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ArribaAbajoCapítulo XI

Cómo Lázaro se partió para su tierra y de lo que en el camino le sucedió


Quise ponerme en camino, mas las fuerzas no llegaban al ánimo, y así me detuve en Madrid algunos días; no lo pasé mal porque ayudándome de muletas, no pudiendo caminar sin ellas, pedía limosna de puerta en puerta, y de convento en convento, hasta que me hallé con fuerza de ponerme en camino: dime prisa a ello por lo que oí contar a un pobre, que al sol con otros se estaba espulgando: era la historia del cofre como la he contado, añadiendo que aquel hombre, que habían puesto en la cárcel pensando era el del arca había provado lo contrario, porque a la hora que había pasado el caso, estaba ya en su posada, y persona del bario le había visto con otro vestido del con que le habían prendido; mas que con todo eso lo habían sacado a la vergüenza por vagamundo, y desterrádolo de Madrid: y así él, como los parientes de la doncella buscaban un ganapán, que había sido el que lo había urdido, con juramento que el primero que lo encontrase lo había de acribillar a estocadas. Abrí el ojo, y púseme en uno un parche, rapándome la barba como cucarro; quedé con tal figurilla, seguro de que la madre que me parió no me hubiera reconocido. Salí de Madrid con intención de irme a Tejares por ver si tornando al molde, la fortuna me desconocería. Pasé por el Escorial, edificio que muestra la grandeza del monarca que lo hacía (porque aún no estaba acabado) tal que se puede contar entre las maravillas del mundo, aunque no se dirá de que la amenidad del sitio ha convidado a edificarle allí, por ser la tierra muy estéril y montañosa; pero si la templanza del aire, que en verano lo es tanto, que con sólo ponerse a la sombra no enfada el calor, ni la frialdad ofende, siendo por estremo sano. A menos de una legua de allí encontré con una compañía de gitanos, que en un casal tenían su rancho: cuando me vieron de lejos, pensaron era alguno de los suyos, porque mi traje no prometía menos; mas de cerca se desengañaron. Esquibáronse algún tanto, porque según eché de ver, hacían una consulta o lección de oposición: dijéronse que aquél no era el camino derecho de Salamanca, pero sí el de Valladolid. Como mis negocios no me forzaban mas a ir a una parte que a otra, díjeles, que pues así era quería antes que volviese a mi tierra ver aquella ciudad. Uno de los más ancianos me preguntó de donde era, y sabiendo que de Tejares, me convidó a comer por amor de la vecindad de los lugares, porque él era de Salamanca: admití el convite, y por postres me pidieron les contase mi vida y milagros. Hícelo sin hacerme de rogar con las más breves y sucintas palabras, que cosas tan grandes permitían. Cuando llegué a tratar de la cuba, y de lo que en Madrid me había sucedido en casa de un mesonero, dioles muy gran risa, particularmente a un gitano y a una gitana, que daban las carcajadas de más de marca. Comencé a correrme poniéndome colorado: el gitano compatriota que conoció mi corrimiento dijo; no se apure hermano, que estos señores no se ríen de su vida, siendo ella tal, que pide antes admiración que risa, y pues tan por estenso nos ha dado cuenta de ella, justo es le paguemos en la misma moneda, fiándonos de su prudencia, como él lo ha hecho de la nuestra; y si estos señores me dan licencia contarle he de donde la risa procedió. Todos le dijeron la tenía, pues sabían que su mucha discreción y esperiencia no le dejarían pasar los límites de la razón. Sepa, pues, prosiguió él, que los que allí ríen y carcajean son la doncella y clérigo, que saltaron por la ventana in puribus, cuando el diluvio de su cuba los quiso anegar: ellos, si gustan, le contarán los arcaduces por donde han venido al presente estado. La gitana flamante pidió licencia, captando la benevolencia del ilustre auditorio, así con voz sonora, reposada y grave relató su historia del modo siguiente. «El día que salí o salté, por mejor decir, de casa de mi padre y me llevaron a la trena, me pusieron en un aposento más oscuro que limpio, y más hediondo que adornado: al dómine Urvez, que está presente y no me dejará mentir, le metieron en el calabozo, hasta que dijo ser clérigo, que del mismo lo remetieron al señor obispo de anillo, que le dio una muy grande reprensión por haberse pensado ahogar en tan poca agua, y haber dado tal escándalo; pero con la promesa que hizo de ser más cauto, y de atar su dedo de modo que la tierra no supiese sus entradas y salidas, le soltaron mandándole no dijese misa en un mes. Yo quedé en guarda del alcaide, que como era mozo y galán, y yo niña, y no de mal talle me bailaba el agua delante. La cárcel era para mí jardín y Aranjuez de deleites: mis padres, aunque indignados de mi libertad, hacían lo que podían para que la tuviese; pero en vano, porque el alcaide ponía los medios posibles para que no saliese de su poder. El señor licenciado que está presente andaba alrededor de la cárcel como perro de muestra, por ver si podía hablarme; hízolo por medio de una buena tercera, que era un águila en el oficio, vistiéndole con una saya y cuerpo de una criada suya, y poniéndole un rebozo por la barba como si tuviera dolor de muelas. De la vista, resultó la traza de mi salida. La noche siguiente se hacía un sarao en casa del conde de Miranda, y al final habían de danzar unos gitanos. Con ellos se concertó Canil (que así se llama ahora el señor vicario) para que le ayudasen en sus pretensiones: hiciéronlo tan bien, que mediante su industria, gozamos de la libertad deseada, y de su compañía, que es la mejor de la tierra. La tarde antes del sarao hice al alcaide más monerías que gata tripera y más promesas que el que navega con borrasca: obligado de ellas respondió no con menos, rogándome, le pidiese, que mi boca sería la medida, como no fuese carecer de mi vista. Agradecíselo mucho, diciéndole que el carecer de la suya sería para mí el mayor mal que me podía venir. Viendo la mía sobre el hito, roguele que aquella noche, pues podía, me llevase a ver el sarao: pareciole cosa dificultosa; pero por no desdecirse, y porque el cieguecillo le había tirado una flecha, me lo prometió. El alguacil mayor estaba también enamorado de mí, y había encargado a todas las guardas, y al mismo alcaide tuviese cuenta con mi regalo, y que ninguno me traspusiese: por hacerlo más secreto me vistió como page, con un vestido de damasco verde, pasamanos de oro; el bohemio de terciopelo del mismo color, forrado de raso amarillo: una gorra con garzota y plumas, con un cintillo de diamantes; una lechuguilla con puntas de encaje; medias pajizas, con ligas de gran balumba; zapatillo blanco picado y espada y daga dorada a lo de aires bola. Llegamos a la sala donde había infinidad de damas y caballeros: ellos galanes y bizarros, y ellas gallardas y hermosas: había muchos arrebozados y embozadas. Canil estaba vestido a la valentona, y en viendome se me puso al otro lado, de manera que yo estaba en medio del alcaide y de él. Comenzó el sarao, donde vi cosas que por no hacer a mi cuento dejaré: salieron los gitanos a bailar y voltear: sobre las vueltas se asieron, dos de ellos de palabras y de unas en otras, desmintió el uno al otro. El desmentido le respondió con una cuchillada en la cabeza, haciéndole echar tanta sangre de ella, que parecía habían muerto un buey. Los asistentes, que hasta entonces habían pensado ser burlas, se alteraron, gritando; aquí de la justicia; los ministros de ella se alborotaron; todos los circunstantes metieron mano a las espadas; yo saqué la mía, y cuando me vi con ella en la mano me puse a temblar de miedo de ella. Prendieron al delincuente, y no faltó, quien echado para ello, dijese que estaba allí el alcaide a quien le podían entregar: el alguacil mayor le llamó para encargarle el homicida. Quisiera llevarme consigo; pero por miedo que no me conociesen me dijo me retirara a un rincón, que me mostró, y que no me apartase de allí hasta que él volviese. Cuando vi aquella ladilla despegada de mí, tomé de la mano al dómine Canil, que estaba sin volverse de mi lado, y en dos brincos salimos a la calle donde hallamos a uno de estos señores, que nos encaminó a su rancho. Cuando el herido, que ya todos tenían por muerto, echó de ver que estaríamos libres, se levantó diciendo: señores basta de burla, que yo estoy sano, y esto no ha sido sino para alegrar la fiesta. Quitose una caperuza dentro de la cual estaba una begiga de buey, que encima de un buen casco acerado tenía llena de sangre preparada, y con la cuchillada se había reventado. Todos comenzaron a reír de la burla, sino el alcaide, para quien fue muy pesada: torció al lugar señalado, y no hallándome en él, comenzó a buscarme preguntando a una gitana vieja si había visto un page de tales y tales señas. Ella que estaba advertida le dijo que sí, y que le había oído decir, cuando salió de la mano con un hombre, vámonos a retirar a San Felipe: fuese con grande prisa a buscarme, mas en vano, porque él iba hacia oriente, y nosotros huíamos al occidente. Antes que saliésemos de Madrid, habíamos trocado mi vestido, y del que me dieron encima doscientos reales: vendí el cintillo en cuatrocientos escudos: di a estos señores en llegando doscientos, porque así se lo había prometido Canil. Este es el cuento de mi libertad, si el señor Lázaro quiere otra cosa mande, que en todo se le servirá como su gallarda presencia merece.» Agradecile la cortesía, y con la mejor que pude me despedí de todos: el buen viejo me acompañó media legua; preguntele en el camino si los que estaban allí eran todos gitanos nacidos en Egipto: respondiome que maldito el que había en España, pues que todos eran clérigos, frailes, monjas o ladrones, que habían escapado de las cárceles, o de sus conventos; pero que entre todos, los mayores bellacos eran los que habían salido de los monasterios, mudando la vida contemplativa en activa. Tornose con esto a su rancho, y yo a caballo en la mula de San Francisco me dirigí a Valladolid.




ArribaAbajoCapítulo XII

De lo que sucedió a Lázaro en una venta, una legua antes de Valladolid


Que rumiar llevó para lodo el camino de mis buenos gitanos, de su vida, costumbres y tratos. Espantábame mucho cómo la justicia permitía públicamente ladrones tan al descubierto, sabiendo todo el mundo que su trato y contrato no es otro que el hurto. Son un asilo y añagaza de bellacos, iglesia de apóstatas y escuela de maldades; particularmente me admiré de que los frailes dejasen su vida descansada y regalona, por seguir la desastrada y aperreada del gitanismo; y no hubiera creído ser verdad lo que el gitano me dijo, si no me hubiera mostrado a un cuarto de legua del rancho detrás de las paredes de un arrañal; un gitano y una gitana, él rehecho y ella carillena; él no estaba quemado del sol, ni ella curtida de las inclemencias del cielo. El uno cantaba un verso de los salmos de David, y la otra respondía con otro: advirtiome el buen viejo, que aquellos eran fraile y monja, que no había más de ocho días que habían venido a su congregación con deseo de profesar más austera vida. Llegué a una venta una legua antes de Valladolid, en cuya puerta vi sentada a la vieja de Madrid con la doncellita de marras: salió un galancete a llamarlas para que entrasen a comer; no me conocieron por ir tan disfrazado siempre, con mi parche en el ojo, y mis vestidos a lo bribonesco; mas yo conocí ser el Lázaro que había salido del monumento que tanto me había costado. Púseme delante de ellos, para ver si me darían algo: no me podían dar, pues no tenían para ellos. El galán, que había servido de despensero, fue tan liberal, que para él, para su enamorada y para la vieja alcahueta, había hecho aderezar un poco de hígado de puerco con una salsa: todo lo que había en el plato, lo hubiera yo traspalado en menos de dos bocados. El pan era a tan negro como los manteles, que parecían túnica de penitente o barredero de horno: coma, mi vida, le decía el señor, que este manjar es de príncipes: la tercera comía y callaba por no perder tiempo, y por ver que no había para tantos envites, comenzaron a fregar el plato que le quitaban el betún: acabada la triste y pobre comida, que más hambre que artura les había causado, el señor enamorado se escusó con decir que la venta estaba mal provista. Viendo que allí no había nada para mí, pregunté al huésped si había que comer, díjome que según la paga: quísome dar una poca de asadura: preguntéle si tenía otra cosa, ofreciome un cuartillo de cabrito que aquel enamorado no había querido por ser caro; quise hacerles un fiero, y así dije me le diese: púseme con él a los pies de la mesa, donde era de ver el mirar de ellos: a cada bocado tragaba seis ojos, porque los del enamorado, los de la señora y los de la alcahueta estaban clavados en lo que comía. ¿Qué es esto? dijo la doncella, ¿aquel pobre come un cuartillo de cabrito, y para nosotros no ha habido más que una pobre patorrilla? El galán respondió había pedido al huésped algunas perdices, capones o gallinas, y que había dicho no tenía otra cosa que darle: yo que sabía el caso, y que por no gastar, o por no tener de que hacerlo, les había hecho comer con dieta, quise comer y callar: parecía aquel cabrito piedra imán; cuando menos me caté, los hallé a todos tres encima de mi plato: la sin vergüenza cachondilla, tomó un bocado y dijo: con vuesa licencia, hermano, y antes de tenerla, ya lo había metido en la boca: la vieja replicó, no le quitéis a este pecador su comida; no se la quitaré, dijo ella, porque yo se la pienso pagar muy bien; y diciendo y haciendo comenzó a comer con tanta prisa y rabia, que parecía no lo había hecho en seis días: la vieja tomó un bocado por probar qué gusto tenía; el galán diciendo, esto les agrada tanto, se hinchó la boca con un tasajo como un puño. Viendo pues que se desmandaba, tomé todo lo que había en el plato y me lo metí de un bocado: como era tan grande no podía ir atrás, ni adelante. Estando en este conflicto, entraron por la puerta dos caballeros armados con jacos, casquetes y rodelas: traía cada uno un pedreñal al lado, y otro en el arzón de la silla: apeáronse dando las mulas a un criado de a pie: dijeron al huésped si había algo que comer: él les dijo había muy buen recado y que entretanto que lo aderezaba, si sus mercedes se servían, podían entrarse en aquella sala. La vieja, que al ruido había salido a la puerta, entró con las manos en la cara, haciendo mil inclinaciones, como fraile novicio: hablaba por eco; retorcíase hacia una y otra parte, como si estuviera de parto, dijo lo más bajo y mejor que pudo: ¡perdidos somos! los hermanos de Clara, que éste era el nombre de la doncelluela, están en el portal: la mozuela comenzó a desgreñarse y mesarse, dándose tan grandes bofetadas, que parecía endemoniada. El galancete, que era animoso, las consolaba diciendo, no se afligiesen, que donde él estaba no había de que temer: yo, atisbando, con la boca llena de cabrito, cuando oí que aquellos valentones estaban allí, pensé morir de miedo, y lo hubiera hecho: mas como mi gaznate estaba cerrado, el alma se tornó a su lugar, por no hallar la puerta abierta. Entraron los dos Cides; y al punto que vieron a su hermana y a la alcahueta, dijeron gritando: aquí están, aquí las tenemos, aquí morirán. A los gritos fue tal mi espanto, que di en el suelo: con el golpe eché el cabrito que me ahogaba. Pusiéronse las dos detrás del caballerejo, como pollos debajo de las alas de la gallina, cuando huyen del milano: él con gentil ánimo metió mano a su espada, y se fue para ellos con tanta furia, que de espanto se quedaron hechos dos estatuas: helarónseles las palabras en la boca, y las espadas en las vainas. Pregunteles qué querían o qué buscaban, y diciendo esto arremetió al uno y le sacó la espada, poniéndosela en los ojos, y la otra al otro: a cada movimiento que él hacia con las espadas, temblaban como las hojas en el árbol. La vieja y la hermana que vieron tan rendidos a los dos Roldanes, se llegaron a ellos y los desarmaron: el ventero entró al ruido que todos hacíamos (porque ya yo me había levantado y tenía al uno de la barba). Pareciome aquello a los toros uncidos de mi tierra, que cuando los muchachos los ven huyen de ellos, mas poco a poco se les atreven, y conociendo que no son bravos, ni lo parecen, se les llegan tan cerca, que perdido el temor les echan mil estropajos. Como vi que aquellas madagañas no eran lo que parecían, me animé y acometí a ellos, con más ánimo que mi mucho temor pasado permitía. ¿Qué es esto? dijo el huésped, ¿en mi casa tanto atrevimiento? Las mugeres, el caballerete y yo comenzamos a gritar, diciendo eran ladrones que nos venían siguiendo para robarnos: el ventero que los vio sin armas, y a nosotros con la victoria, dijo: ¿ladrones en mi casa? y echó mano de ellos, y ayudándole nosotros los metió en un sótano, sin valerles razón que alegasen en contrario. El criado de los dos, que venía de dar recado a las mulas, preguntó por sus amos, y el ventero le puso con ellos: tomó sus maletas, cojines y porta-manteos, y los encerró; repartiéndonos las armas, como si fueran suyas, no nos pidió nada de la comida por que firmásemos la sumaria que contra ellos había hecho, en que como ministro de la Inquisición, que decía era, y como justicia de aquel pago, condenó a los tres a galeras perpetuas, y a doscientos azotes alrededor de la venta. Apelaron a la chancillería de Valladolid, adonde el buen mesonero con tres criados suyos los llevaron, y cuando los desdichados pensaron estar delante de los señores oidores, se hallaron delante de los inquisidores; porque el taimado ventero había puesto en el proceso algunas palabras, que ellos habían dicho contra los oficiales de la santa Inquisición (crimen imperdonable). Pusiéronlos en oscuros calabozos, de donde, como ellos pensaron, no pudieron escribir a su padre, ni avisar a persona alguna para que los ayudasen, y donde los dejaremos bien guardados para tornar a nuestro huésped, que lo encontramos en el camino. Díjonos cómo los señores inquisidores le habían mandado hiciese parecer ante ellos a los testigos que firmaban en el proceso; pero que él como amigo nos avisaba nos escondiésemos. La doncellita le dio una sortija que tenía en su dedo, rogándole hiciese de modo que no fuésemos a su presencia: prometióselo: el ladrón había dicho aquello por hacernos huir, porque si quisiesen oír los testigos no se descubriese su bellaquería (que no era la primera). Dentro de quince días se hizo auto público en Valladolid, donde vi salir entre los otros penitentes a los tres pobres diablos, con mordazas en las bocas, como blasfemos, que habían osado poner la lengua en los ministros de la santa Inquisición, gente tan santa y perfecta como la justicia que administran. Llevaban corazas y un sambenito cada uno, en que iban escritas sus maldades, y las sentencias que por ellas les daban: pesome de ver aquel pobre mozo de mulas, que pagaba lo que no debía: de los otros no tenía tanta lástima, por la poca que de mí habían tenido: confirmaron la sentencia del huésped, añadiendo a cada uno trescientos azotes, de manera que los dieron quinientos, y los enviaron a galeras, donde se les pasaron los fieros y bravatas. Yo busqué mi fortuna: muchas veces encontré en el prado de la Magdalena a las dos amigas, sin que jamás me hubiesen conocido, ni supiesen que yo las conocía. Al cabo de los pocos días vi a la doncellica de religiosa en la casa de poco trigo, donde ganaba para sustentar a su respeto y a ella: la vieja ejercitaba su oficio en aquella ciudad.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Cómo Lázaro sirvió de escudero a siete mugeres juntas


Llegué a Valladolid con seis reales en la bolsa, porque la gente que me veía tan flaco y descolorido, me daba limosna con mano franca y yo la recibía, no con escasa: fuime derecho a la ropería, donde por cuatro reales y un cuartillo, compré una capa larga de bayeta, que había sido de un portugués, tan raída como rota y descosida. Con ella, y con un sombrero alto como chimenea, ancho de ala, como de fraile Francisco, que compré por medio real, y con un palo en la mano me paseaba por el lugar: los que me veían se burlaban de mí; cada uno me decía su apodo: los unos me llamaban filósofo de taberna; otros: veis allí a San Pedro vestido en víspera de fiesta: otro: ¡ah señor ratiño! ¿quiere sebo para sus botas? No faltó quien dijese parecía alma de médico de hospital: yo hacía orejas de mercader y pasaba por todo. A pocas calles andadas, encontré con una muger de verdugado y chapines de más de marca, puesta la mano en la cabeza de un muchacho, un manto de soplillo, que lo cubría hasta los pechos: preguntome si sabía de un escudero: respondile no sabía de otro sino de mí, y que si le agradaba podía disponer como de cosa propia. Concerteme con ella en dame acá esas pajas; prometiome tres cuartillos de ración y quitación: tomé posesión del oficio dándole el brazo; arrojé el palo, porque no tenía de él necesidad, pues solo lo traía para mostrarme enfermo y mover a piedad. Envió el niño a casa mandándole dijese a la moza tuviese la mesa puesta y la comida aderezada: trújome más de dos horas de ceca en meca, y de zoca en colodra; a la primera visita que llegamos me advirtió la señora, que cuando ella llegase me había de adelantar a la casa adonde iba preguntando por la señora o señor de la casa, y decir: Juana Pérez, mi señora, que éste era su nombre, quiere besar a su merced las manos: advirtiome también que jamás me había de cubrir delante de ella, cuando estuviese parada en alguna parte: díjele que yo sabía la obligación de un criado, y así cumpliría con ella. Grande era el deseo que tenía de ver la cara de mi ama reciente; mas no podía por ir rebozada: díjome que no me podía tener sólo para ella; pero que buscaría algunas vecinas suyas a quien sirviese, entre las cuales me darían la ración que me había prometido, y que entretanto que todas no concurriesen, que sería con brevedad, ella me daría su parte. Preguntome si tenía donde dormir; respondile que no: no os faltará, dijo ella, porque mi marido es sastre y os acomodaréis con los mancebos: no podíais, prosiguió, hallar en la ciudad mejor comodidad, porque antes de tres días tendréis seis señoras, que cada una os dará un cuarto. Quedé medio atónito de ver la gravedad de aquella muger, que parecía por lo menos lo era de algún caballero Pardo, o de algún ciudadano rico: espantome también de ver que para ganar tres pobres cuartillos cada día, había de servir a siete mugeres; pero consideré que valía más algo que nada, y que aquel no era oficio trabajoso, de lo que yo huía como del diablo, porque siempre quise más comer berzas y ajos sin trabajar, que capones y gallinas trabajando. Diome el manto y los chapines en llegando a casa, para que los diese a la criada: vi lo que deseaba: no me dejó de agradar la mugercilla, era briosa morenica y de buen talle: sólo me desagradó que la relucía la cara como cazuela barnizada: diome el cuarto diciendo acudiese cada día dos veces, una a las ocho de la mañana, y otra a las tres de la tarde, para ver si ella quería salir de casa. Fuime a una pastelería, y con un pastel de a cuarto di fin a mi ración. Todo lo demás del día pasé como camaleón, porque ya había acabado la limosna, que en el camino me habían dado, y no osaba ponerme a pedirla, porque si mi ama lo supiera me comiera. Fui a su casa a las tres: díjome que no quería salir pero que me advertía que de allí adelante no me pagaría el día que no saliese, y que si no salía más de una vez al día no me daría más de dos maravedises: más me dijo: que pues ella me daba cama, la había de preferir a las demás, intitulándome por su criado. La cama era tal, que merecía bien esto y más; hízome dormir con los aprendices encima de una gran mesa, sin maldita otra cosa, que una manta raída para cubrirnos: pasé dos días con la miseria, que con cuatro maravedises podía comprar: al cabo de ellos entró en la cofradía la muger de un zurrador, que regateó más de una hora los dos ochavos. Finalmente en cinco días tuve siete amas, y de ración siete cuartos. Comencé a comer espléndidamente, bebiendo, no de peor; aunque no de lo más caro, por no tender la pierna más de hasta donde llegaba la sábana: las otras cinco dueñas eran una viuda de un corchete; la muger de un hortelano; una sobrina, que decía ser de un capellán de las Descalzas, moza de buen fregador; y una mondonguera, que era a quien yo más quería, porque siempre que me daba el cuarto me convidaba con caldo de mondongo: y antes que de su casa saliese, había embasado tres o cuatro escudillas con que pasaba una vida, que Dios nunca me la dé peor. La última era una beata; con ésta tenía más que hacer que con todas, porque jamás hacía sino visitar frailes, con quienes cuando estaba a solas, no había juglar como ella: su casa parecía colmena: unos entraban, otros salían, y todos le traían las mangas llenas, y a mí, porque fuese fiel secretario, me daban algunos pedazos de carne, que de su ración se metían en las mangas. ¡En mi vida he visto mayor hipócrita que ésta! Cuando iba por las calles, no alzaba los ojos del suelo, no se le caía el rosario de la mano, siempre lo rezaba por la calle: todas las que la conocían la pedían rogase a Dios por ella, pues que sus oraciones eran tan aceptas: ella las respondía era una grande pecadora; y no mentía, que con la verdad engañaba. Cada una de estas mis amas tenía su hora señalada: cuando me decían no querer salir de casa, iba a la otra, hasta que acababa mi tarea: señalábame el tiempo en que debía volver a buscarlas, y esto sin falta, por que si por males de mis pecados tardaba un poco, la señora delante de las que estaban en la visita me decía mil perrerías, y me amenazaba, que si continuaba en mis descuidos, buscaría otro escudero más diligente, cuidadoso y puntual. Quien la oía gritar y amenazar con tanto orgullo, sin duda creía, me daba cada día dos reales, y de salario cada año treinta ducados. Cuando iban por las calles, parecían la muger del presidente de Castilla, o por lo menos de un oidor de Chancillería. Sucedió un día, que la sobrina del capellán, y la corcheta, se encontraron en una iglesia, y queriéndose volver las dos a sus casas a un mismo tiempo, sobre a quien había yo de acompañar la primera, hubo una riña tan grande, que parecía estábamos en el horno46 tiraba de mí, la una por un cabo la otra por otro, con tanta rabia que me despedazaron la capa. Quedé en pelota, porque debajo de ella maldita otra cosa tenía, sino un andrajo de camisa, que parecía red de pescar. Los que veían las carnes que por la desgarrada camisa descubría, reían a boca llena: la iglesia, parecía taberna. Los unos se burlaban del pobre Lázaro: los otros escuchaban a las dos damas, que desenterraban sus abuelos. Con la prisa que tenían de recojer los pedazos de mi capa, que de maduros se habían caído, no pude escuchar lo que se decían: solo oí decir a la viuda: ¿de dónde le viene a la piltrafa tanto toldo? ayer era moza de cántaro, y hoy lleva ropa de tafetán, a costa de las ánimas del purgatorio. La otra le respondía, ella la muy descosida la lleva de burato, ganada con un Deo gratias, y sea por amor de Dios, y si yo era moza de cántaro, ella lo es hoy de jarro. Los presentes las separaron, que se habían ya comenzado a asir de la melena. Acabé de recojer los pedazos de mi pobre herreruelo, y pidiendo dos alfileres a una que se halló allí, la acomodé como pude, con que cubrí mis vergüenzas: dejelas riñendo y fuime a casa de la sastresa, que me había mandado acudiese a acompañarla a las once, porque había de ir a comer a casa de una amiga suya. Cuando me vio tan mal tratado, me dijo gritando: ¿pensáis ganar mis dineros y venirme a acompañar como un pícaro? con menos de lo que os doy a vos, podría tener otro escudero con calzas atacadas, bragueta, capa y gorra; y vos no hacéis sino borrachear lo que os doy. ¡Qué borrachear, decía yo entre mí, con siete cuartos que gano el día que más! pasando muchos que mis amas por no pagar un cuarto no querían salir de su casa. Hízome hilbanar los pedazos de mi capa, y con la prisa que se daban, pusieron unos pedazos de abajo arriba: de aquella manera fui a acompañarla.