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Oración fúnebre Luis de Borbón, Príncipe de Condé

Pronunciada en Nuestra-Señora de París el 10 de Marzo de 1687

                                  Dominas tecum virorum fortissime... Vade in hac fortitudine tua... Ego ero tecum.
   
   Jehová es contigo varón esforzado. Ve con esta tu fortaleza. Porque yo seré contigo.

(Jueces, c. 6, v. 12, 14, 16.)

     MONSEÑOR(48):

     En el momento de entreabrir los labios para celebrar la gloria inmortal del príncipe de Condé, siéntome a un tiempo confundido por la grandeza del tema de mi discurso, y séame permitido confesarlo, por la inutilidad de mi trabajo. Porque ¿en qué parte del mundo habitable no ha sido oído el eco de las victorias del príncipe de Condé y las maravillas de su vida? Nárranse por doquiera; el francés que las elogia nada enseña al extranjero, y aún cuando pueda yo hoy relatároslas, es seguro que vuestro pensamiento se adelantará al mío, por lo que debo responder al secreto reproche que me dirijáis de haber quedado muy por debajo de tan alto objeto. Nada podemos, débiles oradores, en pro de la gloria de las almas extraordinarias; razón tiene el rey sabio al decir que, «tan sólo sus acciones pueden alabarlos(49):» languidece todo lenguaje que no sea éste, tratándose de tan grandes nombres; y la sencillez de un fiel relato bastaría para sostener la gloria de Condé. Pero en tanto la historia, que debe ese relato a los siglos futuros, lo graba y lo muestra a los hombres, preciso será satisfagamos como mejor nos sea posible, a la pública gratitud y a las órdenes del más grande de todos los reyes. ¿Qué es lo que no debe el reino a un príncipe que ha honrado a la casa de Francia, al nombre francés, a su siglo, y hasta a la humanidad entera? Luis el Grande participaba también de estos sentimientos; después de llorar al grande hombre y de haberle dado con sus lágrimas en medio de su corte el elogio más glorioso que podía obtener, reúne en templo tan célebre lo que en su reino hay de más augusto para rendir públicos testimonios de admiración a la memoria de ese príncipe; y quiere que mi débil voz anime todo este triste espectáculo, y todo este fúnebre aparato. Hagamos un esfuerzo sobre nuestro dolor. Preséntase aquí a mi pensamiento un objeto grande y digno de esta cátedra: Dios es quien hace los guerreros y los conquistadores. «Bendito sea mi Dios, decía David, puesto que habéis enseñado a mis manos para combatir, y a mis dedos para mantener la espada(50).» Si inspira el valor no menos concede las otras grandes cualidades naturales y sobrenaturales del corazón y del ingenio. Todo parte de su poderosísima mano; él es quien del cielo envía los generosos sentimientos, las determinaciones prudentes, y todas las buenas ideas; pero quiere que sepamos distinguir entre los dones que abandona a sus enemigos y los que a sus fieles servidores reserva. Lo que a sus amigos distingue es la piedad; hasta que se ha recibido este don del cielo, todos los demás no tan sólo no son nada sino que causan la ruina de los que con ellos han sido adornados; sin la merced inestimable de la piedad ¿qué hubiese sido el príncipe de Condé, no obstante su grande corazón y su grande genio? No, hermanos míos, si la piedad no hubiese consagrado sus demás virtudes, ni hallaríamos lenitivo a nuestro dolor, ni ese religioso pontífice mostraría confianza en sus plegarias, ni yo mismo apoyo en los elogios que debo a hombre tan eminente. Apuremos la gloria humana con este ejemplo; destruyamos el ídolo de los ambiciosos; que caiga aniquilado ante esos altares. Pongamos juntas hoy, (porque bien podemos hacerlo en tan noble asunto) todas las más bellas cualidades de un carácter excelente; y a la gloria de la verdad, mostremos en un príncipe admirado por todo el universo, lo que hace a los héroes, lo que lleva a su colmo la gloria del mundo, valor, magnanimidad, natural bondad, por lo que hace al corazón; vivacidad, penetración, grandeza y sublimidad de genio, por lo que hace al espíritu; estas cualidades serían ilusorias sino las fecundase la piedad, porque la piedad es todo el hombre. Esto veréis, señores, en la vida eternamente memorable del muy alto y muy poderoso príncipe Luis de Borbón, príncipe de Condé, príncipe de la sangre.

     Dios nos ha revelado que él sólo hace a los conquistadores, que él sólo los hace servir sus propósitos. ¿Quién si no Dios hizo a un Ciro nombrado doscientos años antes de su nacimiento en los oráculos de Isaías? «Tú no existes aún decía, pero te veo, y te nombro por tu nombre: te llamarás Ciro. Yo iré delante de ti en los combates; pondré ante ti a los reyes en huida; romperé las puertas de bronce. Yo que extiendo el pabellón de los cielos, yo que sostengo la tierra, que nombro lo mismo lo que no existe que lo que existe(51),» es decir, soy yo quien todo lo hace, y yo quien ve desde la eternidad, todo lo que hago. ¿Quién si no Dios ha podido formar a un Alejandro cuyo indomable ardor ha pintado el profeta Daniel con tan vivas imágenes? «Ved a ese conquistador, dice, con qué rapidez se eleva en el Occidente como saltando, y sin tocar la tierra(52).» Semejante en sus atrevidos saltos, y en su paso ligero a los animales vigorosos y saltadores, avanza con rápidos y violentos ímpetus, y no es detenido ni por las montañas, ni por los precipicios. Ya el rey de Persia cae en sus manos; «a su vista se anima; efferatus est, in eum, dice el profeta; lo abate, lo huella con los pies; nadie puede defenderlo de los golpes que lo asesta, ni arrancarle su presa(53).» Oyendo estas palabras de Daniel, ¿a quien creeréis ver, señores, bajo esta imagen a Alejandro o al príncipe de Condé? Dios le había dado indomable valor para la salvación de Francia durante la menor edad de un rey de cuatro años. Dejad crecer a ese rey amado por el cielo y todo cederá ante sus hazañas; superior a los suyos como a sus enemigos, sabrá unas veces servirse, otras prescindir de sus más famosos capitanes; y sólo bajo la mano de Dios, que continuamente acude en su socorro, se le verá siendo escudo de sus Estados. Pero Dios había elegido al duque de Enghien para defenderlo en su infancia. En los primeros días de su reinado, a la edad de veinte y dos años, el duque concibió un proyecto que los más antiguos y experimentados capitanes no habían concebido; la victoria, justificó su previsión delante de Rocroy. El ejército enemigo es en verdad más fuerte; está compuesto de esos antiguos tercios españoles, walones e italianos, que hasta entonces no habían sido nunca derrotados; pero ¿qué no inspirarían a nuestras tropas la necesidad de salvar al Estado, los pasados triunfos y la presencia de un joven príncipe que llevaba la victoria en los ojos? Don Francisco de Melos lo espera a pie firme; y sin poder retroceder los dos generales y los dos ejércitos, parecían querer encerrarse en los bosques y los pantanos, para decidir la contienda, como dos valientes en campo cerrado. ¡Qué no se vio entonces! Parecía el joven príncipe otro hombre; conmovido por lo grande de la acción, mostrose por completo su inmenso ánimo; crecía su valor con los peligros, y sus conocimientos militares al par de su ardor. Al llegar la noche, que fue preciso pasar en presencia del enemigo, como capitán vigilante, se entregó al reposo el último, pero jamás reposó más apaciblemente. La víspera del día tan grande, y en el primer combate permanece tranquilo, de tal suerte se encuentra en su natural elemento; y es sabido que al día siguiente a la hora señalada fue necesario despertar de su profundo sueño a este segundo Alejandro. ¿Veis como vuela a la victoria o a la muerte? Después que hubo llevado de fila en fila el ardor de que se sentía animado, se le vio, casi al mismo tiempo, acometer al ala derecha del enemigo, apoyar la nuestra desordenada, rehacer a los franceses casi vencidos, obligar a la fuga al español vencedor, llevar por doquiera el terror, y asombrar con el brillo de su mirada centelleante a los que escapaban de sus certeros golpes. Quedaba en pie esa terrible infantería española, cuyos gruesos batallones concentrados, semejantes a otras tantas torres, que por sí mismas sabían reparar sus brechas, permanecían inconmovibles en medio del ejército derrotado, y lanzaban el fuego por todos sus flancos. Tres veces el joven vencedor se esforzó en romper las filas de aquellos intrépidos combatientes, tres veces fue rechazado por el valeroso conde de Fuentes, a quien se veía llevado en un escaño, y no obstante sus males, mostrando alma guerrera y de un todo dueña del cuerpo que animaba; pero al fin preciso fue ceder. En vano es que a través de los bosques, con toda su caballería que aún no había entrado en fuego, precipítase Bek su marcha para caer sobre nuestros soldados llenos de fatiga; el príncipe lo ha previsto, los batallones destrozados piden cuartel; pero la victoria va a ser más terrible para el duque de Enghien que el combate. En tanto que con aire confiado avanza para escuchar las palabras de aquellos bravos soldados, estos, siempre en guardia, temen la sorpresa de un nuevo ataque; su espantosa descarga enfurece a los nuestros; vese por doquiera horrible carnicería; la sangre embriaga al soldado, hasta que el gran príncipe, que no puede ver con calma que aquellos leones sean degollados como tímidos corderos, calma los ánimos irritados, y junta al placer de vencer el de perdonar. ¡Cuál fue el asombro de aquellas viejas legiones y de sus bravos oficiales al ver que no había salvación para ellos sino en los brazos del vencedor! ¡Con qué ojos miraron al joven príncipe, a cuyo continente altivo impreso por la victoria, se mezclaban los atractivos de la clemencia! ¡Con cuanto placer habría salvado la vida al bravo conde de las Fuentes! Pero hallósele en tierra entre esos millares de muertos cuya pérdida aún lamenta España, que no sabía entonces que el príncipe que le hizo perder tantos de sus antiguos regimientos en la jornada de Rocroy, estaba destinado a concluir con los que aún le quedaban en los llanos de Lens. Así, pues, la primera victoria fue prenda de muchas otras. El príncipe dobló la rodilla en el mismo teatro del combate, consagró al Dios de las batallas la gloria con que lo coronaba; allí se celebró la liberación de Rocroy, las amenazas de un terrible enemigo, convertidas en vergüenza del vencimiento, la regencia afirmada, Francia tranquila, y un reinado que debía ser tan bello, comenzado con tan dichosos presagios. El ejército empezó la acción de gracias, imitole toda Francia, que elevó al cielo la primera victoria del duque de Enghien, que habría bastado para ilustrar otra vida que la suya, pero que para él era el primer paso de su gloriosa existencia.

     Desde esta primera campaña, después de la toma de Thionville, digno precio de la victoria de Rocroy, pasó por capitán igualmente terrible en los sitios y en las batallas. Mas ved en un joven príncipe victorioso algo que no es menos bello que la victoria. La corte, que a su llegada le preparaba los aplausos que merecía, se sorprendió de la manera con que los recibió. La reina regente le manifestó que el rey estaba satisfecho de sus servicios; ésta fue en labios del soberano la digna recompensa de sus trabajos. Si los demás osaban elogiarlos, rechazaba los elogios como ofensas, e indiferente a la lisonja, temía de ella hasta la apariencia; tal era la delicadeza, o mejor dicho, tal era la solidez del carácter de este príncipe. También profesaba la máxima, (escuchadla, porque es la máxima que forma a los grandes hombres) de que en las acciones magnánimas es necesario pensar tan sólo en hacer el bien, y dejar venir a la gloria en pos de la virtud; esta idea inspiraba a los demás; esta idea la practicaba él mismo. Así la falsa gloria no le tentaba; todo en él tendía a lo verdadero y a lo grande. De aquí que cifrase su gloria en el mejor servicio del rey, y en la prosperidad del Estado; éste era el fondo de su corazón; éstas fueron sus primeras y más queridas inclinaciones. No le retuvo mucho tiempo la corte, por más que en ella fuese el principal ornato; era preciso mostrar por todas partes, a Alemania y a Flandes el intrépido defensor que Dios nos había dado. Fijad en esto vuestra atención; se prepara contra el príncipe algo más formidable que Rocroy, y para probar su virtud, la guerra va a agotar todas sus invenciones y todos sus esfuerzos. ¿Qué se presenta a mis ojos? No se trata ya tan sólo de hombres a quienes combatir, sino de inaccesibles montañas; se trata de barrancos, de precipicios de una parte, de otra de bosques impenetrables, cuyo fondo es un pantano, y al otro lado de los ríos, prodigiosas trincheras; trátase de elevadas fortalezas, y de selvas taladas que atraviesan temerosos caminos; y allí Merey con los valientes bávaros envanecidos por tantas victorias y por la toma de Friburgo; Merey a quien nunca se vio retroceder en los combates; Merey, a quien el príncipe de Condé y el vigilante Turlena jamás lograron sorprender en un movimiento irregular, y de quien éstos hacen el mayor de los elogios diciendo que nunca había perdido un sólo momento favorable, ni había dejado de adivinar los propósitos del enemigo como si hubiese asistido a sus consejos. En tales circunstancias, pues, durante ocho días, y en cuatro distintos ataques se vio cuanto es posible emprender en el arte de la guerra. Nuestras tropas parecen desanimadas, tanto por la resistencia de los enemigos como por la espantosa disposición del teatro de la lucha, y el príncipe se vio algún tiempo como abandonado. Pero a manera de otro Macabeo, «su brazo no le abandonó, y su valor, irritado por tantos peligros, vino en su auxilio(54).» Viósele echar pie a tierra y salvar el primero aquellas inaccesibles alturas arrastrando todo en pos de sí. Ve Merey su pérdida asegurada; sus mejores batallones son deshechos, la noche salva el resto de su ejército. Pero grandes lluvias aparecen a fin de que tengamos a la vez que combatir además del valor del enemigo y todo su arte, a la misma naturaleza. Cualquiera que sea la ventaja obtenida por un enemigo tan hábil como atrevido, y por más que se atrinchere de nuevo en espantosa montaña, acometido por todas partes, deja al cabo en poder del duque de Enghien no tan sólo sus cañones y sus provisiones, sino también toda la ribera del Rhin. Mirad como todo cae ante el vencedor: Filisbourgo es tomado en diez días no obstante la proximidad del invierno; Filisbourgo, que tuvo tan largo tiempo al Rhin cautivo bajo nuestros decretos, y cuya pérdida ha sido tan gloriosamente reparada por el más grande de nuestros reyes; Worms, Spira, Maguncia, Landau, y otras veinte plazas conocidas nos abren sus puertas; Merey no puede defenderlas, y no aparece más ante su vencedor; no es esto bastante, sino que precisa caiga a sus pies noble víctima de su valor; Nordlinguen presenciará la caída; allí se decidirá que nada se opone a los franceses en Alemania ni en Flandes, y todas estas ventajas se deben al mismo príncipe. Dios, protector de Francia y de un rey a quien ha destinado a grandes empresas, lo ordena así.

     El éxito parecía asegurado bajo el mando del duque de Enghien; y sin indicaros aquí sus otras hazañas, bien sabéis que entre tantas plazas fuertes atacadas, sólo una pudo escapar de sus manos, y aún así elevó más alta la gloria del príncipe. Europa, que admiraba el divino ardor de que estaba animado en los combates, se llenó de asombro al ver que un jefe a la edad de veinte y seis años, fuese tan hábil para dirigir sus tropas como para lanzarlas en los peligros, como para ceder ante la fortuna o ponerla al servicio de sus planes. Vímosle en todas partes como a uno de esos hombres extraordinarios que allanan todos los obstáculos. La rapidez de sus acciones no daba tiempo al enemigo de contrastarlas; esta es la cualidad dominante de los conquistadores. Cuando David, gran guerrero, deploraba la muerte de dos famosos capitanes que había perdido, les consagraba este elogio: «Más veloces que las águilas, más valerosos que los leones(55).» Ésta es la imagen que representa al príncipe cuya muerte lloramos; aparecía al mismo tiempo como un relámpago en los países más lejanos; vésele a un tiempo en todos los combates, en todos los campamentos. Cuando ocupado en un punto, manda practicar reconocimientos en otro, el oficial diligente que lleva sus órdenes se asombra de que se le anticipe el príncipe, encontrándolo todo reanimado por su presencia; parece como que se multiplica en una acción; ni el hierro ni el fuego le detienen. No necesita defender su cabeza a tantos peligros expuesta; Dios es para él la armadura más fuerte; los golpes parecen amortiguados al dirigirse a él, y dejan sólo señales de su valor y de la protección del cielo. No le digáis que la vida de un primer príncipe de la sangre, más interesado por su nacimiento en sostener la gloria del rey y de la corona, debe en servicio del Estado y en pro de su brillo conservarse más que las otras vidas. Después de haber hecho sentir a los enemigos, durante tantos años el poder invencible del rey, cuando fue preciso sostenerlo dentro del reino, lo diré en una palabra, hizo respetar a la regenta; y puesto que es necesario hablar de estas cosas sobre las que quisiera guardar eterno silencio, hasta aquella fatal prisión, no había nunca pensado el príncipe que nadie hubiese podido atentar contra el Estado; y en medio de su mayor gloria, si deseaba obtener mercedes, más aún deseaba merecerlas. Esto le hacía decir (puedo repetir ante esos altares las palabras que he recogido de su boca, puesto que revelan tan claramente el fondo de su corazón), decía, pues, hablando de aquella desventurada prisión, que había entrado en ella el más inocente de todos los hombres, y que había salido de ella el más culpable. «¡Ay!, proseguía, sólo respiraba para el servicio del rey y la grandeza del Estado!» Veíase en estas palabras un sincero dolor de haber sido impulsado tan lejos por su desdicha. Pero sin querer excusar lo que él mismo ha condenado tan terminantemente, digamos, para no volver a hablar de ello jamás, que así como en la gloria eterna las faltas de los santos penitentes, amparadas por lo que han hecho para repararlas y por el infinito resplandor de la misericordia divina, se borran por completo, así en esas faltas tan sinceramente confesadas, y enseguida reparadas con tanta gloria por insignes servicios, debemos tan sólo mirar la humilde confesión del príncipe arrepentido de esas faltas, y la clemencia del gran rey que las olvidó.

     Que si se vio arrastrado a estas infortunadas guerras, al menos tuvo la gloria de no haber envilecido la grandeza de su casa en países extranjeros. No obstante la majestad del imperio, no obstante esa fiereza del Austria y de las coronas hereditarias dependientes de esta casa, inclusa la rama que domina en Alemania, refugiado en Namur, sostenido tan sólo por su valor y su reputación, llevó tan lejos las preeminencias de un príncipe de Francia y de la primera casa del mundo, que todo lo que de él pudo obtenerse, fue que consintiese en tratar de igual a igual con el archiduque, aunque era hermano del emperador y descendiente de tantos emperadores, a condición de que como árbitro le haría este príncipe los honores en los Países-Bajos. El mismo tratamiento se prometió al duque de Enghien y la casa de Francia conservó su preeminencia sobre la de Austria hasta en Bruselas. Pero ved a lo que obliga el verdadero valor. En tanto que el príncipe mantenía su rango con tanta altivez ante el archiduque, tributaba al rey de Inglaterra y al duque de York, ahora famoso rey, entonces desgraciado, todos los honores que les eran debidos, y enseñaba a España, en demasía desdeñosa, cuál era esa majestad que la mala fortuna no podía arrebatar a príncipes tan grandes(56). No fue menos grande su conducta en lo demás. Ante las dificultades que sus intereses oponían a la paz de los Pirineos, escuchad cuáles fueron sus órdenes y ved si nunca un particular trató con mayor nobleza de sus intereses. Dice a sus agentes en la conferencia, que no es justo que la paz de la cristiandad se retarde por consideración a él; que se piense en sus amigos y que en cuanto a él, se le deje seguir su fortuna. ¡Ah! ¡cuán grande víctima se sacrifica al bien público! Pero cuando el aspecto de los negocios cambió y España quiso darle Cambrai y su territorio o el Luxemburgo en plena soberanía, declaró que prefería a estas ventajas y a todo cuanto en adelante se le concediese por grande que fuera la merced ¿qué creéis, señores? el cumplimiento de su deber y el favor del rey: esto tenía siempre en el corazón; esto repetía sin cesar. Éstos eran sus sentimientos naturales: Francia lo apreció entonces por estos últimos rasgos, en todo su verdadero valor, y lo vio rodeado de no sé qué de perfecto, que las desgracias imprimen en las grandes virtudes, y lo admiró más fiel que nunca en el servicio del Estado y de su rey, Pero en sus primeras guerras sólo podía ofrecerles su vida; ahora tiene otra que le es más querida que la suya. Después de haber terminado, a ejemplo suyo, y con gloria, sus estudios, el joven duque de Enghien muéstrase pronto a seguirlo a los combates. No contento con enseñarle el arte de la guerra, como hizo siempre en sus lecciones, el príncipe lo lleva a aprender lis lecciones vivas y prácticas. Dejemos el paso del Rhin, prodigio de nuestro siglo y de la vida de Luis el Grande. En la jornada de Senef, el joven duque, aunque hubiese ya mandado como jefe en otras campañas, hace en medio de rudas pruebas el estudio del arte de la guerra al lado del príncipe su padre: cercado de peligros, ve a este gran príncipe arrojado en un foso, bajo bu caballo ensangrentado. En tanto lo ofrece el suyo y trata de levantar al príncipe caído, recibe una herida en los brazos de un padre tan cariñoso, sin interrumpir su trabajo, lleno de alegría por satisfacer al propio tiempo a la piedad filial y a la gloria. ¿Cómo no había de pensar el príncipe, que para realizar las más grandes empresas sólo faltaban a su digno hijo ocasiones propicias? Y su ternura se redoblaba con su estimación.

     No tan sólo por su hijo, y por su familia, experimentaba sentimientos tan tiernos; yo lo he visto (y no creáis que en esto peco de exagerado); yo lo he visto vivamente conmovido ante el peligro en que se hallaban sus amigos; lo he visto, sencillo y natural, demudársele el rostro al escuchar el relato de sus infortunios, e interrogarles con el mismo interés acerca de los menores detalles, así como acerca de los de más importancia: lo he visto en las reconciliaciones entre adversarios calmar los ánimos exaltados con paciencia y dulzura que nadie hubiera esperado jamás de un carácter tan vivo y tan elevado. ¡Lejos de nosotros los héroes sin humanidad!, podrán forzar al respeto y conquistarse la admiración, como lo consiguen todos los objetos extraordinarios, pero nunca tendrán de parte suya los corazones. Cuando Dios formó el corazón del hombre, puso en él primeramente la bondad como la cualidad propia de su naturaleza divina, y para que fuese la huella permanente de esa mano bienhechora de donde brotamos a la vida. La bondad debe, pues, formar el fondo de nuestro corazón, y debiera ser al propio tiempo el primer atractivo que desplegáramos para ganarnos el afecto y la simpatía de los demás hombres. La grandeza elevada, lejos de debilitar la bondad, sólo se ha hecho para ayudarla a comunicarse más, a manera de una fuente pública que se eleva para mejor distribuirla. Tal es el precio de los corazones: los grandes a quienes no ha tocado en suerte la bondad, en justo castigo de su desdeñosa insensibilidad, se verán privados eternamente del bien más digno de aprecio en la vida humana, es decir, de las dulzuras de la sociedad. Ningún hombre las disfrutó como el príncipe de quien hablamos; ninguno temió menos que la familiaridad infiriese ofensas al respeto. ¿Es éste aquél que forzaba ciudades y ganaba batallas? ¡Cómo! ¡Aparenta olvidar ese alto rango que le hemos visto defender con tanta altivez! Admirad al héroe que siempre igual en todas las circunstancias, sin elevarse para parecer grande, sin rebajarse para ser atento y afectuoso, es naturalmente lo que debe de ser respecto a los demás hombres: río majestuoso y benéfico que apaciblemente lleva a las ciudades la abundancia que ha derramado en las campiñas al regarlas con sus aguas, que se ofrece a todo el mundo y no se desborda ni se hincha sino en el caso de que con violencia se pongan obstáculos a la suave pendiente que le permite seguir tranquilo su dilatado curso; tal ha sido la blandura y tal la fuerza de carácter del príncipe de Condé. ¿Tenéis algún secreto importante?, depositadlo confiadamente en ese noble corazón: la confianza que le otorgáis hace suyo vuestro asunto. Nada hay más inviolable para ese príncipe que los sagrados derechos de la amistad. Cuando se le pide una gracia, parece que es él quien debe mostrarse agradecido; jamás se vio alegría más viva ni más natural que la que él experimentaba cuando podía ser útil a alguien. El primer dinero que recibió de España con autorización del rey, no obstante las necesidades de su casa falta de recursos, lo repartió entre sus amigos, por más que una vez hecha la paz nada tenía que esperar de su apoyo; cuatrocientos mil escudos distribuidos por orden suya hicieron ver (cosa rara en la vida humana) la gratitud de que estaba animado el príncipe de Condé, tan viva en él como lo es en otros la esperanza de conquistar el afecto de los hombres. A sus ojos la virtud tuvo siempre su mérito: la elogiaba hasta cuando la veía resplandecer en sus enemigos. Cuantas veces tenía que hablar de sus acciones y hasta en los despachos que enviaba a la corte, elogiaba los consejos de unos, el valor de otros; daba a cada uno lo suyo en todas sus palabras; y entre lo que daba a todo el mundo, apenas dejaba lugar para lo que él mismo hacía Sin envidia, sin artificio, sin ostentación, siempre grande lo mismo en la acción que en el reposo, viósele en Chantilly tan digno como a la cabeza de sus tropas. Ora embelleciese esta magnífica y deliciosa residencia, ora pertrechase un campamento en medio del país enemigo o fortificase una plaza, ora marchase al frente de un ejército rodeado de peligros, ora guiase a sus amigos por sus soberbias calles de árboles al rumor de los mil juegos de agua que ni de día ni de noche callan siempre fue el mismo hombre y su gloria le seguía por doquiera. ¡Cuán hermoso es en pos de los combates y del estruendo de las armas, saber gustar esas apacibles virtudes, esa gloria tranquila, que no es preciso compartir con el soldado no menos que con la fortuna, en que todo encanta y nada deslumbra, que se goza sin ser aturdido por el agudo sonido de los clarines, por el estruendo de los cañones, ni por los gritos de los heridos, gloria en la cual el hombre aparece, aunque en la soledad, tan grande, tan respetado, como cuando sus órdenes y todo se mueve a su voz!

     Hablemos ahora de las cualidades de su alma; y puesto que, para desdicha nuestra, lo que hay de más fatal a la vida humana, es decir, el arte de la guerra, es al propio tiempo el arte que más ingenio y habilidad requiere, consideremos ante todo y por este lado el poderoso genio de nuestro príncipe: en primer lugar, ¿qué general llevó más lejos su talento previsor? Era una de sus máximas la de que convenía temer al enemigo lejano, para no llegar a temerlo de cerca y poder regocijarse de su proximidad. ¿Lo veis como pesa todas las ventajas que puede dar o tomar? ¡Con qué rapidez ordena en su alma los tiempos, los lugares, las personas, y no solamente sus intereses y sus talentos, sino su carácter y sus caprichos! ¿Le veis contando la caballería y la infantería de los enemigos por los recursos de los países o de los príncipes confederados? Nada escapa a su previsión. Con prodigiosa comprensión de todos los detalles y del plan general de la guerra, vésele siempre atento a lo que puede sobrevenir: saca de un desertor, de un tránsfuga, de un prisionero, lo que quiere decir, lo que quiere callar, lo que sabe y lo que no sabe: ¡tan seguro está de sus consecuencias! Sus espías le informan de los menores detalles, se le despierta a cada momento, pues otra sus máximas es que un capitán hábil puede ser vencido, pero no debe dejarse sorprender, y en efecto, diremos en su elogio que nunca lo fue. A cualquiera hora, y de cualquier lado de que lleguen los enemigos, le hallan siempre en guardia, pronto siempre a caer sobre ellos y a tomar la revancha como un águila que ora vuele en el seno de las nubes, ora se abata sobre la cima de alguna roca, lanza en todas direcciones penetrantes miradas, y cae con tal seguridad sobre su presa que se hace imposible evitar así sus garras como sus ojos. Vivas también eran las miradas, rápidos e impetuosos los ataques, fuertes e inevitables las manos del príncipe de Condé. En sus campamentos eran desconocidos los vanos terrores que fatigan y desalientan mas que los terrores reales: resérvanse enteras todas las fuerzas para los peligros verdaderos: todo está pronto para la primera señal, y como dice el profeta: «Todas las flechas están aguzadas, todos los arcos tendidos(57).» En la espera se entrega el ejército al sueño tranquilo como lo haría bajo un techo o en un lugar cerrado. Digo mal, no reposa; en Pieton, cerca de ese temible ejército que tres potencias aliadas habían reunido, nuestras tropas viven en continuas escaramuzas; la alegría circulaba en las filas de nuestras tropas y nunca sintieron que eran más débiles que el ejército enemigo. El campamento del príncipe había asegurado no sólo nuestras fronteras y todas nuestras plazas y fuertes, sino también a todos nuestros soldados: velaba el príncipe y esto era suficiente. Al fin el enemigo levanta el campo, que era lo que el príncipe esperaba. Se pone en marcha, inicia este primer movimiento: no se le escapará ya el ejército holandés con sus soberbios estandartes: corre a torrentes la sangre, todo cae en su poder, pero Dios sabe poner límites a los planes más perfectos. No obstante, los enemigos son arrojados de todas partes: libértase a Oudenarde que iba a caer en sus manos; el cielo los cubre con espesa niebla a fin de librarlos de la persecución del príncipe: el terror y la deserción se apoderan de sus filas y en vano se busca en qué ha venido a parar aquel formidable ejército. Entonces fue cuando Luis, que después de terminar el rudo asedio de Besangon, y de haber nuevamente invadido el Franco-Condado con inaudita rapidez, llegaba cubierto de gloria, para aprovecharse de la acción de sus ejércitos de Flandes y de Alemania, se puso al frente del cuerpo de ejército que en Alsacia realizó tantas maravillas, que todos tenemos presentes y apareció el más grande de los hombres lo mismo por los prodigios que había llevado a cabo por sí propio, como por los que había hecho llevar a cabo a sus generales.

     Por más que su elevada cuna hubiese enriquecido a nuestro príncipe con grandes dones, no cesaba un momento de aumentarlos con sus estudios: las campañas de César fueron objeto preferente de su atención. Recuerdo que nos encantaba contándonos como en Cataluña, en los parajes en que aquel famoso capitán(58), favorecido por su posición, obliga a cinco legiones romanas y a dos jefes experimentados a deponer las armas sin combate, él mismo había explorado los ríos, y las montañas que favorecían aquella grande empresa, y jamás maestro alguno explicó tan doctamente como el príncipe los comentarios de César. Los capitanes de los siglos futuros le tributarán honores semejantes.

     Entonces vendrán a estudiar sobre los lugares de la lucha lo que la historia cuenta del campamento de Pieton y de las maravillas de que fue seguido. Se señalará en Chatenoy, la eminencia que ocupó este gran capitán y el riachuelo donde se puso a cubierto del fuego del cañón de la trinchera de Schelestad; se le verá allí despreciando a Alemania coaligada, seguir a su vez a los enemigos, aunque más fuertes, hacer estériles sus esfuerzos, y obligarles a levantar el sitio de Saverne, como antes había hecho en el de Haguenau. Con estos golpes de genio militar, de que está llena su vida, elevó tan alta su reputación, y se formó nombre en nuestros tiempos en el mundo e hizo que fuese título de gloria en los soldados el haber servido bajo las órdenes del príncipe de Condé, y mérito bastante para mandarlos el haberle visto operar en los campos de batalla.

     Pero donde verdaderamente se mostró como hombre extraordinario, donde se le puede considerar como esclarecido, y capaz de penetrar todas las cosas, fue en esos cortos momentos de que dependen las victorias y en el ardor del combate. En todas partes dócil a los consejos de los demás, delibera; todo se presenta de un golpe a sus ojos, sin que le confunda la multitud y variedad de objetos en que había de fijarse, en un momento toma sus determinaciones, manda y ejecuta a un tiempo y todo marcha en orden y con gran seguridad. ¿Lo debo decir? ¿Por qué temer que la gloria de tan grande hombre pueda ser amenguada por esta confesión? Tenía prontos arrebatos, que reparaba en seguida de una manera agradable, pero que se le notaban en las circunstancias ordinarias: diríase que había en él otro hombre cuya grande alma desdeñaba las cosas pequeñas en que no se dignaba mezclarse. En el fuego, en el choque, en las militares conmociones, se ve nacer en él de pronto un no sé qué de sereno, de vivo, de dulce y de agradable para los suyos, como de amenazante y de altivo para los enemigos, sin que fuera posible adivinar el origen de tan opuestas cualidades. En esa terrible jornada donde en las puertas de la ciudad y a la vista de sus habitantes, pareció el cielo decidir la suerte del príncipe, donde con la flor de sus tropas, tenía enfrente a un general tan temible, donde más que nunca se vio expuesto a los caprichos de la instable fortuna en tanto caen de todas partes los golpes, aquellos que a su lado combatían, nos han dicho repetidas veces, que si se quería tratar algún gran negocio con el príncipe hubieran podido elegirse aquellos momentos en que todo era fuego y tumulto en torno suyo: ¡de tal manera se elevaba entonces su alma!, ¡de tal suerte parecía su espíritu esclarecido por la inspiración celeste en medio de aquellos terribles combates! Semejante en esto a alta montaña, cuya cima, sobrepasando las nubes y las tempestades, en su elevación halla la serenidad y no pierde ni un sólo rayo de la luz que la rodea. En los llanos de Lens, nombre grato para Francia, el archiduque, contra sus propósitos, abandona un punto en que era invencible, atraído por el cebo de un triunfo engañoso, a causa de inopinado movimiento del príncipe, que pone tropas de refresco, donde había tropas fatigadas; el archiduque, se ve obligado a emprender la huida; sus antiguos soldados perecen, su artillería cae en nuestras manos, y Bek que lo había halagado con la idea de una victoria segura, herido y prisionero en el combate viene a rendir, muriendo, con su desesperación, triste homenaje a su vencedor. ¿Trátase de socorrer o de forzar una plaza?, el príncipe sabrá aprovechar todos los momentos. Así, pues, a la primera noticia que casualmente llega a sus oídos de un importante asedio, cruza con desusada rapidez una extensa comarca, y de un golpe de vista descubre un paso seguro para socorrer la plaza sitiada, en parajes que el enemigo, no obstante su vigilancia, no ha guardado suficientemente. ¿Sitia una plaza?, todos los días inventa nuevos recursos para adelantar el sitio. Créese que expone a sus soldados, pero en realidad los economiza abreviando los momentos del peligro, merced al vigor de los ataques. En medio de tantos golpes sorprendentes, los gobernadores más animosos no pueden cumplir las promesas hechas a sus generales: Dunkerque, es tomada en trece días en medio de las lluvias del otoño; y sus naves, tan temidas por nuestros aliados, aparecen de pronto en el Océano, ostentando nuestras banderas.

     Pero lo que un general prudente debe conocer ante todo, es a sus propios soldados y a los jefes; porque de ello depende ese perfecto concierto que hace obrar a los ejércitos como un sólo cuerpo, o para usar de la expresión de la Santa Escritura; como un sólo hombre:» Egressus est Israel tamquam vir unus(59) ¿Y por qué como un sólo hombre? Porque bajo un sólo jefe, que conoce los soldados y los capitanes, como sus brazos y sus manos, todo marcha igualmente con mesura y rapidez. Esto concede la victoria; he oído decir a nuestro gran príncipe que en la jornada de Nordlingue, lo que le aseguró el éxito fue el conocimiento que tenía de Turena, cuya consumada habilidad no necesitaba orden alguna para todo lo que se intentara. Este general por su parte declaraba que obraba sin inquietud porque conocía al príncipe y sus órdenes siempre seguras; así concedíanse mutuamente una tranquilidad que les permitía consagrarse cada uno por entero a sus actos. Así se dio fin dichosamente a la batalla más aventurada y más disputada que jamás se había dado.

     Fue un grande espectáculo en nuestro siglo el ver en los mismos tiempos y en las mismas campañas a esos dos hombres que la pública opinión en Europa igualaba a los más grandes capitanes de los siglos pasados, unas veces a la cabeza de ejércitos separados, otras veces unidos, más por el concurso de los mismos pensamientos, que por las órdenes que el inferior recibiera del superior, y otras veces opuestos frente a frente y emulando en vigilancia y actividad; como si Dios, cuya sabiduría según la Escritura, a menudo se revela en el Universo, hubiese querido mostrárnoslos bajo todas las formas, y enseñarnos todo cuanto puede hacer de los hombres. ¡Cuántos campamentos! ¡Cuántas marchas hábiles! ¡Cuánto atrevimiento! ¡Cuántas precauciones! ¡Cuántos peligros! ¡Cuántos recursos! ¿Viéronse jamás en dos hombres las mismas virtudes en caracteres tan diversos, por no decir tan contrarios? El uno parece obrar con profunda reflexión, el otro en virtud de súbitas inspiraciones; éste por lo tanto muestra mayor actividad, pero sin que su ardor tenga nada de precipitado; aquél con mayor frialdad, sin que se le pueda culpar de lento, más atrevido en las acciones que en las palabras, resuelto y determinado interiormente cuando más apurado era el lance en que se hallaba. El uno desde el momento en que aparece en los ejércitos da alta idea de su valor, y hace esperar acciones extraordinarias, pero siempre progresa ordenadamente, y llega como por grados a los prodigios con que terminó el curso de su vida; el otro, como un hombre inspirado, en su primera batalla iguala a los maestros más consumados en el arte de la guerra; el uno, con activos y continuos esfuerzos conquista la admiración del género humano, y hace callar a la envidia; el otro lanza en seguida tan viva luz, que la envidia no osa atacarle; el uno, en fin, por la profundidad de su genio y los increíbles recursos de su valor elévase sobre los mayores peligros, y aprovéchase hasta de las mismas veleidades de la fortuna; el otro con la ventaja de su alto nacimiento, y por los grandes pensamientos que el cielo le inspira, y por una especie de admirable instinto del que los hombres no conocen el secreto, parece nacido para encadenar a la fortuna a sus propósitos y para forzar al destino. Y a fin de que se viese en estos dos hombres grandes caracteres, pero diversos, el uno es arrebatado por golpe inesperado muerto para su país como un Judas Macabeo; el ejército lo llora como a un padre, y la corte y todo el pueblo gime, elógiase su piedad lo mismo que su valor, y su memoria no es marchitada por el tiempo; el otro, elevado por las armas al colmo de la gloria, como un David, muere como él, en su lecho publicando las alabanzas de Dios, aleccionando a su familia, y deja todos los corazones tan llenos del resplandor de su vida, como de la dulzura de su muerte. ¡Qué espectáculo ofrece el ver y el estudiar a esos dos hombres, y conocer por cada uno de ellos toda la estimación que se profesaban! Esto ha visto nuestro siglo y ha visto también algo más grande, ha visto a un rey servirse de esos dos grandes jefes, y aprovecharse de los auxilios del cielo; y después de verse privado de los servicios del uno por la muerte y de los servicios del otro por las enfermedades, ha visto a ese rey concebir los planes más altos, ejecutar las acciones más grandes, elevarse sobre sí mismo, sobrepujar las esperanzas de los suyos y la expectación del universo: ¡Tan elevado es su ánimo! ¡Tan vasta es su inteligencia! ¡Tan gloriosos sus destinos!

     Ved, señores, los espectáculos que Dios ofrece al Universo, y los hombres que envía cuando quiere hacer brillar, ora en una nación, ora en otra, según a sus eternos decretos place, su poder o su sabiduría; porque estos divinos talentos parecen más dignos del cielo que con sus manos formó, que de esas raras facultades que concede a su placer a los hombres extraordinarios. ¿Qué astro brilla más en el firmamento que lo que ha brillado el príncipe de Condé en Europa? No era tan sólo la guerra lo que le daba ese brillo; su grande genio lo abarcaba todo, lo antiguo lo mismo que lo moderno, la historia, la filosofía, la más sublime teología, y las artes al par de las ciencias; no había libro que no leyese; no había hombre de mérito en cualquier materia, en cualquiera tarea, con el que no conversase; todos salían más ilustrados de su trato, y rectificaban sus ideas, unas veces a causa de sus preguntas intencionadas, otras por sus juiciosas reflexiones. Era también su conversación encantadora, pues sabía hablar a cada uno según sus talentos; y no tan sólo hablaba a los guerreros de sus empresas, a los cortesanos de sus intereses, a los políticos de sus negociaciones, sino que también conversaba con el viajero curioso de lo que había descubierto en la naturaleza, en el gobierno de los pueblos o en su comercio, al artista de sus inventos, y en fin, a los sabios de todas clases, de lo que habían hallado de maravilloso. De Dios nos vienen estos dones ¿quién lo duda?, son admirables esos dones ¿quién no lo ve? Mas para confundir al espíritu humano que de estos dones se enorgullece, Dios los concede también a sus enemigos. San Agustín ve entre los paganos tantos sabios, tantos conquistadores, tantos graves legisladores, tantos excelentes ciudadanos, un Sócrates, un Marco Aurelio, un César, un Scipion, un Alejandro, todos privados del conocimiento de Dios, y excluidos de su eterno reino. ¿No es Dios quien los cree? ¿Y quién otro pudiera crearlos siendo él el que hizo cuanto hay en el cielo y en la tierra?, pero ¿por qué los hizo?, ¿cuáles fueron los particulares propósitos de esa profunda sabiduría que nada hace jamás en vano? Escuchad la respuesta de San Agustín: «Los ha creado, nos dice, para ornamento del presente siglo:» Ut ordinem saeculi presentis ornaret(60). Ha creado en los grandes hombres esas raras cualidades lo mismo que ha creado el sol. ¿Quién no admira ese bello astro? ¿Quién no se extasía en el resplandor de su medio día, y en la soberbia belleza de su aurora y de su poniente? Puesto que Dios lo hace lucir sobre los malos y los buenos, no es tan bello objeto el que nos hace gozar. Dios lo ha hecho para embellecer y para iluminar este gran teatro del mundo. Así también, cuando ha dotado a sus enemigos igualmente que a sus servidores, con las bellas radiaciones del ingenio, con la luz de la inteligencia, con la imagen de su bondad, no ha sido para hacerlos dichosos con tan ricos presentes, sino para que ornaran el universo, para que ilustraran su siglo. Y ved la desdichada suerte que ha cabido a aquellos hombres que ha elegido para ser el ornamento de su siglo: ¿qué han querido esos hombres extraordinarios sino el elogio y la gloria que los hombres conceden? ¿Para confundirlos quizá, Dios negará esa gloria a sus vanos deseos? No, los confunde de una manera más completa concediéndosela, y aún más allá de sus esperanzas. Ese Alejandro, que sólo deseaba hacer ruido en el mundo lo hace mayor del que esperaba; aún se le encuentra en todos nuestros panegíricos; y parece, que por una especie de fatalidad propia de este conquistador, no es posible tributar elogios a ningún Príncipe sin que aquel participe de ellos. Si hubieran sido necesarias las recompensas a las grandes acciones de los romanos, Dios ha sabido concederles una propia de sus méritos y de sus deseos; les ha dado el imperio del mundo como presente de ningún valor. ¡Oh reyes!, ¡confundíos en vuestra grandeza! ¡Conquistadores!, ¡no os envanezcáis con vuestras victorias! Dios les da por recompensa la gloria de los hombres; recompensas de que no llegan a disfrutar, y que va unida ¿a qué?, tal vez a sus medallas y a sus estatuas desenterradas, como restos de los años y de los bárbaros; las ruinas de sus monumentos y de sus obras, disputadas al tiempo, o más aún su memoria, su sombra, lo que llaman su nombre; he ahí el digno precio de tantos trabajos, y en el colmo de sus deseos la prueba de su error. Venid, grandes de la tierra, apoderaos si podéis, de ese fantasma de gloria, a ejemplo de esos grandes hombres a quienes admiráis. Dios, que castiga su orgullo en los infiernos, no les ha envidiado, dice San Agustín, esa gloria tan deseada; y «vanos, han recibido una recompensa tan vana como sus deseos:» Receperunt mercedem suam, vani vanam(61).

     No será así con nuestro grande príncipe; la hora de Dios ha sonado, la hora esperada, la hora deseada, la hora de misericordia y de gracia. Sin que la enfermedad lo advirtiese, sin ser apremiado por el tiempo, ejecuta lo que meditaba. Un sabio religioso a quien expresamente llama, pone en orden los graves asuntos de su conciencia; obedece como humilde cristiano a su determinación, sin que nadie dudase jamás de su buena fe. Desde entonces se le ve de continuo seriamente ocupado en la tarea de vencerse a sí mismo, en hacer vanos todos los ataques de sus insoportables dolores, en hacer con su sumisión un sacrificio continuado. Dios, a quien con fe invocaba, le concedió el amor a su Escritura Santa, y en este libro divino halló el alimento sólido de la piedad. Sus actos se ajustaron más que nunca a la idea de la justicia; consolaba a la viuda al huérfano, y el pobre se acercaba a él con confianza. Padre de familia tan grave con lo amable, en las dulces pláticas que tenía con sus hijos, no cesaba de inspirarles sentimientos de verdadera virtud; y ese joven príncipe, su nieto, demostrará eternamente que ha sido cultivado por tales manos. Toda su casa aprovechaba su ejemplo. Muchos de sus criados habían sido desgraciadamente alimentados en el error que la Francia toleraba entonces: ¡cuantas veces se le vio inquieto por su salvación, afligido por su resistencia, consolado por su conversión! ¡Con qué incomparable claridad de espíritu les hacía ver la antigüedad y la verdad de la religión católica! No era ya el ardiente guerrero vencedor que parecía avasallarlo todo; era la dulzura, la paciencia, la caridad, ganosas de conquistar los corazones, y de curar a las almas enfermas. Eso al parecer tan sencillo, señores, gobernar la familia, edificar a los servidores, hacer justicia, practicar la caridad, realizar el bien prescrito por Dios, y sufrir los males que envía esas prácticas comunes de la vida cristiana serán las que Jesucristo alabará en el último día delante de sus santos ángeles y de su Padre celestial; borradas serán las historias al par de los imperios, y no se hablará más de todos esos hechos brillantes de que están llenas.

     En tanto pasaba su vida en esas ocupaciones, y ponía por encima de sus más renombrados hechos la gloria de tan bello y piadoso retiro, la noticia de la enfermedad de la duquesa de Borbón llegó como un rayo a Chantilly. ¿A quién no lastimó hondamente el ver extinguida aquella luz que comenzaba a brillar? ¿Cuáles fueron los sentimientos del príncipe de Condé cuando se vio amenazado de perder el nuevo lazo que unía a su familia con la persona del rey? ¡Esta debía ser a ocasión de la muerte del héroe! ¡Aquél a quien tantas batallas, tantos asedios, no habían podido dar muerte, va a perecer a causa de su ternura! Penetrado por todas las inquietudes que comunica un mal horroroso, su corazón, que lo sostiene desde hace tanto tiempo, acaba de desalentarse con este golpe, y las fuerzas de que estaba dotado se agotan. Si olvida todas sus debilidades a la vista del rey próximo al lecho de la doliente princesa, si arrebatado por su celo, y sin necesidad del auxilio de nadie esta vez, corre para advertir a ese gran rey los peligros que no temía, y le impide el que avanzase más, cae bien pronto desvanecido a los pocos pasos; y es objeto de admiración esta nueva manera de exponer su vida por su rey. Por más que la duquesa de Enghien, Princesa cuya virtud sólo temía faltar al cuidado de su familia y al cumplimiento de sus deberes, obtuviese el quedarse cerca de él para consolarlo, la asistencia de esta princesa, no calma las inquietudes que lo asedian: y después que la joven princesa está ya fuera de peligro, la enfermedad del rey viene a causar nuevas inquietudes a nuestro príncipe. ¿Puedo hacer alto en este punto? Al ver la serenidad que en aquella frente augusta brillaba ¿se hubiera sospechado que el gran rey al volver a Versalles, iba a exponerse a esos crueles dolores merced a los cuales el universo ha conocido su piedad, su constancia y todo el amor de sus pueblos? ¿Con qué ojos de amor no le mirábamos cuando a expensas de su salud que nos es tan querida, deseaba calmar nuestras crueles inquietudes con el consuelo de verlo, y cuando dueño y señor de sus propios dolores como de todo lo demás lo veíamos todos los días no tan sólo dirigir sus asuntos como de costumbre, sino también entreteniendo a su conmovida corte con la misma tranquilidad con que en otro tiempo recorría sus encantados jardines? ¡Bendito sea por Dios y por los hombres, pues sabía unir así la bondad con todas las otras cualidades que en él admiramos! En medio de sus acerbos dolores informábase con interés acerca del estado del príncipe de Condé, mostrando por su salud una inquietud que no sentía por la suya propia.

     Languidecía este gran príncipe pero la muerte ocultaba su proximidad. Cuándo más restablecido se le suponía, y cuando el duque de Enghien, siempre atento a sus dobles deberes de hijo y de súbdito, había vuelto en virtud de las órdenes de su padre al lado del rey, todo cambia en un momento, y anuncia la próxima muerte del príncipe.

     Cristianos, escuchadme atentos, y venid a aprender a morir, o mejor dicho, venid a aprender a no esperar la última hora para comenzará vivir bien. ¡Cómo!, ¡esperar el comienzo de una nueva vida, cuando entre las manos de la muerte, heladas por su frío contacto, no sabéis si debéis contaros entre los muertos, o si aún figuráis en el reino de los vivos! ¡Ah!, ¡preparaos con la penitencia para esa hora de turbación y de tinieblas! Por esto, sin mostrarse abatido al oír la última sentencia que se le notificaba, el príncipe permaneció un momento en silencio y de pronto dijo: «¡Oh Dios mío! vos lo queréis: ¡que se cumpla vuestra soberana voluntad!, ¡arrójome en vuestros brazos! Concededme la gracia de una buena muerte.» ¿Que más deseáis? En esta corta plegaria, bien veis la sumisión a las órdenes de Dios, la confianza completa en su providencia, en su gracia y la más fervorosa piedad. Tal como se le había visto en todos sus combates, resuelto, apacible, ocupado sin inquietud, en lo que era preciso hacer para sostenerlos, así se le vio también en aquella última batalla, y la muerte no le pareció más temible cuando se presentaba pálida y desfallecida, que en medio del fuego de la lucha y en el resplandor de la victoria. En tanto en torno suyo, y por doquiera estallaban los sollozos, como si no fuese él quien provocase estas demostraciones de dolor, proseguía dando sus últimas disposiciones; y si prohibía el llanto, no era por cierto a causa de que le produjese honda perturbación, sino como un obstáculo que retardaba su marcha. En aquellos momentos hace extensivos sus cuidados al último de sus sirvientes; con liberalidad digna de su cuna y de sus servicios, los deja colmados de dones, y más honrados aún con las señales de su bondadoso recuerdo. Da órdenes de la más alta importancia, pues se trataba de su conciencia y de su salvación eterna, y se le advierte que es preciso escribir su última voluntad con todas las formas legales de costumbre; aunque renueve, Monseñor, vuestra profunda pena, aunque deba abrir de nuevo las heridas de vuestro, corazón no pasaré en silencio las palabras que el príncipe pronunció en su hora postrera repetidas veces; que conocía vuestros sentimientos; que no eran precisas formalidades de ninguna clase para dejaros el depósito de sus intenciones, que iríais aún más allá y supliríais por vuestro propio impulso cuanto él hubiera podido olvidar. Que os haya amado un padre no me maravilla, puesto que es este un sentimiento que la naturaleza inspira; pero que un padre tan esclarecido atestiguo su confianza hasta el último suspiro, que descanse en vos acerca de tan importantes asuntos, y que muera tranquilamente con aquella seguridad, es sin duda el testimonio más hermoso que vuestra virtud podía obtener, y, no obstante todos vuestros méritos, no consagraré hoy a vuestra alteza otra alabanza que ésta.

     Lo que después el príncipe comenzó a hacer para cumplir sus deberes religiosos merecía ser contado a toda la tierra, no porque sea digno de mención, sino precisamente porque no lo es, y porque un príncipe objeto de universal atención, no se dio en espectáculo a la admiración de las gentes. No esperéis, pues, señores, esas magníficas frases que sólo revelan, sino oculto orgullo, al menos los esfuerzos de un alma agitada que combate o que disimula su interior turbación. El príncipe de Condé ignoraba el arte de pronunciar esas pomposas sentencias, y en la muerte como en la vida la verdad constituyó siempre toda su grandeza.

     Su confesión fue humilde, llena de compunción y de confianza; no necesitó largo tiempo para prepararla; la mejor preparación para esas últimas horas es la de no esperarlas. Pero, señores, prestad atención a lo que os voy a decir. A la vista del Santo Viático que tanto había deseado, ved cómo se fija en tan consolador objeto. Recuerda entonces las irreverencias con que ¡ay! se ofende a ese divino misterio. Los cristianos no conocen ya el santo terror que inspiraba en otros tiempos el sacrificio; diríase que ha cesado de ser terrible, como lo llamaban los Santos Padres, y que la sangre de nuestra víctima no corre aún con tanta realidad como sobre el Calvario; lejos de temblar ante los altares menospreciase a Jesús; y en un tiempo en que todo un reino se conmueve para la conversión de los herejes, no se teme autorizar a los blasfemos. No pensáis, profanos, en esos horribles sacrilegios; a la hora de la muerte pensareis en ellos llenos de confusión y de remordimientos.

     El príncipe recordó todas las faltas que había cometido, y sintiéndose débil para explicar con energía los sentimientos que le agitaban, expresose por boca de su confesor para pedir perdón al mundo, a sus criados y a sus amigos. Con lágrimas de dolor se le respondió... ¡Ah!, respondedle ahora aprovechando este ejemplo. Los demás deberes religiosos fueron por él cumplidos con la misma piedad y con igual fuerza de espíritu. ¡Con cuánta fe y cuán repetidas veces rogó al salvador de las almas, besando su cruz, que su sangre no fuese estérilmente derramada por él! Esto justifica al pecador, esto sostiene al justo, esto sostiene al cristiano. ¿Y qué diré de las santas preces de los agonizantes, donde en los esfuerzos realizados por la Iglesia, se escuchan sus más fervientes votos, y como los últimos gritos con que esta santa madre acaba de criarnos para la vida celeste? El príncipe se los hizo repetir tres veces, y en ellos encontró siempre nuevos consuelos. Al dar gracias a sus médicos los decía: «He aquí ahora mis verdaderos médicos.» Y señalaba a los eclesiásticos cuyas exhortaciones escuchaba, cuyas plegarias repetía, cuyos salmos tenía de continuo en los labios, cuya confianza atesoraba siempre en el corazón. Si se quejaba era tan sólo por haber sufrido tan poco para expiar sus pecados; sensible hasta el último instante a las demostraciones de ternura de los suyos, no se dejó abatir ni un momento, al contrario, parecía proponerse el no conceder nada a la debilidad de la naturaleza.

     ¿Qué diré de sus últimas conferencias con el duque de Enghien? ¿Qué colores serían bastante vivos para representaros la constancia del padre y la profunda pena del hijo? El rostro cubierto de lágrimas, con más sollozos que palabras en la boca, ya cubriendo de besos aquellas manos en otro tiempo victoriosas y ahora desfallecidas, ya arrojándose en sus brazos y sobre el seno paterno, parecía que con tantos esfuerzos intentaba retener en la vida a aquel caro objeto de sus respetos y de sus ternuras; fáltanle las fuerzas y cae a sus pies. El príncipe, sin conmoverse le deja recobrar ánimo; después llamando a la duquesa, su nuera, a quien veía también muda y casi sin vida, con ternura en que nada había de debilidad, le da sus últimos mandatos, en los que todo respiraba piedad. Termina bendiciéndolos con esa fe y ese fervor que llegan a los oídos de Dios, y al propio tiempo bendice, como otro Jacob, a cada uno de sus hijos en particular; y se vio de una y de otra parte cuanto palidece al ser relatado. No olvidaré, ¡oh príncipe! su querido sobrino y casi su segundo hijo, el glorioso testimonio que constantemente consagró a vuestro mérito, ni sus tiernos cuidados, ni la carta que escribió moribundo, al rey para restableceros en su gracia, lo que constituía vuestro más ardiente anhelo, ni de tantas bellas cualidades que os hicieron digno de ocupar tan vivamente las postreras horas de aquella ilustre existencia; no olvidaré las bondades del rey que se adelantaron a los deseos del príncipe moribundo, ni los generosos cuidados del duque de Enghien, que se esforzó en conseguir aquella gracia, ni el agrado con que el príncipe lo vio tan cuidadoso dándole la satisfacción de servir a tan querido pariente. En tanto que su corazón se complace, y su voz se reanima elogiando al rey, llega el príncipe de Conti penetrado de reconocimiento y de dolor; renuévanse los enternecimientos; los dos príncipes oyeron juntos lo que jamás olvidara su corazón, y el de Condé terminó asegurándoles que nunca serían ni grandes hombres, ni grandes príncipes, ni almas honradas, si no eran espíritus rectos fieles a Dios y al rey. Ésta fue la última frase que dejó grabada en su memoria, ésta fue, a más de la postrera muestra de su cariño, el resumen de todos sus deberes.

     Por doquiera resonaban los gritos, todo se confundía en lágrimas: sólo el príncipe no parecía conmovido, la turbación no llegaba al asilo en que se había refugiado. ¡Oh Dios mío! ¡Vos creabais su fuerza, su inquebrantable amparo, la firme roca en que se apoyaba su constancia! ¿Puedo callar lo que durante estos sucesos ocurría en la corte y en presencia del rey? Cuando se hizo leer la última carta que le escribía el grande hombre, y cuando vio, en las tres épocas que recordaba el príncipe esos servicios de que se ocupaba ligerísimamente, confesando sus faltas con sincera gratitud no hubo corazón que no se enterneciese al oírle hablar de sí mismo con tanta modestia; y esta lectura seguida de las lágrimas del rey, hizo ver lo que los héroes sienten los unos por los otros: pero cuando se llegó al pasaje, en que el príncipe declaraba que moría contento y harto dichoso de tener aún bastante vida para manifestar al rey su reconocimiento, su adhesión, y, si osada decirlo, su cariño, todo el mundo hizo justicia a la verdad de sus sentimientos, y a los que frecuentemente le habían oído hablar del gran rey en sus conversaciones familiares, pudieron asegurar, que jamás habían escuchado nada más respetuoso nada más afectuoso hacia su sagrada persona, ni más enérgico en celebrar sus virtudes reales, su piedad, su valor, su bravura, su grande genio, principalmente en el arte de la guerra, que lo manifestado por el ilustre príncipe sin lisonja ni exageración en varias ocasiones.

     En tanto se le hacía esta justicia, el grande hombre ya no existía; tranquilo en los brazos de su Dios en los que se había arrojado, esperaba su misericordia e imploraba su socorro, hasta que al fin cesó de respirar y de vivir.

     Aquí debiera dar libre expansión al justo dolor por la pérdida de tan grande hombre; pero por amor a la verdad y para vergüenza de los que la desconocen, escuchad aún el bello testimonio que al morir la consagró. Advertido por su confesor que si nuestro corazón no pertenecía aún por completo a Dios, era conveniente, que dirigiéndose a él le pidiésemos un corazón agradable ante sus ojos, diciendo como David, estas tiernas palabras: «¡Oh Dios mío!, cread en mí un corazón puro(62);» el príncipe quedose al oír estas palabras como absorto en algún grande pensamiento, y después llamando al santo religioso que le había dado aquel hermoso consejo, dijo: «Jamás he dudado de los misterios de la religión, por más que se haya dicho algo en contrario.» Debéis creerlo, cristianos, que en el estado en que se hallaba sólo debía al mundo la verdad. «Pero, prosiguió, ahora dudo menos que nunca. ¡Cuánto se esclarecen esas verdades en mi espíritu, continuó con encantadora dulzura. Sí, decía, veremos a Dios tal como es, cara a cara.» Repetía en latín con placer maravilloso estas grandes palabras. Siculi est, facie ad faciem(63), y no nos cansábamos de verlo entregado a aquel dulcísimo transporte.

     ¿Qué se realizaba en aquel alma? ¿Qué nueva luz brillaba ante ella? ¿Qué súbito rayo rompía la nube y desvanecía en aquel momento con todas las ignorancias de los sentidos, las tinieblas mismas, las santas oscuridades de la fe? ¡Qué vienen a ser, pues, esos bellos títulos con que halagamos nuestro orgullo! En la proximidad de tan hermoso día, en la aurora de tan viva luz, ¡cuán prontamente desaparecen todos los fantasmas del mundo! ¡Cuán sombrío parece ante ella el resplandor de la más grande victoria! ¡Cuánto se menosprecia la gloria, y cómo detestamos la debilidad de estos ojos que tan fácilmente se dejan deslumbrar!

      Venid, pueblos, venid ahora; pero venid primero, príncipes y señores, y vosotros los que juzgáis a la tierra, y vosotros los que abrís a los hombres las puertas del cielo, y vosotros aún más que los otros, príncipes y princesas, nobles retoños de tantos reyes, lumbreras de la Francia, hoy oscurecidas y cubiertas por el dolor como por una nube; venid a ver lo poco que nos resta de una augusta cuna, de tanta grandeza y de tanta gloria. Volved en torno vuestro los ojos; ved todo cuanto han podido realizar la magnificencia y la piedad para honrar a un héroe; títulos, inscripciones, vanas señales de quien ya no es nada; figuras que parecen llorar en torno de un sepulcro, y frágiles imágenes de un dolor que el tiempo arrastrará como todo lo demás; columnas que levantan audaces hasta el cielo el magnífico testimonio de nuestra nada; nada en fin falta en todos estos honores a no ser aquel a quien están consagrados.

     Llorad, pues, sobre estos débiles despojos de la vida humana, llorad sobre esa melancólica inmortalidad que concedemos a los héroes; aproximaos, en particular ¡oh! vosotros, que con tanto ardor corréis por el camino de la gloria, almas guerreras e intrépidas; ¿quién fue más digno de dirigiros en el combate? ¿En cual otro habéis encontrado más honrosa jefatura? Llorad, pues, a ese gran capitán y decid gimiendo: «He aquí al que nos regía a través de los azares de la guerra; a su sombra se han formado tantos ilustres capitanes, que su ejemplo elevó a los primeros honores de la guerra; su sombra hubiera podido aún ganar batallas, y he ahí que en su silencio hasta su nombre nos anima y parece decirnos, que para arrebatar a la muerte algún resto de nuestros trabajos, y no llegar sin recursos a nuestra eterna morada con el rey de la tierra, es preciso servir también al rey del cielo. «Servid, pues, a ese rey inmortal y lleno de misericordia, que tendrá en cuenta un suspiro y un vaso de agua dado en su nombre, más que toda vuestra sangre derramada en los combates; y comenzad a contar vuestro tiempo de útiles servicios desde el día en que os entreguéis a la voluntad de señor tan benéfico. ¿Y vosotros no vendréis ante este triste monumento, vosotros a quienes el ilustre príncipe contaba en el número de sus amigos? Todos juntos, cualesquiera que sea el grado de confianza que os concediese, rodead su tumba, verted lágrimas, elevad plegarias, y admirando en un príncipe tan grande, amistad tan amable y relaciones tan dulces, conservad fielmente la memoria de un héroe cuya bondad igualaba al valor. ¡Así sea para vosotros siempre dulcísimo recuerdo! ¡Así podáis aprovecharos útilmente de sus virtudes! ¡Así su muerte os sirva a un tiempo de consuelo y de ejemplo!

     En cuanto a mí, si me es lícito, después de los demás, el venir a ofrecer los últimos deberes ante esa tumba, ¡oh príncipe, digno objeto de nuestras alabanzas y de nuestras tristezas!, viviréis eternamente en mi memoria: en ella se grabará vuestra imagen, no con aquellos rasgos de audacia que parecían prometer la victoria, no, no quiero ver en vos nada de lo que la muerte ha borrado aquí; tendréis inmortales rasgos en esa imagen; os veré tal cual os he visto el último día de vuestra vida bajo la mano de Dios, cuando parecía que comenzaba a mostraros el resplandor de su gloria. En esta forma os veré más victorioso que en Friburgo y en Rocroy, y arrebatado por tan bello triunfo, diré en acción de gracias estas hermosas palabras del discípulo amado: Et haec est victoria quae vincit mundum, fides nostra: «La verdadera victoria, la que postra a nuestros pies al mundo entero, es nuestra fe.»

     Gozad, príncipe, de esta victoria, gozad de ella eternamente por la virtud inmortal de ese sacrificio; aceptad estos últimos esfuerzos de una voz que os fue bien conocida; vos pondréis término a todos sus discursos. En vez de deplorar la muerte de los demás, príncipe ilustre, de hoy en adelante quiero aprender en vuestro ejemplo la manera de que la mía sea una muerte santa. ¡Dichoso yo, si, aconsejado por estos blancos cabellos acerca de la cuenta que tengo de dar de mi administración, reservo al fiel rebaño que debo nutrir con la palabra de vida, el resto de una voz que decae, y de un ardor que se extingue!

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