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Para una diacronía de la entonación de frase

Sebastián Mariner Bigorra





El título de esta contribución es voluntaria y conscientemente ambiguo: en él, «para» lo mismo quiere ser entendido como propagandístico (aspira, en efecto, a captar ánimos y simpatías a favor de que sea trabajado el tema de la entonación también en G.ª histórica) que como introductorio de semas de interés y de destino: en este sentido, podría haberse explicitado, respectivamente, como «Metodología para...» o «Materiales para...». Pero tales explicitaciones lo habrían hecho -aparte de mucho más largo- excesivamente rumboso: no tengo seguridad ninguna de que estas consideraciones lleguen a convencer de que realmente no faltan procedimientos ni datos para emprender la actividad que trato de propagandizar.

Efectivamente, aun desprovisto de indicadores de unas metas que puedan parecer inalcanzables de puro lejanas, cabe que se le tache, aun en su simplicidad, de optimista en demasía. Para un estudio diacrónico -sobre todo hoy, en que ya no se admitiría fácilmente una mera historia de la evolución de unos elementos, sino que se exigiría presentarlos evolucionando en su conjunto- se requieren las correspondientes descripciones sincrónicas previas. Y ¿dónde están? Incluso de las que versan sobre lenguas actuales, observables, registrables y experimentables en laboratorio fonético, justamente un especialista en tales experimentos y descripciones, el doctor A. Quilis, ha podido escribir recientemente1: «La metodología de la investigación del suprasegmento entonativo se ha ido perfilando en estos últimos años. La entonación era y es aún tan compleja, que muchos investigadores piensan que es imposible, o muy difícil, llegar a sistematizarla». ¿Cuánto mayor la dificultad tocante a lenguas pasadas, o a estadios pretéritos en general, que ya no cabe observar, registrar ni mucho menos experimentar? Lenguas pasadas y estadios pretéritos cuyo conocimiento es, por definición, necesario para el estudio diacrónico. A mayor abundamiento de obstáculos, esta diacronía se ve desasistida de lo que permite hacerla en tantos otros terrenos con logros espectaculares: los registros de la correspondiente lengua escrita. Para no ir más allá, porque no hace falta, piénsese en el cúmulo de datos que las grafías han proporcionado para la Fonética histórica; Morfología, Sintaxis, Semántica, incluso la Métrica, gozan de similares beneficios. La entonación ha venido siendo probablemente la Cenicienta en el caserón amplio y no pocas veces suntuoso de los textos escritos, lo mismo en silabarios -micénico, devanāgarī- que alfabéticos. Todavía en la actualidad no tiene otro cobijo que el desmantelado de unos signos de interrogación y «exclamación», entre los que deben desigualmente repartirse las entonaciones -tan distintas- de la pregunta y la sorpresa, de la ira y la compasión, del dolor y la alegría, de la admiración y el desprecio, de la euforia y el despecho, y de tantos prosodemas más... en la mayoría de las escrituras del mundo. Y, al parecer, sin grave preocupación de sus usuarios: ¡tanto es el poder de la rutina! Más bien al contrario: ¿quién, que tenga edad para ello, no recuerda el escándalo de tantos sesudos educadores y Sociedades protectoras de la juventud y de la infancia ante la tímida aparición de algún tema sobre curvas de entonación por primera vez en el plan de Bachillerato de 1951?


I

Y, sin embargo, pese a todas estas dificultades, el estudio de la entonación es tan importante, que no necesita ser propagandizado: basta con atender a su carácter relevante, portador de significados, como los demás prosodemas o rasgos suprasegmentales. Lo que sí, tal vez, convenga propagandizar es que ese estudio no se detenga en la sincronía -o en las distintas sincronías-, sino que, como ha ocurrido con los demás rasgos prosódicos, la entonación sea tratada también diacrónicamente y en el plano de la Lingüística general.

En primer lugar, por sí misma: no es justo que se dediquen resmas de papel desde hace siglos a la evolución de la naturaleza y colocación del acento desde el indoeuropeo al románico, o que la diacronía de las diferencias cuantitativas ocupe semanas de trabajo en un curso de Latín tardío, y de la entonación no se escriba ni se diga nada, ni siquiera que no se le conocen variaciones en los períodos aludidos -caso de que se crea así- o -si no se cree- que no se sabe si varió o no.

Pero, aparte de este motivo de justicia distributiva, en orden a tratar al tercer prosodema como se trata a los otros dos, hay, en segundo lugar, razones de índole utilitaria y práctica. Los hechos que determinan la evolución de una lengua suelen relacionarse de manera concatenada recíprocamente. Se corre el peligro, pues, si se margina, por difícil, el estudio diacrónico de la entonación, de hacer también muy difícil el de otros fenómenos muy conexos con ella. Dentro de estos supuestos metodológicos no cabe renunciar voluntariamente a ninguna parcela de la diacronía, so pena de exponerse a una serie de choques -o, al menos, atascos- en cadena, si se aspira a hacer diacronía global o del sistema, o, aun pretendiendo sólo hacerla de una cuestión particular, verse con el camino cerrado. Y puede tratarse de cuestiones muy importantes. (Triste que una gran batalla se perdiese por sólo un clavo de una herradura de un caballo). Por ejemplo, uno de los más grandes hallazgos en Sintaxis latina en este último tercio de siglo pende fundamentalmente de un hecho de entonación. Los que fuimos testigos de su primera explosión en público (IV Congreso Nacional de Estudios Clásicos, Barcelona, abril de 1971) por parte de nuestro colega, doctor Lisardo Rubio, guardamos todavía la vivencia de la claridad con que fuimos instruidos y de la seguridad con que nos convenció; y eso que venía a derribar una de las convicciones que más seguras creíamos tener. Por todas partes se nos había enseñado que el estilo indirecto latino tenía la misma sintaxis que las completivas dependientes de verbos de decir, como caso particular de ellas que era. Y va Rubio y lo niega en redondo y conquista al auditorio básicamente con el argumento de que, en la subordinación completiva, la entonación se unifica (por ejemplo, las tres, tan distintas, «sales. ¿Sales? ¡Sal!» pasan a la única, declarativa, «digo que sales: pregunto si sales; mando que salgas»). No se trataba sólo de que se estaba destruyendo una rutina falsamente didáctica; era toda la naturaleza del indirecto la que cambiaba de ser: en él las diferencias de entonación se mantienen: «DICO EVM EXIRE AN EXEAT? EXEAT!». Quítese la seguridad de esta diferencia mantenida en la historia de la entonación, y toda la argumentación se queda sin base2.

Todavía un tercer motivo para no prescindir de lo que se pueda elaborar -y cuanto antes- en una diacronía de la entonación: con su estudio no sólo se halla involucrado el de la diacronía en general -según acaba de ejemplificarse-, sino asimismo el de la entonación en general, esto es, la sincrónica: también en este aspecto la ciencia se puede «ir construyendo en espiral»: cada trazo de la voluta plantea la existencia de un posible nuevo centro desde el que dibujar otra semicircunferencia de mayor radio, y así sucesivamente: el estado de la entonación en un período de la lengua sirve para indagar el de un período anterior, pero éste y sus precedentes incluso pueden servir para explicar el estado actualmente observable.




II

Siendo tan necesitada -en activa y en pasiva: por lo que se necesita, y por lo mucho que ella, a su vez, necesita- esta diacronía, es lógico rebañar de todas partes lo que pueda servir en algún aspecto para su estudio.

1.º Empezando por los medios directos, la indigencia se patentiza todavía más al atender al que ya se ha aludido como directísimo, pero muy endeble:

A) La historia de los signos que en las diferentes escrituras han servido para representarla, siquiera sean tan escasos en nuestro uso y, al parecer, en la historia de la escritura en general3. Naturalmente, convendrá prescindir de la tentación del argumento ex silentio: no porque no hubiera representaciones gráficas hay que suponer inexistentes o irrelevantes las diferencias de entonación. En efecto, luego, al tratar de los medios indirectos, quedará explicitado que, como era natural que ocurriese, mucho antes existieron los entonemas que los signos inventados para representarlos, bien que mal.

B) Por supuesto, son de alto valor -lástima que también escasos y la mayoría de las veces no bien distintos de los testimonios que se refieren al acento- los datos conservados acerca de la entonación en autores que se han ocupado de la expresión en general; por lo que a los gramáticos y rétores clásicos se refiere, los que han codificado reglas sobre la dicción oratoria en particular. Así, los capítulos de la Rhetorica ad Herennium dedicados a la pronuntiatio, o los párrafos en que Quintiliano aconseja los tenores o modulaciones de la voz más rentables para el futuro orador4.

2.º La terminología gramatical y las explicaciones teóricas de los antiguos pueden también rendir servicios útiles entre los procedimientos más bien indirectos.

A) Comenzando con ellos este grupo, cabe ejemplificar, pongo por caso, con la oposición que Nigidio Fígulo, contemporáneo de Cicerón, establecía entre el valor de vocativo y el de genitivo que un vocablo como Valeri podía tener, según se le acentuara en la e o en la a. Ya a Gelio5 le chocaba -como sigue chocando en la actualidad- que la denominación del genitivo fuese, en el párrafo de Nigidio, «interrogandi casus», en oposición a la del vocativo, que bien entiende todo el mundo que se llamara «uocandi casus». Que pudiera intentarse reflejar una distinción difícil de una forma polivalente mediante el recurso a una terminología de la entonación (la de pregunta en oposición a la de llamada) permite suponer, no sólo que el gramático las percibía y distinguía claramente, sino que las suponía percibidas y distinguidas también claramente por sus lectores.

B) Particularmente interesantes para la diacronía de la entonación -bien que asimismo utilizables sólo indirectamente- son los casos concretos de «etimología frásica» -si se puede llamarlos así6- que comportan el testimonio de un cambio en la modulación de los elementos cuestionados. Sencillamente, se dan trasiegos de elementos desde un plano de las funciones del lenguaje a otros; ahora bien, si en uno de origen la entonación había de ser distinta de la de llegada, el admitir una etimología así como verdadera supone darse por enterado y conforme de un cambio de entonación:

a) Para empezar con uno que no parece discutible, inaugurando con él los que testifican un paso de entonación impresiva a interrogativa, cf. el empleo educadísimo del fr. pardon? (probablemente imitado también en cat. y en cast.) para pedir que se repita algo que no se ha entendido. Puede añadirse el grupo de los ¿mande? y análogos en otras lenguas de que ya me ocupé hace unos años al defender la posibilidad de que tal entonación interrogativa fuese compatible con estas formas de imperativo o equivalentes -el telefónico «¿diga?»7.

b) De impresiva a expresiva hay testimonios muy probables en tantos anteriormente vocativos pasados a interjecciones de muy distintos significados, cf. lat. hercle, cast. «¡Dios mío!» en boca de un ateo.

c) El cambio puede proseguir, y llegar a mero «dicton» declarativo -o neutral en cuanto a la entonación, tomando la del miembro de frase en que se halle-. Así, cantidad de tacos más o menos soeces que debieron de empezar en exclamaciones auténticas (vinieran o no de vocativos) han acabado en mots chevilles más o menos expletivos y que no conservan de su antiguo carácter exclamativo más que una cierta mayor expresividad o tono de confianza, por ejemplo, «¿dónde demonios está?», así con entonación interrogativa, < «¿dónde, demonios, está?», con un nombre del diablo primeramente en vocativo, luego pasado a mera exclamación, luego a esta intensificación del ansia de la pregunta. Pero no sería de entonación interrogativa el resultado, sino meramente declarativa si se hubiera formulado en un contexto como, por ejemplo, «no sé dónde demonios está». (Y habría faltado poco para volver a ser de nuevo impresivo en otra como por ejemplo: «díselo donde demonios esté»).

d) A veces, las indicadas «etimologías» parecen un tanto más complejas: comportan una especie de metalenguaje unido al cambio de entonación por transfuncionalización que aquí viene interesando. Por ejemplo, el tránsito de expresivo a declarativo del grupo ahora, «substantivado» en «aquello era el acabose», esto es, el «¡acabose!», con toda la carga de emotividad y protesta que puede originar en los que esperaban que continuara; cf. en cat. la expresión despectiva -de origen más probablemente aún en una impresivo-interrogativa de últimas horas de mercado, cuando los precios llegan a ser ínfimos ante lo cercano de la hora de cerrar- en contextos declarativos del tipo «tot va a qui m'ho acaba» (= todo va de cualquier manera, lit. «a quién me lo acaba» < ¿quién me lo acaba?). O -con un contexto parecido, pero de procedencia no despectiva, sino ponderativa, lo que determina el sentido del uso transfuncionalizado-: «i tots allí terra d'escudelles, dones» = y allí todos se comportaban contentos como cuando en el mercado se anuncia abundancia de tierra para fregar cacharros a las clientes en potencia8.

c) En algún caso, más que de traslado a otra función, parece que habría que hablar de cruce entre las entonaciones de dos funciones diferentes. Tal, si no me equivoco, el vulgarismo «¡oyes!» = ¡oye!, probable cruce entre éste y el interrogativo «¿oyes?».

d) Un tipo de cruce muy distinto del anterior, como que en éste el trueque de la entonación es voluntario y razonado, es el que modula con tono interrogativo unos supuestos «por» o «pues» que, en boca del interlocutor, iban a servir para introducir la causa de lo que acaba de enunciar -entonados declarativamente, por supuesto-. Ejemplos9: «no me esperes hoy. -¿Por...?»; «No me esperéis esta tarde. -¿Pues?».

C) Una larga serie de cambios de entonación pueden producirse -incluso sin ir acompañados de alteraciones de función- al cambiar el status gramatical, por ejemplo, de frase independiente a sintagma subordinado, como cabe que ocurran al alterarse el régimen de las palabras. Así, por ejemplo, en latín los acusativos meramente declarativos de «Ciceronem clamauit» o de «dicat Gloriam» representan, respectivamente, entonaciones impresiva y expresiva «Cicero!» y «Gloria...!», que son lo gritado efectivamente según el relato de Cicerón y lo preceptuado al chantre en la Regla de S. Benito10. De modo paralelo, pues, cabe el paso de independiente a subordinada, y a veces sin ninguna otra alteración formal -de tiempos o de modos-: sólo la interpretación que ha llegado a estabilizar en los correspondientes relatos evangélicos las «puntuaciones» opuestas «Vis imus et colligimus ea?» y «Sine: uideamus an ueniat Elias liberans eum» es la responsable de que, en el primer caso, se tenga a imus subordinado a uis, en lugar de «Vis? imus et colligimus ea?» (= «¿Quieres que vayamos y la arranquemos?» frente a «¿Quieres? ¿Vamos y la arrancamos?»), en tanto que en el segundo se ha mantenido uideamus como un exhortativo independiente en lugar de «Sine uideamus an ueniat Elias liberans eum» (= «¡Deja!, veamos si viene Elías a liberarle» frente a «Deja que veamos si viene Elías a liberarle»)11.

También aquí la intervención del metalenguaje puede dar lugar a modificaciones mucho más complejas. A veces, tanto, que se pierde prácticamente del todo la conciencia de lo que en realidad se está diciendo. Confieso que hasta entrar en contacto con la ortografía oficial, carecí de revulsivo eficaz para librarme del letargo de inconsciencia con que entendía y usaba abundantemente una frase hecha que en catalán viene a equivaler más o menos al cast. «a pedir de boca». Tal como la aprendí en mi comarca, da la impresión de ser un giro con repetición, del tipo de «grasa que toca, grasa que quita» y otros similares: «(tratar a alguien, salir las cosas, etc.) a cor que vols, cor que desitges». Y no hay tal; dista mucho de poder haber tal a vista de la escritura correcta del giro: «(tractar, anar les coses, etc.) a cor, què vols? cor, què desitges?» (= corazón, ¿qué quieres?, corazón, ¿qué deseas?).

También aquí, en el plano de la frase, ofrecen interés, como lo ofrecieron en el de la palabra, los híbridos de función, tan difíciles de desambiguar. El latín cristiano presenta series de ejemplos en un terreno límite de expresión e impresión: la invocación litánica aparece algunas veces confundida con la aclamación latréutica. Probablemente no anduvo lejos la influencia de la construcción predicativa del artículo gr., del todo confundible con la interjección ō de los vocativos una vez se desdibujaron las diferencias de cantidad. Lo cierto es que Hágios ho Theós pasó al latín como Sanctus Deus (y análogamente las dos invocaciones subsiguientes), pero al castellano no como «Santo es Dios», es decir, predicativamente, sino entonado como invocación «¡Santo Dios, (Santo Fuerte, Santo Inmortal!)». Y ¿cómo no, si la zancadilla la ponía una inmediata invocación en 2.ª persona «eléēson ēmâs» (lat. miserere nobis, cast. «ten piedad de nosotros» -cambiada, por la «fuerza del consonante», en «líbranos, Señor, de todo mal»)? Una vez abierta la espita, los ejemplos forman serie: «Sancta Trinitas, unus Deus», en lugar de «une»; «Sanctus, ... ... Dominus Deus Sabaoth», tan pastoralmente vertido por «Santo, ... ... es el Señor Dios del Universo, llenos están los cielos y la tierra de tu gloria»; «Domine Deus Agnus Dei, Filius Patris», frente (y casi inmediato a) «Domine Fili Unigenite, Iesu Christe». Y no sólo entre nominativos y vocativos es el balanceo: la mayoría de las versiones románicas no dan como predicativos, sino como invocaciones los acusativos del comienzo del «Te Deum laudamus. Te Dominum confitemur»: «A Ti, ¡oh Dios!, alabamos, a Ti, Señor, te confesamos», en vez de «Te alabamos como Dios, Te confesamos Señor».

D) Indirecto es también, si bien muy distinto de todo lo anterior, el testimonio que puede proporcionar la Gramática comparada, a base de la proyección hacia el pasado de los elementos concordantes que, respecto a la entonación, pueden detectarse en las lenguas derivadas. Así, por ejemplo, la remisión al i.-e. de la entonación ascendente de la interrogativa, explicada por Kretschmer12 como originada en una «mitad» de una interrogativa doble: a fuerza de sobreentenderse, por repetido, un «... o no?», un «¿Vienes?» habría quedado con el tono elevado propio de la parte central de la curva melódica habitual de la frase.

E) Por último, más indirectamente puede testificar acerca de la historia de la entonación la de la Música, en tanto en cuanto se trate de melodías compuestas para acompañar a unos textos cuyos entonemas se han propuesto respetar.

Naturalmente, es de absoluta necesidad, para aprovechar estos datos, percatarse previamente de si ha habido o no esta intención de respetar o parodiar la modulación de la frase hablada. Lo que parece evidente para imitar la pregunta y aun la sorpresa renuente en el jamás bien ponderado «¿al ↑agua↓?» de «María Cristina me quiere gobernar» no podría ser aplicado a una cadencia como la de «¿Cómo quieres que tenga la cara blanca?», visto que la melodía se repite inmediatamente con el verso rimado «si soy carbonerito de Salamanca».

Así, con un ejemplo múltiple: No valen los tonos de los Salmos o de las Lamentaciones gregorianos para saber si «Haeccine est urbs... perfecti decoris, gaudium uniuersae terrae?»13 terminaba en cadencia, porque igual es la melodía de los demás finales de lección, tanto acabados en pregunta como en aseveración. En cambio, sí son preciosos los neumas ascendentes de todas las preguntas en los narrativos de lecturas evangélicas (simple y solemne) y de Epístolas: cabe tenerlos como fieles testigos de que, cuando se acuñaron, la interrogación comportaba ya un final de curva ascendente, como hoy.

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Argumentos múltiples y variados. Ya que había que ser abogado de pobres, excúsese la pretensión de una relativa riqueza en la documentación.







 
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