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ArribaAbajoPaliques


ArribaAbajoPalique del palique

Cosas pretenden de mí, bien contrarias en verdad, mi médico, mis amigos y los que me quieren mal... que también suelen llamarse mis amigos. El romance de Moratín puedo hacerlo mío, no porque la propiedad sea un robo, sino por lo pintiparado que me viene. También a mí los médicos... espirituales me dicen: «¡No trabaje usted tanto!». Es decir, no escriba usted tanto, no desparrame el ingenio (muchas gracias) en multitud de articulejos... no escriba usted esas resmas de crítica al pormenor; haga novelas, libros de crítica seria... de erudición... y sobre todo menos articulillos cortos... ¡Esos paliques!... Pobres paliques. Como quien dice: ¡pobres garbanzos!

Otros exclaman: -Eso, eso, venga de ahí...   —208→   vengan paliques, palo a los académicos; palo a los poetastros y a los novelis... tastros o trastos; en fin, palo a diestro y siniestro. Algunos de los que esto piden deben de creer que palique viene de palo.

Yo quisiera dar gusto a todos; pero, mientras cumplo o no cumplo con este ideal, procuro satisfacer los pedidos de los editores de mis cuartillas humildes. Porque aquí está la madre del cordero, como decía un químico, explicando el gasómetro en el Ateneo de Madrid, al llegar a no sé qué parte del aparato.

Si se me pregunta por qué escribo para el público, no diré como el otro, «que se pregunte por qué canta el ave y por qué ruge el león y por qué ruge la tempestad -que también ruge- etc. etc...». Mentiría como un bellaco si dijese que no puedo menos de cantar, quiero decir, de escribir, que me mueve un quid divinum. El quid está en que no sé hacer otra cosa, aunque tampoco esta la haga como fuera del caso. ¡Si yo sirviera para notario! Entonces no escribiría, a no ser en papel sellado. Me ganaría miles de duros declarando a troche y moche que ante mí habían parecido D. Fulano y D. Zutano que conmigo firmaban, y otras cosas así que no son de la escuela sevillana, ni plagios del Intermezo de Heine, aunque no sean originales, a pesar de constar en el original, o dígase   —209→   matriz. Pero, no señor; no sirvo para notario. Acabo de presenciar unas oposiciones a cierta notaría vacante en mi pueblo. ¡Qué humillación la mía! ¡Qué sé yo, ni podré saber nunca de aquella manera de doblar y coser el papel (y cobrar las puntadas) ni de pestañas y márgenes, y... y no hay que darle vueltas; no sirvo más que para paliquero, en mayor o menor escala; la diferencia estará en citar o no citar a los hermanos Goncourt, como decía una graciosa caricatura de Madrid Cómico, en ponerme serio con los serios y escribir párrafos largos y hasta algo poéticos, si cabe, o no ponerme serio ni adjetivar, pero al fin siempre seré un paliquero más o menos disimulado. Así nací para las letras, así moriré. Desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano, como dice Sancho.

Lo que no admito es que se sostenga, como se ha sostenido, que quiero formar escuela. Lo que yo quiero formar es cocina. Una cocina económica, pero honrada. Yo no soy rico por mi casa ni por la ajena; pulso la opinión, como los diputados; y por conducto de los empresarios de periódicos veo que la opinión quiere paliques y hasta los paga, aunque no tanto como debiera... pues allá van, ¿qué mal hay en ello? «Que me gasto». ¿Qué me he de gastar? Más me gastaría si me comiera los codos de hambre.

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Además, no parece sino que los paliques y sus similares tienen peste. ¿Qué culpa tienen ellos, ni yo, de que muchos lectores necesiten que las ideas con verdadera sustancia, serias per se, lleven un rótulo que diga: «ojo ¡esto es grave!». Mi amiga, doña Emilia Pardo Bazán, siempre benévola y parcial en mi provecho cuando se trata de mis humildes papeles, reconoce que la seriedad de las cosas ha de ir dentro, y que la formalidad, ella mismo lo dice, es cosa formal; pero añade que pierdo no poco para con muchos por tanto paliquear; que si no fuera por eso me tendrían por un doctor en estética, no; y que lo que es ella me tiene... etc., etcétera. Muchas gracias; pero ni lo de doctor en estética me seduce, ni yo he de escribir jamás para dar gusto a cierta clase de aficionados a quien29 detesto, no por nada, sino porque son tontos más o menos instruiditos. Esto de llamar tontos a muchos, ya sé que es cosa antigua, y que en París la última moda entre ciertos críticos de lo que se titulaba antes la goma, es hacerse vulgo, pensar como el burgués y reírse de los Flaubert, los Goncourt (ya parecieron los hermanos Goncourt) y demás románticos realistas que se reían o ríen   —211→   de los burgueses, pero yo entiendo, como los diputados dicen también, aunque no siempre con exactitud, que efectivamente, ahora y siempre, y sea moda lo que quiera, hay muchos tontos, y que lo son los que se meten a pedir cotufas en el golfo y que todos escribamos lectorem delectando, pariterque monendo, y largo y tendido y citando todo lo que sepamos y pueda hacer al caso, aunque no tengamos gracia, ni seriedad, ni intención, ni fuerza, ni trastienda... ¡Ah, la trastienda, mi simpática, doña Emilia! Hace falta mucha trastienda; una trastienda que sea un almacén de muchas más cosas de las que se ven en el escaparate. El verdadero crítico ha de ser además de un literato un hombre (macho o hembra); y cuando los demás literatos (o literatas) crean que los está estudiando como tales, debe estar analizándolos en cuanto hombres también.

Los paliques, pues, no son malos, si hay trastienda; si no la hay, lo serán... como los discursos académicos y las Summas y las Óperas omnias, que decía el otro, cuando tampoco tienen trastienda.

Así, pues, el que quiera ser franco, que me discuta a mí per me, pero no ataque los inocentes paliques, que per se no han hecho mal a nadie.

Atáqueseme de frente como un señor que no dice digo sino Diego, el cual Diego asegura que   —212→   unas veces soy un águila, otras veces otra ave, pero siempre una serpiente de cascabel.

Ya Bremón, sin nombrarme, me había sacado en muchas fábulas (algunas bonitas de veras) vestido de mosquito, o de hormiga, o de pólipo o cualquier animalejo de poco viso, pero de serpiente no me han visto salir hasta ahora.

Vaya por Crotalus, en fin, yo tendré todo el veneno y todos los cascabeles que se quiera, pero digo al señor de Diego y al mundo entero, que los paliques no tienen la culpa de nada, y que con ellos no aspiro a formar escuela ni crear un género.

El palique no tiene más definición que esta. «Es un modo de ganarse la cena que usa el autor honradamente, a falta de pingües rentas». Conque... paliquearemos, sin ofensa del arte, ni de la moral, ni de la religión, ni del culto... y clero. Y dispensen, mis médicos, mis amigos, y los que me quieren mal.



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ArribaAbajoUn candidato

Tiene la cara de pordiosero; mendiga con la mirada. Sus ojos, de color de avellana, inquietos, medrosos, siguen los movimientos de aquel de quien esperan algo, como los ojos del mono sabio a quien arrojan golosinas, y que devorando unas, espera y codicia otras. No repugna aquel rostro, aunque revela miseria moral, escaso aliño, ninguna pulcritud, porque expresa todo esto, y más, de un modo clásico, con rasgos y dibujo del más puro realismo artístico: es nuestro Zalamero, que así se llama, un pobre de Velázquez. Parece un modelo hecho a propósito por la naturaleza para representar el mendigo de oficio, curtido por el sol de los holgazanes en los pórticos de las iglesias, en las lindes de los caminos. Su miseria es campesina; no habla de hambre ni de falta de luz y   —214→   de aire, sino de mal alimento y de grandes intemperies; no está pálido, sino atezado, no enseña perfiles de huesos, sino pliegues de carne blanda, fofa. Así como sus ojos se mueven implorando limosna y acechando la presa, su boca rumia sin cesar, con un movimiento de los labios que parece disimular la ausencia de los dientes. Y con todo, sí tiene dientes; negros, pero fuertes. Los esconde como quien oculta sus armas. Es un carnívoro vergonzante. Cuando se queda solo o está entre gente de quien nada puede esperar, aquella impaciencia de sus gestos se trueca en una expresión de melancolía humilde sin dignidad, picaresca, sin dejar de ser triste; no hay en aquella expresión honradez, pero sí algo que merece perdón, no por lo bajo y villano, sino por lo doloroso. Se acuerda cualquiera, al contemplarle en tales momentos, de Gil Blas, de don Pablos, de Maese Pedro, de Patricio Rigüelta, pero como este último, todos esos personajes, con un tinte aldeano que hace de esta mezcla algo digno de la égloga picaresca, si hubiese tal género.

Zalamero ha sido diputado en una porción de legislaturas, conoce a Madrid al dedillo, por dentro y por fuera, entra en toda clase de círculos, por altos que sean, se hace la ropa con un sastre de nota; y con todo, anda por las calles como por una calleja de su aldea remota y pobre.

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Los pantalones de Zalamero tienen rodilleras la misma tarde del día que los estrena. Por un instinto del gusto, de que no se da cuenta, viste siempre de pardo, y en invierno el paño de sus trajes siempre es peludo. Los bolsillos de su americana, en los que mete las manazas muy a menudo, parecen alforjas.

No se sabe por qué, Zalamero siempre trae migajas en aquellos bolsillos hondos y sucios, y lo peor es que, distraído, las coge entre los dedos manchados de tabaco y se las lleva a la boca.

Con tales maneras y figura, se roza con los personajes más empingorotados, y todos le hacen mucho caso. «Es pájaro de cuenta», dicen todos. «Zalamero, mozo listo», repiten los ministros de más correa. Fascina solicitando. El menos observador ve en él algo simbólico; es una personificación del genio de la raza en lo que tiene de más miserable, en la holgazanería servil, pedigüeña y cazurra. «Yo soy un frailuco, dice el mismo Zalamero; un fraile a la moderna. Soy de la orden de los mendicantes parlamentarios». Siempre con el saco al hombro, va de ministerio en ministerio pidiendo pedazos de pan para cambiarlos en su aldea por influencias, por votos. Ha repartido más empleos de doce mil reales abajo, que toda una familia de esas que tienen el padre jefe de partido o de fracción de partido. Para él no hay pan duro;   —216→   está a las resultas de todo; en cualquier combinación se contenta con lo peor; lo peor, pero con sueldo. Sus empleados van a Canarias, a Filipinas; casi siempre se los pasan por agua; pero vuelven, y suelen volver con el riñón cubierto y agradecidos.

-¿Qué carrera ha seguido usted, Sr. Zalamero? -le preguntan las damas.

Y él contesta sonriendo:

-Señora, yo siempre he sido un simple hombre público.

-¡Ah! ¿Nació usted diputado?

-Diputado, no, señora; pero candidato creo que sí.

-¿Y ha pronunciado usted muchos discursos en el Congreso?

-No, señora, porque no me gusta hablar de política.

En efecto; Zalamero, que sigue con agrado e interés cualquier conversación, en cuanto se trata de política bosteza, se queda triste, con la cara de miseria melancólica que le caracteriza, y enmudece mientras mira receloso al preopinante.

No cree que ningún hombre de talento tenga lo que se llama ideas políticas, y hablarle a Zalamero de monarquía o república, democracia, derechos individuales, etc., etc., es darle pruebas de ser tonto o de tratarle con poca confianza. Las   —217→   ideas políticas, los credos, como él dice, se han inventado para los imbéciles y para que los periódicos y los diputados tengan algo que decir. No es que él haga alarde de escepticismo político. No; eso no le tendría cuenta. Pertenece a un partido como cada cual; pero una cosa es seguirle el humor al pueblo soberano, representar un papel en la comedia en que todos admiten el suyo, por no desafinar, y otra cosa es que entre personas distinguidas, de buena sociedad, se hable de las ideas en que no cree nadie.

Zalamero, en el seno de la confianza, declara que él ha llegado a ser hombre público... por pereza, por pura inercia. «Dejándome, dejándome ir, dice, me he visto hecho diputado. Nunca me gustó trabajar, siempre tuve que buscar la compañía de los vagos, de los que están en la plaza pública, en el café, azotando calles a las horas en que los hombres ocupados no parecen por ninguna parte. ¿Qué había de hacer? Me aficioné a la cosa pública: me vi metido en los negocios de los holgazanes, de los desocupados, en elecciones. Fui elector y cazador de votos, como quien es jugador. Cuando supe bastante me voté a mí propio. El progreso de mi ciencia consistió en ir buscando la influencia cada vez más arriba. He llegado a esta síntesis: todo se hace con dinero, pero arriba. Cuanto más arriba y cuanto más dinero,   —218→   mejor. El que no es rico, no por eso deja de manejar dinero; hay para esto la tercería de los grandes contratos vergonzantes. El dinero de los demás, en idas y venidas que ideaba yo, me ha servido como si fuera mío».

Mientras muchos personajes andan echando los bofes para asegurar un distrito30, y hoy salen por aquí, mañana por los cerros de Úbeda, Zalamero tiene su elección asegurada para siempre en el tranquilo huerto electoral que cultiva abonando sus tierras con todo el estiércol que encuentra por los caminos, en los basureros, donde hay abono de cualquier clase.

Aunque trata a duquesas, grandes hombres, ilustres próceres, millonarios insignes, cortesanos y diplomáticos, en el fondo Zalamero los desprecia a todos, y sólo está contento y sólo habla con sinceridad cuando va a recorrer el distrito, y en una taberna, o bajo los árboles de una pumarada, ante el paisaje que vieron sus ojos desde la niñez, apura el jarro de sidra o el vaso de vino, bosteza sin disimulo, estira los brazos, y a la luz de la luna, con la poética sugestión de los rayos de plata que incitan a las confidencias, exclama con su voz tierna y ronca de pordiosero clásico, dirigiéndose a uno de su íntimos, aldeanos, agentes, electores, sus criaturas.

-...Y después, si Dios quiere, como otros han   —219→   llegado, puedo llegar a ministro... y como no soy ambicioso, juro a Dios que con los treinta mil reales de la cesantía me contento; sí, los treinta mil... aquí, en esta tierra de mis padres, en la aldea, bajo estos árboles, con vosotros...

Y Zalamero se enternece de veras y suspira porque ha hablado con el corazón. En el fondo es como el aguador que junta ochavos y sueña con la terriña. Zalamero, el palaciego del sistema parlamentario, el pobre de la Corte de los Milagros... del salón de conferencias: el mendicante representativo, no sueña con grandezas, no quiere meter al país en un puño, imponer un credo... ¡Qué credos!

Ser ministro ocho días, quedarse con treinta mil... y a la aldea. Es todo lo Cincinnato que puede ser un Zalamero. No quiere ser gravoso a la patria. «Si me hubiesen dado una carrera... hoy sería algo. Pero un hombre como yo ¿a qué ha de aspirar sino a ser ministro cesante cuando la vejez ya no le consienta trabajar... el distrito?».



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ArribaAbajoDiálogo edificante

PERSONAJES
 

 
LA CAPILLA EVANGÉLICA.
LA CATEDRAL DE COVADONGA.
CORO DE CATEDRALES.

LA CAPILLA.-   (Cerrada.)  ¿Porqué no me abren? Por fanatismo.

LA CATEDRAL.-   (Asomando algunas columnas a flor de tierra.)  ¿Por qué no me sacan de cimientos?, ¿por qué no me construyen de una vez?, ¿por qué no me cubren, a lo menos, para librarme de la intemperie? Por avaricia, por indiferentismo.

LA CAPILLA.-  Como el pino del norte suspiraba por la palmera   —222→   del mediodía, podemos amarnos y entendernos ¡oh catedral católica!, tú desde tu vericueto de Covadonga, yo desde este desierto madrileño...

LA CATEDRAL.-  No diré yo tanto. Nada de coaliciones imposibles. Quéjate tú por tu cuenta, y yo me lamentaré por la mía. No somos hermanas. Non possumus. Somos un contraste.

LA CAPILLA.-  Como quieras. Pero de nuestra antítesis sale una armonía elocuente. A mí no me dejan abrirme y ya estoy construida. A ti te abrirían sin inconveniente, pero no te construyen. Si no fuera absurdo, se podría decir que quien sale perdiendo es Dios que tiene dos templos menos.

LA CATEDRAL.-  En otros siglos, valga la verdad, no te dejarían abrirte tampoco, y hasta se atreverían a derribarte; pero, en cambio, a mí me construirían en poco tiempo, con entusiasmo, a la voz de la fe viva y ardiente.

LA CAPILLA.-  Hoy existe bastante fanatismo para inutilizarme a mí, y poca fe para levantar tus paredes, tus   —223→   torres. De la religión se han quedado con lo peor, con la intransigencia.

LA CATEDRAL.-  Sí; no cabe negar que falta fe y hay fanatismo. Pero todavía hay fanáticos peores que los nuestros. Los fanáticos descreídos. El fanático con dogma tiene esa disculpa; el dogma; pero ¿qué le queda al impío que ni siquiera es tolerante?

LA CAPILLA.-  ¿Hay de esos en tu patria?

LA CATEDRAL.-  Muchos. Son inquisidores herejes; familiares de la apostasía, o lo que es peor que todo, sectarios intransigentes de la negación, celotas de la impiedad superficial, sicarios del ateísmo. ¡Hay español nieto de cien cristianos, que ha dado su religión por cuatro frases hechas... con cuatrocientos galicismos!

LA CAPILLA.-  Tal vez constituyen la mayoría entre unos y otros. Los fanáticos a la antigua no quieren más culto que su culto; como si su Dios fuera el sol, no el Espíritu Eterno, toleran en la sombra otros ritos, otras ceremonias religiosas, pero no a la luz   —224→   del día. ¡Adoran a Febo y temen que se profane su culto!

LA CATEDRAL.-  Los fanáticos modernos no conciben que se construya una catedral en Covadonga a expensas de toda la nación, como obra patriótica, como grandioso monumento que conmemora la primer hazaña de la reconquista, el primer milagro del valor español en su lucha de tantos siglos contra los sectarios de Mahoma. -¿Por qué una catedral? -gritan-. ¿Y la libertad de cultos? ¿Y el racionalismo? Los que no oímos misa, ¿por qué hemos de construir una catedral?

¡Porque lo quiere la historia! Porque no habéis de construir en Covadonga una mezquita, ni una pagoda, ni un frío monumento anodino, abstracto, como el del Dos de Mayo, lo cual equivaldría a olvidar la mitad, por lo menos, de lo que Covadonga representa. ¿Que no queréis hacer de Covadonga un Lourdes? Perfectamente; pero si no queréis que otros, aunque sea poco a poco, hagan eso, apresuraos a hacer otra cosa, una obra nacional, un gran recuerdo histórico; y como la historia es como es y no como el capricho de cada cual, Covadonga, quiéralo o no el racionalista negativo, tiene que representar dos grandes cosas: un gran patriotismo, el español, y una gran fe, la fe católica   —225→   de los españoles, que por su fe y su patria lucharon en Covadonga. Una catedral es el mejor monumento en estos riscos, altares de la patria.

LA CAPILLA.-  Hablas como un libro. Y esos fanáticos nuevos son tan irracionales como los viejos que me niegan el derecho a la vida porque, llamándome yo cristiana, y sin que nadie me niegue tal nombre, ostento en mi fachada una cruz y un letrero que dice: «Cristo, redentor eterno». ¿Qué hay de malo en esto?

LA CATEDRAL.-  Creerán que lo dices con segunda.

LA CAPILLA.-  El signo de la cruz ¿no es siempre santo? ¿O es que quieren parecerse esos fanáticos ortodoxos al impío Strauss, que en sus Confesiones llega a declarar que la cruz le repugna?

LA CATEDRAL.-  Con la Constitución del Estado en la mano te demuestran que no tienes derecho a la cruz de la fachada.

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LA CAPILLA.-  Así argumentaban los saduceos cuando querían probar a Roma que Jesús barrenaba la Constitución judaica...

LA CATEDRAL.-  En cambio, si los fanáticos nuevos triunfan, ya harán otra Constitución para declarar que en España tanto como yo representa cualquier zaquizamí en que a un extravagante soñador se le antoje exhibir un culto de su invención... y acaso de su industria. Unas Constituciones niegan la historia y otras niegan la filosofía... Pero al fin a ti sólo te perjudican tus contrarios, los que ven en ti el símbolo de la abominación. Pero a mí me dejan abandonada todos, los que debieran ser mis amigos por patriotas y los que debieran serlo por patriotas y por creyentes de mi Iglesia. Hace muchos años, un santo obispo, varón elocuente y virtuoso, lleno de humildad y de fe, vino de Levante, de país muy diferente de estas mis brumosas montañas, y él, hijo del sol, de la clara y diáfana atmósfera mediterránea, se enamoró de estos lugares húmedos y obscuros por el encanto singular de estas montañas, sagradas para el cristiano y para el patriota. La idea del santo obispo fue construir aquí una catedral sobre este vericueto dantesco,   —227→   y en los primeros trabajos necesarios empleó su patrimonio. La fe y el patriotismo de los demás debían ayudarle, convertir en realidad su noble idea... pero España no comprendió la grandeza del propósito. Se convirtió en cuestión de interés provincial puramente lo que debiera ser empresa nacional; porque Covadonga no es sólo de Asturias, es de España.

CAPILLA.-  Y esta aristocracia ilustre, cuyas principales damas tan ruda guerra me han declarado a mí, ¿no ha dado su dinero, no ha facilitado su influencia para levantar tus muros y hacer de tus naves un santuario digno de la gran idea religiosa y española que representas?

CATEDRAL.-  Esas damas ilustres, cuyos títulos reunidos parecen un índice de la historia de España, no se han acordado de mí... ni del origen de su grandeza. Cuanto más ilustres esos grandes apellidos y esos grandes títulos, más se acercan a mí. No hay nobleza castellana más pura, más grande que la que tenga su origen cerca de estas fuentes, de estas aguas que se despeñan por ese torrente abajo...

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CAPILLA.-  Conque todas esas señoras que han ido a suplicar a Sagasta que no se me abra...

CATEDRAL.-  Ignoran todas que un modesto sacerdote anda por Asturias de puerta en puerta mendigando una limosna para ir construyéndome poco a poco y con el menor gasto posible, sin la magnificencia arquitectónica que merezco... Debiera ser yo la obra espontánea, simultánea y unánime de todas las fortunas de España, y no soy más que una humilde prueba de la caridad y del provincialismo de unos pocos asturianos... ¿Qué más? Se acaba de celebrar el Centenario de Cristóbal Colón y su descubrimiento, y todos han pensado en Granada, nadie se acordó de Covadonga. Yo no discuto si esas ilustres señoras y esos insignes obispos que piden al Estado que no consienta tu apertura, hacen bien o hacen mal. Lo que digo es que mucho más urgente que impedir a los demás abrir sus templos, es construir los propios.

CORO DE CATEDRALES.-  ¿Qué importa una capilla protestante en esta tierra en que somos nosotras legión? ¡Somos un bosque de torres cristianas! ¡Pero muchas amenazamos   —229→   ruina! ¡Que se salve la Giralda! ¡Que resplandezca la linterna mágica de León, aquella inspiración sublime de piedra! ¡Levantad en Covadonga, no una pobre basílica amanerada y raquítica, por su miseria, sino un reflejo glorioso de nuestra grandeza! ¡La fe de León, de Burgos, de Sevilla, de Granada, se salvó en Covadonga!

LA CAPILLA EVANGÉLICA.-  ¡Oh, coro sublime! ¡Oh, sublime religión de Jesús!... ¡Tú sola pudiste inspirar estos ideales himnos de piedra!... (Bajando la voz porque a Segura llevan preso.) ¡Christus redemptor æternus!


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ArribaAbajoPreparativos del Centenario

Don Juan Valera ha escrito un artículo muy elocuente -es natural- en la revista consagrada al Centenario del descubrimiento de América. El insigne literato (¡qué gusto da decir insigne, de veras!) se queja por adelantado de lo mal que nos va a salir la fiesta, de la indiferencia con que en general miran los españoles el solemne acontecimiento que se prepara.

En efecto; todo lo que va a hacer España por el Centenario va a ser... una plancha, donde se pueda grabar la memoria de nuestra vergüenza en tan interesante momento histórico.

Pero el Sr. Valera se inclina a echarles la culpa a los cosmopolitas, a los que están hartos de oír   —232→   hablar de Otumba, y del sol aquel trasnochador que nunca se acostaba, y de San Quintín y Juan de Juanes, y el Escorial y Zurbarán, y... pero ¡rediós!, ¡si la culpa la tienen Pidal y Nocedal y los quintanólogos!... ¿No ve usted a Nocedal en el Congreso? Estamos con el agua al cuello, se trata de reorganizar el ejército para que cueste menos, y D. Ramón nos viene con los tercios de Flandes y la Santa Hermandad, y nos propone la organización mística de la Guardia civil y la restauración de Felipe II y del palacio que había junto al prado de San Fermín, con otra porción de cosas dignas de inspirar a Barbieri, no en un discurso, si no en una zarzuela.

Pues ¿y Pidal? Pidal ha hecho aborrecible la casa de Austria, y a los dos Luises; a lo menos Silvela se contentó con explotar a la venerable madre de Agreda; pero D. Alejandro se ha hecho rico y personaje cantando... en el Congreso a Pelayo, y a seis o siete Alfonsos, y a Melchor Cano, y al citado Juan de Juanes, y al Monasterio de las Huelgas y la Novísima Recopilación... Y ahora añada usted, D. Juan, que ni Pidal ni Nocedal saben historia, lo que se llama saberla; entre otras razones, porque la verdadera historia de España todavía no está escrita, como el Sr. Valera sabe mejor que yo. Diré, por respeto al señor Valera, que está continuada (pues él la continuó),   —233→   pero todavía no está empezada, ni mediada, ni nada de eso.

Esta ignorancia general, e inevitable por ahora, respecto de lo que ocurrió efectivamente en esos siglos pasados, también contribuye a enfriar a la gente, y más cuando algunos críticos de historia pragmática aprovechan la ocasión del Centenario para regatearle gloria a Cristóbal Colón y dejarle en paños menores.

El patriotismo arqueológico exige, para no ser una frialdad, una abstracción, o mucha fe candorosa, o mucha ciencia positiva. ¡La historia! ¡Bah! La historia... por de pronto no es lo mismo que los libros de historia, que es lo único que tenemos a la vista. Se lo decía Fausto a Wagner, como recordará el señor Valera


    Mein Freund, die Zeiten der Vergangenheit
Sind uns ein Buch mit sieben Siegeln... etc.



La cual, para que lo entienda Nocedal, quiere decir:

«Amigo mío, los tiempos pasados son para nosotros un libro cerrado con siete sellos... Lo que llamáis el espíritu de los tiempos no es más, en el fondo, que el espíritu de esos caballeros (los historiadores), según en él se reflejan los siglos».

Y esos caballeros todavía no se han puesto de   —234→   acuerdo respecto del objetivo del entusiasmo que se nos pide en esta ocasión.

Además, la historia de España, amén de no estar clara, va ligada casi siempre a la hipérbole, a la rodomontade, la oda hinchada.

Tantas veces hemos parado el sol para que nos vieran combatir, tantas veces hemos hecho de la Providencia una vulgarísima máquina de poema épico imitado; de tal manera nos hemos acostumbrado a ver en las glorias patrias un motivo para amordazar las ideas nuevas y darse tono unos cuantos, que casi casi hemos llegado a creer algunos que nuestros mayores no fueron mayores más que de Pidal y otros pocos que viven y medran de eso, de alabar esas grandezas, que repito que no han estudiado como se debe.

De otro modo, que la historia de España, o lo que haga sus veces, la han acaparado los mestizos y los poetas de certamen en astillero; y en cuanto uno se atreviera a dar un poco de bombo a nuestras antiguas instituciones o al arte español de otros siglos, los maliciosos se pondrían a pensar: -Este quiere un destino en la Tabacalera, o un distrito en Asturias... o un jarrón de la Infanta Isabel. -Entusiasmarse con el siglo de oro ha llegado a ser indicio de pidalismo.

Además, tomando la cosa por otro lado, a unos cuantos españoles nos ha entrado el prurito de no   —235→   querer ser como Séneca, ni como Lucano, declamadores, hinchados, resonantes. Aquí todo poeta patriota es un Deroulède; cosa fea. La crítica, la poesía, la historia, la política patrióticas, castizas, han sido en España un perpetuo boulangerismo. Hasta para ensalzar las seguidillas manchegas nos subimos a la parra nacional y sacamos el pendón de las Navas.

Pero, en fin, lo peor todavía no es nada de eso.

Si el Centenario del descubrimiento de América no se celebra en España como se debe, es por culpa de... los señores de la comisión.

Los señores de la comisión son ahora y siempre los entrometidos, las tarascas de toda función, sea cívica o religiosa. Son personajes que no pudiendo brillar con luz propia la piden prestada a todos los aniversarios dignos de recordación. Son predominantemente objetivos, y agregan su nombre a cualquier cosa que sea sonada. Si son poetas, lo son de circunstancias; si son hombres de acción, se agarran a un Centenario ardiendo para salir de la obscuridad e inmortalizarse. Ante la invasión de estos parásitos de la fama, las personas ricas por su casa, de ingenio, de méritos, se retraen.

Si el Sr. Valera es una excepción gloriosa esta vez, y valiendo lo que vale, y por pura abnegación y patriotismo verdadero se ve metido en la   —236→   que se ve, no por ello deja de ser verdad que, en general, ahora como siempre, los que manejan el cotarro, los que hacen y acontecen son los consabidos señores de la comisión.

Primero los del balduque, los de oficina, los hombres oficialmente activos e inteligentes y competentes con nómina. Después los eternos dilettantis de la notoriedad por tabla, de la fama en cabeza ajena.

Ejemplos ilustres hay en la historia.

Por mucho tiempo estuvo siendo inmortal el señor D. Modesto Fernández y González, que ahora se ha retirado a la vida privada.

También el Sr. Lastres figuró mucho llevando (y trayendo; es decir, trayendo y llevando) la representación de España en una porción de Congresos internacionales.

He olvidado el nombre de un señor que a fuerza de llamar al vino en griego se hizo una fama de vinatero cosmopolita y se bebió todo el Jerez y todo el Valdepeñas que llevamos a no recuerdo qué Exposición universal.

Reciente está el ejemplo de lo sucedido con el pobre Jovellanos.

Nadie más simpático que D. Gaspar.

Pues bien, entre Pidal y Jove y Hevia le hicieron casi aborrecible a todo asturiano bien nacido.

  —237→  

¡Jove y Hevia!

Es decir, mane, thecel, phares!

¡Jove y Hevia! ¡Última ratio centenariorum!

Jovellanos fue patriota, sabio, algo poeta, pedagogo, estadista, escritor en prosa de los mejores... mil cosas más.

Pues como si cantara... Se le erige una estatua, se le va a tributar un homenaje, etc., y llega Jove y Hevia con el sombrero de copa alta, blanco y ladeado... y ¡adiós Jovellanos!... Nocte pluit tota Sí...

No hay duda -se aguó la fiesta,

como dicen en Los mosqueteros grises.

Porque... ¿quiere saber el señor Valera en qué acabará este Centenario? En lo mismo que el otro. En un himno de Jove y Hevia.

Que es como sigue, o por lo menos así empieza:




AL ILUSTRE
PRE TABACALERISTA CRISTÓBAL COLÓN
PRECURSOR DE LA LENTA PERO CONTINUA APARICIÓN
DE LOS GÉNEROS ESTANCADOS



Himno


    Vítor, vítor, repiten los ecos
del cerúleo Océano y demás;
de los Andes los cóncavos huecos...
¡Carrasclás, carrasclás, carrasclás!
—238→

    De Colón, en Piacenza nacido
(aunque en Génova el vulgo creyó),
de ese faro en España encendido
a nosotros la fama llegó.
Y aunque digan Vidart y otros miles
(como Duro y la Pardo Bazán)
que se debe a los frailes sutiles
los laureles que aun verdes están,
rechacemos calumnias tan viles...
¡Rataplán, rataplán, rataplán!



Mientras haya Joves y Hevias... habrá poesía, pero no hay Centenarios posibles; créame D. Juan Valera.

Todo ello sin contar con que tampoco hay dinero.



  —[239]→  

ArribaAbajo¿Quién descubrió a América?

No podía menos. Doña Emilia Pardo Bazán necesitaba tener su opinión particular en eso del descubrimiento de América. Al efecto, vestida de raso blanco, lo dicen los periódicos, y ceñida la rubia cabellera por cinta de oro sembrada, o como se diga, de diamantes, se presentó en la cátedra del Ateneo, desde la cual demostró que el Nuevo Mundo lo habían descubierto, o poco menos, los frailes franciscanos.

Menos mal que no fue el P. Muiños.

Que lo hubiera descubierto en verso.

Bueno, pues para que se sepa la verdad, tampoco fueron esos frailes descalzos, o mal calzados, los descubridores de América.

Yo sé quién fue.

Tengo mi candidato.

  —240→  

Y pienso publicar un folleto en que se lea lo siguiente:

-Niño, ¿quién descubrió la América?

-Pando y Valle.

-¿Para qué?

-Para darse tono; y ser una vez más secretario.

*  *  *

No ocultaré que otros opinan que los descubridores fueron los reformistas, para dar pretexto al ministerio de Ultramar con sus nóminas y vanidades.

Y por último, otra opinión muy autorizada atribuye la invención del Nuevo Mundo al señor marqués de Comillas, que tenía el propósito de crear la Trasatlántica, y por eso...

Lo que parece demostrado es que Cristóbal Colón, el mal llamado genovés, no tuvo arte ni parte en el tal descubrimiento, y que, lejos de descubrir eso, fue hombre que le tenía mucho asco al agua, y no sólo no atravesó el Océano, sino que está probado que no se lavaba siquiera. Toda la leyenda colombina nace de que hubo quien dice que le vio dar unas vueltas en un bote por el estanque   —241→   del Retiro. Y no era él, era uno que se le parecía mucho.

En resumidas cuentas, a Colón no le queda más gloria que la del huevo.

Y aun ese no fue pasado por agua.

Fue un huevo crudo, único, quodlibético, como si dijéramos.

Y a propósito de quodlibético, palabreja que doña Emilia quiere poner en moda, aprovechando los Quodlibetos de Carvajal; admitamos lo quodlibético... pero con una condición... la de retirar lo medioeval.

*  *  *

El que va a ponerse en ridículo es Castelar, que va a publicar en inglés y en español un libro en que se entusiasma con el mérito del pobre Cristóbal... Pólvora en salvas. Las memorias de Colón, sus visiones, sus poéticos anhelos... música, música. ¡Castelar cantando el alma del gran aventurero... prosa ligera!

Cristóbal Colón, Castelar... ¡comparen ustedes eso con cualquiera de las secciones del Ateneo o con los pelos rubios y la erudición franciscana y quodlibética de doña Emilia!

*  *  *

  —242→  

En fin, quedemos en algo: en que Colón no fue más que un ganadero en grande, el fundador de los Veraguas, toros de muchas libras... bueno. Pero, en tal caso, que pase de él y de nosotros el cáliz de las odas y demás documentos jarronables, quiero decir, dignos de ser premiados con jarrones en los incruentos certámenes poéticos.

Ya que el Ateneo le ha puesto la proa a Colón y le ha llamado a desaparecer, húndase también con él la forma poética, no menos llamada.

Más diré: yo, con tal de que no repitan más el Pirene ni el Moncayo el nombre de Pando y Valle, consiento que se hunda el Nuevo Continente en las procelosas olas...

Con él se hundirá la lira de Calcaño, y eso irán ganando La Ilustración Española y Americana y la vieja Europa.



  —[243]→  

ArribaAbajoColón y Compañía

De Colón nada malo tengo que decir; pero de la Compañía, francamente, va uno estando harto.

Y no me refiero a los Pinzones ni a las calaberas, como las llamaba un orador del Ateneo. Me refiero a los eruditos de Centenario en ristre, a los parásitos de la celebridad.

Fíjense ustedes, por ejemplo, en D. Hermógenes Panchampla, sabio de real orden, profesor de todas las doctrinas herméticas de la futilidad. Parece un hombre modesto mientras no hace siglos de nada; esto es, mientras no llega el día en que puede decirse: «Hoy hace tantos siglos empezó a llover y no lo dejó en cuarenta días, de modo que aquello fue el diluvio»; o bien: «Hace hoy quinientos mil años dio a luz la reina Maricastañas un robusto príncipe, que fue más adelante el   —244→   rey que rabió»; pero, amigo, en llegando esta ocasión, la de un Centenario,


Un volcán, un Etna hecho,



un Etna de actividad y de sabiduría, nuestro erudito, excediéndose a sí mismo y a Dios padre, empieza a vomitar datos alusivos al glorioso acontecimiento de marras, y no lo deja hasta que le dan una gran cruz o una rosa de oro en un certamen público y notorio.

Y no hablo al sabor de la boca. Panchampla, hasta que vino lo de Calderón de la Barca, estaba agazapado en su destino cobrando como un bendito y sin decir: «Yo soy Merlín, aquel que las historias...» pero en cuanto se tocó a hablar del Mágico prodigioso y demás, nuestro hombre, o por lo menos, nuestro D. Hermógenes, empezó a moverse y a fatigar los tórculos de todas las prensas y a demostrar que Calderón había sido y no sido al mismo tiempo, y que aunque parecía que había nacido en tal parte, no era verdad, si bien no dejaba de serlo, porque él había encontrado (¡suerte feliz!) cinco o seis feses de bautismo en diferentes parroquias de diferentes pueblos. En cuanto a la originalidad de las obras de Calderón, no la ponía D. Hermógenes en duda, si bien podía demostrar que la Vida es sueño en un principio no se llamaba así, si no la Vida es un soplo,   —245→   y en su primitiva forma era una tonadilla, no escrita precisamente por D. Pedro Calderón, sino por un su tío, del mismo nombre.

Y por esta coincidencia onomástica se había creído lo que se ha creído, hasta que, gracias a Dios, llegaba él, D. Hermógenes, después de los años mil (porque no había estado en sus manos nacer antes), a poner las cosas en su punto, merced a un manuscrito que tenía en casa y que había heredado, por rigorosa agnación, de un tataranieto del tío de Calderón de la Barca, que había hecho oposición a una prebenda de Calahorra en compañía de un sobrino del auctor o ascendiente agnado de quien D. Hermógenes heredaba... y por eso. Total, que de resultas del Centenario de Calderón a Panchampla le dieron cinco mil quinientos reales por una Memoria de que ya nadie se acuerda, y doscientos ejemplares de la obrita, que vendió al peso muy ricamente.

Volvió a callar D. Hermógenes, sabio, modesto, fútil, hasta que vino lo de Colón y volvió a picarle la mosca erudita de los Centenarios.

¿Qué creen ustedes que fue lo primero que hizo Panchampla en cuanto vio que se acercaba el año 92? Encargar algo. Bueno, ¿pero qué? ¿Una carabela?

No, señor; un traje negro, porque el de hacer oposiciones ya le tenía destrozado con motivo del   —246→   Centenario de Calderón y las idas y venidas. Encargó un traje negro, de levita, y una camisa fina con cuello a la moda; y ¡hasta se afeitó! ¿Para qué? ¡Para retratarse! ¿Y para qué se retrató? ¡Paciencia! Ello fue que pidió al fotógrafo, una celebridad, que acercara mucho la máquina, que saliera un D. Hermógenes grande, como lo merecía la posteridad, y exigió que se le viera todo menos los pies (que los tiene muy grandes de tanto escribir notas). Recogió su retrato, reluciente, de hermosa entonación, y lo metió en el baúl, no sin antes mirarse al espejo y comparar y decirse: «No sabía yo que era tan guapo, así, bien vestido y definitivamente afeitado».

Desde entonces, D. Hermógenes no hizo más que desenterrar documentos colombinos y otros accesorios; es decir, que de lejos o de cerca tuvieran algo que ver con el descubrimiento de América.

Acto continuo procuró ponerse en buenas relaciones con una casa editorial, de esas ricas, que publican periódicos semanales con monos y notabilidades europeas, vistas de Constantinopla, o lo que salga. D. Hermógenes se encargó de ilustrar las ilustraciones; es decir, de poner comentarios muy sabios a los grabados y facsímiles alusivos al descubrimiento. Lo primero que salió a luz fue una carta autógrafa de Colón, casi ilegible, con   —247→   muy mala ortografía y peor intención, porque su objeto era pedir dinero prestado a un amigo. En el comentario de este autógrafo, D. Hermógenes decía: «No es de extrañar este rasgo de Cristóbal (le llamaba de tú), porque ya dice el refrán: 'genio y figura...' y sabido es que, dicho sea sin ánimo de ofender al ilustre navegante, Colón descubrió probablemente, el Nuevo Mundo; pero lo descubrió... de gorra». Después D. Hermógenes entregó al buril, como él dice, tres facsímiles de varias papeletas de empeño, cuya prenda eran una porción de negritos de que Colón tuvo que deshacerse para paga una letra a la vista. En el número siguiente, Planchampla publicó la vera efigies de los gregüescos que usaba un cierto Pinzón de Ginzo de Limia, que se creyó mucho tiempo que era pariente por parte de padre de los otros Pinzones, y que resultó luego que no lo era, ni era de Ginzo, ni Pinzón, sino Pinzales, y eso tuerto.

Después vinieron retratos hipotéticos de las joyas que Doña Isabel regaló a Colón para que descubriera lo que fuere servido... Y, por último, y ya impaciente, en un número extraordinario, don Hermógenes, en la primera plana de su ilustración, llenándola toda... ¡se dio a luz a sí mismo!

Es decir, publicó su retrato, el del baúl, poniendo debajo:

«Ilmo. Sr. D. Hermógenes Panchampla, opositor   —248→   a cátedras, jefe casi superior de Administración, premiado con rosa de oro en el Centenario de Calderón, y candidato a la primera plaza de Académico de la Historia que vaque». Y se publicaba como documento colombino.

¡Había que verle, en aquella blancura del papel satinado; limpio, sonriente, con cara de genio comprendido a medias, mirando vagamente a la inmensidad, como quien contempla los arcanos del pasado y del porvenir!...

En la segunda hoja, y en tamaño así como la mitad del retrato de Panchampla, salía un busto borroso con esta leyenda: «Cristóbal Colón, almirante, presunto descubridor de las Indias occidentales, que él tomó por las otras».

La moraleja de esto que no es cuento propio, sino historia ajena, consiste en lo siguiente:

-¡Padre nuestro que estás en los cielos!, si has de consentir que a la sombra de los grandes hombres medren y se den tono tantos majaderos... no críes en adelante más que honradas medianías, sin Centenario posible.

Para ver lo que estamos viendo por culpa del Centenario de Colón, más vale decir:

«¿Colón dio un mundo a España?

»Bueno; pues devolvérselo».



  —[249]→  

ArribaAbajoLa muiñeira


ArribaAbajoRapsodia I

Canta, diosa, del agustinoide Muiños la cólera desastrosa, que abrumó con males infinitos a toda la Orden y precipitó en el Tártaro de lo ridículo sublime la vanidad de varios frailes confabulados para hacerse inmortales a costa de los méritos de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Quién le arrojó en esta desesperación? No fue ningún dios, sino casi casi un pobre diablo, el humilde Clarín, que no se hace jamás de miel, para evitar que le coman las moscas de la baja crítica. No se queja el P. Muiños de que le hayan arrebatado a ninguna Kriseya, como no llamemos así a la pícara vanagloria31 con quien vivía en punible y dañado ayuntamiento; quéjase porque el que suscribe (y perdónese   —250→   la frase, poco digna de la epopeya), en vez de procurar, como otros, ganar amigos, hasta en la soledad del claustro (adonde llegan Insolación y el Madrid Cómico), en cuanto vio que el agustino de Soria era un poetastro cursi y un crítico detestable, de los que sacan el Cristo en estética y le arriman, como si fuera ascua, a su sardina, le dio su merecido con el soberano desdén, y la burla anexa, que siempre dedica a escritores de tal estofa, sean clérigos o seglares, militares o paisanos, padres descalzos o de caballería (con botas) o capuchinos de bronce.

Lo que quiere hacer el P. Muiños es una especie nueva de simonía por la que no se puede pasar. En el mundo ha habido muchas clases de religión; las ha habido absurdas, en la forma a lo menos, terribles, inhumanas, pero jamás ha existido una religión... cursi. Una religión cursi no podría vivir ni un día. Los ídolos de fuego abrasando a los niños inocentes son horrorosos, pero no son cursis. Aquellos dioses, hasta ridículos en la forma, que vio Loti en Kioto, y de que se reían los mismos japoneses, eran ridículos... pero no cursis.

Lo cursi en la religión nacería si se dejara arraigar el nuevo jesuitismo de bajo vuelo y contrahecho que, imitando antiguas sutilezas y habilidades que no comprende, quiere conquistar las almas por el similia similibus, descendiendo, y   —251→   ahí está lo malo, a atemperarse a los usos y las ideas y sentimientos de la necedad, como si en la necedad la fe de Cristo pudiera recoger algún fruto.

Muy arriba tendríamos que subir si quisiéramos llegar a la más alta fuente donde empieza a notarse ese saborcillo cursi; pero no es esta ocasión, siendo tan insignificante el sujeto, de explicar cómo y por qué no es una fortuna para la vida religiosa moderna que tengamos, verbigracia, un Papa digno de ser académico de la de ciencias morales y políticas, y también de la de la Cruca. Más abajo, mucho más abajo, pululan los clérigos modernizados... como el vulgo moderno, y unos son obispos, como pudieran ser directores de la Tabacalera, y otros son redactores de La ciudad de Dios. Pues... aquí que no peco. Un escritorzuelo cualquiera, lego, en el que no hay que respetar corona de ningún género, ni nada que imprima carácter; que no tiene la representación mística de una fe secular veinte veces, si es un majadero con su pan se lo coma... y al abismarse en su necedad, se hunde él solo. Pero todo sacerdote de Jesús, por serlo, está en una altura; de él al Ungido va una cadena sagrada; y es horroroso, desespera por lo absurdo, que un similar del Presbyteros Joannes... sea un cantor de la llegada del tren a Soria, un vate que puede un día   —252→   subir a obispo -y a eso tirará- y que a pesar de la imposición de manos será un Cabestany, un Cortón más, un literato cursi.

Para el P. Muiños, que tiene por pedestal la obra de San Juan, San Pedro y San Pablo, la santa Iglesia, ni más ni menos que para tantos literatuelos desairados o desagradecidos, que no tienen más pedestal que las suelas de sus zapatos, tal vez rotos, Clarín fue una persona importante mientras se esperaba algo de él, y después del desengaño... un criticastro, un quidam.

La Iglesia católica ahora, como en todo tiempo, quiere amoldarse en lo posible al género de vida actual para conseguir mayor eficacia en la propaganda y en el ejemplo; está bien. Pero así como en la Edad Media el sacerdote no descendió hasta el punto de hacerse bufón para influir en los palacios, así ahora al influir en el siglo, al influir en la democracia no debe descender hasta copiar la vida frívola, disipada, insignificante, tediosa, cursi del vulgo letrado, de los chupatintas de los periódicos. La Iglesia puede y debe tener escritores, porque los necesita; pero si en materias que directamente le importan, como teología, moral y otras análogas, cabe que al lado de los hombres eminentes admita el auxilio de las medianías, cuando se trata de asuntos del todo profanos sólo debe admitir que en ellos la representen, en cierto modo, espíritus   —253→   distinguidos, almas escogidas, de la aristocracia intelectual, porque estas honran a la comunidad de los fieles y sirven a la causa, al mismo tiempo que son útiles al progreso general y extra-religioso. Mas el clero vulgar (obispos, presbíteros o diáconos), que en su misión religiosa tiene toda la grandeza de su sacerdocio, pero que en la profana no es más que vulgo añadido a vulgo, ¿para qué quiere la Iglesia que se le meta a periodista, o crítico de libritos nuevos, crítico de esos que dicen que esto les gusta y lo otro no y se quedan tan frescos? ¿Para qué quiere la Iglesia poetastros que nos llaman impíos si nos burlamos de sus ripios dedicados a las cosas santas? ¿Se retira un cristiano del mundanal ruido para eso, para leer y analizar los platos del día de Cavia, los paliques de Clarín y las crónicas de Ortega Munilla? ¿Representan el ascetismo frailes inocentones (enmedio de sus malas pasioncillas) que recuerdan a esos críticos de pueblo y a muchos aficionados de América, tan enterados de menudencias literarias que comentan prolijamente con un entusiasmo digno de mejor causa y de mejor estilo?

¿Por qué un fraile ha de ponerse en el trance de que yo tenga que decirle cuatro frescas y verse él apurado por la ira, lleno de hiel, olvidado de toda caridad, entregado a la vanagloria hasta el punto de alabarse a sí mismo?

  —254→  

No; este jesuitismo moderno no es como el antiguo; se mete demasiado en la vida secular, imita en ella lo insignificante, lo irremediablemente perecedero y profano, lo absolutamente seco de todo jugo religioso. «Si yo dije, si dijo doña Emilia, si Balart vale, si yo no valgo...» todo eso es miseria pura, pequeñez literaria de que ningún provecho puede sacar un fraile para la viña del Señor.

El P. Muiños quiere hacer solidario al cristianismo de sus versos y de su prosa. Por aquello de que la Iglesia es el sol y el Imperio la luna, quiere demostrarnos que sus poesías a los trenes de Soria son bellísimas. ¡Absurdo! «Que la suprema belleza no puede menos de encontrarse en el Bien»; sea; pero, así y todo, ¿no puede ser el P. Muiños un majadero?

Y lo es, como se demostrará en la Rapsodia II.




ArribaAbajoRapsodia II

«Yo no sé qué pensar, y perdonadme un rasgo subjetivo; yo soy un hombre condenado siempre, fuera de la inocencia a ser un niño. ¿Os reís? Pues oídme en confianza y os lo diré al oído. Cada vez que paseo por la Dehesa ¡me entra una tentación de coger grillos!».

¿Creen ustedes que es grilla? Pues así canta el P. Muiños, el grandísimo subjetivo y grandísimo...   —255→   Y él cree que eso es poesía, ¡vaya si lo cree! Y poesía bellísima, ¡como que lo dice él mismo! Es claro, se le murió su abuela (véase la nota de la página 379 de La Ciudad de Dios, en la composición titulada ¡Ya llegó el tren!), y el Sr. Muiños ¡qué ha de hacer!, alabarse a sí propio.

Y si no, oigan ustedes este rasgo subjetivo. Dice el P. (de P. y P. y W.), para darme envidia y darse tono: «Precisamente poco antes que su primer palique, reducido a barajar... los versos latinos del papa... y mi modesta composición titulada Ya llegó el tren, recibía yo, como compensación más que suficiente, una traducción de la misma poesía en bellísimos versos franceses». ¿Eh, qué tal? Si la traducción es bellísima, de bellísimos versos, o no es traducción, o dirá lo que el original y si es fiel, la belleza no puede emanar de la traducción, sino del original. El que alaba, no por correcta, exacta, fiel, etc., etc., la traducción de una poesía, sino por bellísima, alaba la poesía misma. ¡Hay, padre, padre! ¡Y es esa la humildad del Crucificado32! (¡Y bien crucificado!) Quisiera yo ver los bellísimos versos en que se dice en francés eso de coger grillos!

Quisiera ver también en cualquier lengua viva o muerta, o mechada, la traducción del párrafo siguiente, como dice un crítico, al copiar una estrofa:

  —256→  

Engendro de poeta y de filósofo



(Advierto que esto no es lo del otro día; hace algunas semanas copiaba yo algunos versos de Ya viene el tren, en que Muiños se llamaba filósofo y poeta... Pues bien, estos son otros versos, de la misma poesía, pero otros.)


Engendro de poeta y de filósofo,
Mezcla de hombre y de niño,



(Fuera de la inocencia... y de la corona.)


Todo problema por igual me asusta,
Los de la álgebra igual que el socialismo.



Nota del P. Muiños: «Los catedráticos de la sección de Ciencias del Instituto, allí presentes al leerse esta composición, rieron mucho esta estrofa (lo creo, yo también me hubiera reído, aun sin pertenecer a la sección de Ciencias) por las abundantes pruebas que poseen de mi miedo cerval a los problemas algebraicos».

Ya lo oyen ustedes; al P. Muiños, que le den filosofía y poesía, pero las matemáticas no le entran... Lo que debe hacer el buen agustiniano, como dicen ellos, es echar una mano para ayudar a la Reforma literaria de D. Lorenzo d'Ayot. Muiños, en su género, resulta un D. Lorenzo por todo lo eclesiástico, a quien por poco tomo yo en   —257→   serio. Ahora ya sé a qué atenerme; después de la lectura íntegra del tren mixto no cabe tratar al fraile sino como a respetable caso de psiquiatría; es un enfermo de literatura. Conocido, conocido. Casi casi viene a confesarlo él mismo.


No siempre el corazón y la cabeza
están en equilibrio...



¿Siente usted mareos a veces, verdad? ¿Se le figura que tiene la cabeza como un bombo?... ¿O como una olla de grillos... de la Dehesa? ¿No es así? ¡Oh, ciencia! ¡Oh, Lombroso!


Quiero poetizar, y a veces pienso



(Piensa a veces, no siempre.)


Y otras quiero pensar, y poetizo.



(¡Pobre! Empieza por creer que el que poetiza no piensa, y que no cabe pensar y poetizar.)


Allí se cree, y se trabaja y se ama.



(No le midan ustedes los versos, mídanle el cráneo.)


Se baila los domingos
Y la cuestión social tienen resuelta
Con un poco de pan y de cariño.



¡No hable usted de socialismo, hombre! No ¿recuerda que le asusta, como si fuera álgebra?

  —258→  

¿Pero quién dirige La ciudad de Dios (¡qué profanación de nombre!) que permite que se inserten estas cosas? ¡Qué dirán los protestantes y hasta los espiritistas! Otro escritor de la orden (que es un desorden) habla de «las esferas peliagudas». ¡Esferas agudas, aunque tengan peli, no las hay, P. Miguélez!

Pero volvamos a Muiños.

Este bendito señor (que puede que sea un excelente cura y un corazón de oro, en sacándole de sus literaturas) me llama ahora a mí atrabiliario criticastro; me desprecia, me pone como una rodilla de fregar... soy para él menos que nada... Eso, ahora. Pero antes, cuando yo no le había sacado a relucir el tren, me tenía nada menos que por jefe de una escuela en España.

Decía así:

«Ya en una serie de artículos que publiqué el año pasado en esta misma Revista, con el título de Realismo galdosiano, hice notar esta injusticia (la de creer a Galdós gran novelista. Según el P. Muiños, la Pardo Bazán es mejor novelista que Galdós) de la escuela capitaneada en España por Clarín».

De modo que, según el padre, antes del descarrilamiento, yo era el capitán de realistas, el jefe de los que proclaman a Galdós nuestro superior   —259→   novelista. ¡Ahí es nada! Y ahora criticastro atrabiliario.

Pero hay más; el P. Muiños confiesa que él hasta hace poco se había pasado la vida leyendo literatura antigua, y que en estos últimos tiempos, para enterarse de lo moderno, «para responder a las contingencias de la discusión», procuró poseer «datos más frescos y copiosos», y saboreó las producciones más recientes y más lozanas del arte naturalista; y aunque maldice de tal arte, el padre Muiños declara que leyó, al fin indicado... los Rougon Macquart de Zola... y Su Único hijo.

Pues señor, si yo soy un cualisquiera, ¿por qué va usted a leer libros míos para enterarse de lo que produce una escuela que usted quiere estudiar para combatirla?

Si yo quiero juzgar la literatura católica del siglo XIX, ¿cree usted que me voy a acordar del tren de Soria?

Lo que hay aquí, P. Muiños, es que usted es de los que gustan de ganar amigos para su vanidad, y juzgando por la propia la ajena, y juzgando también por datos que ofrece la tolerante época moderna, se echó esta cuenta: «A nadie le duele que hablen mal de su escuela, de sus principios; lo que duele es el ataque al propio mérito. Si a doña Emilia Pardo le digo que anda por mal camino, que fuera del redil no hay más que perdición, etc., etc., no se   —260→   enfadará, aunque lo finja; y como estos son panes prestados, siempre y cuando que yo la adule personalmente y le diga que vale más que Galdós, se dará por muy satisfecha y hablará de mí, y fingiremos que reñimos; y todo lo pagarán las pobres ideas; mientras que, incienso va, incienso viene, nosotros nos esponjamos, y al realismo y al tomismo y a Zola y a Jungmann que los parta un rayo».

Más creyó el P. Muiños: creyó que con Clarín iban a servir estas tretas... Y pensó: «Para ganárnosle, pongámosle entre los importantes... hablemos de su perniciosa influencia, de su deletérea escuela; digamos que en sus novelas, como en las de Zola, el asqueroso naturalismo, etc., etc., hace estragos. Y el chico se quedará tan ancho, y le importará un bledo que hablen mal de su escuela si a él se le reconoce categoría».

Pero el P. Muiños no contó con la huéspeda. La huéspeda es que a perro viejo no hay tus tus, y que yo no soy una doña Emilia ni quiero para nada el incienso, aunque venga disfrazado, de escritores dejados de la mano de Dios en materia de gusto. ¿Qué puede importarme a mí que el hombre del tren de Soria me llame capitán o ranchero?

Lo que yo deseo, y por eso le he sacado a usted a relucir, por no decir otra cosa, es que en una   —261→   Orden religiosa cristiana, heredera de tantas glorias, no pasen como representantes de la inteligencia y el gusto hombres como usted, a quien, sea lo que quiera de la sustantividad del arte, le falta un tornillo y una porción de tuercas.

Yo soy más cristiano que usted, P. Muiños. Créalo. Yo deseo que ningún sacerdote de Jesús se ponga en ridículo; yo deseo que no haya matoides de pluma que para proclamarse críticos por excelencia, resuciten las teorías de Inocencio III y de Gregorio VII aplicándolas al arte.

Porque el P. Muiños se explica así: «...Dada mi creencia en el hecho, y partiendo de él como principio (partir de un hecho como principio es no saber lo que es principio o ignorar lo que es hecho), deduzco la falsedad de los que yo considero como arte y crítica anticristianos». A partir de una creencia, el P. Muiños deduce la falsedad... y proclama que «la verdadera crítica es la cristiana»; es decir, la que él entiende por tal, la que según su creencia es la cristiana. Vamos, la suya, la del que inventó las esferas peliagudas y la de otros dos o tres frailucos.

¡Ay, P. Muiños! ¡Si usted supiera qué de cosas hay en el arte, y en el cristianismo y en todo el mundo, que usted no sospecha tan siquiera que existen!

Ya que usted anda buscándome defectos y pecados,   —262→   ¿quiere que le diga cuál es mi mayor delito en todo este barullo?

Pues cualquier persona sensata (tal vez el mismo P. Blanco García, que no tiene gusto, pero es prudente, estudioso, juicioso) se lo pueda decir:

Mi delito consiste en haberme metido con usted, en haberle disgustado, en no haberle dejado en la tranquila beatitud en que usted confunde las ventajas traídas a la civilización por Jesucristo con los méritos poéticos y críticos con que adornó la naturaleza a vuestra paternidad, a quien deseo larga vida. Amén.

Por último: El P. Muiños, que piensa que por ser cristiano, o parecerlo, ya es el crítico perfecto, ignora muchas cosas. Ignora, por ejemplo, que eso de que «lo bello es el resplandor de lo verdadero» es un falso testimonio que le levantan a Platón. Platón no ha dicho tal cosa en ninguna parte.





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