madrid. Los que me veían decían: a ese hombre lo llevan a la cárcel, otros, al hospital, y ninguno daba en el blanco. Iba confuso y atónito sin saber que hacer ni decir, porque si quería llamar ayuda, habían de dar queja de mí a la justicia, que la temía más que a la muerte: huir era imposible, no sólo por el quebrantamiento pasado, pero por ir en medio del padre, hijos y parientes, que para el caso se habían juntado ocho o nueve, y iban todos como unos San Jorges. Cruzamos calles, pasamos callejas, sin saber adónde estaba, ni adónde los llevaba. Llegamos a la Puerta del Sol, y por una calle que a ella sale, vi venir un galancete, pisando de punta, la capa por debajo del brazo, con un pedazo de guante en una mano, y en la otra un clavel, braceando, que parecía primo hermano del Duque del Infantado: hacía mil ademanes y contorsiones. Al punto le conocí, que era mi amo el escudero, que me había hurtado el vestido en Murcia: y sin duda que algún santo me lo deparó allí (porque yo no había dejado ninguno en las letanías que no hubiese llamado). Como vi la ocasión que me mostraba su calva, asila del copete, y con una piedra quise matar dos pájaros, vengándome de aquel fanfarrón, y librándome de aquellos sayones. Así les dije, señores, alerta, que el galán robador de vuestra honra viene aquí, que ha mudado de vestido. Ellos ciegos de cólera, sin hacer más discurso me preguntaron quién era: señaléselo: arremetieron a él y asiéndole de los cabezones lo echaron en el suelo, dándole mil coces, puntapiés y mojicones. Uno de los mozalvillos, hermano de la doncella, le quiso meter la espada por el pecho; mas su padre lo estorbó y apellidando a la justicia lo maniataron. Como vi el juego revuelto y que todos estaban ocupados, tomé las de villadiego, y lo mejor que pude me escondí. Mi buen escudero me había conocido, y pensando que eran algunos deudos míos que le pedían mi vestido, decía: déjenme, déjenme, que yo pagaré dos vestidos; mas ellos le tapaban la boca a puñadas. Ensangrentado, descalabrado y molido le llevaron a la cárcel, y yo me salí de Madrid, renegando del oficio y aun del primero que lo había inventado.