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ArribaAbajoSátura


ArribaAbajoIntroducción

Llamo sátura a estos articulejos por no llamarlos ensalada, nombre de cocina que me repugna; porque yo, pese al ingenio que se derrocha poetizando salsas y legumbres cocidas, no puedo resistir que se me hable de comida cuando no tengo apetito; transijo a lo sumo con el menú ordinario de las bucólicas de Teócrito y otros poetas de églogas e idilios; pero de ningún modo con las literaturas pringadas de D. Ángel Muro; el cual, sin duda, se hará inmortal con sus guisotes, tan sazonados como llenos de solecismos, pero no llegará jamás a ser ni un Lhardy ni un Homero.

Digo sátura y no sátira, porque siempre será esto mezcla de varios ingredientes, y tal es el sentido   —126→   directo de la palabra en su acepción primitiva, y no siempre será satírico lo que tenga que decir. Aún añadiré que seré satírico las menos veces que yo pueda; porque hemos llegado al reinado de la buena burguesía literaria, la cual, desde los tiempos más remotos, pasando por los de Jorge Dandin y M. y Mad. Jourdain, y llegando a los de Bouvard y Pecuchet y de doña Emilia Pardo Bazán, esa Bubarda y Pecucheta18 (como diría ella castizamente), española, jamás gustó del género satírico, y siempre prefirió el ingenio inflexible, que nunca se humilla al chiste y a la gracia, a la burla discreta, porque se lo impiden sus principios y la natural impotencia.

Yo podría citar a ilustres representantes de nuestra mesocracia reinante, y aun de nuestra democracia incipiente, los cuales ni saben lo que es hacer reír, artísticamente, ni saben por qué nos reímos a veces de ellos, ni creen que se vaya a ningún fin práctico por medio de las cuchufletas. Mi propósito es seguirles el humor a estos señores, y para ganar su voluntad preferiré al género satírico, que para medrar no sirve, las tretas ordinarias con que muchos escritores consiguen fama   —127→   de polígrafos, y polígrafos serios, incapaces de decir chistes ni nada realmente cómico, lo cual es miel sobre hojuelas.

*  *  *

Volviendo ahora a lo de sátura diré que no es mala ensalada la que ha hecho doña Emilia Pardo (Bouvard) Bazán (Pecuchet) con la novela realista, la novela espiritualista, el Escándalo de Alarcón y el porvenir próximo del género novelesco.

Es una lástima que doña Emilia, ya que no quiera o no pueda consagrar a estas materias el estudio y la reflexión necesarios, insista en tratarlas tomando como sustitutos del buen gusto, de la perspicacia y del juicio profundo, la ligereza, el barullo y la mala intención.

Con motivo, o mejor con el pretexto, o a pretexto (como ella dice donde no debe decirlo) de examinar La Fe, la última novela de A. Palacio, hinca el venenoso aguijón, como dicen los clásicos (que también dicen eso del diablo lo añasca, como doña Emilia, pero no decían pretencioso, porque eso lo añasca doña Emilia, no los clásicos), hinca el aguijón en el novelista inocente, que no le ha hecho a doña Emilia más agravio que el de ser más leído y comentado que ella por   —128→   público y críticos extranjeros, y el de perdonarle a la dama todos los alfilerazos pretéritos, presentes y futuros, sin pararse a pensar en ellos.

Para pinchar a Palacio, se le antoja a la crítica gallega añascar lo siguiente: no hay originalidad en la Fe; si a Armando P. Valdés se le ha ocurrido tratar de asuntos religiosos en sentido idealista, es porque no hace más que imitar a Pérez Galdós. «Así como la Espuma era hija, hasta en sus errores (estilo Bouvard), de la Montálvez, puede decirse que la Fe procede directamente de Ángel Guerra». Pues no puede decirse tal cosa, señora mía, doña Pecucheta, porque a mí me consta que, cuando escribió la Fe, su autor no había leído Ángel Guerra, ni aun muchos meses después; y no es cosa segura que lo haya leído todavía. ¿Por qué se echó a adivinar doña Emilia? Para poder decir enseguida así: «Esta influencia de los maestros en los discípulos, de los mayores en los menores, tiene tanto de natural como los parecidos en las familias». Entendido, y autos. Pero, sin ver que no hay congruencia con lo anterior, la escritora añade inmediatamente: «El pensamiento individual se moldea19 y adapta a   —129→   (se moldea a) (?) las sutiles, pero irrecusables (?) imposiciones del pensamiento general (estilo Pecuchet)». Ni doña Emilia quiso decir irrecusables precisamente, ni eso guarda relación lógica con lo que precede; porque si el pensamiento individual de Palacio, sigue al pensamiento general, ya no sigue a Galdós; y si sigue a Galdós, no había para qué hablar, por vía de confirmación, de la influencia sutil del pensamiento general. A menos que, por mortificar más a Palacio, la Pardo quiera que este se contente con ser lo individual, y que Galdós sea lo general.

Doña Emilia no ve lo ridículo fácilmente; pero aquí lo ridículo es tanto de tal bulto, que debe de verlo. ¿No le hace reír a ella misma una afirmación tan rotunda? «La Fe procede de Ángel Guerra», constando como consta, porque yo lo aseguro bajo palabra de honor, y basta, que el que escribió La Fe no había leído Ángel Guerra al escribirla. Lo que no diré es que la consecuencia que doña Emilia saca de esa afirmación se viene al suelo; porque la consecuencia, por falta de lógica, no tiene nada que ver con la afirmación.

Ello sea como quiera, doña Emilia asegura que asistimos en España a una reacción en favor de la novela realista-espiritualista; que esta reacción se ha iniciado en Francia al influjo de la novela rusa (y por otras influencias, señora, que estudian   —130→   los autores que de esa reacción tratan), y que venimos a parar en que la novela hispana ha vuelto a situarse (estilo Bouvard) en el terreno que le señalara Alarcón en El escándalo y El niño de la bola.

¡Así habla la autora de la Cuestión Palpitante, de ese libro que para el vulgo sirvió en España de Código del naturalismo, en lato sentido; de ese libro que anda por ahí con un prólogo mío, del cual ya me arrepiento! -Por cierto que doña Emilia apenas tenía derecho, en la nueva edición de su obra, para reproducir mi prólogo, habiéndose ella colocado tan fuera del derecho de gentes en sus relaciones literarias conmigo-. Quiere decirse que toda la evolución literaria contemporánea ha servido para volver al ideal señalado, al terreno señalado, por El escándalo. Comprendo que gusten y hasta que gusten mucho, El escándalo y El niño de la bola; pero ver en ellos modelos para el presente, ideales y normas de una transformación progresiva, aunque reconstructiva del arte, es... una ligereza, un verdadero contrasentido.

Pero, en fin; ya no se trata de lo que sea verdad sino de lo que a doña Emilia se lo parece. Quedamos en que El escándalo y El niño de la bola, son tan grandes obras, que vuelven a ser normas del arte después de larga evolución; la verdad, la   —131→   de hoy, por lo menos, estaba en esas obras... Pues ahora viene lo más gracioso. Al decir tales cosas doña Emilia, olvida que pocas páginas más atrás había escrito lo siguiente, al ofrecernos el resumen de los méritos de Alarcón: «Entiendo (como Bouvard) que algunos de sus Cuentos y de sus Viajes, no tienen par, en nuestras letras. (No quiere decir par, como es natural que no quiera decirlo, tratándose de algunos de sus escritos). Creo que de sus novelas -sin que lleguen a tanta altura- no puede prescindir la historia del renacimiento glorioso de este género en la segunda mitad de nuestro siglo. Añade que Alarcón vivirá más por la forma que por el fondo».

De modo que las novelas de Alarcón son obras secundarias, no llegan a la altura de los Viajes y de los Cuentos, y sin embargo, las coloca en calidad de modelos de momentos posteriores en la evolución literaria, mérito insigne que les daría, de existir, el carácter de fresca eternidad que tienen los modelos constantes, como la Iliada, la Comedia, etc., etc. ¿Y qué es lo mejor en Alarcón? «La forma».

¿Pero es a la forma de Alarcón a la que volvemos? No; porque en eso reconoce la Pardo que se ha cambiado y adelantado; volvemos al realismo espiritualista, y eso no es cuestión de forma sino de fondo. De modo, que el renacimiento glorioso   —132→   de la novela española toma, después de los años mil, como punto de parada donde situarse, novelas que son cosas secundarias en su autor y que más se distinguen por la forma que por el fondo. Bien se ve que doña Emilia se contradice, y que el diablo lo añasca. En cuanto a que El escándalo sea obra realista-espiritualista, diré que no es una contradicción; sino un absurdo.

*  *  *

Pero todas esas son tortas y pan pintado en comparación de esto otro.

Para demostrar que Armando Palacio no sabe entender a los filósofos, dice la crítica que a Schopenhauer le ha entendido «como la turbamulta de lectores, creyendo que conduce a la desesperación, siendo así que, como dice Wagner (el músico) (?) es clarísimo, y conduce a un término de esperanza completamente acorde con las más sublimes afirmaciones religiosas».

Vamos por partes; porque aquí hay, no sólo gazapos, sino herejías.

Ante todo, doña Emilia; ¿ha leído a Schopenhauer, o ha leído lo que Wagner dice de Schopenhauer? Yo he leído a Schopenhauer, y declaro   —133→   que no es tan claro como dice Wagner o como dice doña Emilia. Y me fundo, entre otras razones, en que el mismo Schopenhauer confiesa que su obra (El mundo como voluntad y como representación) necesita «para que su pensamiento pueda ser bien comprendido, que se lea el libro dos veces»; y añade: «la primera vez será necesario armarse de paciencia, por lo cual pido al lector que me crea, bajo mi palabra, si le afirmo que el principio del libro supone el conocimiento del final, casi tanto como el final supone el conocimiento del principio». Después, Schopenhauer20 nos previene «contra la aparente claridad del texto». «Se cree haber entendido, y no hay tal cosa». Me parece a mí, señora Pardo, que un libro que hay que leerlo dos veces para entenderlo; que parece claro y no lo es, no representa el sistema clarísimo de que se nos habla. Pero hay más: Schopenhauer exige para que le entiendan... «lo mejor posible» toda esta preparación, que no sé si habrá tenido la paciencia de procurarse doña Emilia, ni aun el mismo Wagner: 1.º Hay que leer previamente la introducción a la obra; pero esta introducción no está en la obra misma; es un volumen aparte, y se titula «De la cuádruple raíz del principio de la razón deficiente». 2.º Hay que conocer, entender, antes de empezar a estudiar El mundo como voluntad, etc., las principales obras de Kant.

  —134→  

Las cuales, muchas o pocas, no me dirá doña Emilia que son clarísimas, pues aun hoy se disputa sobre el modo de interpretarlas. Si doña Emilia me asegura que la Crítica de la razón pura, que ella leyó de joven (supongo que habrá vuelto a leerla), es como el agua clara... le diré que no ha entendido la Crítica de la razón pura, algunos de cuyos traductores no la han entendido tampoco por completo. De suerte, que vayan ustedes atando cabos, y díganme si es clarísimo el sistema de Schopenhauer.

Pero la misma doña Emilia nos da un argumento: Si tan claro es el sistema, ¿por qué no lo entiende la turbamulta de lectores que, según ella, lo entiende precisamente al revés? Y téngase en cuenta que la turbamulta que puede leer a Schopenhauer, no es una turbamulta como la que puede leer La Correspondencia; el mismo Schopenhauer lo dice: «Mi lector es también un filósofo».

Esto, por lo que toca a la claridad. Ahora viene lo más fuerte. Según doña Emilia, la filosofía de Schopenhauer no es pesimista; llega a un término de esperanza.21 ¿A un término de esperanza   —135→   la filosofía que pone el ideal en el nolite vivere, en el aniquilamiento de toda voluntad? Doña Emilia, me obliga a recordar vulgaridades, porque niega su verdad evidente. ¿No declara Schopenhauer que la cosa en sí (es decir, Dios nada menos para los cristianos), no tiene el contenido que le suponemos, que el noumeno, en lo que no es representación nuestra, no tiene más realidad que la que nosotros queremos que tenga, y que siendo esta apariencia de realidad mala, pésima, el ideal está en aniquilar la voluntad, en no querer; por lo cual la belleza nos seduce, puesto que su contemplación es desinteresada?

¡Y de un sistema así, dice doña Emilia que al término da la esperanza! ¡Y es una esperanza completamente acorde con las más sublimes afirmaciones religiosas! Ahí está la herejía, que lo diga el mismísimo P. Muiños. El sistema de Schopenhauer es clarísimamente ateo (para quien entienda que Dios puede decir Ego sum qui sum), y doña Emilia encuentra las esperanzas de ese sistema en perfecto acuerdo con las verdades religiosas; es decir, con el catolicismo; pues ella es católica y para ella las verdades religiosas son las católicas. ¿Para quién escribe la señora Pardo Bazán?

¡A dónde llega doña Emilia por trabajar de prisa, sin pensar lo que dice, y pensando sólo en   —136→   mortificar a un escritor, diciéndole que no ha entendido a un filósofo clarísimo!

Yo sí que aconsejo, con la mayor buena fe, a doña Emilia, que se deje de filosofías. Su horror a la psicología (de que ahora parece arrepentirse, porque teme a la moda) le sienta mejor que sus veleidades filosóficas, y está más en armonía con la gran ignorancia de estas cosas que supone el colocar, como ella hizo, a Maine de Biran entre los psicólogos nuevecitos, como si fuera un Bergson, un William James, un Paulham.

Semejante anacronismo demuestra que doña Emilia no conoce ni la filosofía del tiempo de Maine de Biran ni la de ahora. Si conociese la de ahora, sabría que existe una cosa que se llama «la inhibición psicológica», y recordando lo que es, no hubiese creído que inhibirse de entender en un asunto es... meterse a juzgarlo. Para doña Emilia, inhibirse viene a ser como meterse en camisa de once varas... o en filosofías prietas.

*  *  *

Por último, doña Emilia, que estaba de mal humor estos días, echa sobre los españoles en general el sambenito de ser enemigos de los viajes.   —137→   Enemigos de viajar y de escribir acerca de sus viajes.

No piensan lo mismo insignes sociólogos y naturalistas extranjeros, entre ellos Darwin y Spencer, que tanto han leído de viajeros españoles, y que citan a menudo a Oviedo (Historia general y natural de las Indias), Garcilaso de la Vega, Clavijero, Molina, Simón, Herrera, Cieza de León, Arriaga, Jiménez, Piedrahita, Díaz del Castillo, Palacio, Sahagún, Torquemada, Zurita, Acosta, el famoso Costa, tan elogiado por un gran geógrafo alemán; Gama y tantos y tantos otros, muchos de ellos españoles, otros de raza española, muchos de ellos viajeros, otros historiadores, arqueólogos, etc. que a viajeros de su nacionalidad deben los datos de sus descripciones y narraciones.

No, no se puede acusar al español de sedentario ni de enemigo de describir lo que ve, si esta afirmación es general, si se aplica a todos los tiempos y regiones, como doña Emilia parece hacerlo. Menos amigos de salir de su casa son los franceses, y ellos mismos lo confiesan; y, sin embargo, la señora Pardo puede recordar varios nombres ilustres de viajeros de esa nación. Si se hubiera detenido a determinar más su censura, hubiera podido ser justa y exacta.

*  *  *

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Para concluir, diré que, por lo mismo que reconozco importancia al Teatro Crítico de la señora Pardo Bazán, suelo examinar su contenido, para contribuir de vez en cuando a que tengan menos pernicioso efecto los errores que se deslizan en una obra cuya influencia principal se ejerce sobre la turbamulta de lectores; la que no es capaz de comprender a Schopenhauer, que, por lo demás, es clarísimo y uno de los más acendrados ortodoxos.



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ArribaAbajoBizantinismo

¡Bizantinismo!

Esta es una de las palabras de que más se ha abusado; tanto, que un bizantino, cansado de oír repetirla, estuvo muchos días discurriendo con qué sustituirla, y por fin encontró este sinónimo: «constantinopolitanismo» que ofrecía la ventaja de tener a su vez sustituto, a saber; estambulismo. Pero constantinopolitanismo, aunque en rigor palabra muy apropiada a la cosa, tenía el inconveniente de presentar graves dificultades de pronunciación a los diputados utilitarios que quieren menos discursos y más carreteras (en su pueblo particularmente) y suelen ser tartamudos. Estas hormigas parlamentarias y regionales, son las que más suelen usar la palabreja de autos, y llaman   —140→   bizantino al mismísimo Ministro de la Gobernación, Sr. Elduayen v. gr., si se vale de muchos rodeos para negarles cualquier gollería vecinal. ¿Cómo estos padres temporeros de la patria habían de manejar... con la lengua lo del constantinopolitanismo? En cuanto a estambulismo es poco exacto y muy romántico; recuerda demasiado la Canción del pirata...

Además, las palabras no se votan como una ley cualquiera; la soberanía nacional, que en materia legislativa es un puro tropo, en que se toma al Gobierno por el pueblo, es una verdad, una realidad, en materia de lenguaje.

No vale nombrar una comisión de nuestro seno, ni hacer Secretario a Pando y Valle para crear idioma: y se comprende; si el hombre álalo se hubiera puesto a discutir (sobre que no podía) en los Ateneos troglodíticos de su tiempo si debía decirse reprise o represa... no hubiera salido nunca de su reprensible silencio, de sus interjecciones; nunca hubiera llegado al verbo ni a la conjunción; de modo que ni el uno se habría hecho carne ni la otra reformista. Se habla como se puede; se crea el lenguaje naturalmente; sale de las entrañas del pueblo, como del derecho decía Savigny, y no hay que darle vueltas. Pero una vez nacida la palabra, ya no se la puede profanar ni falsificar impunemente: su valor expresivo es   —141→   un símbolo del espíritu nacional, y no es cuestión bizantina o constantinopolitana la de ver cómo se debe hablar para hablar como se debe.

Esto tratándose del lenguaje para uso ordinario: no digo nada si se trata del lenguaje como instrumento artístico. Decir, en literatura, que es bizantina la cuestión de la forma gramatical, es como pretender que el pintor desprecie por insignificante la materialidad de los colores, y pinte con la primer droga que se le presente.

Pero, dejando el arte, en el empleo corriente y utilitario del idioma, yo doy gran importancia a las palabras. Si hubiese muchos hombres de palabra, otro gallo nos cantara.

Por eso no me explico por qué doña Emilia Pardo Bazán da el nombre de polémica bizantina a la discusión entablada en el Casino de Marineda entre varias personas ilustradas, como v. gr., magistrados, autoridades, jurisconsultos, médicos, etcétera, etc. -¿Qué discutían aquellos señores?-. Pues discutían si se debe decir abolo, abuelo o abulo; según doña Emilia, unos y otros, los partidarios de cada solución, tenían argumentos y citaban autoridades... ¡y a eso lo llama la creadora de Marineda bizantinismo! Eso será marinedismo, a lo sumo, pues en cualquier otra capital de provincia, con Audiencia, Instituto y Capitanía general (como dice doña Emilia en estilo gráfico y encantador,   —142→   dejándose de descripciones prolijas, que ya no están de moda, y ateniéndose a la concisa forma del Rueda y del Verdejo), en cualquiera ciudad de España sabrán los magistrados, jurisconsultos, etc., etc., que abolir es defectivo en todas las formas que no acaban en i, o cuyas desinencias principian por la misma vocal, según afirma la Academia, hablando por esta vez como un libro.

Llamar bizantinos a los que discuten si se dice abulo, abuelo o abolo, es insultar, sin querer, a Constantino Láscaris y demás humanistas que nos trajeron las gallinas del Renacimiento.

Y ahora, sin perjuicio de volver a defender más adelante a los señores del Bajo Imperio, bizantinemos un poco.

*  *  *

¿Se debe decir reprise, o reestreno, o vice-estreno, o revisión o reposición, o reproducción, o reaparición, o retorno, o revuelta, o resaca, o rehabilitación, o remisión, o restitución, o reacción, o reválida, o comedia rehogada, o fiambre dramático, o reincidencia o recidiva (como dicen los galiparlantes... y el Diccionario), o drama de segunda instancia, o re... cluta disponible?

Yo no lo sé. Covarrubias no dice palabra. Pero   —143→   vamos a ver: antes de empezarse a tomar la palabreja a los franceses, ¿había eso en España? Sí; los cómicos llaman obras de repertorio las que son objeto de más reprises o reaprehensiones. Observemos, estudiando documentos de la época, como se decía antes, «que se volvía a poner en escena una obra que hacía tiempo que no se representaba»; y sigamos valiéndonos de los mil medios que habría, y hay, para decir eso, sin llamarlo reprise. ¡Cuántas palabras tenemos nosotros que no tienen los franceses! Por ejemplo, para dar un palo se andan con circunloquios, lo cual retarda el movimiento, y ya se sabe que el que da primero, da dos veces.

Además, por lo antes dicho, esto no lo han de arreglar entre Bofill y la señora Pardo. Basta que andemos disputando cómo se ha de decir, para que nadie tenga razón; el léxico natural no se impone; para que se adoptara cualquiera de las palabras propuestas, habría grandes inconvenientes; el obstruccionismo de todas las oposiciones. Esto no es como el presupuesto, que lo hace el Gobierno y lo pagamos todos.

Si no fuera por estas consideraciones, yo también echaría mi cuarto a espadas. He aquí mi proposición, que retiraré en cuanto la defienda, como hicieron con el voto de censura a Pidal mis correligionarios de la Cámara baja:

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[...]22

Y añade que por él, sin embargo, puedo esquilarlo.

Le dejaremos una motita.

Yo hablaba de libros de etrennes, y no traducía la palabra, porque no existía la cosa entre nosotros, y por esto no tenía equivalente exacto. Si usted, Sr. Canals, le habla de libros de aguinaldo a un sereno, a un repartidor, al mundo entero... español que pide propina por Navidad, creerá que se trata de libros talonarios, de cheques, de billetes de Banco encuadernados. Aunque la Academia llama aguinaldo a todo regalo de Pascua de Navidad (no de Año Nuevo) nuestro natural pedigüeño e interesado ha ido reduciendo el tal aguinaldito a una limosna en metálico.

Las costumbres ajenas y los vicios nuestros han ido haciendo que se hable de cosas muy diferentes cuando en Francia se habla de libros de etrennes y cuando en España se pide el aguinaldo. Esto aparte de diferencias que se revelan en la misma etimología, pero que serían lo de menos.

Y no lo esquilemos más.

No pido que nosotros llamemos libros d'etrennes a lo que creo que se debía publicar para regalos de Navidad, o de Año Nuevo; lo que deseo es que se escriban esos libros... y que no los llamen de aguinaldo, palabra que ha hecho aborrecible la tendencia a la sopa boba de nuestro pueblo,   —147→   tan hidalgo como aficionado a recibir propinas.

*  *  *

Y volviendo al bizantinismo, confesaré que siempre me ha parecido injusto despreciar tanto como se desprecia los asuntos que ponían sobre el tapete los señores griegos de Constantinopla. Lo de teotocos y cristocos no debe parecerle cuestión baladí a ningún buen cristiano. «Si la luz del Tabor era creada o increada...». ¿Pues por qué no se había de discutir eso? Averiguar si la Virgen parió a Dios o no, es cuestión bizantina; pero es una irreverencia comparar con esta polémica las de Sagasta y Silvela cuando disputaban sobre el parto de los montes, o sea el parto de Cánovas cuando dio de sí a Castañeda. Silvela no es bizantino; más bien es ojival, por el ojo que abre en las grandes ocasiones; y sobre todo, es acerado y damasquino, ya se sabe... Y en cuanto a Sagasta... es de la Rioja, donde jamás se habló de los Paleólogos, ni rigen las basílica nómine, que habrá ministro que no sepa con qué se comen.

*  *  *

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Esto del bizantinismo se parece a lo de eruditos a la violeta.

Aquí se llama erudito a la violeta al que discute si se dice abuelo, abolo o abulo.

Otro ejemplo:

Figurémonos que un historiador de La literatura española en el siglo XIX escribe desdirían23. ¿Qué le llamarían los Zoilos más severos? Pues erudito a la violeta; porque se mete en historias literarias sin saber conjugar verbos irregulares.

Y la verdad es que el historiador que no sabe que desdecir no sigue la irregularidad de decir en la segunda forma de pretérito imperfecto de subjuntivo, como asegura la Academia con gran perspicacia; el historiador que dice desdirían en vez de desdecirían no es un erudito a la violeta, ni cosa alguna que huela bien; será un erudito al ajo del arriero.

Pues ya verán ustedes cómo a mí se me llama bizantino porque pongo este reparo a la obra monumental del P. Blanco García, el cual dice desdirían en efeto, en la pág. 269, línea 17 del segundo tomo de su Literatura española en el siglo XIX.

Tal vez entre las licencias necesarias con que   —149→   el P. Blanco se ha hecho fuerte, esté la licencia necesaria para conjugar mal. Pero esto, más que licencia, parece libertinaje.

*  *  *

En resumen: peores que los bizantinos... son los turcos. Y las turcas.



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ArribaAbajoA Gorgibus

«Mi querido Gorgibus: Me preguntas qué me ha parecido de tu sobrina Cathos. Moralmente, ya lo sabes, la conocía de mucho tiempo atrás, aunque después de haberla visto y observado de cerca, se me figura que le entiendo mejor el alma; de su aspecto mortal, de su cuerpo, en lo ostensible, creo que me hablas; de eso que antes yo no conocía, quieres saber qué opino. No es vulgar, aunque lo parece por los atavíos. Tiene en su rostro algo de esfinge, porque su frialdad o falta de expresión, es misteriosa; pero no poéticamente y a lo hierático, a no ser en cuanto pueda llamarse cosa hierática y hermética la rubicunda faz de un canónigo a lo Rabelais, o de los Cuentos droláticos, de Balzac, dibujado por Dorè; o la del Clerigón,   —152→   de Tirso, en Don Gil de las Calzas Verdes. Es cara aquella que se mide por estadios, como Herodoto los monumentos orientales, y casi toda ella obra muerta, por lo que toca a ser reflejo del espíritu.

»En ciertas arrugas de la frente veo socarronería comprimida; en expansiones más altas de la caja del cerebro, indicios de natural despejo; en los ojos de color mezclado, pequeños y avisadillos, sagacidad, estudio, penetración aguda de lo relativo y menudo, inconsciente confesión de la muy limitada idealidad, y de tarde en tarde sonriente placidez, inesperada serenidad bondadosa que desconcierta por lo incongruente. Lo que no veo allí es nada femenino. No digo que no lo haya, sino que no lo veo. Hubiera preferido contemplar a tu Cathos como vemos las antiguas estatuas que ya no conservan la pintura que dicen que tuvieron: el color habla, y cuando es falso, miente. Por eso, por lo que me dicen los colores de tu Cathos, no quiero juzgar. Si la mujer que amó al héroe de La educación sentimental, de Flaubert, se le hubiera presentado al final del libro como una Minerva de Fidias, restaurada por un arqueólogo amigo del romanticismo escultórico, el más patético efecto de la novela se hubiera perdido, perdiéndose la trenza... de canas que Mad. Arnoux regala a Federico. Tu Cathos no tiene el alma rubia, no es   —153→   septentrional, no es inglesa, no se parece a las mujeres dóciles y apasionadas de Shakespeare, no es capaz de sacarle al cant británico la poca poesía que tiene, como escrúpulo respetable y gracioso del santo recato; en vano se echa a la cabeza toda una cosecha de trigo, de doradas espigas; una cabeza rubia es una caricia del sol, un resplandor de idealidad que se plasma; nada de eso conviene a Cathos.

»El cabello negro es pasión, pero el cabello rubio puede ser la pasión que llega al rojo en la fragua de sus ardores... y las canas venerables pueden ser la pasión que llegó al blanco. Quien tiñe canas no tiene idea de la gama dialéctica de la dramática existencia en su vida sentimental. En el Mefistófeles de Boito hay una escena muy bella que falta en el Fausto de Gounod: aquella en que Fausto vuelve a la extrema vejez antes de morir. Boito comprendió mejor a Gœthe, que también vuelve a su héroe a la vejez extrema.

»Si los ángeles salvan a Fausto, es porque retorna a la razón, a la verdad, a sus canas. Dante llega a comparar la vejez con una rosa muy abierta que da sus perfumes, los de la experiencia, a todos. Fausto, al volver a su vejez, piensa en el bien público, y el autor de Convito también atribuye al anciano la alegría de entrar en los consejos de su país para bien de todos. Pero la   —154→   mayor gloria de la vejez es acercarse a Dios; esta es para el poeta florentino la más grande belleza del anciano; la vecindad de Dios y la vista de la muerte que se le aparece como el puerto eterno en donde va a entrar en paz, contento del viaje de la vida. Ya se abaten las velas del navío, los remos se humillan y no hacen más que rozar el agua tranquila; a la ribera corren los conciudadanos y los amigos para festejar la vuelta del peregrino, los amigos de la patria celestial, por los cuales es digno de ser acogido.

»Al punto saldrá del barco así como se sale de una hospedería, y bendiciendo la vida pasada entrará en su casa...24 Gorgibus, dile a Cathos, tu sobrina, que no tiña de sol la nieve, que rehusar las canas es rehusar la corona de plata de la mayor sabiduría. Si hasta Cicerón, pagano, alabó la senectud y la alabó Catón el antiguo, que ella, cristiana, a su decir, no sea menos, y vea que por la nieve de esas cimas se llega a donde canta el Coro místico.


    Alles Vergängliche
Ist nur ein Gleichniss;
Daus Unzulängliche
Hier wird's Ereigniss;
Das Unbeschreibliche,
—155→
Hier ist es gethan;
Das Ewigweibliche
Zieht uns hinan.



»Lo cual, traducido para ti, Gorgibus, no para Cathos, que bien lo entiende en alemán, quiere decir: 'Todo lo perecedero es sólo un símbolo; lo insuficiente llega hasta aquí; lo inenarrable está aquí cumplido; el eterno femenino nos atrae...'. El pelo rubio de Cathos me desconcierta; me la disfraza, me oculta la historia de sus desvelos, de sus dolores, de sus ideas. Las canas cantan una elegía; esa mazorca contrahecha es farsa de circo, adorno de figuranta, una máscara a guisa de casco.

»¿Si creerá Cathos que es armadura contra el tiempo? Los golpes de Kronos le llegarán al cerebro, a pesar del cobre de que reviste el cráneo. ¿O será símbolo también el disfraz del tocado? ¿Querrá decir la cabellera dorada a la moda que los sesos también se tiñen del color del tornasolado capricho? Tu pobre Cathos, como diría persona insigne, vive de apariencias; parece artista, y no lo es; parece erudito, y no lo es; parece crítico, y no lo es...; parece creyente, y no lo es: al tomar el color de cierto personaje de Milton y del Casio de Shakespeare, revela bien su propia naturaleza, sin pensarlo; vive apegada al terruño; lo mundano la deslumbra, la domina: su misticismo de ocasión y de librería es como un polvo dorado con que se   —156→   tiñe el alma. Más apariencias de tu Cathos: sus amistades.

»Ni ella estima a sus amigos, a los que valen algo, ni ellos la aprecian. ¡Si los oyera! Lo que yo digo donde ella puede oírme, no es más que una apología, comparado con lo que de ella dicen algunos que siguen tratándola. Y ¡cosa para ella más terrible! Los que así la maltratan no son los necios y los envidiosos. Esos también la despellejan, y de modo que da ganas de defenderla, pero hay más que esos: los otros, los serenos, los claramente superiores a ella.

»Pero así y todo, tal como es tu Cathos, vale más por sus apariencias y por su ratonil sapiencia y su despejo natural y su aplicación algo difusa, que muchos que la motejan de varios modos.

»Por eso hace más daño con sus malas cualidades, con sus lamentables limitaciones de gusto, de caridad, de poesía, de profundidad intelectual y piadosa. El vulgo sano tiende a mirarla con demasiado asombro, y acaba por sentir repugnancia y algo de envidia ante ella; el vulgo sabiejo y refinado en la tontería colegiada suele ser partidario de Cathos, y la rodea de incienso envenenado. En estos focos es donde hace estragos esta deletérea medianía que no tiene de femenino nada de lo que nos atrae en el femenino eterno de que hablaba el coro místico. Si quisiera definir en   —157→   pocas palabras a tu sobrina Cathos, te diría, Gorgibus, que representa en su sexo lo contrario de la Mater gloriosa del poeta, la que dice:


Komm ¡hebe dich zu höhern Sphären!
Wenn er dich ahnet, folgt er nach.



»Ven, elévate a la más alta esfera; si te adivina, él te seguirá... ¡Ay, Gorgibus!, el que adivine a tu Cathos no la sigue, porque Cathos rubia tiene el espíritu de aquel Mammon, dios dorado, demonio de Milton, que no quería volver al cielo, porque decía:


...This must be our task
In heaben, this our delight! How wearisome
Eternity so spent, in worship paid
To whom we hate!...



»'Tal será nuestro cometido en el cielo, tales nuestras delicias! ¡Oh!, ¡qué fastidiosa será la eternidad empleada en rendir adoración a aquel a quien odiamos!...'. Y Cathos amarilla, como Casio, odia todo mérito digno de un culto. Estas y otras cosas acabé de aprender respecto del alma de Cathos, leyendo como pude en su rostro de esfinge injerto en canónigo. Tuyo, Alcestes».



  —[158]→     —[159]→  

ArribaAbajoEl retrato de Renan

Varios periódicos ilustrados acaban de reproducir el retrato de Renan, presentado en el Salón de este año, según creo, por el célebre pintor Bonat.

Aquella venerable figura, coronada por una especie de aureola blanca, de abundante cabellera cana, ha servido a algún caricaturista para evocar imágenes prosaicas y de un cómico bajo y grosero, de un realismo rabelesiano; a mí, la postura de Renan, cómodamente sentado, con las manos apoyadas sobre las rodillas, como el héroe de bronce de Víctor Hugo en su episodio «La paternidad», me ha recordado la figura del esfinge egipcio, cuyo singular tocado semeja la forma de caer el cabello, camino de los hombros del anciano;   —160→   el cual, en la serena postura, firme y reposada, también nos recuerda la del misterioso símbolo tranquilamente apoyado en los remos, como quien se arrellana con toda comodidad para esperar siglos y siglos la solución, que no llega de un problema.

Sí; Renan es esfinge, pero moderno, sin carácter hierético, sin mitología, sin rigidez, sin frialdad. Esfinge que en los ojos -no hay más que mirárselos- deja ver toda la profundidad del misterio; pero también el abismo, igualmente infinito, de la idealidad sentimental y estética, en el sentido restringido de esta última palabra.

Sí; en la mirada de Renan y en su plácida sonrisa, que está echando a su modo bendiciones, se lee el resumen de la filosofía de este gran pensador poeta.

El misterio es insondable, no por la pequeñez de nuestro cerebro, sino por la grandeza de la realidad; el misterio es infinito, pero no se olvide que en su obscuridad, que proyecta sombra infinita en las profundidades del espacio, le acompañan eternamente, no menos infinitos, la belleza y el amor.

El hombre, que no ha llegado a resolver el problema de la realidad, que acaso plantea mal la cuestión, sólo por plantearla, ha llegado también a saber que el mundo, sea lo que sea, y aunque   —161→   sea25 una apariencia, es bello; y que su corazón, el humano, sea lo que sea, ama infinitamente la representación infinita. Con tales ideas y experiencias, no cabe que al escepticismo acompañe el nihilismo ético ni el nihilismo estético. Hay deber, porque hay amor; hay dicha, poesía, porque hay belleza. Todo esto se puede leer en el retrato de Renan, y por ello se explica, como, sin dejar de ser de esfinge aquella mirada, de esfinge aquella postura, su misterio no espanta, sino que atrae, es amable, familiar, dulce; el rostro de Renan, que todo lo pregunta, recuerda la bondadosa expresión de Pío IX, que todo lo creía.

Renan, que es tan querido y admirado en Francia, no es comprendido. Se le ha tenido por un gran dilettante en filosofía, por un Anatolio franco de genio, y es mucho más que eso; se han visto en él contradicciones que no lo son. No es perfecto, pero es el francés entre los vivos,26 que más se acerca a la perfección por la armonía de las facultades y por la paz del alma, conquistada, no al abrigo del puerto, sino venciendo entre el fragor de las tempestades. La calma espiritual de Renan, como la de Gœthe, no es una fortuna del temperamento, sino el premio de una gran victoria.

  —162→  

A los lectores que estén en el caso de extrañar que se hable así del coco de los obscurantistas de nuestra tierra, les aconsejo la lectura de un libro de Renan traducido en español recientemente.

Es claro que me refiero a los lectores que no sepan francés, que por desgracia serán no pocos, aunque parezca mentira.

Renan traducido, adviértase, es medio Renan. Pero no importa; medio Renan vale más todavía que muchos... autores enteros.

El libro a que me refiero se titula Recuerdos de la infancia y de la juventud, y aunque publicado en París hace algunos años, hoy vuelve a ser de actualidad, porque pocas semanas hace se ha puesto a la venta la continuación de esta obra, Hojas sueltas.

Al recomendar aquí y en otras partes el libro traducido de Renan, yo me entiendo.

Entre otras ventajas, ofrece esa lectura la ocasión, que a muchos convendrá aprovechar, de desagraviar a un hombre a quien se ha estado ultrajando años y años, pensando de él de oídas, que es un malvado, un apóstata criminal.

Leed los Recuerdos de Renan y veréis como la honradez filosófica tiene que proceder en ciertos casos. Estos Recuerdos no sólo honran al gran escritor francés, sino también a los maestros católicos.

  —163→  

¡Qué hermosa y evangélica tolerancia, no en las ideas, que no cabe, sino en el trato, en el afecto!

En el libro de Renan pueden aprender mucho los fanáticos que leen El Siglo Futuro; pero más pueden aprender acaso los fanáticos que leen Las Dominicales y El Motín.

Renan declara noblemente que lo mejor de su educación científica, lo más sólido de la base de sus conocimientos, lo debe a los sabios maestros de San Sulpicio; que su gran fortuna fue la firmeza y seriedad de sus estudios católicos.

Y con todo... Renan es Renan.

¡Y nuestros pobres pseudoliberales que piensan que para pensar libremente hay que perseguir al clero y desconocer la ciencia de la Iglesia y todas sus glorias!

Yo he tenido el valor (así lo han llamado ilustres críticos) de leer y publicar un discurso en que me oponía abiertamente al laicismo, según por los más se entiende y practica... y muchos publicistas me han llamado reaccionario.

De San Sulpicio puede salir un Renan.

Y de la escuela laica y antihumanista... sólo puede salir Mr. Homais, el boticario librepensador de Flaubert... el cual, dice Renan, tenía razón.

Tal vez, en parte. Pero sin saberlo.

  —164→  

Y el que tiene razón sin saberlo, no la tiene.

En ninguna parte como en España importa que sepan mucho y conozcan la teología, la antigüedad clásica, las lenguas orientales, la filosofía tradicional y la moderna los que hayan de combatir lo que se llama con estúpido desprecio las antiguallas.

No basta llamar neos, más o menos líricamente, a los que se agarran a la tradición, al fin sagrada por muchos conceptos.

En la patria de Melchor Cano, de San Ignacio y de Santa Teresa, se necesita mucho lastre para decir cosas nuevas, cosas contrarias a las consagradas por la pátina del tiempo y por los resplandores del genio.

Y lo primero que hace falta para decir lo nuevo, es conocer bien lo viejo, penetrar su valor, saber sentirlo, y hasta amarlo, en lo que tiene de amable.

Que es lo que sabe hacer Renan, el discípulo de los sabios y los santos y los mártires de San Sulpicio.



  —[165]→  

ArribaAbajoLourdes y Zola

Un periódico carlista, hablando del viaje, cacareado en demasía, de E. Zola a Lourdes, acaba de llamar mamarracho al novelista francés.

No es la palabra más adecuada, a mi entender; porque Zola podrá ser muchas cosas malas, o parecérselo, a lo menos, a los reaccionarios; pero a ninguna persona de sentido común se le ocurre ver en él un ente ridículo y despreciable, un mamarracho.

Si en vez de insultar a troche y moche estos fanáticos españoles, se tomasen el trabajo de estudiar los hombres y las ideas de nuestros días, sabrían que han pasado los tiempos en que todo heterodoxo podía ser mirado como un enemigo de la Iglesia.

  —166→  

Hoy, los enemigos de la Iglesia hay que ir a buscarlos entre los redactores de Dominicales y Motines; es decir, entre los librepensadores de escalera abajo; en la aristocracia del pensamiento a que pertenece Zola, no hay odio, ni siquiera antipatía contra la Iglesia; y el autor de la Dèbâcle no va a Lourdes a hacer propaganda de impiedad, ni siquiera a demostrar que no hay milagros; empresa imposible, porque los que creen en ellos no son gente dispuesta a rendirse a razones, y los que no creen no necesitan pruebas.

Lourdes es un foco interesante, y tal vez peligroso, de lo que llamaría un antropólogo moderno fetichismo, dando a la palabra un sentido elevado hasta cierto punto; es decir, el de adoración concentrada en un objeto particular, al que por esfuerzos de imaginación y voluntad se atribuye valor universal, infinito y divino.

El pensador imparcial ni alaba ni vitupera esta clase de fenómenos sociales y psicológicos; los estudia, busca sus causas naturales y analiza sus efectos; y el artista en almas y doctor en observación social, hace lo mismo, añadiendo la misteriosa influencia de la poesía, que da relieve y luz a la representación total de lo estudiado.

Así como en L'Dèbâcle y en Guerra y Paz se ve la vida de los campamentos con un vigor gráfico y estético que no se ha de buscar en las descripciones   —167→   y narraciones técnicas más perfectas, en el Lourdes de Zola asistiremos a la realidad de estas peregrinaciones piadosas, de una fe que cada día va siendo más rara; y no asistiremos con el entusiasmo ciego del fanático, ni con la incredulidad superficial y presuntuosa del impío que lee las Ruinas de Palmira o lo que en nuestros días haga sus veces.

Zola, si no como hombre de fe, como artista, tal vez, y sin darse él mismo cuenta, como hombre de cierta fe, o a lo menos de cierta esperanza, y sin duda de certísima caridad, respetará, porque es santa, toda la poesía que hay en la ilusión sincera; tal vez adivinará, a fuerza de poeta realista, algo de la misteriosa verdad que hay probablemente en el esfuerzo humano que en el dolor tiende como un imán a lo divino y paternal.

También es posible que de paso, y porque así lo exige la fiel representación de los hechos, Zola tenga que ofrecernos el triste espectáculo del fanatismo necio y cruel, el más repugnante aun del industrialismo devoto, con otras muchas lacerias humanas que acompañan, como una oxidación necesaria, a toda gran idea que vive al aire libre, sea religiosa, sea artística, sea económica, sea científica, sea jurídica.

Zola, en una entrevista de esas a que se presta con demasiada facilidad, ha dicho que es indudable   —168→   que en literatura, como en otros órdenes, se nota cierta tendencia mística, y aunque él no la sigue y se aferra a su positivismo pesimista, reconoce la importancia de esa expansión del espíritu moderno y la ve con interés y sin antipatía. Dando a la palabra misticismo un sentido inexacto, pero muy corriente en su vaguedad, no cabe ya negar esa tendencia general, tendencia que es aún de una minoría, que principalmente se observa en las generaciones posteriores a la de Zola, y que es muy otra cosa, y mucho más, que el capricho de la moda estética de París y aun mucho más que la influencia rusa capitaneada por de Vogüè, y aun más que la noble empresa filosófico-pedagógica de Lavisse y otros maestros; esa tendencia, que en general puede llamarse idealista, sin poner gran empeño en la exactitud del epíteto, abarca a muchos países, a muchas clases de actividad intelectual, y tienen derecho los que la siguen originalmente, con la verdadera y única originalidad posible, que es la espontaneidad y la personalidad, a que no se les tome por imitadores de nadie.

Zola no se cree influido por ella; pero si como crítico, como teórico no lo está, en las recientes novelas (en Le Rève, L'Argent y La Dèbâcle)27 se   —169→   puede notar que el artista tiende, como otros, a una poesía ideal, misteriosa, metafísica, de una psicología más profunda y más íntima que la que puede engendrarse de la hipótesis psicofísica y de los procedimientos de fuera a dentro del empirismo fisiológico positivista.

¡Ça ira, ça ira!

Y si no, en la Bernadette de Nuestra Señora de los Dolores le espero.



  —[170]→     —[171]→  

ArribaAbajoCongreso de librepensadores

Entre los varios, muchos, tal vez demasiados congresos que van a celebrarse en Madrid, habrá uno, o yo he leído mal, de librepensadores.

Si he de decir la verdad, un congreso de librepensadores, en los tiempos que corremos, me parece a mí una cosa así como un congreso de hombres que no son rubios, o de hombres que no fuman, o de hombres que no han estado en París... o cualquier otra cosa puramente negativa y sin determinado objeto particular.

El hombre es naturalmente librepensador; luego, sucede que la mayor parte de las veces no piensa, a lo menos por cuenta propia, ni con libertad ni sin ella. Dos caminos hay que conducen a abdicar esa libertad: o un dogma impuesto y   —172→   admitido voluntariamente, o una preocupación que, sin saberlo, nos domina. En el primer caso, podemos ser fanáticos creyentes; en el segundo, somos, de fijo, fanáticos descreídos. El creyente ortodoxo no piensa con libertad, pero lo sabe; el fanático que niega, porque sí; que no piensa por sí mismo, sino que repite, sin propia conciencia, las negaciones que encuentra formuladas, no es un librepensador, sino un pensador libre; tiene libertad, pero no la emplea en pensar, sino en someterse a ideas hechas.

No es librepensador el que quiere, sino el que puede: el que en lucha con las infinitas preocupaciones que nos rodean consigue emanciparse de tantas fórmulas como nos asedian para sustituir con prendería intelectual el propio raciocinio: el que vence todas esas imposiciones de ideas ajenas no asimiladas, ese puede decir que es un verdadero librepensador y un héroe de la filosofía.

De modo que mirándolo por este lado, inscribirse en un congreso de librepensadores, es darse tono, es como presentarse espontáneamente en una asamblea de chicos guapos.

Es fácil observar que en nuestro tiempo estas graves cuestiones religiosas y confesionales más bien que se resuelven, se disuelven.

Al trabajo, a veces penoso, pero siempre necesario, de depuración intelectual, en que los pueblos   —173→   van paulatinamente despojándose de fórmulas que ya no expresan la real vida de su espíritu en aquel momento; a ese trabajo, que es de todos y no está particularmente encomendado a nadie, no hay que llevar artificiales coacciones, ni menos formalismos plásticos alarmantes, que en cierto modo imitan lo que se pretende desechar.

Para negarle a Mahoma que él sea el profeta de Dios, no hace falta decirle «el profeta soy yo».

Para combatir a un obispo, no hay que vestirse de morado, ni encasquetarse una mitra.

Si los católicos celebran congreso, eso no es razón para que celebren otro los librepensadores.

El catolicismo es algo determinado, concreto.

El libre pensamiento, no.

Yo, que soy librepensador, cuando puedo, y no aseguro haber podido jamás; pero en fin, yo que quisiera ser librepensador, no tengo nada que ver con el general Riva Palacio, v. gr. presidente, según tengo entendido, del congreso de librepensadores.

El libre pensamiento, como un hecho social y psicológico, es la esencia de la civilización moderna. El libre pensamiento, como uniforme, es una casaca buena para representar comedias o zarzuelas; no para andar por esas calles.

El libre pensamiento como banderín de enganche, es una antigualla.

  —174→  

Esos señores librepensadores que se van a reunir, comprenderán que no son ellos solos los que piensan sin obedecer a un dogma impuesto, y que si fueran a ese congreso los más y los mejores de la clase... ni se cabría en un local cerrado... ni sería el presidente el general Riva Palacio, excelente caballero que no es ningún Platón... ni ningún Lutero.

Si el congreso de librepensadores tiene un carácter de hostilidad a la Iglesia católica, determinado y cerrado, entonces ya es otra cosa; entonces ya se trata de una secta como otra cualquiera, de una bandería, de una cosa real y de fines positivos.

Pero en tal caso... creo que no es oportuno para tal propósito aprovechar el Centenario de Colón, que era un católico ferviente, un iluminado que quería el Nuevo Mundo para rescatar el sepulcro de Cristo.

Advierto a los librepensadores de cierta estofa, que si después de leer todo lo anterior, me tienen por reaccionario, se lo agradeceré mucho.



  —[175]→  

ArribaAbajoCongreso pedagógico

El Congreso pedagógico recientemente celebrado en Madrid ha sido muy útil, según mis noticias, por los trabajos serios, concienzudos y modestos de las secciones; pero en la discusión pública, que es lo único de que podemos juzgar directamente los que no hemos asistido al Congreso, no ha habido mucho que admirar y se han notado desde luego dos graves males: primero, que se han abstenido de tomar parte en los debates los más competentes de los congresistas españoles, como v. gr., el Sr. Giner de los Ríos, que es un orador como pocos y que sabe hablar cuando es oportuno que hable; segundo mal, que han hablado demasiado ciertos polígrafos y polígrafas, y   —176→   que se ha dado el principal lugar a una cuestión que en España es prematuro plantearla en la forma radical y nada práctica en que se ha planteado: la enseñanza de la mujer; mientras han faltado tiempo y atención para los más perentorios problemas de educación e instrucción nacionales.

De todo esto ha tenido mucha culpa doña Emilia Pardo Bazán, que va dando a sus naturales y legítimas aspiraciones a la notoriedad una tendencia demasiado plástica.

La señora Pardo debiera reflexionar un poco si le conviene justificar ciertas murmuraciones, según las que ha llegado el caso de recordar a las preciosas francesas que puestas en la picota de lo ridículo por la musa de Molière se refugiaron, abandonando el preciosismo literario y social, en la sabiduría pedantesca, dando ocasión para que Poquelin escribiera una de sus obras maestras, Les femmes savantes.

Sea como quiera, doña Emilia se presenta a defender la enseñanza de la mujer, causa por sí nobilísima, con un radicalismo, con unos aires de fronda y con un marimachismo, permítase la palabra, que hacen antipática la pretensión de esa señora, ya de suyo vaga, inoportuna, prematura y precipitada.

Uno de los pruritos, casi pudiera decirse manía, de la ilustre dama, consiste en el afán de mezclar   —177→   a hombres y mujeres, de hacerlos andar juntos y codearse en Academias, Ateneos y Universidades. Antes hizo una gran campaña para que las señoras ilustradas pudieran ser académicas de la lengua, y ahora quiere que las jóvenes púberes vayan a cátedra con los aspirantes a bachilleres y aun con los aspirantes a licenciados. Y es más, experimentando su teoría in anima nobili, envía a una hija suya a las aulas del Instituto del Cardenal Cisneros, donde, como es natural, profesores y alumnos la consideran con el respeto que merece una señorita.

Ante todo, lo confieso, y sea lo que quiera de las teorías de la señora Pardo, aquí hay que admirar el valor y el patriotismo de esta señora, que, por amor al progreso, o lo que ella entiende tal, de la cultura patria, no vacila en hacer la experiencia, algo arriesgada por lo nueva, de enviar una hija propia a una cátedra llena de muchachos que suelen ser el diablo.

Pero no espere la señora Pardo que su conducta tenga muchas imitaciones, porque, como ella dice, la mujer española, por su falta de instrucción, no sabe imitar a la madre de los Gracos; no comprende la abnegación social, no sacrifica la familia a intereses más altos y no se atreverá a ensayar tales experimentos por temor a fracasos que (concédaseles también) serían más probables,   —178→   si fueran muchas las jóvenes casaderas que frecuentasen las cátedras hasta ahora monopolizadas por el sexo fuerte.

Mas, descartado el valor personal y cívico que supone el experimento de la señora Pardo, yo creo que no tiene razón en dar tanta importancia a este aspecto material de la cuestión.

Puede la mujer ser sabia, literata, sin ir a la Academia, y puede estudiar ciencias sin ir al Instituto ni a la Universidad.

¿A qué insistir en lo que es secundario y pugna tanto con las costumbres, con las preocupaciones... y acaso con el temperamento nacional?

Además, señora, hay cátedras y cátedras; así como hay libros y libros. Yo, por ejemplo, he explicado algunos años Derecho romano, y aunque he conseguido siempre tratar con la mayor pulcritud y con la santa castidad de la ciencia las famosas disputas de proculeyanos y sabinianos acerca del tiempo de la pubertad, con todo aquello de la investigación empírica del sexo, etc., declaro que si hubiera habido delante señoritas de dieciséis y diecisiete abriles, sentadas entre los chicos, que estaban serios a duras penas, es fácil que se me hubiera trabado la lengua o por lo menos que hubiera estado, de intento, obscuro, para no ofender el pudor y la inocencia, en que creo y adoro, no sé si porque la he corrido poco.

  —179→  

Y aún más difícil, por no decir imposible, me hubiera sido explicar delante de aquellas almas puras y pudorosas la singular naturaleza de los desventurados spadones, de que habla el romano con una riqueza de detalles realistas que no he visto siquiera en Insolación y otros dechados de naturalismo contemporáneo.

Y ya que hablo de Derecho romano, ¿por qué doña Emilia, que se ha dedicado a toda clase de enciclopedias, no se da una vuelta por una cátedra de Instituciones, o por lo menos lee un manual o remedia-vagos de esa asignatura? Lo digo porque siempre que alude al derecho que se llama la razón escrita, tropieza de poco graciosa manera.

En una novela, La Tribuna si no recuerdo mal a una sesión del Senado romano la llamaba senado-consulto, que es un selectísimo disparate.

Pues ahora, en la memoria que ha leído en el Congreso pedagógico, nos dice que la mujer, en opinión de ciertos filósofos «no tiene existencia propia, ni individualidad, fuera de su marido e hijos; es toda su vida alieni juri». Primeramente, señora, no se dice alieni juri, sino alieni juris (y lo advierto, por si no es errata, que creo que no), y después, y esto es lo más grave, el ser alieni juris o sui juris es cosa diferente de tener o no tener individualidad, como usted dice, y tener o no tener existencia propia o sólo para su marido e hijos.   —180→   Pregúntelo usted a cualquier estudiante de esos que, contra mi consejo, usted quiere que sean condiscípulos de las señoritas abogadas.

No se puede hablar de estas cosas a ojo, ni a oído; a usted eso de alieni juris le sonó a vida sacrificada a fines ajenos, y a tutela o cosa así, y no es eso. Como inhibirse no era lo que usted creía, porque inhibirse es abstenerse de juzgar por no creerse competente, y usted creía que era meterse uno donde no le llaman, y casi casi lo mismo que exhibirse.

El hombre libre podía ser alieni juris, y el sui juris podía estar bajo tutela; un impúbero podía ser sui juris y un hombre libre, ciudadano, cargado de hijos, con canas, podía ser alieni juris; es más, para que vea la señora Pardo que esa idea de tutela perpetua en que suponen a la mujer ciertas teorías no puede expresarse por la frase alieni juris, le diré que el pupilo necesitaba ser sui juris; sobre el alieni juris no hay tutela posible. Yo no tengo la culpa de verme obligado a hablar de estas cosas. Tiene la culpa doña Emilia. A esto dirá ella que si en su juventud la hubieran mandado a la Universidad, sabría lo que era senado-consulto y lo que quería decir alieni juris. Es verdad; pero replico que entonces también sabría lo que eran spadones.

Y más vale que no lo sepa.



  —[181]→  

ArribaAbajoBayoneta

Atreverse, dice un crítico, poco más o menos (veo la anfibología), atreverse a presentar al final de la obra la rendición de la plaza, y hacer que las tropas españolas pasen desarmadas por delante del ejército enemigo y le rindan sus banderas, es caminar a un fiasco seguro.

Y firma «Bayoneta».

Con media firma; porque la firma entera debe de ser:

Bayoneta calada.

Yo no le niego al Sr. Bayoneta su fuero militar para ponerse a juzgar dramas, y me explico que tratándose de uno que se llama Gerona, y en el que hay un sitio, la crítica se declare en estado de ídem, de sitio, y las autoridades civiles,   —182→   como mis amigos Bofill, Urrecha, Arimón, etcétera, etc., deleguen en la militar, y salga Bayoneta con la orden de la plaza y publique la ley marcial dramática.

Ya lo oyen ustedes.

Primero un redoble de tambor, o en su ausencia, lo que corresponda de cornetas.

Y enseguida el bando crítico-militar.

No lo dijeron Aristóteles, ni Boileau, ni Pope; pero lo dice Bayoneta: cuando hay un ejército sitiado y otro sitiador, es de ley, si la obra no ha de fracasar, que el dramaturgo se ponga de parte de los sitiados y les dé la victoria.

Más, como cabe comentar a Aristóteles y declarar, v. gr., que las famosas reglas de las unidades él no las entendía como pretenden los pseudoclásicos, así cabrá declarar, digo yo, que el Sr. Bayoneta no quiere decir que siempre venzan los sitiados, sino que venzan siempre y cuando el autor del drama sea de la misma nacionalidad que ellos.

Y así como dijo el Derecho de Roma «duarum civitatum civis esse nemo potest, eodem tempore», así dirá Bayoneta que no se puede ser buen patriota español, y en el teatro, francés, o por lo menos afrancesado. Porque, ¿quién duda que entregar las banderas al ejército invasor es pasarse al enemigo?

  —183→  

A buen seguro, dirá Bayoneta para su vaina, que si a Sardou se le ocurriera escribir un drama acerca, v. gr., del famoso cerco de Alesia, en que se jugó la suerte de las Galias, se guardaría bien, por respeto a la memoria de sus antepasados los bárbaros, de pintar las cosas como fueron y dar el triunfo a Julio César: se lo daría a los galos, conjurados contra el romano, y después el que viniera detrás que arrease, y que la historia se las compusiera como pudiese.

No, y mil veces no; en la crítica literaria, a lo menos en estado de sitio, el enemigo nunca vence, y si a Zola se le ocurre convertir en drama su Dèbâcle, ya verán ustedes como los prusianos no entran en París.

Pero admitido todo esto, y admitido que en estado de guerra las bayonetas siempre tienen razón, y que no se podrá decir que Bayoneta es un crítico que ni pincha ni corta, voy yo a permitirme algunas advertencias que ya no tienen nada que ver con la retórica y poética.

La disciplina militar, el espíritu de cuerpo, los laureles de Bailén y de Pavía, etc., etc., ¿exigen que los periódicos militares tengan sección encargada de juzgar a los vivos y a los muertos en materia literaria?

¿No se puede prescindir en un papel encargado de defender los intereses de las armas generales o   —184→   especiales, o todas juntas, de tener un Larra, un Balart, un Sarcey con galones?

«¡Ah, señores! -diría un orador-, ¿es que se quiere llevar la guardia pretoriana al templo de Talía?».

Yo conozco periódicos consagrados a ciertas especialidades, como v. gr., a la defensa de los telegrafistas, a la propaganda del velocípedo, y hasta los hay que cultivan de un modo particular la afición a las riñas de gallos: pues en tales periódicos, yo no he visto Aristarcos literarios, ni críticos de teatros que firmen «Bobina» o «Bicicleta» o «Quiquiriquí».

«¡Es que el ejército está por encima de todo eso!». Ya lo sé; pero aunque el ejército sea una especialidad mucho más importante que las citadas, es tan ajeno como cualquiera de ellas a la crítica dramática.

Claro que en el teatro puede haber asuntos militares; pero también hay telegramas, y puede haber velocipedistas y aves de corral.

Censurar un drama (que puede tener otros defectos) porque en él se rindan los españoles y no los franceses, es un celo de patriotismo que de paso es un grandísimo dislate; heroico, pero dislate.

Mas, siendo quien tal dice un crítico que firma Bayoneta y escribe en un periódico militar... ya   —185→   no sabe uno si se ofenderán la infantería y hasta la caballería, menos quisquillosa, y si considerarán crimen de leso patriotismo oponerse a las reglas de ese Aristóteles que se puede mangar28 en un fusil. Dios nos libre de los críticos si el diablo los carga.

Yo opino, mientras haya ejércitos permanentes, que en la crítica no deben imponérsenos las armas generales.

Ahora, el día que todos seamos soldados, pero sedentarios, y haya milicias locales, provinciales, etc., etc., ya será otra cosa.

Porque entonces, a cualquier crítico, aunque sea segundo cabo, me atreveré yo a decirle:

-Señor soldado, en un drama, quien ha de vencer siempre no son los de dentro ni los de fuera, sino el arte, que es el Alejandro y el César y el Napoleón de estas cosas.



  —[186]→     —[187]→  

ArribaAbajo«The dangerous life»

Del libro que con el título de The dangerous life: Spanish customs acaba de publicar el ilustre viajero inglés Mr. Bullfighter, traduzco lo siguiente:

«Los españoles suelen tomar a mal que se les considere como un país singular, sin parecido en Europa. Reniegan de una originalidad que todo artista les envidia, y los burgueses de la famosa Península occidental protestan contra las narraciones tan fieles a la verdad como a la justicia, y casi siempre bien intencionadas, de los viajeros ingleses y franceses que van a España en busca de emociones fuertes, y que, efectivamente, las encuentran.

»Se empeñan esas pobres gentes -los españoles   —188→   menos españoles- en que su país sea tan vulgar como cualquier otro; y se irritan porque, a Dios gracias, la Naturaleza no lo ha querido así, y por que los extranjeros advierten que España es a su manera, y como es, la admiran y la describen.

»De mí puedo decir que he hecho tres viajes a España, y en los tres he encontrado siempre lo que buscaba; lo característico de la patria de Mazzantini, el torero abogado, político, candidato, tal vez mañana ministro: he encontrado siempre un toro; miento, la última vez, hace pocos días, encontré siete toros. Hace algunos años entraba yo en la Península, ganoso de impresiones clásicas, de algo que me recordara, por ejemplo, o las famosas quintillas de uno de los Moratines a la fiesta de toros en Madrid, o la descripción primorosa en que un gran dramaturgo, Rojas, si no recuerdo mal, nos pinta la hazaña de un galán que, a orillas del Manzanares o del Tajo, salva a una niña princesa que se baña en el cristalino elemento, de los furores de un toro de Jarama que por la vega corre furioso, fugitivo de la dehesa.

»Ello fue, que al entrar en la capital de Álava vi venir frente a mí un tropel de gente despavorida a quien perseguía un Veragua; no un descendiente de Colón, sino un toro de un descendiente; una fiera gallarda, temible, noble, tan hermosa como ciega en su furor. Y... corrí como todos,   —189→   tomé el tren y no paré hasta Burdeos...; pero no importa: la emoción había sido exquisita. España me había recibido como yo deseaba. Después visité a Italia, vi templos, estatuas, palacios, ruinas, cuadros célebres; ¡todo inútil!, el toro huido de Vitoria, amenazándome con los cuernos poderosos, seguía siendo la obsesión de mi espíritu; todas las impresiones rebuscadas, anodinas, artificiales que el arte italiano me procuraba, me parecían puro convencionalismo, soso y ridículo snobismo, comparadas con la impresión d'aprés nature, que debía a las astas del toro español.

»A los pocos meses, no pudiendo resistir a la tentación, a la potente voz de la pasión que me llamaba al peligro, hice testamento y volví a España; pero cuál fue mi desencanto al ver que no me sucedía nada de particular, a pesar de haberme internado en el riñón de Castilla y haber empezado a rodar el tren por tierra de Andalucía. Afortunadamente, la agradable y violenta sorpresa me aguardaba en Bobadilla. En efecto, a la voz de 'Viajeros para la línea de Granada, cambio de tren', nos apeamos multitud de extranjeros y de españoles, y cuando en el andén nos ocupábamos en recoger los bártulos para trasladarlos al tren de Granada... ¡Sálvese el que pueda!, como dice el Gobierno de España para ahorrarse la policía. Sálvese el que pueda. Un Miura, como quien dice un   —190→   toro de la raza de Peleo o de Ragú, un Aquiles o un Rama, con dos cuernos enormes por toda cimera, arremete con viajeros y empleados, sin distinguir de nacionalidades, y sin pensar en que los ingleses tenemos un Habeas corpus y un Gobierno que vela por nosotros en todas las partes del mundo.

»El toro, el Miura, echó por tierra a cuantos quiso, y yo no paré de correr hasta Campanillas, que es una estación que está ya junto a Málaga.

»El susto fue terrible; pero como así lo quería yo, bendije la hora de mi viaje segundo a España; y cuando en Málaga tomé pasaje para Marruecos, me despedí con un suspiro, el del moro, seguro de que en los dominios del sultán no me vería en la cuna de nadie como me había visto en Bobadilla. ¡Oh, aquello era vivir con el alma en un hilo! Recorrí África entera y no me sucedió, ni siquiera entre hotentotes, nada de particular; pero al volver a España por tercera vez, traído por la nostalgia del peligro, desembarqué en Sevilla hace pocos días, y ¡oh dicha!, ¡oh constancia de los hados!, al entrar en el gobierno de provincia, donde tenía que refrendar un pasaporte, en vez de encontrarme con el prefecto, me encontré en el patio... con siete toros de Concha-Sierra (siete Pizarros con cuernos) declarados en huelga y dispuestos a proclamar,   —191→   por lo visto, un Gobierno provisional, una junta revolucionaria o cosa por el estilo.

»Lo cierto es que allí no había más autoridad que la de aquellos catorce cuernos. Esta vez no pagué mi pasión con menos que con ir al hospital, con unos huesos rotos, pero me alegro, porque estas quiebras serán auténticos monumentos que prueben la verdad de mis narraciones. Sí, todo es histórico, lo de Vitoria, lo de Bobadilla, lo de Sevilla. Juzgando por las reglas de inducción racional que dejó consignadas mi compatriota Stuart Mill, yo estoy autorizado para asegurar que cuando un viajero entra en España, lo probable es que salga a recibirle un toro suelto, si no son siete. Yo he tenido que capear nueve toros en tres veces que salté a la plaza; es decir, en cuanto entré en España por tres veces. Y me alegro. Eso venía a buscar. Esa era la España de mis sueños y de mis libros. No lo sientan los españoles. No pretendan ser un pueblo europeo como otro cualquiera. ¿Para qué? ¡Hay ya tantos! Eso no va a ninguna parte, como dicen los españoles. ¿A dónde irán los ingleses aburridos, cansados de la vida, si se acaba la España de nuestra ilusión, con sus cañitas, sus navajas y... sus toros sueltos? ¡Oh, un país en que al ir a pedir un pasaporte se encuentra uno en vez de un gobernador siete Concha-Sierras! ¡Delicioso!

  —192→  

Se me había dicho que el sistema parlamentario, el sufragio universal, iban a acabar con todo esto. ¡Nadie lo crea! Son voces que hace correr Suiza para disputar turistas a España. No, el sufragio universal, tal como lo practican los españoles, lejos de acabar con los toros en libertad, los aprovecha para combatir la representación de las minorías. También hay alcaldes de puntas que aprovechan el apartado electoral para atropellar cuantas leyes se les ponen por delante. Cunero viene de ahí; es el diputado que sale en la cuna de un alcalde corniveleto. ¡Hermoso país! Peligroso, pero beautiful».

Ahora, si ustedes quieren, protesten contra los comentarios, generalizaciones y deducciones de Mr. Bullfighter; pero no nieguen lo de Vitoria, Bobadilla y Sevilla; no nieguen los hechos, porque están sangrando.



  —[193]→  

ArribaAbajoLa educación del rey

Los niños suelen ser monárquicos; a lo menos en tierras que tienen antigua tradición de realeza.

Esta observación no la hago para preparar mi entrada en el partido dinástico, porque yo soy un posibilista de los que han de seguir siempre con Castelar; y como Castelar no ha de pasarse a la monarquía, yo me contento con declamar como Radamés al final de un acto de Aida:

¡Sacerdote, io resto à te!



Bueno; pues aunque yo sea republicano vitalicio (y por ello no me doy tono, como no me doy tono por creer que todos los radios del círculo son iguales), reconozco que los niños, a lo menos en España, casi todos son monárquicos.

  —194→  

Verdad es que algunos republicanos hacen gritar a sus chiquitines ¡Viva la república!, como podían enseñar a un loro a ser partidario de la democracia pura; bien; pero yo no soy de esos, y reconozco que a los niños debe de entusiasmarles más el poder de un rey (que ellos se figuran siempre y naturalmente absoluto), que las funciones armónicas, o el templar gaitas de un Cleveland o un Carnot.

Yo tengo un chiquitín de cinco años que anda siempre muy preocupado con las grandezas del cielo y de la tierra, y suele entablar conmigo diálogos del tenor siguiente:

-Papá; el mar, donde es más hondo, ¿le llegará a Dios a las rodillas?

-Por de pronto, Dios no tiene rodillas...

-Y a los reyes, ¿adónde les llega el agua?...

-Algunas veces al cuello; pero no precisamente cuando el Sr. Vallés y Ribot se vuelve a su bufete y el Sr. Sol se pone en Acuario... de cerrajas.

-Quién manda más; ¿Dios, o el rey?

-Positivamente, Dios.

-¿Y quién tiene más años?

-Dios también.

-Y quién manda más; ¿tú, o el rey?

-El rey, hijo. Yo no mando nada.

-¿Tú, nunca fuiste mandón?

  —195→  

-Ni lo seré.

-¿Qué fue lo más parecido a rey que tú fuiste en tu vida?

-Lo más, lo más... concejal y catedrático de entrada.

-¿Y por qué te quedaste a la puerta?

-Porque según el Consejo de Instrucción pública, «no he escrito libros».

-¿Pues y esos veinte y pico que tienes ahí?

-Esos no los ha leído el Consejo.

-¿Hay algún otro que haya escrito libros y no los haya escrito para ese Consejo?

-Sí, hijo; Menéndez y Pelayo, que vale muchísimo más que yo.

-¿Ese es rey?

-No, es sabio.

-Entonces el Consejo, que no sabe leer, ¿será rey?...

-No, hijo; se puede ser rey y saber leer y se puede no saber leer... y no ser rey.

-¿El rey sabe leer?

-¿Qué rey?

-El nuestro. El de los sellos... ¿Sabe leer?

-Pues hijo... no lo sé... supongo que sí.

-¿Y cómo no sabes eso, una cosa tan importante?

-Ahí verás...

-¿Y el rey sabe gramática? ¿Sabe el rey lo que   —196→   es pluscuamperfecto de subjuntivo como mi hermano el que tiene ocho años?

-No lo sé.

-¿Cuántos años tiene el rey?

-Siete acaba de cumplir.

-¡Ay qué pocos! ¡Menos que mi hermano el mayor! ¿Y para qué estudia el rey?

-No lo sé, hijo mío.

-¿Pero estudia? ¿Cuántas horas? ¿Qué libros tiene? ¿Le castiga el maestro? ¿Tiene institutriz? ¿Hace gimnasia como yo? ¿Le hacen hablar en francés antes de saber castellano? ¡Ay, papá, qué soso eres!, no sabes nada de lo que sabe o no sabe el rey...

*  *  *

Y es verdad. Nadie habla de eso; y lo que tanto deseaba saber mi muñeco, parece que no le importa aquí a nadie. Todos se enteran de lo que el rey cobra, y nadie quiere saber lo que aprende, que el día de mañana puede ser lo que paga.

-¿Para qué? -me decía ayer, hablando de esto mi amigo Tiberio Graco Fernández, rojo de buena fe, y más astringente que el tanino en materia de política parlamentaria; quiero decir, retraído y   —197→   obstruccionista como un socio de la tertulia de Esquerdo.

¿Qué nos importa a los republicanos que el rey se eduque bien o mal, se instruya o deje de instruirse? ¡Para lo que ha de durar la monarquía!

-Mira, Tiberio -replicaba yo-; el ser buen republicano no consiste en ver la república en puerta. Yo puedo querer tanto como tú a un amigo ausente, y sin embargo, dudar si vendrá por la Pascua o por la Trinidad; pues así, el que no cuenta con el triunfo próximo de las ideas que defiende y es consecuente, es más fiel, más leal, tiene más mérito que el que espera la victoria para la mañana siguiente. Los cristianos que siguieron siéndolo después de convencerse de que la vuelta del Mesías iba para largo, acreditaron mejor su fe que los que creyeron que verían a Jesús por las nubes antes de morir ellos en este mundo perecedero... Todo buen republicano debe ser, ante todo, buen patriota; amar la república, no como una fórmula, sino como un bien para la patria; luego el bien de la patria es lo primero: y como el bien del objeto amado debe procurarse con previsión, hay que ponerse en todo, y entre otras cosas, en lo peor. Supongamos que la monarquía dura y dura... No me dirás que metafísicamente es imposible...

  —198→  

-Metafísicamente... no; pero si hacemos la revolución...

-Como no hagáis la revolución en la metafísica, no me podrás negar que puede durar la monarquía...

-Puede; porque ya no hay caracteres...

-Sea. Como no hay caracteres, puede durar la monarquía; y en tal caso, ¿no importa a todo ciudadano, republicano o monárquico, la educación del rey? Tú mismo has dicho mil veces que un rey, aun constitucional, puede mandar mucho si es listo y enérgico, y es verdad. Sobre todo, en países como España, donde las Cortes se van tras el Gobierno, el rey puede, con sus funciones armónicas, mandar por tabla muchísimo. Constitucional o no, un rey bien educado puede hacer mucho bien, y un rey mal educado puede hacer mucho mal.

»Pues aquí donde tanto preparamos el porvenir con leyes de mil clases, garantías de todos géneros, ¿quién piensa en ese factor tan importante, como es posible que en lo porvenir lo sea para la suerte de España, la instrucción y la educación del rey? Se habla mucho (aunque se hace poco) de la instrucción pública, del maestro de escuela. ¿Quién se acuerda del maestro del rey? Se ha dicho que el maestro de escuela venció en Sedan. El maestro del rey puede perdernos en cualquier parte.   —199→   ¡Cuántas batallas habrá perdido España, que siempre pierde en sus guerras civiles, por culpas de maestros reales! ¡Es tan delicada misión la de educar a los reyes! Todo un Bossuet, que escribió un libro inmortal para enseñar las leyes de la historia al Delfín, su discípulo, no pudo impedir que el Delfín saliera un mala cabeza, que de haber llegado a reinar, hubiera dado grandes disgustos a su patria.

»No basta que la madre de un rey sea buena, porque, si bien es muy importante, no es todo, ni con mucho, la educación por la madre.

»Los simples ciudadanos tenemos maestros, además de tener buena madre.

»¡Cuánto se estudia hoy lo que debe ser, lo que debe hacer el maestro del simple ciudadano!

»¡Y nadie piensa, en el Estado, en tomar en serio, con cuidadosa atención, el asunto de la escuela del rey!

-Pero esa desidia es mayor culpa en los monárquicos -dijo Tiberio.

-Ciertamente, mucho mayor. Porque ellos deben reconocer que uno de los defectos de la monarquía consiste en lo mucho que hay que dejar al azar de la naturaleza, que puede hacer que sea bueno o malo el que la ley a priori elige para rey; y en vez de enmendar este defecto en lo posible, recordando con Calderón que es posible vencer a   —200→   las estrellas, en vez de enmendarlo por el arte de la educación, añaden casualidad a casualidad, azar a más azar; y no ven, ¡insensatos!, que en tanto que ellos disputan y se afanan por vanas fórmulas parlamentarias y por cuatro ochavos de menos o de más, la fortuna ciega puede estar preparando en Palacio, con la urdimbre del hábito, de la sugestión y de la herencia, los más graves problemas de la política futura... las vicisitudes de la vida nacional de mañana...

-De modo que, según tú, importa mucho a todos velar por la educación del rey...

-Sí, a todos: a los republicanos, por si acaso; a los monárquicos, por serlo; a España, de todas maneras.

-Según eso... ahí tienes un destino que podría desempeñar sin desdoro un republicano... posibilista.

-¿Cuál?

-El de maestro del rey.

-Claro que sí, cualquier buen patriota... que además fuera buen maestro.

-¿Admitirías tú el cargo?

-Si lo mereciese, con mil amores.

-¡Tránsfuga!

-Si lo mereciese; pero como no lo merezco...

-Bueno; ¡pues tránsfuga, en pretérito imperfecto de subjuntivo!



  —[201]→  

ArribaAbajoLa coleta nacional

De los mejores capítulos de Gil Blas, por humanamente melancólicos, reales y profundos, son aquellos en que se pinta la caída del conde-duque, su amargura, que no puede endulzar una tardía insuficiente resignación filosófica, tristeza que la debilidad convierte en larva, en fantasma que acaba de matarle, con ayuda de los doctores.

Si fuera Lagartijo, que no lo sé, hombre aficionado a las lecturas sanas y correctas, acaso estimara bueno repasar esas clásicas páginas a que aludo, al verse hoy en situación tan semejante a la del conde-duque, por culpa de la desgraciada última corrida.

Por las puertas de las cocinas de Palacio, muy de mañana, por miedo del vulgo, huye, según Gil   —202→   Blas, el conde-duque de la corte, camino de su retiro de Loeches; y, según los periódicos, al día siguiente de la brega famosa, muy temprano también, y a hurtadillas, salió Rafael Molina para Córdoba huyendo de la mala voluntad de la plebe, su señor absoluto, su Felipe.

Estos pueblos soberanos que gustan de toros, tienen mucho de aquellos reyes, arbitrarios también, amigos de jaranas, y sus respectivos favoritos no tienen más remedio que resignarse cuando la fortuna les vuelve la espalda.

Sin embargo, en esta comparación lleva la ventaja el Austria, ligero y altivo, que al fin podía achacar, si no toda, gran parte de la culpa de la pérdida de Portugal, al conde-duque.

Mas el pueblo madrileño, ¿con qué pretexto de justicia pudo mancillar en una sola tarde de vejamen desprecios, insultos y fieros ataques, los laureles que el aluvión de lustros y lustros había depositado sobre las sienes del matador famoso?

Matara como quiera el último día de su carrera el torero de más gloria entre los vivos, el pueblo que le había idolatrado, que aquel mismo día le había tributado el diezmo de oro, no debía insultarle en la plaza, porque era aquella última faena, más que una de tantas, el símbolo melancólico de toda una vida de sustos y estocadas, imagen de   —203→   la muerte civil, o por lo menos tauromáquica, de un héroe de la muleta y el capote.

O hablando con toda seriedad, no merecía una silba el hombre que, si contribuyó a mantener en España una afición nociva (y si no hubiera sido él, hubiera sido otro, aunque menos diestro), también puede decir en su abono que con gracia y bizarría libró de la muerte a cientos de míseros picadores, metiéndose al quite como una providencia de sentimental y moralizador melodrama.

Si Lagartijo es pensador, recordando la crueldad caprichosa, el corazón duro y tornadizo de las multitudes, podrá dar sanos consejos a los maletas que vayan a visitarle en su retiro; y acaso les diga como el Wolsey de Shakespeare decía a Cromwell, después de haber perdido el famoso cardenal el favor de Enrique VIII:


«Mark but my fall, and that that ruind'd me.
Love thyself last . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Still in thy right hand carry gentle peace
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Be just and feart not
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Farewell
The hopes of court! my hopes in heaven do dwell!».
«Observa mi caída y lo que me ha arruinado.
Ámate a ti mismo después que lo demás.
Siempre en tu mano derecha lleva... la paz.
       Sé justo y no tengas miedo.
—204→
       ¡Adiós
las esperanzas cortesanas! ¡Mis esperanzas habitan en el cielo!».



*  *  *

Mas... porque se retirara el conde-duque a Loeches, ¿dejó de perder España a Portugal? ¿Con despedir a Wolsey, consiguió Enrique VIII la paz con su familia ni en su reino ni con Roma?

Por silbar a Lagartijo y obligarle a cortarse definitivamente la coleta, ¿salvarán la institución taurina los aficionados?

El conde-duque y sus desaciertos son un episodio en la decadencia de España.

La corrida escandalosa de la coleta es un episodio en la decadencia del toreo.

Del agravio de Lagartijo no brotará una generación de Pepe-Hillos...

No hay toros.

(Los que hay, son demasiado fin de siècle para la lidia).

No hay toreros.

No hay crítica taurómaca.

Porque, ¿quién critica?

Los mismos que juzgan las comedias y las sesiones del Congreso y los libros de los amigos.

  —205→  

Los que no saben lo que es una larga y escriben conduciera (histórico).

Y no hay público, verdadero público; no hay afición.

Hay prurito, pero no afición verdadera.

Los toros se van, puesto que no puede haber toros no habiendo quien los mate bien.

El país se hace viejo, el país se pone triste; estos tiempos de pobreza y de anemia moral, no son para las alegrías de la plaza.

Aprovechemos esta decadencia más, para civilizarnos un poco.

Los toros son un espectáculo hermoso...; para españoles, a lo menos; son el juego del heroísmo, el drama realista de la valentía, que tan pocas veces nos ofrece hoy la vida ordinaria.

Hoy que los diputados, cogidos por la justicia, saltan la barrera de la inmunidad parlamentaria; hoy que los más fieros enemigos que hablan de beber sangre se baten con sables sin punta y casi sin corte; hoy que apenas se ven más bravos que los apóstatas, que tienen el valor de su apostasía, en espera del sueldo correspondiente..., hoy las hazañas del ruedo tienen que ser espectáculo interesante, un rincón de Edad Media, no romántica, sino naturalista, es verdad; pero ¿qué le hemos de hacer si ese valor también se va, si esa destreza se pierde, si la inteligencia del toreo concluye?   —206→   Aprovechar la ocasión, repito, para ser algo más europeos ya que no podamos ser dignamente africanos.

Démonos tono de gente civilizada y libremos al arte de la vergüenza de una vejez chocha y humillada.

Como Frascuelo, como Lagartijo, el país torero... debe cortarse la coleta.





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