Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Oración fúnebre de Enriqueta María de Francia, Reina de Inglaterra

Pronunciada el 16 de Noviembre de 1669 en presencia de la corte de Francia en la iglesia de las religiosas de Santa María de Chaillot donde había sido depositado el corazón de la reina

                                  Et nunc, reges, intelligite; erudimini qui iudicatis terram. (Psal.2)
   
   Aprended ¡oh reyes! ahora; aprended, vosotros, dominadores de la tierra.

     MONSEÑOR:

     Aquel que en los cielos reina, de quien todos los imperios dependen y a quien sólo pertenece la gloria, la majestad y la independencia, es así mismo el que hace consistir su grandeza en buscar la ley a que los reyes deben someterse y en darles, cuando le place, grandes y terribles lecciones. Ora levante los tronos, ora los abata, ora comunique a los príncipes su poder, ora se lo retire, dejándoles tan sólo su propia debilidad, siempre les muestra la menda del deber de una manera soberana y digna de él; porque al darles su poder, les recomienda hacer uso digno de su merced, como él mismo lo hace, en pro de la dicha de los hombres y les prueba al retirárselo que toda su majestad era prestada, y que no por sentarse en alto trono dejan de estar bajo su mano y su soberana autoridad. Así alecciona a los príncipes, no tan sólo con sus palabras, sino aún más, por medio de los hechos y los ejemplos. Et nunc, reges, intelligite, erudimini qui iudicatis terram.

     Cristianos, a quienes la memoria de una grande reina, hija, esposa, madre de reyes tan poderosos y soberana de tres reinos, convoca a esta triste ceremonia; mis palabras os mostrarán uno de los ejemplos más imponentes que a los ojos del mundo revelan su vanidad completa. Veréis en los límites de una sola existencia todas las extremidades de la vida humana: la felicidad sin coto, lo mismo que las desdichas, goce prolongado y apacible de una de las más nobles coronas del universo, todo lo que de más glorioso puede conceder la grandeza y el nacimiento acumulados sobre una frente, expuesta después a los crueles ultrajes de la fortuna; la buena causa por el pronto triunfante, y enseguida repentinas derrotas, cambios inauditos; la rebelión largo tiempo contenida, al fin, enseñoreándose de todo; la licencia sin freno, las leyes abolidas; violada la majestad por atentados hasta entonces desconocidos; bajo el nombre de libertad la tiranía usurpadora; una reina fugitiva que no halla amparo en sus tres reinos y para la cual su propia patria es triste lugar de destierro; nueve viajes por mar emprendidos por una princesa a despecho de las tempestades; asombrado el Océano de verse surcado tantas veces con tan diverso aparato, con tan diferentes motivos; un trono indignamente volcado, milagrosamente restablecido. He ahí las enseñanzas que Dios da a los reyes; en esa forma hace ver al mundo la nada de sus pompas y de sus grandezas. Si las palabras nos faltan, si las expresiones no responden a tan vasto y elevado asunto, los hechos hablarán con su elocuencia irresistible. El corazón de una grande reina, en otro tiempo educado por larga serie de prosperidades, y más tarde hundido repentinamente en abismo de amarguras, hablará harto elocuentemente; y si no fuese permitido a los súbditos dar lecciones a los reyes a propósito de acontecimientos tan extraños, un rey me prestará sus palabras para decirles: Et omne, reges, intelligite, erudimini qui iudicatis terram: escuchad, ¡oh reyes! ahora; ¡aprended, árbitros del mundo!

     Mas la prudente y religiosa princesa objeto de este discurso, no es tan sólo espectáculo ofrecido a los hombres para estudio de los consejos de la Providencia divina y de las fatales revoluciones de la monarquía; instruíase ella misma, en tanto Dios con su ejemplo aleccionaba a los reyes. He dicho ya que Dios les enseña dándoles y retirándoles su poder. La reina de quien hablamos ha oído también dos lecciones opuestas, es decir, ha usado cristianamente de la buena y de la mala fortuna. Fue durante aquella bienhechora, invencible durante ésta. En tanto fue dichosa, hizo sentir su poder con infinitas bondades; abandonada por la fortuna atesora más que nunca cristianas virtudes; y si sus súbditos, si sus aliados, si la Iglesia universal aprovechó sus grandezas, supo sacar de sus desgracias y de sus infortunios, aún más provecho que de toda su gloria. Esto es lo que haremos notar en la vida, eternamente memorable de la muy alta, muy excelente, y muy poderosa princesa Enriqueta María de Francia, reina de la Gran Bretaña.

     Aun cuando nadie ignore las grandes cualidades de una reina que la historia proclama, debo evocarlas a vuestra memoria a fin de que ellas nos sirvan de tema en todo nuestro discurso. Inútil sería hablar de la ilustre cuna de esta princesa; no hay debajo del sol nada que en grandeza la iguale. El papa San Gregorio, ha hecho desde hace muchos siglos este singular elogio de la corona de Francia: que está por encima de las demás coronas del mundo, tanto como la dignidad real supera a las fortunas particulares(1). Si en estos términos hablaba de los tiempos del rey Childebert, si tanto exaltaba la noble raza de Meroveo, juzgad lo que habría dicho de la sangre de San Luis y de Carlo-Magno. Originaria de esta raza, hija de Enrique el Grande, y de tantos reyes, su gran corazón ha sobrepujado a su nacimiento; otro puesto cualquiera que no fuese el trono habría sido indigno de ella. En verdad que debió sentirse halagada en su noble orgullo, cuando vio que iba a unir la casa de Francia a la real familia de los Estuardos, que habían llegado a ceñir la corona de Inglaterra por una hija de Enrique VII, pero que tenían desde muchos siglos antes el cetro de Escocia, y que descendían de esos reyes antiguos cuyo origen se oculta en la oscuridad de los primeros tiempos. Mas si experimentaba regocijo a la idea de reinar sobre una gran nación, era porque así podía satisfacer el deseo inmenso que sin cesar la impulsaba a realizar el bien. Su magnificencia era regia y sus otras virtudes no eran menos dignas de admiración. Depositaria fiel de las quejas y de los secretos de Estado, decía que los príncipes estaban obligados a guardar el mismo secreto que los confesores, y tener la misma discreción. En medio de los furores de la guerra civil jamás se dudó de su palabra, ni de su clemencia. ¿Quién ha practicado como ella ese arte lleno de atractivos que hace que los ánimos se humillen sin degradarse, y que pone de acuerdo la libertad con el respeto? Dulce, familiar, agradable, y al propio tiempo firme y vigorosa, sabía persuadir y convencer tanto como mandar, y hacía valer la razón no menos que la autoridad. Ya veréis con cuánta prudencia trataba los arduos asuntos públicos, y como si el Estado hubiese podido salvarse, su mano hábil habría sido la salvadora. Nunca se elogiará bastante la magnanimidad de esta princesa. Nada pudo contra ella la fortuna; ni los males por ella previstos, ni los que la cogieron de improviso, lograron abatir su ánimo. ¿Y qué diré de su inmutable fidelidad a la religión de sus antepasados? Reconocía que esta adhesión era la gloria de su estirpe, así como la de Francia, única nación en el mundo que desde hacía doce siglos próximamente, desde que sus reyes se convirtieron al cristianismo no había visto nunca sobre el trono más que príncipes hijos de la Iglesia. Así, pues, declaró que nada sería bastante para apartarla de la fe de San Luis. El rey, su esposo, la tributa hasta la muerte el elogio de que tan sólo sus corazones estaban separados a causa de la religión; y confirmando con su testimonio la piedad de la reina, aquel príncipe esclarecido dio a conocer a toda tierra la ternura, el amor conyugal, la santa e inviolable fidelidad de su incomparable esposa.

     Dios, que encamina todos sus consejos a la conservación de la Santa Iglesia, y que fecundo en recursos, lo acomoda todo a sus ocultos fines, se sirvió en otros tiempos de los castos encantos de dos santas heroínas para librar a sus fieles de las manos de sus enemigos.

     Cuando quiso salvar a la ciudad de Betulia, con la beldad de Judit, tendió lazo imprevisto e inevitable a la ciega brutalidad de Holofernes. Los púdicos encantos de la reina Esther produjeron también efectos tan saludables como estos, aunque menos violentos. Ganó el corazón de su consorte e hizo de un príncipe infiel un ilustre protector del pueblo de Dios. Con análogos fines, ese Dios había preparado inocente hechizo al rey de Inglaterra en las infinitas gracias de la reina su esposa. Dueña de su cariño (porque las nubes que a los comienzos lo perturbaron bien pronto desaparecieron), creciente su mutuo amor por los lazos de dichosa fecundidad, sin oponerse a la autoridad del rey su señor, empleó su influencia en procurar algún reposo a los perseguidos católicos. Desde la edad de quince años sintiose capaz para tamaña tarea, y los diez y seis años de completa prosperidad que con admiración de toda la tierra, se deslizaron sin interrupción, fueron diez y seis años de dulzura para la afligida Iglesia. El influjo de la reina logró en favor de los católicos la dicha singular y casi increíble de ser gobernados sucesivamente por tres nuncios apostólicos, que les llevaban los consuelos que reciben los hijos de Dios, de la comunicación con la Santa Sede. El papa San Gregorio escribiendo al piadoso emperador Mauricio, le expone en estos términos los deberes de los reyes cristianos: « Sabed, oh gran emperador, que la soberana potestad os ha sido concedida por el cielo, a fin de que en vos encuentre amparo la virtud, que los caminos del cielo se ensanchen, y que el imperio de la tierra secunde al imperio de los cielos. « La verdad misma parece haberle dictado estas bellas palabras, porque ¿qué hay más propio del poder que prestar amparo a la virtud? ¿En qué mejor debe emplearse la fuerza, que en la defensa de la razón? ¿Y para qué los hombres gobiernan sino es para hacer que Dios sea obedecido? Mas ante todo preciso es notar la gloriosa obligación que ese gran papa impone a los príncipes de franquear las vías del cielo. Jesucristo ha dicho en su Evangelio, cuán estrecho es el camino que conduce a la vida eterna, y he aquí lo que lo hace estrecho; que él justo, consigo mismo severo e implacable perseguidor de sus propias pasiones, es además perseguido por las pasiones de los demás, y no puede conseguir que el mundo lo deje en calma en esa senda áspera y ruda, donde se ve obligado a trepar más bien que a marchar reposadamente. Acudid, dice San Gregorio, poderes de la tierra, mirad por qué sendas rastrea la virtud, doblemente inquietada por sí misma, y por el esfuerzo de los que la persiguen; socorredla, tendedla la mano, puesto que la veis fatigada por el combate que interiormente sostiene contra tantas tentaciones como pesan sobre la naturaleza humana, ponedla cuando menos a cubierto de los insultos que llegan de fuera. Así facilitareis los caminos del cielo, y allanareis esa vía cuyas asperezas la hacen siempre tan difícil.

     Pero nunca es más difícil la senda del cristiano, que en los tiempos de persecuciones, porque ¿cómo imaginar nada más doloroso que el no poder conservar la fe, sin exponerse al suplicio, ni buscar a Dios sin temblar? Tal era la deplorable situación de los católicos ingleses. El error hacíase oír en todos los púlpitos, y la antigua doctrina, que al decir del Evangelio, «debía ser predicada hasta sobre los techos,» apenas si podía trasmitirse al oído. Asombrábanse los hijos de Dios de no ver ya ni el altar, ni el santuario, ni esos tribunales de misericordia, que perdonan a aquellos que se acusan. ¡Oh dolor! preciso era ocultar la penitencia con el mismo cuidado que si de crímenes se tratase; y Jesucristo veíase obligado a buscar otros velos y otras tinieblas, que los velos y las tinieblas místicas en que se envuelve voluntariamente en la eucaristía. A la llegada de la reina amortiguose el rigor, y respiraron los católicos. Aquella real capilla que con tanta magnificencia hizo construir en su palacio de Sommerset, volvió a la Iglesia su primera forma. Allí, Enriqueta, digna hija de San Luis, animaba a todo el mundo con su ejemplo, y allí sostenía por sus devociones, sus plegarias y su recogimiento, la antigua reputación de la cristianísima casa de Francia. Los padres del oratorio que el grande Pedro de Berulle había llevado cerca de ella y en pos de ellos, los padres capuchinos dieron allí por su piedad, a los altares su verdadero ornato, y al divino servicio la majestad natural. Los sacerdotes y los religiosos, celosos e infatigables pastores de aquel afligido rebaño que vivían en Inglaterra, pobres, errantes, disfrazados, «y de los cuales no era el mundo digno,» recobraban con alegría los signos gloriosos de su profesión en la capilla de la reina; y la Iglesia desolada, que en otro tiempo apenas podía gemir libremente, llorar su pasada gloria, hacía resonar triunfalmente en extranjera tierra los cánticos de Sion. Así la piadosa reina consolaba la cautividad de los fieles y alentaba su esperanza.

     Cuando deja Dios salir del pozo del abismo la humareda que oscurece el sol, según la expresión de la Apocalipsis, es decir, el error y la herejía; cuando para castigar el escándalo o despertar a los pueblos y a sus pastores permite que el espíritu de seducción engañe a las almas más elevadas, y disemine por doquiera descontento soberbio, indócil curiosidad y espíritu de rebelión, en su profunda sabiduría determina los límites que quiere conceder a los funestos progresos del error y a los sufrimientos de la Iglesia. No intentaré ¡oh cristianos! narraros la suerte de las herejías durante los últimos siglos, ni señalar el término fatal dentro del que Dios resolvió ceñir sus progresos; mas si mi juicio no me engaña, si recordando los hechos de los pasados siglos hago exactas comparaciones con los hechos contemporáneos, me atrevo a creer, y en ello convienen los sabios, que los días de la ceguedad han pasado, y que en adelante brillará la luz. Cuando el rey Enrique VIII, príncipe en lo demás perfecto, se extravió en las pasiones que a Salomón y a tantos otros reyes perdieron, y comenzó a socavar la autoridad de la Iglesia, anunciáronlo los prudentes, que removiendo ese sólo punto, todo lo ponía en peligro y que daba, contra sus propósitos, desenfrenada licencia a las edades siguientes. Previéronlo los sabios; pero los sabios en tiempos de pasión no son creídos, y sus profecías sólo sirven de motivos de risa. La experiencia, imperiosamente, impuso a los hombres la realidad de aquellas previsiones en que no habían creído. Púsose a prueba cuanto de más sagrado hay en la religión; Inglaterra ha cambiado tanto, que ella misma no sabe a qué atenerse; y más agitada su tierra que el Océano que la rodea, viose inundada por el espantoso desbordamiento de mil sectas extrañas. ¿Quién sabe, si convertida de sus grandes errores respecto a la monarquía, no llevará más lejos sus reflexiones, y si fatigada de sus cambios, no mirará con complacencia el estado precedente? Admiremos, no obstante, la piedad de la reina que supo conservar los preciosos restos de tantas persecuciones; ¡qué de pobres, qué de desgraciados, qué de familias arruinadas por la causa de la fe subsistieron durante todo el curso de su vida inmensa profusión de sus limosnas! Derramábalas hasta los últimos términos de sus tres reinos, y haciéndolas extensivas hasta sobre los enemigos de la fe, templaba su amargura y los volvía al seno de la Iglesia. Así no sólo conservaba, sino que también aumentaba el pueblo de Dios. Eran innumerables las conversiones; testigos oculares Dos han dicho, que durante tres años que permaneció en la corte del rey, su hijo, sólo la capilla real, ha visto más de trescientas conversiones, sin hablar de otros conversos que abjuraban santamente sus errores en manos de sus limosneros. ¡Dichosa ella, que pudo conservar tan cuidadosamente la chispa de ese fuego divino que Jesús vino a encender en el mundo! Si algún día Inglaterra vuelve en sí, si esa preciosa levadura, santifica un día toda esa masa, a que fue mezclada por sus reales manos, la posteridad más remota celebrará las virtudes de la religiosa Enriqueta, y creerá deber a su piedad la obra memorable, de la restauración de la Iglesia.

     Si la historia de la Iglesia guarda agradecida la memoria de esta reina, no callará nuestra historia las ventajas que ha producido a su familia y a su patria. Esposa y madre, muy querida y muy venerada, reconcilió con Francia al rey, su esposo, y al rey su hijo, ¿Quién ignora que después de la memorable acción de la isla de Re, y durante el famoso sitio de la Rochela, esta princesa, pronto a aprovechar las coyunturas favorables, hizo se terminase la paz, que impidió a Inglaterra continuar socorriendo a los sublevados calvinistas? Y en estos últimos años después que nuestro gran rey, celando más el cumplimiento de su palabra y la salvación de sus aliados que su propio interés, declaró la guerra a los ingleses, ¿no fue ella también prudente y dichosa mediadora? ¿No reunió a los dos reinos? ¿Y posteriormente aún, no se dedicó a conservar aquella buena inteligencia? Esos cuidados preocupan ahora a nuestras altezas reales, y el ejemplo de una gran reina, así como la sangre de Francia y de Inglaterra, que habéis unido con vuestro dichoso enlace, debe inspiraros el deseo de trabajar sin descanso en la unión de dos reinos que os son tan afines, y cuya virtud y poder han de influir en los destinos de toda Europa.

     Monseñor, no es tan sólo por esa mano valerosa y por ese grande corazón, como adquiriréis la gloria: en la calma de profunda paz hallareis los medios de distinguiros; y podéis servir al estado sin alarmarlo, como tantas veces lo habéis hecho exponiendo en medio de los grandes azares de la guerra una vida tan preciosa y tan necesaria como la vuestra. Este servicio, monseñor, no es el único que de vos se espera, que todo debe esperarse de un príncipe a quien la prudencia aconseja, el valor anima, y a quien la justicia acompaña en todas sus acciones. Mas mi celo me lleva lejos del triste objeto de mi oración. Deténgome a considerar las virtudes de Felipe sin pensar que os debo la historia de las desdichas de Enriqueta.

     Confieso, al comenzarla, que siento más que nunca las dificultades de mi empresa. Que si miro de cerca los infortunios inauditos de tan grande reina, no hallo palabras con qué expresarlos; y mi espíritu, condolido por tantos indignos tratamientos hechos a la majestad y a la virtud, no se resolvería a precipitarse en medio de tantos horrores, si la constancia admirable conque esta princesa ha soportado sus desgracias, no sobrepujase en mucho los crímenes que las causaron. Pero al mismo tiempo, cristianos, otro cuidado me agita: no es la que intento realizar obra humana; no soy aquí un historiador que debe desenvolver a vuestra vista los secretos del gobierno, el orden de las batallas, ni los intereses de los partidos; preciso será me eleve por encima del hombre, para que toda criatura tiemble ante los juicios de Dios. « Entraré con David en las potencias del Señor,» y os haré ver las maravillas de su mano y de sus decretos; decretos de justa venganza sobre Inglaterra, decretos de misericordia para la salvación de la reina, pero decretos señalados por el dedo de Dios, cuya huella es tan viva y manifiesta en los sucesos que voy a tratar, que no es posible resistir a su brillante luz.

     Por alto que el ánimo se remonte para buscar la causa de los grandes cambios históricos, se hallará que hasta aquí han sido siempre causados o por la debilidad o por la violencia de los príncipes

     En efecto, cuando los príncipes, olvidando los negocios públicos y los ejércitos, sólo se ocupan en la caza, como decía un historiador(2), fundan en el lujo su gloria, y sólo manifiestan inteligencia en la invención de nuevos placeres, o cuando arrebatados por su violento carácter, no guardan regla ni medida, privándose del respeto y del temor de sus súbditos, haciendo que los males que sufran les parezcan más insoportables que los que prevén lanzándose a la rebelión; entonces ora la licencia excesiva, ora la paciencia agotada, amenazan terriblemente la estabilidad de las casas reinantes.

     Carlos I rey de Inglaterra, era justo, moderado, magnánimo, competente en los asuntos públicos, e instruido en los medios de gobernar. Nunca hubo un príncipe más digno de hacer que fuese la monarquía, no tan sólo venerable y sagrada, sino también amada por los pueblos. ¿Qué se le puede reprochar sino es la clemencia? Diré de él lo que un autor célebre ha dicho de César; que fue elemento hasta el punto de arrepentirse de su clemencia: Cesari proprium et peculiare sit clementiae insigne, qua usque ad paenitentiam omnes superavit(3). Quizá sea éste, si se quiere, el ilustre defecto de Carlos, como lo fue de César, pero que los que creen que todo es debilidad en los desgraciados y en los vencidos, no intenten persuadirnos por esto, de que faltó la fuerza a su ánimo, ni el vigor a sus determinaciones. Perseguido cruelmente por su infausta suerte, abandonado por los suyos, nunca se vio abandonado por su propio valor. No obstante el mal éxito de sus infortunadas empresas guerreras, si se pudo vencerle, no fue posible abatirlo; y así como jamás vencedor, dejó de ser razonable, jamás vencido, aceptó nada que le hiciese parecer débil o injusto. Cuéstame inmenso dolor el contemplar su grande corazón en sus últimos días de prueba. En ellos demostró que no es permitido a súbditos rebeldes amenguar la majestad de un rey poseído de ella; y cuantos lo han visto aparecer en Westminster y en la plaza de Whitehall, fácilmente pueden apreciar su intrepidez al frente de los ejércitos, su majestad augusta en su palacio y en medio de su corte. Gran reina, satisfago vuestros más tiernos deseos al celebrar a este monarca; y ese corazón que sólo para él vivió, despierta aunque hecho polvo, y aún bajo esos mortuorios paños, se hace sensible al oír el nombre de esposo tan querido, a quien sus mismos enemigos conceden el título de prudente y de justo, y que será puesto por la posteridad en el número de los buenos príncipes, si su historia halla lectores cuyo juicio no se deje avasallar por los acontecimientos y por la fortuna.

     Cuantos están instruidos en esos sucesos sostienen que el rey no había dado motivo ni pretexto a los sacrílegos excesos cuya memoria execramos, y acusan a la indomable fiereza de la nación: y confieso que en efecto, el odio a los parricidas puede inspirar esta idea. Y las cuando se considera de más cerca la historia de ese gran reino, y en especial los últimos reinados, en los que se ve no tan solo a los reyes mayores de edad, sino también a los pupilos y a las reinas mismas, tan absolutas y respetadas, cuando se ve la increíble facilidad con que la religión ha sido destruida o restaurada por Enrique, por Eduardo, por María, por Isabel, no se halla entonces que la nación inglesa sea rebelde, ni sus parlamentos tan fieros y tan facciosos; por el contrario, preciso es reprochar a ese pueblo el que haya sido harto sumiso, puesto que sometió al yugo hasta su fe y su conciencia. No acusemos pues, ciegamente al carácter de los habitantes de la isla más célebre del mundo, que según los historiadores más fieles, tienen su origen en los antiguos galos; y no creamos que los Mercianos, los Daneses y los Sajones, hayan corrompido en ellos la sangre heredada de nuestros padres, y que hayan sido capaces de llegar a tan bárbara conducta, si otras causas no hubiesen en ella influido. ¿Qué es pues, lo que les ha impulsado? ¿Qué fuerzas, qué trasportes, qué intemperancias han sido causa de esas agitaciones y de esas violencias? No lo dudemos, cristianos; las falsas religiones, el libertinaje de las almas, el furor de disputar eternamente acerca de las cosas divinas, ha sublevado los ánimos. He ahí los enemigos que ha tenido que combatir la reina, y que ni con su prudencia, ni con su dulzura, ni con su firmeza, pudo vencer.

     Algo he dicho ya de la licencia que de las almas se apodera cuando se conmueven los fundamentos de la religión, y se alteran los límites trazados. Mas como el asunto que trato me suministra un ejemplo manifiesto y único en todos los siglos de dichos funestísimos excesos, se me hace necesario volver a su comienzo, y conduciros paso a paso a través de todos los crímenes a que lanza a los hombres el desprecio de la antigua religión y de la autoridad de la Iglesia.

     Así pues, el origen de todo el mal es que aquellos que no han temido intentar en el pasado siglo la reforma por medio del cisma no hallando contra sus innovaciones baluarte más firme que la santa autoridad de la Iglesia, se vieron obligados a echarla por tierra. Así, los decretos de los concilios, la doctrina de los Santos Padres y su sagrada unanimidad, la antigua tradición de la Santa Sede y de la Iglesia Católica, no fueron ya como en otros tiempos, leyes sagradas e inviolables; constituyose cada individuo en tribunal árbitro de su propia creencia; y aún cuando parece que los innovadores querían retener las almas, encerrándolas en los límites de la Santa Escritura, como esto sólo se verificaba a condición de que cada fiel sería un intérprete, creyendo que el Espíritu-Santo le inspiraba, nada había de particular que se imaginase autorizado por esta doctrina para adorar sus invenciones, para consagrar sus errores, para llamar divino a todo lo que pensase. Previsto estaba que, careciendo de freno la licencia, las sectas se multiplicarían hasta lo infinito, que la tenacidad sería invencible, y que en tanto los unos no cesarían en sus disputas, en quedarían a sus ensueños el carácter de inspiraciones, los otros, fatigados por tan locas fantasías, y no pudiendo reconocer en adelante la majestad de la religión por tantas sectas desgarrada, macharían al fin a buscar un funesto reposo y entera independencia, en la libertad de las religiones o en el ateísmo.

     Tales son, y más perniciosos aún, los efectos naturales de esa nueva doctrina. Que así como el agua desbordada no lleva a cabo, en todas partes los mismos desastres, porque su rápida corriente no halla en todas partes las mismas pendientes e iguales obstáculos y así por más que el espíritu de independencia y de rebelión sea generalmente común a todas las herejías de estos últimos siglos, no ha producido universalmente los mismos efectos; se ha ceñido a diferentes límites según se los imponían el temor o los intereses, o el capricho de los individuos y de las naciones, o en fin, la divina voluntad, que cuando le place encauza secretamente las pasiones de los hombres más violentos. Que si se hubiese mostrado claramente a Inglaterra y su malignidad, si se hubiera declarado sin reserva, los reyes no la habrían sufrido; mas también los reyes han favorecido su causa. Han demostrado a los pueblos sobradamente que la antigua religión podía cambiarse. Los súbditos han cesado de reverenciar las máximas religiosas cuando las han visto ceder a las pasiones y a los intereses de sus príncipes. Removidas estas tierras, incapaces de consistencia, han caído por doquiera dejando ver tan sólo espantosos precipicios; este nombre doy a tantos errores extravagantes y temerarios como han aparecido en nuestros días. No creáis que hayan conmovido a los pueblos tan sólo las querellas del episcopado, o las sutilezas acerca de la liturgia anglicana. Estas disputas no eran aún más que los preludios, con que aquellos turbulentos espíritus hacían el ensayo de su libertad; algo más violento se agitaba en el fondo de los corazones; era el secreto descontento de cuanto revestía el carácter de autoridad, y una especie de comezón de perpetuas innovaciones, desde que se vio palpable el ejemplo de la primera.

     Así, pues, los calvinistas, más atrevidos que los luteranos, han servido para formar a los socinianos que han ido más lejos que ellos y que de día en día aumentan con ellos sus filas. Las infinitas sectas de los anabaptistas tienen el mismo origen; y sus opiniones mezcladas al calvinismo, han dado vida a los independientes, libres de todo freno y entre los cuales se ve a los tembladores fanáticos, que creen que todos sus ensueños les son inspirados, y los que se llaman buscadores, a causa de que diez y siete siglos después de Jesucristo aún buscan la religión sin encontrarla.

     De esta suerte, señores, las almas, una vez perturbadas, caen de ruina en ruina, y se dividen en innumerables sectas. En vano creyó contenerlas el rey de Inglaterra en la vertiginosa pendiente, conservando el episcopado, porque ¿qué pueden hacer obispos que por sí mismos aniquilan la autoridad de sus cátedras, y el respeto debido a la sucesión, condenando abiertamente a sus predecesores hasta el origen mismo de su consagración, es decir, hasta el papa San Gregorio, y el santo monje Agustín su discípulo, primer apóstol de la nación inglesa? ¿Qué es el episcopado cuando se separa de la iglesia, qué es su todo, así como de la Santa Sede, qué es su centro para servir de apoyo contra su naturaleza, a la monarquía y a su jefe» Estos dos poderes de un orden tan diferente no se unen sino embarazándose mutuamente cuando se les confunde; y la majestad de los reyes de Inglaterra habría sido más inviolable, si satisfecha de sus sagrados derechos, no hubiese querido asumir los derechos y la autoridad de la Iglesia. Por eso nada ha sido bastante a contener la violencia de los ánimos fecundos en errores; y Dios para castigar la irreligiosa instabilidad de ese pueblo, lo ha entregado a la intemperancia de su loca curiosidad; de manera que el ardor de sus insensatas disputas y su arbitraria religión llegó a ser el más peligroso de sus males. No debe asombrarnos de que perdiese el respeto a la majestad y a las leyes, y se hiciera rebelde, faccioso y tenaz. Enérvase la religión cuando se la cambia y se le quita el poder único, capaz de contener a los pueblos. Tienen algo de inquieto en el corazón que se escapa, si se les quita ese freno necesario; y nada puede ya prohibírseles si se les permite disponer como amos de su religión. De aquí ha nacido ese pretendido reinado de Cristo, hasta entonces desconocido en el cristianismo, que debía destruir todo poder real y hacer iguales a todos los hombres, sueño sedicioso de los independientes, impía y sacrílega quimera; tan cierto es que todo se convierte en revuelta y pensamientos sediciosos cuando la autoridad de la religión es aniquilada ¿Mas para qué buscar pruebas de una verdad que el Espíritu-Santo ha pronunciado en una sentencia manifiesta? Dios mismo amenaza a los pueblos que alteran la religión por él establecida de retirarse de ellos, y entregarlos a las guerras civiles. Escuchad como habla por boca del profeta Zacarías. «Su alma, dice el Señor, ha variado con respecto a mí, al cambiar tan frecuentemente de religión, y yo les he dicho, os abandonaré a vosotros mismos y a vuestro cruel destino. Que lo que debe morir que muera; que lo que debe ser cortado, se corte.» ¿Entendéis estas palabras? «Y que los que queden se devoren os unos a los otros.» ¡Oh!, ¡profecía con tanta realidad y tan verdaderamente cumplida! Razón sobrada tenía la reina para creer que no había medio de remover las causas de las guerras civiles sino volviendo a la unidad católica que ha hecho florecer tantos siglos la Iglesia y el trono de Inglaterra, al par de las más santas Iglesias, y los tronos más ilustres del mundo. Así cuando esta piadosa princesa servía a la Iglesia, creía servir al Estado; creía asegurar súbditos al rey, conservando fieles a Dios. La experiencia ha justificado sus sentimientos; y en verdad que su hijo, el rey, no ha hallado entre sus servidores otros más firmes y fieles que aquellos católicos tan odiados, tan perseguidos, y que la reina madre había salvado. En efecto, a la vista está, que siendo la separación y la rebeldía contra la autoridad de la Iglesia, el origen de que se derivan todos los males, nunca se hallarán los remedios sino os vuelve a la sumisión y a la unidad antiguas. El desprecio a esta unidad ha dividido a Inglaterra. Y si me preguntáis, como tantas facciones opuestas y tantas sectas incompatibles, que aparentemente debieran destruirse las unas a las otras, han podido conspirar juntas con tal tenacidad contra el trono real, en breve os lo diré.

     Había allí un hombre de increíble profundidad de ánimo, hipócrita refinado tanto como hábil político, capaz de toda empresa y de todo disimulo, igualmente activo en la paz y en la guerra, que nada dejaba al azar en tanto pudiese contar con la previsión y el consejo; y por lo demás tan vigilante y pronto a todo, que jamás desatendió las ocasiones que se le presentaron de secundar a la fortuna; en fin, uno de esos hombres inquietos y audaces que parecen nacidos para trastornar el mundo(4). ¡Cuán azarosa es la suerte de esas almas, y cuán funesta su audacia! Mas ¡qué no hacen también cuando a Dios le place servirse de ellas! Fue dado a aquél de quien nos ocupamos extraviar a los pueblos y prevalecer contra los reyes(5). Porque habiendo notado, que en la infinita balumba de las sectas sin reglas fijas a que atenerse, el placer de dogmatizar sin freno ni oposición por parte de ninguna autoridad eclesiástica ni secular, era el encanto que se posesionaba de los ánimos, supo aliarlos tan bien bajo ese punto de vista, que hizo un cuerpo terrible de aquel monstruoso conciliábulo. Una vez hallado el medio de apoderarse de la multitud por el señuelo de la libertad, síguelo como ciega, aunque de ella tan solo entienda el nombre. Los pueblos seducidos por el primer objeto que los había entusiasmado, marchaban siempre sin mirar que marchaban a la servidumbre y su hábil guía, que combatiendo, dogmatizando, aparentando mil personajes distintos, haciendo papel de doctor y de profeta, lo mismo que de soldado y de capitán, vio que había encantado hasta tal punto a las gentes, que el ejército lo miraba como jefe enviado por Dios para proteger la independencia, comenzó a apercibirse de que aún podía llevarlo más lejos. No os narraré la afortunada serie de sus empresas, ni sus famosas victorias, indignas de la virtud, ni esa prolongada tranquilidad de que disfrutó asombrando al mundo. Dios había decretado aleccionar a los reyes en el respeto debido a la Iglesia. Quería descubrir por medio de un grande ejemplo cuanto puede la herejía, cuán indócil es e independiente y cuán fatal a la monarquía y a toda autoridad legítima. Por otra parte, cuando Dios ha elegido a alguno para instrumento de sus designios, nada es capaz de contener su carrera; encadena, ciega, doma, todo lo que le opone resistencia. «Yo soy el Señor, dice por boca de Jeremías; soy yo el que ha hecho la tierra con los hombres y los animales, y yo la pongo en las manos de quien me place(6); y ahora he querido someter esas tierras a Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi servidor.»(7) Aunque infiel a su ley lo llama su servidor, a causa de que lo había nombrado ejecutor de sus decretos; «Y ordenó que todo sea sometido hasta los animales,»(8) tan cierto es que todo se doblega, todo se abate cuando Dios lo manda. Mas escuchad como sigue la profecía: «Quiero que esos pueblos le obedezcan, y que obedezcan también a su hijo, hasta que lleguen los tiempos de unos y de otros.»(9) Ved, cristianos como los tiempos se señalan; como las generaciones se cuentan: Dios determina hasta cuándo debe durar el sueño y cuándo debe despertar el mundo.

     Tal ha sido la suerte de Inglaterra. Mas en medio de la espantosa confusión de todas las cosas, consuela el ánimo el bello espectáculo de las empresas de la grande Enriqueta para lograr la salvación del reino; sus viajes, sus negociaciones, sus tratados, todo lo que su prudencia y su valor oponían al infortunio del Estado, y en fin, su constancia que si no pudo vencer la violencia del destino adverso, pudo al menos contrastarlo noblemente. Todos los días conquistaba el ánimo de alguno de los rebeldes, y temiendo que faltasen de nuevo, puesto que una vez habían faltado, quería que hallasen refugio en su palabra. El gobernador de Sharborough en sus manos puso este puerto y castillo inaccesible. Los dos Hotham, padre e hijo, que habían dado el primer ejemplo de perfidia, rehusando al mismo rey la entrada en la fortaleza y puerto de Hull, eligieron a la reina como mediadora, y debían entregar al rey dicha plaza con la de Beverley, pero fueron descubiertos y decapitados, que Dios quiso castigar su vergonzosa desobediencia con la mano de los mismos rebeldes, no permitiendo que el rey aprovechase su arrepentimiento. La reina había ganado también a un corregidor de Londres, hombre de grande influencia, y a otros muchos jefes de la facción. Casi todos los que la hablaban se rendían a sus pies; y si Dios no hubiese sido inflexible, si la ceguedad de los pueblos no hubiese sido incurable, ella habría aplacado los ánimos, y el partido más justo habría sido el más fuerte.

     Sabido es, señores, que la reina expuso frecuentemente su vida en esas conferencias mas voy a haceros presenciar mayores azares. Habíanse apoderado los rebeldes de los arsenales y depósitos; y no obstante la traición de tantos súbditos, no obstante la infame deserción del mismo ejército, más fácil era al rey hallar soldados que armarlos. La reina abandona para adquirir armas y municiones, no tan sólo sus joyas, sino también el cuidado de su vida. Lánzase al mar en el mes de Febrero, a pesar del invierno y de las tempestades; y con el pretexto de conducir a Holanda a la princesa real su hija mayor, que había sido casada con Guillermo, príncipe de Orange, marcha para comprometer a los Estados en la defensa de los intereses del rey, ganar oficiales a su servicio, traerle municiones. No la había aterrado el invierno cuando partió de Inglaterra; el invierno no la detuvo once meses después cuando la fue preciso volver al lado del rey; pero el éxito no fue dichoso. Me estremece el relato tan sólo de la tempestad furiosa que combatió a sus naves durante seis días. Alarmáronse los marinos hasta perder el valor, y algunos entre ellos se arrojaron a las olas. Ella, tanto más intrépida, cuando más encrespadas las olas, alentaba el ánimo de todo el mundo, con su firmeza inquebrantable. Excitaba a los que la acompañaban a esperar en Dios, en quien tenía puesta toda su confianza, y para alejar de sus ánimos las ideas funestas de muerte que por doquiera les amenazaba, decía con serenidad que parecía capaz de calmar los elementos, que las reinas no se ahogaban. ¡Ay, reservada estaba para algo más extraordinario! no por haberse salvado del naufragio fueron menos deplorables sus infortunios. Vio perecer sus bajeles y casi toda la esperanza de grandes auxilios. El navío almirante, donde estaba la reina, conducido por aquél que domina los abismos del mar, y que doma las revueltas ondas, tuvo que arribar a los puertos de Holanda, y todos los pueblos se asombraron de tan milagrosa salvación.

     Aquellos que escapan de un naufragio dan eterno adiós al mar y a los bajeles(10); y como decía un antiguo autor, no pueden ni siquiera soportar su vista. No obstante, once días después, ¡oh resolución asombrosa!, la reina, apenas libre de tan espantable tormenta, apremiada por el deseo de ver al rey y de socorrerle, aún se atreve a entregarse a la furia del Océano y al rigor del invierno; reúne algunos bajeles que carga de soldados y de municiones y vuelve al fin a Inglaterra. Pero ¿a quién no asombra el cruel destino que afligía a esta princesa? Después de haberse salvado del furor de las olas otra tempestad tan fatal como esta le amenaza; cien cañones tronaron sobre ella a su llegada, y la casa en que entró fue atravesada por las balas. ¡Cuánta serenidad demostró en tan espantoso peligro! ¡Y cuánta clemencia después para el autor de tan negro atentado! Trajéronlo prisionero al poco tiempo, y ella perdonó su crimen, entregándolo por todo suplicio, a su propia conciencia y a la vergüenza de haber atentado contra la vida de princesa tan buena y generosa; ¡hasta tal punto estaba por encima de los sentimientos de venganza, como de los de temor! Mas ¿no la veremos nunca al lado del rey que desea tan ardientemente su vuelta? Arde ella en el mismo deseo y ya la veo ostentar nuevo aparato. Marcha como un general a la cabeza de real ejército, atravesando provincias ocupadas casi todas por los rebeldes; de paso sitia y toma por asalto una plaza de importancia que se oponía a su marcha; triunfa, perdona, y al fin el rey acude a recibirla en los campos donde el año anterior había obtenido señalada victoria sobre el general Essex. Una hora después llegaba la noticia de una batalla ganada. Todo parecía prosperar con la llegada de la reina; estaban los rebeldes consternados, y si la reina hubiese sido creída, si en vez de dividir los ejércitos reales y de entretenerles contra su parecer, en los infortunados asedios de Hull y de Glocester, hubiesen marchado sobre Londres, se habría decidido la suerte y terminado la guerra en aquella campaña. Pero se perdió la ocasión, el término fatal se aproximaba, y el cielo que parecía suspender la venganza que meditaba en gracia a la piedad de la reina, comenzó a revelar sus designios. «Sabes vencer, decía un valiente africano al general más hábil de todos los tiempos, pero no sabes aprovechar la victoria. Roma, que estaba en tu poder se te escapa, y el destino enemigo te arrebata ya los medios, ya el pensamiento de apoderarte de ella(11).» Desde este momento desgraciado, todo marchó en visible decadencia, y los sucesos se precipitaron. La reina, que se encontraba en cinta, y que no había logrado con toda su influencia que se abandonasen aquellos dos asedios, no obstante su mal éxito, se sintió desfallecer, y todo el Estado con ella desfalleció. Viose obligada a separarse del rey, que se encontraba casi sitiado en Oxford; diéronse un adiós bien triste, aunque no preveían fuese el último. La reina se retiró a Exeter, plaza fuerte, donde fue bien pronto sitiada a su vez, Dio a luz a una princesa, y a los doce días tuvo que emprender la huida para refugiarse en Francia.

     ¡Princesa, cuyos destinos tan grandes y gloriosos, preciso fue que nacierais en poder de los enemigos de vuestra casa! ¡Oh Eterno! velad sobre ella; ángeles santos, formad en torno de ella vuestras legiones invisibles, y guardad la cuna de una princesa tan grande y desamparada! Está destinada al sabio y valeroso Felipe, debe a la Francia, príncipes dignos de él, dignos de ella y de sus antepasados(12). Dios la ha protegido, señores; su aya, dos años después sacó a la preciosa niña de manos de los rebeldes, y aunque ignorante de su cautividad, sintiendo su grandeza, ella misma se descubre, cuando, rechazando todo otro nombre, se obstinó en decir que era la princesa; y al fin fue conducida a los brazos de la reina su madre, de la que fue el consuelo durante sus infortunios, en tanto no hace la felicidad de un príncipe excelso y la alegría de toda la Francia. Pero interrumpo el orden de mi narración. He dicho que la reina se vio forzada a abandonar su reino. En efecto, partió de los puertos de Inglaterra a la vista de los bajeles de los rebeldes, que la persiguieron de tan cerca, que pudo oír casi sus gritos y sus insolentes amenazas. ¡Viaje bien distinto de aquel que había llevado a cabo sobre el mismo mar, cuando arribaba a tomar posesión del cetro de la Gran Bretaña, y veía, por decirlo así, encorvarse las ondas bajo sus plantas como sometidas a la señora de los mares! Ahora expulsada, perseguida por sus implacables enemigos que habían tenido la audacia de formarle un proceso, unas veces en salvo, otras casi presa, cambiando de fortuna a cada cuarto de hora, no teniendo en su favor más que a Dios y a su inquebrantable ánimo, no había bastante viente ni bastantes velas para favorecer su precipitada fuga. Mas al fin arriba a Brest, donde después de tantos trabajos le fue permitido reposar un tanto.

     Cuando considero los peligros extremos y continuos que ha corrido esa princesa sobre el mar y sobre la tierra durante cerca de diez años, y veo por otra parte que todas las tentativas contra su persona son inútiles, en tanto que contra el Estado todo obtiene favorable éxito, ¿qué otra cosa pensar si no que la Providencia, consagrada tanto a poner en salvo su vida como a destruir su poder, ha querido que sobreviviese a su grandeza, a fin de que pudiese resistir a las seducciones del mundo, y a los sentimientos de orgullo, que corrompen en mayor grado las almas según son más grandes y más elevadas? Fue éste un propósito semejante al que abatió en otro tiempo a David bajo la mano del rebelde Absalon. «¿Veis a ese gran rey, dice el santo y elocuente sacerdote de Marsella, le veis sólo, abandonado, de tal suerte abatido en el ánimo de los suyos, que se convierte en objeto de desprecio para los unos, y lo que aún es más insoportable para un alma valerosa, objeto de piedad para los otros? No sabiendo, prosigue Salviano, de cuál de estas desdichas lamentarse más, si de que Siba le alimentase o de que Semeí tuviese la insolencia de maldecirlo(13).» He ahí señores, una imagen, aunque imperfecta de la reina de Inglaterra, cuando después de tan inauditas humillaciones, fue obligada a aparecer en el mundo y a ostentar, por decirlo así, a los ojos mismos de Francia, y en el Louvre, donde había nacido en medio de tanta gloria el espectáculo de su infortunio y miseria. Pudo entonces decir con el profeta Isaías: «El Señor de los ejércitos ha hecho estas cosas para aniquilar todo el fausto de las grandezas humanas, y tornar en ignominia lo que el universo mostraba como más augusto(14).» Y no es por cierto que faltase Francia a la hija de Enrique el Grande; Ana, la magnánima, la piadosa, a quien nunca nombramos sin tristeza, la recibió de una manera conveniente a la majestad de las dos reinas; juzgad cuál sería el estado de estas dos princesas, no siendo posible que la situación del reino proporcionase a la prudente regenta los medios de poner coto al mal; Enriqueta, dotada de gran corazón, no quería doblegarse a solicitar socorros; Ana, también de animoso corazón, no podía prestarlos en cantidad suficiente. Si hubiera sido posible anticipar estos bellos años, cuyo glorioso curso admiramos ahora, Luis, que de tan lejos oye los lamentos de los cristianos afligidos, y cuya sabiduría en el consejo, y cuya rectitud de intenciones le favorecen siempre, no obstante la incertidumbre de los sucesos, y emprende por sí sólo la defensa de la causa común, y lleva sus temidas armas al través de inmensos espacios del mar y de la tierra; ¿hubiera rehusado el auxilio de su brazo a sus vecinos, a sus aliados, a su propia sangre, a los sagrados derechos de la monarquía, que tan enérgicamente sabía mantener? ¡Con qué poder lo habría visto Inglaterra invencible defensor o vengador personal de la majestad violada! Pero Dios no había dejado ningún recurso al rey de Inglaterra; todo le faltaba, todo le era adverso; los escoceses, a quienes se había entregado, lo venden a los parlamentarios ingleses, de suerte que los guardianes fieles de nuestros reyes, hacen traición al suyo en tanto el Parlamento de Inglaterra piensa en licenciar el ejército, este ejército, independiente en su totalidad, reforma a su modo el Parlamento, que había refrenado algo, y se hace dueño de todo. Así pues, el rey es conducido de cautividad en cautividad; y la reina agita en vano a Francia, a Holanda, y hasta a Polonia, y, a las potencias del Norte más lejanas. Reanima a los escoceses que arman treinta mil hombres; con el duque de Lorena, intenta dar libertad al rey, empresa que pareció de éxito infalible, de tal manera se había preparado; se separa de sus queridos hijos, la única esperanza de su casa, confesando esta vez que en medio de los dolores más grandes aún es posible la alegría, consuela al rey, que desde su prisión le escribe, que ella sola sostiene su espíritu, y que no temiera de él ninguna bajeza, porque sin cesar recuerda que es de ella, ¡Oh madre! ¡oh mujer! ¡oh reina admirable y digna de mejor fortuna si las fortunas de la tierra fuesen algo! Preciso es al fin ceder a vuestra suerte; harto tiempo habéis sostenido al Estado, que una fuerza divina e invencible ataca; nada os queda que hacer sino manteneros firme en medio de esas ruinas.

     Como una columna cuya sólida masa parece el más firme apoyo de un templo ruinoso, cuando la grande fábrica que sostenía gravitaba sobre ella sin abatirla; así la reina parece el firme sustentáculo del Estado, cuando después de haber llevado largo tiempo la carga, no se ha abatido bajo el peso de su estruendosa caída.

     ¿Quién, no obstante, podrá expresar su justo dolor? ¿Quién podrá contar sus lamentos? No, señores, Jeremías mismo, que parece el único capaz de elevar el lamento a la altura del infortunio, no bastaría a expresar tamañas tristezas. Ella exclama con este profeta: Ved, Señor, mi aflicción; mi enemigo se ha fortificado y mis hijos se han perdido; el cruel ha puesto su mano sacrílega sobre lo que me era más querido; el trono ha sido profanado y hollados los príncipes bajo los pies. Dejadme, llorará amargamente; no intentéis consolarme. La espada ha herido fuera de mí, pero siento en mí mismo una muerte semejante(15)

     Mas ahora que hemos escuchado sus lamentos, santas jóvenes, sus queridas amigas, (porque así quería llamaros), vosotras que la habéis visto gemir ante los altares de su único protector, vosotras en cuyo seno vertía los secretos consuelos que atesoraba, poned término a este discurso narrando los cristianos sentimientos de que habéis sido testigos fieles; cuántas veces, en este sitio dio humildes gracias a Dios por estas dos mercedes: una la de haberla hecho cristiana, la otra, señores, ¿cuál creéis que fuese? ¿Tal vez la de haber restaurado el trono del rey su hijo? No, la de haberla hecho reina desventurada. ¡Ah! comienzo ahora a deplorar el reducido espacio del sitio en que hablo; preciso era tronar, atravesar este recinto, hacer que retumbase a lo lejos una voz que no puede ser bastantemente difundida. ¡Cuánta sabiduría le infundieron sus dolores en la creencia del Evangelio, y cuán bien conoció la religión y la virtud de la cruz, cuando unió el cristianismo a sus infortunios! Las grandes prosperidades nos ciegan, nos trasportan, nos embriagan, nos hacen olvidar a Dios y a los sentimientos de la fe; de ahí nacen los monstruos del crimen, los refinamientos del placer, las delicadezas del orgullo, que sirven de fundamento a estas terribles maldiciones lanzadas por Jesucristo en el Evangelio; «¡Ay de los que reís! Ay de vosotros que estáis llenos y contentos del mundo(16).» Por el contrario, como el cristianismo ha nacido al pie de la cruz, las desdichas lo fortifican; allí se expían los pecados allí se depuran las intenciones; allí se llevan los deseos de la tierra al cielo; allí se pierde el gusto por las cosas del mundo, y se cesa de confiar y de apoyarse en uno mismo y en su propia prudencia. Preciso es no envanecerse, pues los más experimentados incurren en faltas capitales; pero ¡cuán fácilmente nos otorgamos el perdón de nuestras faltas, si el éxito nos las perdona!, ¡y con cuánta prontitud nos creemos los más ilustrados y los más hábiles siempre que somos los más elevados y los más dichosos! El mal éxito es el sólo maestro que puede reprendernos útilmente, y arrancarnos la confesión de nuestros errores, que tanto cuesta al orgullo. Entonces, cuando la desgracia nos abre los ojos, recordamos con amargura nuestros malos pasos; nos sentimos igualmente abrumados por lo que hemos hecho, y por lo que hemos dejado de hacer, y no sabemos cómo excusar esa prudencia presuntuosa que se creía infalible; vemos que tan sólo Dios es sabio; y deplorando en vano las faltas que han causado nuestra ruina, reflexiones más sensatas y maduras nos enseñan a deplorar las que nos han hecho perder la eternidad, con ese singular consuelo que las repara llorándolas.

     Dios mantuvo sin descanso doce años, sin consuelo alguno de parte de los hombres, a nuestra infortunada reina (démosle este titulo del cual hizo un motivo de acciones de gracia) haciéndole estudiar bajo su mano, duras, pero severas lecciones. En fin, enternecido por sus súplicas y por su humilde paciencia, restableció su casa real: Carlos II es reconocido y la injuria hecha a los reyes vengada. Vuelven sobre sí mismos de pronto aquellos a quienes las armas no pudieron vencer, ni aplacar los consejos; desencantados de su libertad, detestaron al fin sus excesos, avergonzados de haber tenido en sus manos tanto poder, y sintiendo horror hacia sus propios triunfos. Sabemos que ese magnánimo príncipe pudo apresurar la buena marcha de sus asuntos sirviéndose de la mano de aquellos que se ofrecían a terminar de un sólo golpe la tiranía: su grande alma desdeñó medios tan bajos; creyó que en cualquier estado que los reyes se viesen, era deber suyo no obrar sino por medio de las leyes o de las armas. Esas leyes, protegidas por él, lo han restablecido casi por sí solas: reina gloriosa y apaciblemente sobre el trono de sus antepasados, y hace reinar con él la justicia, la sabiduría y la clemencia.

     Inútil es deciros cuánto consoló a la reina este suceso maravilloso: mas, había aprendido en sus desgracias a no cambiar en tan grande cambio de su estado: el mundo una vez desterrado no debía volver a posesionarse de su corazón. Vio con asombro que Dios, que había hecho inútiles tantas empresas y esfuerzos, en espera de la hora por él marcada, cuando llegó, tomó como por la mano al rey, su hijo, para conducirlo a su trono. Sometiose mas que nunca a esa mano soberana que rige desde lo alto de los cielos las riendas de todos los imperios; y desdeñando los tronos que pueden ser usurpados, uniose estrechamente al reino donde no hay que temer encontrar iguales(17), y donde se ve sin celos a los que a él aspiran. Penetrada por estos sentimientos, amó esta humilde casa más que sus palacios; no se sirvió más de su poder que para amparar la fe católica, para multiplicar sus limosnas, y para consolar con más esplendidez a las familias emigradas de los tres reinos y a todos los que se habían arruinado a causa de la religión o en el servicio del rey. Recordad con qué circunspección hablaba del prójimo y cuánta aversión profesaba a las palabras emponzoñadas de la maledicencia. Sabía cuanto pesa no tan sólo la menor palabra, sino también el silencio de los príncipes, y cuánto imperio adquiere la maledicencia una vez que se la deja penetrar en su augusta presencia. Los que la veían atenta a calcular el peso de todas sus palabras, creían con razón que se hallaba siempre bajo la mirada de Dios, y que imitadora fiel de la institución de Santa María, jamás perdía la santa presencia de la majestad divina. También evocaba a mentido ese precioso recuerdo por la oración y por la lectura del libro de la Imitación de Cristo, donde aprendía a ajustarse al verdadero modelo de los cristianos. Velaba sin descanso sobre su conciencia. En pos de tantos males y de tantos azares, no conocía otros enemigos que sus pecados, sin que ninguno le pareciese ligero; hacía de ellos riguroso examen, y expiándolos cuidadosamente con penitencias y limosnas, tan bien preparada estaba, que la muerte no pudo sorprenderla, por más que vino bajo las apariencias del sueño. ¡Ha muerto esta grande reina! Y con su muerte deja eterno recuerdo no tan sólo a SS. AA. que fieles en el cumplimiento de todos sus deberes, tuvieron para ella tan sumisos sinceros y perseverantes respetos, sino también a todos los que tuvieron el honor de servirla o de conocerla. No lloremos más sus infortunios que hoy constituyen su felicidad. Si hubiese sido más afortunada habría sido su historia más pomposa, pero sus obras serían menos completas; y con títulos soberbios habría quizá aparecido vacía de méritos ante Dios. Puesto que ha preferido la cruz al trono y ha colocado sus penas en el número de las mayores gracias, recibirá los consuelos prometidos a los que lloran. ¡Que el Dios de las misericordias acepte sus aflicciones como un sacrificio agradable, que la dé un puesto en el seno de Abraham, y que satisfecho de sus infortunios, libre en adelante a su familia y al mundo, de tan terribles lecciones!

Arriba