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ArribaAbajoVasco Núñez de Balboa

Leyenda histórica


A mi ahijado, el estimable e inteligente joven D. Antonio Pérez Orrantia




Introducción

    Las Sombras de la edad media
Con su manto aún envolvían
La Europa, que se agitaba
Por luz nueva y nueva vida.
   Los sectarios de Mahoma
Por su mal perdido habían
Con el cetro de las ciencias
Su preponderancia antigua.
   Ya de Córdoba ahuyentados
Los opulentos Califas,
Al musulmán no quedaba
De sus extensas conquistas
Sino un rincón limitado
En la bella Andalucía,
De donde al cabo lo arroja
De Cristo la humilde insignia.
   Roma se hace omnipotente;
Al mundo sus leyes dicta,
Y la conciencia aprisiona
Con fuerzas tan excesivas,
Que entre la fe y las hogueras
No hay ya un medio que se admita.
   El entendimiento humano
En círculo estrecho gira,
Y hace tímidos esfuerzos,
Siempre ocultando sus miras,
Por romper la férrea valla
Con que su vuelo limitan.
   Esclavas del fanatismo
Las artes, sólo se miran
Como medios indirectos
Que lo obedezcan y sirvan.
   No hay ya ciencia cultivada
Fuera de la teología,
Ni más porvenir que el claustro,
Ni más libros que la Biblia,
Y esa interpretada siempre
Con restricciones mezquinas.
   Tal era de Europa entonces
La moral fisonomía,
Cuando un hombre se presenta
Con la idea peregrina
De que hay allende los mares
Regiones desconocidas,
Donde entre flores y aromas
Humanos seres habitan;
De que la tierra no es plana
Como algún iluso afirma;
Que el planeta es habitable,
Y no hay barreras que impidan
Recorrer su superficie
Con la brújula por guía;
Que el temor es un fantasma
Y el non plus una mentira.
   A tales proposiciones,
Con firmeza sostenidas,
La ciencia se ensoberbece
Y los teólogos gritan
Que el hombre aquél está loco
Y su absurda teoría
Es delirio de su mente
Por el orgullo engreída,
O es una impiedad notoria
Y una tremenda heregía.
   Al hombre que ofrece un mundo
Todos con desprecio miran;
Pero él conserva el aliento
Que la convicción inspira.
   Cuando todos le abandonan,
Una mujer noble y digna
Su real apoyo le presta;
Los mares surcan las quillas
Y un Nuevo Mundo aparece,
Que la humanidad admira,
Y el loco, triunfante, deja
La ignorancia confundida.


- I -

    No bien el gran Colón demostró al mundo,
Con su admirable genio y con su audacia
La existencia de pueblos apartados
Y ocultos aún entre la niebla vaga
En que el humano espíritu se agita
Cuando el instinto y la razón batallan,
Legiones de fogosos adalides,
Que el ocio de sus armas lamentaban,
Rendido el estandarte del Profeta
en los altivos muros de Granada,
Lanzáronse al indómito Océano
Ansiosos de aventuras y de fama.
   La gloria del intrépido marino
Era en todas las lenguas celebrada,
Y a proseguir su estela luminosa
Corazones heroicos se aprestaban,
Como los astros que, a su sol siguiendo,
Recorren las esferas planetarias.
   La fiebre de lo incógnito ardorosa
Por ideales sueños exaltada;
La aparición de espléndidos verjeles,
Ríos profundos, deliciosas playas,
Bosques de dulce brisa y sombra eterna,
Tierras de oro y de perlas esmaltadas,
Amorosas mujeres que los brazos
A las caricias del amor brindaban;
El varonil carácter que al ibero
Presta el valor de su potente raza,
Todo era un incentivo que al arrojo
Su aventurero espíritu arrastraba.
   En vano los azares de la suerte,
Para algunos tan pérfida y avara,
Marchitó con horribles desengaños
La flor de lisonjeras esperanzas;
Donde el más esforzado sucumbía,
Otro la suerte próspera buscaba.


- II -

    El descubridor de un mundo
Ya descansaba en la fosa,
Después de haber apurado
Del dolor la amarga copa,
Llena por la ruin envidia
Y la ingratitud odiosa
De Fernando, a quien en vano
Disculpar querrá la historia.
   El hijo del Almirante
Mandaba en la Isla Española,
Poblada de aventureros
De alta alcurnia o baja estofa,
   Por ser la famosa isla
Capital de las colonias,
En ella se proyectaban
Mil empresas seductoras
En que el oro iba mezclado
Siempre a la ambición de gloria.
   Ojeda, Nicuesa, Enciso
Y otros jefes de gran nota,
Cuyas hazañas eclipsan
Las fábulas mitológicas,
Allí aprestaron sus velas
Para ir a playas remotas,
Con la espada en una mano
Y el Evangelio en la otra,
A conquistar con su esfuerzo
Tierras para la corona,
Almas para Jesucristo
Y para ellos prez y honra.
   Mientras Ojeda y Nicuesa,
Víctimas de sus derrotas,
Andaban tristes y errantes
Con los restos de sus tropas.
Acosados por las fiebres,
Por el hambre asoladora
Y por las flechas mortíferas,
Que iracundos les arrojan
Los que al avaro extranjero
La altiva cerviz no doblan,
Sale el bachiller Enciso,
Hombre de espada y de toga,
A buscar de Costa-firme
Las riquezas fabulosas.
   Un tropel de vagabundos
Por todas partes le acosa,
Pidiendo puesto en la nave
Que va a entregarse a las ondas:
Unos, deudores fallidos,
A quienes el peso agobia
De acreedores burlados,
Y huyen hasta de su sombra;
Otros, tahures de oficio,
Sin una blanca en la bolsa,
Con la conciencia embotada
Y como sus trajes, rota;
Otros, grandes criminales,
Dignos de estar en la horca:
Desertores de galeras,
Y otros, que a voces pregonan
Con su cara y con sus hechos
Sus costumbres licenciosas;
Gente, en fin, sin Dios ni ley,
Plaga horrible, asoladora,
De la sociedad vergüenza,
De la humanidad escoria.
   Para alejar esta plaga,
Que porfía y que alborota,
La autoridad interviene,
Y un barco la nave escolta,
Hasta que libre de asaltos
Pueda seguir su derrota.
   En alta mar ya navega,
Cuando arrimado a la borda
Ven un tonel que se rompe,
Y de sus entrañas brota
Un hombre joven y apuesto,
Que tranquilo y sin zozobra
Con la mirada recorre
La nave de proa a popa.
Seis lustros contará apenas
Y es gallarda su persona;
Su aventajada estatura
Y sus atléticas formas
Singularmente contrastan
Con su cabellera blonda,
Sus ojos color de cielo
Y su tez blanca y hermosa;
Al cinto lleva una espada
De ancha y toledana hoja,
Y su carácter resuelto
Su franca actitud pregona.
   Al ver a aquel personaje,
La tripulación absorta
Al bachiller lo presenta,
Refiriéndole la historia
De su aparición extraña,
Que a todos pasma y asombra.
   Enciso con faz severa
Su grave falta le enrostra;
Y sus quejas y amenazas
Son tan duras y enojosas,
Que hacen que el aparecido
Al fin el silencio rompa.
   -«Señor, le dice, he tomado
Resolución tan heroica,
Por seguir vuestra bandera
Y para salvar mi honra.
   Soy un hidalgo extremeño;
Trájome a la Isla Española
El afán de hacer fortuna,
Lo cual no logré hasta ahora,
Porque navegué sin rumbo
En empresas desastrosas.
   Mancebo y enamorado,
Gasté, reñí; mi tizona
Derramó sangre; mis deudas
Y mi conducta me estorban
Vivir en paz en la Isla;
Valor y fuerzas me sobran
Para seguir vuestra suerte:
Si ella fuere venturosa,
Mi ardid no habrá sido inútil
Mas, si nos fuere traidora,
No abandonaré mi puesto;
Y ya en la mar borrascosa,
Ya en la selva solitaria
O entre las tribus indómitas,
Sucumbirá a vuestro lado
Vasco Núñez de Balboa.


- III -

    Pintan ciega a la fortuna,
Y la experiencia demuestra
Que tienen razón sobrada
Los que la pintaron ciega.
   No siempre el valor heroico
Victoria segura cuenta,
Ni planes bien concertados
Dan buen éxito a una empresa.
   Díganlo las aventuras
Del desventurado Ojeda,
A quien maltrecho dejaron
Los Indios de Cartagena;
Y díganlo las desgracias
Del intrépido Nicuesa,
Cuyas huestes numerosas,
Aguerridas y soberbias
Fueron bien pronto mermadas
Por las continuas peleas,
Por los rigores del clima
Y las discordias internas.
   Cuando el bachiller Encise
Llegó a las tristes riberas
Con los recursos que en vano
Aguardara su colega,
Este abandonado había
La inhospitalaria tierra.
   Los hombres que allí quedaron
Envueltos en la miseria,
Esqueletos ambulantes,
Más bien que soldados eran:
Su vida, continua alarma;
Su descanso, estar en vela;
Sus dominios, el espacio
De una empalizada estrecha;
Su palacio, un cobertizo;
Su alimento, crudas yerbas;
Sucios harapos, sus galas;
Y, para colmo de penas,
Las fiebres que los devoran,
Los indios que los asechan.
   En tan lamentable estado
nadie a resolver acierta
El lugar que ha de escogerse
Para futura vivienda.
   Unos opinan que a España
Es preciso dar la vuelta;
Otros, que hacia el Sur o el Norte
Deben buscar otras tierras.
   Así todos discutían,
Sin que nada se resuelva,
Cuando el joven Vasco Núñez
Les habló de esta manera:
   -«Hace algún tiempo, señores,
Que visité estas riberas
Con Rodrigo de Bastidas
En mi expedición primera,
y un bello lugar conozco
Donde las fiebres no reinan,
Donde el agua es abundante,
Fertilísima la tierra,
Rica en víveres y en oro;
Gentes sencillas la pueblan,
Que no tienen la costumbre
De usar veneno en sus flechas.»
   Estas razones bastaron
A resolver el problema,
Y con risueña esperanza
Se dan de nuevo a la vela.
   En las orillas del Darien
Lugar oportuno encuentran;
Hacen toscas enramadas
Conque una ciudad empiezan;
Danle por nombre La Antigua,
Cumpliendo así una promesa
Que ante una devota imagen36
El jefe en Sevilla hiciera.


- IV -

    Apenas instalados
En la incipiente y pobre ranchería
Que, por vanidad sólo
De los que las cabañas edifican,
Lleva el pomposo nombre
De ciudad, que conserva todavía,
Enciso, recorriendo
Las fértiles comarcas más vecinas,
De víveres y de oro
Gran cantidad recoge sin fatigas.
   En busca de Nicuesa,
Antes perdido entre las verdes islas,
Dos buenos bergantines
De exploración el bachiller envía.
   Propicios y amigables,
A la ciudad acuden los indígenas
A cambiar oro y perlas
por cuentas de cristal y fruslerías.
   Excítase en el jefe
La miserable y sórdida codicia,
Y a sus gentes prohíbe
Tratar de una manera clandestina,
Para adquirir riquezas,
Sin que el erario su porción reciba.
   Los soldados murmuran
De tal orden para ellos depresiva;
Y como del disgusto
En un plazo muy breve se camina
A negar la obediencia,
Contra el decreto y contra el juez se indignan.
   En vano éste reclama
El fuero de la ley, de la justicia;
Que en las remotas playas
A la bárbara fuerza sometidas,
Otro poder no impera
Que el que en la audacia y el acero estriba.
   De Vasco y de Zamudio
Que son la autoridad constituida
En calidad de Alcaldes,
A quienes sigue el regidor Valdivia,
Enciso exige en vano
Para su autoridad desconocida
Obediencia y apoyo
Contra aquella traidora rebeldía.
   Los tres, indiferentes,
Contemplan el motín, si no lo agitan;
Y al fin éste, triunfante,
Depone al jefe; entre cadenas míseras
A una prisión lo arrastra;
Sus tesoros espléndidos confisca,
Y por merced y ruegos
La libertad le otorgan con la vida.
   Encontrado Nicuesa
A la colonia turbulenta arriba,
Y su poder reclama
Con notable entereza y energía;
Pero entre los colonos
Sólo provoca su furor a risa,
Y de allí lo rechazan
Con el desdén que la impotencia inspira.
   El infeliz caudillo
Clama, pero su voz ya no es oída;
Y con su frágil barco
A la Isla Española se encamina,
Sin sospechar que el piélago iracundo,
Va a sepultarlo en su tremenda sima,


- V -

    Carácter franco y resuelto,
Valor de infortunio a prueba,
Juventud llena de bríos,
Noble audacia, hercúleas fuerzas,
Escaso amor a la vida
y menos a las riquezas,
Sencillez en las costumbres,
Ambición de gloria inmensa,
Constancia hasta el heroísmo,
Fe inquebrantable en su estrella,
Sobriedad en la fortuna,
Ambición en la suerte adversa,
perspicacia en los combates,
En las victorias prudencia,
Dignidad sin necio orgullo,
Humildad sin ser bajeza,
Sonrisa afable en los labios,
Palabras siempre discretas,
Levantados pensamientos
Y un alma grande y serena,
Eran todas cualidades
Que en público y sin reserva
En Vasco Núñez hallaba
La colonia casi entera.
   Lejos de allí para siempre
El bachiller y Nicuesa,
Por jefe todos lo eligen
Y le juran obediencia,
Fundando en él la esperanza
De su futura grandeza
   Ya el poder asegurado,
Fue su primer diligencia
Mandar a España a Zamudio
Con oro abundante y perlas,
Razones muy poderosas,
Para que allí lo defienda.
   Igual misión da a Valdivia,
A fin de que con cautela
Le busque en la Isla Española
Opinión, apoyo y fuerzas;
En lo cuál Vasco probaba
Tener muy grande experiencia
Y viva fe en el proverbio:
«Dádivas quebrantan peñas.»


- VI -

    En el nuevo ejercicio de su empleo
Ansioso Vasco Núñez deseaba
Probar que era tan útil para el mando
Gomo para el manejo de las armas.
   He aquí lo que, pensando en lo futuro,
Consigo mismo en su interior hablaba:
   -«Si logro osado conducir mi gente
A las ricas y espléndidas comarcas,
Donde el metal precioso encontrar pueda
Sin grave exposición y en abundancia;
Si en breve plazo remitir consigo
Oro en gran cantidad, que satisfaga
A la corte española y al Consejo,
Tengo ya mi fortuna asegurada,
Aunque una sedición sea el origen
De este poder que entre mis manos se halla;
Poder que, por el oro sostenido,
Inclinará a mi lado la balanza.»
   Causábale inquietud la escasa gente
Allí dispuesta para empresas magnas,
Y pensar que el retorno de Valdivia
Largo tiempo quizás necesitaba.
   Resuelve entonces enviar sus velas,
por ver si en la colonia desgraciada,
que en el Nombre de Dios fundado habían,
Algunos restos míseros hallaban.
   Los pocos infelices que quedaron,
Perdida ya del todo la esperanza,
Elevaban al cielo sus clamores
Y de su vida el término anhelaban.
Mas cuando el bergantín llegó a la costa,
Al ver a sus valientes camaradas,
Que con amor los brazos les tendían
Y sabroso alimento les brindaban,
Súbito su honda pena y su amargura
En inmenso placer vieron trocadas;
Que no hay dicha mayor que un bien que llega
cuando ya recibirlo no se aguarda.
   Al regresar la nave hacia La Antigua,
Navegando muy cerca de la playa,
Vieron dos indios que con grandes voces
Y en castellano puro los llamaban.
   Causoles grande asombro aquel lenguaje,
Al verlos con sus flechas y su aljaba,
Desnudos y pintados, cual solían
Los individuos de las tribus bárbaras;
Mas, al verlos a bordo, comprendieron
Que eran dos hombres de española raza,
Que, por salvar la vida, las costumbres
Del salvaje adoptaron sin tardanza.
   La tribu entre la cual se confundieron
Era de manso instinto, hospitalaria,
Y su jefe el intrépido Careta
De justo y gran prestigio disfrutaba
Por su rudo valor en los combates
Y en la paz su clemencia extraordinaria.
   Recibió Vasco Núñez el refuerzo,
Que la velera nave le llevaba,
Con placer indecible, y sobre todo
Por aquellos intérpretes, que hablaban
El dialecto de algunas de las tribus
Que tenían su asiento en la comarca.
   Los dos le refirieron que el cacique,
Que amparados los tuvo en su morada,
Gran cantidad de víveres y de oro
En su nativo pueblo conservaba;
Que el llegar desde allí a su residencia
Era cosa, a lo más, de una semana,
que el botín de guerra merecía
Emprender sin demora la jornada.
   ¡Horrible ingratitud! conducta aleve
La de aquellos dos hombres, que pagaban
Con ofensa cruel los beneficios
Del que les dio su apoyo en la desgracia.
   ¡Y llamaban salvaje a aquel guerrero!
¡Y ellos su ilustración preconizaban!
¡Qué sangriento sarcasmo de la fuerza!
¡Qué contraste entre el hecho y las palabras!
. . . . . . . . . .
   Con ciento y treinta hombres escogidos
Y aquellos dos ingratos, que guiaban
La numerosa hueste, Vasco Núñez
Se encamina animoso a la comarca
De Coiba en que Careta residía.
Muy ageno del mal que le amagaba.
   Sin hallar resistencia, el pueblo invade
Gamboa con sus fuerzas ordenadas,
Y el cacique contento lo recibe
Y con pródiga mano lo regala.
   Hácele Vasco Núñez la exigencia
De que víveres lleve en abundancia
Para dar alimento a la colonia,
Y como a ello Careta se negara,
Pretextando escasez en sus dominios,
Uno de los dos guías se adelanta
Y al caudillo español dice en reserva:
Que, fingiendo creer en la palabra
Del indio, satisfecho se retire,
Y que a la noche de improviso caiga
Sobre el pueblo dormido y descuidado,
Y así verá qué víveres no faltan.
   El plan, cual fue ideado, se ejecuta;
al regresar, entre las sombras vagas,
Queda el pobre cacique prisionero
Con todos los que fieles lo acompañan.
   En vano son las súplicas fervientes,
En vano los lamentos y las lágrimas
Para aplacar al español guerrero,
Que un enojo profundo simulaba,
   Careta entonces, con acento triste
Pero con voz segura y reposada,
Ante el caudillo ibero así se expresa,
Haciendo que traduzcan sus palabras:
   -«Si eres hijo del cielo, como dicen,
Escucha, por piedad, mi queja amarga,
Y examina después nuestra conducta,
Y nuestro mutuo proceder compara.
   Tú y tus gentes aquí sois extranjeros;
Al llegar a las puertas de mi casa,
De par en par las abro como amigo;
Con buena voluntad y sin tardanza
En ella os doy reposo y alimento.
¿Puedes algún delito echarme en cara?
   ¿Por qué entonces, oculto y a deshora,
Y en ademán hostil mi pueblo asaltas?
¿Por qué con mis mujeres y mis hijos
Prisionero de guerra me declaras?
¿Por qué, si vales más, no eres más justo,?
¿Acaso obrar así tu ley te manda?
   Déjame en libertad. Cuanto poseo,
Cuanto las gentes de mi tribu guardan
De hoy más es para ti. ¿Víveres quieres?
Pues víveres tendrás en abundancia.
   Sellemos hoy nuestra amistad perpetua,
Si mi amistad te place; y al sellarla,
La prenda te daré que más estimo.
   Y asiendo de la mano a una zagala
Que en humilde actitud ante el cacique
Obediente se postra y resignada,
-Toma esta joven, dice conmovido;
Es mi hija predilecta; en tu compaña
Llévala a tu servicio; ámala mucho;
Y nuestra noble sangre, así mezclada,
Vínculo eterno entre nosotros sea,
Igual que en la fortuna en la desgracia.
   Miró Balboa a la doncella india,
Cuya actitud modesta, realzada
por todos los encantos juveniles,
poderosa impresión causó en su alma.
   Tomando a la doncella de la mano,
Dijo al cacique: -«Acepto tu alianza;
Eres ya libre; mi amistad te ofrezco
Como la tuya invariable y santa;
Tus amigos, desde ahora, mis amigos
Serán también; y si enemigos hallas.
Vengaré tus ofensas como mías
Con el tajante filo de mi espada.
En la paz y en la guerra, unidos siempre;
Y esta inocente joven, cuyas gracias
Hacen más meritorio su recato,
Con respeto y amor será tratada,
Y con la misma fe que me la entregas
La haré ante Dios mi esposa, no mi esclava.


- VII -

    Cuando ya ostentó la aurora
Sus primeros resplandores,
Tiñendo de oro y de grana
Los más empinados montes,
En Coiba alumbró una escena
Digna del mármol y el bronce.
   Estrechamente abrazados
Indígenas y españoles
Con júbilo celebraban,
(Cosa no vista hasta entonces),
La amistad de aquellos jefes,
Ambos hidalgos y nobles,
Que, aunque de razas distintas,
Recordaban que eran hombres.
   Después de un frugal convite,
En que las viandas mejores
A los huéspedes sirvieron
Con francas demostraciones,
A la ciudad se encaminan
Satisfechos y en buen orden.
   Más de cien indios cargados
Van de ricas provisiones,
Y del oro, que de ofrendas
Voluntarias se recoge.
   Careta a su hija acompaña
Con sus fieles servidores
De la tribu, que tal honra
Estiman y reconocen.
   Cuando a La Antigua llegaron,
Vasco Núñez corresponde
Al obsequio recibido;
Y, porque los indios formen
Idea de su grandeza,
Muestra sus embarcaciones
Ricamente empavesadas;
Hace escuchar los acordes
De la música guerrera,
Y disparar sus cañones,
A cuyo ronco estampido
De temor se sobrecojen.
   Después de un estrecho abrazo,
En que las lágrimas corren
De hija y padre, confundiendo
En ellas sus corazones,
Careta a sus pueblos torna,
Donde en su noticia ponen
Que ponen, jefe enemigo,
Al son de los atambores
Reúne muchos guerreros
Con hostiles intenciones,
Jurando tomar venganza
De él y de los españoles.
   Vasco Núñez la noticia
Recibe de estos rumores
Por los indios que de nuevo
Van a llevar provisiones.
   Ochenta hombres esforzado
Entre los suyos escoge,
Y a defender a su amigo
Veloz como el viento corre.


- VIII -

    En un bergantín ligero
Vasco Núñez de Balboa
Arriba pronto a las playas
de los dominios de Ponca,
Sale el indio a la cabeza
De sus aguerridas tropas,
Y es tan grande el entusiasmo
Con que a combatir se arrojan,
Que ni a las espadas temen,
Ni el arcabuz los asombra.
   ¡Nubes de flechas despiden
Que en los escudos se embotan;
Sus gritos el aire atruenan;
Su voz estridente y ronca
En las selvas se repite
Y los ecos las retornan.
   El plomo hace horrible estrago
Entre las compactas hordas,
Mientras que el tajante acero
Desnudas carnes destroza.
   Los más fuertes de la tribu
Grandes pelotones forman,
Y con su violento empuje
A los contrarios acosan.
   Ya con la indígena sangre
Corre la Sangre española,
Tiñendo la blanca arena
De infinitas manchas rojas,
Y los cadáveres cubren
El campo en inmensa alfombra,
   El último esfuerzo intentan
Ya con insistencia loca;
Mas, viendo a los extranjeros
Cubiertos de férrea cota,
Que ante el número no ceden,
Ni sus filas se aminoran,
Por seres invulnerables
Los juzgan; miedo les cobran,
Y, huyendo despavoridos,
Arcos y flechas arrojan
Y cuantos objetos llevan
Que para la fuga estorban.
   Fue el pánico tan horrible,
Y tan grande la derrota,
Que ni el hogar los detiene,
Ni sus deudos les importan.
   Mujeres, niños y ancianos,
Al ver cuál los abandonan
A su suerte los guerreros,
De la noche entre las sombras
Huyen, pidiendo un amparo
A las selvas más recónditas.
   Las gentes de Vasco Núñez,
En jornada tan heroica,
De muertos y fugitivos
Inmenso botín acopian,
Y en el pueblo abandonado
Su afán de riquezas colman.
Animosos y triunfantes
La vuelta dan hacia Coiba,
Donde Careta, instruido
De su completa victoria,
De nuevo los agasaja
Con fiestas muy suntuosas,
Mientras que sus protectores
De las fatigas reposan.


- IX -

    Cerca de Coiba la pujante tribu
Del cacique Comagre tiene asiento,
Tribu que por valiente es reputada,
Y que puede aprontar tres mil guerreros.
   Fama tiene también por las riquezas
Y la fertilidad de su terreno,
Donde nunca faltaron provisiones
Para la dicha y bienestar del pueblo.
   Con tan gratas noticias, confirmadas
Por Careta y sus jefes más expertos,
Vasco Núñez resuelve visitarlo,
Y al efecto se envían mensajeros.
   Después de descansar algunos días,
Pónense en ordenado movimiento
Las huestes españolas; Colmenares,
Famoso capitán, bravo y resuelto,
Toma de orden del jefe la vanguardia;
Careta envía en su acompañamiento
De sus indios de carga los más fuertes
Y un grupo numeroso de flecheros.
   Cuando supo Comagre la llegada
Del invicto español, salió a su encuentro
Con siete de sus hijos, valerosos,
Inteligentes y ágiles mancebos.
   Pasadas las primeras cortesías,
Promesas de lealtad y mutuo afecto.
Condújolos Comadre a su morada,
Que era una especie de pajizo templo
Con tres naves extensas y anchurosas,
Bien repartidas en departamentos
Por tabiques de sólidas cortezas,
Bejucos y bambúes gigantescos.
   Eran unas, despensas bien provistas
De frutos conservados con esmero;
Otras, de su familia habitaciones,
Donde en grato y armónico concierto
Moraban las esposas del cacique
Con sus esclavas e hijos pequeñuelos;
Pero lo más notable que allí había
Era un extraño y fúnebre aposento,
Donde en momias se hallaban conservados
De cien caciques venerables restos,
Ya con profuso adorno de oro y perlas,
Ya en ricas mantas de algodón envueltos.
   De Vasco Núñez de Balboa al lado,
Sin cesar admirando al extranjero,
Iba un gallardo joven, del cacique
Orgullo y esperanza: el primogénito.
   De genio observador, el joven indio
A comprender llegó por varios gestos,
La impresión que a sus huéspedes causaba
El oro que él miraba con desprecio;
Y para dar al jefe castellano
Una prueba palpable de su afecto,
Terminado el espléndido convite,
Dado de aquellos hombres en obsequio,
El hijo de Comagre se presenta,
A unos cuantos esclavos precediendo,
Que en anchas y hondas conchas de tortuga
Conducen un presente, magno, regio,
De piezas de oro de distintas formas
Y de un valor extraordinario, inmenso.
   De la casa en el pórtico se hallaban,
Y, al ver el jefe el asombroso efecto
Que en todos sus soldados producía
La vista de aquel oro, en el momento
Mandó que sin tardar se repartiese,
Después de separar el tesorero
El quinto real o parte que al Monarca
Español le tocaba de derecho.
   Vivamente excitada la codicia
De aquellos hombres rudos y groseros,
Su parte recibían, la guardaban
Con ademán desconfiado y fiero,
Y los ojos fijaban con envidia
En la ansiada porción del lote ajeno.
   Disputa acalorada, interminable,
Imprecaciones mil y juramentos
La insaciable ambición manifestaban
Del altivo y procaz aventurero;
Visto lo cual, el joven generoso,
El autor de regalo tan espléndido,
El salvaje ignorante, que sentía
La triste humillación de aquellos hechos,
Adelántase altivo; a la balanza,
Llena del vil metal, golpe tremendo
Asesta con el pié, desparramando
Todas las piezas de oro por el suelo,
Y con la frente erguida, así les dice:
«-No corresponde, altivos extranjeros,
A vuestra condición y a vuestra fama
Lo que ahora por mis ojos estoy viendo.
   ¿Merece ese metal tan despreciable
El afán que mostráis en poseerlo?
¿Merece abandonar patria y familia,
Arriesgar la existencia, extraños reinos
Invadir, y turbar la dulce calma
De los que nunca, en nada, os ofendieron?
   Si es tanta y tanta vuestra sed de oro,
Cese vuestra inquietud, que yo os prometo
Que lo obtendréis en cantidad tan grande,
Que sobrepujará vuestros deseos.
   ¿Veis aquellas montañas elevadas?
(señalando hacia el Sur siguió diciendo):
Pues más allá sus claras ondas riza
Un mar profundo, dilatado, inmenso.
   A orillas de ese mar viven naciones
Cuyos monarcas son tan opulentos,
Que se sirven del oro, cual vosotros
Del tosco barro o abundante hierro.»
   Emoción tan profunda en Vasco Núñez
Las palabras del indio produjeron,
Que el llegar a aquel mar no sospechado
De entonces fue su solo pensamiento.
   Ni el templo de Dobaybá henchido de oro,
Que allí fijaban los indianos cuentos,
Y que fue una ilusión como El Dorado,
Y cual la sacra fuente de Juvencio,
Que del noble Quesada y de Juan Ponce
Acariciaron los felices sueños;
Ni las riquezas que con mano pródiga
Del Darien le brindaba el fértil suelo:
Ni el poder soberano que ejercía,
Ni el amoroso y grande y puro afecto
Que en fáciles beldades encontraba,
Eran ya un incentivo a su deseo.
   Sólo aquel ancho mar desconocido,
Su famoso y feliz descubrimiento,
Su espíritu ardoroso preocupaba.
Unir su nombre a tan glorioso hecho
Y ser otro Colón, era el resumen
De su única esperanza y de su anhelo.
   En estos pensamientos embebido,
Llamó aparte al intrépido mancebo;
Hízole mil preguntas, mil promesas,
Inquirió la distancia, el derrotero
Que debiera seguir, no los escollos
Que oponerse pudieran a su esfuerzo,
Porque no hubo jamás dificultades
Para la voluntad de firme acero
Conque aquellos titanes realizaban
De epopeyas sublimes los portentos.
    Oyole entusiasmado el joven indio;
Pasó del entusiasmo al ardimiento,
Y díjole por último: «-La empresa
Es muy difícil y abundante en riesgos.
   Dos mil hombres armados cual los tuyos
Y un jefe de tu arrojo y de tu aliento
Podrán realizarla, si la suerte
Su favor no les niega; y pues resuelto
Estás, según lo indican tus palabras,
De mi amistad en nombre yo te ruego
Que con algunas gentes de mi tribu
Me aceptes como humilde compañero,
No a compartir tu gloria, sino sólo
A ser testigo y a admirar tus hechos.»
   Asombrado escuchole Vasco Núñez,
Y por respuesta lo estrechó a su seno,
Ofreciendo avisarle de antemano,
Y entre los suyos reservarle un puesto,
Luego que para empresa tan grandiosa
Estuviesen ya en orden los aprestos.


- X -

    De regreso Vasco Núñez
A la ciudad de La Antigua,
Con oro en grande abundancia
Y con tan faustas noticias,
Halló que una carabela
Al puerto llegado había
Con algunas provisiones
Transportadas por Valdivia,
   Como éstas eran escasa,
Y acelerar pretendía
Su acariciado viaje,
Dispuso nueva partida,
Em que el mismo mensajero
Vuelva a la Española isla,
Con gran provisión de oro
Y perlas de las más finas,
A pedir al Almirante
Recursos, que le permitan
Acometer la ardua empresa,
Que es la ilusión de su vida.
   De España, en tanto, Zamudio
Con dolor le comunica
Que las gestiones de Enciso
Triunfado en la corte habían,
Y que la sentencia aguarda,
Que contra Vasco se expida,
Para que de su gobierno
Cuenta ante el Consejo rinda.
   El jefe de la colonia
Siente una profunda herida
En su corazón abierta;
Pero en su estrella confía,
Pensando en que, si al fin logra
Dar a sus proyectos cima,
El esplendor de su triunfo
hará impotente la envidia.
   Con escasa gente cuenta;
Pero es gente decidida,
y por su franco carácter,
Casi toda le es adicta.
   El tiempo es breve y precioso,
Y al cabo se determina
A no perder un momento;
Y a sus tropas comunica
El pensamiento grandioso
que exalta su fantasía.
   Los bravos aventureros,
Que alma bien templada abrigan,
Todos su ayuda prometen
Y a salir pronto lo animan.
   Escoge ciento noventa
Entre todos los que había,
Y, armándolos de arcabuces,
O escudo, ballesta y pica,
Toma doscientos guerreros
De las falanges indígenas
Y algunos perros de presa,
Que tanto al indio intimidan,
Y embarcados hasta Coiba,
Y en Dios fiados, inician
Un hecho de los más grandes
Que las historias registran.


- XI -

    Calculando que los víveres
Si llegaran a faltarle,
Pudieran ser un escollo
Para seguir adelante,
Decidió dejar en Coiba,
Para custodiar las naves,
La mitad de los guerreros
Resueltos a acompañarle.
   Algunos de los soldados
Se quedan de mal talante,
Pero obedecen al jefe,
Que la promesa les hace
De que el botín que se junte
Será por iguales partes
Entre todos repartido,
Luego que allí regresaren.
   De los indios aliados
En la expedición no salen
Sino los que necesitan
Para llevar el bagaje;
Y por las tierras de Ponca
Llenos de entusiasmo parten.
   Amedrentado el cacique,
Se oculta en las soledades
De sus montañas; mas luego,
De Vasco a invitación sale,
Y su amistad le promete
Y le presta auxilios grandes
De víveres y cargueros
Y guías que le señalen
Los caminos de las selvas
Que ellos solamente saben.
   Ponca, en reserva, al caudillo
Da noticias importantes
Sobre la región que busca
Y el mar que sus costas lame,
Y a sus súbditos previene
Que lealtad sumisa guarden.
   Hechos los preparativos,
Emprenden luego el viaje,
Después de rogar al cielo
Que sus designios ampare.
   Poco, sin embargo, avanzan
Por aquel país salvaje,
Donde los bosques espesos,
Los ríos invadeables,
Las murallas de granito,
Y los pantanosos valles
Son otras tantas barreras,
A veces tan formidables,
Que casi el valor agotan
De aquellos rudos titanes.
   Los víveres escasean,
Mas ninguno osa quejarse,
Por sostenerse a la altura
De su fama en aquel trance.
   Ya de la empinada sierra
Llegando a la última base,
Los dilatados dominios
De un fiero cacique invaden,
Que, estando en guerra con Ponca,
Sale el paso a disputarles
Con los más bravos guerreros
Que cuenta entre sus falanjes.
   Muchos de los españoles,
Extenuados por el hambre,
Por el cansancio y la fiebre,
No sirven para el combate;
Vasco Núñez cuenta apenas
Con un grupo miserable
Para luchar con las huestes
Que amenazan destrozarle;
Pero resuelto, animoso,
Su serenidad le vale;
Y aprovechando el momento
Que juzga más favorable,
Los arcabuces dispara,
Y con el estruendo que hacen,
Y los indios que sucumben
Del Plomo al terrible alcance,
y los perros que acometen,
Ansiosos, fieros, voraces,
Lanzando agudos ladridos,
Pronto el ánimo decae
De aquella gente espantada
Ante prodigios que nadie
Puede explicar, ni comprende
Como cosas naturales.
   Al huir despavoridos,
Muchos prisioneros caen,
Que utiliza Vasco Núñez
Para cargar sus bagajes
Y para servir de guías
Por aquellas soledades.
   En el pueblo abandonado
Oro de muchos quilates
Hallan, que al punto recogen
En enormes cantidades;
Y, libres ya de enemigos,
Logran seguir adelante.


- XII -

    Aquella larga noche se detienen
Al mismo pie de la escarpada cumbre,
Desde la cuál del suspirado Océano
Las argentadas olas se descubren.
   ¡Noche de afán! En el cerebro hirviente
Del activo, incansable Vasco Núñez
Vagos ensueños de ambición y gloria
Se agitan, se atropellan y confunden.
   La predicción de un sabio nigromante37
Se le presenta como oscura nube;
De ella un fantasma ensangrentado brota
Que en rojo manto sus heridas cubre.
   Mientras le anuncia un eco que su nombre
De la inmortalidad al templo sube,
Lanza el espectro horrible carcajada,
Se burla de su fe, hiérele y huye.
   El héroe se despierta horrorizado,
Su espada empuña, el estupor sacude,
Mira en redor, y por la vez primera
La densa oscuridad miedo le infunde.
   Cuando el primer albor de la mañana
Dora los montes con su tenue lumbre,
El capitán anima a sus guerreros
Que, firme el paso, por la loma suben,
Ansiosos de añadir a sus laureles
Un hecho grande, que su nombre ilustre.
   Ya el almo sol a su zenit se acerca:
El hombre, que a la gloria los conduce,
Quiere ser el primero que su planta
Fije del monte en la empinada cúspide.
   Se oye la voz de mando, que detiene
Allí la entusiasmada muchedumbre.
El jefe asciende sólo... al alto llega...
Absorto se arrodilla... se descubre...
Y, extendiendo los brazos adelante,
¡Gracias, exclama, Oh Dios, que verlo pude!


- XIII -

    Cuando las tropas llegaron
Del monte a la enhiesta cima,
Vasco Núñez de Balboa
Aún estaba de rodillas.
   De placer dos gruesas lágrimas
Por su faz lentas corrían,
Y él, trémulo y silencioso,
Y con la mirada fija,
Contemplaba el horizonte
Que allá en el mar se perdía.
   Dos jornadas más... y tocan
Las encantadas orillas,
Donde las perlas y el oro,
En abundancia infinita,
Colmar pueden los deseos
De la insaciable codicia,
   Luego que a las playas llegan
Dan a Dios gracias rendidas;
Y el descubridor intrépido,
Con el agua a la rodilla
Y el estandarte en la mano,
La espada en el aire agita,
Y de aquel mar insondable,
De aquellas frondosas islas,
De aquellas tupidas selvas,
De aquella tierra bendita
Toma posesión, en nombre
De los reyes de Castilla.


Epílogo

    Del cacique Careta en territorio
Vese una nueva población alzada.
Por el protagonista de esta historia,
Cuando llevó su incomprensible audacia
Hasta cruzar las mágicas riberas
Del mar del Sur con naves trasportadas
Desde la orilla opuesta del de Atlante,
Al través de las ásperas montañas,
En fragmentos por hombres conducidos:
¡Maravilla sublime de constancia!
   Acla se llama el incipiente pueblo;
Pero ¿qué es lo que está pasando en Acla,
Que nadie cruza sus desiertas calles;
Que, cerradas sus puertas y ventanas,
Parece abandonado cementerio?
   En medio de su plaza solitaria
Aquel espanto general produce
Un cadalso que en ella se levanta.
Sólo turba el silencio algún sollozo
De un pecho comprimido, que se escapa,
A pesar del esfuerzo en ocultarlo,
Para evitar de un monstruo la venganza.
. . . . . . . . . .
   De un arcabuz el estampido suena,
Y un ¡ay! doliente por do quier estalla.
¡Es la señal!... Redoblan los tambores;
Ábrese la prisión, y de ella sacan,
Entre soldados, que el temor revelan
En su triste y recóndita mirada,
Un hombre por cadenas aherrojado,
Que a paso firme hacia el suplicio avanza.
A un lado y otro su mirada extiende...
Nadie... sino la escolta que lo guarda,
El sacerdote que hacia Dios lo guía
Y el verdugo que al hombro lleva el hacha.
   Sólo un espectador aquella escena
Espía oculto, devorando en su alma
El tormento feroz que la destroza,
De la conciencia el grito que lo espanta,
Profundo, aterrador, inexorable,
Tortura más cruel y despiadada
Que el castigo terrible que él impone.
   ¿Quién es el hombre aquél? Pedrarias Dávila,
Nuevo Gobernador de la colonia,
Encarnación del mal, fiera taimada
En cuyo inmundo corazón anidan
Las pasiones más viles y bastardas:
La ambición que alimenta el egoísmo,
La envidia que corroe las entrañas,
El rencor que la ofensa no perdona,
El orgullo que aturde y ciega y mata.
   ¿Quién es la pobre víctima, que llega
Y sube del patíbulo las gradas?
Es un joven apuesto y vigoroso,
Es Vasco Núñez, cuya suerte ingrata
Un rival desalmado, inicuo, aleve,
Para hacer su infortunio le depara.
   La actitud imponente de la víctima
Sus celos dobla y su furor exalta.
A la muerte va impávido y sereno,
En su frente espaciosa se retrata
La inteligencia que su ser anima;
Su carácter entero, en su mirada;
El profundo dolor que su alma siente,
En el calor de una furtiva lágrima,
Y el desdén por la vida y por los hombres,
En la que eleva a Dios, tierna plegaria.
   Aureola de gloria le circunda;
Su nombre es difundido por la fama;
Consérvanle su amor en la colonia
Y lloran los soldados su desgracia;
Mas ni uno solo a provocar se atreve
La cólera del tigre desbordada.
   Cuando el pregón sus crímenes denuncia,
Y de infame y traidor al Rey lo trata,
Se oye una voz que grita: ¡Miente! ¡Miente!
Y una mujer, que el sello de su raza
En su tostado rostro impreso lleva,
Hasta las gradas del cadalso avanza;
Los brazos tiende; con ahogado grito
¡Perdón! ¡Perdón! entre sollozos clama;
Pero, al ver levantada la cuchilla,
Un, ¡ay! desgarrador su pecho exhala;
Entrambas manos elevando al cielo,
Cae sobre sí misma desplomada,
Y, cual si un rayo el corazón le hiriese,
Su vida, a un tiempo, y su dolor acaban.
   Entre la doble fila de soldados
Sordo rumor, al verla, se levanta;
Pero de nuevo la señal escuchan
Y todos tiemblan y sumisos callan.
   Desciende airado el vengativo acero;
Corta de Vasco Núñez la garganta;
Rueda entre el polvo su cabeza altiva;
Su egregia, ilustre sangre el suelo empapa,
Y el alma de aquel mártir se remonta
Hasta el seno de Dios purificada.

   Vasco dejó en el mundo por herencia
Sus altos hechos, que la historia guarda,
Y un claro nombre, venerado siempre,
Mientras que dure aquí la raza humana.
En cambio, el mundo llamará asesino
Al vengativo y bárbaro Pedrarias,
Acompañando a su execrable nombre
Imborrable baldón, eterna infamia.