Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoAjataf

Último rey de Sevilla


(Leyenda tradicional)


A mis queridos paisanos y amigos.




I


    A dos leguas de Sevilla,
por donde el sol se levanta,
entre arboledas frondosas
y en la más fértil comarca,
de un claro cielo cubierta,
de un sol brillante alumbrada,
un pueblo precioso oculta
sus bellas casitas blancas,
que Alcalá de Guadaira
tiene por nombre en el mapa,
y con orgullo lo nombro
porque es mi querida patria.
   Ciñe esta comarca un río,
que en mansa corriente baña
jardines, que envidia dieran
a los jardines de Capua.
   Junto a la orilla hay un monte,
y sobre el monte se alza
una antigua fortaleza,
en su arquitectura varia,
que se precia de haber sido
morisca, goda y romana.
   Entre los cegados fosos
y carcomidas murallas
elévanse algunas torres,
que ya están desmanteladas,
y que fueron algún día
regia y alegre morada.
   Mirando hacia el Occidente,
que da vista a la Giralda,
se ve una plaza pequeña,
de cinco torres cercada,
cuyos nombres se refieren
a tradiciones lejanas.
   La torre de los Jardines,
la menos desmoronada,
en el año mil doscientos
cuarenta y siete de gracia,
sus anchos muros cubría
de ricas telas bordadas
con arabescas labores
y recamos de oro y plata.
   Era una noche tranquila,
noche en que apenas las auras
rizan con su aliento dulce
la superficie del agua.
   Cuatro hermosos pebeteros
dan al aire la fragancia
del incienso y de la mirra
que se consume en sus brasas.
   Del brillante artesonado
pende una preciosa lámpara,
que al través del vidrio esparce
una luz débil y grata.
   Cubierto está el pavimento
de rica alfombra persiana,
y en medio un jarrón de flores
su grato perfume exhala.
   Cogines de terciopelo
circundan la regia estancia,
y dorada celosía
cubre su única ventana.
   En la ventana una mora
respira las dulces auras,
que en las noches del estío
el pecho oprimido ensanchan.
   Quince abriles cuenta apenas,
y es de Sevilla la gala;
traje de color celeste
vela sus formas gallardas
revelando en que caídas
el contorno de sus gracias.
   Rojo turbante, en que juegan
sus trenzas entrelazadas,
adorna su blanca frente
de ricas perlas ornada.
   Desnudos están sus brazos,
que envidia al marfil causaran;
dos brazaletes los ciñen,
entrambos de filigrama.
   Sus negros, rasgados ojos
quieren contener dos lágrimas,
y de su oprimido seno
tierno un suspiro se exhala.
   -¿Quién eres? ¿qué es lo que esperas?
¿por qué ese llanto derramas?
-Soy la triste Alguadaira,
de regia sangre africana,
del rey Ajataf orgullo,
princesa de esta comarca.
   Libre, entre cadenas lloro;
penas el placer me causa;
la luz del sol me entristece;
sólo la noche me es grata,
porque entre su sombra oscura
oigo desde esta ventana
el cantar de un nazareno
que me ha cautivado el alma.


II

   En el rincón más oscuro
de una lóbrega mazmorra,
el bravo Garci-Meléndez
su triste desgracia llora.
   Veinte años cuenta el mancebo,
y veinte heridas lo abonan:
cada herida fue un combate,
cada lucha una victoria.
   Seis moros lo cautivaron
en la vega de Carmona;
mas no por falta de aliento,
que esfuerzo y valor le sobran,
sino por haber caído
rendida su yegua torda.
   Roto el casco y la armadura,
la lanza en pedazos roto,
cautivo no se entregara,
si menos fueran en contra;
pero el valor es inútil;
y, aunque la muerte ambiciona,
vivo a Alcalá lo conducen,
donde en oscura mazmorra
su negra estrella maldice,
su triste desgracia llora.
   Al penetrar el recinto,
que el regio alcázar corona,
la vista el cautivo tiende,
y ve en la torre más próxima
abrirse una celosía
que el oro y azul adornan,
y una mujer hechicera
a la ventana se asoma.
   Contémplala el nazareno;
mira al cautivo la mora,
y con los ojos se hablan,
porque no puede la boca.
   Y en esto a Garci-Meléndez
lo llevan a una mazmorra,
donde su estrella maldice,
su triste desgracia llora.
   De duros hierros cargado,
noche eterna le acongoja;
y sin ver la luz del día,
cuenta un año en cada hora.
   Mas, ya de sufrir cansado,
y cuando el dolor lo ahoga,
para divertir la pena,
con voz doliente y sonora
da al aire, entre mil suspiros,
esta enamorada trova:
   Entre cadenas cautivo,
mi triste suerte no lloro,
porque aún alumbra mi alma
la clara luz de tus ojos.
Desde las rejas
de mi prisión,
hacia ti vuelan los tiernos suspiros
de mi corazón.
   No por ver la luz del día
mi libertad ambiciono,
sino por ver más de cerca
la clara luz de tus ojos.
Desde el oscuro fondo
de mi prisión,
hacia ti vuelan los tiernos suspiros
de mi corazón.


III

   Tres noches ha que el cautivo
en trova sentida canta;
tres noches ha que a la mora
le amanece en la ventana,
del trovador cautivo enamorada.
   Pálida está su mejilla;
y ya las tintas de grana
no revelan en su rostro
la tranquilidad del alma.
   Sus ojos ayer tenían
una brillantez diáfana;
hoy el llanto los anubla,
y son de fuego sus lágrimas,
porque está del cautivo enamorada.
   Ya no divierte su oído
el eco de alegre zambra;
ya a la apacible ribera,
como otros tiempos, no baja;
sus dulces auras la ahogan;
la entristecen sus cascadas;
y de la selva el murmullo
duplica sus tristes ansias,
porque está del cautivo enamorada.
   Ya de sus ojos el sueño,
y de su pecho la calma,
de sus labios la sonrisa
huyeron cual sombra vana.
   Ya la cítara sonora
de sus tímidas esclavas
perdió el apacible encanto
que otras veces la extasiaba.
   Sólo resuena en su oído
la voz melodiosa y grata
del Cautivo nazareno
que la tiene en su red aprisionada.


IV

   Era la cuarta noche
que a la ventana ojiva
la enamorada mora
llena de afán salía.
   La luna se ocultaba;
las sombras se extendían,
y el sepulcral silencio
tan solo interrumpía
el paso del soldado
que en la atalaya próxima vigila.
   El abrasado aliento
suspende, y no respira;
de par en par abierta
está la celosía;
escucha y nada siente
la triste Alguadaira,
y en las confusas sombras
vaga errante su vista.
Espera, mas en vano,
que el aura fugitiva
hasta su oído traiga
la voz del nazareno tan querida.
    Ya del reloj la arena
la media noche indica;
los astros en sus órbitas
al Occidente giran,
y el graznido del cárabo
los cabellos eriza.
   Por los vapores húmedos
que exhala el Guadaíra,
el ambiente balsámico
tórnase en aura fría;
pero la mora intrépida,
aunque el temblor la agita,
espera oír la cántiga,
abierta la dorada celosía.
   Mas su esperanza viendo
casi desvanecida,
el arpa de oro pide
a su esclava Zulima;
y, agitando las cuerdas
con mano convulsiva,
este cantar entona,
que a las piedras el llanto arrancaría:
Adorado nazareno,
que mi seno
de amor supiste inflamar:
yo sabré, dulce tirano,
con mi mano
tus cadenas quebrantar.
Por escuchar tus querellas
las estrellas
miro nacer y morir;
y la aurora me sorprende
cuando tiende
su manto de oro y zafir.
Lanza tus quejas al viento;
que tu acento
penetre en mi corazón.
Lloraré, cuando tú llores;
tus dolores
también mis dolores son.
Si en la clara luz del cielo
un consuelo
puedes, cautivo, encontrar,
cese tu dolor tirano,
que mi mano
tu prisión va a quebrantar.


V

   Aún el último acento resonaba,
que al aire dio la voz de Alguadaira,
cuando con ademán firme y resuelto
el arpa entrega en manos de Zulima.
Sígueme, dice a la confusa esclava,
que con asombro y con dolor la mira;
y, antes que replicar pueda a su orden,
entre la vaga oscuridad perdida,
por la escalera del jardín desciende,
y en las confusas sombras se desliza.
Entra en la calle de apiñados olmos,
que el viento leve de la noche agita;
las ramas por el céfiro empujadas
con blando y suave movimiento oscilan,
y brazos de gigantes asemejan
y espectros y fantasmas fugitivas.
   Ya el murciélago vil sus negras alas
bate, y en torno a la princesa gira,
y al perseguir al zumbador insecto
que busca entre el follaje su guarida;
de la mora detiene el firme paso,
su aliento embarga y su cabello eriza;
ya el siniestro graznar de la corneja
que en el antiguo murallón anida,
lanzado al aire con medroso espanto,
el pecho oprime, que el temblor agita.
   Párase al fin la enamorada mora,
y espera la llegada de Zulima,
a quien la débil voz el susto embarga,
y apenas puede en su estupor seguirla.
-¡Es un delirio, un crimen espantoso!
exclama en su dolor Alguadaira,
y estrechando a la esclava entre sus brazos,
deja correr el llanto en sus mejillas.
-Volvámonos, la dice: si es forzoso,
moriré de dolor en mi agonía;
soy débil... y las fuerzas me abandonan.
Muera mi triste amor, y mi honor viva.
   Y hacia la torre, triste y vacilante,
de nuevo entre las sombras se encamina,
cuando escucha la voz del nazareno,
que a detenerse, a su pesar, la obliga.
   Trémula de emoción, turbada y loca,
al escuchar la voz que la fascina,
los brazos rechazando de su esclava,
vuelve a emprender la marcha interrumpida.
   Ya aquel vago temor no la detiene,
que su abrasado aliento comprimía;
su ilusión desvanece los peligros,
las sombras se esclarecen a su vista
y atraviesa el jardín con firme paso,
y a la opuesta muralla se aproxima;
que el corazón ardiente solo escucha
la voz del nazareno tan querida.


VI

   Dilatados corredores,
envueltos en densas sombras,
conducen de aquel castillo
las lóbregas mazmorras.
   La noche a su fin avanza;
negras nubes encapotan
el cielo, que, en lo pesado,
parece que se desploma.
   Ni una ráfaga de viento
se siente agitar la atmósfera.
El aire que se respira,
más que dilatar, sofoca
los pulmones, que lo absorben
con avidez afanosa.
   Los centinelas se ocultan
y las armas arrinconan,
y sentados junto a ellas
se rinden a la modorra.
   Abul Seleimán tan sólo
vigila en aquellas horas,
al pie de una estrecha puerta
que un gran cerrojo abarrota;
atiza de cuando en cuando
su enorme linterna sorda;
al cielo mira, bosteza,
en su almalafa se emboza,
y se duerme, el santo nombre
pronunciando de Mahoma.
   Mientras que el alcaide moro
a ensueños mil se abandona,
Alguadaira con su esclava,
temblando como las hojas
que de los árboles penden,
se adelanta con zozobra
hacia la prisión oscura
que guarda el bien que ella adora.
   Asidas van de las manos,
que se estrechan temblorosas,
si un leve rumor escuchan,
al agitarse sus ropas.
   Los ligeros borceguíes
con tanto cuidado posan
sobre el liso pavimento
que el azulejo decora,
que más bien que dos mujeres
se las creyera dos sombras.
   Por fin llegan a la puerta,
donde la linterna arroja
los últimos resplandores
de una claridad dudosa.
   Sentado en el duro suelo
el temible alcaide ronca,
el codo sobre una piedra
de figura cuadrilonga,
que junto a la puerta yace
y sobre el muro se apoya.
   En la piedra se vislumbra
casi sin color ni forma
la linterna, que en su fondo
la luz moribunda ahoga;
y entre el codo y la linterna,
en la penumbra, se nota
un gran manojo de llaves
gruesas, pesadas y toscas.
   Detiénese la princesa,
y soltando presurosa
a su esclava, que temblando
hasta el aliento sofoca,
lleva la mano a la cinta;
sus dedos crispados tocan
el mango afiligranado
de una finísima hoja,
que de Damasco a su padre
trajeron cual rica joya,
y blandiéndola en su diestra
sobre la figura torva
de Abul Seleimán, se lanza
sobre él, cual fiera leona.
   Hallábase aún en el aire
la mano exterminadora,
cuando luz brillante y súbita
rompe las obscuras sombras,
y un trueno horrible conmueve
de aquel recinto las bóvedas.
    Un grito de horror exhalan
a un tiempo los tres que forman
aquel fantástico grupo,
que el miedo en estatuas torna.
   Cae a los pies del alcaide
el arma ya a herirle pronta;
la luz, antes de extinguirse,
nuevos resplandores brota;
y Abul, que al fin reconoce
a su princesa y señora,
dice, volviéndola el arma,
que ella rechaza y no torna.
-«Aláh consentir no quiso
que mancillaras tu honra,
dando muerte a quien la vida
diera por ti a todas horas.
   De niña, velé tu sueño;
hoy guardo en esta mazmorra
al cautivo, que pretende
tu desdicha y tu deshonra.
   ¿Qué te ha dado el nazareno,
que así, desalada y loca,
hacia su prisión te arrastra
a todo delito pronta?
   Yo a este mal pondré remedio;
mas si arrepentida lloras
por el honor de tu padre,
que tus locuras ignora,
haré que callo mi labio,
aunque el corazón se rompa,»
   En esto ya por Oriente
asomaban de la aurora
las leves, violadas tintas,
del arrebol precursoras.
   Alguadaira con su esclava
se retira silenciosa,
devorando entre suspiros
la pena que la acongoja,
y al penetrar en su estancia,
deja que su llanto corra.
   Cuando la luz matutina
empezó a dorar las lomas,
que por el Oriente y Norte
se levantan pedregosas,
Abul-Seleimán, solícito,
a las almenas se asoma,
y ve fuerzas enemigas
que un alto cerro coronan.
   ¡Malas mañanas tenemos!1
exclama con gran zozobra;
y, dando la voz de alarma,
a su alredor convoca
atabales y lelíes
para que los aires rompan,
y al rey Ajataf adviertan
que la batalla disponga.


VII

   Ya vaga confusa la hueste agarena,
las armas blandiendo con choque infernal,
con gritos feroces la alarma esparciendo,
y al ronco murmullo despierta Ajataf.
   Su cota de malla se viste sañudo;
inquiere qué pasa con fiera altivez;
la causa del miedo ninguno barrunta;
agítanse todos, no saben por qué.
   Corona el soldado la tosca muralla,
la vista tendiendo con vaga inquietud,
y al fin a lo lejos se va descubriendo
el rojo estandarte que ostenta la cruz.
   Delante de todos, la hueste guiando,
los lomos oprime de negro corcel,
y al aire el mandoble con bravura esgrime
Pelayo Correa, Maestre de Euclés.
   Y Pedro Quintana con Nuño Mancilla,
y Guillán Piera siguiéndole van,
y Ruy de Medina, que monta ligera,
la yegua africana del moro Alí-Athar.
   Y Gonzalo Pérez, después don Benito
sigue, y Blas Gallego de heroico valor,
duro en el combate y en las luchas ciego,
gallardo ginete, rigiendo el bridón.
   Y gira entre todos, la brida en los dientes,
rayo en la siniestra su espada sutil,
certero y temible, Gutiérrez el zurdo,
que el brazo derecho perdió en buena lid.
   Y en pos van los tercios del rey granadino,
que marcha a su frente, Aben-Alhamar,
y ante el gran Fernando doblega la frente,
más bien que aliado, vasallo leal.
   Y Ajataf escucha la voz del guerrero,
que en el atalaya tremola el pendón;
y al ver al cristiano, su aliento desmaya,
y anubla su frente sombrío dolor.
   Y vuelve a la torre turbado y confuso,
cuando el viento hiere la voz del clarín.
Que audaces defiendan su castillo quiere;
pero él entre tanto prepárase a huir.


VIII

   Suspirando está el rey moro,
porque su castillo pierde.
Abul-Seleiman le habla,
pero Ajataf no le atiende.
   -Despierta, señor, le dice;
alza la abatida frente,
que en medio de sus desgracias
deben ser grandes los reyes.
   Ajataf alza los ojos,
y al fin pregunta: -¿Qué quieres?
El alcaide del castillo
responde con voz solemne:
   -«El grande Aláh no permita
que yo tu dolor aumente;
pero es preciso que escuches
lo que saber te conviene.
    En la torre hay un cautivo,
llamado Garci-Meléndez,
que con infames conjuros
y sortilegios aleves
a la princesa Alguadaira
de su amor prendada tiene.»
   El rey levanta los ojos
y dice al alcaide: -«¡Mientes!
que en las venas de mi hija
la sangre agarena hierve,
y ella a los perros cristianos,
tanto como yo, aborrece,»
   Alguadaira, que escuchaba,
su temor doblarse siente;
pero el amor le da bríos,
y, aunque poco esperar puede,
ante Ajataf se presenta
exclamando: -«Abul no miente.»
   Oye el moro estas palabras;
darles crédito no puede;
y las manos a los ojos
se lleva, por ver si aún duerme.
   -«¿Es posible, al fin le grita,
que ante un padre te presentes,
a quien con tu amor ultrajas,
y con tu labio envileces?
   Dí: ¿qué fatal bebedizo
te dio ese cautivo aleve?
¿quieres mancillar mis canas?
¿quieres humillar mi frente?
¿quieres que Aláh nos maldiga,
hija miserable y débil?...
   -Piedad, señor: así habláis,
porque no le conocéis.
   Esto dijo la princesa;
sus ojos raudales vierten,
que los pies del moro bañan,
y el corazón lo enternecen.
   Ama Ajataf a su hija
más que a su vida mil veces,
y el peligro de perderla
le obliga a ser más clemente.
   El nombre la fama encumbra
del bravo Garci-Meléndez;
y aunque el rey no lo conoce,
de él hartas noticias tiene.
   Quizá el amor de Alguadaira
a su ley podrá atraerle...
Esto pensaba el rey moro;
y a Abul, que estaba presente,
manda que el cautivo traigan,
que el rey conocerlo quiere.


IX

   Ya en la presencia de Ajataf se mira
el bravo nazareno,
contemplando a la hermosa Alguadaira
con semblante sereno.
   El africano rey no lo acobarda
con su ademán esquivo,
los brazos cruza y en silencio aguarda
su sentencia el cautivo.
   Pálida la princesa, inmóvil, muda,
baja los tristes ojos.
La mirada de Abul, fiera y sañuda,
anuncia sus enojos.
   Hasta que al fin el rey con grave acento,
con voz firme y severa,
esforzando el aliento,
diz que al cautivo habló de esta manera.


X

   -Hanme dicho, nazareno,
que es tan grande tu osadía,
que has levantado los ojos
hasta mirar a mi hija;
que con infames conjuros
tiénesla a tu amor rendida,
sin ver que con tu cabeza
pagarás tu alevosía.
   Garci-Meléndez responde:
-En poco aprecio la vida;
y por el Dios, en quien creo,
jamás diré una mentira.
Si no bastan mis palabras,
que respondan mis heridas.
   Si he levantado los ojos
hasta mirar a tu hija,
es porque nunca mi sangre
envilecerla podría.
   No amo en ella a la princesa
de regia estirpe nacida;
amo a la mujer, que supo
cautivar el alma mía.
   No ambiciono tus riquezas,
ni tu blasón me da envidia;
que en los campos de batalla
los blasones se conquistan.
   No hay encantos ni conjuros;
sólo el corazón nos guía;
y, si dármela no quieres,
has de quitarme la vida,
o de entre tus lanzas moras
sabré arrancártela un día.
   Miró Ajataf al cristiano,
que con arrogancia altiva
entre cadenas hablaba,
y a amenazar se atrevía.
   -Gallardo eres, nazareno,
le dice: lo que publica
de tus acciones la fama
demuestra bien tu osadía.
   Ese valor extremado
te hace digno de mi hija.
Tuya será: Aláh lo quiere;
su voluntad patentiza
por medio de tus palabras.
no quiero más resistirla.
   Capitán de mis legiones,
la ley que seguiste olvida,
y abraza la del Profeta,
que te recibe este día
entre los fieles que ama
y el grande Aláh patrocina.»
   Así le hablaba el rey moro,
y ya Abul se prevenía
a arrancarle las cadenas
que sus miembros oprimían,
mientras de gozo lloraba
la princesa Alguadaira,
besando del rey su padre
la mano, que él le tendía;
cuando el cautivo cristiano,
alzando la frente altiva,
dijo al alcaide: -Detente:
no en desatarme prosigas;
que tal condición no acepta
quien buen cristiano se estima.
   La ley del Crucificado,
única santa y divina,
que siguieron mis mayores,
será la ley que yo siga.
   Creo en Jesús y en su Madre
la Virgen Santa María;
y, si es amor verdadero
el amor de Alguadaira,
abjurando los errores
que de Dios la hacen indigna,
ante el ara sacrosanta
será mi esposa algún día.
   Así habló Garci-Meléndez.
La rabia mal comprimida
del rey dilata los ojos;
fuego lanzan sus pupilas;
trémulo y convulso el labio,
con las manos contraídas,
dijo al alcaide: -¡Qué muera!
   Desmáyase Alguadaira;
el rey sale presuroso,
para no verla, ni oírla,
y el cautivo nazareno
con lento paso camina
para entregar su garganta
a la agarena cuchilla.


XI

   Cartas llegan al rey moro
de Alhamar el granadino,
que en nombre del rey Fernando
cercado tiene el castillo.
   Pídese en ellas la entrega
con término breve y fijo,
y demanda que se guarde
la vida de los cautivos,
so pena de entrar a saco,
y de pasar a cuchillo
cuantas personas se encuentren
en el murado recinto.
   Consulta Ajataf el caso
con sus mejores caudillos;
y a entregar la fortaleza
todos se muestran propicios.
   Entre el parecer unánime
sólo un voto hay negativo:
Abul-Seleimán propone
que se tenga por indigno
de ser hijo del Profeta
al que, cobarde y mezquino,
vaya a entregarse indefenso
a merced del enemigo.
   -Si como hombres valerosos
luchamos y resistimos,
dice, el triunfo lograremos;
o, al no poder conseguirlo,
daremos al mundo pruebas
de ser osados y altivos,
y no mujeres cobardes
o seres envilecidos.
   La voz del moro soberbio
infunde en los otros brío,
y el mismo Ajataf se muestra
inclinado al sacrificio.
   De Alhamar los mensajeros
al punto son despedidos.
Sobre sus pesados goznes
se alza el puente levadizo,
y los sitiados se aprestan
a defender el castillo.
   Corónanse las murallas
de ballesteros activos;
previénense los honderos
de proyectiles mortíferos;
las picas y los alfanjes
muestran su acerado filo;
de los corceles fogosos
se oye en la plaza el relincho;
el regatón de las lanzas
suena, al tocar los estribos;
los tambores y atabales
lanzan bélicos sonidos,
y la enseña del Profeta
recorre todo el recinto.


XII

   En hombros de cuatro moros,
que de su esfuerzo hacen gala,
un grueso y tosco madero
camino va de la plaza.
   De oscura sangre, aún no seca,
se ven en él grandes manchas.
Sobre aquel leño han caído
cien víctimas inmoladas.
   Apenas llegan al centro,
donde el piso se levanta
en estrecha plataforma
de grandes piedras cercada,
el leño arrojan al suelo
por una acción simultáneas,
y de sus pechos robustos
al mismo tiempo se exhala
el aliento comprimido
por el peso de la carga.
   No bien estiran los brazos
y se sacuden la espalda,
hace el Alcaide una seña,
y los cuatro se adelantan
hacia un lugar, en que un hombre
de la etiópica raza,
de musculatura atlética
y de gigantesca talla,
entre sus nervudas manos
sostiene una cimitarra.
   Al llegar los cuatro moros
vuelven a empuñar sus lanzas,
y tras del negro gigante
y Abul, que con faz airada
delante de todos sigue,
echada atrás su almalafa,
llegan hasta la mazmorra
donde el nazareno aguarda.
   La llave en la cerradura
sonido estridente arranca;
rechina sobre sus goznes
la puerta tosca y herrada;
húmedo, fétido y frío
sale el aire en bocanadas,
cuando penetran los moros
en aquella horrible estancia,
donde eterna noche reina.
   Nada a vislumbrar alcanzan,
hasta que ya sus pupilas,
por las sombras dilatadas,
en un ángulo descubren
como una figura vaga,
que en la oscuridad se yergue
y con paso lento avanza.
   Es el cristiano cautivo
que presto a morir se halla.
No bien llegan sus verdugos,
a encontrarlos se adelanta;
y, elevado el pensamiento
a la celeste morada,
con el corazón tranquilo
y en el pecho la esperanza,
resignado y valeroso
mártir de la fe cristiana,
-«¡llevadme a morir, les dice,
que la muerte no me espanta!»
   Pesada y gruesa cadena
sus movimientos embarga;
esposas lleva en las manos
y a ellas la sangre agolpa;
fugitivo un pensamiento
a la princesa consagra,
y de sus serenos ojos
brota una furtiva lágrima.
   El negro se le aproxima,
y lo empuja hacia la plaza,
la cadena en una mano
y en la otra la cimitarra.


XIII

   Al dejar los sombríos corredores
aquel triste cortejo de la muerte,
la Princesa abismada en sus dolores
llora su triste suerte.
   Su fiel esclava, la gentil Zulima,
el rumor escuchando,
que fuera crece, cuanto más se acerca,
a la abierta ventana se aproxima;
y al ver al nazareno,
exhala un grito, y, de pavor temblando,
vuélvese horrorizada a su señora,
que, ahogada en su dolor, suspira y llora,
   -¡Alza! le dice: ¡hacia el fatal madero
conducen al cristiano;
Abul le sigue con semblante fiero,
y el negro Alí con cimitarra en mano!
   No bien estas palabras
escucha la princesa conmovida,
cuando de un sólo salto se levanta
como leona herida:
se asoma a la ventana; ve el cortejo;
exhala un grito ahogado;
y, sin otro consejo
que el de su corazón despedazado,
la escalera torcida
baja, de dos en dos los escalones;
dirígese a la puerta,
do el levadizo puente encuentra alzado,
y por dobladas fuerzas custodiado.
-¡Abrid! les grita: que Ajataf lo manda!
-Señora... dice el jefe. -¡Abrid, os digo!
-Ved que está el enemigo en la muralla.
-¡Abrid! repito ¡En nombre de mi padre
he de hablar al ejército cristiano!
¿Aguardáis que abra con mi propia mano?
   Las palabras, la acción, el duro acento
de la princesa mora
ejercen sobre el bárbaro soldado,
para todos violento,
una especie de hechizo;
oponer resistencia no lo es dado,
y al fin se baja el puente levadizo.
   Al salir la princesa,
un grupo de ginetes castellanos
se acerca presuroso.
-¡Corred! ¡corred! les grita:
¡en la plaza!.. ¡la muerte!...
¡Ya aprestan la cuchilla!..
¡Mis lágrimas os muevan!...
Corred ¡que a morir llevan
al mejor caballero de Castilla!
   Sin pararse a escuchar otras razones,
sueltan los castellanos sus bridones;
con lanza en ristre por el puente cruzan,
penetran en la plaza
rápidos como el viento...
sobre la plataforma ya amenaza
el cuello del cristiano
del esforzado Alí golpe violento;
ya la cabeza el noble castellano
hacia el madero inclina...
alza el negro feroz la airada mano...
se oye un grito de horror, un grito horrible...
Abul la noble sangre ya olfatea...
pero... se abre la gente en oleada;
de la mano de Alí fiera y terrible
cae la cimitarra: él bambolea...
y es... que de una lanzada
le partió el corazón Pelay Correa.


XIV

   Atónitos y espantados,
ante aquella heroica escena,
los soldados del rey moro
mudos e inmóviles quedan.
   Los caballeros cristianos
aquel asombro aprovechan
para romper del cautivo
la abrumadora cadena.
   Abul Seleimán en tanto,
repuesto de la sorpresa
grita a sus huestes: «¡Cobardes!
¡cómo sufrir tal afrentas!»
   Al decir estas palabras,
brilla el alfanje en su dicha;
y arrebatando en su empuje
a los que estaban más cerca,
a los cristianos embisten
como embravecidas fieras.
   De un salto Garci-Meléndez,
que desarmado se encuentra,
salvando el lago de sangre
en que el negro aun se revuelca,
de la cimitarra mora
prontamente se apodera,
y entre el grupo de cristianos
el choque a afrontar se apresta.
   Pocos son los caballeros
para tan ruda pelea,
y los hijos de Mahoma
por centenares se cuentan.
-«¡Santiago y cierra España!»
exclama Pelay Correa;
y a los moros acometen,
con tal bravura y presteza,
que, antes de empuñar las armas,
no pocos muerden la tierra.
   Como el mar embravecido
en la más ruda tormenta
contra el peñón formidable
sus olas furioso estrella,
sin que al titánico empuje
tiemble en su asiento la peña,
en tanto que el oleaje
brama y al aire se eleva
para convertir en llanto
el dolor de su impotencia,
así las huestes moriscas
son en el choque deshechas
por el grupo valeroso
que doquier la muerte siembra.
   Mucho dura la batalla;
el moro tenaz no ceja
porque a cada paso acude
nueva gente a la pelea.
   Los cristianos adalides
ni desmayan ni flaquean;
mas sus fogosos bridones
van ya perdiendo las fuerzas,
y en sangre y sudor bañados
poco obedecen la rienda.
   Inminente es el peligro,
y a cada paso se aumenta.
Pelayo grita a los suyos:
-¡Tengámonos...y a la puerta;
que nuestros bravos ginetes
deben hallarse muy cerca!»
   Y esto diciendo, se agrupan
para aumentar la defensa;
y hasta el puente levadizo
con Garci-Meléndez llegan,
cuando las huestes cristianas
a la muralla se acercan.
   Abul Seleimán furioso
cerrarles el paso intenta,
con la pérfida esperanza
de que en el recinto mueran;
pero el puente aún les da paso,
y ya los cristianos llegan,
y las víctimas se escapan,
y el muro indefenso queda.
-¡Ah de Puente! ¡arriba el puente!
el fiero Alcaide vocea;
pero ni el torno rechina
ni se mueven las cadenas.
-¡Arriba el puente! repite
con imprecación horrenda,
y arrojando por la boca
espuma sanguinolenta.
   Sobre la muralla entonces
una figura se muestra,
que, en su gallarda apostura
y actitud firme y resuelta,
une a la gracia del ángel
del titán la fortaleza.
   En su delicada mano
damasquino alfanje ostenta;
de sus ardientes pupilas
se ven brotar dos centellas;
los músculos de su rostro
y el ángulo de sus cejas,
la rigidez de su cuerpo,
su linda boca entreabierta,
y su pecho jadeante,
y su abundosa melena
flotando sobre la espalda
en desordenadas trenzas,
hacen de aquella figura
gallarda, altiva y soberbia,
la encarnación más sublime
del valor y de la fuerza.
   Es la Princesa Alguadaira,
que impone con su presencia,
con su palabra intimida
y con su actitud aterra.
   Al verla, el altivo moro
baja humilde la cabeza,
y un ¡ay! comprimido exhala
que ardiente sus labios quema.
-¡Basta! grita a sus soldados.
¡Aláh sus vidas preserva!
   Los soldados obedecen
y a la batalla dan tregua,
Los caballeros cristianos
cruzan el puente y se alejan,
delante Garci-Meléndez
y detrás Peluy Correa.
   Al ver ya libre a su amante,
la conmovida Princesa,
perdido el nervioso influjo
de su excitación violenta,
deja que el alfanje caiga
desprendido de su diestra;
pierde su apacible rostro
aquellas líneas severas
que el amor pidió prestadas
a la varonil rudeza;
de sus apagados ojos
brotan dos líquidas perlas,
y en los brazos se desploma
de sus esclavas que llegan.


XV

   El cerco del castillo cada día
se estrecha y aproxima a la muralla.
De las tropas cristianas el asalto
temen las de Ajataf desconcertadas.
Retirada Alguadaira en su aposento
acerbo llanto sin cesar derrama,
y de su amante padre a las caricias
con suspiros responde, pero calla.
-Hija, dice Ajataf con triste acento,
el Profeta a su siervo desampara;
ya muy de cerca la muralla ciñen
las soberbias falanjes castellanas;
y si más a la entrega me resisto,
irá hasta el exterminio su venganza.
Hija del corazón: Aláh, lo quiere;
la luz de mi grandeza ya eclipsada,
no volverá a alumbrar. Pero, ¡qué importa,
si me queda tu amor, hija del alma!
Oro me sobra: libertad nos brindan
las ardientes arenas africanas.
Para acabar mi vida miserable,
con tu amor solo, con tu amor me basta.
Aquí llanto y dolor son nuestra herencia;
allá, paz y ventura nos aguardan.
Aquella tierra por Aláh bendita
la cuna fue de nuestra noble raza;
pidámosle una tumba, por la sombra
de la altiva palmera cobijada,
y durmamos el sueño de la muerte
en perdurable paz y eterna calma.
   Inclinados los ojos hacia el suelo,
del rey su padre escucha las palabras
la abatida princesa, y no responde,
porque el fiero dolor su voz embarga.
   Ajataf la contempla pesaroso;
desea y teme que sus labios se abran,
y a su afligido corazón la estrecha,
y juntas corren sus dolientes lágrimas.
   -Hija, huyamos de aquí, repite el padre,
estrechando en sus manos descarnadas
la débil mano de la tierna niña,
que, temblando, pretende retirarla.
Huyamos, pues la suerte lo dispone.
-Padre, no puedo huir. -¡Qué oigo!... ¡no! ¡Calla!
no salga de tus labios la blasfemia...
-Perdóname, señor: tu hija es cristiana.
-¡Ah! que Aláh te... -¡No, padre! Y la princesa
al cuello del anciano se abalanza,
y con su labio virginal le impide
pronunciar la fatídica palabra.


XVI

   Después de tres asaltos
con gloria resistidos,
Ajataf se resuelve
a entregar el castillo.
   El ejército moro
con sus tristes caudillos
salen con lento paso
del murado recinto.
   Las huestes castellanas,
por honor al vencido,
formadas junto al arco
del puente levadizo,
ven pasar en silencio
aquellos rostros lívidos,
que con dolor se alejan
de tan amado sitio.
   De las tristes mazmorras
sacan a los cautivos,
que, al ver la luz del cielo,
lloran de regocijo;
y postrados de hinojos,
al Señor uno y trino
el corazón elevan
tiernos y agradecidos.
   Sobre dos hacaneas
de brillante atavío,
dos damas castellanas
con séquito lucido
de pajes y donceles,
llegan con el designio
de asestar al rey moro,
como padre, abatido,
como rey, humillado,
del alma en lo más íntimo,
el golpe más tremendo
que cual padre y cual
rey pudiera herirlo.
   Entre las condiciones
de entrega del castillo,
hay la tremenda cláusula
de dejar al arbitrio
de la noble princesa
seguir la fe de Cristo
y dar mano de esposa
al cristiano cautivo,
o aceptar de su padre
y de su raza el mísero destino.
   Alguadaira llorosa,
ante Ajataf esquivo,
postrada está de hinojos,
el corazón transido;
y con tiernas palabras
y acento persuasivo
la paternal clemencia
en vano implora del anciano altivo.
    Al fin el llanto acerbo,
el sollozar continuo
de la hija desolada,
hieren en lo más vivo
el corazón del padre,
sin tregua combatido.
   -¡Levanta, hija del alma!
dice en ahogado grito.
Y alzándola en sus brazos
con temblor convulsivo,
de besos y de lágrimas
la cubre en su delirio.
- ¡Hija, Aláh lo dispone!
-¡Ah! ¡Perdón, padre mío!
-Hija, yo te perdono.
¡Para qué resistir, si estaba escrito!


XV

   Media legua no más al Occidente,
y sobre unas colinas poco extensas
que vienen a morir al manso río
de apacibles y plácidas riberas,
dando vista a Sevilla la famosa,
al par que a la morisca fortaleza,
entre grupos de higueras y de olivos
del rey Fernando alzábanse las tiendas.
   La madre del gran Rey lo acompañaba
con su corte de damas y doncellas,
de belleza y lealtad nobles dechados,
de aquel sol de virtud dignos planetas.
   Al rey cristiano, en sus piadosos sueños,
se había aparecido en forma espléndida
la bellísima imagen de María
bajando de los cielos a la tierra.
   Cuenta la tradición que aquel monarca,
ansioso de obtener la imagen bella
de la Madre de Dios, como los ojos
de su piadoso espíritu la vieran,
convocó los más hábiles artistas;
de su santa visión dioles la idea;
pero ninguno realizarla pudo,
y los más ni aun supieron comprenderla,
   Estando ya en el cerco del castillo,
dos mancebos llegaron a las puertas
de la tienda del rey, solicitando
obtener como artistas una audiencia.
   Recibiolos Fernando con cariño;
y todos admiraron la belleza,
donaire, juventud y gallardía
y la clara y precoz inteligencia
de aquellos dos, al parecer hermanos,
que de la pubertad saliendo apenas,
del éxito seguros, prometían
dar forma del monarca a las ideas.
   Contraído el empeño, se encerraron
en una estancia retirada, estrecha,
y ofrecieron salir a los tres días
con la devota imagen ya perfecta.
   Muy grande de la corte fue el asombro,
al ver que los artistas no exigieran
para la ejecución de su escultura
ni material alguno ni herramientas.
   Los nobles caballeros, el rey mismo,
acercábanse a veces con cautela,
por ver si algún ruido denunciaba
de los dos escultores la tarea;
pero nada escuchaban, y el silencio
más absoluto hallaban por respuesta,
   Al fin los tres interminables días
pasaron; de la corte la impaciencia
excita más y más la del monarca...
de su obra los mancebos no dan cuenta...
   Fernando al fin decide que la estancia
se abra, forzando la cerrada puerta,
donde una y otra vez tocan en vano,
y al rudo golpear nadie contesta.
   El rey ya, de un engaño temeroso,
con paso firme en el local penetra;
los mancebos no están; pero ¡oh, prodigio!
en lugar de los jóvenes, encuentran
la santa imagen por el rey soñada
que en el gótico templo se venera.
   De rodillas la corte el gran milagro
adora con profunda reverencia:
el hecho por Castilla se difunde;
ángeles puros los mancebos eran;
y la Virgen llamose de los Ángeles,
y advocación tan grata aún hoy conserva2.


XVIII

   En poco más de ocho días
y con justa admiración,
en el lugar do la imagen
al santo rey se mostró,
un humilde santuario
alzó a la Madre de Dios
la piedad siempre alentada
por el cristiano fervor.
   Rendida la fortaleza,
Ajataf de ella salió,
huyendo a suelo africano
para ocultar su dolor.
   Antes de partirse, él mismo,
partido su corazón,
a las damas de la reina
hace entrega en su aflicción
de la joya más preciada
de su paternal amor,
joya que abraza y bendice
con noble resignación.
   La princesa ahogada en llanto
da a su padre un tierno adiós;
mas ya no lo pertenecen
su conciencia ni su amor.
   Garci-Meléndez, su esposo,
gloria del nombre español,
con otros diez caballeros
de nobleza y distinción,
a las damas de la corte
sirven de guardia de honor.
   De Fernando al campo llegan
en la solemne ocasión
de ver terminado el templo
que la piedad levantó.
   La reina, abiertos los brazos,
recibe con efusión
a la princesa Alguadaira,
que con sencillo candor
su breve historia le cuenta
y su santa aspiración
de abrazar la fe cristiana
abjurando de su error,


XIX

   Apenas el alba alumbra
aquel bullicioso campo,
cuando músicas guerreras
turban los ecos lejanos.
   Las armaduras lucientes
brillan del sol a los rayos;
las damas visten de corte;
de gala están los soldados;
llevan los palafreneros
de la brida los caballos,
que inquietos muestran su orgullo
al mirarse enjaezados.
   Todo es placer y alegría.
Óyense los martillazos
de los que en una explanada
junto al pueblo improvisado,
para la lidia de toros
un coso están levantando.
   De yerbabuena y de juncia
está el suelo tapizado.
Cien banderolas ondean
del templo humilde en el atrio,
y seis pequeñas esquilas
sobre un tosco campanario
con vez argentina llaman
a los alegres cristianos.
   ¿Por qué son tan grandes fiestas?
¿Por qué regocijo tanto?
Porque una princesa mora
va a recibir en un acto
el bautismo, que las puertas
abre del cielo a su paso,
y el matrimonio, que dichas
en su hogar le está brindando.
   Los reyes son los padrinos;
los caudillos más bizarros
van a lucir en el coso
su gran destreza y su garbo.
Y habrá toros y sortijas,
y luego un convite magno,
que el mismo rey ha dispuesto
para honrar los desposados.


XX

   El sol lleva recorrido
un tercio de su carrera.
Hacia las puertas del templo
gentío inmenso se acerca.
La corte brillante sale
en dirección a la iglesia,
do la imagen milagrosa
ya en el altar se venera.
   La princesa Alguadaira
al lado va de la reina,
vestida de blanco lino
y adornada la cabeza
de jazmines y azahares,
que en su perfumada esencia
y en su color simbolizan
la virtud y la pureza.
   Las miradas del concurso
fíjanse todas en ella,
porque allí rival no tienen
su apostura y su belleza.
   Garci-Meléndez, gallardo,
va del rey a la derecha,
puesto de honor que aquel día
Fernando le concediera.
   El santo obispo de Burgos
con sus insignias espera
en el templo la llegada
de la comitiva regia,
y en procesión se dirigen
al pie de la imagen bella.
   Administrado el bautismo
a la donosa princesa,
y el sacrificio incruento
ya terminado, se acercan
al altar do el sacerdote
va a recibir su promesa.
   La mano de Alguadaira
Garci-Meléndez ya estrecha;
la unión santa, indisoluble,
con su fórmula severa
van a pronunciar los labios
de aquel que a Dios representa...
   Se oye un ligero tumulto;
se agita la concurrencia;
y un hombre, abriéndose paso,
a los esposos se acerca,
y rápido como el viento,
alza un puñal en su diestra,
y en el corazón lo clava
de la inocente doncella.
   Al grito de horror que exhalan
cuantos el acto presencian,
una carcajada horrible
del asesino contesta.
   -¡Abul Seleimán la amaba!
el moro con voz tremenda
grita; y antes que se acerquen
ni que aprisionarlo puedan,
con el puñal homicida
en que caliente aún humea
la inocente y pura sangre
de la infelice princesa,
su propio pecho traspasa,
y espira allí junto a ella.


Epílogo

    El Cerro de los Ángeles se llama
aquel lugar, hoy triste y solitario,
de un extenso olivar todo cubierto,
y de elevadas cercas rodeado.
   Las ruinas del templo aún se descubren
entre grupos de escombros hacinados,
cubiertos hoy por la silvestre higuera
y por la zarza de espinoso tallo.
   La tradición refiere que algún día
de aquél templo guardábase en los ámbitos
un modesto sepulcro por las flores
del tomillo y romero perfumado;
que un sacerdote oraba de continuo
y renovaba con piadosa mano
las llores por el tiempo marchitadas,
tributo de un amor sublime y santo;
que, después de su muerte, en aquel sitio
fueron también sus restos sepultados;
y que aún resuena su plañir doliente,
que el campesino escucha con espanto.
   La sombra ven de la princesa mora,
con su blanco cendal; sienten los pasos
de su esposo infeliz, que anda en su busca,
cubierto el cuerpo con el tosco sayo;
y del moro la horrible carcajada
con el graznido del siniestro cárabo,
retumban al compás de la tormenta
que lanza el trueno y que despide el rayo.




ArribaAbajoLa zona intertropical

Ventajas e inconvenientes de sus diversos climas


(Correspondencia íntima)

A mi querido amigo de la niñez D. Nicolás Díaz Benjumea


ArribaAbajoCarta primera

Sobre las delicias de la tierra templada



    Ahora si estoy contento, amigo mío:
Vivo en una constante primavera:
Ni el calor me molesta del estío,
Ni busco, tiritando, contra el frío
Abrigado rincón junto a la hoguera.
   De la vida de Europa fatigado,
Donde es todo ilusión, engaño y dolo,
Aquí encontré un asilo sosegado.
No siendo ni envidioso ni envidiado,
No hay hombre más feliz de polo a polo.
   De nuestra culta sociedad recuerdo
Los caprichos, sandeces y manías,
Que en perderlos de vista nada pierdo.
Lejos de esa Babel, me juzgo cuerdo
Y doy gracias a Dios todos los días.
   Recuerdo, en el vestido, en el calzado,
Al hombre siempre convertido en mono;
A la moda ridícula amarrado,
Sin atreverse a rechazarla airado,
Confundiendo el buen tino y el buen tono.
   Recuerdo el frac y el ajustado guante,
La corbata que el cuello mortifica,
Las apretadas botas rutilantes,
Y otras muchas lindezas semejantes...
Mas ¿quién a la deidad no sacrifica?
   Recuerdo las visitas de etiqueta,
Donde sólo es verdad el cumplo y miento;
El enemigo que la mano aprieta;
La forzada sonrisa, que completa
Un saludo en que todo es fingimiento.
   Y el paseo en lugar determinado,
En que no entra por nada el ejercicio:
Especie de revista o de mercado,
Donde el trapo mejor es más preciado
Aunque venga del crimen o del vicio.
   Recuerdo las violentas emociones
Del baile, en que, arrastrando un alma inerte,
Va el pobre cuerpo haciendo contorsiones,
El rostro rebosando de ilusiones
¡Y herido acaso el corazón de muerte!
   Recuerdo... Pero basta ya de ultrajes
A la humana razón; mi alma delira
Sólo por emprender largos viajes;
Pero detesto ya los carruajes,
Que son del movimiento una mentira.
   No, no más obelisco en la cabeza,
Aunque allá lo ponderen con encomio.
Basta ya de locura o de simpleza;
Porque la Europa a caducar empieza,
O forma ya un inmenso manicomio.
   No más colmenas de la raza humana.
Basta ya de ciudades populosas,
Donde la gente por vivir se afana;
Donde a nadie te alcanza lo que gana
Para exterioridades fastuosas;
   Donde entre nubes de humo el sol se esconde;
Donde están las ideas subvertidas,
Y a la voz del deber nadie responde;
Do corren todos, sin saber a dónde,
Atmósfera y conciencia corrompidas.
   Vaya el ferrocarril en hora mala:
Sus sentidos en él el hombre anula,
Y a su maleta o su baúl se iguala.
Aquí Naturaleza me regala
Con sus encantos viajando en mula.
   Los campos siempre verdes y floridos,
Las aves siempre alegres y canoras
Embelesan de gozo los sentidos
No hay días en el tedio consumidos,
Rápidas como instantes son las horas.
   Los frutos del invierno y del verano,
Los de la primavera y los de otoño
Cógense a un tiempo al extender la mano:
La odorífera poma, el rubio grano,
La roja fresa, el áspero madroño.
   El nardo y el clavel se balancean
Entre los tallos de la rosa esquiva;
Las pasionarias en el aire ondean;
Vistosos colibríes revolotean
En torno a la modesta sensitiva.
La mirla blanca, el de plumaje de oro,
Toche3 gentil, con melodioso acento
Su voz confunden en sublime coro,
Y su canto dulcísimo y sonoro
Entre olas de perfume arrastra el viento.
   Desatándose en perlas la cascada,
Bríndame su corriente cristalina;
En sus linfas me encuentra la alborada,
Y exclamo sin cesar: ¡Tierra templada,
Tú eres de goces mil fuente divina!
   Aquí, entre los placeres inocentes,
Rodeado de libros y de flores,
Agasajado por sencillas gentes,
Escuchando el murmurio de las fuentes
Y los trinos de amantes ruiseñores,
   Las tristes consecuencias desafío
Del pecalo fatal de Adán y Eva:
Ven a tierra templada, amigo mío;
Edén eterno sin calor ni frío...
No hay pena ni dolor que a esto se atreva.
   Aquí el poder divino resplandece
En bellezas sin término y sin nombre;
Todo lo grande, allá, se empequeñece,
Y hasta la obra de Dios desaparece
Ante la obra raquítica del hombre.

Colombia, Agosto 1881




ArribaAbajoCarta II

Sobre los inconvenientes de la tierra templada



    Hace días te escribí
Con el alma entusiasmada,
Y tan ampuloso fui,
Que habrás dicho para ti:
-«Me voy a tierra templada»
   Sabes que mi corazón,
A todo cálculo extraño,
Cede a cualquiera impresión,
Por más que a cada ilusión
Siga pronto un desengaño.
    Dirás que la inexperiencia,
A mi edad, es censurable;
Que es un cargo de conciencia;
Pero... soy por excelencia
Un ser tan impresionable!...
   Los defectos que hay en mí
No quiero ocultarlos, no;
Te dige lo que sentí.
Ya ves, si Dios me hizo así,
¿Qué he de remediarle yo?
   Vi el campo verde y risueño;
Sentí el aire perfumado;
De mi emoción no fui dueño;
Y dige: esto no es un sueño,
Es un Edén encantado.
   Mas pasó uno y otro día,
Un mes y otro mes pasó,
Y todo igual subsistía,
Y al fin la monotonía
Por aburrirme acabó.
   En fuerza de la costumbre,
El placer se me hizo extraño,
Y dábame pesadumbre
No hallar calor para el baño
Ni frío para la lumbre.
   Los insectos abundaban
De tierra fría y caliente;
Los reptiles me asustaban,
Porque doquier me asechaban
Con su venenoso diente.
   Las niguas4, bicho fatal,
Mis pobres pies invadieron
Con saña tan infernal,
Que en cada uno establecieron
Una colonia formal.
   Con situación tan penosa
Llegué a familiarizarme,
Y hasta la encontré sabrosa,
Sin cuidarme de otra cosa
Que estar tendido y rascarme.
   Falta de fuerza y de acción
Mi sangre, ya entumecida,
Con lenta circulación,
Me arrastraba a la inacción;
Se me agotaba la vida.
   Mi goce más deseado
Era el sueño a grandes dosis,
Y mi cuerpo demacrado
Estaba ya extenuado
Por la anemia y la clorosis.
   La lectura era imposible;
El ejercicio, quimera;
Llegó a hacérseme insufrible
Del ave el canto apacible
Y el verdor de la pradera.
   De la flor en el aroma
Hallaba cáustica esencia;
Cansancio al subir la loma,
Amargo en la dulce poma
Y fastidio en la existencia.
   El rumor de la cascada
Convirtiose en ruido fiero;
Tristeza hallé en la alborada,
Lobreguez en la enramada
Y en todo funesto agüero.
   Tal era mi situación,
Cuando, al saberla, un amigo
Llegó lleno de aflicción,
Diciendo: -Sin remisión
Ahora te llevo conmigo.
   Aún es tiempo todavía.
-¿A dónde llevarme quieres?
Dige con melancolía.
Y él contestó: -¡A tierra fría,
Que aquí te mueres, te mueres!
   Salgamos ya sin demora.
-Pero, hombre, por Belcebú...
-Aquí la muerte es traidora.
Mátete Dios en buen hora;
Pero no te mates tú.
   Y, sin dejarme pensar,
Puso en orden mi equipaje,
Mi mula mandó ensillar,
Y ayudándome a montar,
Emprendimos el viaje.
   Con un pié ya en el estribo
Y el alma desencantada,
Estos renglones te escribo.
Salgo más muerto que vivo.
¡Huye de tierra templada!

Colombia, Agosto de 1881.




ArribaAbajoCarta III

Sobre las delicias de tierra fría.



    Respiro al fin. Sobre la verde loma,
De opulentos trigales matizada,
En púrpura teñido Febo asoma.
De purísimas perlas adornada
La flor despide su fragante aroma
Por el rayo de luz acariciada,
Y en su cáliz henchido de ambrosía
Recibe el casto beso que le envía.
   El amoroso llanto de la Aurora
Convertido en vapores se levanta
Y el aterido páramo decora,
Todo a mi alrededor la vista encanta:
Brilla la nieve allá deslumbradora,
Que el duro lecho sin cesar quebranta,
Y de la roca oculta entre la breña
El cristalino arroyo se despeña.
   De la humilde cabaña del labriego
En gallarda espiral el humo asciende;
La familia agrupada junto al fuego
la yerta mano hacia la llama extiende;
De espesa leche el tarro llega luego
Que por la espuma su calor desprende,
Y los peones van, uno por uno,
Recibiendo el sabroso desayuno.
   La pareja de bueyes enyugada
La voz del labrador tranquila espera;
La tierra no está seca ni mojada;
Sale el indio, calada su montera;
Y, lanzando a su yunta una mirada
Paternal, cariñosa y placentera,
Se hace una cruz desde la frente al pecho,
Y emprende su camino hacia el barbecho.
   Recatando del viento la megilla,
Poco después, en su chircate5 envuelta
Con sombrero raspón6 y ancha mantilla
Al cercano redil la india da vuelta;
El rocío en las hojas ya no brilla,
Y al verde prado las ovejas suelta;
Ella las sigue por doquiera ufana,
Hilando un copo de menuda lana.
   En tanto yo, sobre mi potro altivo,
Delante el perro, la escopeta al lado,
En la sabana7 un círculo describo,
La torcaz persiguiendo apresurado;
Y, aunque en el burdo bayetón8 cautivo,
El plomo alguna vez sale acertado,
Y a la hora de almorzar vuélvome a casa
Con envidiable humor y hambre no escasa.
   Hecha la digestión con un paseo,
Tranquila el alma y de placer henchida,
Sin que nadie me turbe, escribo o leo,
Gozando por completo de la vida,
Al declinar la tarde, me recreo
Con la nube de púrpura teñida,
Donde la ardiente luz del Sol refleja
Y una erupción volcánica semeja.
   Por la noche, aunque el lecho está algo frío,
Con mi propio calor pronto lo templo;
Allí del mundo y su ambición me río,
Y libre de su influjo me contemplo.
El sueño viene al fin; ya no soy mío;
Y, cerrados los ojos, no hay ejemplo
De abrirlos, sin que, entrada la mañana,
Pase un rayo de luz por mi ventana.
   El tiempo está sereno y delicioso;
Del páramo9 no sopla el viento helado;
La brisa matinal me hace dichoso
Y salgo a respirarla embriagado.
Con esta vida activa y de reposo
Me voy poniendo gordo y colorado.
¡Existencia feliz! yo no sabía
Que se gozara tanto en tierra fría.
   Aquí, a nueve mil pies sobre los mares,
No hay ya reptil de venenoso diente,
Ni insectos insufribles, que a millares
Infestan lo templado y lo caliente.
Lo mismo en la campiña que en sus lares
Descuidada y feliz vive la gente,
Sin temor de una muerte prematura
Causada por aleve mordedura.
   Todo cuanto apetezco y necesito
Lo encuentro en abundancia incomparable;
Comidas suculentas, apetito,
Sueño reparador, inalterable;
Y como a honestos goces me limito,
Disfruto una salud tan envidiable,
Que, a pesar de mis muchos desengaños,
Quiero y pienso vivir hasta cien años.

Colombia, Septiembre de 1881.




ArribaAbajoCarta IV

Sobre les inconvenientes de la tierra fría.



    ¡Ciérrenme esa ventana, que me hielo!
Pónganme aquí, a los pies, una frasada10
Siquiera la del último sirviente;
No importa, la paciencia ya me falta...
He aquí la exclamación, que a cada paso
Mi labio triste con dolor exhala.
Van dos meses eternos que la lluvia
Ha convertido en lago la sabana;
No hay más variación que densas nieblas
Y horribles, destructoras granizadas.
Cerrado está el camino a la parroquia
Y nuestras provisiones ya se acaban...
¡Oh! cuán lenta circula por mis venas
La sangre con el frío coagulada.
Y ese viento del páramo incesante,
Y ese manto de nieve que amenaza
Sepultar nuestra mísera vivienda...
¡Cómo las ilusiones nos engañan!
Si al lado del hogar busco un abrigo,
El humo, que me asfixia, me rechaza;
Si demando calor al movimiento,
Apartarme no puedo de mi estancia,
Por doquiera es el suelo una laguna
O un cenagal profundo que me espanta.
¡Qué situación! Perdona, amigo mío,
Que, a pesar de mis años y mis canas,
Seducido otra vez por apariencias,
Sufra de nuevo decepción amarga.
Esta vida no es vida, es peor que muerte;
Es el vacío aterrador... la nada,
Las escenas de idilio, que hace poco
Mi candorosa pluma te pintaba,
Nacieron en mi pobre fantasía,
Y al fin la realidad vino a borrarlas,
Y la espumosa leche me repugna,
Servida en negra y miserable taza.
El establo y redil, que a mi aposento
Están harto cercanos por desgracia,
Hácenme respirar a todas horas
Una atmósfera fétida y pesada.
Aquí no se conoce la limpieza;
Un invencible horror tienen al agua,
Y sólo la utiliza en la chicha11
Con que constantemente se embriagan.
La mujer que me sirve el alimento
Tiene corteza ya dura y coriácea,
Formada por el humo y por la mugre,
Que al olfato repugna a gran distancia
Ya de mis ojos huye el grato sueño,
Que en tiempo más feliz me acariciaba;
Las pulgas, refugiadas por millones
En mi lecho de juncos y de cañas,
Y otros insectos viles y asquerosos,
Que conserva el indígena y propaga,
No me dejan dormir ni un solo instante,
Mi sangre encienden, mi paciencia acaban...
Por único alimento sólo resta
Una especie de engrudo o de argamasa,
A que el nombre le dan de masamorra12
Invención tan absurda y endiablada,
Que nadie, si se come o si se bebe,
Puede afirmar con plena confianza,
. . . . . . . . . .
Ya el catarro nos tiene consumidos;
No ha perdonado víctima en la casa,
Y hay un coro de toses perdurable,
Sin momentos de espera ni de pausa.
. . . . . . . . . .
Hoy no puedo moverme de mi lecho.
¡El reuma articular! ¡Oh, suerte aciaga!...
pero mi amigo y salvador ya llega,
Venciendo hasta imposibles su constancia.
Los brazos a mi cuello, silencioso,
Echa, al verter una furtiva lágrima,
Y da la orden expresa a seis peones.
Seis Hércules, diré, que lo acompañan,
para que el guando13 al punto esté dispuesto
A sacarme de aquí sin más tardanza.
   -¿A dónde me conducen? le pregunto.
Donde a tu horrible mal remedio se halla.
¡A la tierra caliente!- Dios lo quiera.
¡Basta de tierra fría... basta, basta!
-¿Está ya todo?- Todo. -Adiós, amigos.
-Muchachos, un buen trago. ¡Arriba! ¡En marcha!

Colombia, Septiembre de 1884.




ArribaAbajoCarta V

Sobre las ventajas de la tierra caliente.



    Ahora sí, no me engaño,
Amigo, éste es el colmo
Del bien que ansiar pudiera
El ser más ambicioso.
   Treinta grados centígrados
Marcando está el termómetro.
Lento corre a mis plantas
Un río caudaloso,
Y extensa platanera
Con murmurio sonoro
El blando sueño arrulla
Que hace entornar mis ojos.
Los anzuelos y redes
Nos dan en grande acopio
Bocachicos y bagres,14
¡Alimento sabroso!
   Guacharacas y pavas15
Y paujíes16 y loros
Y guacamayos lindos
De colores vistosos
Pueblan las arboledas
Que nos sirven de toldo,
Y ya alegran los ecos
Con su canto sonoro,
Ya sirven en la mesa
De manjar delicioso.
   Las garzas y los patos.
Cruzan de un lado a otro,
O en la arenosa playa
Forman grupos armónicos,
Que dan vida al paisaje
De matizado fondo.
   El yucal17 nos ofrece
Sin un trabajo incómodo
Sus frutos sazonados,
Blancos y tuberosos;
El arrozal, su espiga;
La caña, el dulce próvido
Con que el fresco guarapo18
Fermenta en odres hondos.
   Del plátano el racimo
Doblega el tallo herboso,
Y a las manos se viene,
Ya amarillo cual oro
Y almíbar destilando,
O ya duro y verdoso,
Del pan émulo digno,
Asado entre el rescoldo.
   Nuestro apetito sacian
El viudo y el sancocho19
Sirviéndonos de plato,
Limpio siempre y lustroso,
Del plátano las hojas
Cercanas al cogollo.
Del caney20 en el centro,
Tendido en mi chinchorro21,
Fumo el mejor tabaco
Que produce el contorno.
   Mi ligero vestido
No me sirve de estorbo,
Pues sólo uso las prendas
Que me exige el decoro.
   Por tarde y por mañana
Tomo en el río undoso
Un baño placentero
Para entonar mis órganos;
Duermo una larga siesta,
Cuando el sol cae a plomo,
Y alégranme en la noche
De mis vecinos todos
Las traviesas muchachas
Con sus rendidos novios
Que bailan ya el bambuco22,
Ya el torbellino23 airoso,
Acompañando el tiple
y el alfandoque24 ronco
Sus dulces movimientos,
Sus cantos voluptuosos.
   ¡Qué vida! ¡Esto sí es vida!
¡Bien hayan de los trópicos;
La paz nunca turbada,
Los días calorosos,
La molicie envidiable...
Hasta para un canónino!
   Ven a tierra caliente,
Si quieres ser dichoso,
Y vivir sin cuidados
Del placer en el colmo.
   Alimento, vestido,
techo feliz y umbroso
Los da Naturaleza,
Con un afecto insólito,
Al ser, por Dios creado
Para gozar de todo.
   Aquí, para ser rico,
Es inútil el oro:
El suelo, el agua, el aire.
Nos brindan bondadosos
Inagotables frutos,
Espléndidos tesoros.
   La sombra de una palma
De penacho vistoso,
De una copuda ceiba25
O de un cámbulo rojo26
Vale más que el palacio
En que el arte orgulloso
Ha aumentado el fastidio
Del que vive en el ocio
De las ciudades míseras
Entre el cieno y el polvo.
   En fin, amigo mío,
Si quieres ser dichoso,
Ven a tierra caliente;
Y, si vienes, ven pronto;
Que aquí nada nos falta
Para ser venturosos.

Colombia, Octubre de 1882.




ArribaAbajoCarta VI

Sobre las desventajas de la tierra caliente.



    ¡No puedo más! ¡Estoy desesperado!
Este clima no es clima para el hombre.
Aquí todas las plagas se han juntado,
Y es un infierno con distinto nombre.
Do quier que uno se mueva,
Halla enemigo cruel que lo persiga:
Si de alejarse trata
Diez pasos del hogar, en él se ceba
Ya en ruda enjambre despiadada hormiga,
Ya tenaz e invisible garrapata.
Si a coger una fruta
El capricho o la sed la mano lleva,
Con su aguijón punzante
La ansiosa avispa audaz se la disputa,
Cuando no se revuelve y aun lo acosa,
Erguida en espiral y amenazante,
Alguna horrible sierpe venenosa,
   Si en la mitad del día
Treguas a mi dolor pido a Morfeo,
Despiértanme con terca algarabía
El constante gruñir de los marranos,
De la inquieta gallina el cacareo,
(Pues viven con nosotros como hermanos),
O el estridente son de la chicharra
Que los oídos míseros humanos
Aturde sin piedad, rompe y desgarra.
   A veces, cuando al sueño ya rendido
Busco en la noche el plácido sosiego,
Entran de pronto a atormentar mi oído
Turbas de extraña gente,
De quien en mi alma con furor reniego,
Que cantan y que tocan y que bailan
Con infernal ruido
Y un entusiasmo bárbaro y creciente,
Y cuando ya su efecto ha producido
El guarapo mezclado al aguardiente,
Crece el ardor, el huracán estalla,
Y la fiesta conviértese en batalla.
   Otras, cuando dormido voy quedando,
En lugar del gegén27 de dardo agudo,
Con la nocturna sombra llega luego
El molesto zancudo28
De cuya horrible música reniego;
Chinches y pitos29 vienen a montones
A clavarme sus fieros aguijones
Y mi sangre chupando,
Dejan sobre mi piel ronchas de fuego.
Otras veces, del techo removido
Por el ratón inquieto o la culebra,
De quien es codiciado y perseguido,
Gran lluvia de alacranes o escorpiones
Sobre mí se desata y dolorosa,
Herida me abre su uña ponzoñosa.
   Del techo y las paredes las rendijas,
Que franco y libre paso
Dan a mil repugnantes sabandijas,
Permiten que el murciélago asqueroso,
De vuelo silencioso,
En mi estancia famélico penetre,
Y cual ladrón osado,
Junto a mis pies con precaución posado,
A morderme se atreva,
Y, mientras duermo yo, mi sangre beba.
   ¡Horrible batalla! Por la mañana
Encuéntrome molido y fatigado.
Mi sangre hierve, mi cerebro arde;
Corro al bario a buscar un lenitivo,
Y el aguijón me espera de la raya30,
Con su veneno activo
Entre el fango o la arena de la playa,
Cuando no del caimán31 el corvo diente,
Para coger mi cuerpo
Con su tenaza poderosa y dura,
Hundirme en la corriente
Y en su estómago darme sepultura.
   Al desabrido y bárbaro brevaje,
Que es de esta tierra el único alimento,
De acomodarme trato;
Pero a un tiempo con fuerza lo rechazan
Mi paladar, mi estómago y mi olfato.
Vencer mi repugnancia en vano intento,
Y ¡ay! en vano también al cielo imploro
Que me vuelva el instinto primitivo
Y los gustos sencillos del salvaje.
El guarapo a beber ya no me atrevo,
Porque apenas lo bebo,
En licor corrosivo se convierte.
El sancocho y el viudo
Cáusanme indigestiones dolorosas.
En balde de un lugar a otro me mudo;
La humedad y el calor do quier elevan
Mortíferos miasmas
Que la pesada atmósfera envenenan;
Y la fiebre, minando mi organismo
Debilitado, lánguido e inerte,
Abre a mis pies profundo y ancho abismo
Y hacia él me empuja en brazos de la muerte.
   ¡No más! Aquí me espanta mi destino:
El carate32 y el coto33
Asoman ya en mi faz y en mi garganta;
Mi efigie demacrada y macilenta
Es de la humana forma
Sarcasmo peregrino;
Mi cuerpo no es ya más que una osamenta
Oculta entre arrugado pergamino.
Un paso más, un palmo, una pulgada,
Y tornarase en polvo, en humo, en nada.

Colombia, Marzo de 1883.




ArribaAbajoMis esperanzas

Conclusión de la zona intertropical.



    ¡Oh, dulce aire natal! brisa amorosa
De la sierra Morena y la Rondina34;
Del Guadaira y del Betis35
Margen fresca y umbrosa;
Florida primavera,
Cuyo aliento purísmo reviste
De perfumada alfombra la pradera;
Tesoro de la mies, próvido estío,
Con tus bellas y alegres excursiones
A la era polvorosa,
A la orilla del mar o al claro río;
Lánguido otoño, cuya sien corona
Abundante guirnalda
De frutos de Sileno y de Pomona;
Invierno deseable
Con tu cortejo amable
De espectáculos bellos,
Donde luce en artísticos destellos
La ardiente inspiración del genio hispano:
Cadena de saraos suntuosa,
Donde la grata, femenil belleza
Entre esplendores brilla,
Para ostentar al mundo
El donaire, la gracia y gentileza
De las apuestas damas de Castilla...
   ¡Ay! yo anhelo volver a tu regazo,
Patria siempre adorada,
Y a mi pecho, estrechar con tierno abrazo
La familia harto tiempo abandonada,
Los amigos queridos
Que en la dicha conmigo disfrutaron,
Y que en la amarga pena
El llanto de mis ojos enjugaron.
Quiero posar mis labios amorosos
Sobre el altar en que por vez primera
Su sentida plegaria
Me enseñó a pronunciar mi tierna madre;
Besar la triste losa funeraria
Que oculta las cenizas de mi padre;
Reposar a la sombra del olivo,
Do en mi niñez la frente refrescaba,
Al esquivar del sol el rayo estivo.
   Quiero, en la misma fuente,
A que llegué cien veces fatigado,
Por una vez siquiera
Beber arrodillado,
Y en su linfa apagar mi sed ardiente.
Quiero posar mis pies en la pradera
Que feliz en mi infancia recorría;
Ver el jugar amado
Donde, al volver del África ardorosa,
Su nido un año y otro suspendía
Alegre y placentera
La golondrina cándida y parlera;
y contemplar a Oriente y a Occidente
El sol que con sus rayos me inundaba;
Que, al nacer, en las tímidas violetas
Del rocío las lágrimas secaba,
Y, al espirar el moribundo día,
En sus tintas de fuego me envolvía.
   Quiero alegrar mis ojos
Con la flor del almendro y del manzano,
Cuando la savia a circular empieza,
y deja el campo su sudario triste,
Y con matices rojos
Espléndido y galano,
para dar más realce a su belleza,
su rico y verde manto se reviste
Nuestra madre común, Naturaleza.
   Quiero ver los montones
De la segada mies en el verano,
Llenar el ancha era,
y henchir las trojes con el rubio grano;
Y luego en el lagar la fruta eximia,
Que da el mosto en la prensa a borbotones,
Aumentando el placer de la vendimia;
Y cojer del nogal y del castaño
Y otros árboles bellos
Del otoño los frutos sazonados
Y con ávidos ojos contemplados
Des que empezaron a brotar en ellos.
   Quiero junto al hogar, que nunca olvido,
Pasar las largas noches
Del invierno inclemente,
Viendo al tronco de encina ya encendido
Lanzar su llama ardiente
Entre el humo sutil que al aire sube
Y forma en el espacio densa nube.
Quiero, de mi familia rodeado,
Saborear del delicioso moka
A sorbos una taza bien caliente,
Mientras la lluvia en el cristal golpea,
Y en la herrada ventana inútilmente
Por penetrar el viento forcegea.
   Allí, todos pendientes de mis labios,
Quiero contar la peregrina historia
De mis largos viajes,
y cómo entre las tribus de salvajes,
Cuyo recuerdo es grato a mi memoria,
Sin recibir agravios,
Viví siempre contento,
Lo cuál es vano intento
A veces entre cultos y entre sabios,
   Quiero, por no, cuando la frágil nave
De mi agitada, efímera existencia
En el puerto fatal su curso acabe,
Depositar mis restos
En tierra por los míos bendecida;
Donde, al llegar al borde de mi losa,
de alguna oración corta y sentida,
alguien pronuncie con amor mi nombre,
Y diga a los demás. «Aquí reposa»;
Donde, en pos de una vida humilde, honrada,
Al dejar de este mundo los desvelos,
Descansaron mi padre mis abuelos.

Colombia, Octubre de 1885.