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Omar Cabezas, Gioconda Belli y Sergio Ramírez: Autobiografías, sandinismo e identidad nicaragüense

José María Mantero





Las autobiografías, las memorias y los testimonios escritos en Nicaragua a partir del final de la revolución sandinista constituyen una doble representación: encajan plenamente dentro del espacio literario latinoamericano y, a la vez, se diferencian de él debido a las circunstancias de su elaboración. Con su victoria en 1979, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) puso en marcha un ambicioso proyecto de formación cultural que buscaba popularizar los ideales de la revolución entre la población nicaragüense y forjar una nueva identidad nacional con base en la lucha sandinista contra el somocismo y el imperialismo. Durante y después de la década de los ochenta, la ideología sandinista se vio reflejada en una serie de poemas, testimonios, memorias y autobiografías que han contribuido a forjar su versión de la historia y de la génesis de un movimiento revolucionario. Para nuestros fines, estudiaremos el testimonio de Omar Cabezas La montaña es algo más que una inmensa estepa verde y las memorias de Gioconda Belli El país bajo mi piel y de Sergio Ramírez Adiós muchachos como ejemplos de textos autorreferenciales representativos de un momento determinado. Más concretamente, se observará que Cabezas mitifica la revolución sandinista a través de la historia, que Belli se mitifica a sí misma y que Ramírez expresa su desilusión con la dirección del FSLN. Tomados juntos, los tres textos encarnan el desarrollo del sandinismo y participan en la creación de una identidad nacional.

El proceso de tal creación resulta en parte del juego discursivo entre la hegemonía y la contrahegemonía al buscar cada una establecer y custodiar sus propios valores dentro del espacio nacional y producir, como resultado discursivo, la consecuente mitificación necesaria para instituirse como en salvaguardias de la nación. Según Roland Barthes, el proceso histórico está íntimamente ligado a la creación del mito ya que este «es un habla elegida para la historia: no surge de la "naturaleza" de las cosas»1. El empleo de símbolos y el surgimiento de un vocabulario aparentemente espontáneo se conciben dentro del discurso histórico y de una tradición para que el mito se arraigue en el territorio nacional y tenga aún mayor fuerza de persuadir y conquistar su terreno ideológico. Esta aparente naturalidad del mito termina siendo un espacio de tensión discursiva, ya que el mito se puede desarraigar con la misma facilidad con que se concibió. Según Barthes, «en los conceptos míticos no hay ninguna fijeza: pueden hacerse, alterarse, deshacerse, desaparecer completamente. Precisamente porque son históricos, la historia con toda facilidad puede suprimirlos»2. Por esta misma sencillez de producción y de eliminación, el mito «no niega las cosas. Su función, por el contrario, es hablar de ellas; simplemente las purifica, las vuelve inocentes, las funda como naturaleza y eternidad, les confiere una claridad que no es de la explicación, sino de la comprobación»3. De esta forma el mito convierte su mensaje en un sutil discurso revolucionario asequible a la mayoría de la población, desbancando a la hegemonía con una narración contrahegemónica que se arraiga en las clases populares y que lucha por subvertir las estructuras establecidas del poder4.

Como documento que emerge desde los márgenes y recompone el espacio discursivo de la narrativa (inter)americana, el testimonio latinoamericano ha sido ampliamente discutido y estudiado dentro de distintos enfoques críticos5. George Yúdice, por ejemplo, ha destacado el sentido representativo/colectivo del testimonio, su rechazo de las grandes narrativas y su heterogeneidad y ambigüedad6; Víctor Casaus ha señalado las raíces esencialmente orales del testimonio7; Eliana Rivero ha subrayado la capacidad del testimonio de ser una herramienta de liberación popular8; Alberto Moreiras ha atribuido al testimonio la capacidad de elaborar «una poética de la solidaridad»9; y la antropóloga y escritora Margaret Randall llegó a ofrecer una serie de sugerencias para escribir testimonio10: «la profundización en la ideología del proletariado, el conocimiento del tema a tratar, la sensibilidad humana, el respeto hacia el informante y su vida, la persistencia, la disciplina y la organización en el trabajo, el oficio de escribir»11.

Curiosamente, pocas de las investigaciones en torno al género han enfatizado la necesidad de contextualizar el discurso testimonial para mejor comprender su génesis dentro de una tradición regional o nacional. En su estudio «Proceso cultural y fronteras del testimonio nicaragüense», el nicaragüense Leonel Delgado Aburto sostiene que el modelo teórico latinoamericano que han ofrecido críticos como John Beverley y Marc Zimmerman a propósito del testimonio de Rigoberta Menchú, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, no se presta a fáciles aplicaciones al contexto nicaragüense, por ejemplo, ya que Beverley y Zimmerman no ofrecen «el modelo adecuado para determinar los límites del testimonio en Nicaragua»12. Por ello, se puede comprender cómo un análisis de textos testimoniales y otros textos autobiográficos o autorreferenciales necesitan de una contextualización que los coloque dentro de una serie de tradiciones políticas, económicas y culturales. En el caso de Nicaragua, el país fue indeleblemente marcado por la victoria del FSLN al cabo de la revolución sandinista en 1979, creando un ambiente nacional propicio al fomento de un programa sistemático de educación13 y de una mística e ideología revolucionarias que subrayaban los lazos históricos entre el FSLN y Augusto Sandino14.

Uno de los efectos imprevisibles de la llamada democratización de la cultura promulgada por la revolución sandinista fue que, al cabo de la opresión somocista y de la lucha armada por el país, surgiera una multitud de voces nicaragüenses que deseaban contar su versión de los eventos. Aunque autobiografías y testimonios escritos antes de 1979 ya habían recalcado esta necesidad de insertarse dentro de una tradición nacional, la victoria de la revolución sandinista contra el dictador «Tachito» Somoza legitimó discursos que habían sido descartados o descalificados por la hegemonía somocista. A partir de la victoria, esta reconstrucción de la verdad, de su verdad particular, permitió la inclusión de voces anteriormente marginadas del proyecto nacional. En una entrevista en 1999, Sergio Ramírez unía la victoria de la revolución sandinista a esta necesidad testimonial de contar:

¿[D]e qué surge la necesidad de dar un testimonio? De algo que uno piensa que no debe ser olvidado, que no debe quedar fuera de la escritura. En los últimos años en Nicaragua casi todos los que participaron directamente en la guerra contra Somoza tenían esta ambición de escribir su propia memoria, su propio relato de los hechos; vivieron bajo la ambición de contar la verdad. Eso es muy interesante también: decir, bueno, estas cosas que se han dicho no son así, yo sé cómo fueron y yo voy a contarles15.



A pesar de que Ramírez emplea los vocablos «testimonio» y «memoria» indistintamente, sus comentarios se dirigen a la necesidad individual en la Nicaragua postrevolucionaria de comunicarse, de significarse, de participar en la plasmación de una identidad -que había sido anteriormente proscrita- para proyectarla y formularla desde una perspectiva que, por ello, contribuyera a mitificar los márgenes. Como ha señalado Hugo Achugar, «el testimonio contemporáneo parte de los hechos y documentos censurados y termina siendo asimilado por sus lectores solidarios como una historia verdadera que, eventualmente, habrá de adquirir un valor mítico»16.

El texto de Omar Cabezas La montaña es algo más que una inmensa estepa verde participa directamente en la mitificación del sandinismo al unir el movimiento revolucionario con la historia del país. Por su popularidad17 y por ser posiblemente el primer texto testimonial que emergió de la revolución sandinista, esta obra ha suscitado toda una bibliografía que busca colocarla dentro de la tradición testimonial latinoamericana18 y que examina las consecuencias discursivas de Cabezas. Pero pocos estudios se han centrado en la calidad historiográfica o hagiográfica del texto, en cómo el autor se apropia de la historia nicaragüense, la une al movimiento sandinista y, por ende, hace a este ser una consecuencia «natural» de los factores históricos. Como se ha señalado anteriormente, Roland Barthes ha resaltado la necesaria «naturaleza» de los mitos y su capacidad de ser engendrados a partir de circunstancias históricas, ligados a ellas: «Al pasar de la historia a la naturaleza, el mito efectúa una economía: consigue abolir la complejidad de los actos humanos, les otorga la simplicidad de las esencias, suprime la dialéctica, cualquier superación que vaya más allá de lo visible inmediato, organiza un mundo sin contradicciones puesto que no tiene profundidad»19. En una entrevista publicada en 199320, Cabezas relataba la génesis de su obra y expresaba su aparente inocencia y sorpresa al saberse, consecuentemente, autor: «cuando yo grabé lo que después fue el libro, yo no sabía que estaba haciendo un libro. Es decir, yo no tomé la decisión nunca de que voy a hacer un libro y lo voy a hacer grabado»21. Esta sutil legitimización de su obra y su origen natural y sencillo se puede percibir en cómo Cabezas une el movimiento sandinista de los sesenta a factores históricos anteriores a la revolución: el inicio de su conciencia revolucionaria, los orígenes espontáneos del sandinismo, la figura de Augusto César Sandino y la identificación de la resistencia indígena con el mismo Sandino. Para nuestros fines, nos interesa cómo en el texto Cabezas mitifica el sandinismo al unir astutamente los intereses de la generación más antigua con las ambiciones de la revolución, historificando así el movimiento sandinista.

A lo largo de la obra hay numerosas referencias que resaltan la aparente naturalidad de la colaboración entre sandinistas jóvenes y ancianos. Al describir su primera impresión del vetusto personaje Don Leandro, Cabezas señala la inocencia de este hombre y lo retrata como un tesoro que acababa de emerger de la primitiva selva: «yo veo que es un señor flaquito, no muy alto, pelito crespo, bien negrito, tostado, arrugadito, era como una cosa vieja, era como algo que había estado guardado durante muchos años y de repente se sale»22. La presentación del individuo nos ofrece la imagen de algo telúrico, algo surgido de la naturaleza misma, del monte. Las descripciones que nos ofrece Cabezas -«no muy alto», «bien negrito», «tostado», «arrugadito», «como una cosa vieja»- lo relacionan más al mundo limpio y autóctono de los animales; pero estas mismas descripciones también contribuyen a cosificar a Don Leandro ya que, en estos primeros momentos, este hombre es más un objeto de admiración que alguien o algo «ha guardado» que un sujeto en control de su propia voz.

Al entablar una conversación con Don Leandro, Cabezas descubre que este había conocido personalmente a Sandino, que le había servido de correo y que había proporcionado ayuda a ese amago revolucionario en la década de los veinte. Cuando Don Leandro le pregunta por sus armas -llevaba él una pistola de calibre 45-, Cabezas conecta sus propios motivos a los del anciano y se apropia de su discurso: «Yo no comprendía que él me estaba ligando con los viejos sandinistas de él, del general Sandino, entonces me está preguntando por otras armas, como quien dice, las armas que andábamos ayer, ¿qué las hicieron?»23. En la frase, lo primero que hace el narrador es reconocer su supuesta ignorancia ante las circunstancias, simplificándose y, consecuentemente, simplificando la integración de los planos históricos. Seguidamente, Cabezas se introduce en la persona del anciano, se apropia del mensaje y establece su intención al conectar lo que expresa aquí Don Leandro con el proyecto histórico de la revolución sandinista. Tal duplicidad lleva al lector hacia un terreno en el que la relación entre el sandinismo de los años sesenta y setenta y la figura de Sandino se presenta como algo natural, un producto de los años que han transcurrido y que sirve como puente entre el presente y el pasado. Cabezas expresa que las anécdotas de Don Leandro le han permitido conectarse con la persona de Sandino, encarnada en el abuelito: «qué cosa más bella, hacé de cuenta que estabas tocando a Sandino, que estabas tocando la historia... y allí mismo me di cuenta de lo que significaba la tradición sandinista»24. En poco tiempo -y menos espacio-, Cabezas ha partido de la figura de Don Leandro para recrearse en la afinidad que siente por este anciano y para plasmar, palpablemente, una tradición revolucionaria sandinista que se remonta hasta los primeros tiempos de la presencia estadounidense.

En otros momentos, Cabezas representa a personas mayores como individuos partícipes en el proyecto histórico revolucionario. De una abuela en cuya casa buscaron refugio durante unos días, comenta que «la viejita con el tiempo nos llegó a adorar»25; también se maravilla ante las historias de tres ancianas que ayudaron a la revolución y que le hablaban de sus aventuras durante los veinte: «te relataban todas las anécdotas de la guerra de Sandino, hacé de cuenta que te estaban hablando del último contacto que habían hecho anoche; para ellas lo nuestro era una continuación y se sentían como en aquellos tiempos, igual que cuando conspiraban con los maridos y con los hermanos, en sus fincas, ahora era con nosotros en la ciudad»26. Como ocurre con la figura de Don Leandro, Cabezas se apropia de las vivencias de las tres mujeres y las construye según su propia visión y sus propios propósitos, incluyéndolas dentro de los esfuerzos revolucionarios para mitificar la revolución y construir un puente explícito entre Sandino y las acciones del FSLN.

En sus memorias El país bajo mi piel, la escritora Gioconda Belli nos ofrece un retrato de su vida, de sus orígenes burgueses, del nacimiento de una conciencia revolucionaria y de su paulatino alejamiento del movimiento durante la década de los ochenta. Aunque sus novelas y su poesía han sido ampliamente estudiadas, El país bajo mi piel sigue siendo un texto ignorado por mucha parte de la crítica. Como libro que representa la vida de una persona anteriormente activa en la revolución sandinista, el volumen nos ofrece una perspectiva que ayuda a explicar la caída del FSLN: gran número de los comandantes se ensimismó y perdió de vista el ímpetu original de la revolución. En el texto, Belli representa y a veces personifica la revolución; pero, a diferencia del texto de Cabezas, sus esfuerzos la llevan principalmente a mitificarse a ella misma (detalle que nos permite comprender parte de la razón por la cual cayó el FSLN en las elecciones de 1990).

Si recordamos de nuevo las ideas de Barthes acerca de la fabricada naturalidad del mito y su consecuente simplificación de la historia, se puede percibir cómo en sus memorias Belli simplemente logra crecerse, mitificarse a ella misma y no al sandinismo. Más que nada, los esfuerzos de Belli nacen a raíz de una infantilización propia, de un lenguaje y unas estampas que recalcan su repetida inocencia frente a acontecimientos que muchas veces la sobrepasan. Desde la primera página, por ejemplo, cuando describe su vida entre Nicaragua y los Estados Unidos, ella se representa como una criatura de los sueños: «Como las princesas de los cuentos, ahora transcurro parte de mi vida convertida en un pájaro que canta en una jaula de oro»27. En otros momentos del libro igual subraya esta condición onírica e infantil de su persona. Cuando en 1970 se empieza a introducir en el ambiente artístico de Managua se sentía «como Alicia en el País de las Maravillas»28; cuando empezó a escribir algunos artículos para La Prensa en 1974 tomó por pseudónimo «Eva Salvatierra»29; al recalcar las diferencias entre ella y su madre al descubrir esta su participación en el movimiento sandinista, Belli afirma que «[e]lla [su madre] había escogido el deber. Yo, los sueños»30; al manifestar la oposición de sus padres a que se casara, Belli expresa que esta misma oposición «nos llevó [a mi novio y a mí] a sentirnos como Romeo y Julieta»31; y cuando en 1985 llegó por primera vez a los Estados Unidos, escribe que «[e]s como ser Gulliver en el país de los gigantes»32. No es cuestión de sacar sus afirmaciones de contexto ni de reducir sus escritos a una mera serie de observaciones ingenuas, pero sí se debe cuestionar su uso de imágenes infantiles y su manipulación de los recuerdos. Si Cabezas presentaba a los ancianos como seres íntimamente conectados a la historia nacional de liberación nacional -a Sandino mismo-, era principalmente para establecer el nexo entre el pasado y el presente, para mitificar la revolución sandinista. Belli, por otra parte, elige simplemente mitificarse a sí misma a través de un proceso de autosimplificación, de proyectarse como un ser inocente que participa en la historia pero que, al final, queda al margen -¿o por encima?- de consideraciones históricas debido a su proyección individual. Como se afirmó antes, tal superación de la historia nos permite comprender mejor actitudes que contribuyeron a la pérdida del FSLN en las elecciones de 1990.

La aparente inocencia de Belli en determinadas circunstancias no se integra en ese proyecto nacional revolucionario mitificador de Cabezas y, en su lugar, hace que nuestra mirada se centre exclusivamente en ella y en su autorrepresentación. En el volumen, la narradora se muestra -y se reproduce- desde sus primeros años como un ser inocente que, a pesar de sus orígenes burgueses, siente una conexión con los más humildes y oprimidos. Confiesa que cuando tenía tres o cuatro años a ella «[le] dio por imitar a las vendedoras que pasaban por la acera de la casa pregonando sus productos»33; a los seis años «no podía comprender mucho, pero recuerdo la atmósfera de miedo de esos días, las caras graves, tristes, de los adultos, sus lamentaciones porque otro intento de derrocar la dictadura [somocista] hubiera fracasado»34; más tarde reconoce que «[c]uando Fidel triunfó yo tenía diez años, pero me alegré y celebré la victoria cubana, sintiendo que de alguna manera me pertenecía a mí, también»35; y ya de adulta, cuando estuvo en Cuba en 1979 y disparó una ametralladora por primera vez, Belli -a pesar de su anterior apoyo a la lucha armada- resalta su rechazo de las armas: «Después del disparo contenía el deseo de tirar el arma como si quemara»36. Su asociación mimética con las humildes vendedoras de frutas y tortillas, su incipiente conciencia política -comunicando ambas la tristeza y la felicidad ante una pérdida nacional y una victoria continental- y su disgusto por las armas: tales manipulaciones de la memoria personal se extrapolan de una vida que, en un principio, anhelaba encontrar su razón de ser en otros seres humanos, en movimientos de liberación, por ejemplo. Pero en El país bajo mi piel, la expresión de estos anhelos y la construcción de su propio discurso no se alejan de los intereses personales y contribuye simplemente a la mitificación de sí misma y a la fetichización de la revolución sandinista.

Como ocurre con El país bajo mi piel, la mayoría de la crítica tampoco ha prestado la debida atención al texto de Sergio Ramírez Adiós muchachos y se ha centrado poco en sus ensayos y memorias37. En estas, Ramírez da crédito a la revolución sandinista por transformar el país38 y resalta la «conducta ética» de los revolucionarios39. Pero a diferencia de Cabezas -quien buscaba construir el mito revolucionario colectivo arraigando el sandinismo en la figura histórica de Sandino- y de Belli -cuya obra refleja una mitificación de sí misma-, Ramírez desmitifica la revolución sandinista y expresa su desilusión con algunas de sus consecuencias, principalmente las acciones de dirigentes sandinistas como Daniel Ortega y su hermano Humberto. En un artículo publicado en verano del 2004 en El País acerca de los 25 años que han pasado desde la victoria de la revolución sandinista julio de 1979, Ramírez discurre acerca de los posibles significados de la revolución y su impacto en la sociedad nicaragüense de hoy. Como escribe, «Un viajero que tras estos 25 años regresara a Nicaragua, o viniera por primera vez, habría de preguntarse si aquí hubo alguna vez una revolución»40. En sus memorias, Ramírez describe cómo la dirección nacional del FSLN empezó a distanciarse del pueblo nicaragüense y señala la influencia del poder y de los bienes materiales: «Las casas de los dirigentes debían ser amplias, porque también allí se trabajaba y se recibían visitantes oficiales; se rodeaban de muros por razones de seguridad y no pocas tenían piscinas, saunas, salas de billar, gimnasios, canchas deportivas, porque los dirigentes no podían asistir a los lugares públicos como los demás»41. A pesar de haber sido dirigente, Ramírez se aleja del momento histórico para evaluarlo y no ensalzarlo ni mitificarlo. En la cita, la amplitud de las casas y sus lujos va en contra de una conciencia revolucionaria y crea una generación de dirigentes del FSLN que empezó a gozar del poder, de sus consecuencias y de los beneficios que sacaban de la revolución. Estos hombres «no podían asistir a los lugares públicos como los demás» porque no eran como «los demás», actitud que contradecía los ideales que impulsaron la lucha contra el somocismo.

Ramírez igual critica el personalismo que fue surgiendo a raíz de la toma del poder del FSLN. En su opinión, a la Dirección Nacional le empezó a faltar sentido y visión y «terminó siendo un caudillo con nueve cabezas en lugar de una»42 debido a ese gusto que tomó por el poder y por la falta de coordinación entre los dirigentes. Ramírez expresa su desilusión y da el próximo paso: une este caudillismo del partido a la más nefasta tradición política de Nicaragua: «En realidad [el FSLN] nunca llegó ser serlo [un partido marxista-leninista] más allá de las intenciones, porque el ejercicio vertical de la autoridad que caracterizó sus estructuras internas y sus actos de poder, más que una aportación leninista, ya era parte de la más arcaica cultura política del país, amamantada en el caudillismo»43. La desilusión del autor es doble: por una parte, tantos proyectos del FSLN se quedaron en simples intenciones debido a la guerra de la contrarrevolución y a una jerarquía corrupta cuya «rapiña» -como la califica Ramírez- «venía a contradecir los principios éticos proclamados por la revolución»44, acciones no lograron hacer que la revolución arraigara en el pueblo; por otra parte, esta jerarquía, este «ejercicio vertical de la autoridad» se coloca dentro de una difícil tradición política nacional que incluye a líderes como la familia Somoza y que se aprovecharon del poder para mantener sus propios intereses y enriquecerse a costa del pueblo nicaragüense.

La distancia que mediaba entre el pueblo y los que lo gobernaban no era exclusiva de administraciones anteriores a la sandinista. En otro apartado, Ramírez subraya la distancia entre los dirigentes del FSLN y el pueblo:

Todos [los comandantes], desde arriba pensábamos la revolución en términos de teoría o ideal, y esa concepción mental trataba de ser aplicada o impuesta a la sociedad, y a gente de carne y hueso como el campesino humilde y acobardado que me entregaba el rifle. Le proponíamos el viaje incomprensible de lo primitivo a lo moderno, pero él se negaba y se había tomado un arma para oponerse45.



Al manifestar así su desilusión, el autor expresa la discrepancia entre la teoría y su praxis y cómo, a pesar de una serie de esfuerzos transitorios, el FSLN no pudo reducir la distancia entre su visión revolucionaria y la realidad cotidiana de los habitantes (una realidad afectada por una guerra civil mantenida por los Estados Unidos y que sufría y sufre uno de los peores niveles de pobreza del hemisferio americano). A pesar de haber vivido las consecuencias de la corrupción del FSLN, en partes de la obra el lenguaje que emplea Ramírez -como en el ejemplo anterior- refleja las estructuras coloniales de poder, la división entre «lo primitivo» y «lo moderno» entre la civilización y la barbarie. La actitud era que «ellos» -los humildes- no querían participar en el proyecto que les ofrecía el FSLN principalmente por ignorar las supuestas ventajas de «lo moderno» y por un nostálgico apego a su mundo «primitivo».

Ramírez también describe su desilusión con la política del FSLN y con algunas de las acciones que hubo que tomarse: «supresión del espacio televisivo para misas, intervención de los bienes de una fundación del episcopado (COPROSA) y la expulsión de sacerdotes por "actividades subversivas en favor de la contra"»46, la declaración de que la tierra sería del Estado -«un error que hubo de costar sangre»47- y «el paternalismo ideológico [...] frente a los indígenas miskitos, sumos y ramas de la costa del Caribe [ya que] ignorábamos su cultura y sus lenguas [...] y no conocíamos nada de sus creencias religiosas y sus formas de organización social»48. A lo largo del volumen se percibe el tono de desilusión: una desilusión con la jerarquía del FSLN, con la falta de atención a las necesidades más básicas, con la verticalización de las estructuras del poder. Al pasar factura al gobierno sandinista de la década de los ochenta, Ramírez aparta la fácil mitificación de la revolución y busca comprender su propia participación en la política del país y expresar su desilusión con un proceso que, supuestamente y según Omar Cabezas, ya estaba claramente arraigado en el pueblo desde hacía generaciones. Como demuestran las memorias de Ramírez, la creación de una clara identidad nacional nicaragüense a partir de la revolución sandinista y de la articulación de una ideología revolucionaria se descompuso ya que el proyecto quedó en manos de seres humanos falibles que utilizaron la revolución para beneficiarse materialmente de ella y para apropiarse egoístamente del poder.

Cada texto estudiado representa un eslabón en el desarrollo y en la expresión literaria del sandinismo y ofrece una muestra polifónica de la identidad nicaragüense. A partir de los escritos de Roland Barthes sobre la creación de un mito, su aparente naturaleza, simplicidad y envergadura histórica, se puede percibir la intención mitificadora de La montaña es algo más que una inmensa estepa verde de Omar Cabezas. En El país bajo mi piel de Gioconda Belli, la mitificación de todo un movimiento revolucionario se traduce en una simple mitificación de la narradora misma, peligro que destaca Sergio Ramírez en Adiós muchachos al expresar su desilusión con la dirección sandinista. Analizados por separado, cada texto marca y ejemplifica un momento concreto en la formación de la ideología revolucionaria sandinista; estudiadas juntas, las tres obras trazan el desarrollo del sandinismo y participan plenamente en la creación de una identidad nacional.






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