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Plática 40

Cuarta de la obediencia


1. Tratamos en la plática pasada del amor y caridad con los Superiores y del respeto que les habemos de tener: cómo no habemos de ser curiosos en mirar sus faltas, cuánto más echarlas en la plaza y murmurar de ellos; y cómo el desacato que a ellos se hace redunda en desacato del mismo Dios, que, como se dice en el Exodo, 16, non est murmur vestrum contra nos; nos enim quid sumus? sed contra Deum qui misit nos. Así, vemos que Dios castiga gravemente las murmuraciones que de ellos se hacen, como le pasó a María, hermana de Moisés, que, por murmurar de su hermano, permitió Dios que se hinchiese de lepra, y mandó que la echasen fuera del Real. Y dice Aquí veréis el castigo que Dios hace a los que ponen lengua en sus mayores, queriendo que estén como leprosos. Por eso dijo en el Éxodo: Diis non detrahes. Dioses los llama, y quiere que, como a tales, se les haga honra. Y si preguntáis la causa de ese mandamiento, es por la facilidad que hay en murmurar. No puede el Superior tener a todos contentos; muchas veces manda cosas contrarias a nuestro gusto; nace de ahí murmuración. Pues para que no la haya es necesario que entre Dios de por medio, poniéndonos freno y mandándonos: Diis non detrahes.

2. Trataremos, pues, lo que resta de la Regla 32, que es de la disposición que el súbdito ha de tener para obedecer, que es la indiferencia en las manos de sus Superiores. Y para tenerla, es necesario estar siempre despegado de todo lo que no es Dios. Mihi adhaerere Deo bonum est. Y el Fundamento de los Ejercicios nos enseña esta indiferencia. Y dícese «fundamento», porque es principio universal en que se enseña cómo ha de asirse un hombre a Dios no permitiendo cosa en el corazón que impida, entibie y quite este amor. También, en el capítulo 1.º del Examen, quiere nuestro Padre Ignacio que se le pregunte al que entra en la Compañía, si tiene indiferencia para tener por bien y contentarse en el estado que le pusieren; que la Compañía quiere que sus hijos estén de su parte indiferentes. No quiere que nadie sea suyo, sino que viva sin trazas; que eso es ser religioso: entregado a voluntad ajena; que ha tomado por su voluntad la de otro en nombre y por amor de Dios; que no se rija por su albedrío, como dice San Jerónimo, escribiendo a Rústico monje: Facies id quod non vis, subiicieris cui non vis. Comerás no a tu voluntad; no has de hacer lo que quisieres ni vivir a tu albedrío pro tuo arbitratu, porque el religioso hace a Dios sacrificio de su voluntad por la obediencia. Por eso dice San Gregorio que vale más la obediencia que el sacrificio, porque en el sacrificio mátase carne ajena de los animales; mas, por la obediencia, mortifica su carne, sacrificando a Dios su voluntad. Y San Juan Clímaco llama a la obediencia sepulcro de la voluntad, porque por ella se pone siete estadios debajo de la tierra, para que no vuelva a resucitar. De aquí viene su excelencia, que, como dice San Gregorio sobre el 1.º de los Reyes «longe altionis meriti est propriam voluntatem semper subiicere alterius voluntati, quam magnis ieiuniis corpus atterere aut per compunctionem se in secretiore sacrificio mactari; quia qui perfecte voluntatem praeceptoris impleverit, in caelesti regno et abstinentibus et flentibus excellet; porque los que se han sujetado a la obediencia hacen gran ventaja a los abstinentes. Y otra ventaja os diré, dice San Gregorio, que hace la obediencia a las demás virtudes; que todas ellas pelean con los enemigos, pero la obediencia triunfa de ellos; como al demonio le echaron del cielo por ser desobediente, le dan por pago al obediente el mismo cielo; quare vir obediens loquetur victorias. Y esta obediencia es nuestro ejercicio y el negar vuestra voluntad y no regirnos por ella.

3. Y así dice San Buenaventura (in Speculo novitiorum, parte 1.ª, cap. 4.º), que la perfección de la Religión consiste en negar la propia voluntad; y esto ha de ser en dos maneras: la 1.ª en hacer con prontitud y alegría lo que se manda; que eso significa devote, que él usa de esa palabra. La 2. no hacer ninguna cosa por nuestra voluntad, sino por la voluntad ajena; que no solamente no debe hacer el religioso lo que es malo, mas ni aun lo que es bueno, sin orden del Superior. Y San Basilio, en dos lugares de aquellas homilías que son el fundamento de la Religión, la primera de rerum abdicatione y la 2.ª de institutione monachi, dice en el primer lugar: Hoc apud te constanter teneto: ut nihil omnino praeter praepositi sententiam facias; quidquid enim praeter sentemtiam illius facis, ad furtum et sacrilegium spectat, quantumvis tibi bonum videatur. Mira primero el Superior que tomas, y, habiéndolo tomado, oye este consejo, que importa mucho: que no hagas ninguna cosa sin licencia del Superior, etsi tibi bona videatur; porque si las haces con presunción y por voluntad propia, hurto es, sacrilegio es el que cometes, y antes te hará daño que provecho, aunque lo que haces sea bueno. Y de Institutione monachi, dice: Vera et perfecta obedientia subjectorum consistit; si quis e superioris consilio non modo a rebus fiagitiosis abstineat, sed neque quae laudabilia sunt sine sententia illius faciat: No hagas aún lo que es laudable sin voluntad ajena. Y San Gregorio en el libro 32 de los Morales, cap. 21, habiendo tratado de los que sirven a Dios y de los que escogen vida particular dice: Quiero enseñaros otra doctrina más alta: que hay algunos que no se contentan con la pobreza; sed ut ordinem sublimioris discipulatus apprehendant, intimas parant frangere voluntates et non solum pravis desideriis, sed ad perfectionis cumulum, etiam in bonis votis sibi renuntiant, ut cuncta quae agenda sunt ex alieno arbitrio observent: que es el andar buscando quebrar las voluntades íntimas, aquella voluntad que es propia tuya, con la que naciste y te criaste: no sólo absteniéndote de lo malo; sino en lo bueno, de gobernante por el parecer de otro. Y San Bernardo, serm. 27 in Cantica: Grande malum voluntas propia qua fit ut bona tua, bona non sint; que se declara, como él lo dijo luego: Non legisti in regula vestra (hablando de la de San Benito), quod quidquid sine voluntate et consensu patris spiritualis fit, vanagloriae deputabitur, non mercedi? Y este lugar lo declara San Buenaventura in Speculo (parte 1, c. 4). Por eso se llama la obediencia puerto seguro, como dice Santa Caterina en uno de sus diálogos: que el seglar navega nadando sobre sus brazos, mas los religiosos navegan en nao; unos van estribando sobre sí; otros sobre brazos ajenos; estriban no en su juicio propio, sino en el de su Superior puesto por Dios y por voluntad ajena. De ahí viene lo que dice San Juan Clímaco: que la obediencia causa gran seguridad y es madre de la discreción; porque en el hacer el hombre su propia voluntad hay soberbia, mas en el hacer la ajena hay humildad; allí, tinieblas, aquí, luz; porque sujetándose al Superior, descubriéndole todo su corazón sencillamente, él le va encaminando y dando luz para lo que debe hacer. De aquí es lo que nuestro Padre manda en la, regla 41: que no solamente debe uno dar cuenta al Superior de lo malo y de sus faltas e imperfecciones, mas aun también de los bueno, para que no haya lugar en tus devociones y ejercicios de virtud a ilusión del demonio, sino vaya todo registrado por el Superior que en lugar de Dios nos rige. Y en la regla, 32: que los de la Compañía dejen al Superior libre la disposición de sí mismo y de todas sus cosas. De manera que se ha de dejar el hombre gobernar de la providencia de Dios, para que él corte de mí como quisiere, como el barro en manos del ollero. ¿Soy yo vano, quiero guiar las cosas por mi parecer y juicio? ¿Quién eres tú, hombrecillo, que quieres dar trazas a Dios con que te gobierne? Déjale a Él todo el cuidado. ¿Qué sabes tú lo que te conviene? ¿A qué viniste a la Religión? ¿No viniste a buscar tu salud eterna y dejar tu gobierno en las manos de Dios, que Él sabe mejor tu negocio que tú? Mejor está puesto en sus manos que en las tuyas, y hácesle agravio, habiéndote encargado en su fidelidad, en volver a tomar el cargo de ti. Él te conoce antes que nacieses; Él tiene gobierno paternal para contigo; Él te gobierna por medio de los Superiores, y a ellos hemos de acudir con toda confianza.

4. Vamos adelante. Danos nuestro Padre en la regla 36 dos ejemplos, que son tomados de parte 6, cap. 1, que no sé si hemos hecho concepto ultimado de ellos. El primero es que nos hemos de dejar llevar y regir y gobernar de nuestros Superiores y de la providencia divina y paternal que Dios ejercita por medio de ellos, como un cuerpo muerto. Mirad cómo tratan a un muerto, que si lo ponen aquí, aquí se queda; y si lo menean se deja llevar; si lo maltratan, no se queja.

El segundo «como un bordón de un viejo, que sirve al que le tiene en la mano de cualquier cosa que quiera». Así ha de ser el religioso; que, así como el cuerpo muerto no tiene movimiento de sí, sino el que le dan, así el religioso, movido de su Superior se mueve; en no moviéndole se para; porque dice: «No soy mío, era prestado; soy de Dios; soy del Superior; lo que él quiere es mi voluntad».

El báculo tráenlo en la mano, hácenle honra, y otras veces quitan con él una telaraña; pásanlo acá, pásanlo acullá: así el religioso, ha de ser báculo que se contente en el lugar que le pusieren y diga «báculo soy»; la honra que me hacen, me la hacen de su bella gracia; si me ponen en el ministerio humilde, con él me contento; que de Dios soy yo y de los Superiores.

5. Concluye nuestro Padre, que así ha de ser el obediente verdadero; y que se ha de procurar acomodar a lo que quisiere la obediencia ad auxilium totius corporis religionis. En estas palabras está encerrado todo el gobierno de la Compañía. ¿En qué tengo de emplearme? En el servicio de este cuerpo universal de la Compañía. Y esto, no por mi juicio, sino del Superior, como el soldado que se pone en el puesto que le manda su capitán: si le pone a hacer centinela, si le pone en la vanguardia, etc., ad auxilium totius corporis religionis. Hermano, ¿a qué entrasteis en la Compañía?, ¿a ser profeso?, ¿a ser predicador o maestro? No. A nada de esto. Ad auxilium totius corporis. ¿No soy bueno para cabo de escuadra?, ¿no soy para centinela? No es vuestro cuidado ése, que no venís a la Compañía a ser Superior, sino a emplear vuestro talento y ese caudal que Dios os ha dado en servicio de la Compañía. Si Dios os quisiere poner en un rincón, en buena hora; si levantaros, también: que no vale uno más de lo que Dios quiere que valga. El ser profeso bueno es; mas mirad que tiene una añadidura dificultosa: como tiene voto activo y pasivo para ser Superior, mayor; no puede pretender dignidad ni oficio; que no pueden ser todos ojos en el cuerpo, ni todos manos; sino el cuidado del pie ha de ser servir a todo el cuerpo, y el de la mano de la misma manera. Cada uno, dice San Pablo, esté contento con su puesto, que la Iglesia de Dios tiene grados diferentes, y de ahí los tomó la Compañía. El tener éste o el otro no está a mi cargo, pero está a mi cargo buscar todo lo que es bajeza y desear estar al rincón y tenerme por indigno de cualquier cosa; y, como dice Santo Tomás tratando del deseo de las dignidades y las prelacías, cosa que sea honra hase de dejar a cargo de otros.

6. Y así, nuestro Padre, en el cap. 1 del Examen, luego al principio, dice, que no vinisteis a la Compañía, hermano, a ser profeso; que no tendréis por eso más gloria, sino por haber servido más a Dios. Tachadle la proposición, si os parece. Lo que hace al caso es servir y agradar a Dios. Tratad de dar buena cuenta de vos y de la honra de la religión; la humildad y mortificación está a vuestro cargo; que acabaréis los estudios, daros ha una «tísica», y dice Dios: «No le he menester; quiérole para otra cosa; no me faltará de quien servirme». Y por tanto, no haga el hombre trazas de sí, que no está eso a su cargo; Y está, como dice nuestro Padre, vacar a la mortificación. Y en el cap. 5 del Examen -porque de esta materia trata muy a la larga por ser cosa durilla esto de la indiferencia, porque somos hijos de Adán y tenemos honra-, por esto la apoyó tanto: Hoc tamquam certissimuni statuatur, quod multo melius et perfectius sit, ut ipse se regi a Societate sinat; quando quidem non minus quam ipse, quod exigitur ut in ea maneat Societas intelligit; ipsi vero maiori humilitati et perfectioni tribuetur maioremque fiduciam ac dilectionem in eos a quibus gubernandus est ostendet»: que tenga cada uno por cierto que a cualquiera le será mejor dejarse gobernar por los Superiores que por su propio juicio; y que en esto mostrará más confianza y fidelidad con Nuestro Señor; de manera que sea la elección de otro y no mía. Y dice Basilio (regla 48 fussius disput), una razón perentoria: «Si enim animarum nostrarum gubernationem ipsi commisimus velut Deo rationem daturo, absurdissimum penitus est fidem ei non habere».- Di, religioso: ¿no has fiado tu ánima de tu Superior? ¿Pues cómo no fías de él estudiar gramática o artes, cosas vilísimas y de tan poco precio? Has puesto en sus manos tu salud eterna, ¿y no pondrás cosas de tan poca importancia? Mira que no viniste a ser profeso, sino a entender en tu salvación, en lo que te mandaren; todo lo demás es accesorio. Y para que veamos cómo esta doctrina es de los Padre antiguos, Basilio en la constitución 22 de las monásticas, después que ha puesto el ejemplo de Abrahán diciendo la simplicidad y prontitud que tuvo en ejecutar el mandamiento de Dios, dejando la casa de su padre, yéndose a tierras ajenas, después de tantas promesas, habiéndole dado un hijo, mándale que se lo sacrifique, ya siendo grande. Él va, sin preguntar ni inquirir cómo será posible que habiéndole prometido que de su linaje vería la posteridad, credidit in spem, contra spem, como dice San Pablo. Y después de haber contado otros muchos ejemplos de la Escritura, dice que el religioso, que toma a su cargo el negocio de la perfección, ha de obedecer a su Superior como a Cristo, sin más inquisición, como lo hicieron los discípulos; habiéndoles dicho Cristo que los enviaba como ovejas entre lobos y que serían azotados y perseguidos y serían traídos de audiencia en audiencia, no preguntan más, sino con grande alegría se ofrecen a padecer por su nombre. Y añade más Basilio: que los súbditos han de obedecer como ovejas a su pastor, que no preguntan del abrevadero, del invierno ni del verano, ni del pasto; dando de buena gana la lana y la leche: Quemadmodum enim, dice, oves pastori obediunt eo pergentes quo duxerit ipsas pastor, sic convenit exercitatores pietatis obedire praefectis, non curiose investigando praecepta, sed cum omni alacritate explendo ea quae sunt illis mandata; yéndose tras la guía de su Superior con confianza, siguiéndole a las buenas. Y añade más, que así como el instrumento está debajo de la mano del oficial y no repugna en cosa que de él quiera hacer; -que si tuviera habilidad, habría de procurar estar bien afilado no cura de eso-, así el religioso no ha de curar de sí, sino, como dice nuestro Padre, a mi cargo está hacerme instrumento apto para cualquier cosa en que Dios y la obediencia me quisiere emplear; soy estudiante, lo que tengo que hacer es estudiar con mucho cuidado; ayudar a la fábrica en la parte quam recte iudicarit antistes: para éste o para el otro oficio; que el instrumento no elige lo que ha de hacer, sino acomodase a la mano del oficial. Éste ha de ser el cuidado del religioso; estar sujeto a la voluntad del Superior, y cualquiera cosa que le mandare, poner en ella toda la diligencia. Ésta es la doctrina de Basilio y lo que enseña nuestro Padre: que procuremos hacer caudal de espíritu y letras para la fábrica espiritual del edificio en la parte y oficio que me mandaren.

7. Pero diréis: Oh Padre, que soy un poquito honrado; soy hombre antiguo en la Compañía; y así, es razón que se haga caso de mí y que me pongan en buen lugar y puesto.- Mirad lo que dice Basilio: No hay oficio bajo en la casa de Dios; por todo te darán el cielo; trata con obediencia de caridad con Dios; cualquier lugar te vendrá ancho; mira quién has sido y quién eres, y verás que te hacen cortesía: convenit, dice Basilio, exercitatorem etiam viliora opera cum multa eligere promptitudine ac studio, hoc scientes: quod quidquid propter Deum fit non est parvum, sed magnum et spirituale et caelo dignum, et mercedem illinc nobis trahens; et quia etsi iumenta oneraria ad communem utilitatem sequi oporteat reluctari non convenit; ita ut cogitemus quomodo apostoli prompti obedierunt Domino pullum adducere iubenti; teniendo por gran dicha tener algún oficio, aunque sea humilde, en la casa de Dios.

Veamos el ejemplo del cuerpo muerto, que no lo sacó Ignacio de su cabeza. San Buenaventura, en la Vida de San Francisco, y en el libro 2 de Conformidades cap. 6, preguntado San Francisco cuál he de ser el verdadero obediente, dice: Tolle corpus exanime et ubi placuerit pone; videbis non repugnare mortuum; non murmurare situm, non reclamare dimissum: hic est verus obediens, qui, cum moveatur, non diiudicat ubi locetur, non curat ut transmittatur, non instat. En esto está acabado cuanto se podía escribir. ¿Sabéis quién es el obediente? Aquél que cualquier cosa que le mandáis no le repugna: ponedle donde y como quisiéredes, no murmura; no hagáis cuenta de él, no reclama; non curat ubi locetur. Si le echáis en un colegio pequeño, tiénelo por bien. No como el otro que dice: «Múdeme de aquí su Reverencia, porque no me hallo bien, no me va bien con este Superior». El obediente verdadero non instat ut moveatur. Mirad lo que dice Clímaco: Nihil resistit, nihil discernit monachus, hablando del obediente. Y esta doctrina de los Santos Basilio, Buenaventura, San Francisco y Clímaco, es la misma de nuestro Padre Ignacio, sino que no nos hacemos capaces de entenderla por no practicarla: mas el Espíritu Santo la ha ido siempre enseñando en la Iglesia a los suyos, y cuidando, como dicen, dar padre a hijos.

8.- Pues cómo, Padre, ¿sin voluntad nos dejáis? -No, hermano mío, antes os quitamos esa voluntadilla tratada con dijes, juguetes y niñerías, y os dejamos la voluntad libre; queremos quitaros la sensualidad, que es loca que sigue a la loca imaginación, y así también es loco el apetito y locos vuestros antojos; y os damos una de caridad gobernada por fe, para que a solo Dios respectéis, para que elijáis las palabras de Cristo; las cuales declara Basilio «Meus cibus est facere voluntatem eius que misit me. Todos mis gustos y pasatiempos es hacer la voluntad de mi Dios y Señor; ése es mi deporte; he dejado antojuelos, que esta voluntad es como un muchacho: mi deseo es hacer la voluntad de Dios.- Padre: todavía la voluntad propia ha menester abogados: ¿No he de proponer al Superior mi ánimo y mi deseo? -Sí, hermano, propio es esto de la Compañía: En la regla 46 se manda que, si nos faltare algo, acudamos al Superior, haciendo oración primero con indiferencia, en las cosas temporales. Mas en el Examen cap. 8. 5.ª parte se dice esto de las cosas que tocan al estado del hombre en la religión: que puede proponer lo que se le ofrece, mas con disposición de tener por mejor lo que su Superior juzgare por mejor; y esto se haga sin hacer instancia por sí ni por otra persona, etc. Non oportet neque contendere neque urgere: andar importunando; porque ya sabéis aquel dicho de San Bernardo: que cuando el súbdito procura que el Superior le mande lo que él quiere, ésa no es virtud de obediencia, sino velo de malicia.- Pues, Padre, como se lo propuse por activa y por pasiva y por verbo impersonal y vi que no me entendía, púsele por intercesor al Padre N. que es hombre intercesor y amigo suyo, para que lo alcance.- No porfíe, mi hermano. ¿Esto es obediencia? ¡No! sino voluntad tuya. Has echado por acá y por acullá: esto es velamen malitiae; y si no andas ciego, echarás de ver la amargura que tienes en tu corazón después de haber alcanzado lo que pretendías. Que la obediencia causa paz.- Padre, ¿pues no hemos de replicar? -A eso os digo que no se sufre replicar en los argumentos donde no hay dificultad nueva; y así, no se ha de proponer, ni replicar al Superior, sino cuando se ofrece cosa nueva que él no la ha entendido, o cuando es olvidadizo y entendéis que él gustará y es su voluntad, que se lo acordéis. Así lo dice en la tercera parte, cap. 2, lit. A-D: ni es bueno el término de «replicar», sino que como se ha introducido la cosa, también el término vez de proponer.

9. Lo demás es pretender negociar y procurar salir por fuerza con vuestra voluntad, aunque le pese al Superior por mitad de las cejas. No es esa la resignación y obediencia que hemos de tratar. De aquí veremos que los que andamos de esta manera, se nos parece en el pelo. ¿Qué es la causa que, hace años que obedecéis, y está tan entera vuestra voluntad como el primer día? Llana está la razón en Filosofía; que si hacéis actos contrarios, ¿cómo queréis ganar hábito y facilidad en obedecer? -Pues ¿cómo ha de ser la obediencia? -Dícelo San Pablo (ad Ephesios 6): Non hominibus, ut hominibus placentes, aut ad oculum servientes; porque si andamos procurando agradar a los hombres con nuestras obras, no tendrán el ser y vida que deben tener. Hemos, pues, de andar procurando agradar de veras a Dios en todas ellas, como lo hacía Juan, de cuya obediencia escribe Casiano lib. 9, c. 24, que, para ver si, in simplicitate obediebat, o si era su obediencia afectativa, coactitia ad faciem inmperantis, le quiso probar su Superior y mostró tener obediencia no coactitia sino obediencia que obraba con gusto, deleite y facilidad; que la coactiva es obediencia forzada; parece que hacéis algo con ella y no hacéis nada. Así dice Bernardo (sermone de San Andrés): Qui obedit simulatorie, ad oculum, in abscondito autem murmurans, falsus nummus est; nummum habet non argentum; dolose agit in conspectu Dei, qui non irridetur. Son como el dinero de plomo, que el que los tiene nummum habet, argentum non habet; es obediencia aparente; engañáis con ella a los hombres, mas no podréis engañar a Dios, porque Deus non irridetur. Vais diciendo verbos del Superior, y murmurando de él, aunque en su presencia calléis: Hermano, esta es obediencia simulatoria; es plomo, no plata, y delante de Dios es de ningún valor.

10. Ahora, gran cosa es la obediencia, es sacrificio del alma a Dios; con el mismo ánimo que obedezco a mi Superior en ir a la cocina, ese mismo tengo para ir a las Filipinas y donde me mandare. Esa prontitud da valor a la obediencia y la sube de quilates. Gran cosa es la obediencia, en que no reserva el hombre nada para sí. Y ese tal ¿qué queréis que no haga? Diré el ejemplo de Doroteo para confirmación de esto. Escribe este santo de Dositeo, que era un mancebo noble y delicado; tomóle temor al juicio y cuenta que había de dar a Dios. Vase a un monasterio; él era flaco de complexión y no podía seguir Comunidad, ni levantarse a maitines, ni comer los manjares que los demás. Hizo cuenta consigo: Yo no puedo comer lo que los otros, ni levantarme de noche. Determina dedicarse todo a la obediencia, sirviendo con grandísima prontitud en la hospedería y otros oficios de humildad. Muérese tísico dentro de cinco años; revela Dios al abad del monasterio que este mozo había alcanzado el premio de Pablo y Antonio. Quejáronse a Dios los monjes, diciendo: Pues, ¿dónde, Señor, está vuestra justicia? Que un hombre que nunca ayunó, criado con regalos, ¿le queréis comparar con los que llevamos el pondus diei et aestus? ¿Qué habemos medrado? Respóndeles Dios que no conocen lo que es la obediencia, y que, por ella, aquel mancebo había en poco tiempo merecido más que otros por muchas asperidades.




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Plática 41

Quinta de la obediencia


1. Propuestos los primeros fundamentos de la obediencia, trataremos en esta plática lo que resta de esta virtud, reduciéndolo todo a estos principios que hemos dicho. Esto llamáis ciencia, resolver las conclusiones a sus principios, por los cuales se manifiesta la verdad de ellas. Ahora diremos de los tres grados de esta virtud, de los cuales trata nuestro Padre en la Regla 33. Porque, así como las cosas naturales tienen diversos estados, -nacen, crecen, vanse aumentando-, de la misma manera la virtud tiene sus diversos estados: tiene su principio, va creciendo y aumentándose hasta llegar a su perfección, cumplimiento y plenitud, como la llama el Apóstol San Pablo. Tiene, pues, tres grados la obediencia; el primero de ejecución; el segundo de voluntad, cuando vamos él y yo a una en querer una misma cosa; el tercero de entendimiento, cuando tenemos un mismo sentir. Y añade más, que, si falta el segundo grado, el primero no tiene perfecta razón de virtud; y esto no es dificultoso de probar; porque la obediencia es virtud de religión, tiene su asiento en la voluntad; y cuanto más la posee la voluntad, es más virtud. Y así dijo el Apóstol San Pablo, hablando de esta virtud (ad Ephesios): Ex animo et bona voluntate servientes.- Y dadme que haya repugnancia en el entendimiento, que luego la voluntad va izquierdeando; es menguada; fáltale una rica pieza a la obediencia, no es de durar; porque siempre la diversidad de los juicios para en disensión de voluntad. Todo esto prueba a lo largo Nuestro Padre en la carta de la obediencia.

2. Obediencia de ejecución sola no es virtud; es obediencia solamente política, cuando se hace lo que se manda solamente ad oculum: no tiene la mira a Dios; obedece solamente ad faciem imperantis, como quien agrada solamente a hombres. Mas si queréis, dice Ignacio, hablando en la carta de la obediencia, que ésa sea virtud perfecta, es menester que suba al otro grado, que es obediencia de voluntad; que abraza cualquiera cosa, aunque sea repugnante, teniendo siempre ante los ojos a Dios, a quien sacrifica la propia voluntad, la cual ha dejado las aficiones para no hacer ya su voluntad, sino la de Dios, a ejemplo de Jesucristo, que dijo: No vine a hacer mi voluntad sino la de mi Padre; vine a hacer la voluntad de mi Superior, que es regla mía, como dijimos que lo decía Basilio. Santo Tomás en la 2-2, q. 104, pregunta cómo la voluntad humana, que es falible, puede ser regla de otra voluntad, y responde: la suma regla infalible es Dios, mas la voluntad del Superior es segunda regla, como subordinada a la primera y pendiente de ella. Y así entenderemos lo que se dice en la regla 31, que el súbdito debe conformar su voluntad con la del Superior, a quien Dios le ha dado por regla, para por ahí venir a conformarse con la propia regla, que es la divina voluntad.- Mas diréisme: Decidnos, Padre, si esa regla está torcida, ¿cómo tengo yo de conformarme con ella? Si el Superior tiene tema conmigo, no me mira con buenos ojos, si no me guía bien, si no mira bien lo que manda, ¿cómo queréis que le obedezca? -Hermano mío, lo primero el examinar eso no está a vuestro cargo, como habemos dicho; mas esa voluntad torcida es la que os entra en provecho, si vos le obedecéis en lugar de Jesucristo y como de regla que él os ha puesto de su voluntad. Pregunta es ésa que hace Bernardo en el libro De praecepto et dispensatione, donde concluye: Ipsum perinde quem pro Deo habemus, tamquam Deum in his quae aperte non sunt contra Deum, audire debemus. Primeramente no te metas en esas preguntas; lo segundo: Ipsum tanquam Deum audire debemus; al que tengo en lugar de Dios tengo de oírlo como a Dios en cosas no mandadas contra la voluntad del mismo Dios, porque sabe muy bien, por esa voluntad que a ti no te parece acertada, guiarte al fin para que entraste en la Religión. Al pacto que Dios tiene hecho contigo pertenece el cuidado de gobernarte: obedece tú bien, que por esa vía te guiará Dios. Mala, bonis bona; porque es doctrina de Agustín: «a los buenos los males se les vuelven en bien», y es dicho de un filósofo. Y si esto es así verdad, oh cuánto provecho hará Dios en tu alma, si obedecieres con prontitud, pues que en lo que obedecéis, no ha de haber culpa ninguna.

3. Mas vamos al tercero grado de entendimiento, dificultoso por cierto, al cual nuestro Padre Ignacio llamó perfectísimo. A él nos convida en todas partes, diciéndonos que siempre habemos de procurar aspirar a este grado de obediencia, que es el más excelente.- Mas diréisme: Verdaderamente, Padre, esa es cosa muy dificultosa. Porque, ¿cómo queréis quitar a un hombre que tiene razón, a quien Dios ha dado prudencia y entendimiento, que no haga discurso en las cosas que le mandan? -Hermano mío, no puedo dejar de confesaros que eso es cosa dificultosa. ¿Hay cosa más olvidada que ésta? ¿Habéis probado esa vida a qué sabe, o qué color tiene? Y más si os tenéis por hombre de entendimiento que trascendéis y dais luego en el porqué de las cosas. Y hay algunos tibios que no han probado la fuerza de la gracia, que cautiva el entendimiento in obsequium Christi, y les parece esto imposible, -¿Cómo, Padre?, ¿lo que es bobedad queréis que lo santifique, lo que es disparate queréis que lo tenga por cordura? ¿queréis que vea lo que no veo?, ¿queréis que diga prieto lo que es blanco? Y aunque lo diga con la boca, será por cumplimiento, no lo podré sentir con el entendimiento por más que haga. ¿Queréis que me quede bestia? -Sentía tanto esta dificultad nuestro Padre, que, cuando dice obediencia de entendimiento añade siempre: en cuanto la devota voluntad le puede mover e inclinar. Y porque bien vio él que es facultad natural del hombre que le tira a su objeto, y aunque éste esté sujeto a la voluntad, muchas veces le previene «et impossibile est quin visis tangamur», -primero me ha hecho impresión la cosa que veo, que haya acto de voluntad-; ojalá, hermano mío, viésedes este buen día por vuestra casa, que dijésedes con el Profeta: «Ut jumentum factus sum apud te, et ego semper tecum».- Esto bien está, mas querríamos que nos dijésedes alguna cosa que todos entendiésemos, para alcanzar el rendimiento de una parte tan hidalga y tan noble, y sujetarla al mandamiento de los Superiores, obedeciendo con simplicidad.

4. Primeramente en esta doctrina se nos aconseja una cosa sin duda: y es que obedezcamos sin curiosidad, sencillamente; porque la curiosidad es la que destruye la obediencia, porque, como aconseja San Pablo, «los súbditos obedeced a vuestros mayores in simplicitate cordis vestri»: que no me contento con que obedezcáis prontamente, sino también deseo que obedezcáis sencillamente; que la sencillez es virtud cristiana, la cual nos aconseja Cristo: «Estote prudentes sicut serpentes et simplices sicut columbae»; y que nos hagamos como niños para entrar en el reino de los cielos: de sanas entrañas, sin cuidado demasiado de nosotros: eso es proprísimo del religioso, que es como niño.

Estamos debajo de ayo y de curador como niños: «sub tutoribus», a cargo de curador, como menores de edad; que, como dice Jerónimo: «el que está debajo de disciplina y es aprendiz, ha de oír con sencillez al que enseña»; «quia oportet addiscentem credere»; que los hombres muy bachilleres no pueden salir con esta virtud. La primera tentación de nuestra madre Eva fue de curiosidad: «Cur praecepit vobis Dominus?: ¿por qué os mandó Dios que no comiésedes de este árbol? Y va la de lance en lance engañándola, hasta hacerla traspasar el mandamiento y comer del árbol vedado a ella y a su marido. Y así, la curiosidad desquicia la obediencia de su fundamento. Porque el fundamento de la obediencia es: obedezco, porque me lo manda el Superior en nombre de Dios. Eso quita la curiosidad; inquiriendo «por qué eso, por qué esotro»; llena el corazón de sospechas, causa amargura, y hace que el curioso no obedezca sino por lo que él imagina, por sus antojos y sus quimeras; mas la obediencia es la que da paz y alegría. Y esta doctrina de no ser curiosos los súbditos es de los Santos; de Basilio en la Constitución 23 de la vida monástica. Después de haber dicho que han de obedecer los súbditos como ovejas al pastor, añade: «non curiose investigando praecepta ubi a peccato fuerint pura, sed cum omni alacritate ac studio explendo ea quae sunt mandata».- Summa animi alacritate», dice, y «omni studio»; cosa muy conforme a la doctrina de Ignacio: que ponga yo todo cuidado en ejecutar lo que me mandan: «omni studio», con todo mi corazón. Y en la Regla 48 de las fusius disputat: observandum est, dice, ut nullus praefecti dispensationem curiose investiget, neque ea quae sunt perscrutetur, exceptis his qui et gradu et prudentia praeposito viciniores sunt, quos etiam ad consilium ac considerationem de rebus omnibus necessario adhibebit». Y San Gregorio, sobre el 1.º de los Reyes, libro 2, capítulo 4, dice una doctrina, digna de Gregorio Magno: grande en la dignidad, grande en la prudencia, grande en la santidad: «Vera obedientia nec praepositorum intentionem discutit, nec praecepta discernit; quia qui omne vitae suae judicium maiori subdidit, in hoc solo gaudet, si solum quod praecipitur operatur, nec scit judicare quisquis perfecte discit obedire?» A lo mismo acude él mismo, cuando dice que el religioso es como muerto, que «neque resistit, nec discernit». Hase de notar mucho aquella palabra «judicium», en la cual se ve que no solamente el hombre niega su voluntad sino también sujeta su entendimiento y juicio, prudencia y discreción a la de su Superior. Y Casiano en el libro 4, c. 20. 22. 23 y 41, y en la colación 2.ª y 10.ª: Sine ulla discussione, tanquam caelitus edita adimplere festina: No andéis escarbando la ley, sino tened cuidado de mirar lo que quiere Dios de vos.

5. Esto mismo apoya Bernardo en un sermón que hace de su obediencia, donde dice lo que pasa hoy día por nosotros: «Videris multos post praecipientis imperium, multas facere quaestiones: quare, quam ob rem, saepius interrogare: quare hoc praecipitur, unde hoc venit; quis hoc adhibebit consilium: inde murmuratio, inde verba amaritudinem redolentia; inde frequens excusatio, simulatio impossibilitatis, advocatio amicorum. Non sic Abraham, non sic ille populus de quo scriptum est: in auditu auris obedivit mihi». Veréis muchos que hacen mil cuestiones y preguntas: quién dio este consejo al Padre; quién le sopló al oído. Nace de ahí luego murmuración; luego, va a otros colegios; luego, hay palabras que saben a queja; luego «simulatio impossibilitatis»: un «no puedo» redondo. «Advocatio amicorum»: no puedo alcanzar esto por mí, venga el Padre fulano; luego se le antoja que es imposible; luego, hay dolor de cabeza; y no es esto, sino que ha caído sobre mí el peso de la propia voluntad. Y en el libro «De dispensatione» dice: «Imperfecti cordis est, et infirmae voluntatis, statuta seniorum curiosius discutere et haerere ad singula, exigere de quibusque rationem et mala suspicari de omni praecepto cuius eum lateat, et nunquam libenter obedire nisi cum forte contigerit audire quod libuerit, et quod aliter non licere monstraverit vel aperta ratio vei indubitata auctoritas: delicata nimis et molesta est huiusmodi obedientia». Flaqueza es de voluntad andar examinando las cosas del Superior; y, si la autoridad manifiesta no te convence, no obedeces: «delicata obedientia est et nimis fastidiosa»: tu obediencia es entecada y enfadosa; no la llames con nombre de obediencia.

De aquí tenemos probado que ha de haber en la obediencia simplicidad.

6.- Ahora veamos, Padre, cómo probáis eso, de sus principios.- Eso fácil es. Dadme vos que haya reverencia y respeto al Superior y caridad y amor en vuestra voluntad para con él y veréis lo que pasa. El afecto inclina: ¿no sabéis lo mucho que puede la voluntad con el entendimiento, que muchas veces hace el oficio de la voluntad y le hace parar, que no pase adelante, y que el entendimiento mude de opinión? Ahí lo veréis cada día, que, en cosas especulativas, cuando vos tenéis una opinión por verdadera, por el mismo caso que entendéis que vuestro contendedor tiene esa misma opinión, luego buscáis argumentos contra ella. Y en cosas prácticas: una cosa que vos la teníades por falsa, por el mismo caso que vos la veis en vuestro confidente, luego la canonizáis por virtud, y os parece que no hay ninguna falta en ella. Y eso nace de lo mucho que puede la voluntad con el entendimiento, que le hace mudar de opinión. Ayudaros ha mucho para conformar vuestro entendimiento con el del Superior y vuestra voluntad con la suya, tener humildad.

7.- Ahora, Padre, declaradnos más eso, porque queda ahí un vocablo que es menester mucho explicar, en que muchos han tenido en qué entender, y es: «omnem sententiam ac judicium nostrum contrarium caeca quandam. obedientia abnegando». ¿Qué entendéis por obediencia ciega? -Dio esto tanto en qué entender a un tentado que yo conocí, que hizo sesenta y cinco argumentos contra esto de la obediencia ciega.

-Hermano mío, mándanos que seamos simples, más prudentes: ojos habéis de tener, en cosas, y en cosas no. Ojos habéis de tener sí, para entender bien lo que quiere el Superior; y si la cosa es grave, como es en una misión de importancia, quiere nuestro Padre, en la séptima parte, capítulo 1.º et 2.º, que se lleve por escrito lo que manda el Superior porque no se olvide; y la razón está llana, porque lo que no se entiende bien, no se cumple bien. Y San Buenaventura dice que la obediencia es buena, cuando el súbdito hace lo que se manda con el mismo ánimo que tenía quien se lo mandó. Más: también habemos de tener ojos para mirar en el Superior a Cristo, como dijimos el otro día, de donde nace el respeto actual al Superior.- ¿Y para qué más, Padre? -También para lo que dice en la Regla: «Ubi peccatum non cernetur»: para ver si lo que manda el Superior contradice al mandamiento de Dios. Pues para qué no tengo de tener ojos y no ver? -Para todo lo demás; para no ver si el Superior es prudente o imprudente; si es viejo o mozo; si me lo manda con tema o sin ella; que a mí no me toca mirar más que si es voluntad de Dios: todo lo demás cae fuera del objeto de la obediencia. Y dice Ignacio que lo que habéis de hacer ha de ser, no viendo que es contra mandamiento de Dios lo que se os manda, negar vuestro juicio contrario. Quien sabe lo que puede la voluntad con el entendimiento no dudará de esto. Dadme vos que vuestra voluntad esté aficionada a cumplir la voluntad de Dios, tocada con saeta de amor de Dios; que ella hace que el entendimiento busque razones para entender que lo que el Superior le manda está bien mandado. Y es gran cosa que tenga ganado con nosotros crédito la obediencia. Y Pitágoras mandaba a sus discípulos que no inquiriesen más habiendo dicho él una cosa: «ipse dixit», y acabóse. Y porque también son de mucha fuerza los ejemplos profanos, sabemos de aquel famoso capitán Antonio de Leiba, el cual tenía ya ganado tanto crédito con sus soldados, que, queriendo hacer, como cada día, encamisadas que podían parecer no muy acertadas, los soldados, solían decir: no hay para qué preguntar por qué lo hace, que él bien lo sabe.- Dícelo Ignacio en la octava parte, capítulo 1.º: «bona existimatio et auctoritas erga subditos». Aprovecha, para bien gobernar, que tres cosas se persuada el súbdito del Superior. Tenga persuadido el súbdito que su Superior tiene «velle, scire et posse gubernare bene in Domino»; que manda como padre que desea mi bien y sabe bien lo que me manda en lo que me manda, y que me lo pueda mandar: eso me hace el campo franco y buscar razones para reverenciarlo todo. Y cuando el hombre anda con humildad, no tiene dificultad en eso, porque sabe cuántas veces se ha engañado juzgando por su antojo; que muchas veces le parece a un hombre que es evidente que le manda con tema el Superior, y que no le mira con buenos ojos, y esto es mera ficción con que le hace guerra el demonio, que no hay tal ni por pensamiento; y como os habéis otra vez engañado, os debéis de engañar ahora.

8. Otra razón hay de importancia. Dadme vos una voluntad aficionada. Y hay para esto un ejemplo manual. Cuando tenéis apetencia en el estómago, cualquier cosa que coméis luego la abraza, y no es menester muchas salsas y sainetes para haceros comer; mas, cuando tenéis el estómago estragado, es menester mil maneras de guisados y potajes para haceros pasar cualquier cosa. De la misma manera, cuando anda estragado el gusto de la voluntad, cuando estáis aficionado a vuestros ídolos, luego hay rebelión y es menester andar buscando salsillas; mas cuando no, nada de eso es menester, porque «meus cibus est facere voluntatem Patris mei».Y es cierto que, en habiendo deseo de agradar a Dios, en no estando el corazón aficionado a dijecillos y tracillas, luego se va la voluntad tras lo que se manda: no se busca entonces «unde hoc venit», como dijimos de Bernardo: luego hay perfección de obediencia. Con reverencia y caridad todo es fácil; hay negar el juicio propio; hay razones para que se vea muy justo lo que se manda.

9. Ahora veamos ejemplos de esto. Uno de Doroteo, en la 1.ª doctrina (cuenta Basilio), donde dice unas palabras que, si él no las dijera no me atreviera yo a decirlas; y son, que gozan de la misericordia de Dios los religiosos que obedecen a su Superior, tan bien como si obedeciesen al mismo Dios: «Qui propter Deum patri suo semetipsos dedere atque ab eo nulla in re dissentiunt, sed omnia ipsius arbitrio faciunt ea fide ac certitudine ac si Deo in cunctis, non hominibus parerent; hic salvari, hic misericordiam Domini consequi dignum est». Dice, pues, de Doroteo que fue a visitar uno de sus monasterios y que preguntó al abad: ¿hay aquí algún religioso que tú esperes que se ha de salvar? El Superior respondió: Padre, sí, por la gracia de Dios todos tenemos esa confianza.- Replicó otra vez el Santo que si había alguno que tuviese prendas de salvarse, que le quería traer consigo. Entonces mandó el Superior que llamasen a un monje que lavase los pies al Santo Obispo. Después de habérselos lavado dijo el Santo que se sentase, que le quería lavar los pies. Pasó por ello el religioso sin hablarle palabra. Llevóle después Basilio al sagrario, y díjole que se vistiese para decir misa, que él le quería ayudar. Hízolo así el religioso, no hablando palabra, viendo que le quería ayudar a misa un hombre tan santo, Obispo de Cesarea. Entonces dijo Basilio: Éste sí es verdadero obediente y tiene deseo de salvarse; pues no preguntó por qué se hace eso así o de esa otra manera.

Pongamos otros dos ejemplos que refiere Casiano, I. 4, capítulos 23-26, tratando, de los Tabensiotas, a los cuales mandaban cosas imposibles por probar la simplicidad de su obediencia (c. 10, libro 4): «ut impossibilia imperata ea fide ac devotione suscipiant ut tota virtute ac sine ulla haesitatione ea perficere nitantur, neque impossibilitatem praecepti prae reverentia Superioris metiuntur». Et c. 23 y 25. El uno es de Juan, a quien mandóle regar un palo seco con tanto trabajo: «ea veneratione suscepit», este mandamiento sin más inquirir «sine ulla impossibilitatis consideratione», si era bien hecho o no; y cuando le mandaron echar, por una ventana una redomilla de aceite que sólo había en toda la casa, la echó «parum cogitans vel retractans ineptiam praecepti»; que tenía por cierto que eso le convenía. Y mandándole menear una piedra muy grande, no reparó, ni replicó, porque tenía ganado crédito con el Superior que no le mandaba sin tener para qué: «parum metiens impossibilitatem praecepti prae reverentia senioris, et obsequens simplicitate sincera, qua credebat tota fide, nihil incassum, nihil sine causatione praecipere posse seniorem».

10. Concluyamos con un dicho de San Benito, para que sepamos el sentir que en esto tenían los Santos. En el capítulo 68, el cual tiene por título: «Si se le manda cosa imposible, ¿qué debe hacer el súbdito?»: «Si cui fratri aliqua forte gravia aut impossibilia initingantur, suscipiat quidem iubentis imperium cum omni mansuetudine et obedientia; quod si omnino virium suarum viderit pondus excedere, impossibilitatis suae causas ci qui sibi praeest, patienter et opportune suggerat, non superbiendo aut resistendo vel contradicendo: quod si post suggestionem suam in sua sententia prioris imperium perduraverit, sciat iunior ita sibi expedire, et ex caritate, confidens de adiutorio Dei, obediat. No enojarse; y si viere que excede sus fuerzas la carga que le echan, ir a probar si se puede con ella. No como vos, que luego decís un «no puedo»: «que es imposible». Y después de haber probado, si hallare que no puede, dé las causas non importune, sed patienter: quod si superior in sententia perduraverit; mas si estuviere todavía en sus trece, vuelva a probarlo con la ayuda de Dios. Ésta es doctrina de Benito, varón tan santo y tan ilustrado con don de discreción, que su Regla excede a todas las demás en prudencia. Y nuestro Padre Ignacio, como se dice en unas reglillas que andan por ahí, que mandaba que se subiesen a predicar en lenguas que no sabían; y así encargaba a los Superiores que ejercitasen y probasen los súbditos en obediencias semejantes. Y en la 3.ª parte, c. 1, letra V, dice que prueben los Superiores a sus súbditos, como probó Dios a Abrahán; no quiere decir que así como mandó a Abrahán que matase a su hijo, ellos también les manden cosas a ese tono, sino en este sentido; que así como Abrahán quiso hacer una cosa repugnante, que es lo que dice San Pablo credidit in spem contra spem, así también el súbdito ha de obedecer a su Superior en cosas que parecieren repugnantes a su propio juicio.- Pues, Padre, ¿no queréis que veamos si hay pecado en lo que nos mandan? -Sí, hermano; mas no que andéis sobresaltado y lleno de escrúpulos, sino que entendáis que el Superior habrá mirado eso; que cristianos somos todos, por la gracia de Dios; y habéis de fiar más de la gracia de la vocación vuestra y de la protección que tiene Nuestro Señor de la Compañía y de haber vos fiado de Nuestro Señor Dios vuestra ánima mediante los Superiores. Y aunque especulativamente aquel juicio sea verdadero que el Superior puede mandar cosa que sea pecado, mas, prácticamente, id con quietud de ánimo en lo que hubiéredes de hacer.

11. Acabemos con Casiano, c. 41, lib. 4. Después que dijo que el monje fuese mudo para no hablar, aunque le digan que hace moneda falsa; y sordo para oír lo que contra él se dijere, y ciego para no ver las faltas de otros: ¿Quieres, dice, perseverar en la religión? Hoc prae omnibus excole, quod haec quae supra diximus tria ornet atque commendet, id est ut stultum te secundum Apostoli sententiam facias in hoc mundo, ut sis sapiens: nihil, scilicet, discernens, nihil dijudicans ex iis quae tibi fuerint imperata, sed cum omni simplicitate ac fide obedentiam semper exhibeas, illud tantummodo sanctum, illud utile, illud sapiens esse iudicans quidquid tibi vel lex Dei, vel senioris examen induxerit. Tali enim institutione fundatus sub hac disciplina poteris durare perpetuo et de coenobio nullis tentationibus inimici, nullis factionibus devolveris. Hazte como bobo; no juzgues nada; ten por santo y acertado todo lo que te mandaren; y mira que te digo que, si guardas esta doctrina, yo te hago saber que, aunque los demonios se junten a hacerte guerra y haya contra ti bandillos, no serán parte para echarte del monasterio, Dios, por su bondad, nos dé gracia para poner las manos en esta virtud.




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Plática 42

Sexta de la obediencia


Tratamos en la plática pasada del grado perfectísimo de obediencia, que es la del entendimiento, y cómo se ha de rendir esta potencia al Señor universal, y de la sencillez con que se ha de obedecer, sin inquirir por qué se manda estotro u esotro. Esta doctrina dio Jerónimo a Rústico, monje, diciendo: Praepositum monasterii time ut dominum, ama ut magistrum: credas salutare quidquid ille iniunxerit: numquam de maioris sententia judices; tuum est jussa implere. ¿Quieres vivir en paz y obedecer seguramente? Teme al Superior y ámale como a Padre, y tenga ganado contigo ese crédito el Superior, que todo lo que te manda es lo que más te conviene; tuyo es obedecer y callar y emplearte en lo que te manda.

Este tratado rematemos con las palabras con que lo remató Ignacio en la 6.ª parte, c. 1.º Habiendo puesto aquellos dos ejemplos que dijimos del hombre y del báculo, dice: pro certo habens quod ea ratione potius quam re alia quavis quam praestare possit propriam voluntatem ac iudicium diversum sectando, divinae voluntati respondebit. Remató cuentas con estas palabras: Tenga, dice, por cierto que, obedeciendo contra su voluntad y entendimiento, agradará mucho más a Dios que si siguiere su propio juicio. ¿Sabéis qué dice Ignacio? Que cuando no halláis razones en particular para satisfaceros (que si tuviésedes buena voluntad las hallaríades), esta razón os hará quietar: que es tener por cierto, que me conformo más con la voluntad de Dios en hacer lo que el Superior me manda. Y esto no puede tener estropiezo; que, aunque parece que lo que os mandan no hace al caso, eso mismo, hecho con sacrificio de vuestra voluntad y entendimiento, le agradará más a Dios; porque, como dice Santo Tomás en la 2-2, q. 186, a. 5, ad 5, quia necessitati aliqua faciendi qui secundum se non placent per votum obedientiae homo se subjicit propter Deum, ex hoc ipso ea quae facit sunt Deo magis accepta, etsi sint minora; quia nihil maius potest homo Deo dare, quam quod propriam voluntatem propter ipsum voluntati alterius subjiciat. «Quamquam minora opera», dice; aunque sean obras de muy poca importancia, si van acompañadas del sacrificio de vuestra voluntad, son muy agradables a Dios: quia nihil potest maius Deo dare que obedecer a otro por su amor contra el propio juicio, abnegando yo el mío como dice Ignacio. Porque la obediencia es como la piedra filosofal, que dicen los alquimistas que cualquier cosa que toca convierte en oro; así la obediencia a cualquier obra que toca, por pequeña que sea, le da una fineza como de oro y la hace de gran valor delante de Dios.

Ahora sigamos las demás propiedades de la obediencia que pone nuestro Padre en la 3.ª y 6.ª parte. La primera es sujetarnos con prontitud al mandamiento del Superior. Todas las virtudes tienen esto, de hacer prontos a obrar, como dice Santo Tomás, porque son hábitos, y el hábito hace obrar con prontitud y presteza. También hace esto la obediencia, haciendo la voluntad pronta a obedecer, que es lo que nuestro Padre llama devote y en otra parte prompte; y ahora dice quam promptissime. ¿Pues más es menester decir Padre Ignacio? Magna cum celeritate, con grandísima presteza. ¿Y cuánta queréis? Dejando la letra comenzada; que el verdadero obediente, habiendo comenzado una ene la deja por acabar. No sé cómo se pueda más encarecer, que dejar por acabar una letra que se hace a la vuelta de una pluma. Y en la 4.ª parte nos manda acudir, dejando la letra comenzada, al toque de la campanilla. Y esto ¿dónde lo probáis, Padre Ignacio? Pruébolo de su primer principio, que es que la obediencia y voz de la campanilla es voz de Cristo; y que lo que manda el Superior, Dios lo manda. Y de ahí veréis la prontitud de los profetas antiguos en cumplir la voluntad de Dios; que, llamando a Abrahán, responde: Praesto sum: a punto estoy para cuanto me mandareis; y mandándole circuncidarse, cosa que tanto duele y en que hay derramamiento de sangre, statim, in ipsa die, lo puso por obra, sin más dilación; y mandándole sacrificar a su hijo, dice la Escritura que, de nocte consurgens, que aun no aguardó a la mañana. Pide Dios gran presteza en la obediencia: la devoción, impigra cum festinatione; porque maldito el hombre que hace las cosas de Dios perezosamente.

Esto de la letra comenzada es de Juan Casiano, en el lib. 4, c. 12, tratando de aquellos monjes que todos estaban ocupados, cuál escribiendo, cuál meditando, cuál trasladando libros, cuál haciendo obras de manos; mas luego, en llegando la voz del distributario, salen certatim, con tanta presteza, que el que estaba escribiendo dejaba por acabar la O, como quien dice: Más quiero yo obedecer, aun en esta cosa tan pequeña, a Dios que me manda, que no hacer mi voluntad. Y no sólo la preferían al ayuno, más aun a la oración y a todas las demás virtudes; de manera que padecieran cualquier dispendio en esto, antes que dejar de acudir a la voz del que los mandaba. Lo mismo dice San Benito en el c. 5 de su Regla, diciendo que se debe obedecer sine mora, sin ninguna dilación; y que este grado de obediencia compete a la gente que ama a Jesucristo más que todas las cosas, conforme a lo que está escrito: In auditu auris obedivit mihi: diciendo y haciendo; y que lo dejen todo: imperfecta relinquant, veloci pede obediendo: que antes ha de estar ejecutado que oído; in velocitate timoris domini, y en el mismo momento han de estar juntas, jussio magistri et exsecutio discipuli. Esto encarece Bernardo en aquel sermón de la obediencia, cuarto grado, que dijimos, diciendo: Fidelis obediens nescit moras, fugit crastinum, ignorat tarditatem, praerripit praecipientem, parat oculos visui, aures auditui, et totus se colligit ut imperantis colligat voluntatem: El obediente verdadero no sabe esperar a mañana, antes cuando le están mandando, todo se está aparejando para ejecutarlo: ésta es obedidencia verdadera. Y así, Augustino, en el libro de moribus ecclesiae, confundiendo a los maniqueos y a los que ellos llamaban electos, con los religiosos de la Iglesia Católica, después que ha pintado su virtud, dice de los Superiores de la obediencia que les tenían: que mandan magna sua in iubendo, auctoritate et magna illorum in obtemperando voluntate. Aquí veréis que en los que mandan hay grande autoridad y en los que obedecen gran prontitud. Ésta sale del primer principio, que es voz de Cristo; y es mala crianza decir a un príncipe, cuando llama: «Ya voy». Esto es de gente tibia en el servicio de Dios. Y así, Benito dice de la obediencia del tibio, que va a ella tepide et tarde; porque el tibio, cuando obedece, va por su costumbre y a su modo.

-Ahora, Padres y Hermanos, ¿hay cosa más que esto, que llamaréis a comer y tendréis ya por autoridad el ir tarde a una obediencia tan conforme a la sensualidad? Mirad que la campanilla es señal de la voluntad de Dios. Tañen a examen, tañen a oración; entonces acuden los negocios; táñese la campanilla por bien parecer: por ventura la conversación que con mi hermano tengo no es impertinente: y llámame la campanilla y paso adelante con tanto olvido, como si no hubiese regla de silencio, y dejo de obedecer con prontitud. Pues no ha de ser así, que esta regla de la prontitud es principalísima para la disciplina religiosa; no mirando si es el refitolero el que me tañe o si el que manda es el sotoministro, sino considerando que el que me llama es Dios; y por eso, sin oración y trato interior no hay obediencia verdadera.

Vamos adelante. Otra condición es integre. No es bueno el obedecer a medias y hacer lo que ve el Superior muy bien hecho, porque está delante el Padre Superior y me está mirando, y todo lo demás que él no ve, basta como quiera. Dios, hermano mío, es testigo de esto que haces; que muy fácil es de engañar al Superior. Dios es tu amo; con Él has hecho asiento; Dios te mira en cualquier parte. Y si fuera olvido o acto subrepticio el dejar de obedecer por entero, no es tan malo; mas, caso acordado y advertidamente dar del pie a la Regla delante de testigo que, aunque tú no le miras a Él, Él te está mirando, es gran descomedimiento; y así tu obediencia ha de ser con entereza. Y no me digas: cosa pequeña es lo que me mandan, poco va, a decir; porque, como dice Santo Tomás en la cuestión 186, artículo 9, en el último argumento, aquí hay un poco de desprecio de lo que se manda; y el que a ojos vistas, por parecerle que es cosa pequeña, deja de obedecer, está a peligro de caer muy gravemente; porque cadit apertis oculis, como Balaán a mal de su pesar; que quien cae en cosas pequeñas caerá en las mayores. Y, como dice San Augustino, este tal no está un canto de real de venir a dar en desprecio y burlar de la obediencia; y esto es vida muy peligrosa.

Dice Ignacio más: que se ha de obedecer fortiter: non trepide. Dice Benito «no con ánimo afeminado»; porque dos cosas hay en la obediencia: la una, vencer nuestra voluntad; la segunda, perseverancia; y es doctrina de Gregorio, que la dice Santo Tomás (2-2, q. 104, a. 2, ad 3): que mientras menos tiene de propia voluntad lo que se hace, más tiene de obediencia. Y cuando haces alguna cosa que te cuadra y viene muy bien con lo que tú querías, ésa no es obediencia verdadera, si no la haces porque te mandan, sino porque te cuadra. Dice Gregorio: aut minor, aut nulla est obedientia. Que cuanto más dificultosas son las cosas, más se muestra ahí la obediencia, como dice Santo Tomás explicando el lugar de San Pablo a los hebreos: Ad hoc quod discas quid sit obedientia, oportet quod discas ea in rebus difficilibus: puede ser un u acto tal y en que ponga tanto un hombre de su casa, con la gracia de Dios, que le meta en posesión pacífica de una virtud. Ejemplo tenemos de esto en la Vida de nuestro Padre, que hizo al Padre Villanueva juntamente cocinero y comprador, dándole dos oficios tan repugnantes. Y algunas veces se hallaba tan apretado con ellos, que se iba a las iglesias y puesto delante de Dios le daba voces diciendo: Señor mío y Criador mío, ayudadme. Y con todo, nuestro Padre no hacía sino darle un capelo y otro. Y diciéndole algunos cómo Villanueva andaba tan trabajado, respondió: Dejad que lo venza todo junto. Palabras formales de nuestro Padre. Y así vemos que tan buen discípulo sacó; si no miradlo por lo que de él se dice. También leemos en San Juan Clímaco, c. 4 de obediencia de aquel mancebo a quien el Superior regalaba, que, deseoso, de más rigor, se fue a otro monasterio donde le fue revelado que debía 100 libras de oro y, hablando él consigo mismo, decía: Gran deuda tienes a cuestas, menester es que trabajes. De esta manera estuvo tres años en el monasterio, obedeciendo a todos sin diferencia, injuriándolo y menospreciándolo todos; y, después de haber vivido así tres años, le fue dicho que diez libras tenía solamente pagadas. Entonces comenzó a fingirse bobo y servir en los oficios más bajos, sufriendo grandes trabajos e ignominias, sirviendo con alegría y llevando con paciencia las muchas cargas que todos le echaban a sus cuestas con grande impiedad; y después de trece años, le dijeron que ya estaba pagada toda la deuda; donde dice que, cada vez que los Padres le trataban ásperamente, luego me acordaba de esta deuda; y así lo sufría todo con paciencia. Así, que esta obediencia en cosas repugnantes y dificultosas es verdadera; y de aquí veremos la confusión que debemos tener; pues, si la cosa que se nos manda es repugnante a nuestra voluntad, andamos procurando hurtarle el cuerpo. Y es gran verdad que la remisión en la obediencia se paga al fiado o al contado.

Si no, mirad la flaqueza y cobardía que tenéis. De dónde viene eso sino de la tibieza en cumplir lo que se os manda, y arrastrada la devoción; y no gozáis de los privilegios de la obediencia, que andáis a lo llanito, a lo clarito, obedeciendo en lo que a vos os parece; mas, cosa dificultosa, repugnante a vuestra voluntad, no hay obedecer en ella. No nos enseña esto Cristo Nuestro Señor, de quien nos dice San Pablo ad hebraeos: Et quidem, cum esset filius Dei, didicit ex his quae passus est obedientiam, et consummatus, factus est omnibus obtemperatibus sibi causa salutis aeternae appellatus a Deo pontifex: Siendo hijo de Dios, dijo el Apóstol, aprendió a obedecer.- Mirad lo que decís, Pablo, que parece que habláis descortésmente: Didicit: ¿experimentó, demostró, probó la obediencia a su padre en la muerte de cruz? Vuelvo a decir que aprendió: et factus est obediens usque ad mortem, mortem autem crucis: obedeció a su Eterno Padre en una cosa tan dificultosa como fue morir en una cruz; y por eso fue levantado su nombre super onme nomen, que hasta los mismos infiernos se arrodillan a él. Y toda obediencia dificultosa, sufrida con paciencia, es fruto de la cruz de Cristo; y quien más la abrazare, deseare y procurare, más parte le cabrá del fruto de la cruz. Hemos, pues, de obedecer, no como soldados cobardes en cosas fáciles y no repugnantes a nuestra voluntad, sino en las dificultosas; las cuales debe el hombre acometer fiado en la gracia de su vocación; que padecer con inocencia, dice San Pedro, es gracia de Cristo. Hémonos de ayudar de la consideración de la obediencia de Cristo, que tanto padeció por nosotros para animarnos a obedecer en cosas dificultosas, que con ésas habéis de ganar el hábito.

Lo otro la constancia; que, como dice Ignacio en la 6.ª parte, capítulo 1, constanti animo incumbamus, et omnes nervos nostrarum virium intendamus en las cosas de obediencia; y no demos, como solemos, una correndilla ahora, y después nos cansemos y volvamos atrás, sino que siempre perseveremos con firmeza y constancia en la guarda de nuestras reglas, y que no parezca que son puestas por bien parecer. Ésta es nuestra gracia, y no nos hemos de cansar; que Dios nos dará su gracia para vencer todas las dificultades, si de nuestra parte procuramos no perder punto de perfección. Esto sacamos del primer principio, que, si uno se dispone y quiere ayudarse de la gracia de Dios, no mirando su flaqueza, el que lo manda le dará fuerzas para cumplirlo. Así decía Augustino: Mandad, Señor, y hacedlo Vos. Dios lo manda y Dios lo hace. Ésta es la gracia mía; que luego allana Dios las cuestas grandes y hace fácil lo dificultoso de la virtud; que vendrá un hombre después a comerse las manos tras ello.

Dícenos Ignacio que obedezcamos cum debita humilitate; porque, como dice Augustino, lib. de Civitate Dei; non potest esse obedientia, nisi sit humilitas; especialmente si uno tiene juicio propio. Doctrina es de San Bernardo, que no son para Religión aquellos, ubi sensus proprius abundat; porque el juicio propio es como el frenesí, que, cuando uno piensa que está más sano, está más frenético: qui zelum quidem habent, sed non secundum scientiam: hi sunt veritatis divisores, placentes sibi et magni in oculis suis. Que hay unos hombres reformadores, que tienen grande celo, mas no según la ciencia, y, como dice Bernardo, piensan que se lo saben todo; sibi placentes, virtutis irrisores: que todo lo apocan; y estos tales no pueden obedecer, estante su propio juicio. Y el Padre Ignacio puso por impedimento para no ser un hombre religioso, tener dureza en el propio sentir. Es menester que sea el obedidente humilde, como dice Benito hablando de los doce grados de humildad y que operarium indignum se iudicet; y que se tenga por inútil en la casa de Dios; y cita aquel lugar: Ut jumentum factus sum apud te, et ego semper tecum; que ése es mi consuelo, que, aunque soy flaquito y estoy en los huesos, Dios es el que me ayuda; aunque soy gusanillo y de pocas fuerzas, bástame la gracia de Dios para vencer cualquier dificultad. Este tal no se atreverá a hacer cosa por su juicio, no querrá dar reglas a otros, parecerle ha que todo le viene ancho, porque mira sus faltas y esto le hace andar siempre abalanzado a parecer ajeno. Y bien vio esto nuestro Padre (8.ª parte, cap. 1), que había de haber en la Compañía: magistri nostri, gente grave, dice, in hac virtute, qui primas in Societate tenent bono suo exemplo aliis praeluceant, uniti omnino cum suo superiore et prompte, humiliter et devote ei obediendo persistant. Mirad, dice, no os engañéis, porque esos tales han de ser más obedientes, han de obedecer con mayor humildad; que, aunque seáis muy antiguo, en este juicio práctico, pro nunc, os conviene por ahora sujetaros al parecer de otro, y no podréis hacer cosa mejor que andar unido con el Superior; porque todos los demás van al hilo de la gente grave; y, si os ven obedecer con humildad, lo hacen ellos así; que, mientras más antiguo, habéis de ser más humilde, más obediente. Y ¿qué más dice? Que procedamos con espíritu de amor: in spiritu caritatis, et non cum perturbatione timoris; y esto repite una y otra vez, porque estamos como entre padres y hijos. Que el temor servil aflige al corazón, apriétale; pero el amor lo dilata, lo ensancha, aliéntalo, y hácelo sacar fuerzas de flaqueza; todo lo sufre, sabe dar vado; que hay hombres que luego se ahogan y les parece que se hunde el; no era nada: dilatad, ensanchad este corazón: dilatamini in visceribus charitatis; que aún no os da el agua al tobillo y abrís la boca. Mas la caridad da aliento y esperanza. Y mirad: esta diferencia hay entre el novicio y el antiguo; que el novicio, como tiene tanto amor propio, obedece con temor, por que no le sindiquen y no lo sepa el Superior, por que no le den el capelo; mas el antiguo, no por ser antiguo ha de ser exento de obedecer y ha de querer tenerse a buenas con el Superior, sino ha de obedecer con amor, procediendo con humildad de espíritu, porque sabe lo que es sustancia de Religión, que es ir con ánimo de hijo.

Remate de las propiedades de la obediencia: no andéis con tristeza. Dice San Pablo ad Corinthios «non ex tristitia aut ex necessitate; hilarem enim datorem diligit Deus». Y Benito y Basilio lo traen: No andéis mezquinos, marchitos y desmedrados. Este espiritual gozo nace de la consideración de Cristo. De ahí nace abajar la cabeza al que tiene el lugar de Cristo y obedecerle con alegría; porque se hace la voluntad de Dios; porque sin comparación es mucho mayor la alegría de un siervo de Dios, que la que tiene un hombre del mundo; y esto, por ver que se ha ocupado desde la mañana a la noche en hacer la voluntad de su Dios y Señor. ¡Oh qué gozo tiene, cuando ve que todo el día lo ha empleado en hacer la voluntad de Dios! Levantéme por la mañana, luego, al toque de la campaña; púseme en oración y túvela con todo el recogimiento posible; fui a mi lección y procuré estar atento por agradar a Dios. Ésta es vida de ángeles, vida celestial, causa un gozo entrañable que «nemo tollet a vobis»: -no postizo y que luego se marchita de ver que Dios echa mano de él para alguna cosa; cuando se acuerda de sus faltas, todo le viene ancho en la casa de Dios, obedece con gozo, todo se le hace fácil. Esto, pues, enseña Ignacio: que andemos con alegría. ¿Sabéis qué os hace andar amargos? Vuestra voluntad; andáis siempre envuelto en hierro viejo, podrido interiormente y disgustado; que la propia voluntad es ruin, cobarde, desabrida, y pégaos lo que ella tiene; mas cuando hacéis la voluntad de Dios y obedecéis al Superior por agradar a Dios, luego os da prendas del consuelo del alma; que, aunque al principio entra reprendiéndoos, después os consuela; al revés del demonio que entra consolando y después da amargura.

Éstas son las propiedades de la obediencia: prontitud, reverencia y amor, fortaleza, ejecución, conformidad con la voluntad del Superior y también en el entendimiento, abnegación de la propia voluntad y juicio, gozo y perseverancia; y todas se dan las manos unas a otras; y todas ellas nacen de los primeros principios: de mirar a Dios en el Superior y tener lo que nos mandaren por voluntad de Dios. No puedo dejar de confesaros, que es cosa dificultosa y de pocos; pero por esto somos pocos los de la Compañía, y ha hecho Dios elección de nosotros; pocos son los que encuentran con la puerta angosta, como trae Benito a este propósito; y vencer esta dificultad de rendir vuestra voluntad a la ajena, es de grande utilidad; por esto está ahí la gracia de la vocación, que facilitaeste negocio; por eso tenemos delante el ejemplo de Cristo; el cual nos ha de hacer que tengamos por buen día, el que nos da parte de su cruz.

Comencemos, pues, hermanos, que es ahora buen tiempo que digáis: Padre, yo he sido remiso en obedecer a mis Superiores; de aquí adelante quiero obedecerles prontamente. Padre, yo he sido respondón; de aquí adelante, quiero obedecer con mansedumbre; he sido murmurador de mi Superior, hele tenido aversión; ya quiero mirarle, y amarle como padre; he sido perezoso, que, cuando me tañían a levantar, me volvía del otro lado; he sido regaloncillo; ya no quiero sino tomar el cáliz de los trabajos a dos manos. Creed, hermanos míos, que tras ese corcho hallaréis el panal suavísimo; tras esa dificultad y trabajo que hay en la obediencia, hallaréis una prenda en vuestra alma de paz y sosiego, el cual no hallan los perezosos e inobedientes, de quien dice Benito: «Los que obedecéis murmurando de vuestros Superiores y con falta de prontitud, obedeciendo a más no poder, no os darán por vuestra obediencia premio, antes os darán castigo: immo potius incurres poenas murmurantium». Mira que esa obediencia está llena de faltas, de murmuración, de juicio contrario; antes merece castigo. Y, pues, así como así, hemos de obedecer y trabajar, trabajemos y obedezcamos con gozo; que por esta obediencia se nos dará el premio de la bienaventuranza.




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Plática 43

Séptima de la obediencia


1. Pocas cosas nos quedan que tratar de la obediencia, y ésas se han tocado en los primeros principios ya declarados; mas todavía, por acabar con esta materia y por la reverencia de nuestro Padre Ignacio, diremos algo de ellas. Primero diremos a qué se extiende la obediencia religiosa; porque podía alguno decir que sólo tenemos obligación de obedecer en las cosas que tocan a nuestras Reglas; porque, como parece que dice en la Bula de la Confirmación, promete obedecer al Prepósito, in his quae faciunt ad regulam eius que observationem; y se manda al Superior que lo que mandare sea conforme a Regla: «Iubeat quae ad constitutionem propositi sibi fihis cognoverit esse opportuna». Y San Bernardo hace particular ponderación de aquellas palabras de la regla de San Benito: «Promitto obedientiam secundum regulam», donde dice: «Non se valet extendere potestas imperantis, nisi quatenus attigerit votum profitentis». Y Santo Tomás 2-2, q. 109, art. 2.º, ad 3, va el mismo camino: diciendo que el religioso ha de obedecer en lo que toca a su regla.

2. Mas la Compañía siempre tiró a lo más perfecto y más aventajado, especialmente en lo que toca a la obediencia, diciendo que debe ser con las propiedades dichas de entendimiento, de voluntad pronta. Ahora propone el objeto, el cual, no sólo es, ni se extiende a sólo lo obligatorio; sed in aliis omnibus, dice que se obedezca, porque esto llaman los Santos obediencia perfecta; y, como dice Bernardo, muy imperfecta obediencia es la que hace y cumple sólo lo obligatorio; mas la obediencia perfecta va a todo aquello a que se extiende la caridad perfecta: «Legem nescit, neque contenta angustiis professionis, largiori voluntate fertur in latitudinem charitatis et ad omnia quae injunguntur spontaneo vigore hilaris alacrisque animi, munus non considerans se in infinitam extenditur libertalem: No sabe mirar estrechuras, si manda el Superior conforme a la regla o no, sino con ánimo liberal, con ánimo espontáneo y prontísimo arrostra todo cuanto hay; ésa llama San Gregorio obediencia de caridad; porque, como hemos dicho, la caridad mira a Dios como amigo; la obediencia, como superior.

3. Nuestro Padre, por quitar cosas que podía haber y quitar ocasión a gente lerda y que se guía mucho por su propio juicio, dice que la obediencia se extiende a todo aquello que es voluntad del Superior; y, como dice la 6.ª parte, «in omnibus rebus ad quas potest se extendere cum charitate obedientia». Y dice en la declaración: «Hujusmodi sunt illae omnes in quibus nullum est manifestum peccatum». Esta obediencia, como dice Santo Tomás (loco ut supra), quae pertinet ad cumulum perfectionis, sólo mira si la cosa es lícita. Y dice más, donde no hubiere manifiesto pecado; porque suele haber cosas en que el súbdito anda titubeando si lo que se manda es pecado o no, es lícito o ilícito; que, pues el Superior lo manda, él lo tendrá bien mirado; su oficio es discernir, y a él han de acudir los súbditos, como se mandaba que acudiesen los del pueblo de Dios al sacerdote, cuyo oficio era discernir si es lepra o no es lepra; y habiendo acudido a él, debes estar a su autoridad y harás lo que te mandare; porque, el dicho del Superior da autoridad, y su autoridad no es sólo como la del letrado, que sólo mira si es justo o no es justo, dando solamente su parecer, sino es autoritativa, porque interpreta con la autoridad de juez. Y para esto tenemos aquel dicho de Agustín (libro 22 contra Faustum, et legitur in capite quod culpas, 24. quaestione 1). Hablando de los cristianos que andan en ejércitos de emperadores paganos dice: «Ergo vir justus, si forte etiam sub rege et homine sacrilego militet, recte potest, illo jubente, bellare, si, vice pacis ordinem servans, quod sibi jubetur vel non esse contra Dei praecepta certum est, vel utrum sit certum non est ita, ut fortasse reum faciat regem iniquitas imperandi; innocentem autem militem ostendat ordo serviendi». Que bien puede ser que el capitán tenga injusticia, mas si a mí no me consta de ella, sólo me conviene y está a mi cargo el obedecerle, que eso me librará de la culpa. Esta doctrina es de Bernardo (Sermone de Circuncisione), donde dice: Si dudas si es bueno o malo lo que quieres hacer, a tu cargo está ir al Superior, y ten por bueno lo que él te dijere que es bueno, y por malo lo que dijere ser malo. Ésa es la discreción que ha de tener el súbdito, dejarse a la voluntad de su Superior, que causa quietud y da paz a un religioso, teniendo al Superior que se lo declare.

4. Dice más nuestro Padre, que no hemos de aguardar a que nos lo manden, que nos pongan precepto; que basta entender que es voluntad del Superior, para entender que es voluntad de Dios. Santo Tomás, quaest. 204, art. 1: «Voluntas Superioris, quocumque modo innotescat, est veluti tacitum praeceptum; et tunc obedientia promptior quanto expressum obediendi praevenit praeceptum, voluntate tamen superioris intellecta». Palabras son de Santo Tomás. Como me conste que es voluntad del Superior, lo debo abrazar con toda prontitud. Esta doctrina es bien que entendamos. Cuántas veces acontece que el Superior no quiere mandar una cosa expresamente, por no mortificaros o por no saber cómo tomáis su mandamiento; y aunque vos entendáis ser su voluntad, con todo eso no lo hacéis. Vos mismo os engañáis con eso. Y cuántas veces acontece que andáis cohechando al Superior y por una vía y por otra, pretendiendo alguna cosa; y después, cuando os la manda el Superior, os parece que el ponerla por obra es verdadera obediencia, y no lo es; que ponemos muchas veces a cuenta de la obediencia lo que es voluntad propia. Y decirnos ha Dios: Recepisti mercedem tuam: tú lo pretendiste, tú lo sacaste por interpretativas; el gusto que recibes por hacerlo, ése sea tu galardón. ¡Oh, cómo se ha de ver el día que Dios escudriñe nuestro corazón y examine nuestras obras, cuál es propia voluntad y cuál verdadera obediencia! Hartas veces os dirán: vos currebatis et ego non mittebam vos.

5. Vamos adelante. ¿A quién primero hemos de obedecer? Dícese en la sexta parte, capítulo 1, que en primer lugar hemos de obedecer al Papa, Vicario de Cristo; luego, a los Superiores; después, a los oficiales subordinados. Ya sabemos que es principio primero que tiene hecho la Compañía profesa voto particular de obedecer al Papa, para tener más certeza de la voluntad de Dios para ir más acertada en lo de las misiones y otras cosas, y con más dirección del Espíritu Santo. Tuvo esto mucha contradicción; pareció cosa muy nueva esta manera de voto. Porque decían: apartarse de la obediencia del Papa es cisma, y quitarle la autoridad es herejía. ¿Pues qué voto es ése? Mas el Padre Ignacio estuvo firme en resistir a esta contradicción y salió con ello. Porque, sin duda, él tuvo muestra de la arquitectura de este edificio, la cual puso en ejecución, y ninguna contradicción bastó a impedírselo; que, como la Compañía fue instituida para resistir a los herejes, quiso Dios que estuviese unida con nudo particular con la Sede Apostólica. Y esto fue misericordia grande en un tiempo en que las herejías daban tanto tras la autoridad del Papa; que, aunque, como dice Cipriano, las herejías se fundan en no reconocer la autoridad del Sumo Pontífice, pero particularmente se levantó, en estos tiempos que comenzó la Compañía, una herejía particular que le quitaba la autoridad al Pontífice Romano; y de ahí vino aquel dicho común entre los herejes: «Si queda el Papa entero, no puede haber concordia»: «Incolumi Papatu, concordia esse non potest». Ésta es una apostasía general, cuyo espíritu sopla ahora en el mundo; y en este tiempo levanta Dios a la Compañía, atada a la autoridad Apostólica, que va siempre defendiéndola, y su cuidado, es hacerle protección. Y no os engañéis con decir que, pues no sois profeso, que estáis eximido de su obediencia, que también a vos os obliga, como os lo tengo declarado: Sois parte de este cuerpo, que está todo dedicado al Papa; y aquí, nuestro Padre, en esta sexta parte, no solamente hablaba con los profesos, sino también con los Coadjutores formados, que también habéis de obedecer al Pontífice con obediencia que llamáis religiosa, que busca la perfección, conformándoos con lo que él ordenare, no murmurando de sus decretos, porque tiene la voz de Cristo, guarda su silla y en él tenemos a Cristo visible; guarda el lugar de Cristo. Y si hacéis escrúpulo de murmurar del Superior, también lo habéis de hacer muy grande de murmurar del Pontífice que os hace a Cristo visible. Sea, pues, la obediencia a él pronta, alegre, rendida, y con las propiedades dichas, que la hacen religiosa. Y mirad cómo lo dice Ignacio, que parece que buscó las palabras más exquisitas: «Exactissime omnes nervos virium nostrarum ad hanc virtutem obedienciae imprimis summo Pontifici, deinde superioribus Societatis exhibendam intendamus, ita ut, omnibus in rebus ad quas potest cum caritate se obedientia extendere, ad eius vocem perinde ac si a Christo Domino egrederetur, quam promptissimi simus». Que seamos prontísimos, y que nuestra obediencia sea de voluntad y entendimiento; y imprimis, dice, Summo Pontifici. Y dice más, que obedezcamos a los Superiores y oficiales subordinados, que no son Superiores, como el Sotoministo, el Refitolero, Ministro, los cuales no son superiores, mas son como comisarios de los Superiores; que ni aun el Ministro se llama Superior, sino en algún caso particular. Y ¿cómo los tengo que obedecer? Dícelo en la Regla 38 tratando de la obediencia que se ha de dar al cocinero, que es con grande humildad en todas las cosas que pertenecen a su oficio; y a todos los demás, como comisarios del Superior: al refitolero en su oficio y al Ministro en el suyo. Esto es tan necesario, que, si no lo hay, es menester para cada cosa un alcalde ordinario para declarar. Y así dice Ignacio: Para que el colegio ande con disciplina y orden de religión, no sólo se ha de obedecer al Superior, sino también a los oficiales subordinados, acostumbrándose el hombre a no mirar quién es el que manda, sino por quién obedece; y creo que no hay cosa más olvidada que esto. ¿Quién hay que no diga su dicho al despensero?, ¿quién hay que no se ponga en competencias? Que parece que nos vamos corriendo de ser obedientes. ¿A qué habemos venido? Mirad: de lo que me había de gloriar, ya lo desprecio, y me corro; y hago ya autoridad y honra de ser descortés, de no ser humilde. No es ésa obediencia religiosa, y todo esto verdaderamente nace, como decíamos el otro día, de que no tenemos trato interior.

6. En esta Regla 37 trata nuestro Padre de las penitencias: y porque los días pasados traté largo de esta materia, declarando las Reglas 4, 9 y 10, sólo diré de ella dos palabras.

Claro está que la ley tiene dos cosas, la una es enseñarnos el bien, la otra apartamos del mal; tiene potestad directa y coercitiva. A ella también pertenece castigar lo malo y premiar lo bueno. Éste es el oficio del Superior que es ley animada: premiar lo bueno, corregir y reprender lo malo, y encaminar y guiar los súbditos por donde han de ir. Ésta es la potestad que dio Dios al profeta cuando le dijo: Doyte poder para plantar y edificar, arrancar y destruir. Y el Espíritu Santo dice: Si te han dado cargo de otros, y no tienes ánimo para romper con los abusos, no tomes ese cargo. Hícete alataya, ten cuidado de avisar lo que pareciere mal y corregirle; y si no se convierte, tuya es la culpa, si lo dejas de hacer. De ahí es el decreto de San León Papa: Inferiorum culpae saepe ad desides et negligentes pastores deferendae sunt, qui multam inibi nutriunt pestilentiam dum austeriorem dissimulant adhibere medicinam»: que las culpas de los súbditos también tocan a los Superiores.- Diréis: Padre, no hay en casa silencio; tanto sirve haber hecho pláticas, como si no se hubiesen hecho; poco han servido las pláticas que se han hecho de esto.

7.- Pues, Padre, comenzad a dar penitencias, que no hay cosa que sea tan eficaz; que la plática es buena, pero no basta. Haya corrección, que el oficio del Superior es dar corrección medicinal al inferior; que le dice Ignacio, que lo que está a su cargo es aceptar, con voluntad y deseo de aprovecharse y con devoción, las penitencias que se le dieren.- ¿Y qué es lo que hace al súbdito, aceptarlas de buena gana? -Hácelo la gracia de su vocación; que tanto aprovecharéis, hermano mío, cuanto más os enmendáredes, y tanto más mostraréis el deseo de vuestro aprovechamiento; que no consiste en tener muchas pláticas escritas en cartapacios, sino en enmendar las faltas; que os estáis tan enterito en vuestros malos siniestros como el primer día. Por eso, el Padre Ignacio, en el capítulo 4 del Examen, párrafo 33, manda que se pregunte, si será contento de llevar las penitencias que le fueren dadas por sus errores o descuidos; y éstas, dice la Regla, «prompta voluntate admittere deberent cum vero emendationis et spiritualis profectus desiderio, etiam si propter defectum non culpabilem injungerentur»; aunque no tengáis culpa; que no ha de ser menester un proceso fulminado, para haceros decir una falta.- Diréis: Soy Padre grave y antiguo.- Andad, que bien parece en la pícola el Padre grave, por la edificación de los demás, y porque no se le haga de nuevo con la costumbre que va prescribiendo de no oírlas. Y entre las señales que da el Padre Ignacio, capítulo 4.º, párrafo 41, para ver si uno es para la Compañía, es si acepta de buena gana las penitencias que le fueren impuestas; y en la regla última, 51, que no sé si la habremos entendido, dice que «tengan cuidado de rogar a los Superiores les den penitencias por la falta de guardar las Reglas, porque este cuidado muestre el que se tiene de aprovechar en el divino servicio». Palabras dignas de Ignacio.

Ahora, hermano, meted la mano en vuestro pecho y mirad cómo hacéis eso.- Padre, por cumplimiento.- Pues, hermano mío, mirad que ahí se muestra el deseo de vuestro aprovechamiento; que, cuando hacéis apologías delante del Superior y armáis un pleito, cuando os mandan decir la falta; y si os dan el capelo andáis rostrituerto; no mostráis deseo de enmienda, y de que os den penitencia por vuestras faltas; que ese deseo, al novicio se pide; y al antiguo, esa prontitud para tomar las penitencias; y vos andáis huyendo de ellas como el demonio de la cruz; sois muy delicado; que éste es gobierno religioso, que mire el Superior por vos y os dé del pan y del palo, y vos os aprovechéis; y cuanto vos más gustáredes de las penitencias, tanto mayores señales daréis de vuestro aprovechamiento.

8. Vamos a la última Regla, del escribir cartas. En ella dice nuestro Padre que, si alguno de los de casa escribiere carta, eso sea con dos circunstancias: la una, que sea con licencia del Superior; la segunda, mostrando la carta a quien él señalare. Más: si le fuere a él escrito, la carta venga primero a manos del Superior, o a quien tiene su lugar en eso; y, pareciéndole conveniente, la dará o no, a la persona a quien se escribe, como pareciere que más conviene. Y dice «si alguno hubiere de escribir»: porque esto es oficio del Superior, el escribir cartas acá o acullá, o despachar negocios; que no hay para que escribáis vos tantas cartas, que no es vuestro oficio. Algunos han pensado, y éstos gente de valor y entendimiento, que esta Regla se hizo para novicios; y la razón que para ello dan es que, en el lugar donde esta Regla se pone, nuestro Padre va hablando con los novicios; mas nuestro Padre, en el cap. 4.º del Examen, dice que conviene a todos; y así ordena que sean preguntados cuando entran en la Compañía, si todo el tiempo que vivieren en ella serán contentos de que las cartas que escribieren o se les escribieren, sean registradas del Superior. Y yo me acuerdo que al Padre Polanco, habiendo sido Asistente, Visitador y Vicario General, y un hombre tan grave, se le daban las cartas abiertas. Así que esta regla es de más importancia de lo que parece; y así en el caso 7.º de los reservados, aprobados por la Segunda Congregación, decreto 79, se pone lo del escribir las cartas. Que, aunque es verdad que puede suceder que, por ser la carta que se escribe de poca importancia, no haya en ello culpa; ni consiguientemente caso reservado, todavía puede haber algún caso en que lo sea, por escribirse alguna cosa grave en la carta, que no convenga.

9. Esta misma Regla hallamos en los Padres antiguos, como escribe Casiano (lib. 4, c. 16), que se daba por penitencia el estar postrado en público, mientras estaban los demás en oración, a aquél, qui epistolam cuiuscumque suscipere et rescribere sine abbate suo tentaverit. Y San Benito, cap. 54, lo dice con palabras mayores: Nullatenus liceat monacho, neque a parentibus suis, neque a quocumque homine, neque sibi invicem, litteras aut horologia, aut praemiuscula accipere aut dare, sine praecepto abbatis sui: No puede el religioso, nullatenus, de ninguna manera, tomar donecillos unos de otros, ni escribir cartas; y si alguno esto hiciere, denle una disciplina regular, la cual era dada de buena mano. La misma regla es de Isidoro, cap. de delicto: «Si alguno escribiere alguna cosa, sea castigado». Y es regla de mucha estima, porque importa mucho al buen gobierno. Y así Augustino, Epístola 109, dice hablando de las monjas: «Quaecumque autem in tantum professa fuerit malum, ut occulte ab aliquo litteras et quaelibet munuscula accipiat, si hoc voluntarie confitetur, parcatur illi et oretur pro ea; si autem deprehenditur atque convincitur, secundum arbitrium praepositi vel presbyteri vel etiam episcopi, gravius emendetur»: Si alguna monja, dice, viniere a tanto mal, que recibiere cartas o dones, y ella misma voluntariamente lo confesare, perdónesele; si no, sea gravemente castigada. Y no nos maravillemos, que yo me acuerdo de haber leído en el Concilio Ilibertano, cap. 81, que dicen que se celebró en Granada, que ninguna mujer fiel casada pueda recibir carta si no es con el nombre de su marido: «Ne feminae suo potius quam maritorum nomine litteras scribere audeant, neque litteras alicuius ad solum suum nomen scriptas accipiant». ¡Ojalá esto se guardara, que no hubieran venido tantos males! Y así, nuestro Padre General, viendo que, con nombre de billetes, echamos ya cartas como procesos, declara que billetes se comprenda en nombre de carta; y también veda cartas curiosas, y que no se escriban en ellas impertinencias y faltas de otros: que no se sepan las faltas de Córdoba en Sevilla, y las de Sevilla en Córdoba y Granada; que muchas veces acontece que se escribe una carta con palabras de poca gravedad, melifluas y que dan olor de alguna flojedad y remisión de espíritu, y cae esa carta en manos de un seglar, y os califica por hombre de ruines costumbres. Por tanto, hemos de tener con esto gran cuenta, que es gran falta que nos cojan algunas palabras tales, firmadas de nuestro nombre; y sean las cartas sin daño de barras, porque semejantes cartas perjudican a la opinión de los con quien tratamos.

10. Corremos esta materia con un lugar de S. Pablo, c. último ad hebraeos: Obedite praepositis vestris et subiacete eis, ipsi enim pervigilant quasi rationem pro animabus vestris reddituri, ut cum gaudio hoc faciant et non gementes; hoc enim non expedit vobis»: Obedeced a vuestros Superiores y prepósitos -que parece que estas palabras se dijeron de la Compañía la cual ha tomado nombre de prepósitos para los Superiores de las casas profesas y provinciales y General, y como les llamaban antiguamente, como sabemos de Santo Jerónimo, Benito y Casiano, que a los Superiores les llamaban prepósitos y guías- y esto, porque velan con solicitud sobre vuestras almas; que están en vela mirando lo que os conviene; no duermen; que, como dijo el otro poeta, «fea cosa es que el capitán general duerma toda la noche». «Como gente que tiene cuenta de vuestras almas, para dar a Dios razón de ellas»: ut cum gaudio hoc faciant; que es grande alegría ver un Superior que el súbdito trata de su aprovechamiento y que no lleva arrastrando la cruz. Porque el ir ellos gimiendo con el gobierno non expedit vobis: para vos mismo es el daño; que pienso que lo hago a él, y no es sino a mí; porque al Superior, muchas veces, le conviene tener súbditos difíciles, no bien mandados, porque con esto tiene ocasión de despertar más la virtud de la paciencia y la humildad; y con esto se le quita, si algún polvillo de vanidad se cobra, por ser Superior acariciado de todos y que todos le procuran tener contento. Y si el otro dijo: «Dulce est imperare liberis», éste es el acíbar con que se destetan, para que no sea todo dulce y gustoso. Más añade: hoc non expedit (vobis), dice, porque esta dificultad nace de la remisión de vuestras voluntades; y por ser vos tan delicado en la obediencia, es causa que no os manden lo que os conviene; mas, como médico demasiado piadoso, condescendiente con el enfermo en lo que no le ha de ser de provecho; porque más quiere el Superior teneros, como quiera, en casa, que no apretaros de manera que quebréis.

11. Este ejercicio santo de obediencia es en que debemos ocupar más parte de tiempo. Llama nuestro Padre a la obediencia santa, porque santifica las almas, une con Dios nuestras voluntades, hácenos discípulos de Nuestro Señor, obediente hasta la muerte. Acompañemos, pues, el ayuno de la cuaresma con ella; no se diga de nosotros lo del profeta, que, en nuestros ayunos, se halla nuestra voluntad; es vida la del obediente de un continuo sacrificio y de una continua penitencia, y así habemos de procurar quitar las imperfecciones que en esto tenemos, con el examen particular y con la penitencia cotidiana.




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Plática 44

Del dar cuenta de la conciencia


1. Estas Reglas 40 y 41 son del dar cuenta el hombre de sí y descubrir su conciencia al Superior; y así dice el título de ella «De reddena ratione sui». Y es cosa dificultosa de entender cómo se ha de hacer: que así, en la Regla, c. 2, n.º 15 del Maestro de novicios, se manda que a los novicios se declare este punto, por ser esta cosa de grande momento e importancia, de quien depende todo el gobierno religioso. Y por serlo de tanta monta, de ninguna trató tanto nuestro Padre Ignacio, y con más peso, que de ésta, como se ve en el cap. 4 del Examen, § 34 et 35. Y además de las dificultades que este negocio tiene en sí, el enemigo nuestro siempre le pone nuevas. Y así, en la Congregación pasada duró tres días tratar este punto; y últimamente, sin resolver dél nada, se remitió al General para que determinase lo que en esto se había de hacer, y él dio orden cómo se había de tomar esta cuenta, que es el que ahora tenemos. Cómo se había de tomar, y cómo se había de dar; y hay en ello tanta equivocación, que muchos no alcanzan de ordinario el fin de nuestro Instituto en el dar de esta cuenta. Porque a unos les parece que confesión general y el dar cuenta es todo uno; otros, con decir cuatro palabras, les parece que dan cuenta; y otros tan superficialmente, como que fuese poco en ello. Pues el tratar de esta materia lo he guardado para su lugar propio que es éste; que, en verdad que cuando hablé de la confesión general que en la Compañía se suele hacer de seis en seis meses acerca de la Regla 5, traté de lo principal que en esto hay. Allí traté también este presupuesto: que conviene mucho, para que uno sea bien gobernado, que se deje conocer y se dé a conocer; y más que gobierno del religioso es gobierno del alma, como dijimos del Apóstol San Pablo el otro día: rationem reddituri pro animabus vestris; que, aunque el cuidado del Superior ha de ser de lo que toca al cuerpo, de la comida, vestido, etc., pero el principal ha de ser de su ánima, encaminándole siempre a su fin; porque es gobierno de dirección, de cura y de remedio. Y si esto no lo sabéis, no sabéis un principio muy importante en la Religión: que ni dirección ni remedio puede haber sin conocer lo interior.

2. Y el fundamento de todo esto y de querer el súbdito que su Superior enteramente le conozca, es el deseo de su aprovechamiento y enmienda, ayudándose de los que le han dado por guías de su alma. Y así, con gran razón, en acabando de tratar de la obediencia, se trata inmediatamente luego en nuestras reglas, del dar cuenta, porque lo uno pende de lo otro. Y en las Constituciones, todo es una misma cosa: verlo heis en la 6 p., c. 1 y 2; que amen todos a los Superiores como a padres, ex animo, de corazón; y después añade, «ut nihil ex internis neque ex externis eis celent; quin potius, ut omnia prorsus intelligant, quo melius in via salutis dirigant, optare debent». Y que los profesos y coadjutores formados den cuenta cada un año; que se proceda con tanto amor, que reconociendo el súbdito en el Superior entrañas de padre, le descubra todo su corazón y no le tenga cosa encubierta; antes desee «ut omnia prorsus», que son palabras de gran ponderación: que toda su alma sea entendida, para que sea mejor guiado, todo y en todo. De manera que de la reverencia al Superior y amor del súbdito para con él, se sigue esto otro: del Superior, como dijimos en la 8.ª p., que, teniendo amor al súbdito, cuide de sus duelos y le encamine y guíe a la perfección; y del súbdito, que le dé cuenta; porque, si os falta espíritu de claridad y procedéis con perturbación del temor, andaréis lleno de recelos y asombros: si perderé opinión, con qué gesto me mirará de aquí en adelante, si me quitarán de este puesto, o qué daño se me podrá recrecer. De andar el hombre recelándose del Superior, nace un espíritu de temor. Tenedle, pues, amor; y de ahí nacerá «ut nihil eis celent»: que no tenga cosa encubierta, «neque exterius, neque interius»; todo lo lleva abarrisco; que ver lo que todos los otros ven, cosa fácil es; mas, lo interior, tiene dificultad. Por eso en la 4 p., c. 10, § 5, hablando nuestro Padre de cómo se deben haber los colegiales con su rector, habiendo dicho que le tengan todos respeto y reverencia, añade: nihil ei clausum, ne conscientiam quidem propriam, tenendo, quam ei aperire suis constitutis temporibus, et saepius, si causa aliqua id posceret, oportebit», etc. ¿Qué colige de la reverencia? Que no le tengáis cosa encerrada. Y en el examen se remite a este capítulo. Más: en el prólogo de esta Regla, que se pone en el capítulo 4.º del Examen, § 35, dice que se dé a conocer al Superior, porque con esto se le pone nueva obligación para que más mire por su súbdito, para que con mayor diligencia, amor y solicitud mire por él y le pueda prevenir inconvenientes que le pueden suceder en este camino que lleva.

3. Porque hay ladrones de noche y de día, visibles e invisibles; que, si andáis a solas este camino, corréis peligro. ¿Y quién pensáis que son esos enemigos visibles, sino el Padre y el Hermano que os enseña la relajación de la Regla, o murmurar del Superior? Y así, hay razón de que tengáis quien cuide de vos. Por eso enseña nuestro Padre que el Superior se tenga en nombre y lugar de Cristo. De aquí se sigue una doctrina que dice todo lo que en esta parte se puede decir. Y es que, con esto, el Superior será Superior religioso, y el súbdito, súbdito religioso; porque el Superior podrá cumplir con su cargo y dar cuenta de vuestra alma el día del juicio, y hará perfectamente oficio de guía que, como dice Santo Tomás, es muy necesaria cosa en la Religión. Tú también serás súbdito religioso, porque no viniste a la Religión por comer y vestirte, sino por salvarte con ventajas. Y quitando esto ni el Superior será Superior religioso, ni el súbdito súbdito religioso; y será excusado si, por no darle razón de tu alma, no te hubiere guiado bien, y si por no haber cumplido tú con tu oficio, no hubiere él cumplido el suyo; que no sólo es religión esto que cae por de fuera, ni lo principal, sino la enmienda del alma; y, quitando esto, no hay en vos espíritu de religión.

4. Al principio de la Compañía se trataba el descubrirse al Superior con mucha llaneza, porque había mucha devoción y deseo de aprovechamiento; que, en faltando esto, luego nunca le faltan a un hombre dificultades; iba cada hora un hombre con sus duelos al Superior; porque tenía puesta su confianza en esto: en ser corregido y humillado, manifestar sus culpas, pedir penitencias. Y había en esto tanta llaneza que, cuando el Padre Nadal vino por Visitador de España, vi de esto cartas en que se le daba cuenta de cosas que ahora tendríamos dificultad de decirlas a boca, debajo de cualquier secreto. Y esto, con deseo de ser uno guiado a lo mejor. Y también nuestro Padre Ignacio, con no usar confesar a nadie, no había falta en la casa ni otras partes que no se le escribiese, pidiéndole consejo para ser instruidos. Y así, quiso (p. 9, c. 3, n. 19), que conforme a lo que decía de sí San Pablo: «Quis infirmatur et ego non infirmor? Quis scandalizatur et ego non uror?», que el General conociese las conciencias de todos cuanto fuese posible, especialmente de aquéllos de quien inmediatamente usa como de instrumentos en el gobierno. Por eso quedó una costumbre en Roma, que los que van allá, en llegando suelen dar cuenta general a nuestro Padre, para que así los tenga mejor conocidos. Y era tal la forma de dar cuenta que entonces había de esto, que muchas personas gravísimas porfiaban que el dar cuenta de la conciencia y el confesarse era una misma cosa; porque ordinariamente, solían hacer las confesiones generales con el Superior. Pidióse declaración de esto; y yo diré brevemente, probándolo de las Constituciones, cómo es cosa diferente lo uno de lo otro, y qué es cada una de ellas.

5. Lo primero es cierto ser cosa muy diferente, porque nuestro Padre, en el cap, 4.º del Examen, desde el § 34 hasta el §40 [trata de la cuenta de conciencia]; y en él comienza a tratar de las confesiones generales que se hacen al principio y cada seis meses, o cada año. Y en la primera parte, cap. 4.º, hablando de los que están en primera probación, dice que hagan confesión general de toda su vida, si no la hicieron con algún confesor de la Compañía; y, allende de esto, dé cuenta de su conciencia. De manera que, habiendo confesado con algún Padre, no está obligado a confesarse otra vez; pero por esto no se desobliga del dar cuenta de la conciencia. De donde se ve que son cosas muy diferentes estas dos. Y en la 6 p. es lugar manifiesto; porque, habiendo dicho que los profesos y coadjutores formados, una vez al año o las demás que al Superior pareciere, «parati esse debent»; para darla, añade luego, «tum etiam parati esse debent ad faciendam confessionem generalem», con quien al Superior pareciere; aquel «tum etiam» declara ser cosa nueva. Y toda duda ha quitado esta regla del Sumario; puesto que la 6.ª y 7.ª regla tratan del confesor, y en la 40 y 41 del dar cuenta de la conciencia. Y para este efecto se hizo la regla 4 común, de esto, diciendo que, antes de la renovación de los votos, se haga una confesión general desde la última que se hubiere hecho, y que, allende de esto, se dé cuenta de la conciencia.

-Ahora, Padre, decidnos qué es uno y qué es otro.- Qué sea el confesar poco hay que decir: la materia de ella toda es culpas o perteneciente a ellas; y hase de manifestar con dolor y arrepentimiento para ser perdonado, sujetándose a las llaves de la Iglesia para ser perdonados, por virtud de este sacramento: veislo ahí en una palabra.

Y el dar cuenta de sí ¿qué es? Eso extiéndese mucho más a decir las buenas y malas inclinaciones, buenos y malos hábitos, penitencias y mortificaciones y, en una palabra, dar cuenta de todo lo que pasa en vuestra alma, y cómo hemos andado con Dios y con el gobierno nuestro. Y esto lo dice la Regla «non solum defectus», etc.; para que no fiéis de vuestra cabeza y os perdáis. Por eso os aconseja que deis cuenta para enmendaros de las faltas, e ir adelante. Es, pues, cuenta universal que es, como dice el título, reddenda sui ratio.

6. De aquí nace la primera diferencia, que es la principal, de parte del fin. Cuál es el fin de las confesiones, colígese del Padre Ignacio (Ex. c. 4 § 41): El fin es alcanzar un aumento de pureza y virtud y el perdón de los pecados, lo cual se hace por la gracia que nos da, que es la que sana nuestras almas y les da santidad y les da rectitud, por aquello de San Pablo; «Sed abluti estis, sed sanctificati estis, sed iustificati estis»; sana, que, como dice Pablo, 1 Corintios 5, por ella somos santificados y justificados, por ella se rectifican y fortifican las potencias, auméntase la caridad y la gracia, y va concibiendo el hombre vivos deseos de servir a Dios. Mas, cuál es el fin de dar cuenta, dícelo en el § 34: Considerado este negocio en el Señor, hallamos que conviene mucho, que, para que sean guiados y gobernados interiormente con gobierno paternal, «quo melius regi et gubenari per superiores et in viam Domini dirigi possint»; que con eso les libraréis de inconvenientes; daros han las cargas que vuestras fuerzas puedan llevar, y no más; y podrá proveer el Superior al cuerpo universal de todos los que están a su cargo; que a esto va a parar el dar cuenta de las tentaciones, y ahí va enderezado el conoceros interior y exteriormente; esto, sin daño vuestro, mirando por vuestro particular. De manera, que, el fin del dar cuenta es el, gobierno religioso que se ha de practicar con nosotros. Porque, ¿cómo podrá el Superior enviar a las misiones seguramente, si no tiene enteramente conocidas las inclinaciones y pasiones, vicios y virtudes de los que tiene a cargo? Porque si no, andará a ciegas en un negocio donde es menester tanta prudencia.

7. La segunda diferencia es de parte de la materia; porque cuál sea la de la confesión está claro y está dicho. El dar cuenta bien se ve que lo más de ello no pertenece a este tribunal y fuero: como es el uso de los medios espirituales que tratamos: de la oración, examen, penitencia, inspiraciones, sequedad, consuelos y otros accidentes que hay en este camino, que no tienen que ver con culpa ni se pueden reducir a ella.- Pues, Padre, ¿cómo dice en el § 36, y en la forma del dar razón de la conciencia, que «en confesión o fuera de confesión»? -Hermano, en el dar cuenta hay dos partes: una el decir las faltas y otra el descubrir nuestros movimientos interiores. Y cuando habla de éstos en el § 35, no habla de confesión, mas cuando habla de culpas, ahí sí: esto, déjalo a vuestra elección; que bien lo podéis vos decir en confesión y podréis hacer lo que vos mandáredes; y hay cosas que la regla del Provincial dice que no se deben preguntar fuera de confesión. Mas para el dar cuenta de vos, y decir «consuelo o desconsuelo tengo, tantas penitencias hago», no hay para qué decir esto de rodillas, que esa postura es de reo y esto no es materia de confesión; como ni el descubrir tentaciones, ni hábitos o costumbres siniestras; antes ésas me pueden ser ejercicios de virtud y ayuda para mi aprovechamiento; que ésa es indiferente materia para uno y para otro. Y aun cuando en el dar cuenta de la conciencia se ofreciese cosa actual en que hay culpa, nuestro Padre Ignacio dice en el § 46, que esto se entiende de cosas substanciales, y la fórmula dice defectos notables, los que pidiesen particular remedio y pudiesen variar el juicio de mi superior en aplicar el remedio conveniente para mi alma. De donde veréis clara diferencia entre la confesión y el dar cuenta de la conciencia, aun en aquello que parece que coinciden y convienen, pues en la confesión se han de decir todas las culpas, mas en el dar cuenta, aquéllas que causasen la variedad que hemos dicho en el juicio del Superior.

8. La tercera diferencia que es en el tiempo: porque no hay regla de confesarse generalmente más de dos veces en el año; y los Profesor y los Coadjutores espirituales formados, una. Mas el dar cuenta, «crebrius»: más veces, como se ve en la 6 p., c. 1.º: «et saepius, si superiori videbitur»; y en la 4 p. en el lugar que dijimos de los Escolares: «et crebrius, si res exposceret»; y en la regla 4 de las Comunes se declara más: «et saepius iuxta mores Societatis»; costumbre llama de la Compañía: como si viniese un Provincial, pasada la Renovación de los votos, se le ha de dar cuenta de la conciencia, aunque no haya confesión general; que ése es su oficio, más que pedir otras cuentas.

Siempre que habla Ignacio de confesar (otra diferencia), dice que se haga con el confesor que el superior señalare. No quiso obligar a confesarse con el Superior; mas el dar cuenta sólo dice que se haga al Superior, excepto 1.ª p., c. 4, § 6, dice del novicio, que dé cuenta al Superior, o a quien el Superior señalare; y, como todo pertenece al gobierno espiritual, débese hacer con quien tiene oficio de guía; los demás con el Superior.

9.- ¿Pues decidme, Padre, qué confianza puedo tener en esto? -Mucha, dice Ignacio: «Et etiam ut ea quae audit sub sigillo secreti custodiendo», pueda proveer a los demás, lo que más conviniere. Se le da cuenta debajo de secreto: es doctrina importantísima y que la guarda el General guardadísima y los Superiores de la Compañía, para que las cosas se remedien sin que reciba nota el súbdito en su opinión y reputación; porque a ellos les toca más vuestra honra que a vos. Y así lo dijo San Benito, hablando de que las faltas públicas se castiguen públicamente; mas, si fuere cosa encubierta, se acuda a los Padres espirituales, que tengan experiencia y sean prácticos en curar llagas ajenas: «qui sciant curare sua, et aliena non detegere et publicare»; no a hombres espantadizos, que hacen milagros, y muchas veces permite Dios que ellos caigan en la misma tentación de que se espantaban en los otros, antes les remedian con caridad, «ne tu tenteris»; que por eso son hombre de secreto, que tengan cuidado de remediar: «non detegere et publicare»: no echarlas en la plaza. Esta confianza hemos de tener todos en Dios, a cuya providencia estamos; de esto truje muchos ejemplos de los antiguos que, con las primicias del espíritu que Dios les dio, trataban estos negocios con caridad y prudencia. Sólo uno diré de Basilio, en la pregunta 44 de las «fusius disput.», tratando de una pregunta que hace de los que vuelven de peregrinaciones, cómo han de dar cuenta, responde que, los tales, «post reditum praefectus peregre profectum percontetur quae actiones et qualium virorum congressus ipsi contigerint; quales sint animae ipsius cogitationes; aut tota die ac nocte in timore Dei vivens perseveraverit; aut in aliquo praevaricatus est aut aliquod ex approbatis immutaverit aut externis calamitatibus ac circunstantiis indulgens, aut ob propriam segnitiem dilapsus. Si conservó el temor de Dios; si tropezó por flaqueza; y esto a la llana y sin rodeos ni socapas, porque este cuidado de que le ha de tomar el Superior cuenta, haga al súbdito andar recatado; y también el Superior parezca que tiene cuidado de los presentes y ausentes.

La misma cuenta dice Esmaragdo abad, que daban los monjes de su tiempo a los Superiores. Y cierto es que los Superiores entonces no eran sacerdotes; tenían sus presbíteros para decir misa y a lo que esto pertenece, como se colige de San Basilio.

10. Ahora, acabemos con lo que dice Ignacio de la disposición con que esto se ha de hacer. Tres condiciones dice que ha de tener el dar cuenta de la conciencia, para hacerse como se debe: humildad, caridad y pureza. Si hay caridad, el negocio se hace muy fácilmente. También con humildad, y no cualquiera sino muy grande; que, como dice Gregorio, sea deseando que se sepan sus faltas. También con pureza: cosa pura llamamos la que no tiene mezcla; así ha de ser esta pureza, sin aguar ni colorear las faltas, sin trampantojos; no sólo las que se han de saber por otra vía, sino todo lo demás; y no las encubráis y solapéis; que, si vos tomáis al Superior en lugar de Cristo, de buena gana le descubriréis todas vuestras faltas. Porque, aunque a él, como a hombre, fácilmente le podéis engañar, mas no a Dios cuyas veces hace; que «Deus non irridetur».Y si engañáis a este hombre y le hacéis trampantojos, a Dios queréis engañar, y vos lo pagaréis todo junto; que la simplicidad quita las bachillerías, y la humildad allana las dificultades; sin la cual, dice nuestro Padre Everardo, es imposible vivir uno como hombre de la Compañía; que si no hay el ejercicio de esta virtud, es imposible vivir como lo pide la Compañía; porque un hombre que hace del honrado, encubriendo sus faltas y deseando que no se sepan, ¿cómo andará ese tal con cuidado de ser beneficiado en su alma y remediado en ella? Y así nuestro Padre con esto cierra su doctrina, diciendo que, si va ayudándose de la humildad, no hay dificultad ninguna en el dar de esta cuenta; y en la Regla 41 se dice, cómo se ha de dar esta cuenta al confesor o al prefecto de las cosas espirituales; porque podría ser que en los colegios grandes no pudiese uno ser confesor de todos. El Prefecto tiene ya forma para tomarla como se practica: al Superior se da más exacta y enteramente a sus tiempos acostumbrados, o cuando él la pidiese por algún fin particular.




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Plática 45

Primera de la unión


1. Estas reglas 42 y 43 tratan de la unión de los ánimos, conformidad de voluntades de unos con otros, lo cual es efecto y propiedad de la caridad y amor que, como dijo Dionisio, cap. 4 «De Divinis nominibus», tiene fuerza de unir y trabar unas cosas con otras. Y así, San Pablo llamó a la caridad «vinculum perfectionis», atadura y trabazón perfecta, que traba entre sí las cosas apartadas, y hace de muchas voluntades una; lo que quiero para mí quiero para los otros, que los quiero como a mí; que el amigo es otro yo, somos como una cosa. Y así San Agustín, 4.º Conf., aprueba aquel dicho de aquel otro que llamó a su amigo «dimidium animae meae», un ánima partida en dos cuerpos. Y bien se dice así, pues voluntad es vida, dondequiera que hay consentimiento de un mismo querer; así se dijo de aquellos primeros fieles que en ellos había «cor unum et anima una», un corazón y una voluntad, una ánima.

Ésta es la conformidad que nos piden nuestras reglas: un querer, un no querer, en que consiste la verdadera amistad; un mismo sentir de las cosas. Quien a uno conoce, conoce a todos; por uno que veis, sacaréis a los demás. Ésta es práctica muy importante; trató el Padre Ignacio de ella en la parte 8.ª, cap. 1.º, y en la 10.ª, § 9. Importante es no sólo por ser el fin la caridad y hermandad por la cual nos juntamos en un mismo Instituto y Religión; mas por ser cosa tan ordinaria el trato de unos con otros, en el cual este amor o se afina o se entibia. No hay cosa más ordinaria en nosotros que el tratarnos. Si se hace como se debe, ayuda a crecer en devoción y caridad, como lo vemos en la regla 29 de este Sumario. Si no se hace como se debe, es ocasión de muchas amarguras, de menoscabo de el respeto de unos con otros, y, por consiguiente, del amor. Así acontece entre los tibios e imperfectos, que toman por remedio no ir a la recreación e huir de toparse con éste o con otro; porque no les sirve sino de llevar consigo una raíz de amargura que brote frutos semejantes.

2. En el tratar esta materia seguiremos este orden: Lo primero diremos de la excelencia y grandeza de ella; de la necesidad, así en común, como para el ser de la Compañía; cómo se cumple con lo que ella pide; de dónde nace y quién la ayuda. Lo postrero, quién la impide y hace la guerra.- Comenzaremos, pues, con la gracia del Señor lo primero, en lo cual tenemos a el Apóstol San Pablo, que prefiere la caridad a todas las otras gracias que se hallan en la Iglesia, a el don de la profecía y ciencia espiritual, a el don de las lenguas, a la gracia de hacer milagros: no sólo a esto; mas, aunque deis toda la hacienda a los pobres y aunque tengáis tanta paciencia que sufráis el tormento del fuego, sin esta caridad, todo es nada. Ella es el fin de la ley, su cumplimiento; aquí se recapitula todo cuanto está escrito, en una sola palabra: «diliges». Y por eso dice San Dionisio que el glorioso Apóstol San Bartolomé llamaba al Evangelio muy ancho y corto, porque su anchura bien se ve, mas toda ésa se cifra en dos palabras crede, donde se resume todo lo que se ha de creer, «diliges»; donde está abreviado todo lo que se ha de obrar. No hay cosa ninguna en que nos hagamos más semejantes a Dios que con la caridad; porque Deus charitas est, et qui manet in charitate, in Deo manet. Ella hace hijos del Reino de Dios y pone división entre ellos y los hijos de la perdición y del siglo. En fin, en la caridad está nuestra perfección, pues nos une con nuestro último fin, que es Dios, según aquello «qui adhaeret Deo unus spiritus fit cum eo»; y, según los grados de esta virtud, se distinguen los estados diversos de los hijos de Dios, de los que comienzan, de los que van aprovechando y de los que llegan a la perfección como enseñó perpetuamente San Agustín: caridad que comienza, escuela de menores; la que va creciendo, de medianos; la aventajada, de mayores. No sólo se ve esto en esta Iglesia militante, más allá, en aquella gran casa del Padre Eterno, donde hay diferentes mansiones, según los diferentes grados de caridad, se da a cada uno diferente asiento. Todos los hijos de Dios tienen su legítima; mas las mejoras corresponden a los diversos merecimientos que de ella nacen. Ella da merecimiento en todo a todas las obras nuestras, y sin ella, el apóstol San Pablo dice que somos nada, y que nada nos aprovecha respecto de aquellos bienes eternos: al fin, ella es reina de todas las demás virtudes, manda a todas, actúa y trae a su servicio y obediencia a todas; a todas engrandece, levantándolas a fin sobrenatural y dándolas valor y merecimiento. Una es la caridad, la que ama a Dios por Dios y al prójimo por Dios; y de ella hay dos mandamientos: el uno aquel 1.º y grande: «Diliges Dominum Deum tuum ex toto corde tuo; el 2.º, huic simile: et proximum tuum sicut te ipsum». De aquí penden las leyes y profetas.

Mas nosotros trataremos ahora de este segundo mandamiento, de la excelencia del amor del prójimo, que es la que hace la unión y la hermandad de que pretendemos hablar.

3. Cosa es de mucha consideración ver lo que Cristo Nuestro Señor en la postera cena dijo, encomendando este mandamiento a sus Apóstoles y en ellos a toda la Iglesia. En saliéndose Judas de aquella santa compañía, dice: Et vobis dico modo: Mandatum novum do vobis, ut diligatis invicem sicut dilexi vos, ut et vos diligatis invicem. Ahora os digo esto, que estáis aquí mis escogidos, los que nadie me quitará de mi mano: ésta es la ley nueva que os doy como legislador; mandamiento de mi Evangelio, de la ley de gracia; del espíritu de hijos; de la caridad que derrama el Espíritu Santo en los corazones; de gente hidalga y rescatada de la servidumbre del pecado, libre de aquella ley del temor: que os améis los unos a los otros a imitación del amor que os he tenido. No me contento con el amor natural fundado en parentesco de carne y sangre; no con aquél que causa ser de una tierra y confrontar las condiciones: todos esos son bajos quilates; amor de caridad os pido: puro, desinteresado, fundado en comunicación de espíritu, al fin sobrenatural; no amor de cumplimiento y de palabras, como lo tienen los hijos del siglo, mas verdadero, real y de obras; que, si fuere menester poner la vida por las almas de vuestros hermanos, lo hagáis: esto es sicut dilexi vos. Como lo declaró aquel querido discípulo que tanto supo de este lenguaje: In hoc cognovimus caritatem Dei quoniam ille animam suam pro nobis posuit, et nos debemus pro fratribus animas ponere. Añadió luego el Señor: In hoc cognoscent omnes quia discipuli mei estis, si dilectionem habueritis ad invicem. Muchas señales os doy de vuestro apostolado y de ser discípulos míos: haréis milagros sanando enfermos y resucitando muertos; sabréis las cosas ausentes y por venir; mas, sobre todos estos testimonios, la principal divisa vuestra para que el mundo os conozca y tenga por míos, será si dilectionem habueritis ad invicem. Y poco adelante, en el cap. 15, torna a repetir el Señor: Hoc est praeceptum meum, ut diligatis invicem sicut dilexi vos: con esto cumpliréis toda mi ley. Yo os he elegido a vosotros para ir por el mundo y fructificar en él, y fruto de dura: Haec mando vobis ut diligatis invicem. Esto será el fruto señalado en vosotros y en los que creyeren por vuestra predicación: que haya hermandad y caridad, que es el fruto del Espíritu Santo. Y en aquella oración postrera que hace a el Padre Eterno, que refiere San Juan en el cap. 17, repite el Señor muchas veces esta unión, por que se vea cuánto la tenía en su corazón y cuánto la deseaba: Padre Santo, guardad a aquéllos que me distes para que sean uno. De esta manera se conservarán; que la división será su perdición, como la unión es su guarda y conservación: Non pro eis rogo tantum, sed et pro eis qui credituri sunt per verbum eorum in Me, ut sint unum, ut credat mundus quia Tu Me misisti.

4. Testimonio excelentísimo de esta hermandad, pues basta a convencer al mundo que confiese ser esta obra de la venida del Hijo de Dios. El abono mayor de sus obreros es amarse, con que rendirán a el mundo para que reciba su doctrina. Yo les he dado, dice Nuestro Señor, a mis discípulos del conocimiento y claridad que Vos me disteis, para que sean uno: Yo en ellos, y Vos en Mí: ut sint consuminati in unum; ut cognoscat mundus quia Tu me misisti, et dilexisti eos sicut et Me dilexisti. En que se ve un especial privilegio de el amor que Dios tiene a una Congregación y que la ama con amor privilegiado y singular, a imitación y semejanza de el amor que tiene a su Hijo, es en que les dé esta gracia y unión y conformidad. Así lo vemos en lo que escribe San Lucas en los Actos: Multitudo credentium erat cor unum et anima una, etc. Éste es el «uno» que rogó Cristo Nuestro Señor a el Padre Eterno, que se manifestó en aquella gente que tenía las primicias del espíritu; muestra excelentísima de la ley de gracia, para que el mundo se convidase a vivir esta vida, que es vida de caridad: retrato del paraíso. Pues, ¿qué diremos de los Apóstoles del Señor, cómo predicaron la excelencia de esta hermandad? Ved a San Juan que no parece trata de otro en sus Canónicas: Quien ama a su hermano anda en luz y no tiene estropiezo. Quien le aborrece anda a oscuras, no sabe dónde camina. Ésta es la nueva que nos ha venido: que nos amemos unos a otros; señal que nos han trasladado de la muerte a la vida, si amamos al prójimo; aquí se resuelven los mandamientos de Dios: en que creamos y nos amemos. Si Dios nos amó, debemos de amar: al fin, todo esto es su tema. Y San Jerónimo refiere dél escribiendo sobre la epístola ad Galatas, que, yendo a la iglesia San Juan y siendo ya muy viejo, en sus pláticas no les decía otra cosa, sino: Filioli, diligite alterutrum. Cansados sus discípulos le rogaron que mudase materia, y respondió: dignam Ioanne sententiam: Quia praeceptum Domini est; et si solum fiat, sufficit. San Pedro y San Pablo llaman a este amor fraternitas caritatis; que es amor como entre hermanos, sincero, real y puro; dilectio sine simulatione, no cosa fingida ni aparente; y veremos en San Pablo que, cuando vino en sus Epístolas a dar preceptos morales, todo es convidarnos a esta caridad de unos con otros y a quitar impedimentos de ella. Todo es decirnos que somos un cuerpo; que participamos de un altar y tenemos una fe, un bautismo y un Dios; que nos suframos, nos sobrellevemos, nos perdonemos, nos ayudemos; llorar con el que llora; alegrarse con el que está alegre; que no debamos a nadie sino el amarnos; que perdamos de nuestro derecho y tengamos paz con todos, sin dejar avinagrarse la ira en los corazones; y otras cosas semejantes; que bien sabía el Apóstol que, entre hombres voluntariosos, había de haber impedimentos para no poder gozar de este tesoro del ciclo, y que el enemigo, envidioso del hombre, había siempre de sembrar cizaña, envidias, pretensiones, enojuelos, para oscurecer el lustre de este oro primero tan estimado de Dios.

5. Mas veamos ahora por qué tanto se nos encomienda esta caridad.

Lo primero, porque qui diligit, dice el Apóstol, legem iniplevit. Con esto se cumple con la ley del amor de Dios: quien ama al prójimo por Dios, ama a Dios; y el que no ama a su hermano a quien ve, ¿cómo le creeremos que ama a Dios a quien no ve? dice San Juan. Y, que este mandamiento tenemos de Dios, que quien ama a Dios, ame a su hermano. Pues, cuanto al prójimo, el amor no puede obrar mal: -dilectio proximi malum non operatur.

2.ª razón. Viendo Dios al hombre debajo del yugo del pecado, apesgado y trabajado, convídale a el descanso del yugo suave y carga liviana de su ley. Más bien nos adquirió Cristo Nuestro Señor con su redención, que nos había quitado el pecado de nuestro padre; porque más eficaz fuese el don que la servidumbre de el pecado. De un paraíso de la tierra nos desterró el pecado de Adán; a otro paraíso, y no de la tierra nos trae la redención de Cristo Nuestro Señor: ésta es la vida de la caridad, del amor hermanable, vida suavísima, retrato del cielo; allí Dios es todo en todos, suma concordia; no hay mío ni tuyo, ni hay división; fuera está Satanás que la puede causar. La división de estados no impide esta paz; a esa semejanza plantó el Señor esta viña en su Iglesia, en la cual no hay diferencia de bárbaro y escita...; todo es uno en Cristo. La diferente tierra o estado, del pobre o rico, noble o no noble, no impiden; todo lo abraza la caridad, cuyo reino es anchísimo, que abraza desde el purgatorio hasta el cielo. Todo lo mira en Dios y en Él lo hace uno.

3.ª razón. Crió Dios al hombre para tratar con otros, que el hombre solitario, o es más que hombre, o es menos que hombre; ángel o bestia; y antiguamente no se daba licencia para la vida anacorética, sino después de 30 años de mucha probación en vida religiosa, como San Isidro dice en el libro De divinis officiis.

Siendo los hombres, pues, criados para compañía y congregación y naciendo defectuosos y menesterosos, llenos de necesidades y de desórdenes, ordenó Dios esta vida de hermandad, cuyo oficio es hacer bien y sufrir mal, ayudar y sobrellevar, hacer buenas obras y perdonar las malas, que son dos constituciones de la santa Cofradía de la Caridad. Con la primera se provee a las necesidades que tenemos; con la segunda a las demasías que nacen de nuestros desórdenes. Veamos cómo el Señor nos enseña esto en la parábola del Samaritano, con que responde a el otro escriba: ¿Quién hacía oficio de prójimo? Aquél, dice, es que tomó a su cargo la cura del herido. Y el día del juicio, la cuenta que nos pone es de las obras de misericordia; no porque no hayamos de dar cuenta de otras cosas, mas porque quiso que éstas fuesen muy encomendadas. Sed misericordiosos, dad y os darán y, a la medida que diéredes, a esa recibiréis.

Mas pasemos a la segunda, del perdonarnos. En aquella parábola se nos enseña, del siervo a quien perdonaron tantos talentos por sólo rogarlo, y no quiso perdonar a su compañero unos pocos dineros que le debía. Ved con qué, rigor es castigada esta ingratitud y cómo remata el Señor esta parábola: que así no nos perdonará el Padre Eterno nuestras deudas, si no perdonare cada uno a su hermano, de corazón, el agravio que de él haya recibido. Y San Pedro, pareciéndole que bastaría perdonar siete veces ofensas semejantes, que así declaran algunos aquel si peccaverit in me frater meus contra me, responde el Señor: Non dico tibi septies, sed septuagies septies. Ésta quiso que fuese oración nuestra cotidiana: Dimitte nobis debita nostra. No hay cosa que tanto nos importe, como que Dios nos perdone nuestros pecados; y a iguala de eso pone el Señor que perdonemos a los otros. Pues, ¡con cuánto celo mira Dios por esta hermandad! No quiere que os enojéis con vuestro hermano; y, si pasa a palabra injuriosa, como «fatuo», ved lo que dice: Reus erit gehennae ignis, que a San Agustín le espantó este rigor en el Enquiridion ad Laurentium; y con gran razón, si se mira con cuánto descuido tratamos de esto. No quiere el Señor oír la oración ni admitir la ofrenda de aquel contra quien tiene alguna cosa el hermano. Vade prius reconciliari fratri tuo, et tunc veniens, offeres munus tuum. De aquí fue el consejo de los Padres: que la ira impide mucho el trato con Dios, así como la mansedumbre dispone a facilitar la comunicación con Dios; como de Moisés dice San Dionisio: y el Apóstol San Pablo aconseja, que levantemos las manos puras, en la oración, de ira y de porfía.

La cuarta razón es, porque este ejercicio de las hermandades es escuela y ejercicio de todas las demás virtudes, las cuales andan en compañía de la caridad, y le hacen la guardia, y se emplean en su servicio. Enséñanos esto (prima Corintios 13) San Pablo: Charitas patiens est etc. ¿Qué hace la paciencia? Sufre y no permite que salga de vos una palabra que pueda desdorar esta virtud. Benigna est: hacéis bien a todos para conservarla; non inflatur, non aemulatur, non est ambitiosa. Éstas son las polillas de esta virtud del amor y caridad: soberbia, pretensión y envidia. Non quaerit quae sua sunt: mira por los otros, no por su comodidad; que este amor es desinteresado. Non irritatur, non cogitat malum. Hay mansedumbre, hay sencillez en el juzgar y, al fin, tiene estómago para digerirlo todo y no alborotarse, ni inquietarse con faltas ajenas.

De aquí se ve el porqué es dificultosa cosa hallarse esta hermandad; cuán rara cosa sea y maravillosa en el mundo: ¡qué lejos está de este trato! Todo es volver por sí, amar a sí, estrecharse; que parece que le falta al amor propio todo lo que desea. De ahí viene aquel catálogo de males que pone San Pablo (ad Timotheum 3): Seipsos amantes, cupidi, elati, superbi, ingrati, sine affectione, sine pace, criminatores, immites, sine benignitate. Éste es el reino del amor propio: nada para otros; todo para sí.- Y a los Romanos 1.º, habiendo contado tanta miseria como tenía la gentilidad en aquella su ceguera, remata con decir: sine affectione, absque foedere, sine misericordia, duras entrañas, sin compasión, sin lealtad y sin verdad. De manera que tan difícil cosa es conservar esta hermandad, cuanto lo es despegarse de sí y mantenerse en la abnegación de su propia voluntad y de los desórdenes que nacen de ella. Por eso llamó nuestro Padre Ignacio al amor propio, en la octava parte, gravísimo y capital enemigo de todo orden y unión; y Humberto, en la regla de San Agustín, llama a la propia voluntad peste de la vida común. No puede haber paz donde ésta reina; y quien no la tiene consigo, no la podrá tener con otros; y verdaderamente esta es la empresa de la vida religiosa; que, si miramos su constitución, como nos lo enseña Basilio, Agustín, Gregorio y Casiano, no es otra cosa sino llevar adelante aquella escuela de la vida apostólica donde había un corazón y una voluntad; que, como se resfrió el estudio de la perfección en muchos, quedaron los pocos que llevasen este cuidado adelante. Sabemos, como nos lo enseña Santo Tomás, que el fin del camino de los mandamientos y de los consejos es el mismo, que es caridad; a ella va todo encaminado; la diferencia está en que en la vida religiosa son los medios más eficaces, y hay más ayudas para quitar impedimentos, para que este fuego celestial emprenda en nuestros corazones y esté siempre avivado con el soplo del espíritu del que dijo: Et quid volo nisi ut accendatur? Esta doctrina nos enseñó San Agustín en el principio de su regla: «Propter quod in unum congregati estis, ut unanimes habitetis in domo Domini, et sit vobis cor unum et anima una». De manera que el trato de la oración y de la mortificación a esto hemos de encaminarlo, a que la caridad y hermandad viva entre nosotros y no tenga impedimento ninguno. Díjonos de esta doctrina más difusamente en el salmo 132 el mismo Agustino, que habíamos de leer este lugar todos los religiosos.

Esta voz, dice, «quam bonum et quam iucundum» peperit monasteria. Con este sonido se despertaron los hombres a, dejando sus padres y sus haciendas, juntarse en uno; de este uno tomaron el nombre de «monagos», porque los que así viven unidos, que tienen una sola voluntad, aunque seas muchos se pueden llamar uno.

7. Esta es gran gracia del Señor, gracia de hombres fuertes; nam non habitant in unum, nisi in quibus est perfecta caritas Christi; nam in quibus non est, etiam cum in uno sint, non in unum habitant: odiosi, molesti, turbulenti, turbantes ceteros. Et quaerunt quid de eis dicatur. Como el rocín que va arando izquierdeando, e impidiendo al compañero; siempre murmuradores como está escrito (Ecclesiastici 33): Praecordia fatui quasi rota carri. Hasta aquí es doctrina de San Agustín. El mismo fin de la vida religiosa en común, enseña Juan Casiano en la colación 13, en la plática que refiere del abad Juan: el fin, dice, de la vida cenobítica es crucificar nuestras propias voluntades y sobrellevar y sufrir flaquezas y pesadumbres de otros: que es decir, mantener hermandad y caridad verdadera; porque, si todo fuese a según mi gusto, más parecería amor natural que amor de caridad; el cual se prueba en lo dificultoso, como en el amar a el enemigo. No sabe el amor estar sin padecer, mas él facilita la dificultad y hace sabroso el padecer. Lo particular que toca a la Compañía se queda para la plática que viene.




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Plática 46

Segunda de la unión


1. Trataremos en esta plática de lo particular de la Compañía, a cuyo instituto nos ha traído el Señor por su misericordia.

No es difícil de probar que esta unión y conformidad sea necesaria a la Compañía, pues congregación de muchos y comunidad, ninguna tal puede ser ni conservarse sin alguna orden o unión. Quitad de la muchedumbre alguna trabazón y dependencia ¿qué quedará sino una Babilonia, confusión y behetría? Y así, en las comunidades, aunque bárbaras, hubo y hay alguna forma de orden, dependiendo todas de una cabeza, o de muchos que representasen en su mando un gobierno.

Todas las cosas apetecen su conservación y, por consiguiente su unidad, porque con la división se acaban y perecen.

Sentencia es universal del Señor que todo reino, con la división, se acabará y asolará; que no quede casa sobre casa. Común sentencia fue, recibida de los filósofos, que con la concordia las cosas pequeñas crecen, y con la discordia las muy grandes se deshacen. Añadid que esta Compañía no es que quiera muchedumbre, mas es religiosa heredera de aquella vida apostólica donde había un corazón y un ánima; que, según la voz del Espíritu Santo quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum, pide que los de ella sean muy hermanados y unidos entre sí con la atadura de la caridad.

2. Pasemos adelante. No sólo es religión, mas es y se llama compañía, «Societas»; todo es partible: el bien y el mal, la pérdida y la ganancia; comunicación, trato de compañía; no soy yo para mí solo, ni vos para vos; mas soy yo para cubrir vuestra falta y vos la mía; para ayudaros y que me ayudéis. Tenemos un ejemplo del Apóstol, 1 ad Corinthios, 12, donde compara la Iglesia a el cuerpo humano. No es el cuerpo, dice, sola la vista: ¿qué sería del oído? Es todas las partes juntas, y la una ayuda a la otra para su oficio. «Et pro invicem sollicita sunt membra; et, si quid patitur unum membrum, compatiuntur omnia membra»: cómo se sirven entre sí, el ojo al pie, el pie a la mano; cómo defiende la mano a la cabeza, y acuden todos a favorecer la parte más flaca: como se ve, si tenéis alguna herida o alguna necesidad: cada una toma para sí lo que ha menester y da a la otra lo que le sobra: y aquella simpatía que llaman los médicos, que si tenéis el estómago doliente, padece la cabeza y enferma.

Éste es el retrato de la verdadera compañía y hermandad que ha de haber entre nosotros: que se cumpla aquello: gaudere cum gaudentibus, flere cum flentibus, ayudando a lo más flaco, dando la mano uno al otro para el fin que se pretende. He aquí lo que es Compañía; y más de Jesús, cuyo hábito y señal es amor de unos con otros; cuyo mandamiento es éste de amarnos; cuya defensa es la paz. Ved con cuánta razón nos toca la unión y hermandad.

3. Mas declaremos esto más en particular, que todavía servirá más de entender más la gracia de nuestra vocación. El fin de esta Compañía es el trato con los prójimos en las obras de caridad, y a eso se endereza toda su institución: no cumple uno con ser bueno para sí, si no lo es para los otros. Y a esa causa, cría su gente desde el principio, no retirada, ni solitaria, ni apartada del trato de los otros, o espantadiza: envía sus novicios al hospital, a la peregrinación, a servir a nuestras casas; y en el mismo noviciado, en los oficios y en otras cosas andan en comunidad, en lo cual, si no hay este ejercicio de hermandad, sería ocasión de mucho acíbar y confusión. Si os criárades en un aposento solo, allí pasárades vuestros duelos a solas, sin testimonio de nadie; mas ahora no es así: vuestro bien es común y vuestro mal, también; con la paciencia edificáis a otros, y con la impaciencia desedificáis. Quiere la Compañía que, desde luego, os ensayéis al trato con los prójimos y os impongáis en este trato casero que aquí tenéis: de sufrir aquí deprendáis a sufrir allá; quien aquí diere buen ejemplo allá lo dará; quien aquí supiere servir en espíritu y ayudar, allá hará lo mismo.

Consideremos a la Compañía como un escuadrón enviado para este mismo fin; así nos lo propone la forma del instituto. «Quien quisiere, dice, asentar debajo de la bandera de la cruz y dar su nombre en esta milicia espiritual». Sonamos las cajas, levantamos gente para ayudar a hacer guerra contra los enemigos de la cruz.

El escuadrón, cuando está unido y ordenado, es invencible: terribilis ut castrorum acies ordinata, se dice de la Iglesia. No hay por donde entrarle; unos defienden a otros. En siendo desordenado, es flaquísimo luego, roto y desbaratado. No hay cosa más encomendada en la disciplina militar que no romper el escuadrón y desordenarle; cada uno mira por el otro, que mi bien está en que el orden se guarde; perdido el escuadrón, me pierdo yo también. Ésta es compañía: el hermano que es ayudado del hermano no es vencido; no hay quien nos empezca de fuera, si estuviéremos unidos dentro. Gran confianza lleva el que va delante, si lleva las espaldas seguras; si tengo confianza que mi hermano mira por mí como yo miro por él, si sé que mira por mi honor como por el suyo; la confianza hace el amor; donde falta el uno, falta el otro.

4. De aquí sale el tratarnos con llaneza y sinceridad: fío yo que me diréis verdad y que no me hablaréis delante y me venderéis detrás: grande abuso de los que tienen una cosa en el corazón y otra en la boca, que es menester entender al revés de lo que dicen para acertar; lenguaje que destruye todo el trato hermanable. Si venimos a tiempo que ni vos me creéis ni yo os creo, ni vos os fiáis de mí ni yo de vos, no habrá comunicación, ni tratar unos con otros. Esta fe llama la filosofía fundamentum societalis humanae.

No hay mayor descanso para los trabajos de este mundo que una buena acogida de gente de quien tenéis prendas para fiaros; anímase un hombre con esto a trabajar de nuevo. Y así, dice nuestro Padre en esta regla 42, que, unidos los nuestros con la caridad, melius et efficacius podrán emplearse en servicio de Nuestro Señor y en ayudar a los prójimos. Harán más hacienda, con más alivio y con más ventajas: y, por la gracia del Señor, se ha visto esto en la Compañía; muchos han venido a ella movidos con el ejemplo de esta hermandad y con ver hablar a unos bien de otros, de defenderse y ampararse.

Luego si tan necesaria es la unión para la Compañía, bien dijo Nuestro Padre Ignacio en el capítulo primero de la octava parte, que sin esta unión no podrá la Compañía ni conservarse ni regirse, ni alcanzar el fin para que fue instituida. En el proemio de las Constituciones nos dejó escrito, que lo principal que se ha de procurar es la unión de ella, y, tras la unión, puso bonum regimen et conservatio in suo bono statu; uno se sigue de otro. Siendo la Compañía unida, es fácil de gobernarse, como quien gobierna una persona.

Así vemos en los libros de los Reyes, cuando iban aquellos ejércitos numerosos animados a alguna empresa, dice de ellos, quasi vir unus; porque iban todos con una misma voluntad y un mismo ánimo; que antiguamente un superior gobernaba 1000 religiosos con más facilidad que ahora se gobiernan 10. Y tras el buen gobierno se sigue el conservarse en su buen estado. Y, por el contrario, si falta lo primero, quedará todo este cuerpo tan destrozado y desordenado, que no podrá alcanzar su fin, y por la misma causa no merecerá el ser que tiene.

Mas, me diréis: ¿qué llamáis su buen estado de este cuerpo? -Es, hermano, tener salud, que es tener todos los humores en un concierto y un temple, que no haya ninguno sobresaliente que desconcierte los demás; porque uno basta a llevar tras sí los demás y corromperlos; de donde se sigue perder el cuerpo su salud y aun la vida. Y por eso nos dejó ordenado el Padre Ignacio (3. p. c. 2) que, si hubiese alguno que causase división o disensión eorum qui una uniuntur vel cum suo capite, que como enfermedad contagiosa y peste que a otros puede en grande manera inficionar, con gran diligencia se ha de apartar de este cuerpo. No hay cosa que así se pegue como este espíritu de cisma y división; no hay cosa que tanto cunda: oficio que aborrece Dios grandemente, y no le sufre en su casa.

5. Mas, así como en la Compañía hay particular necesidad de unión, hay particular dificultad e impedimento para conseguirla; y por eso conviene mucho apoyarlo, buscar remedios para que no se nos vaya de entre manos cosa tan necesaria e importante. De lo uno y de lo otro nos dejó escrita doctrina el Padre Ignacio en la 8.ª parte, cap 1, y en la 10.ª, que aquí declararemos con brevedad: siendo siempre este mi intento: proponer delante de los ojos lo que tenemos del Instituto de cualquier materia que se trata.

A tres dificultades se reduce todo esto, que hallamos escritas al principio del capítulo 1.º de la 8.ª parte, y en su declaración.

La primera es, por ser la Compañía esparcida por todo el mundo; que no es religión para una provincia o un reino, mas la vemos derramada por todas partes; y por estar tan lejos unos de otros, es más difícil el conocerse y comunicarse. Juntamente abraza diversas naciones; en muchas de ellas hay oposición y contrariedad, y no es tan fácil quitar la aversión con que el hombre nace y se cría perpetuamente: 22 lenguas diferentes he visto en el Colegio Romano. Ved cuán difícil será unir tanta diversidad: que mire el español al francés, y no como a francés, sino como a hijo de su madre, de la Compañía, hermano de nuestro hermano mayor Cristo Nuestro Señor. En la misma fundación de la Compañía unió Nuestro Señor diversas naciones; y el Padre Ignacio, en todas las empresas nuevas que comenzaba, seguía este mismo espíritu.

La segunda dificultad es que los de la Compañía, por la mayor parte, será gente de letras; y no os maravilléis que esto sea dificultad para la hermandad que se pretende, porque la ciencia hincha, cría en el hombre estima de sí mismo, dureza de juicio. Por la misma razón, Santo Tomás dijo que los letrados noveles no eran tan aplicados a devoción como los sencillos. Por la misma se ve que no se hermanarán entre sí como otros; cada uno querrá seguir su opinión y echar por su camino y querer la estima para sí.

La postrera dificultad es, que estos mismos serán personas de prendas, que tendrán cabida con príncipes y ciudades; y es cosa muy hacedera que se les peguen los humores de sus príncipes y que se hagan dolientes de ellos, según aquello del salmo: «Commixti sunt inter gentes et didicerunt opera eorum». De esta privanza se siguen diversas parcialidades entre los mismos; entra también la singularidad, privilegio y exención, y no vivir como los demás; que todo esto perjudica a la unión y hermandad de que hemos hablado.

6. Pero veamos los remedios que a estas dificultades dejó nuestro Padre proveídos; los apoyos para sustentar esta hermandad, que tantos contrarios tiene que la debiliten.

El primer remedio, y fundamento de los demás, es, que no se conserven en la Compañía, ni se incorporen en ella, hombres que no han tratado de domar bien sus vicios y pasiones: gente inmortificada no sufrirá ni disciplina, ni orden, ni unión. El letrado será hinchado y querrá privilegio sobre los demás; querrá ser preferido, no hará caso de los otros, buscará el favor del príncipe, haráse de su bando, querrá tener gente que le sirva. Veis aquí abierta la puerta a contiendas y envidias, pretensiones, murmuraciones; y veréis luego los bandos en casa. Mas, si fueren mortificados los de la Compañía, que no busquen a sí, sino a Cristo, unirse han entre sí y serán como uno, como dijo Agustino; no se pegarán a las cosas seglares, que son las que hacen división. Los sabios «humilibus consentient, non alta sapientes neque prudentes apud semetipsus». Fácilmente darán de sí a trueco de conservar la paz; y con su humildad ayudarán a otros a esto mismo.

Segundo remedio es, que se guarde la obediencia exactamente, que es la que traba en gran parte, y principalmente, a las partes de este cuerpo entre sí con su cabeza. ¿Quién hace de muchas voluntades una, de muchos pareceres uno? La obediencia la guarda de la regla que ajusta vuestra voluntad con la mía y mi parecer con el vuestro; allana diversas condiciones, y es una rasera que a todos iguala. Quitada la propia voluntad, queda una voluntad común y que todos une; y, unidos los súbditos con su Superior igualados allí, fácil cosa es de unirse e igualarse entre sí, según aquella regla: «quae sunt aequalia uni tertio sunt aequalia inter se». Y esta obediencia, dice nuestro Padre, ha de ser en primer lugar de los más antiguos de la Compañía, que, con la unión que tendrán con su Superior, con la devota y humilde obediencia con que caminarán, serán el ejemplo para los demás. La disciplina religiosa en una casa, y observancia de la regla mantiene orden, y el orden mantiene unión. También se encierra en esta obediencia la subordinación, con que se ha de tener mucha cuenta: los inmediatos, totalmente súbditos a su Rector; los rectores, a su Provincial; éstos, a su General: que todo vaya a uno y dependa de uno, que es el gobierno de la monarquía, que Aristóteles prefirió a todos; y la naturaleza la abraza, y Cristo Nuestro Señor plantó su Iglesia sobre uno. Dice Cipriano: «Fundó Cristo la Iglesia, para que en la misma origen mostrase la unidad de ella. Un obispado es cuya plenitud está en Pedro, y de él se reparte a otros: muchos rayos, mas una luz; muchos arroyos, mas una fuente; muchos ramos, mas un tronco. Quitad el rayo del sol, quedará a oscuras; quitad el arroyo de la fuente, y quedará cieno; quitad los ramos del tronco y quedarán secos; mas unidos en su origen, tienen su ser». Esto pretendió nuestro Padre Ignacio en el gobierno de la Compañía a imitación de la Iglesia; todo lo redujo a un General, de quien desciende a este cuerpo de la Compañía todo el movimiento; todo el influjo de espíritus animales, como de cabeza; todo el poder, jurisdicción, gobierno, privilegios y gracias: quiso que los inferiores pendiesen en todo de sus superiores. «Quo magis pendebunt, eo magis amor, obedientia atque unio inter eos retinebitur». Habrá más ocasión de comunicación, de más frecuente recurso; y, recibiendo el inferior tanto bien de su Superior, le amará; y así se guardará aquella unión que dijo Dionisio que hace el amor entre los superiores y lo inferior: dando y recibiendo, proveyendo, gobernando y siendo proveído y gobernado.

Suplió el Instituto la falta de comunicación y conocimiento, que, por estar tan lejos unos de otros, era difícil, con estas cartas de edificación, que, al principio, eran más frecuentes: -ahora se han reducido a «annuas» con las cuales se toma noticia de la Compañía; -exhortándonos a la conformidad en la doctrina y opiniones, en lo exterior, en las mismas ceremonias, en la misma manera de vestido, cuanto sufriere la diversidad de las naciones. Y entre las causas que da nuestro Padre para no admitir en la Compañía gente que ha estado en otra vocación y religión, una es porque todos los de la Compañía han de ser de una librea y un mismo color,: tintos en lana, criados en otro espíritu, no podrán ir a una con los demás, y, donde hubiere diferente modo de proceder de espíritu, no podrá haber unión de voluntades. Allende de esto, estableció, como lo vemos en la regla 18 de este Sumario, que, en los sermones de casa, se exhortasen unos a otros a la unión y este trato hermanable. Con esto obligáisos vos que hacéis el sermón a mantener lo que decís; incitáis a otros a lo mismo con vuestras pláticas; y mostráis que tenéis en el corazón aquello de que habláis de buena gana. Desterró el P, Ignacio de esta república la ambición, peste de todo gobierno, corno lo vemos en la 8.ª y 10.ª parte, en los votos que hacen los profesos de no pretender oficio ni dignidad fuera ni dentro de la Compañía, y de manifestar a cualquiera que lo pretendiere. Quitó de entre nosotros las elecciones de oficios, por cerrar la puerta a la ambición y a bandos, para que, con menos estropiezos, conservásemos nuestra hermandad y unión.

8. Concluyamos esta plática con otra ayuda de esta que os parecerá de menos momento, y no lo es, por ser tan cotidiana. ¿Qué fin pensáis que tienen las recreaciones que llamamos quietes? La Constitución, en el 2.º cap. de la 3.ª parte, sólo hace mención que, después de comer, no nos ocupemos en ejercicios pesados y dificultosos; mas estas recreaciones son instituidas, por tradición de nuestro Padre Ignacio, para tratar unos con otros y conocerse, y conservar con aquella conversación llana y apacible esta amistad y hermandad.

Cuántas veces os acaece estar con un enfado, sin qué ni para qué, con pesadumbres que el demonio pone entre los religiosos, como lo advirtió San Benito, y sólo con hablar a vuestro hermano se quita toda aquella pesadumbre y acedia, y tornáis a llevaros como de antes. Y si esto es así, «non debet quod pro charitate institutum est contra charitatem militare». Tened allí conversación religiosa, llana, como de gente que bien se quiere en el Señor; quitad el contradecir, el porfiar, el picaros, el amargar a nadie, el desedificar con palabras menos compuestas y menos miradas, que primero se dicen que se piensan; ved que en las reglas se nos dice que tengamos circunspección en el hablar, que miréis delante de quién tratáis: esa plática no es para aquí; aquél se turba e inquieta que la oye; no deis muestra de impaciencia, de ira o de soberbia; estáis a vista de muchos testigos.

Veis aquí, pues, las ayudas que tiene la Compañía para el ejercicio de esta hermandad tan propia de vida religiosa, de los que tratan de perfección y están en la escuela de Cristo y, al fin, de la Compañía de Jesús.




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Plática 47

Tercera de la unión de lo mismo y de la renovación de los votos


1. Es mañana día de la renovación de nuestros votos y del sacrificio de nuestros corazones, acompañando con la ofrenda que el Hijo de Dios hizo en este misterio de la Encarnación cuya memoria celebramos en este día, ofreciéndose al Padre Eterno en el primer momento de su vida temporal. Así nos lo enseñó el Apóstol, escribiendo a los hebreos: «Et ingrediens mundum dicit; Hostiam et oblationem noluisti, corpus autem aptasti mihi; holocautomata et pro peccato non tibi placuerunt: tunc dixi 'Ecce venio'». En entrando en el mundo, se volvió aquella alma santísima al Padre Eterno y le dijo: Todos los sacrificios de la ley no pudieron aplacar vuestra ira; en lugar de todos ellos, vengo yo y ofrezco mi vida y mi cuerpo y mi voluntad por vuestro amor, en beneficio y redención de los hombres. Ésta es la suma de todo lo que está escrito de mí; ésta es mi voluntad: hacer la vuestra en esta demanda del rescate del género humano; y eso tengo yo asentado en medio de mi corazón.

Esta fiesta nuestra tan particular, y la del tiempo, pedía que habláramos de esta materia; pero no me ha parecido dejar de continuar lo comenzado, porque también servirá para este mismo propósito. Y, según el orden que propusimos, habemos de hablar en esta plática presente cuál sea la cualidad del amor y amistad que nos pide el Señor, que es declarar aquello que Él nos dijo: ut diligatis invicem, sicut dilexi vos. No se contenta con cualquier manera de amistad entre nosotros: pues que somos de su escuela, quiere que busquemos la perfección de este amor; que sea espiritual y fundado en Dios.

2. Es esta materia más importante de lo que parece. Porque, en este trato de amistad entre hombres que tratan de espíritu, suélense mezclar muchos engaños; que no es todo oro lo que reluce, ni todo caridad lo que lo parece. Fácilmente se toma el amor falso por verdadero, mezclado por limpio, bajo y villano por el divino y sobrenatural; de poca dura y prendido con alfileres por el de asiento firme y tan encendido, que las muchas aguas no pueden apagarlo, ni las avenidas de los ríos, ni la muerte, ni la sepultura le pueden vencer. Bien se ve, pues, que es necesario que conozcamos lo que tenemos y veamos lo que nos falta; no nos hagan trampantojos, y que tengamos lo vil por lo precioso y las tinieblas por luz, lo malo por lo bueno.

3. Claro está que hay diversos géneros de amistades, como son diversos los motivos de ellas. Todo amor presupone conocimiento, y conocimiento de algún bien, que eso amamos: bien conocido. Toda amistad se funda en comunicación y semejanza, y bien se ve cuán diferente puede ser esto. Una amistad se funda en parentesco, otra en interés, otra en ser de una condición, de una crianza, de una edad, de un trato e inclinación, como elocuentemente nos lo propone Casiano en la colación 16, la cual toda debe ser leída de los que tratan este ejercicio de hermandad. Y Cristo Nuestro Señor, por San Mateo, c. 5, pone el amor natural que suele haber, -amando a quien me ama, haciendo bien de quien le recibo-, y añade: ¿Qué gracia hay en esto?, ¿qué galardón podéis esperar, pues este amor se halla en muchos infieles, pecadores y publicanos? No llama el Señor a esto amor malo, pues nace de instinto natural; mas llámale bajo; que, si no le levanta la caridad, es de ningún merecimiento. Todas estas amistades, se deshacen fácilmente; porque la distancia del lugar, y el tiempo causan olvido, y las cosas temporales sobre que se funda están sujetas a muchos casos. Dejáisme de hacer bien, mudasteis la condición, hicístemeis algún agravio; he aquí perdida la amistad, y aun vuelta muchas veces en aborrecimiento. Mas el amor de la caridad no se estrecha a presencia de lugar ni de tiempo; no está sujeta a esos casos, que se funda en Dios que es inmutable y eterno, Sea, pues, la primera cualidad de este amor que nos pide Nuestro Señor, que ha de ser desinteresado, semejante al amor que Dios tiene. Esto es lo que dijimos, que, con la caridad, nos asemejamos más a Dios que con otra cosa ninguna. Y el Apóstol San Pablo, tratando de esto mismo a los de Efeso, dice: Estote imitatores Dei sicut filii carissimi: Pues sois hijos tan queridos y regalados, pareceos a vuestro Padre, imitadle en amar sin interés ninguno, como Dios ama, porque es bueno, y por ser bueno se comunica; no espera remuneración; obra por su bondad; y así, la extiende sobre los justos y los injustos, buenos y malos; que aun el otro filósofo, en el Timeo, dijo que, porque Dios era bueno, por eso se había comunicado. La misma doctrina nos dijo Cristo Nuestro Señor, exhortándonos a que amásemos al enemigo, para que pareciésemos ser hijos de nuestro Padre que derrama su lluvia y la luz de su sol, sobre los pecadores y los justos. Y el querido apóstol dice en su canónica: ut fiduciam habeamus in die iudicii, quia sicut ille est, ita nos sumus in hoc mundo.

4. Gran confianza tendremos de parecer el día de la cuenta delante de Dios, si le pareciéremos en este mundo. Ama Dios a los hombres sin esperar de ellos remuneración, que no la ha menester; no se cansa con nuestros pecados; tiene longanimidad en aguardarnos, misericordia en perdonarnos; eso imita el buen hijo; no se enoja con quien le agravia, sufre, espera, perdona, mira las faltas ajenas con compasión, no con rigor ni esquivez, mas con entrañas de misericordia. Acuérdase el justo cómo Dios le trató a él, y así él trata a su hermano: Amóme Dios primero, sin que yo le amase: ipse prior dilexit nos. Sufrióme, esperóme, hízome bien, haciendo yo mal, fui lo que éste es ahora; y, si no soy aún peor ahora, es por misericordia de Dios y gracia suya. Quizá éste, que ahora me es contrario y me persigue, será mi hermano en el cielo y me hará ventaja en la gloria.

Llamó nuestro Padre Ignacio en la 10.ª parte -hablando de la caridad que ha de tener uno en la Compañía-, «pura intención del divino servicio, celo sincero del bien de las ánimas», sin tener ojo a cosa temporal, deseando que obrásemos por el afecto de la amistad; que es éste el semen Dei que dice San Juan que nos impide del pecado. Va delante San Pablo en aquella epístola ad Ephesios y dice «Et ambulate in dilectione, sicut et ipse dilexit nos et tradidit semetipsum pro nobis oblationem et hostiam Deo in odorem suavitatis? Vivid, dice, y obrad -que eso es ambulare-, acompañados con esa compañía de la caridad a imitación de Cristo, que se ofreció al Padre Eterno en ofrenda suavísima por nosotros. Aquella alma beatísima de Cristo Nuestro Señor, en el primer instante de su ser y vida, fue llena de una luz y conocimiento grandísimo de la infinita bondad de Dios y cuánto merecía ser amada por ser quien es; y, viéndose tan obligada por los beneficios recibidos y por ser levantada con aquella suprema gracia de la unión a dignidad tan grande, conociendo el amor que Dios tenía a los hombres, criados a su imagen para que le gozasen, tiranizados del demonio por el pecado, y cuánto deseaba Dios el remedio de la miseria del hombre con beneficio de la redención tan costoso, aceptó con toda prontitud esta empresa tan difícil y la tomó a sus cuestas. Y así, dijo Él a sus discípulos: Sicut ego praecepta Patris mei servavi et maneo in dilectione eius: Amo a mi Padre y por eso cumplo el mandamiento que me ha puesto de morir por los hombres. Amó, pues, Cristo a los hombres por amor de su Padre, con amor desinteresado, a costa suya, por muchos que sabía que le iban a ser ingratos y no le habían de conocer, ni reconocer. Esto es «sicut Christus dilexit nos»: así nos hemos de amar, porque Dios lo quiere; porque Dios nos ama. No espero de este hombre recompensa, que quizá será olvidadizo e ingrato, como lo son los hombres de suyo. Mude él la condición cuanto quisiere; déme mal por bien; que no dejaré yo de quererle bien, por ésas ni por otras. Ayuda mucho para esto mirar a mis hermanos como cosa de Cristo, templo suyo, casa de su descanso, pues él dice: «Deliciae meae esse cum filiis hominum»: Mora aquí el Espíritu Santo. Y así declara San Basilio aquel lugar de San Pablo a los de Éfeso: «Nolite constristare Spiritum Sanctum in quo signati estis». Hay diferentes exposiciones; mas ésta de San Basilio es buena: No contristéis al hombre, ni le agravéis; que contristando y agraviando a él, contristáis y agraváis al Espíritu de Dios que mora en él. Todo este cuerpo es de Jesucristo; herís la mano o el pie, a él tocáis; y así le veréis salir al camino a Saulo y decírle: «Quid me persequeris?» Persiguiendo a mis discípulos me perseguís a mí, que ellos a mí tocan; son cosa mía; mi Padre me los ha dado; morí por ellos, y por eso me pertenecen por nuevo título; contra mí es tu braveza. Y esto se nos declara tambiénen aquella visión que cuenta San Dionisio en la octava epístola, que se mostró a Carpo, discípulo de San Pablo, que pedía a Dios enviase al infierno a dos mozos de cuya enmienda tenía poca esperanza, y hacían daño a otros. Dícele Cristo Nuestro Señor: «Etiam percute me; paratus sum iterum pro his mori». Ved cuánto el Señor ama a los hombres, con cuánta compasión mira sus duelos y los tiene por cosa suya. Y así, ha de decir el día del juicio, cuando le preguntarán «cuándo te vimos necesitado, en la cárcel»: Quod uni ex minimis meis fecistis, mihi fecislis.

5. Esta misma doctrina tenemos de nuestro Padre Ignacio en la regla 17 de este Sumario: que busquemos a Dios en todas las cosas, desnudándonos del amor desordenado de ellas, poniendo todo el amor que habíamos de repartir en ellas en el Criador; amando a Él en ellas y en ellas a Él, según su divina voluntad. Amamos en Dios las criaturas, como en su principio y origen y fin de su ser. Todas nacen de Dios y vuelven a Dios. Amamos a Dios en las criaturas, que les está dando el ser y las conserva. «Non longe est ab unoquoque nostrum», dijo Pablo a los Atenienses, «in ipso vivimus, movemur et sumus». No hay cosa donde no se muestre la bondad y sabiduría de Dios: aun en las cosas bajas y pequeñas, como bien lo dijo Aristóteles cuando comenzó a tratar de los animales pequeños, contando lo que pasó al otro filósofo que fue a visitar un personaje de importancia, y por verle en un lugar de una oficina como horno, no le quería entrar a visitar. Díjole el filósofo: Bien puedes entrar, que también está Dios aquí: ¡cuánto más se descubre Dios en el hombre, en quien está como en su imagen! Y así, nuestro Padre, en la regla 29 de este Sumario, nos aconseja que miremos a los otros como a imagen de Dios; que así creceremos en devoción y en el amor de caridad. Dad a cada uno lo que tiene de bueno; no echéis mano de sus faltas; imitad a la abeja, que escoge la flor y deja las espinas que están en derredor. Faltas tiene el hombre con quien tratáis; también tiene algo bueno; escoged eso y dejad eso otro, y haréis buena miel, y no andaréis espinado con amargura. Consejo fue del grande Antonio sacar ejemplo de virtudes, de cada uno en la que más florece, para que todos nos edifiquemos. Amad, pues, a Dios en todos; y por Dios, porque Él los ama y bien quiere y tiene puestos en ellos sus dones y su imagen; y no habrá quien este amor pueda apagar.

6. De este principio sale otra propiedad de este amor, que ha de ser puro, sin mezcla de otro ratero y bajo; que no sólo perderá de quilates, mas perderá su ser. Trató de esto San Buenaventura en muchos lugares, principalmente «de processu religiosorum», c. 14 y 13, 16. La doctrina de este autor tiene gran excelencia por ser muy práctica y llena de mucha discreción; y así, Juan Gersón, en un tratadico que hace, qué libros ha de leer el hombre espiritual, aconseja que se lean los de este autor.- Dice, pues San Buenaventura, que procedamos con mucho recato en esto del amor; no nos fiemos de nuestro corazón, que, aunque sea vino al principio, se mezcla después con agua; y lo que es bálsamo se falsifica con mezcla de otros licores ruines; fácil cosa es mudarse el corazón de un amor noble en otro bajo. Veis el agua, que en su origen es buena; pasa después por algunas tierras salobreñas o venas de hierro y cobra mal sabor y sabe a herrumbre. Está nuestro corazón lleno de inmortificación; y así, el amor que en él se recibe sabe a la pega; y el que parecía bueno al principio, ya no lo es, y es otro del que ser solía. Dice este Santo Doctor, «que el demonio hace lo que hizo el architriclino: «Omnis homo primum, bonum vinum apponit, et, cum ebriati fuerint, tum quod deterius est». Al principio os hace creer que es devoción y espíritu; cuando ya ha metido prendas, cuando os tiene enternecido y rendido, que no sabéis decir de no, os hace tragar zurrapas, y descubre su mala intención; cuando os tiene metido en el garlito, y quitados los cabellos de la fuerza, como otra Dalila, para entregaros a los filisteos que os hagan moler en una tahona de que no os libraréis tan presto. No es difícil conocer la diferencia del un amor al otro, que la conciencia es gran testimonio y siempre queda reprehensión y remordimiento si queréis oírlo, cuando vais torcido y fuera de quicio. San Agustín, en su regla, amonesta a los religiosos: «Sit inter vos dilectio spiritualis et non carnalis». Y Umberto en este lugar, y San Buenaventura en lo que citamos, ponen muchas señales. Aquí escogeremos algunas que nos harán al caso.

7. La primera es, que el amor de la caridad anda acompañado siempre con respeto y reverencia, porque nace de la estima que tengo yo de mi hermano, y lo que descubro de Dios en él. Y así dijo Santo Tomás 1-2., q. 25: «Charitas addit supra amorem quia magni aestimat id quod amat». Y cuando crece el respeto, crece el amor, y cuando crece el amor, crece el respeto. Esotro bajo es villano y descomedido; y cuanto más va descubriendo de liviandad, tanto más se apega el corazón.

De aquí nace la segunda señal y diferencia: que el amor de la caridad es grave, compuesto en su trato, porque anda acompañado con la presencia de Dios; el otro es aniñado y melindroso y afeminado.

La tercera señal del amor de Dios es, que, aunque trae solicitud, como dijo el Apóstol, «ad invicem sollicita sunt membra», mas es solicitud sin amargura, porque anda con la conformidad de la voluntad de Dios; este otro, en la memoria misma de lo que se ama, tiene inquietud y espinas, porque ése es fruto del propio espíritu.

De donde sale la cuarta: el amor de la caridad es común: desea que lo que vos amáis amen todos, porque la caridad ensancha. El otro amor es singular; todo lo quiere para sí, no quiere que otro tenga parte en lo que él quiere. De ahí nace el celillo, y lo que de aquí se consigue de ordinario.

De donde nace la quinta diferencia: que ese amor singular, pestilencia de la vida común, pide secretillos, ama tinieblas, es retirado, no quiere testigos y se empacha de ser visto. «Et non venit ad lucem, ut non arguantur opera eius»: por donde causa sospechas y murmuraciones en los demás. El de la caridad, en la plaza se muestra, en la comunidad tiene buen testimonio, no huye de la luz, porque es de Dios y con Dios se obra.

La sexta, que el amor singular se ofende si no hay correspondencia, porque es interesado; el de la caridad sufre y perdona y sobrelleva, y no busca sino a Dios; aquel otro amor es menester entretenerle con donecillos, con billeticos, a hurtadillas, y con otros apoyos tan flacos como éste. El amor de la caridad cuelga de Dios.

Y en fin, el amor de la caridad se causa del conocimiento de Dios en vuestro hermano y de la hermosura espiritual que tiene; esotro le causa el conocimiento y vista corporal, que para en lo exterior. Veis aquí por qué es menester tasa y discreción en la comunicación de unos con otros; afabilidad, mas grave y compuesta; trato, mas con respeto, sin bajeza ninguna ni cosa que tenga sabor de soltura, tras la cual se sigue el perder el respeto: «Et in symbolis facilis est transmutatio». Y San Pablo nos dejó escrito (1.ª ad Timoth. 4.º), que amor spiritualis, nisi sit cautus, facile degenerat in carnalem.

8. La última propiedad de este amor de que vamos tratando es, que sea real, conforme a lo que dice San Pablo: «Et tradidit se ipsum pro nobis». Dice San Basilio en la regla 162: Si el amor que nos pide Cristo ha de ser hasta dar la vida por los hermanos, ¿cómo no tenemos prontitud en servimos en lo que se ofrece, de harto menos dificultad que dar la vida, que pertenece a la salud de nuestros hermanos? Y eso es lo que mira la caridad, la cual del cielo viene y al cielo lo encamina todo. Escribiendo San Pablo a los Gálatas, dice: «Per charitatem spiritus servite invicem». Mira no a su comodidad, sino de aquél a quien sirve. Y esta servidumbre es de gran libertad, porque nace de caridad y voluntad. Esta doctrina enseñó Cristo a sus apóstoles (Mt. 20): «Los príncipes del siglo tratan a los otros como señores, vosotros no haréis de esa manera; sed qui maior est sit servus, nam filius hominis non venit ministrari, sed ministrare et vitan suam dare pro multis». Y este servicio de unos a otros nos pide la caridad para sobrellevar nuestras cargas; que el que más hombros tuviere más se ha de cargar.

9. Maravíllome, siempre que pienso aquel hecho de Cristo Nuestro Señor, cuando lavó los pies a sus discípulos, el cual escribe San Juan con tanta gravedad, tan particularmente como lo pedía hazaña tan heroica y maravillosa. Al fin de este hecho, dice: «Si ego lavi pedes vestros Dominus et magister, et vos debetis alter alterius lavare pedes». No se duda que aquí se nos diese ejemplo de humildad, mas de humildad encaminada al ejercicio de la hermandad. Hablaba el Señor con gente espiritual, como él dice: «Qui lotus est non indiget nisi ut pedes lavet». Andan los pies del hombre por el suelo; y, por más limpio que tenga el cuerpo y la cabeza, cobra polvo en los pies y lodo y se maltrata con la aspereza del camino. Así son los hombres espirituales, que, aunque tengan su corazón y pensamientos levantados al cielo, caminando sobre la tierra les es forzoso cobrar algún polvillo: estas faltas son las que el Señor pide que nos lavemos unos a otros, perdonándonos, ayudándonos con consejo y con ejemplo; con la oración; acudiendo, al fin, a las necesidades ajenas, ayudando a la corrección unos de otros, como nos dice la regla de este Sumario con caridad y amor. Esté fuera de nosotros la adulación; que no fomentemos nuestras faltas, ni nos traigamos engañados unos a otros: «Corripiat me justus in misericordia; oleum autem peccatoris non impinguet caput meum».

10. Concluyamos esta plática con aquel lugar de San Pablo a los Colonenses: «Super omnia autem haec charitatem habete, quod est vinculum perfectionis». Había contado muchas virtudes el Apóstol San Pablo, y dice que la caridad las ata entre sí, une y conserva y da vida, así como el alma en el cuerpo conserva los humores que tenemos y sin el alma cada cosa va por su parte, y está como sin dueño. «Et pax Christi exultet»: Frutos del Espíritu Santo son gozo y paz; mucha tienen los que aman la ley de Dios, donde hay concordia de voluntades, en que consiste la paz. También exultet quiere decir, que sobrepuje y venza a todo; no salga yo con mi porfía ni con mi contradicción; pierdo mi tema y mi derecho a trueco de no perder la paz. Todo lo pospongo por guardarla, por cumplir lo que el Apóstol dice: «Solliciti servare unitatem spiritus in vinculo pacis». De manera que, si hubiere alguna demanda entro la paz y lo demás, siempre ha de ser ella victoriosa: «in quam vocati estis»: Éste es el fin de vuestra vocación, y la empresa de la vida religiosa, como dijimos. Cristo paz, pacificador del cielo y de la tierra, de Dios y de los hombres, de los hombres cada uno consigo mismo y con sus prójimos: «Pacem relinquo vobis; non quomodo mundus dat ego do vobis». Si tuviéredes con vosotros concordia, cualquier cosa que me pidiéredes os la otorgará; y «donde dos o tres estuviéredes congregados en mi nombre» y unidos, allí me hallaré yo. Gran cosa es este don y mucho de estimar, el cual se nos pierde tan fácilmente por salir con la nuestra, por no reprimir una gana de hablar, por un afecto mujeril de satisfacernos. «In uno corpore»; somos un cuerpo, hermanos de padre y madre, y de leche. Un padre, una madre, una institución. «Et grati estote». ¿Qué ha hecho Dios conmigo? ¿Qué por mí? ¡Cuán a costa suya, y cómo me amó, no amándole yo, antes siendo su enemigo! ¡Con cuánta paciencia me esperó! Pues, ¿en qué reparo yo en sufrir esta palabra por amor de este Señor y en perdonarla?: «Grati estote». Dios conmigo tal; ¿Yo no haré algo de esto por mi hermano? Daré un poco de mi corazón, humillado con el conocimiento de sus faltas; rendido con los grandes beneficios de Dios que conoce haber recibido.

Es una disposición maravillosa para la ofrenda que hemos de hacer; confusos de ver tanta bondad, tan poco reverenciada y conocida; lo poco que hacemos, lo mucho que debemos; confusos, en fin, que no nos queda otro remedio que a quien mucho debemos a ese deber más; pecho por tierra, reverenciando al Señor de las misericordias y aquellas entrañas de infinita piedad que nunca se cansa con nuestros pecados y faltas; que no se cansa de hacer bien a los que tan mal corresponden, a los que siempre prometen y nunca comienzan a poner por obra...




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Plática 48

Cuarta de la unión


1. Bien claro se colige de todo lo que tratamos en la plática pasada de las propiedades que ha de tener nuestra hermandad, que todo este negocio lo hace la reverencia y estima que hemos de tener unos de otros. Éste es el primer fundamento sobre que se levanta este edificio; y cuánto más firme fuere este cimiento, más segura crece la obra; porque este amor de que tratamos no es de pasión ni de antojo, que va a ciegas; no de sola ternura o sentimiento de este corazón de carne que tenemos; es amor de corazón, es espiritual, de la superior parte del ánima, que mira las razones superiores y eternas; es amor que llamamos apreciativo, que nace del que tenemos de Dios, a quien estimamos sobre todas las cosas: al prójimo amamos como cosa de Dios; y al paso que va este conocimiento, camina el afecto. Dijo Santo Tomás una verdad muy cierta: «Nullus potest eum vere diligere quem despicit». Bien acontece que este amor espiritual, siendo mayor, redunda en el corazón de carne, y que puede ser ayudado y entretenido del trato y conversación y de las otras cosas que se pueden sujetar al espíritu; mas, cuando ahí llegare, andad con cuidado; no dejéis rienda suelta sobre el arzón, porque se puede falsificar y dañar fácilmente. Como está dicho, todo sentimiento corporal, si es demasiado, aun en lo bueno suele ser dañoso; que la mucha miel empalaga; y así, aconseja el Espíritu Santo: «Mel invenisti, comede quod satis est»; cuánto más en este negocio que tratamos, que es muy entreverado, y no se puede fiar de él del todo. Esta doctrina nos enseñó el Apóstol San Pablo en dos lugares: el primero, ad Rom. 12, donde dice: «Dilectio sine simultatione; odientes malum et adhaerentes bono; charitatem fraternitatis diligentes, honore invicem praevenientes». Todo hace a nuestro propósito; y así, lo declararemos.

-El amor sea real y verdadero, no fingido ni de cumplimiento. Mas no quiero que, por amistad, deis lugar a cosas que no debáis: «odientes malum», «adhaerentes bono»: mirad con cuánta énfasis os lo dice, por lo que la amistad puede con los hombres, que no saben decir al amigo de «noquiero»; que imitéis siempre lo bueno; seguid el amor hermoso que llama la Escritura: «Ego mater pulchrae dilectiones et timoris», dice la divina Sabiduría. Hermosa amistad llama, limpia y honesta; amaos con estrecha hermandad, con aquel afecto que tienen los buenos hermanos entre sí. «Honore invicem praevenientes»; Éste es el fundamento de todo lo que está dicho: con grande estima unos de otros; que la honra que yo os tengo es un testimonio de la excelencia que reconozco en vos. Y no dijo que nos honremos, que notó Crisóstomo; sino que nos prevengamos en ese oficio: no aguardo yo a que el otro me quite el bonete, o me salude primero y haga caso de mí; yo prevengo primero y gano por la mano. Esto mismo significan aquellas palabras que tenemos en la regla 29 de este Sumario: «In omnibus procurando atque optando patiores partes aliis deferre». Dar a otros ventaja, dejarles lo mejor; eso es «honore invicem praevenire».

2. El segundo lugar del Apóstol es ad Philippenses, 2. Habiendo el Apóstol loado a los filipenses de la fe que tenían y de lo que habían padecido por confesión de ella, y el gozo que de esto recibía, les dice que, para que este gozo suyo sea colmado, si le quieren consolar del todo, darle alivio y tener compasión a la cadena con estaba preso por Cristo, que vivan unánimes, con una misma concordia de unos con otros, con el mismo sentir y afecto de las cosas, quitando de por medio la contienda y soberbia, que son las polillas de esta hermandad y unión: «sed in humilitate superiores invicem arbitrantes». Veis aquí el remedio para el remate de toda perfección, para alcanzar la concordia y verdadera hermandad; el remedio es tener el uno al otro por superior, que es estimarle más que a sí, que eso quiere decir superior en cuanto superior: excelencia por la cual se le humilla y rinde el súbdito.- Mas diréisme: ¿cómo puede ser esto, que tenga yo a otro por mejor que yo? -Responde Santo Tomás en este mismo lugar, que alcanzaremos esto, mirando nuestras faltas y los bienes ajenos. Ninguno hay tan bueno, que no tenga algún sobrehueso que le humille; y el Apóstol dice que tenía un ángel de Satanás, que le daba pescozones. Ninguno hay tan malo, que no tenga algo bueno en que poderlo imitar. Y cuando todo corra turbio, mirad en vos la imagen del Adán viejo que traéis, y en vuestro prójimo la de Dios; que con este ejercicio alcanzaréis lo que se pretende. San Agustín, en el libro «De vera virginitate», c. 43, y en los de adelante, enseña cómo se podrá humillar el que tiene el don de virginidad delante de otros que no le tienen, y dice, que «propter occulta dona Dei»; porque Nuestro Señor reparte diferentes dones entre sus siervos y son las excelencias de ellos particulares; como se ve en la diferente claridad de las estrellas, y que de cada santo se dice aquello: «Non est inventus similis illi qui conservaret legem Excelsi». Allende que los dones de Dios de suyo humillan más al hombre y le hacen reconocer su mayor obligación.

3. Y así, dice San Gregorio, que los siervos de Dios, las obras que ven en los otros buenas, aunque pequeñas, las reverencian; y las que ven en sí, aunque grandes, no las estiman en tanto. Y la razón es, porque el siervo de Dios, en lo bueno que tiene ve lo poco que puso de su casa; en el prójimo reverencia el don de Dios, y así se mantiene siempre en humildad. Gran cosa es ésta, aunque dificultosa; y por serlo tal, no con menos el Apóstol nos convida a procurarlo que con el ejemplo de la humildad que resplandeció en la Pasión de Cristo Nuestro Señor; porque luego añade: «Hoc nim sentite in vobis quod et in Christo Jesu, qui, cum in forma Dei esset», etc. No os pido mucho que seáis humildes y tengáis este afecto en vosotros; mirad a Jesucristo humillado en la Pasión y como deshecho delante de los hombres, pues fue tenido de ellos como «novissimus vivorum et quasi despectus a Deo». Si esto pasó por Cristo, ¿qué hará el gusanillo delante de su hermano, en cuyo corazón no sabe los dones que Dios tiene encerrados, ni sabe lo que será de sí, ni del otro? ¿Quién sabe si trocará Dios las manos y se trocarán las suertes, y seréis vos desechado de Dios y el otro escogido? Nuestro Padre Ignacio repitió esta doctrina en la regla 29, la cual, aunque sirve mucho para la castidad a la cual importa mucho el trato grave y de respeto unos con otros, mas sirve también para esto de la hermandad. Dice, pues, nuestro Padre que en nuestro corazón tengamos a los demás por superiores nuestros y les demos el mejor lugar y más principal asiento; en lo de fuera usemos de la cortesía religiosa que pide el estado de cada uno, sin usar de ceremonias seglares, mas tratándose con llaneza y moderación religiosa; fácil cosa será aquesto al verdadero humilde, que se ha puesto a sí en el más bajo lugar de todos.

4. Mil medios tiene Nuestro Señor para mostrarnos cuánto nos engañamos en calificar personas y darles a cada uno el asiento que nosotros pensamos que merece. Envía Dios a Samuel a elegir rey entre los hijos de Isaí, y pagábase Samuel de Eliab, que era primogénito, el más bien apuesto de los demás. Dícele Dios: No juzgues según la apariencia: no según esa portada exterior que engaña a los hombres. Dios mira el corazón; según él juzga; allí está la verdad de la bondad o malicia de cada uno. Cuántos aprueban los hombres que muestra Dios tenerlos apartados de sí; y cuántos vemos tenidos en poco de los juicios humanos, y escondidos, que les pone Dios sobre el candelero para que den luz. A esta razón dice San Pablo a los de Corinto: «Nolite ante tempus judicare quousque veniat dominus qui et illuminabit abscondita tenebrarum et tunc laus erit unicuique a Deo». En eso que está escondido a los ojos de los hombres está la verdad que juzga Dios, y según ella dará el premio o el castigo.

Tiene Dios encerrados dones ocultos en los hombres y guardados con barro, con el amparo de las faltas exteriores, de la condición y del siniestro que Dios le ha permitido con que tenga ejercicio de humillación. Debajo de ese sayal que veis, hay brocado. ¿Qué sabéis el provecho que ha hecho a vuestro hermano aquella falta en que cayó, aquello en que se descompuso; cuánto le humilló, cuánto le rindió a Dios? No hay cosa más temeraria que, por eso exterior que veis, dar sentencia de alcalde. ¿Quién dijera que aquel labrador de quien cuenta Casiano (Coll. 14, c. 7), tenía la castidad tan señalada, que vivía con su mujer como con hermana, delante de quien el demonio no pudo estar, por la reverencia que tenía a su santidad y virtud? ¿Quién de otros muchos, que, en hábito seglar y en medio de negocios, agradaron a Dios con pureza de corazón, con confusión de muchos que con vida retirada no habían llegado a tan alto grado? ¿A quién no espantará un corazón de David, hecho capitán, primero de forajidos y después tan ocupado con el reino, con tan numerosa familia, que alcanzó tanta familiaridad con Dios y, al fin, fue hombre según el corazón de Dios? Y, por otra parte, ¿quién no juzgara mal de aquel Simeón que llamaban Salo por las cosas que hacía, juzgadas por disparates de todos? ¿A quién no ofendiera el otro monje que se iba a las casas de las malas mujeres las noches, por impedirlas de pecar? Y aunque estos hechos y otros semejantes que vemos son para maravillar y no para imitar, todavía nos convencen a que no seamos arrojados en el juzgar, pues vemos que cosas como aquellas se pudieron hacer de manera que agradasen a Dios.

5. ¿Qué diremos de otras que son dudosas en sí y no podemos saber la causa y motivos, y cualidad de ellas? Quiso Dios tener tan reservado para sí el conocimiento de esta causa, por que no fuésemos fáciles en condenarnos, en despreciarnos; mas antes se conservase la estima de unos con otros. El juzgar las faltas de mis hermanos, el ser curioso en ellas tira todo a menosprecio; injuria hago yo a mi hermano en tenerle en menos que antes en mi corazón, sin causa manifiesta. Usurpación es de jurisdicción ajena juzgar la intención de nadie y las obras, aunque exteriores, ocultas; todo eso es secreto y apartado a los ojos de los hombres, que Dios lo guarda para su tribunal. Así lo dijo el Apóstol San Pablo, ad Rom. 14: «Tu quis es, qui iudicas aliemun servum? Domino suo stat aut cadit». Juzgar es de Superior. Ese hermano no es tu súbdito; dueño tiene, que es el Señor, el cual nos ha dicho: «Nolite iudicare et non iudicabi mini». Gran premio de las almas sencillas, que se llevan hecho su negocio. Como cuenta Atanasio del otro monje, que estaba muy contento a la hora de la muerte, aunque no había ayunado ni hecho asperezas como otros, porque no había sido curioso en juzgar faltas ajenas; y así, esperaba no ser condenado en el juicio de Dios. Quien juzga, menosprecia, como dijo el Apóstol: «Tu quid iudicas, aut quare spernis fratrem tuum? Nuestro cuidado sea quitar la viga que está sobre nuestros ojos; y no, mirar la pajuela que tiene el ojo vecino; sea nuestro cuidado de no dar ofensión a nadie, de aparejar nuestras cuentas para cuando las henos de dar con pago en el tribunal del Señor. Cosa es de consideración lo que dice San Buenaventura, que la gente espiritual es más tentada que otra en esto de juzgar y calificar a otros; que parece quieren cumplir lo que el Apóstol dijo en otro sentido: «Spiritualis omnia iudicat». «Occulta pestis, dice este santo doctor, sed gravissima, quae dominum fugat et fraternam lacerat charitatem». Ven en sí dones de Dios con que se habían de humillar, y con eso se desvanecen, y piensan que son algo; y a respecto suyo, tienen en poco a los otros, que los ven menos recogidos, más ocupados en cosas exteriores y divertidos. Aquí les viene un espíritu reformativo de vidas ajenas, olvidándose de sí mismos; y, como dice San Gregorio, de no conocer sus faltas, les viene el ensorbecerse contra las culpas ajenas. Y ésta es la causa de este apetito desordenado, que vemos en los hijos de Adán, de ser curiosos en las cosas ajenas.

6. Es la causa, que no anda el hombre ocupado con sus duelos; que quien mirase por ellos, no le vagaría tanto en escudriñar los ajenos. Si nos diese el cuidado que debe el aplacar el enojo que Dios tiene contra nuestros pecados, esto nos traería tan apesgados, que no pensásemos en otra cosa. Gran señal de un alma muy descuidada de su aprovechamiento: Cuando viéredes a uno hecho depositario general de todas las altas del colegio, que siempre podréis acudir a su tienda por esta mercaduría, que la tiene guardada para no menester: puesto en excusarse, en defenderse, en reprender a otros; en su corazón, ciego y a tienta pared; en el ajeno, con ojos de lince, como dicen de la lamia: deben ya de pensar que tienen a Dios por el pie; que sus cuentas están rematadas, pues tan despacio toman este trato. La curiosidad en el religioso, dice San Bernardo, de cosas ajenas, no sirve sino de encontrar cosas de que tengáis envidia, o que menospreciéis. Señal cierta, dijo el abad Queremón en la colación 11, cap. 11, que aún tenéis en vos las heces de los pecados: «In criminibus alienis non affectu misericordiae condolere, sed rigidam iudicantis tenere censuram, ideoque iisdem vitiis monachum subiacere certissimum est, quae in alio inclementi atque inhumana securitate condemnat». Y así, dijo el abad Maquete, como él lo cuenta en el libro 5, c. 30, que todas las cosas que había juzgado de sus prójimos las había topado por su casa; iisdem vitiis atque causis monachus obligatur in quibus de aliis iudicare praesumpserit. Una de las causas que Santo Tomás trae, que inclina al hombre a ser yudicativo y censor de otros es, tener maleado el corazón; que, por lo que él ha hecho, o haría, juzga a los demás, como dice el Ecclesiastes «Stultus in via ambulans, cum sit insipiens, omnes stultos aestimat». Que es lo que decís que el ladrón juzga a todos por su corazón. Hay otra causa: ésta se había mucho de mirar; si tenéis alguna aversión, o envidia, o tema con aquel a quien juzgáis; esto inclina a echar las cosas a la peor parte fácilmente: «quia unusquisque facile credit quod appetit»; Cuando yo quiero bien a uno, muy lejos estoy de interpretar sus cosas: aunque las vea no tales, antes las excuso y aligero: «caritas non cogitat malum». Una misma falta, ¡cuán diferente viso hace en el que amáis o en el que aborrecéis; en el que tenéis por de vuestro bandillo, o en el que sabéis que es contrario! Cuando yo no tengo nada contra mi hermano, gran seguridad puedo tener que todo lo que a mí me parece juicios, no son más que representaciones; que la voluntad bien afecta no se mueve sin porqué. Mucho hacen para este negocio unas sanas y sencillas entrañas, no maleadas ni venenosas, antes llenas de compasión y misericordia. Aconséjanos el Señor que nos tornemos como niños para entrar en el reino de los cielos. Declara el Apóstol San Pablo cómo hemos de ser niños, escribiendo a los de Corinto. Nolite pueri effici sensibus, sed malitia parvuli estote. En la prudencia, hombres; en la sencillez, niños; prudentes para el bien, símplices para el mal; prudentes en el entendimiento, sencillos en el afecto. El ejercicio de la voluntad continuada hace una bondad, como connatural; quita no sólo el uso del mal, pero el afecto que a él teníades, y con ese venís a no interpretar las cosas a la peor parte. Lo que yo ahora no hiciera, yo creo que otro no lo hará; y así como yo deseo que lo que yo hago con buena intención, halle buena acogida en mi hermano -no se acrimine, no se exagere-, eso mismo hago yo con las cosas de los otros.

7. Resumamos, pues, los remedios contra este desorden.

El primero es andar el hombre consigo y vivir interiormente; no fuera de mí, como algunos que nunca los halláis en sus casas, sino rompiendo poyos de plazas; nunca ocupados en lo que les hace al caso, sino «qué será de esto, o qué será de lo otro». San Pedro es reprendido porque quiso saber lo que sería de San Juan, su compañero: «Hic autem, quid?» Y dícenle: «Quid ad te? Tu me sequere». A su discípulo San Timoteo dice el Apóstol: «Attende tibi». Éste sea nuestro cuidado y «Dios y ayuda»: Cómo me va con Dios, cómo me va de pagar deudas. Veréis algunos en este particular, que les mueve a saber faltas ajenas tener compañeros en las suyas y algún consuelo, que todos somos flacos; porque no les lleve nadie ventaja en cosa de honra. Bien lejos de la caridad es este oficio, porque de ella está escrito «non gaudet super iniquitate, congaudet autem veritati».

El segundo remedio es, si acaso topáredes alguna falta de vuestro hermano tan clara y manifiesta que no reciba total excusa, halle en vos juez benigno, entrañas tiernas, y no rigor de justicia, cual vos querríades que vuestras faltas hallasen en Dios: como pedía David, que no entrase en juicio con su siervo y no examinase su causa con ira. Vae enim quamtum vis laudabili vitae, si, remota misericordia, iudicet. Y en fin, si el hombre ha de hacer algún exceso, vale más pasar de largo en la misericordia (como dice Crisóstomo), que no detenerse en la severidad y rigor.

Lo tercero, poner los ojos en vuestras faltas pasadas y presentes: en qué fuisteis y en qué sois. ¿Qué tiene que ver esto que yo veo en mi hermano con lo que yo sé de mí? Ayer entré en la casa de Dios y soy aún advenedizo, y ya quiero tomar oficio de juzgar; y si Dios a mí me dejase, sería peor que éste; que no sé lo que será de mí mañana, si Dios me desampara un poco. Hoy por éste, mañana por mí; y, al fin, a la misericordia de Dios debo el mal que no hago. Si Dios hiciera con este hombre lo que hace conmigo, cuánto más diligentemente le serviría, según aquello: Si en Tiro y en Sidón fueran hechas las virtudes que se han hecho en ti, hubieran hecho penitencia, y con ceniza y con cilicio. De esta manera leemos que aquel grande ejemplo de humildad, San Francisco, se conservaba en humildad delante de todos. Porque, decía, si los salteadores de caminos recibieran de Dios la luz y conocimiento que yo tengo, me hicieran a mí ventaja en el servicio de Dios.

8. Resta consolar brevemente a los que son fatigados de estas representaciones que ellos llaman juicios. Lo primero se les dice lo que San Bernardo al que tiene tentación de envidia del aprovechamiento de su hermano: Si te pesa y te duele de tener esas representaciones, no las tengas miedo, no pasan del primer zaguán; porque esa pena que sientes es señal que todo eso es involuntario; no hagáis reflexión sobre ellas, ni caso del cizañador. Humillaos cuando eso os viene; poned los ojos en quién sois; sírvaos esa tentación de que miréis más por vuestro propio conocimiento; no andéis con congoja después; que eso pretende el demonio sacar, con la pesadumbre que os da; y mientras que le diereis esa ganancia, no os maravilléis que no afloje. Cuando mucho, suelen esas cosas ser una ofensión que las cosas mismas me hacen; no paso a la persona o a la intención que tiene; no llega todo esto a sentencia definitiva, que es lo que hemos de huir en esta materia, Y si examináis vuestro corazón y no le halláis con alguna mala raíz de aversión con vuestro hermano, caminad seguro adelante, y no hagáis caso de estos gozquillos que van ladrando tras vos.




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Plática 49

Contra el vicio de la murmuración


1. Vecino vicio es el juzgar al prójimo temerariamente al del murmurar y decir sus faltas; y así, viene bien el hablar de lo uno después de lo otro. El corazón lleno fácilmente rebosa lo que tiene. La curiosidad inquiere y descubre las faltas ajenas; y, descubiertas y conocidas, causa menosprecio, de donde viene el sacarlas a plaza, y que el buen nombre y reputación del prójimo pierda su lustre y aun su ser. Esto nos enseñó el Apóstol Santiago en su canónica, cuando nos dice: «Notite detrahere alterutrum, fratres mei; qui detrahit fratri, aut qui judicat fratrem suum, detrahit legi et judicat legem». No os comáis unos a otros, dice el Apóstol. Pues habéis de amaros con caridad, guardaos de estos dos vicios de murmurar y de juzgar, que andan pareados y juntamente destruyen el reino de la caridad. Exhórtanos a esto por la reverencia que debemos tener a la ley de Dios, que prohíbe lo uno y lo otro. Quien murmura del hermano muestra con las obras que no le contenta la ley que eso veda. Quien le juzga condena también a la ley que eso prohíbe.

2. Nace este vicio de murmurar, de la envidia, como lo vemos en el Apóstol San Pablo, cuando nos aconseja a desnudarnos del viejo hombre dejando toda malicia, engaño y fingimiento: «et invidias et ommes detractiones». ¿Veis cómo pone tras la envidia la murmuración? Nace también de aversión de voluntades, cuando tenéis algún rencor con vuestro prójimo, como San Pablo lo muestra en aquel catálogo de males que escribe en la 2.ª a los de Corinto, donde dice «Dissensiones, detractiones et susurrationes». La murmuración y chismería, en la materia coinciden y se conforman: en la una y en la otra se trata de faltas, aunque en el fin se diferencian; que en la una se trata de hacer daño en la fama del prójimo, y en la otra a la amistad. Dañoso es este vicio mucho, mas muy común entre los hombres. Por todas partes cunde esta peste, y pocos hay que se escapen de este contagio. Trae Santo Tomás una glosa sobre aquel lugar de los Proverbios: «No te juntes con los que murmuran: «Hoc fere vitio periclitat genus humanum». Y dice San Juan Crisóstomo también, que alcanza este mal a los hombres espirituales y retirados en religión: ¡mirad cuánto cunde y hasta dónde penetra! La razón parece que es fácil; porque otras cosas son costosas que no se pueden alcanzar sin trabajo, y muchas veces no están en nuestra mano; mas, ¿qué cosa hay más fácil que el hablar?, ¿qué cosa hay que os obedezca con más prontitud que la lengua, que va casi al paso de vuestro pensamiento? Y hay aquí no sé qué gustillo, que con el hablar de faltas ajenas os entretenéis; y vuestra soberbia y envidia y tema tiene allí su cebo y su satisfacción. Y decidme vos quién hay tan dichoso, a quien no alcance algo de esto. Y aquí se ve cuán dificultoso es cumplir con perfección aquel mandamiento de amar al prójimo como a nosotros mismos.

3. Mas dejemos ahora aparte a los demás hombres que andan en el mundo, entre los cuales no es maravilla reine este vicio, pues en ellos manda el interese y la ambición; miran por sí y no por lo que toca a otros; estorban cuanto pueden que nadie les eche el pie adelante ni les impida su deseo. ¿Qué diremos de los religiosos, apartados de este lenguaje del mundo, que a ellos alcanza buena parte de este vicio? Dijo el abad Ferreolo, a quien cita Esmaragdo sobre la regla de San Benito: «Murmuratio familiarissimum vitium est monachorum. En grado de superlativo lo dijo. ¡Ojalá así no fuese! Más antiguo testimonio tenemos de Efrén, amigo de San Basilio, que se queja que el demonio deslustraba el estado florido de las religiones, sembrando él cizaña en este vergel del Señor, tan cerrado y tan guardado. La cizaña es envidia, murmuración y amargura. Todos queremos ya mandar, reprender, ser de los primeros; pretendemos el mejor puesto; miramos si se hace caso del otro, más que de nosotros; de ahí viene la envidia y la murmuración. Podría alguno pensar que la causa de esto fuese la ociosidad que suele haber entre religiosos, como están libres de ocupaciones otras; y tras la ociosidad se sigue la parlería: «et in multiloquio non deerit peccatum». Mas la causa verdadera es la tibieza, que la vemos tan extendida; y, como ella quita el gusto a las cosas espirituales y eternas, busca el hombre algún entretenimiento; y esto de parlar en este género está muy a la mano. Y así, dijo San Basilio en la regla 34, que el que murmura muestra claramente no tener avivada la esperanza de los bienes sobrenaturales, pues que se abate a un gusto tan ratero como éste. Declara más esto una doctrina que dio el abad Arsenio, que, siendo rogado de otros monjes, habló del fin del religioso y dijo: Todos tenemos entendido que el fin nuestro es alcanzar la pureza del corazón, y vemos que nos apartamos de los vicios corporales que fácilmente se conocen y traen consigo infamia y empacho; y así, abrazamos el mal dormir y la aspereza corporal; mas, a purgar lo interior, no nos aplicamos. Quédase el hombre lleno de estima de sí mismo, de soberbia y envidia, donde, por ser mayor la guerra, es más dificultosa la victoria; que parecemos unas estatuas cubiertas de plata en lo de fuera, y de dentro llenos de tan ruin materia. Dificultosa cosa es el conocimiento de estos vicios, porque son ocultos; y mucho más dificultosa cosa la cura, pues que quedamos llenos de amor propio, no deshechos de nosotros mismos, sin aquel grado de humildad que recibe las injurias con igualdad y con alegría, no pudiendo faltar encuentros y desabrimientos, donde hay hombres. Causan éstos en un corazón inmortificado, un deseo de satisfacerse, que no quiero llamarle venganza; y, como no pueden echar mano a la espada, que las faldas largas no lo sufren, echan mano a la lengua y con eso descansan. Vicio, por tanto, de un ánimo apocado y envilecido, mujeril, y aun de abaceras.

4. ¿Qué pensáis que es la lengua, sino un cuchillo y una espada del corazón maleado? Y así, dice el salmo 56: «Lingua eorum, gladius acutus». Y en el 63: «Exacuerunt ut gladium linguas suas»: espada afilada que desmaya a un hombre. El golpe del azote levanta cardenal, dice el Espíritu Santo; plaga autem linguae comminuit ossa»: como golpe de almádena que todo lo quebranta. Herís y matáis, no el cuerpo de vuestro hermano, sino su buen nombre; porque detractio est laesio famae. Quitáis la vida de vuestro prójimo y el ser que tenía en la reputación de los corazones de los otros. Y por eso decía San Pablo, como refiere San Clemente, que el murmurador es como homicida. Tres géneros hay de homicidas, uno, el que derrama sangre; otro el que aborrece a su hermano; que así lo dijo San Juan: qui odit fratrem suum homicida est. El tercero es el que murmura, porque quita la vida al buen nombre de su hermano. San Basilio, en la regla 63, dice que la murmuración que nace de envidia la compara la Sagrada Escritura con el homicidio. Y porque no tuviésemos en poco este pecado, que, con la facilidad que se hace y con la costumbre, se ha envilecido, dijo el apóstol ad Rom. 1: susurrones detractores, Deo odibiles; aborrecidos de Dios son estos vicios, no los tengamos en poco. Gran miedo pone San Bernardo al religioso de este vicio; a mucho cuidado le obliga; porque afirma que no hay cosa tan horrenda y tan temerosa como la murmuración en una comunidad religiosa. Y si miráis el daño que hace, hallaréis que tuvo gran razón en llamarla así. Quita la hermandad, porque quita la estimación de unos con otros; quita la subordinación de los superiores; siembra discordias entre los hermanos, que es lo que dice el Espíritu Santo que aborrece sobre todo; que hace este mal como lima sorda, que, cuando vos oís al que murmura sin desecharlo de vos, os halláis despojado de la estima que teníades de vuestro prójimo, y aun quizá de vuestro Superior: hinche la casa de cizaña, como dice el Espíritu Santo: «Eiice susurronem et iurgia cessabunt». Llama la Escritura a estos chismeros, bilingües, que a vos hablan del otro y al otro de vos; estáis vos seguro, y estaos haciendo el oficio de cortaros la ropa. Y así lo pinta el Eclesiástico: El que murmura a escondidas es como la serpiente que rnuerde sin que os recatéis de ella; que primero ha hecho mal que la echéis de ver o la podáis prevenir. Es este enemigo casero, y por eso más peligroso, y más duele el daño que hace, como se quejaba el Señor de Judas: «Qui manducat panem meum levabit contra me calcaneum suum». Ved si hay razón para temer mal tan dañoso.

5. Y así ha mostrado nuestro Señor que le desagrada, como en el castigo que hizo con su pueblo, que dice el Apóstol: «Neque murmuraveritis, ut quidam eorum murmuraverunt et perierunt ab exterminatore»; y a María hermana de Moisés la castigó Dios con la lepra y con tenerla apartada del Real una semana, por más que rogó por ella Moisés, tan privado de Dios. Y ése, que pudo detener la ira de Dios, no descargase el golpe sobre aquel pueblo idólatra, no alcanzó de Dios que perdonase a su hermana sin debida satisfacción. Y de aquí tomó Basilio, en la regla 26 y 34, el castigo que se había de dar al religioso, que es echarle de la comunidad y no mezclar el trabajo suyo con el de los otros, como hacemos acá con el apestado, que no sólo su persona, mas la ropa y todo lo que ha tocado y tratado se echa fuera: en todo hay contagión. Cuando no fuere este mal tan confirmado; trátese el que lo tiene, como descomulgado, solo esté; nadie se le junte en la oración, ni en la comida, ni en la hora de reposo y del trabajo, porque de esta manera, avergonzado, se enmiende. Si preguntamos a San Basilio qué pena se le dará al que da las orejas atentas al murmurador y le da buena acogida, responde que se le dé la misma. Y por eso dijo San Bernardo: «Detrahere aut detrahentem audire, quid damnabilius, non facile dixerim»; porque quizá no habría quien murmurase si no hubiese quien le oyese; que la benevolencia del oyente da ánimo para decir. No menos mostró San Benito en su regla desagradarle este mal, pues dice en el capítulo 34, que, ante todas las cosas, no parezca este mal en ninguno por ninguna causa, por ninguna palabra o significación; y en quien se viere algo de esto, se castigue con disciplina severamente. Y San Francisco, tan amador de la hermandad y sencilleza entre los suyos solía decir que el religioso murmurador merecía ser privado del hábito.

6. Hay otra manera de murmurar disimulada y disfrezada, la más eficaz, a mi ver, que es andar el hombre quejándose por los rincones, del otro Padre que le trae sobre ojos; del otro hermano que le encuentra; del otro oficial que no le da buen recaudo; del Superior que nunca le muestra buen rostro. Dije que es más eficaz este modo de murmurar; porque quien entra a la clara y murmura sin máscara, fácil cosa es de retraerle de vos; mas el que se queja, entra condoliéndose y moviendo a compasión, y prende luego el ánimo del que le oye; porque parece ser natural, que al que le duele se queje, y que el afligido tenga este consuelo; y en vueltas de estas quejas, van las faltas de vuestro hermano, que las tragáis como píldoras disfrazadas, que primero han revuelto el estómago que sepáis lo que son. Judas, el Apóstol, juntó en su canónica «qui sunt murmuratores, querulosi, secundum desideria sua ambulantes»; Éste es el principio de todo eso otro: el amor propio, la estima de nosotros, que todos nos hacen agravio; no nos tratan como merecemos; que nos deben alcabala o centeno. Y así, dijo el abad Pastor: «qui querulus est, monachus non est»; es señal que está lejos de la escuela de la cruz el que se resiente y se queja de cosas semejantes.

7. Veamos ahora qué cosa es murmuración, que tanto mal habemos dicho de ella. Murmurar es, para decirlo en una palabra, decir faltas de otro sin porqué; tocarle en su reputación y en su buen nombre, como lo hacéis cuando exageráis sus faltas: -hacéis de una mosca un elefante, y vuestra pasión es como antojos de allende, que hacen las cosas mayores sin comparación de lo que son-, cuando decís lo que otro no sabía, que estaba antes con buena posesión y en buena fe, y vos le abrís los ojos para que sepa lo que le convenía no saber; cuando deshacéis el bien de otro y lo menguáis; y, al fin, cuando decís las faltas de otro a quien no las ha de remediar; que aquí no ponemos el levantar falsos testimonios, ni el fingir lo que no es, porque no es razón que pensemos que hay necesidad de aquesto. San Basilio, en la regla 25, enseña esta doctrina. Entonces es lícito hablar de faltas ajenas, cuando se pretende por ellas algún bien espiritual que sin eso no se puede alcanzar, cual es el remedio del que tiene la falta, o prevenir a otro no se le pegue. Fuera de esto, aunque digáis verdad en decir mal de vuestro prójimo, porque decís lo que el tiene, con todo eso murmuráis, pues que se sigue de eso daño a la opinión de vuestro hermano.

Gran cosa sería, Padres y Hermanos, si tomásemos por empresa dar tras este vicio en nosotros y en otros: en nosotros, en topándonos con esa falta, hacer oficio de fiscal, llevarnos a juicio ante el tribunal de la conciencia, condenarnos y ser verdugos y ejecutores severos del castigo que merece semejante exceso, sin perdonarnos ni dilatar de día en día la ejecución de esta pena: así quedaremos escarmentados y escocidos para no caer otra vez en tal descuido. Para con otros ayudarános no dar grata audiencia al que trae este oficio; dejarle solo como decía San Basilio, y, a más no poder, mostrarle en el mal rostro la mala gana con que le oímos; porque escrito está «Ventus aquilo dissipat nubes; facies tristis murmuratores» Y así nos da este consejo el Ecclesiastico: «Sepi aurem tuam spinis, ne audias linguam iniquam». Gran cosa sería que no hubiese entre nosotros quien oyese mal de su hermano; quien quisiese ser privado de una de las buenas piezas de la religión que es sencillez y buena hermandad. Y si algo hubiere que pida remedio, acúdase al Padre común, vuestro y suyo, que lo remedie; y si algo os faltare, cumplid con la regla que os enseña cómo lo habéis de proponer; y así excusaremos muchos desórdenes; y así, no andaremos llenos unos de otros de «mas» ni «peros» podridos, que atosigan; que no hallaréis quien tenga crédito de otro; no hallaréis quien no tenga la estima dañada; de manera que andamos cojeando y no andamaos con pie seguro y firme en este trato hermanable de unos con otros.

8. Acabemos con algunas cosas que dejamos de decir de la regla 29, para rematar cuentas con los vicios de la lengua que peturban la caridad. Difícil cosa sería tratar de todos en particular, porque son muchos; que rara cosa es no tropezar en alguno. ¿Quién hay, dice el Eclesiástico, que no ofenda con la lengua? Y por eso dice Santiago, que en muchas cosas tropezamos todos, y él declara que dijo esto por ser tan deleznable este negocio del hablar; porque añade luego: «Si quis verbo non offendit, hic perfectus est». Gran señal de perfección tener la lengua domada y enfrenada, porque es señal que está el corazón domado y enfrenado en sus pasiones, que es de varones perfectos; que, así como la lengua, en lo corporal, muestra cual está el estómago, si sano o dañado, así lo muestra en el corazón, como lo dice el Señor: «Non potestis bona loqui, cum sitis mali. Bonus homo de bono thesauro profert bona». Vuestra soberbia, vuestra envidia y las demás faltas vuestras se descubren en una conversación; y el desconcierto del corazón muestra esta mano, como la del reloj que anda por fuera. No basta industria humana a domar la lengua, aunque baste a domar las bestias fieras y amansarlas y a las aves bravas que andan por esos aires, que vengan a comer a vuestra mano. Gracia de Dios es menester particular, para enfrenar la lengua, que no esté tan cerril y indómita; dar madureza a su ligereza, para que no ofendamos con ella; la cual Dios nos dio por que el fuese alabado y el prójimo edificado y se mantenga la comunicación y amistad entre nosotros. No conviene dejar la nave sin gobernalle en un mar tan tempestuoso. Es caballo desbocado sin freno. Pequeño fuego os parece, mas si no le reprimís, mirad que hará tan gran daño, que después, no podáis repararlo. Y a esta causa dijo Santiago: «Si quis putat se religiosum esse non refraenans linguam suam sed seducens cor suum, huus vana est religio». Pensáis que servís a Dios, porque hacéis algunas buenas obras: si no tenéis cuidado de poner freno a vuestra boca, ponerla guarda; engañado vivís; sois otro del que pensáis; vana es vuestra religión. San Benito en su regla, c. 6, declarando aquello de David silui a bonis, dice: Si lo bueno se ha de callar alguna vez, porque no es tiempo de hablar, cuanto más lo ocioso, lo chocarrero, lo que desdice de vuestro estado: «Hoc aeterna clausura in omnibus locis damnamus et ad tale aliquid aperire os discipulum non permittimus.» Qué poco cuidado tenemos nosotros de esto, siendo el hablar cosa tan deleznable y tan ordinaria en el trato nuestro. ¿Qué cosa de más temor que aquello que dice el Señor, que de cada palabra ociosa hemos de dar cuenta el día del juicio? ¿Qué será de las peores? Y ociosa llama San Basilio en la regla 25: «Omne verbum quod ad propositum Domino non facit, otiosum est». Nuestro hablar ha de ser para edificación y ayuda de los que oyen; para hacimiento de gracias; para exhortarnos unos a otros y enseñarnos a alcanzar el fin que pretendemos. Palabra fea, impertinente, que desdiga de vuestro estado, palabra mala, como dice el Apóstol -«omnis sermo malus»-, que lleve envuelto algún mal humor, ha de estar muy lejos de la boca del hombre espiritual. Nuesto Padre, en el Principio de la 3.ª parte, nos aconseja tratemos siempre de cosas que nos ayuden al fin de nuestra vocación; y en la regla 29 enseña, que nuestro hablar sea con circunspección, edificación y madureza. Hablando en la 9.ª parte cuál ha de ser el General a cuya imitación los demás de la Compañía se han de instituir, dice que «sit exterins tam compositus et in loquendo praesertin tam circunspectus ut in eo nihil, ne verbum quidem, notari possit, quod non faciat ad aedificationem».

9. Mucho, dice: circunspección: que no sólo miréis lo que habláis, sino delante de quién lo decís: cuántas cosas decís en la recreación que no son de aquel lugar, que no conviene echarlas en aquella plaza sin mas miramiento ni elección. Mucho me maravilla lo que dice San Basilio en la regla 26 de las largas: Dos cosas, dice, son de gran importancia al que quiere alcanzar la perfección y asemejarse a aquella vida espiritual que Jesucristo Nuestro Señor fundó y estableció. La 1.ª es, no tener cosa que no sea manifiesta al que me ha de guiar en este camino. La 2.ª es in sermone nihil non diligenti antea cura consideratum proferre. Ved cuánto estima este santo doctor y maestro en la vida espiritual que mire el hermano lo que habla; no deje la lengua al paso que el corazón liviano la trae. Nuestro Padre Ignacio solía decir que el que no consideraba lo que hablaba no merecía tener uso de razón; que era mal empleado en tal hombre, pues le dejaba en lo que tanto es menester y en lo que tan de ordinario tratamos. También en esta regla 28 nos enseña el Padre Ignacio cómo hemos de callar. Claro está que ha de haber tiempo para todo. San Basilio, en la regla 208, da para esto doctrina buena; que el callar, el tiempo y circunstancia de personas nos lo ha de enseñar. ¿Estáis turbado? No es tiempo de hablar, que os arrepentiréis presto de lo que dijereis. ¿Estáis delante de quien os agravia y os persigue? Poned guarda en vuestra boca, como hacía el profeta David: «Posui ori meo custodiam cum consisteret peccator adversus me. Obmutui.» Y también, si alguna persona más anciana o superior ha tomado la mano a hablar, no la interrumpáis, no le vais a la mano, callad y aprended a hablar; y en los mozos está muy bien aquesto, como dijo el mismo en la regla 13, que así se deprende mucho. Si destapas la boca del horno, se resfría luego; y los licores preciosos se evaporan, si no están bien tapadas las bocas de los vasos que las guardan. A Arsenio le fue dicho: «Arseni, sede et tace», porque el silencio y el reposo es escuela de virtud y recogimiento. Dice Nuestro Padre que en el silencio nos mantegamos en paz interior: no esté hablando vuestro corazón, cuando la boca calla; porque ese no es silencio verdadero, cual ha menester el discípulo para oír con atención y deprender.




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Plática 50

De la ira


1. En las pláticas pasadas se ha tratado de quitar los estorbos que suele haber para conservarnos en la buena estima de unos con otros, que son: curiosidad de faltas ajenas, juzgar de ellas fácilmente y hablar. Y a esta cuenta se encomendó mucho el hablar con consideración, como dijo el Apóstol Santiago: Sit omnis homo velox ad audiendum et tardus ad loquendum. Váyase el hombre tan despacio al hablar, que haya lugar para mirar bien lo que ha de hablar. Para que se alcance el fin de esto y se mantenga en su ser el reino de la caridad, a la cual no hemos de admitir cosa contraria; trataremos ahora de unas palabras de Nuestro Padre Ignacio, que puso en la Declaración de esta regla 42, en su 3.ª parte. Dice, pues, que no se ha de permitir ni dar lugar a que haya entre los nuestros (domésticos dijo, que es vocablo que nos obliga a más hermandad) alguna perturbación y enojo de unos contra otros. Y si alguna cosa de estas acaeciere por nuestra flaqueza e instigación del demonio que anda siempre soplando y atizando el fuego de la discordia entre los hermanos, se ha de procurar, luego, que, con debida satisfacción, vuelvan a su hermandad y gracia antigua. Debida satisfacción llama la que corresponde a la calidad del exceso; si fuere público, sea pública la satisfacción; si secreto, secreta; y también, que baste a satisfacer el agravio recibido. Esta regla se puso en el oficio de los Superiores, como se ve en el cap. 3 del oficio del Prepósito y del Rector, porque a ellos toca más que a nosotros. Pone nuestro Padre diferencia entre perturbación y enojo, porque hay grados de esta materia; y San Basilio, en la Homilía 20, pone diferencia entre la indignación y la ira. Indignación es un movimiento ligero y súbito, un humo de cólera breve y súbito. Mas la ira, dice cosa de asiento, a la cual acompaña una tristeza que carga luego sobre el corazón airado; señal de ruin espíritu que comienza a mandar en vos y os va disponiendo a que tratéis de venganza. En las reglas breves, en la 3, torna a tratar de esta misma diferencia, trayendo aquellas palabras del Apóstol San Pablo ad Ephes. 4: «Omnis amaritudo, et ira, et indignatio, et clamor et blasphemia tollatur a vobis». Hay enojo que el hombre se le pasa en su corazón, sin dar muestra de él. Hay otros que salen fuera en el denuesto, desentonamiento. Más: hay amargura, que es la pasión ya avinagrada y acedada; de donde viene el tratar e injuriar a otro. Pues dice Nuestro Padre que ni perturbación, que es la pasión cuando se enciende la sangre y se siente el hombre alborotarse en el corazón, lo que la Sagrada Escritura dice: Tumensque Iacob cum jurgio, que se hinchan las narices, como decís: y mucho menos ha de haber cosa de asiento, que se trate de venganza; de manera que ni a sangre caliente, ni a sangre fría, se de lugar a esta pasión; porque, en su tanto, cada cosa daña a la caridad. Y así vemos que Cristo Nuestro Señor por San Mateo, promulgando la ley de gracia, pone aquellos grados de ira que quiere estén lejos de nosotros. El 1.º «qui irascitur fratri suo», que es enojo en el corazón; el 2.º «qui dixerit fratri suo racha», que es el desdén y el mal denuesto, que trae consigo esta pasión; el 3.º, «qui dixerit fatue», que es manifiesta injuria y venganza que tomáis de vuestro prójimo.

2. Por ocasión de esta materia, de lo que conviene conservarnos en caridad, trataremos de no airarnos contra nuestros prójimos con ocasión de sus desórdenes, y agravios que nos hacen; antes, cómo nos mantendremos en mansedumbre. Porque «caritas non irritatur», no se azora, no se aceda; y, por eso, no sabe hacer mal; sufre y sobrelleva, que quien más fuerza tiene, más carga lleva: «caritas omnia suffert»; tiene longanimidad, no se cansa de esperar y de aguardar: «caritas omnia sustinet». Perdona fácilmente, como lo aconseja el Apóstol San Pablo ad Col. 3: «donantes vobismetipsis, si quis adversus aliquem habet querelam: sicut et Dominus donavit vobis, ita et vos». Materia es deste tiempo santo, en el cual vemos un ejemplo altísimo que Cristo Nuestro Señor nos dejó en su Pasión de mansedumbre y paciencia, con un remate de una inestimable caridad. De él está escrito que puso su rostro como piedra y yunque durísima a todos los oprobios y denuestos; injurias y blasfemias, y que a todo esto no abrió su boca para defenderse ni volver por sí; y, al fin, que «pro transgressoribus rogavit», que es el remate del capitulo 53 de Isaías que, con este hecho tan heroico y tan maravilloso, cierra aquella su profecía, o por mejor decir, aquella su historia evangélica de la Pasión del Señor. Así nos lo dijo Pablo: que en esto engrandeció Dios la caridad que tuvo con nosotros, que vino a morir por sus enemigos y derramó su sangre por aquellos mismos que la estaban derramando tan dura y cruelmente.

3. Es el Señor tan amigo de la paz, que en todas maneras quiere desterrar de su casa y de sus siervos este desorden de la ira. Porque, aunque sea propio de todas las pasiones cegar, ésta de la ira enloquece y saca a un hombre de sí y le quita el señorío de sí mismo. Basilio la llama en la homilía 10. «Ira momentanea insania est»: que dijo el otro poeta: «Ira, furor brevis est». Locura es, aunque de paso, que dura lo que dura la pasión. Y así decimos que «se torna» de la ira, porque está borracho de ella. ¡Qué mudanza hace en el hombre! Muda la voz; el color se vuelve blanquecino; los ojos centellean; tembláis, que si os viésedes en un espejo, os bastaría esto para remedio de vuestra pasión. Y así, dice el Espíritu Santo en los Proverbios, como lee San Basilio y Casiano: «Omnis vir iracundus turpis est»; porque le descompone y le quita su mesura. Y no es maravilla que haga esto, pues encruelece al hombre y le despoja de la humanidad, cosa tan propia del hombre, que es de suyo animal manso y criado para compañía. Quita la ira el ver las cosas y conocerlas, y por eso se dice: «Ira in sinu insipientium requiescit». Puédese enojar el hombre cuerdo, mas será esa ira de paso. El corazón del inmortificado, del insipiente, es el lugar donde ella se asienta; y a esta causa escribe Santiago: «Sit homo tardus ad iram»: como si dijera: no sea la ira vuestra arrebatada, que os ciegue; mas sea la que la razón despierte y modere. Porque la ira arrebatada «iustitiam non operatur.»; Con esta manera de ira no haréis cosa de que no os arrepintáis después. El otro filósofo decía que, si no estuviera enojado, castigara a su criado. Hace la ira, lo que es pasión; y por eso usaba Nuestro Padre Ignacio reprender a sangre fría, cuando cesa la turbación que trae la culpa en el delincuente, y la que suele traer en el que ha de reprender la fresca impresión del conocimiento de ella. Parecióle, acaso, cosa tan ajena del hombre espiritual la ira, que no quiere se le dé lugar en ninguna manera.

4. Fúndase en aquello del Apóstol: «Omnis ira tollatur a vobis», Y lo que el Señor dice en el Evangelio «Qui irascitur fratri suo reus erit iudicio». Dice, pues, que la ira solamente la hemos de usar en castigar nuestros pecados, en reprimir nuestros siniestros y movimientos desordenados; y así declara aquel lugar del Apóstol tomado del salmo 4: «Irascimini et nolite peccare»; Enojaos contra vuestras pasiones: «et nolite peccare», y no pecaréis. Mas bien se ve ser éste torcido sentido; que, si me es lícito enojarme contra mis pecados, me será contra los ajenos, pues la caridad del prójimo esa semejanza de la que tengo conmigo. Ira hay buena dice Gregorio: la que ejecutó Elías contra los sacerdotes de Jezabel. Ved, dice Basilio, lo que hizo Moisés, con ser mansísimo, contra los idólatras: «et nunquid irascitur?» Dice en la Constitución 17: «Potius est lenitudo naturae quam masuetudo». Pues hemos de entender que la ira que se os reprende es la que saca la razón de sus quicios, la que la arrebata y quita de su silla, como lo declaró divinamente San Gregorio, 2 Mor. cap. 33: «Curandum summopere est ne ira, quae instrumentum virtutis assumitur, menti dominetur; ne quasi domina praeeat, sed quasi ancilla ad obsequium parata a rationis tergo nunquam recedat. Siga a la razón; no vaya delante de ella; y por esto, cuando vos reprendéis, donde se toma la ira por instrumento de la justicia, mirad no soltéis el freno; que es ese paso peligroso; porque a vueltas de ese celo, que es la ira moderada, se suele desmandar y querer ser dueña; y por eso dijo el Apóstol: «Increpa in omni patientia»: y a los otros dice: «ne et tu tenteris». Y acontece que sea más el daño que vos recibís con vuestra turbación, que el provecho que habéis hecho con vuestra reprensión. Bastará el mal que hemos dicho de la ira sin añadir más cosas.

5. Vengamos a los remedios. Y pondremos primero los universales y comunes, que en toda buena medicina han de preceder a los locales y particulares. San Basilio en la regla 27 y 29 pone un remedio general, que es la presencia de Dios; que, así como el soldado no muestra enojo contra otro, ni aun en presencia de la bandera, -no puede ser ofendido de nadie so pena de aleve; -así también, el que se acuerda que está delante de Dios no se atreverá a levantarse contra su hermano, sabiendo que el oficio de venganza y de castigo es de Dios y no toca a él nada de esto. Bien creo yo que el alma que anda con esta reverencia al Señor en todo lugar, no se descompondrá nada, ni permitirá tal turbación en su casa.

El segundo remedio es también general, que pone el mismo autor en la regla 25: que nos ejercitemos en los contrarios de nuestras tentaciones y pasiones, como nos lo aconseja la regla 14 de este Sumario; que la buena medicina cura un contrario con otro contrario; y de manera que sirva en este particular de la ira no sólo de satisfacción, mas de ejercicio de virtud, «ut et noxa castigetur et animus ad tollenda vitia assuefiat».- Dije una palabra descompuesta; pido perdón con humildad-. Ésta es la debida satisfacción, que dice el Padre Ignacio; y teníamos entre otros consejos espirituales que andaban comúnmente en tiempo del Padre Ignacio, que, en habiendo algún exceso en esto, se pidiese luego perdón. Y esto de pedir perdón estimó tanto San Agustín, que dice en su Regla, que más vale el que se enoja fácilmente y fácilmente perdona, que el que es tardo para lo uno y tardo para lo otro: «Qui autem nunquam petivit veniam, aut non ex animo, sine causa est in monasterio, etiam si ab eo non proiiciatur».

6. Vengamos ahora a otros remedios más particulares, que son como locales y propios de este mal. El primero es aquel de San Pablo a los de Efeso: que, habiéndoles exhortado a la concordia entre sí, por cuanto todos pertenecen a un cuerpo, les dice: «Irascimini et nolite peccare»: que quiere decir: si hubiere algún movimiento de ira no permitáis que pase adelante a cosa que sea culpa, como San Ambrosio declara, 1 lib. officiorum; «Si irascitur, affectus naturae est, non est nostrae potestatis». Por lo menos se procure no pase adelante, como venir al hablar, unde in peccatum veniamus. Declara luego esto el Apóstol, con lo que añade: «Sol non occidat super iracumdiam vestram»: No detengáis la ira en vuestro ánimo, no durmáis con ella; no la dejéis avinagrar; que es lo que nuestra Constitución dijo «statim», que la desechemos luego. «Nolite locum dare diabolo»; No le deis lugar al demonio, que él, que es cruel e iracundo, con los tales tiene semejanza y amistad. La expereincia nos muestra esto: que, si comenzáis a dejaros vencer de la cólera y la guardáis, se vuelve luego rencor, y entran luego pensamientos de venganza y saboreáis os en pensar algún ruin suceso del otro; y, sin sentirlo, os halláis trocado y despegado del bien querer de vuestro hermano.

El otro remedio es del mismo Apóstol, ad Romanos 12, 19: «Non vos defendentes, carissimi, sed date locu irae». No os defendáis, no os venguéis; dejad ese cuidado a Dios, que es el Juez natural a quien toca deshacer agravios, volver por los inocentes, dar a cada uno lo que merece, oír el clamor de la sangre derramada; y aunque os parezca vagaroso, no dejará de hacer su oficio; no le prevengáis, ni le usurpéis: «Mea est ultio et ego retribuam»: palabra para hacer atemorizar a los que hacen injurias. ¡Qué lejos ha de estar el siervo de Dios de hacer venganza con su autoridad!, ¡qué compasión ha de tener al que le ha agraviado, acordándose de esta amenaza de Dios! «Mihi vindicta et ego retribuam». ¡Qué castigo les está guardado a los tales, si no se enmiendan! «Date locum irae». Basilio, regla 244, declara esto que es lo que el Señor dijo: No resistir al mal ni al agravio; porque, cuando se resiste, se aguza la ira y se enciende; antes tras una injuria, estar apercibido para otra; o, si así os pareciese, hurtar el cuerpo al que se enoja, que no teniendo delante con quien se tomar, la ira se caerá de suyo y el fuego se apagará en quitándole la leña. No le parece a Casiano (collatione 16), que sea esta buena manera de apagar la ira: con la ausencia del cuerpo, el que se enoja queda cargado de tristeza y con todo el fuego dentro de su corazón; el que huye muestra flaqueza; que, por no turbarse y por no venir a dar mal por mal, se aparta de la ocasión, no teniéndose por seguro en ella. Dar, pues, lugar a la ira, declara él, que es hacerle lugar al corazón; que esté dilatado con las entrañas de caridad donde el fuego se desvanezca; que, si tenéis la chimenea pequeña, el fuego, apretado, luego da muestras de sí. Lo dijo Salornón en los Prov.: «Totam iram profert stultus; sapiens autem dispensat per partes». Sabio llama la Sagrada Escritura al que sabe digerir la ira en su corazón; insipiente llama al que la vacía toda fuera, y así lo dice: «Pusillanimis valde insipiens est; longanimis, autem, nimius in prudentia». Y cuando a Salomón le da Dios la sabiduría, dice que le dio «sapientiam et prudentiam multam nimis et latitudinem cordis quasi arenam in mari innumerabilem». Está claro que la turbación y precipitación quitan el consejo y el ver las cosas y juzgar como son.

7. ¡Oh Padre!, me diréis: Yo estaría con mucha paz y mansedumbre, si los otros se acomodasen a mi modo y a mi condición; que, cuando esto hay, yo estoy como en un paraíso.- ¡Oh Hermano, y qué error tan grande el vuestro!: que vuestra paz ha de colgar de la virtud de los otros; que solamente la poseáis, cuando nadie os da pesadumbre, lo cual no está en vuestra mano. Pero está en vuestra mano, con la gracia del Señor, acomodaros a la condición de los otros y sobrellevarlos y sufrirlos. Si vuestra paz cuelga de la voluntad de los otros, haced cuenta que no la poseéis; no sois señor de ella, sino que la tenéis como emprestada y a la ventura: «Ut non irascamur non debet ex alterius perfectione, sed ex nostra virtute descendere; quae, non aliena patientia, sed propria longanimitate conquiritur».

Mas a esto replicáis: ¿Qué haré, que me agravió, que dijo de mí, que me ofendió en mi presencia? -Pues, Hermano, ¿qué pensáis vos que es paciencia?, ¿cuando no hay que sufrir?, ¿cuando estáis en vuestro aposento y nadie os hace pesadumbre? «Patientia a passionibus et sustentatione dicitur; patiens est qui omnia quae irrogantur absque indignatione tolerat». Bienaventurado el que sufre esta tentación, y la prueba; que, siendo probado en ella, recibirá la corona de la vida. El corazón, con golpes se ha de ensanchar y madurar; todo lo demás se va como flor.

Hay otra consideración, que dice San Basilio, que es muy buena para el hombre espiritual. ¿Habéis visto un perro, que le tiráis la piedra y él arremete a ella y se quiebra allí los dientes y deja al que se la tira? Así hace el que tiene impaciencia con el que le agravia, y deja al demonio que es el que le instigó y el que le tiró la piedra. Verdaderamente que el otro es el instigado y el arrojado como piedra, a quien habíades de tener antes compasión. Y también, mirad a Dios, que ése que os agravia es ministro de su justicia. Pretende Dios algún particular fruto de esa tentación. ¡Qué ejemplo tenemos en el Rey David, que, yendo huyendo de su casa, le sale Semeí al camino y le maldice y blasfema! Querían sus capitanes matarle, y díceles David: Dejadle, que Dios le envía a que me trate así, que lo tengo yo bien merecido. Quién sabe «si forte respiciat Dominus afflictionem meam et reddat mihi Dominus bona pro maledictione hac hodierna».

8.- ¿Pues qué haré, que todavía me hallo inquieto y turbado con estos encuentros? -Sabed, pues, hermano, que los encuentros no sirven sino de descubrir lo que hay dentro de vuestro corazón; la causa de la inquietud ahí está; la ocasión es la que cae por de fuera. Tenemos de esto un ejemplo (Math. 7), de las dos casas; una edificada sobre arena, otra sobre piedra: a entrambas sobrevinieron vientos y avenidas; la una cayó, porque no tenía cimiento; la otra quedó en pie, que estaba fundada sobre firme piedra. El perfecto e imperfecto, tentados son; y quizá más el primero que el segundo. La diferencia está, que el siervo de Dios «magna impugnationne non vincitur; ille vero parva etiam tentatione superatur». El humilde que ha hecho asiento sobre el conocimiento de sí mismo no se inquieta con estas avenidas. Los que nos hacen la guerra son los enemigos nuestros caseros, que los tenemos las puertas adentro; el amor propio, éste nos hace la guerra; cuando él está rendido, allí se goza de la paz del reino de Dios. «Non potero laedi ab alio», dice Casiano, «quamtum vis malignante, si ipse corde impacifico adversum me non dimicem; si autem laedor, non est vitium alienae impugnationis, sed impatientiae meae».

Gran cosa tiene en esto el humilde, que se tiene persuadido que no puede ser injuriado sino de sí mismo; todo le parece que cae en casa llena; todo lo tiene merecido a Dios, y éstos son como ministros de justicia y le tratan como ha menester; y por esto les perdona, y por el bien que le hacen los ama. Pedimos os, hermano, pues sois discípulo de Cristo, sigáis su consejo: «Ego autem dico vobis, non resistere malo»: «vobis dico»; a los que sois de mi escuela, a los que tratáis de mi actual imitación.

9. «Mal» llama el Señor la injuria que se me hace; no le habemos de hacer resistencia con dureza sino con blandura. Veréis una bala de una culebrina que deshace una torre de muy buena cantería, y en unas sacas de lana se amortigua con aquella blandura, y allí pierde su fuerza. Y así, está escrito, que «responsio mitis frangit iram». Habéis de estar aparejado, como buen discípulo del Señor, a recibir tras una injuria, otra; a estimar más la caridad que la hacienda; a sufrir antes algún agravio que la pérdida de esta joya; no dar mal por mal; y, cuanto fuere de nuestra parte, tener paz con todos; hacer bien a aquel de quien recibimos mal. Vencer con bien y con caridad la malicia del que me persigue. Y por remate nos dice el Apóstol: «Noli vinci a malo, sed vince in bono malum». No te venza la injuria que te hacen, para que te provoque a venganza y «darle otros tres»; mas con bien, con nuevos y buenos beneficios le vence; con amor, su desamor; con paciencia, su impaciencia; que así se vence un contrario con otro. Mal se vence la ira con ira, la impaciencia con impaciencia. Deprendamos la mansedumbre para que así seamos moradas del Espíritu Santo, que Él es benigno y suave, y tal morada pide como ésa; por eso le agrada tanto el trato con los mansos. Así dijo la santa Judit: Deus cui humililium et mansuetorum semper placuit deprecatio». Esta condición es propia de los que son de esta escuela: ser mansos, como lo dice el Eclesiástico: «Esto mansuetus ad audiendum verbum Dei», 7, 5. Luego, dice, que con mansedumbre nos aparejemos para recibir la doctrina del Señor; que, al fin, el Espíritu de Dios sobre mansos y humildes reposa, y así se negocia mucho con Dios con el olvido de las injurias: con perdonarlas. Mucho tiene hecho con Dios quien hace esto; y así, David le pone a Dios delante su mansedumbre, cómo se había habido con sus enemigos, para pedir a Nuestro Señor misericordia.

Gran virtud es ésta de la mansedumbre, de la cual el Señor quiso darnos ejemplo y que tanto resplandeciese en su vida y en su muerte. Llamóse Cordero, que ninguna cosa podrá exprimir más esta virtud; y de él estaba profetizado, como lo trae San Mateo, que no se había de oír su voz en las plazas; que ser vocinglero es propio de airados; que había de caminar tan paso, que a una caña ya cascada no la quebraría del todo, ni apagaría el fuego de un cerro de lino. De su reino escribió David, que había de estar lleno de verdad, mansedumbre y justicia. En la Pasión resplandeció esta virtud tan admirablemente, que espantó a Pilatos. San Pedro, cuando nos pone a Cristo por ejemplo para que le imitemos, esta virtud de mansedumbre y paciencia nos enseña: que suframos con paciencia, haciendo bien por las injurias, bien por mal: «Haec est gratia apud Deum; in hoc enim vocati estis, quoniam et Christus passus est pro nobis, vobis relinquens exemplum ut sequamini vestigia eius; qui peccatum non fecit, qui cum malediceretur, non maledicebat».»; Y Isaías 33: «Oblatus est quia ipse voluit et non aperuit os suum: sicut ovis ad occisionem ducetur et sicut agnus coram tondente se obmutescet et non aperiet os suum». Dos veces repitió esta palabra que no abrió su boca, para volver por sí, por ser cosa tan maravillosa, que tengamos dechado que imitar; y al fin nos dice Cristo Nuestro Señor: «Discite a me quia mitis sum». No quiero que toméis otro maestro sino a mí; oídme en esta cátedra de la cruz, que os estoy enseñando, con tanto menoscabo mío, en sufrir injurias con paciencia y mansedumbre, y que estoy rogando al Padre que perdone a los que derraman mi sangre, a los que me maldicen y mofan.

10. Dice: «mitis sum et humilis corde». Como la humildad ha de ser de corazón, así lo ha de ser la mansedumbre. No como algunos, que se muestran sesgos en lo exterior, que es ya para hacerles más rabiar a los que les injurian, o por no convenirles hacer otro; y en su ánimo están llenos de braveza y de coraje. Y aquel lugar de San Mateo: «Praebe illi alteram (scilicet dexteram) maxillam», declara Casiano (coll. 18, c. 22), según la exposición de su maestro Crisóstomo, que se entiende que corresponda el interior al exterior, y que haya paz y tranquilidad en el corazón, cuando estas cosas nos suceden.

Más: hay algunos que les parece devorar la injuria de uno de esa plaza con buen ánimo; mas una palabrita de un hermano suyo les inquieta y les saca de términos; no ven que, aunque la caridad obliga con todos, mucho más con los de nuestra casa; que el Señor dijo «qui irascitur fratri suo»; que, aunque todo prójimo se puede llamar nuestro hermano, mas en primer grado entran donde hay parentesco espiritual; y también, que en estas cosas pequeñas de las puertas adentro, nos hemos de ensayar y curtir para las de fuera; que en esto se muestra el fuerte y el ejercitado en espíritu, en saber llevar a cuestas al flaco, como nos lo dice el Apóstol; que, si cargáis a un flaco sobre otro flaco, con ambos daréis en el suelo. Conviene que no andemos desapercibidos para este ejercicio casero y cuotidiano; que nunca ha de faltar que sufrir, mientras viviéremos. Tenemos ocasión de enriquecernos con el ejercicio de estas virtudes evangélicas, mansedumbre, paciencia y caridad.




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Plática 51

Declaración para acabar las reglas 42 y 43, de la unión


1. Para conclusión y remate de esta doctrina de la conformidad y unión de unos con otros, resta declarar lo que nuestro Padre nos dejó escrito en estas reglas; en las cuales, en suma, nos exhorta que no haya en nosotros diversidad de juicios ni diferentes pareceres en el juzgar de las cosas, y que, en la amistad, no haya parcialidad; antes procuremos conformarnos en los juicios, rindiéndonos al parecer ajeno, no teniendo dureza en el propio; y en el amor, seamos universales, sin estrecharnos ni limitarnos a este particular o al otro.

2. Dice, pues, la regla 42: «Idem sapiamus, idem dicamus omnes». Para que haya esta conformidad de pareceres, no deben de escribirse libros sin licencia del General, ni publicarse sin su autoridad; hase de evitar la diversidad de juicios en las cosas agibles, porque suele ser motivo de discordias y enemiga de la unión de las voluntades. Esta misma doctrina repite 8.ª p., c. 1, § 8. Tratando de la unión de la Compañía, nos enseña que hace mucho al caso conformidad en las cosas interiores: huius modi sunt doctrina, iudicia et voluntates: todo lo abraza, especulativo y práctico, el afecto y la voluntad. En la 10.ª p., § 9.º, tomando a hablar sobre lo mismo, confirma lo dicho, que en la comunicación de unos con otros, ser la doctrina una misma, ha de conservar y aumentar esta unión y hermandad. En esta regla 42, pareciéndole que este negocio era difícil y repugnante al sentir común, lo confirmó y apoyó con la autoridad de San Pablo, el cual en muchas partes nos convida a que tengamos un mismo sentir y hablemos de una misma manera, como se ve escribiendo a los de Corinto: Obsecro vos, fratres, per nomen Domini nostri Jesu Christi, ut idem dicatis omnes, et non sint in vobis schismata. No haya entre vosotros bandillos y divisiones: sitis autem perfecti in eodem sensu et in eadem sententia. A los Romanos, como gente de cabeza y llena de filosofía, en que suele haber menos paz, les exhorta: idipsum invicem sentientes: que se conformen en el sentir unos con otros; y les torna a decir: «Dios, autor de la paciencia y de todo consuelo, os dé gracia que tengáis esta concordia entre vosotros: idipsum sapere in alterutrum in Jesum Christum, para que a una, con un mismo acuerdo, con un mismo ánimo y con una misma boca, honréis al Padre Eterno». Ya vimos cómo pidió esto a los filipenses, con cuántas veras y con cuánto encarecimiento. De las muchas veces que el Apóstol repite esto y del encarecimiento con que lo dice, se conoce la dificultad que tiene en sí. Y así es ello; porque conformarnos en las voluntades, bien se entiende cómo es hacedero, porque la voluntad está en nuestra mano y hacemos de ella lo que nos parece; mas conformar el entendimiento, no siempre se puede hacer, porque, aunque esté sujeto a la voluntad, obra muchas veces como potencia natural; previene a todo apetito; llévale sujeto, sin dar lugar a otra cosa; y vemos que lo que es a uno evidente, a otro sólo es muy probable, y cada uno juzga y siente como la razón le hace fuerza; y lo que a mí me convence, en vos no hace mella; y las cosas hacen diferentes visos: a unos uno, y a otros otro; que aun en las cosas que juzgamos por el sentido, cuya averiguación está tan a la mano, vemos diferentes juicios; cuánto más lo que está tan remontado y donde vamos muchas veces con tan poca luz. Y así, es recia cosa querer que un buen juicio agudo se conforme a otro tosco, y que un hombre práctico en una cosa y ejercitado en ella se acomode al parecer del que nunca la ha tratado.

3. Santo Tomás, declarando aquello ad Rom., 12 idipsum sentientes, dice que no repugna a la amistad y caridad tener pareceres diferentes en las cosas especulativas, con que eso no pase del entendimiento adelante; y esta diversidad no proviene de la voluntad, sed ex necessitate rationis. Otra cosa serían los juicios prácticos, donde hay tanta dependencia de la voluntad. Y tratando de la paz 2-2, q. 29, trae de Aristóteles Eth., 9, 6: Ad amicitiam non pertinet concordia in opinionibus, sed concordia in bonis conferentibus ad vitam; por lo cual se puede mantener amistad habiendo diversidad de opiniones, porque esta diversidad es en cosas pequeñas; y, como no llega a las voluntades, no puede perjudicar a la unión de ellas. Esto vemos por los ejemplos, pues entre santos varones hubo dares y tomares en diferentes pareceres, como lo vemos en Augustino y Jerónimo, entre los cuales hubo aquella riña tan porfiada, cuándo comenzaron a faltar las ceremonias de la ley; y San Pedro y San Pablo, en aquella que cuenta ad Gal. 2; y San Pablo con San Bernabé, sobre llevar en su compañía a Marcos, Act. 5; y aun en los Ángeles, mientras no se les ha manifestado la voluntad de Dios, hay diversos pareceres, como se colige, Daniel 1.º: «Princeps persarum restitit mihi viginti et uno diebus»; que era una diferencia entre los dos ángeles, entre el que le estaba cometido el pueblo de Israel, y el que tenía el reino de Persia; porque el de Israel juzgaba que convenía que saliese de entre los gentiles su pueblo y volviese a edificar su templo y ofrecer en él sacrificio; el de los persas juzgaba que, con el trato que los suyos tenían con los israelitas, venían muchos al conocimiento verdadero de Dios y apartarse del falso culto de sus dioses. Que éstos dos fuesen ángeles buenos lo sienten San Gregorio (lib. 17 Moral. c. 18); Santo Tomás, 1 part., q. 113. Colegimos de lo dicho que esta doctrina de nuestro Padre, tomada del Apóstol, se entiende de la diversidad de juicios que nace de la voluntad y en ella tiene su primer origen; porque, aunque el entendimiento sea potencia natural del hombre, está rendido, con todo eso, a la voluntad y sujeto a ella; y cuando está cebado de la verdad y hecha presa en ella, como es su objeto, le hace la voluntad parar o que se pare a pensar otra cosa; y, al fin, vemos que juzga de las cosas según la diversidad del afecto; y que la voluntad, si gusta de una cosa, le hace al pobre entendimiento que busque razones para que diga a veces que lo blanco es prieto y las tinieblas son luz; y el Apóstol nos manifiesta que una perversa voluntad pervierte al entendimiento y una conciencia muy rota viene a parar en hacer naufragio en la fe.

4. Esta diferencia de juicios quitó nuestro Padre; y el Apóstol, cuando nos exhorta a la conformidad de juicios, usa de este vocablo: Sapere o sentire, que quiere decir juzgar de las cosas con orden al afecto y voluntad. Declara ser éste su ánimo nuestro Padre en las declaraciones de los lugares sobredichos. Declarando aquesta palabra que en esta regla 42 dice, que no se admitan nuevas opiniones en la Compañía, quita novelerías, cosa que sabe a división, a singularidad, apartarse de otros y hacer camino nuevo y tener quien le siga, que todo nace de voluntad maleada de amor propio. En la 8.ª p., c. 1, § 8, sobre aquellas palabras «conformidad en la doctrina y en los juicios», pone en la declaración, que los que van oyendo en la Compañía y no han acabado sus cursos, deben seguir la doctrina que les dijeren que es más segura y conveniente; mas los que han acabado el curso de sus estudios deben tener cuenta ne opinionum diversitas conjunctioni noceat charitatis; que, cuanto pudieren, se acomoden a la doctrina que vieren ser más común y corriente en la Compañía; y el que oye y es discípulo ha de obedecer y creer y tomar lo que le dieren; que otra cosa es un gran abuso y señal de un ánimo insolente, que quiere ser primero maestro que discípulo. A los maestros advierte nuestro Padre, que, si hubiere diferentes pareceres, no sean de manera que dañe a la caridad. No elijáis parecer diferente con singularidad, por no acomodaros a otro; no con menosprecio, no haciendo casó del parecer de los otros; con mofa que sólo lo que vos decís sea evidente y demostración; antes, en cuanto pudiéredes, seguid lo que otros han dicho, ceteris paribus, como decís; estimando en más la uniformidad, y buena amistad que salir con alguna nueva invención; aviso necesario, que se procure en lo que es tan probable, aunque haya diversidad de pareceres entre buenos autores; uniformidad, porque es propio del hijo de Adán no rendirse a otros, ser caso de menos valer seguir huella ajena; «que también me parió a mí mi madre». Esta altivez de juicio, abundantia proprii sensus, que llaman los Santos dureza de cerviz, es la raíz de estas diferencias de opiniones y pareceres, de ordinario; que, porque dijo el uno de esta manera, tengo yo de decir de otra. Y esto es lo que se ha de remediar, porque perjudica mucho a la paz y quietud de las Congregaciones. Y advierto que nuestro Padre, en la 1.ª p., c. 3, § 14, entre los impedimentos que pone para ser uno de la Compañía, ése es uno: notabilis in propio sensu obduratio quae, in omnibus Congregationibus multum solet facessere negotii. Y antes había dicho, c. 2, § 4, que no convenía admitir en la Compañía hombre de difícil ingenio; y en el c. 2 de la 2.ª p., en la 3.ª condición que da para despedir a uno de la Compañía, quod non possit proprium suum sensum ac iudicium infringere que hay hombres que no saben dar de sí y quieren que sea todo evangelio cuanto se les antoja, o clara demostración; que no hay manera para apartarlos de aquello donde han dado de cabeza. Esta diversidad de juicios es «madre de la discordia y enemiga de la unión de las voluntades»; de aquí nace el contradecir, el porfiar, el querer salir el hombre con la suya, con una demasía de confianza y arrogancia, con un menosprecio de otros, cerrada la puerta a otra razón que no sea suya.

5. El Apóstol Santiago, entre las propiedades que pone de la sabiduría que Dios comunica, que viene del cielo, son dos: pacifica et suadibilis: ama la paz y déjase persuadir; da lugar a la razón, no es tosca, no es villana, es tratable: todo lo contrario tiene la vana ciencia, que tiene mezcla de tierra, de amor propio y sensual, por donde entra el demonio; porque esta ciencia es porfiada, llena de envidia, temosa, porque es altiva y hincha: et ubi est Zelus et contentio, ibi est omne opus pravum. Ved si es malo el porfiar, pues tanto mal acarrea consigo. Y así, el Apóstol, Gal. 5, cuenta entre las obras de la carne (carne llama el amor y corazón desordenado de este hombre viejo), a la porfía. Y a esta causa, dijo Cor. que, habiendo entre ellos enviduelas y porfías, sabían mucho a hombres: Homines estis et secundum hominem ambulatis; no os tengáis por espirituales, sino por hombres que caminan por reglas de carne y sangre. Él cuenta los males que se siguen del porfiar en el penúltimo cap. de la 2. Cor.: De aquí nacen envidias, bravatas, afrentas, disensiones, murmuraciones, chismerías, bandillos. Y así lo experimentamos cada día: porfiáis sobre una niñería; quedáis amargado, con gana de picar al otro; luego, viene el enojo y descomponeros; y, al fin, en congregación de hombres espirituales, hace gran daño este lenguaje, llenándonos de inquietud y amargura impidiendo la hermandad. Conoció esto bien Casiano (Coll. 16, c. 8). Dice que como entre los hombres del mundo sobre el interés hay pleitos, riñas de palabras y aun de obras, así las hay entre los hombres espirituales sobre la diversidad de juicios; de donde nacen porfías enconadas, riñas de palabras, que así puso el Apóstol tras contentiones, rixae: quedan las voluntades desunidas, según aquello (Prov. I según los 70): Odium suscitat contentio; diversos vero qui non contendunt proteget amititia. La contienda despierta odio y aversión de voluntades; nunca habrá amistad de veras entre gente que se contradice y temosa. Dejasteis vos la hacienda y vuestra libertad, porque no haya mío ni tuyo, ni cosa que impida la vida de caridad que pretendéis vivir; y quedáisos con un juicio duro, pertinaz, engreído, con el cual salís a todas las demandas y todo lo que es porfiar y contradecir. Ved lo que dijo a su discípulo el Apóstol: que al siervo de Dios no conviene porfiar, que eso llama litigare, mas ser manso, para con todos: con el manso, con el duro de corazón y condición; paciente, que es saber aguardar y esperar buena coyuntura para corregir si fuere menester; docibilem; no habéis de ahogar a vuestro hermano, y con imperio y baldones quererle meter por buen camino, mas con doctrina y con razón. Y si dijo: Increpa in omni patientia et doctrina; añade: cum modestia corripientem eos qui contradicunt veritati. Así habéis de corregir, con mansedumbre, para que entre en provecho al otro vuestra medicina. Dejad que pase la turbación que tiene ahora, que ha comenzado a dar de cabeza y le haréis decir de una hasta ciento; que el que va con la porfía adelante, tras un disparate añade muchos. Y a la verdad, quien no va con este término a la reprensión, más parece que pretende satisfacer su ánimo y aquella flaqueza que algunos tienen de no saber detener lo que allá conciben, que les abrasa como fuego, para salir de ello, que el aprovechamiento de su hermano. Y si así se ha de tratar con los que contradicen la verdad en cosas de momento, ¿qué será de unas contradicciones caseras sobre «hazte acá», «hazte allá»; sobre lo que no importa una pluma, que nos venimos a descomponer, a bravear, a dar ocasión de tristeza y de inquietud?

6. Ahora, pues, vengamos a los remedios. Cuando el Apóstol ha dicho a los romanos: Idipsum invicem sentientes, añade luego el cómo: non alta sapientes, sed humilibus consentientes; nolite prudentes esse apud vosmetipsos. No sintáis con arrogancia; acomodaos y bajaos a otros, que parecen desechados; no penséis que lo sabéis todo. ¡Ay de los que son sabios en sus ojos y son grandes en su estima! Haced caso de otros; que, aunque os parezcan enanos a vuestro respecto, ¿qué hombre hay que no pueda ser engañado? Nadie presuma, por más ciencia que tenga y más luz en las cosas: Nam etsi iudicium eius diabolica non fallat illusio elationis tamen superbiae laqueos non evadet. Quien estriba en su prudencia, quien confía de sí, tiene gran disposición para ser engañado del demonio y para que le haga trampantojos y se transfigure el ángel de Satanás en ángel de luz. Leed los ejemplos que pone Casiano, Coll. 2.ª, Y si el Apóstol San Pablo que recibió el Evangelio, no de hombre ni por hombre, sino por la revelación de Cristo Nuestro Señor, va a conferirlo con los apóstoles ancianos, ne in vanum currerem aut cucurrissem, dice, porque así acreditaba su predicación para con los otros ¡cuánto más nos conviene el confirmar nuestras cosas y comunicarlas con deseo de acertar, para alcanzar la luz del Señor; que estemos aparejados a dar lugar a la verdadera fe y razón!

Y el otro remedio es que estimemos a la caridad lo que es razón: valga más el mantenerla, que el salir con la nuestra; valga más el conservarla, que el querer parecer más bachiller. Todo lo habemos de posponer a este bien tan grande; cercenemos nuestras afecciones; sintamos bajamente de nosotros, no queriendo que nuestro parecer valga más que el ajeno. Con esto recabaremos que no haya entre nosotros tema, porfías enconadas, discordia y desunión de voluntades.

7. Vengamos a la regla 43, en la cual diré brevemente lo que tenemos de nuestro Padre, tratado de esta materia grave y copiosamente. Dice, pues, que no haya entre nosotros parcialidades o gustos de los que suele haber entre príncipes, antes a todos amemos con amor universal. Añadióse la regla común 28, que a los forasteros procuremos amar, y sentir mejor de ellos; que no haya lenguaje de guerras que suele haber entre príncipes cristianos; todo bando, todo amor singular, todo lenguaje que sepa a división, nos es prohibido: amor universal se nos encomienda, que es el de la caridad, que todo lo une en Dios. Veis que lo blanco y lo negro entre sí son contrarios; mas en lo que es ser color no se diferencian. Esas dos parcialidades miradas en Dios, como criaturas suyas, como capaces de la bienaventuranza, una misma cosa son; por lo que tienen de Dios no se diferencian; por lo que tienen, de sí se dividen. Ésas son razones singulares nacidas de propio espíritu, con que no tiene cuenta el amor espiritual en el siervo de Dios; el cual no hace caso de parentesco según la carne, porque él tiene otro superior que es el del espíritu: Quod natum est ex carne caro est, et quod natum est ex spiritu spiritus est: muerto es al mundo y a la vida de carne y sangre. En lo que tiene vida tiene parentesco; con lo que ya es muerto no es razón que lo tenga ni lo estime; no tiene cuenta con tierra, porque vos de mundo non estis. La elección de Dios nos ha desavecindado del mundo y hecho ciudanos con los santos, y caseros de Dios; todo el mundo es destierro, toda esta vida la tiene por peregrinación, como la llamó Job; siempre se tiene por huésped y, como quien va de paso, toma lo que halla para ayuda de su camino. Y si el otro filósofo dijo que era civis mundanus, que no podía ser desterrado (que todo el mundo era su patria) y dais por común proverbio: ubi bene et ibi patria est; ¡cuánto más lo podrá decir el religioso, que en todas partes tiene a Dios por padre y a la Compañía por madre! Tiene casa y hogar; que puede decir que está avecinado en todas partes. No sigue tampoco el hombre espiritual amistades por intereses; y con esto no hay bandillos; no hay ego Pauli, ego Cephae, ego Apollo. Quid Paulus?, quid Cephas? Ministri eius cui credidistis: ¿No veis que os apoyáis en ese arrimo, que es una cañaheja quebradiza, que se quebrará, y os lastimaréis la mano? Gran señal que buscáis algún interés de acá, pues buscáis medios tan bajos y tan rateros; andáis a «hazme la barba». ¡Sigo a fulano porque me da la mano y me ayuda!, y ése se os desaparecerá cuando menos pensáredes.

Rematemos con lo que nuestro Padre nos dice, 8 p.: que toda bondad, toda virtud con que se procede en espíritu ayudan a la unión. Cuando se procede con el amor de las cosas temporales y con el interese propio, se impide este tan grande bien. Conídaos el parentesco, el ser de vuestra patria, el interés que pretendéis, a hacer alguna singularidad: no es éste espíritu y caridad, qui non quaerit quae sua sunt sed quae Jesu Christi. Tanto, pues, mantendremos esta caridad, cuanto mantuviéremos el trato espiritual de verdadera mortificación y abnegación interior.

8. Sea el fin de estas pláticas el que el Apóstol escribió a los de Corinto, 2.ª, c. 13, entre los cuales había estas divisiones y parcialidades, que, como griegos, tenían inclinación a sectas y divisiones; y díceles: De cetero, fratres, gaudete, perfecti estote, idem sapite, pacem habete, et Deus pacis et dilectionis erit vobiscum. Alegraos, pues estáis en la casa de Dios y en el reino de la caridad, cuya propiedad es gozo con firmeza y asiento que nadie os lo podrá quitar sino nosotros mismos con nuestras culpas; y gozo lleno, sin mezcla de amargura, cual el mundo no lo tiene. No os olvidéis del cuidado de la perfección, de alcanzarlo y aumentarlo, que con eso os conservaréis en la caridad, y procurad de manteneros en concordia idipsum sapientes; y buena señal que tratáis de espíritu, pues os conformáis en los pareceres y en los afectos. Pacem habete: aquí va todo a parar, y con esa concordia que hemos dicho se sustenta; y con eso, el Dios que es autor y fuente de paz y de caridad, será siempre con vosotros de asiento, como Él dice; Ad eum veniemus et mansionem apud eum faciemus.



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