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Oración fúnebre de Enriqueta-Ana de Inglaterra, Duquesa de Orleans

Pronunciada en Saint-Denis el día 21 de Agosto de 1670

                                  Vanitas vanitatum, dixit Ecclesias, vanitas vanitatum, et omnia vanitas.
   
   «Vanidad de vanidades, ha dicho el Eclesiastés, vanidad de vanidades; todo vanidad.»

(Eccl. 1.)

     MONSEÑOR(18).

     Destinado estaba aún a rendir este fúnebre deber a la muy alta y muy poderosa princesa Enriqueta Ana de Inglaterra, duquesa de Orleans. ¡Ella, a quien había visto tan atenta en tanto rendía el mismo tributo a la reina su madre, debía ser poco después objeto de un discurso semejante! ¡Y a mi triste voz estaba reservado este deplorable ministerio! ¡Oh vanidad!, ¡oh mortales ignorantes de su destino! ¿Lo hubiese creído ella hace diez meses? Y vosotros, señores, ¿habríais pensado, en tanto ella vertía tantas lágrimas en este lugar, que debíais reuniros tan pronto para llorarla a ella misma? Princesa, objeto digno de la admiración de dos grandes reinos, no era bastante que Inglaterra llorase vuestra ausencia, sino que ha sido preciso lamentar también vuestra muerte? Y la Francia que os había visto con tanta alegría, rodeada de nuevo brillo no tenía para vos otras pompas y otros triunfos, a la vuelta de ese famoso viaje de que habíais traído tanta gloria y tan bellas esperanzas? «Vanidad de vanidades y todo vanidad.» En tan justificado y sensible dolor, en accidente tan extraordinario, ésta es la única palabra que me queda, la única reflexión que me permito. No he recorrido los libros sagrados para hallar texto que aplicar a esta princesa; he tomado sin estudio y sin elección las primeras palabras que el Eclesiastés me presenta, en las cuales aún cuando la vanidad se nombra a menudo, no se nombra todo lo que quisiera para la realización del plan que me propongo. Quiero en una sola desdicha deplorar todas las calamidades del género humano, y en una sola muerte hacer ver la muerte y la nada de todas las grandezas humanas. Ese texto que conviene a todos los estados y a todos los acontecimientos de nuestra vida, por una razón particular, es adecuado al lamentable asunto que voy a tratar, pues jamás las vanidades de la tierra se han visto tan claramente reveladas, ni tan solemnemente confundidas. No, después de lo que acabamos de ver, la salud no es más que un nombre, la vida no es más que un sueño, la gloria no es sino una apariencia, la belleza y los placeres no son más que peligrosos entretenimientos; todo en nosotros es vano, excepto la sincera confesión que hacemos ante Dios de nuestras vanidades y el juicio que nos hace despreciar cuanto somos.

     Pero ¿digo la verdad? El hombre, que Dios ha formado a su imagen ¿no es más que una sombra? ¿El ser por el cual Jesucristo descendió del cielo a la tierra, el ser por el cual, sin creerse rebajado, derramó toda su sangre, no es nada? Reconozcamos nuestro error; ese triste espectáculo de las vanidades humanas se nos imponía; y las públicas esperanzas frustradas de pronto por la muerte de esa princesa, nos arrastraba demasiado lejos. No conviene permitir al hombre se desprecio del todo, no sea que llegue a creer como los impíos, que nuestra vida es un juego regido por el azar, y marche sin ley y sin norma de conducta a merced de sus ciegos deseos. Por eso, el Eclesiastés, después de haber comenzado su divina obra por las palabras que he recitado, después de haber llenado todas sus páginas del desprecio a las cosas humanas, muestra al hombre algo más sólido, y termina todo su discurso diciéndole: «Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque esto es todo el hombre; y sabe que el señor examinará en su juicio todo lo que hayamos hecho bueno o malo(19).» Así todo es vano en el hombre si miramos lo que da al mundo, pero al contrario, todo es importante si consideramos lo que debe a Dios. Sí, repitámoslo, todo es vano en el hombre si miramos el curso de su vida mortal; pero todo es precioso, todo importante si contemplamos el término a que llega, y la cuenta que lo es preciso rendir. Meditemos, pues, hoy a la vista de ese altar y de esa tumba la primera y última palabra del Eclesiastés; la una que muestra la nada del hombre, la otra que reconoce su grandeza. Que nos convenza de nuestra nada esa tumba, con tal de que ese altar, donde todos los días se ofrece por nosotros una víctima de tan grande precio, nos enseñe al propio tiempo nuestra dignidad; la princesa a quien lloramos será testigo fiel de la una y de la otra. Veamos lo que una muerte súbita le ha arrebatado; veamos lo que una santa muerte le ha dado.

     Así aprenderemos a despreciar lo que ella ha abandonado sin pena, a fin de estimar lo que ha estrechado con tanto ardor, cuando su alma, depurada de todos los sentimientos de la tierra, y llena del cielo, a donde se aproximaba, vio toda la luz manifiesta. He aquí las verdades de que debo tratar y que creo dignas de ser expuestas a príncipe tan grande, y a la más ilustre asamblea del universo.

     «Nos morimos todos,» decía la mujer cuya prudencia, elogia la Santa Escritura en el libro segundo de los Reyes, «y vamos sin cesar a la tumba así como aguas que se pierden y que no vuelven(20).» En efecto, nos parecemos todos a esas aguas corrientes. Por más que se envanezcan los hombres de sus soberbias distinciones, todos tienen el mismo origen; y este origen es pequeño. Sus años se empujan sucesivamente como olas; no cesan de correr hasta que al fin, después de haber hecho un poco más o menos de ruido, y atravesado más o menos países los unos que los otros, van todos juntos a confundirse en un abismo, donde no se reconocen los príncipes ni los reyes, ni todas esas cualidades soberbias que distinguen a los hombres, a la manera de esos ríos tan ensalzados que pierden su nombre y su gloria al mezclarse en el Océano con los desconocidos riachuelos.

     Y en verdad, señores, que si algo pudiese elevar a los hombres sobre su natural debilidad, si el origen que nos es común soportase alguna distinción sólida y durable entre los que Dios ha formado de la misma tierra ¿quién la tendría en el mundo como la princesa de quien hablo? Todo lo que puede hacer, no tan sólo el nacimiento y la fortuna, sino también las grandes cualidades del alma, para la elevación de una princesa se halla reunido y después aniquilado en la nuestra. Por cualquier lado que mire las huellas de su glorioso origen, sólo descubro reyes poderosos, y por doquiera me asombra el brillo de las más augustas coronas. Veo a la casa de Francia, la más grande del universo, y ante la cual las más poderosas casas reales, pueden ceder sin envidia, puesto que intentan derivar su gloria de ese manantial; veo a los reyes de Escocia, a los reyes de Inglaterra, que han reinado desde hace tantos siglos sobre una de las más belicosas naciones del mundo, más aun por su valor que por la autoridad de su cetro. Pero esta princesa nacida sobre el trono, tenía el talento y el corazón más altos que la cuna. No pudieron abatirla los infortunios de su casa en su primera juventud; y de entonces veíase en ella una grandeza que no debía a la fortuna. Hemos dicho con júbilo, que el cielo la había arrancado milagrosamente de manos de los enemigos del rey su padre, para darla a Francia; ¡don precioso, inestimable presente, si la posesión hubiese sido duradera! Mas ¿por qué este recuerdo viene a interrumpirme? ¡Ay!, no podenlos fijar los ojos un momento sobre la gloria de la princesa, sin que la muerte se mezcle con ella para ofuscarlo todo con su sombra. ¡Oh muerte! aléjate de nuestro pensamiento, y déjanos engañar por breve tiempo la violencia de nuestro dolor con el recuerdo de nuestra ventura! Acordaos, señores de la alegría que la princesa de Inglaterra comunicaba a toda la corte, mejor que todas mis palabras vuestra memoria os la pintará con todos sus atractivos y su incomparable dulzura. Crecía en medio de las bendiciones de los pueblos y los años no cesaban de aportarle nuevas gracias. La reina su madre, de la que fue siempre el consuelo, no la amaba con mayor ternura que Ana de España. Ana, bien lo sabéis señores, no hallaba nada superior a esa princesa. Después de habernos dado una reina, la sola capaz por su piedad y demás virtudes reales, de sostener la reputación de tan ilustre señora, quiso, para llevar a la familia lo que en el mundo había de más elevado que Felipe de Francia, su segundo hijo, se desposase con la princesa Enriqueta; y aunque el rey de Inglaterra, cuyo corazón está a la altura de su prudencia, sabía que la princesa su hermana, deseada por tantos reyes, podía honrar un trono, la vio con alegría ocupar en Francia el segundo lugar; que la dignidad de tan poderoso reino, bien puede compararse con las primeras del mundo.

     Si su rango la distinguía, razón tengo para decir que aún era más distinguida por su mérito. Podía haceros notar que tan bien conocía las bellezas de las obras del ingenio que podía creerse haber llegado a la perfección cuando se lograba agradar a la princesa; podía añadir que los más sabios y experimentados admiraban su talento vivo y sutil que sin fatiga abarcaba los asuntos más arduos, y penetraba con tanta facilidad en los intereses más secretos. Mas ¿para qué extenderme en un punto, que puedo decir con una sola palabra? El rey, cuyo juicio es segura regla, estimaba la capacidad de la princesa, y con su estimación la ha colocado por encima de todos nuestros elogios.

     No obstante, ni esa alta estima, ni esas grandes distinciones, lograron nunca alterar su modestia. No presumió jamás de sus esclarecidos conocimientos, y jamás sus propias luces la deslumbraron. Vosotros sois testigos de lo que digo, vosotros a quien la princesa honró con su confianza. ¿Qué ánimo habéis visto más elevado? Ni qué ánimo habéis hallado más humilde? Muchos, temerosos de parecer débiles, se hacen inflexibles ante la razón, y se afirman contra ella. Madama(21) alejábase siempre tanto de la presunción como de la debilidad; era igualmente estimada por aquellos cuyos sabios consejos buscaba, y por aquellos a quienes podía darlos. Un estudio singular complacía a esta princesa, nuevo género de estudio, casi desconocido para las personas de su edad y de su rango y digamos también, si os parece, de su sexo. Estudiaba sus defectos; la complacía se le diesen lecciones sinceras; señal segura de un alma fuerte a quien las faltas no dominan, y que no temen mirarlas frente a frente poseídas de la confianza secreta en los recursos con que cuentan para vencerlas. El propósito de avanzar en el estudio de la prudencia, la aficionaba o la lectura de la historia, llamada con razón la sabia consejera de los príncipes. Allí los reyes más poderosos no tienen otro rango que el de la virtud, allí degradados para siempre por la mano de la muerte, sufren sin corte y sin séquito, el juicio de todos los pueblos y de todos los siglos; allí se descubre que el brillo que de la adulación procede es superficial, y que de nada sirven los falsos colores por industriosamente que se apliquen. Allí estudiaba nuestra admirable princesa los deberes de aquellos que con su vida forman la historia; allí insensiblemente perdió el gusto por las novelas caballerescas y sus insípidos héroes, y cuidando educarse sobre la realidad, despreció aquellas frías y peligrosas ficciones. Así, bajo un rostro riente, bajo aspecto juvenil que sólo juegos parecía prometer, ocultaba un buen sentido, una seriedad tales, que sorprendían a cuantos la trataban.

     Podían confiársele sin temor los más graves secretos. ¡Alejad del tráfago de los negocios y de la sociedad de los hombres a esas almas sin fuerza así como sin fe, que no saben refrenar su indiscreta lengua! «Se parecen, dice el sabio, a una ciudad sin muros, abierta por todas partes.(22)» Y vienen a ser presa del primer advenedizo. ¡Cuán por encima de esta debilidad se hallaba la princesa! Ni la sorpresa, ni el interés, ni la vanidad, ni la magia de delicada lisonja o de dulce conversación, que a menudo, seduciendo el corazón, dejan escapar el secreto, eran bastantes para hacerle descubrir el suyo; y la seguridad que en esta princesa se hallaba, tan apropiada para entender en el manejo de los grandes intereses hacía que le confiasen los más importantes.

     No penséis que quiera, a guisa de temerario intérprete de los secretos de Estado, discurrir acerca del viaje a Inglaterra, ni que imite a esos políticos especulativos que acomodando a sus propias ideas los propósitos de los reyes, redactan sin datos los anales de su siglo. Sólo diré de ese glorioso viaje que Madama fue admirada más que nunca. Hablábase con entusiasmo de la bondad de esta princesa, que, no obstante las divisiones demasiado frecuentes en las cortes, se captó inmediatamente todas las simpatías. No es posible celebrar bastante su increíble habilidad para tratar los asuntos más delicados, para apaciguar esas ocultas desconfianzas que a menudo los tienen en suspenso, y para terminar todas las divergencias de suerte que se conciliasen los más opuestos intereses. Más ¿quién podrá recordar sin verter lágrimas las demostraciones de estimación y de ternura que le hizo el rey su hermano? Este grande rey, capaz de apreciar más el mérito que el nacimiento, no se cansaba de admirar las excelentes cualidades de su hermana. ¡Oh incurable herida!, lo que en este viaje fue objeto de tan justa admiración, convirtiose para aquel príncipe en motivo de dolor sin límites. Princesa, digno lazo de los dos más grandes reyes del mundo, ¿por qué tan pronto le habéis sido arrebatada? Estos dos grandes reyes se conocieron merced a los cuidados de Madama; así sus nobles inclinaciones conciliaron sus ánimos, y entre ellos la virtud será inmortal mediadora. Mas si su unión nada pierde en firmeza, eternamente deploraremos que haya perdido su más dulce ornato, y que una princesa tan querida de todo el mundo haya sido lanzada en la tumba, en tanto la confianza de esos dos reyes poderosos, se elevaba al colmo de la grandeza y de la gloria.

     ¡La grandeza y la gloria! ¿Podemos aún oír esos nombres en este triunfo de la muerte? No, señores, no puedo repetir más esas grandes palabras, con las cuales la arrogancia humana intenta, aturdirse a sí misma para no notar su nada. Tiempo es de hacer ver que todo lo que es mortal, cualquiera cosa exterior con que se adorne para parecer grande, es por esencia incapaz de elevación. Escuchad con este motivo el profundo razonamiento, no de un filósofo que disputa en una escuela, o de un monje que medita en una celda; quiero confundir al mundo por medio de aquellos a quienes más reverencia el mundo, por medio de aquellos que mejor lo conocen, que no he de darles para que se convenza sino las palabras de sabios sentidos sobre el trono: « ¡Oh Dios! dice el rey profeta, medido habéis mis días, y mi sustancia nada es delante de ti.(23)» Así es, cristianos, todo lo sometido a medida es finito; y todo lo nacido para morir apenas sale de la nada vuelve enseguida a hundirse en la nada. Si nuestro ser, si nuestra sustancia es nada todo lo que sobre ella construimos, ¿qué puede ser? Ni el edificio es más sólido que su base, ni el suceso que al ser atañe, más real que el mismo ser. En tanto la naturaleza nos mantiene tan bajos, ¿qué puede hacer la fortuna para elevarnos? Buscad, imaginad entre los hombres las diferencias más notables, no encontrareis ninguna más señalada, que más efectiva os parezca, que la que levanta al vencedor por encima de los vencidos, que contempla humillados a sus pies. No obstante, ese vencedor, infatuado con sus títulos, caerá también a su vez en los brazos de la muerte. Entonces, esos desdichados vencidos, llamarán en su compañía al soberbio vencedor; y del hueco de sus tumbas saldrán estas palabras atronando a todas las grandezas: «Ahí estás herido como nosotros; y como nosotros fuiste.(24)» No nos tiente la fortuna a salir de nuestra nada, ni a forzar la humildad de nuestra naturaleza.

     Pero tal vez, a falta de la fortuna, las cualidades del alma, los grandes propósitos, los vastos pensamientos, ¿podrán distinguirnos del resto de los hombres? Guardaos bien de creerlo, porque todos los pensamientos que no tienen a Dios por objeto, entran dentro del dominio de la muerte. «Morirán, dice el rey profeta, y en ese día perecerán todos los pensamientos(25);» es decir, los pensamientos de los conquistadores, los pensamientos de los políticos, que en sus gabinetes imaginan propósitos en que envuelven al mundo entero. En vano se rodearán de infinitas precauciones; lo preverán todo excepto su muerte que en un instante les arrebatará todos sus pensamientos. Por esto el Eclesiastés, el rey Salomón, hijo del rey David, (porque debo mostraros la sucesión de una misma doctrina sobre un mismo trono), enumerando las ilusiones que alimentan los hijos de los hombres, incluso la sabiduría dice: «heme aplicado a la sabiduría y he visto que también es una vanidad(26),» porque existe una sabiduría falsa que, encerrándose en los límites de las cosas humanas, sepúltase con ellas en la nada. Así, pues, nada he hecho por Madama, al presentaros tantas bellas cualidades, que la hacían admirar por el mundo, y capaz de las más altas empresas a que puede elevarse una princesa. Hasta que comience a relataros por medio de qué lazos se unía a Dios esa ilustre princesa, aparecerá en este discurso, tan sólo como el ejemplo más grande que es posible proponer a los mortales, y el más capaz de persuadir a los ambiciosos de que no tienen medio alguno de distinguirse, ni por su nacimiento, ni por su grandeza, ni por su ingenio, puesto que la muerte, que todo lo iguala con tanto imperio, lo domina por doquiera, y con mano tan segura rápida y soberana, derriba las cabezas más respetadas.

     Considerad, señores, esos grandes poderes que de tan bajo lugar contemplamos; en tanto, bajo su mano temblamos, Dios las hiere para enseñanza de todos. La causa de ello es su elevación; y Dios en tan poco los tiene, que no vacila en sacrificarlos para lección y enseñanza de los demás hombres. Cristianos, no murmuréis si Madama ha sido elegida para darnos tan severa lección; nada hay en esto que sea para ella duro, Puesto que como más adelante veréis, Dios la salva por el mismo golpe que nos sirve, de lección. Debiéramos estar harto convencidos de nuestra nada; mas si fueran necesarios golpes inopinados y sorprendentes para nuestros corazones encantados por el amor a las cosas mundanas, ninguno como este tan grande y tan terrible. ¡Oh noche desastrosa! ¡Oh espantosa noche, en que retumbó repentinamente como el estampido del trueno la infausta y asombrosa noticia! ¡Madama se muere! ¡Madama ha muerto! ¿Quién de nosotros no se sintió herido por este golpe, como si algún trágico suceso hubiese desolado a su propia familia? Al primer rumor de tan extraño mal, de todas partes acuden a Saint-Cloud; hállase todo sumido en la consternación, excepto el corazón de esa princesa; por doquiera óyense gritos, por doquiera vénse el dolor y la desesperación, y la imagen de la muerte. El rey, la reina, el príncipe, toda la corte, todo el pueblo, se muestran abatidos y desesperados; y parece que se presencia el cumplimiento de estas palabras del profeta: « El rey llorará, desolado será el príncipe, y las manos del pueblo de la tierra serán conturbadas(27)

     Mas el príncipe y los pueblos gemían en vano; en vano el príncipe, en vano el mismo rey abrazaban estrechamente a la princesa. Pudieron entonces decir el uno y el otro con San Ambrosio: Stringebam brachia, sed iam amiseram quam tenebam(28). Lo estrechaba entre mis brazos, más ya había perdido lo que estrechaba. La princesa se les escapaba en medio de tan tiernos abrazos, y la muerte más poderosa nos la arrebataba de las manos reales. ¡Debía morir tan pronto! En la mayor parte de los seres realízanse los cambios lentamente, y la muerte de ordinario los prepara para el último golpe; la princesa, no obstante, ha pasado de la mañana a la noche, como la hierba de los campos; florecía en la mañana, ¡y con cuántas gracias! Mas ya lo habéis visto, a la tarde la contemplamos desecada. ¡Cuán al pie de la letra, con qué precisión debían cumplirse en la princesa esas frases con que la Santa Escritura pinta de bulto la inconstancia de las cosas humanas! ¡Ay!, componíamos su historia con todo lo que de más glorioso puede ser imaginado; el pasado y el presente servíanos de garantía para el porvenir, y todo podía esperarse de tantas excelentes cualidades. Conquistaba dos poderosos reinos por medios simpáticos y agradables; siempre dulce, siempre apacible, generosa y benéfica, su nombre y su influencia no habrían sido jamás odiosos; nunca se la vio desear la gloria con ardor inquieto y precipitado; la esperaba sin impaciencia como segura de merecerla, dábale los medios de obtener la gloria, la adhesión que hasta el día de su muerte manifestó por el rey, y ciertamente la dicha de nuestra vida consiste en que la estimación pueda juntarse con el deber, y que sea posible adherirse al mérito y a la persona del príncipe en quien se reverencia el poder y la majestad. Las inclinaciones de la princesa la adherían aún más a sus otros deberes; la pasión que le inspiraba la gloria de su esposo no tenía límites; en tanto que este grande príncipe, marchando sobre los pasos de su invencible hermano, secundaba con tanto valor y tan buen éxito sus grandes y heroicos proyectos en la campaña de Flandes, acompañábale la férvida alegría de la princesa. Así sus generosas inclinaciones la conducían a la gloria por las sendas que el mundo juzga más bellas; y si algo hubiese faltado a su dicha, todo lo habría conseguido por su dulzura y su conducta. Tal era la agradable historia que para la princesa narrábamos, y para dar fin a sus nobles proyectos sólo faltaba la duración de su vida, lo que no nos creíamos en deber de lamentar; porque ¿quién hubiese pensado que los años faltarían a aquella juventud que parecía tan viva? Algunas veces por ese punto se desvanece todo en un instante. En vez de hacer la historia de una hermosa vida, nos vemos reducidos a ser historiadores de admirable, pero tristísima muerte. En verdad, señores, nada ha igualado jamás la firmeza de su alma, ni ese apacible valor, que sin hacer esfuerzos para elevarse, se encuentra naturalmente por encima de los acontecimientos más temibles de la vida. Sí, la princesa fue tan dulce para la muerte como lo era para todo el mundo. Su grande corazón no se sublevó, ni se sintió lleno de amargura contra la muerte; no la desafió con fiereza, contentándose con mirarla cara a cara sin emoción, y con recibirla sin miedo. ¡Triste consuelo, puesto que no obstante, ese ánimo valeroso, la hemos perdido! Esa es la gran vanidad de las cosas humanas. Después que por el último efecto de nuestro valor, logramos, por decirlo así, vencer a la muerte, extingue en nosotros hasta ese valor con que parecíamos dispuestos a desafiarla. Hela ahí, no obstante su grande corazón, hela ahí a esa princesa tan admirada y tan querida! ¡Hela ahí, tal cual la muerte nos la ha dejado; y ese resto debe todavía desaparecer aún más, esa sombra de gloria va a desvanecerse, y vamos a ver la desaparición hasta de ese triste y fúnebre aparato! Descenderá a esos sombríos lugares, a esas moradas subterráneas, para dormir en el polvo con los grandes de la tierra, como dice Job, con esos reyes y esos príncipes reducidos a la nada, entre los cuales apenas podemos colocarla, de tal suerte están allí acumulados, de tal modo la muerte se apresura en llenar sus puestos. Mas aquí también nos extravía la imaginación, que la muerte no nos deja bastante cantidad de cuerpo para ocupar un puesto, y no vemos allí nada que afecte la figura humana, a no ser las frías tumbas; nuestra carne cambia bien pronto de naturaleza, nuestro cuerpo toma otro nombre, hasta el de cadáver, dice Tertuliano(29), porque aún nos muestra algo de la forma humana, no lo conserva largo tiempo: conviértese en un no sé qué que no tiene nombre en lengua alguna; tan cierto es que todo muere en él, hasta esos fúnebres nombres con los cuales se designaban sus miserables restos!

     Así la divina providencia, justamente irritada con nuestro orgullo, lo impulsa hacia la nada, y para igualar eternamente las condiciones, hace de todos nosotros una misma ceniza. ¿Es posible edificar sobre esas ruinas? ¿Es posible apoyar propósito alguno sobre esos inevitables despojos de las cosas humanas? Pero ¡qué! señores, ¿es todo desesperación para nosotros? Dios, que fulmina sobre todas nuestras grandezas hasta reducirlas a polvo, ¿no nos deja esperanza alguna? Él, para cuyos ojos, nada se pierde, que sigue todas las partículas de nuestro cuerpo, en cualquier apartado lugar del mundo donde las arroja la corrupción o el azar verá perecer sin remisión, al ser a quien hizo capaz de conocerle y de amarle? Preséntase con este motivo a mi vista un nuevo orden de cosas; disípanse las sombras de la muerte; «ábrense ante mí los caminos de la verdadera vida(30).» Esa princesa no yace ya en la tumba; la muerte, que parece destruirlo todo, todo lo ha respetado; he aquí el secreto del Eclesiastés, que os había hecho notar desde los comienzos de este discurso, y del cual es necesario ahora que descubramos el fondo.

     Preciso es pensar, cristianos, que además de la relación que tenemos por el cuerpo con la naturaleza mudable y mortal tenemos también por otra parte, íntima relación y secreta afinidad con Dios, porque Dios ha puesto en nosotros algo capaz de confesar la verdad de su existencia, de adorar su perfección, de admirar su inmensidad; algo que puede someterse a su poder soberano, abandonarse a su alta e incomprensible sabiduría, confiarse a su bondad, temer su justicia y esperar su eternidad. Bajo este punto de vista si el hombre cree hallar en sí algo de elevado, no se engañará, porque como es necesario, que cada cosa vuelva a su origen y de aquí las palabras del Eclesiastés «el cuerpo vuelve a la tierra de donde ha salido(31)» así en virtud del mismo razonamiento, lo que en nosotros lleva el sello divino, lo que es capaz de unirse a Dios, a Dios es llamado. Así pues, lo que debe volver a Dios, que es la grandeza primitiva y esencial, ¿no es grande y elevado? He aquí por qué cuando os he dicho que la grandeza y la gloria eran sólo entre nosotros nombres pomposos, vacíos de sentido, me fijaba en el mal uso que de esos términos hacemos; pero si hemos de decir la verdad en toda su extensión, no es el error ni la vanidad quienes han inventado esos magníficos nombres; al contrario, no los habríamos encontrado jamás, si en nosotros mismos no llevásemos su origen; porque ¿cómo en la nada hallar esas nobles ideas? Nuestra falta no consiste en habernos servido de esos nombres sino en aplicarlos indignamente. San Crisóstomo ha comprendido bien esa verdad al decir: «Gloria, riqueza, poder, nobleza, no son para los hombres mundanos mas que nombres; para nosotros si sabemos servir a Dios, son cosas reales; al contrario, la pobreza, la vergüenza, la muerte, son cosas efectivas y reales para ellos; para nosotros sólo son nombres,» porque aquel que a Dios se consagra, no pierde ni sus bienes, ni su honor, ni su vida. No os asombre, pues, si el Eclesiastés dice con tanta frecuencia: «todo es vanidad;» porque añade: «todo es vanidad bajo el sol(32);» es decir, todo lo que es medido por los años, todo lo que es arrastrado por la rapidez del tiempo. Salid del tiempo y de lo mudable, aspirad a la eternidad; la vanidad dejará de esclavizaros. No os asombre si el mismo Eclesiastés(33) desprecia todo en nosotros hasta la sabiduría, y no encuentra nada mejor que gozar en paz el fruto del trabajo. La sabiduría de que en ese pasaje habla, es la sabiduría insensata, ingeniosa en atormentarse, hábil en engañarse a sí propia, que en el presente se corrompe, que se extravía en lo porvenir, que por medio de infinitos razonamientos y de grandes esfuerzos, sólo consigue consumirse inútilmente amontonando obras que el viento arrastra «¿Y hay nada más vano?» exclama el rey sabio(34). ¿Y no tiene razón en preferir la sencillez de una vida oscura que gusta dulce e inocentemente de los escasos bienes que la naturaleza nos concede, en vez de los cuidados y las tristezas de los avaros, y los inquietos sueños del ambicioso? Mas «esto mismo, dice, ese reposo, esa dulzura de la vida, es aún vanidad(35)» porque la muerte lo turba y arrebata todo. Dejémosle pues despreciar todos los estados de la vida, puesto que al fin, de cualquier lado que se la mire, vese siempre frente a frente la imagen de la muerte, que cubre de tinieblas nuestros más bellos días; dejémosle igualar a los locos y los sabios, y hasta confundir, no temo decirlo en esta santa cátedra, al hombre con la bestia. Unus interitus est hominis, et jumentorum(36). En efecto, hasta que hayamos encontrado la verdadera sabiduría, en tanto miremos al hombre con los ojos de la carne, sin discernir en él por la inteligencia ese principio secreto de todas nuestras acciones, que siendo capaz de unirse a Dios, debe necesariamente volver a él, ¿qué otra cosa veremos en nuestra vida sino locas inquietudes? ¿Y qué veremos en nuestra muerte sino un vapor que se exhala fuerzas que se agotan, resortes que se desconciertan y quebrantan, y en fin, una máquina que se disuelve y se hace pedazos? Hastiados de esas vanidades busquemos lo que de grande y sólido hay en nosotros. El rey sabio nos lo ha demostrado en las últimas palabras del Eclesiastés y bien pronto la princesa nos lo hará ver en las últimas acciones de su vida. «Teme a Dios y observa sus mandamientos, porque esto es el todo del hombre(37);» como si dijese: No creáis que es al hombre a quien he despreciado, sino a las opiniones, a los errores con que el hombre depravado se deshonra a sí propio. ¿Queréis saber en una sola palabra lo que es el hombre? Todo su deber, todo su fin, toda su naturaleza, consiste en el temor de Dios; todo lo demás es vano; pero también todo lo demás no es el hombre. He aquí lo que es real y sólido, y lo que la muerte no puede llevarse; porque, añade el Eclesiastés: «Dios examinará en su juicio todo lo que hayamos hecho de bueno y de malo(38)». Ahora es fácil conciliar todas las cosas. El Psalmista dice, «que en la muerte perecerán todos nuestros pensamientos(39);» sí, aquellos que hayamos consagrado al mundo, cuya imagen pasa y se desvanece. Porque aun cuando nuestra alma sea de naturaleza eterna, abandona a la muerte cuanto consagra a las cosas transitorias; de suerte que nuestros pensamientos cine debieran ser incorruptibles a causa de su origen, conviértense en perecederos a causa de, su fin. ¿Queréis salvar algo en esa universal e inevitable ruina? Consagrad a Dios vuestros afectos; ninguna fuerza os despojará de los que hayáis puesto en sus divinas manos; podréis despreciar atrevidamente a la muerte a ejemplo de nuestra cristiana heroína. A las a fin de sacar de tan bello ejemplo, toda la enseñanza que puede darnos, entremos en el profundo estudio de los propósitos de Dios sobre ella, y adoremos en esta princesa el misterio de la predestinación y de la gracia.

     Sabéis que toda la vida cristiana, que toda la obra de nuestra salvación, es una serie continuada de misericordias; pero el fiel intérprete del misterio de la gracia, es decir, el grande Agustín, me enseña esa verdadera Y sólida teología, que establece, que en la primera y en la última gracia, se muestra la gracia; es decir, que en la vocación que nos anuncia, y en la perseverancia final que nos corona, osténtase gratuita y pura la divina bondad que nos salva. En efecto, como cambiamos dos veces de estado, pasando primero de las tinieblas a la luz, y después de la luz imperfecta de la fe, a la luz plena de la gloria, como es la vocación la que nos inspira la fe y la perseverancia la que nos lleva a la gloria, place a la divina bondad mostrarse al comienzo de esos dos estados por medio de una señal particular y brillante, a fin de que confesemos que toda la vida del cristiano, así como su ulterior destino, es un milagro de la gracia. ¡Cuán señalados han sido esos dos principales momentos de la gracia en las maravillas que Dios ha realizado para la salvación eterna de Enriqueta de Inglaterra! Para darla a la Iglesia, preciso ha sido destruir todo una grande monarquía. La grandeza de la casa de que había salido era para ella un compromiso más estrecho en el cisma de sus antepasados; digamos más bien de los últimos de sus antepasados, pues todo lo que les precedió, hasta remontarnos a los primeros tiempos, fue piadoso y católico. Mas si las leyes del Estado se oponen a su eterna salvación, Dios derribará el Estado para librarla de esas leyes; tal precio tienen las almas a sus ojos; remueve el cielo y la tierra para amamantar a sus elegidos; y como nada le es tan querido como esos hijos de su predilección eterna, como esos inseparables miembros de su hijo amado, nada deja de realizar, con tal que los salve. Nuestra princesa es perseguida antes de nacer, abandonada tan pronto como nacida, arrancada al abrir los ojos a la luz, a la piedad de una madre católica, cautiva, en la cuna de los implacables enemigos de su casa, y lo que es aún más doloroso, cautiva de los enemigos de la Iglesia, y por consiguiente destinada, en primer lugar por su gloriosa cuna, y después por su desventurada cautividad, al error y a la herejía. Pero el sello de Dios estaba sobre ella; podía decir con el profeta: «Mi padre y mi madre me han abandonado pero el Señor me ha recibido en su protección(40);» abandonada por toda la tierra desde mi nacimiento, « fuí como arrojada en los brazos de su providencia paternal, y desde el vientre de mi madre se declaró mi Dios(41).» A este guarda fiel confié la reina, su madre, tan sagrado depósito, y no fue defraudada en su confianza: dos años después, un golpe imprevisto, y que parecía milagroso, libró a la princesa de las manos de los rebeldes. A despecho de las tempestades del Océano y de las agitaciones aún más violentas de la tierra, Dios, tomándola sobre sus alas, como el águila a sus crías, la trajo él mismo a este reino; él mismo la depositó en el seno de la reina su madre, o mejor dicho, en el seno de la Iglesia católica. Allí aprendió las máximas de la verdadera piedad, menos por las lecciones que recibía, que por los ejemplos vivos de aquella grande y religiosa soberana. Imitó la princesa sus piadosas liberalidades; sus limosnas, abundantes siempre, prodigáronse especialmente entre los católicos de Inglaterra, de quienes fue fidelísima protectora. Digna hija de San Eduardo y de San Luis, adhiriose de todo corazón a la fe de estos dos grandes reyes. ¿Quién podrá expresar el vivo celo en que ardía por el restablecimiento de la antigua fe en el reino de Inglaterra, donde aún se conservan tantos preciosos monumentos de esa fe? Sabemos que no temió exponer su vida en aras de propósito tan piadoso. ¡Y el cielo nos la ha arrebatado! ¡Oh Dios mio!, ¿qué nos depara aquí vuestra eterna providencia? ¿Me permitiréis contemplar temblando vuestros santos y temibles decretos? ¿No se han cumplido aún los tiempos de confusión? El crimen que hizo retroceder vuestras santas verdades ante desatadas pasiones, ¿está aún presente a nuestros ojos?, ¿no ha sido aún suficientemente castigado con la ceguedad de todo un pueblo durante un siglo? ¿Nos arrebatáis a Enriqueta, en virtud de la misma sentencia que abrevió los días de la reina María, y su reinado tan favorable a la Iglesia? ¿O es que queréis triunfar sólo de vuestros enemigos? Quitándonos los medios de que nos envanecíamos, ¿reserváis en los tiempos de antemano señalados por vuestra predestinación eterna, decretos, restauraciones al Estado y a la casa de Inglaterra? Cualquiera cosa que sea, Dios poderoso, recibid hoy dichosas primicias en la persona de esta princesa; ¡ojalá toda su casa y todo su reino sigan el ejemplo de su fe! Ese gran rey que hace brillar con tantas virtudes el trono de sus antepasados, y cuya milagrosa restauración nos obliga a elogiar todos los días la mano divina que la realizó, ese gran rey no desaprobará nuestro celo, si anhelamos ante Dios que nos oye, que él y todos sus pueblos sean como nosotros. Opto apud Deum non tantum, sed etiam omnes fieri tales, qualis et ego sum(42). Este deseo fue formulado para los reyes; y San Pablo, cargado de cadenas, lo expresó por primera vez, con motivo de Agrippa; pero San Pablo exceptuaba sus cadenas, exceptis vinculis his; y nosotros deseamos principalmente que Inglaterra, harto libre en sus creencias, harto licenciosa en sus sentimientos, se vea encadenada como nosotros con esos dichosos lazos que impiden que el orgullo humano se extravíe en sus pensamientos cautivándolo bajo la autoridad del Espíritu-Santo y de la Iglesia.

     Después de haber expresado el primer efecto de la gracia de Jesucristo en nuestra princesa, quédame, señores, haceros considerar el último, que coronará todos los demás. En virtud de esta última gracia cambia la muerte de naturaleza para los cristianos, puesto que en lugar de despojarnos de todo, comienza como dice el Apóstol, a investirnos y a asegurarnos eternamente la posesión de los verdaderos bienes. En tanto estamos como prisioneros en esta morada perecedera, vivimos sujetos a todos los cambios, porque, si me es permitido expresarme así, tal es la ley del país que habitamos. y no poseemos bien alguno, ni aún los de la gracia, que no podamos perder un momento después a causa de la natural mudanza de nuestros deseos: más a seguida que deja de contarse para nosotros el curso de las horas y de medir nuestra vida por los días y los años, alejados de las imágenes que pasan y de las sombras que desaparecen, llegamos al reino de la verdad, donde nos libramos de obedecer la ley de los cambios. Así, pues, nuestra alma no está ya en peligro, no vacilan ya nuestras resoluciones, la muerte, o mejor dicho la gracia de la perseverancia final, las obliga a fijarse; y así como el testamento de Jesucristo, en virtud del cual se entrega a todos nosotros, se confirmó para siempre, siguiendo el derecho de los testamentos y la doctrina del Apóstol, por la muerte del divino testador, así la muerte del fiel hace que ese feliz testamento en el cual por nuestra parte nos entregamos al Salvador, se haga irrevocable. Si os hiciese ver, señores, una vez más a la Princesa, luchando con la muerte, no aprenderías nada con ello: por cruel que os parezca la muerte, esta vez debe tan sólo cumplir la obra de gracia, sellar en esta princesa el decreto de su eterna predestinación. Vemos este último combate: pero no mezclemos nuestra debilidad con tan alta acción, no deslustremos con nuestras lágrimas, tan hermosa victoria. ¿Queréis ver cuan poderosa ha sido la gracia que ha hecho triunfar a la princesa? ved cuan terrible ha sido su muerte. En primer lugar ha hecho presa en una princesa que tantos bienes perdía: ¡cuantos años va a arrebatar a esta juventud!, ¡cuánta alegría arranca a esa fortuna, de cuánta gloria priva a ese mérito! Por otra parte ¿puede venir la muerte más pronta ni más cruel? Parece que reunía todas sus fuerzas, cuanto tiene de más temible, juntando a los dolores más vivos el golpe más imprevisto; pero aún cuando se hizo sentir toda entera desde el primer momento sin que la precedieran amenaza, ni advertencias, encontró a la princesa dispuesta a recibirla. La gracia más activa aún, la habría preparado para la defensa; ni la gloria, ni la juventud la arrancarán un suspiro: un gran pesar por sus pecados no la permiten apesadumbrarse por otra cosa. Pide el crucifijo sobre el cual había visto expirar a la reina, su suegra, como para recoger en él las impresiones de constancia y de piedad que aquella alma, verdaderamente cristiana había dejado allí con los últimos suspiros. A la vista de esta santa reliquia no esperéis de la agonizante princesa frases estudiadas y sublimes; la grandeza consiste aquí en la sencillez. Exclama: «¡Oh Dios mío!, ¿por qué no he puesto siempre en vos mi confianza?» Aflígese, se reanima después, confiesa humildemente, y con todas las muestras de profundo dolor, que sólo desde aquel momento ha comenzado a conocer a Dios. ¡Cuán superior nos pareció a esos cobardes cristianos, que imaginan apresurar su muerte al prepararse para la confesión, que sólo por fuerza reciben los santos sacramentos! La princesa demanda el auxilio de los sacerdotes más que el de los médicos; pide por sí misma los sacramentos de la Iglesia; la penitencia con compunción; la eucaristía con temor y después con confianza; la santa unción de los moribundos con piadoso apresuramiento: lejos de mostrarse aterrada quiere recibirla con conocimiento; escucha la explicación de esas santas ceremonias, de esas plegarías apostólicas, que por una especie de divino encante, suspenden los violentos dolores, que hacen olvidar la muerte (a menudo lo he visto) a quienes con fe les prestan oído; ella se conforma, apaciblemente presenta su cuerpo al sagrado óleo, o mejor dicho a la sangre de Jesús, que con abundancia corre en ese precioso licor. No creías que sus excesivos e insoportables dolores turben su grande espíritu. ¡Ah!, no quiero en adelante admirar a los valientes, a los conquistadores: la princesa me ha hecho conocerla verdad de estas palabras del sabio rey. «Mejor es el que tarde se aíra que el fuerte; y mejor el que se enseñorea de su espíritu que el que toma una ciudad(43). «¡Cuán dueña ha sido siempre de su espíritu! ¡Con qué tranquilidad cumplía sus deberes! Recordad las palabras que decía su espeso: ¡qué fuerza!, ¡qué ternura! palabras que parecían salir abundantemente de un corazón colocado por encima de todas las cosas de la tierra: palabras que la muerte allí presente, y Dios, presente también, han consagrado: productos sinceros de un alma que perteneciendo al cielo, sólo debe ya a la tierra la verdad, ¡eternamente viviréis en la memoria de los hombres, pero sobre todo viviréis perpetuamente en el corazón de ese gran príncipe! La princesa no pudo resistir a las lágrimas que le veía derramar: invencible en todo lo demás, en esto hubo de ceder forzosamente; hizo retirar a su esposo, porque no quería experimentar otras ternuras que las que debía inspirarle ese Dios crucificado que le tendía los brazos. ¿Qué vimos entonces? ¿Qué oímos? Su conformidad con los decretos de Dios; ofrecíale sus sufrimientos en expiación de sus faltas; profesaba ardientemente la fe católica y la resurrección de los muertos, precioso consuelo para los fieles agonizantes; excitaba el celo de aquellos a quienes había llamado para que excitasen el suyo, y no quiso que dejasen un momento de hablarla de las verdades cristianas. Deseó mil veces, decía, ser bañada por la sangre del cordero, nuevo lenguaje que la gracia le enseñaba. No vimos en ella, ni esa ostentación con la que se desea engañar a los demás, ni esos sentimientos de un alma aterrada que procura engañarse a sí misma; todo era sencillo, todo era tranquilo, todo era sobrio, todo en ella partía de un alma sumisa y de un manantial santificado por el Espíritu-Santo.

     En este estado, señores, ¿qué habíamos de pedir a Dios por esa princesa, sino que la afirmase en el camino del bien, y la conservase los preciosos dones de la gracia? Dios atendió a nuestros ruegos; pero con frecuencia, dice San Agustín, atendiendo a nuestras plegarias, engaña dichosamente nuestra previsión. La princesa fue confirmada en el bien de una minera más efectiva de lo que nosotros suponíamos. Como Dios no quería exponer más a las engañosas ilusiones del mundo sentimientos de piedad tan sincera, hizo lo que dice el sabio: «Se apresuró(44)

     En efecto, ¡qué diligencia!, en nueve horas la obra se había consumado. «Se apresuró en sacarla de en medio de las iniquidades.» Ved ahí, dice el grande San Ambrosio, el milagro de la muerte del cristiano: no da fin a su vida; sólo da fin a sus pecados(45) y a los peligros a que está expuesto. Hemos deplorado que la muerte, enemiga de los frutos que la princesa nos prometía, los haya agostado en flor; que haya borrado, por decirlo así, un cuadro bellísimo que avanzaba a su perfecta terminación con increíble rapidez, y cuyos primeros rasgos, cuyo simple dibujo mostraba ya tanta grandeza. Cambiemos ahora de lenguaje; digamos sólo que la muerte ha detenido en su curso la vida más bella del mundo, y la historia que con mayor brillo comenzaba; digamos más bien que ha puesto fin con su muerte a los peligros más grandes de que puede verse asaltada un alma cristiana; y, por no hablar aquí de las infinitas tentaciones que a cada paso asaltan a la debilidad humana, ¿cuántos riesgos no habría hallado esa princesa en su propia gloria? ¡La gloria! ¿Qué hay para un cristiano que sea más pernicioso y más mortal? ¿Qué encantos hay más peligrosos? ¿Qué incienso de vanidad que perturbe más las mejores inteligencias? Mirad a la princesa, representaos esa alma, que, brillando al exterior, hacía que sus atractivos fuesen tan extraordinarios. Todo era ingenio, todo bondad.

     Afable para todos con dignidad, sabia estimar a unos sin rebajar a otros, y aunque distinguiese al mérito, no lo hacía de manera que los débiles se sintiesen desdeñados: cuando alguno trataba con ella, parecía que olvidaba su rango para imponerse tan sólo por su talento: no se apercibía casi que se hablaba con persona tan elevada; sentíase sólo en el fondo del corazón el deseo de centuplicar la grandeza de que con tanta afabilidad se despojaba. Fiel en el cumplimiento de sus palabras, incapaz de disfraces, para sus amigos afectuosa, por la ilustración y la integridad de su alma, los ponía a cubierto de vanas sospechas y no les hacía temer sino sus propias faltas. Agradecida en alto grado a los servicios que se la prestaban, se complacía en prevenir con su bondad las injurias que sentía con viveza y perdonaba con facilidad. ¿Y qué diré de su generosidad? Daba no tan sólo con alegría, sino con tal elevación de alma, que indicaba a un tiempo el menosprecio a la dádiva y la estimación a la persona a quien la donaba: unas veces con palabras conmovedoras, otras con elocuente silencio, realizaba el mérito de sus presentes; y este arte de dar con agrado, que tan bien había practicado durante su vida, lo conservó, bien lo sé, hasta en los brazos de la muerte. Con cualidades tan grandes y simpáticas, ¿quién le hubiese negado su admiración? Con su crédito con su poder, ¿quién no hubiera deseado adherirse a su persona? ¿No había ganado todos los corazones, es decir, lo único que tienen que ganar aquellos a quienes el nacimiento y la fortuna han concedido todo?, ¿y si esta elevadísima posición es un precipicio espantoso para los cristianos, no podré decir, señores, sirviéndome de las fuertes expresiones del más grave de los historiadores «que iba a ser precipitada en la gloria?»(46) Porque ¿qué criatura hubo nunca más digna de ser el ídolo del mundo? Mas esos ídolos que el mundo adora, ¿a cuántas tentaciones delicadas no están expuestos? Es verdad que la gloria les veda algunas debilidades; pero la gloria, ¿les defiende por ventura de la gloria misma? ¿No se adoran quizá secretamente? ¿No quieren quizá ser adorados? ¿Qué no deben temer de su amor propio? ¿Y cuáles no son las exigencias de la humana flaqueza en tanto el mundo les concede todo? ¿No se aprende allí a poner al servicio de la ambición, de la grandeza y de la política, la virtud, la religión y hasta el nombre, de Dios? La moderación que el mundo fluye no sofoca los secretos movimientos de la vanidad; sólo sirve para ocultarlos, y cuanto más modesta aparece al exterior, más se abandona en lo íntimo de la conciencia a los sentimientos delicados y perniciosos de la falsa gloria; se cuenta harto con las propias fuerzas, y se dice en el fondo del corazón: «yo y sólo yo en la tierra(47).» En este estado, señores, ¿no es la vida un peligro? ¿No es la muerte una merced? ¿Qué no debemos temer de los vicios, si tan peligrosas son las buenas cualidades? ¿No es, pues, un beneficio otorgado por Dios, el de haber abreviado las tentaciones, al abreviar los días de la princesa, el de haberla arrebatado a su propia gloria, antes que esa gloria hubiese puesto en peligro su moderación? ¿Qué importa que su vida haya a sido tan breve? Nunca lo que ha de concluir puede ser largo. Aun cuando no contáramos sus confesiones, sus frecuentes ejercicios piadosos, su aplicación constante a la piedad en los últimos tiempos de su vida, esas cortas horas santamente pasadas entre las pruebas más rudas, en los sentimientos más puros del cristianismo, suplen por sí solos una vida prolongada. El tiempo ha sido corto, lo confieso; pero la obra de la gracia ha sido firme, la fidelidad del alma perfecta. Éste es el resultado del arte sublime de reducir a pequeñas proporciones una grande obra; y la gracia, este habilísimo artífice, se complace a las veces en encerrar en un sólo día las perfecciones de una larga existencia.

     Sé bien que Dios no quiere que se esperen tamaños milagros, pero si la temeridad insensata de los hombres abusa de sus bondades, su brazo para ella no carece de fuerza, ni su mano se muestra debilitada. Confío, para la princesa, en su misericordia, que tan sincera y humildemente reclamaba. Parece como que Dios no la conservó el juicio sereno hasta el último momento, sino para hacer que durase el testimonio de su ardiente fe. Al morir adoraba al Salvador; faltole antes la fuerza de los brazos, que el ardor en abrazar la cruz; yo vi su mano desfallecida buscando al caer nuevas fuerzas para aplicar sobre sus labios ese dichoso signo de nuestra redención; ¿no es esto morir en los brazos y bajo los besos del Señor? ¡Ah!, podemos terminar este santo sacrificio por el reposo de la princesa con una piadosa revelación; ese Jesús en quien esperaba, cuya cruz ha llevado sobre su cuerpo con sus cruelísimos padecimientos, dará su sangre a su cuerpo desfallecido, penetrándola por la participación en sus sacramentos y por la comunión con sus dolores. Pero al orar por su alma, cristianos, pensemos en nosotros mismos. ¿Qué esperamos para convertirnos? ¡Cuál será nuestra dureza de corazón, si un suceso tan extraordinario que debiera penetrarnos hasta el fondo del alma, sólo consigue aturdirnos por algunos momentos! ¿Esperamos que Dios resucite a los muertos para aleccionarnos? No es preciso que los muertos despierten y abandonen sus tumbas; la que hoy entra en el sepulcro debe bastar para convertirnos; porque si sabemos conocernos, confesaremos, cristianos, que las eternas verdades han sido ampliamente confirmadas; sólo debilidad podemos oponerlas; la pasión y no la razón osara combatirlas. Si algo impide que estas santas y benéficas verdades reinen sobre nosotros, es que el mundo nos distrae, los sentidos nos encantan, el presente nos arrastra. ¿Es necesario otro espectáculo para desengañarnos de las seducciones de los sentidos y del mundo? ¿Podía la divina Providencia ponernos ante los ojos más de cerca y con mayor fuerza la vanidad de las cosas humanas? Y si nuestros corazones siguen empedernidos después de tan severa advertencia, ¿qué resta a Dios que hacer, sino herirnos sin misericordia a nosotros mismos? Evitemos tan funesto golpe y no esperemos siempre confiados en los milagros de la gracia. Nada hay que sea más odioso a la Providencia que el que se intente forzarla a la piedad con ejemplos de su gracia y de sus bondades, ¿Qué hay, pues, cristianos, que pueda impedirnos el recibir humildemente sus inspiraciones? ¡Pues qué! ¿Los deleites de nuestros sentidos son tan vivos que nos impidan preveer nuestro destino? ¿Los adoradores de las humanas grandezas se mostrarán satisfechos de su fortuna, cuando vean que en un instante su gloria pasa a su nombre, sus títulos a su sepulcro, sus bienes a los ingratos, y sus dignidades tal vez a los envidiosos? Si estamos plenamente seguros de que llegará un día postrero en que la muerte nos obligará, a confesar todos nuestros errores, ¿por qué no despreciar hoy en virtud de los consejos de la razón lo que será preciso despreciar algún día en virtud de las imposiciones de la fuerza? ¿Y cuál será nuestra ceguedad si siempre marchando hacia el fin de la vida, y más tiempo moribundos que vivos, esperamos los últimos suspiros para dar cabida a los sentimientos que la sola idea de la inevitable muerte debiera inspirarnos en todos los instantes de la existencia? Comenzad desde hoy a menospreciar las dichas de la tierra; y siempre que crucéis por esas augustas mansiones, por esos soberbios palacios, a los que comunicaba la princesa resplandor que vuestros ojos buscan ahora en vano; siempre que contemplando el elevado puesto que tan dignamente ocupaba, veáis que falta de allí, pensad, que esa gloria que admiráis era el gran peligro de su vida, y que en la otra ha sido objeto de severísimo examen, durante el cual nada habrá sido bastante a tranquilizarla, sino la sincera resignación con que ha obedecido las órdenes de Dios y las santas humillaciones de la penitencia.

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