—185→
—[186]→ —187→
Si César Borja fue el poeta de transición, neoclásico, neorrealista de su tiempo, con dejos de romanticismo y que sirvió de trampolín literario para dar el salto al modernismo, con Fálquez Ampuero nos encontramos dentro de este módulo literario que, en los primeros años del siglo XX, venían suscitando en el país otros precursores como los hermanos Gallegos del Campo, Nicolás Augusto González, Rafael Pino Roca, Víctor Hugo Escala, Wenceslao Pareja, Miguel E. Neira, Eleodoro Avilés Minuche, Modesto Chávez Franco y César Borja Cordero.
Lo curioso, lo inexplicable -mejor dicho- es que críticos que se ocupan del movimiento moderno en nuestras Letras, salvo don Isaac Barrerá y Augusto Arias, no mencionan a los escritores que aludimos. Y fueron ellos, los que en asocio de poetas colombianos como Gustavo Ruiz y Juan Ignacio Gálvez, sembraron la semilla del modernismo en el Ecuador. Observar bien que no decimos en Guayaquil sino en la República, pues mientras los intelectuales ya nombrados rimaban de acuerdo con la nueva métrica y con una sensibilidad nueva, en Cuenca y Quito se prolongaban —188→ los ecos de Sábados de Mayo, de Miguel Moreno y el de las Rimas de Antonio J. Toledo.
En 1902, en los salones literarios de la época -en nuestra casa había uno-, adonde concurrían el propio Gálvez, Gabriel y Rafael Pino Roca, Luis Felipe Borja hijo, Darío Rogelio Astudillo, entre otros, recordamos haberle oído recitar a Juan Ignacio Gálvez su composición «El leproso», de la que transcribimos una estrofa:
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En aquellos tiempos éramos unos cachifos de calzón corto, pero con temprana vocación lírica y feliz memoria que hemos conservado hasta ahora. Sabido es que esta última es retrospectiva con el decurso de los años. De allí que los historiadores, esos fabulistas de la Historia, que dice el británico Toynbee, bordean en la edad provecta. Y no hace falta ser hombre de genio para evocar remembranzas primigenias, desde que Freud
afirma que «el adulto no olvidará jamás el feroz trauma del alumbramiento»
. Por cuya razón informa Maurois que «Tolstoy se acordaba muy bien de la impresión que experimentó, cuando a la edad de seis meses,
lo ponían para lavarlo en una cuba de agua; se acordaba del olor de la madera jabonada y de una sensación resbalosa y grasienta bajo sus pies»
.
No obstante esto, Blaise Cendrars va mucho más lejos. Incluso hasta la edad amniótica, en estos versos que harían las delicias de los líridas existenciales:
—189→pero, volvamos a los precursores del modernismo en el Ecuador. En la revista Patria, de Guayaquil, en el N.º 1 del año 1905, figura una composición de Rafael Pino Roca, intitulada «Voluble», de la que reproducimos una estrofa:
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La misma publicación vuelve a insertar otros versos de ese autor en el número dedicado al 9 de octubre de 1906:
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Versos que han de haber escandalizado al maestro Calle, que escribía en esa revista, y, muy particularmente, a Remigio Crespo Toral, quien publicaba en ese mismo número, «La primera tarde» (de Leyendas de Arte), y que recordaba el estro poético de Núñez de Arce.
En junio 10 de 1908, publica en Patria, Víctor Hugo Escala su composición «Lienzos», de pura factura modernista:
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En 1908 llegó a Guayaquil el libro Horizontes de Nicolás Augusto González, editado por la Casa Garnier de París. Anterior a una composición titulada «Fin de Siglo», y destinada a saludar la aura del actual, consta su composición «Mi Musa», y que -por tanto- debió haber sido escrita a fines de la última centuria. He aquí unos versos:
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Fueron, pues, los poetas citados al comienzo de estas líneas y aquellos de quienes reproducimos algunos versos, los precursores del movimiento lírico moderno, que llegó a su clímax con la aparición de El Telégrafo Literario en Guayaquil. Como fueron en Quito los corifeos del nuevo arte, Aurelio Falconi y Luis F. Veloz, con su revista Altos Relieves, 1906, y con —191→ la aparición un año después del libro de versos Policromías del primero de los autores mencionados. Aquel mismo año publicaba el poeta guayaquileño Miguel E. Neira, que perteneciera después a la brillante promoción de El guante, su libro de versos modernistas Baladas de la Miseria. Allí aparece la composición «Pasillos», que es una transposición métrica del «Nocturno» de José Asunción Silva, pero que en aquella época era una audacia de metrificación.
Sin embargo, la generalidad de los críticos hace provenir la nueva manera literaria, a partir de 1912, en que el poeta guayaquileño avecindado en Quito, Ernesto Noboa Caamaño, publicaba sus primeros versos en la revista Letras, que era como nuestro Mercure de Francia, y que dirigía el eminente literato e historiador don Isaac J. Barrera.
En 1906, en el balneario de Playas del Morro, hacía versos francamente rubendarianos Víctor Hugo Escala. Pero fue preciso llegar a la generación guayaquileña de 1913, cuyos ecos se prolongaron 7 años más, con epígonos, entre los más valiosos, como Pino de Icaza, Hugo Mayo, Augusto Arias, Carrera Andrade y Gonzalo Escudero, para darse de cuenta que habían surgido los continuadores del simbolismo, parnasianismo, dadaísmo y otras escuelas literarias de Francia. Al extremo de que Medardo Ángel Silva, que comenzó a publicar en 1914, pudiendo haberlo hecho en 1913, en El Telégrafo Literario, su misma perfección lo perdió, pues recibimos un soneto impecable suscrito por él, quien nos era desconocido literariamente, y nos dimos el lujo de echar sus versos al canasto, creyendo que se trataba de una feliz traducción de José María de Heredia. Al extremo -decíamos- que un año después publicaba Silva alguna de sus estancias, que según el crítico Zaldumbide parecían de Moréas, y otras composiciones que no hubiera desdeñado firmarlas Rubén Darío. Curioso es también que nuestros primeros traductores de poetas franceses, (Borja y Fálquez Ampuero) no nos den —192→ versiones del propio Moréas, de Rimbaud y de Samain; el segundo, contemporáneo de Verlaine, y el último de los nombrados, nacido cuatro años más tarde que Laurent Tailhade. Con Rimbaud se explica, por lo difícil que resulta traducirlo, en cambio nos dan traducciones de otros poetas malditos, como Verlaine y Baudelaire.
Pero todos estos poetas tuvieron precursores más remotos. Simbólico es que una publicación guayaquileña aparezca en 1896, con el título de América Modernista, donde escribían los Gallegos del Campo, Chávez Franco, Manuel Antonio Campos, (el de «Campánulas») que si bien recordaba este último al sevillano autor de las inmortales Rimas, ya no escribían octavas reales, epinicios, silvas, ovillejos, etc., a la moda de la época, ni nombraban insistentemente a Filis, Filomelas, Cloris, Boreas, Rosicleres, Pontos, Aquilones, ni otros gastados clisés de aquellos tiempos. Tres años antes, en 1893, había publicado su libro de versos Miguel Valverde, donde hay una poesía un tanto blasfema que recuerda a Remy de Goncourt, el autor de Oraisons Mauvaises. En esos versos usaba el guayaquileño los pareados, aconsonantando entre sí los alejandrinos, cosa que no se estilaba entre nosotros en aquella época. Fue ya bien entrado el siglo actual que aparece esa clase de versos con Alfonso Moscoso en Quito, en su poema «Los aserradores». He aquí una muestra de los versos de Valverde:
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Era la época en que habían estallado las primeras bengalas revolucionarias, al decir de un escritor guayaquileño, con Alfaro en Manabí, 15 de noviembre de 1884, fecha que debían tener muy en cuenta los historiadores para recordar a fatídica jornada roja en —193→ Guayaquil el 15 de noviembre de 1922. Estaba entonces de moda la literatura panfletaria, estilo Proaño y Montalvo como el denostar al Clero. Cosa que todavía subsiste en algunos temperamentos llamados radicales, cuando lo radical sería superar las luchas religiosas, propias de la era de la Reforma y de la Contra Reforma, y llegar a un avenimiento, como el ocurrido en Colombia, entre liberales y conservadores. Así se abocaría a un solo partido: el de los lentejistas, que hasta ahora ha figurado con distintos motes en el país. Al decir lentejistas, no hacemos alusión a que usen lentes, sino a tener aseguradas las lentejas.
Estos versos de Valverde eran también una anticipación de la poesía social, últimamente en boga entre nosotros. Se confundía lo puramente estético con lo que no está libre de barro, escoria y pedestrismo humanos, como es la ciencia que estudia los fenómenos políticos y sociales. Y los que mezclan la sociología con la poesía, no son poetas ni sociólogos.
Y es que en la actualidad no hay críticos de la hondura mental de Nicolás Jiménez, y los que perviven, salvo Barrera, Zaldumbide, Espinosa Pólit, Arias, Alejandro Carrión, Víctor Manuel Albornoz, César Andrade Cordero, Luis Cornejo Gaete y algún otro, son de filiación marxista y hacen crítica sectaria de acuerdo con el criterio de Mao-Tze-Tung: «sea cual fuere el género de la sociedad, el criterio político debe ocupar el primer lugar»
.
Tuvimos un crítico genial de «fuste y fusta»: don Manuel de J. Calle, que lamentablemente no ha dejado sucesor.
Julio Endara que antes de ser lo que ahora es, el maestro de la Neurología Ecuatoriana, comenzó como escritor, ensayista y crítico, enfocó generosamente el
rol dominante en el movimiento moderno de la poesía ecuatoriana, llevado a cabo por los poetas guayaquileños que escribían en 1916 y antes de esa fecha. Hoy los críticos juzgan por colorimetría: pasta roja del autor
—194→
y del libro, buenos ambos. En caso contrario, no vale o se silencia al autor de la obra. De este modo los jóvenes relatistas, que se han hecho jóvenes críticos, hacen derivar el movimiento literario en nuestra ciudad, a partir de 1930, del llamado grupo de Guayaquil, los que eran como los dedos de una mano empuñando una tea revolucionaria. A la generación de 1910 a 1920 que equivalía a la del 98 de España, como decir el nuevo siglo de oro de las Letras en Lengua de Cervantes, la ignoran o fingen ignorarla. Siendo así que ha sido lo más valioso en lo que va de correr la centuria hasta nuestros días, pues ha dado Jefes de Estado, Ministros de
Relaciones Exteriores, Generales, Diplomáticos y diversos hombres que han sobresalido en el campo de la ciencia y de las letras. No era una generación amargada, vacía y traicionada en su ideario político (acordaos
de Budapest y de Boris Pasternak), y que hacía literatura negra sin ser negra. Nos referimos en general a la juventud que advino a raíz de las dos guerras, especialmente de la última. La nuestra pertenecía, felizmente, a la belle époque. Época en que como la anterior a la revolución francesa, daba ganas de vivir según la frase de Talleyrand. (El texto literal es este: «On connaissait la douceur de vivre»
.)
La falta de críticos guayaquileños ha hecho que la producción sea caótica y anárquica al correr el tiempo, como se desarrollan las células de un neoplasma maligno, y que su literatura contemporánea -igual que su moderna lírica- haya sido desconocida por la generación actual, y, con mayor razón, apreciada parcialmente en otras regiones del país. Aquí hemos tenido sólo dos críticos de verdad, aparte de Calle y de Jiménez que no era de Guayaquil. Nos referimos a Miguel Ángel Granado Guarnizo, quien escribió entre 1912 y 1917, y José Joaquín Pino de Ycaza, el más versado en desenvolvimiento literario en Guayaquil. El primero entró al reino de las sombras de Hoelderlin, Lautrémont y Strindberg. El segundo, comenzó —195→ a hacer crítica retrospectiva, como buen historiador que es, y ha puesto los puntos sobre las íes y hacer con verdad y singular crudeza, los verdaderos valores literarios con que cuenta el Litoral.
Si César Borja en 1882 escribe ese tríptico modernista: «Pan en la Siesta», igual que la composición dedicada al violinista negro Brindis de Salas, publicada en Costa Rica, en 1887, y donde hay este verso:
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que no lo hubieran suscrito sus contemporáneos Campoamor ni Núñez de Arce, pero sí de fijo, Góngora, igual que el otro endecasílabo que figura en su «Oda Fin de Siglo», publicada al finalizar el XIX:
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Quien ha visto encrespado a ese líquido elemento, puede creer realmente que es la furia de Polifemo quien lo agita.
Si Borja, decimos, escribía en forma moderna, para su época y publicaba sus traducciones de poetas franceses, «El águila cazadora» de Leconte de Lisle, en Guayaquil Artístico, el 15 de octubre de 1902, y sus propios versos que reflejaban una nueva sensibilidad, llama la atención que haya sido un caso aislado, junto con su contemporáneo Nicolás Augusto González, pues en las publicaciones de la época seguían apareciendo versos clásicos de Crespo Toral, Numa Pompilio Llona, Remigio Romero León, Quintiliano Sánchez y rimas pedestres de Juan Abel Echeverría, Jaramillo Avilés, Miguel Montalvo, Carlos Alberto Flores y otros por el estilo. Fue preciso llegar al año 1912, en que aparece la página literaria de los lunes en El guante, para poder sentir el escalofrío nuevo que recorría a la juventud lírica de entonces. Allí figura «La Horquilla de Plata», de Miguel Neira en la edición de 6 de marzo del mencionado año, delicada —196→ composición de corte modernista que había de extremarlo en «La Rat Mort», refiriéndose al cabaret parisino de aquel tiempo. He aquí una estrofa de «La Horquilla de Plata»:
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El mismo año, dicha página que realizaba en Guayaquil la labor que en Madrid El Imparcial, con sus lunes literarios, ofrecía a los lectores «El éxodo», de Wenceslao Pareja, el magnífico poeta de la primera época, pues hay dos personalidades en él, como en Goya: el de las tapicerías y el de los disparates. Publicaba esa espléndida composición en tercetos alejandrinos, escrita por él al alborear el 1912, cuando el autor con lo más granado de la juventud guayaquileña, marchó a unirse con las tropas del general Plaza, que bajaban a combatir al general Montero que se había alzado en armas contra el gobierno provisorio de Freile Zaldumbide (28 de diciembre de 1911). He aquí el primer terceto:
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Era la primera vez que aparecían versos alejandrinos aconsonantados entre sí, a la manera de los poetas franceses del siglo XIX. Y es que Pareja, que estudió medicina en Lima y conoció a José Gálvez y Santos Chocano, estuvo a principios de este siglo en París, de caravin en el Quartier Latin. Por eso firmaba con ese seudónimo sus primeras composiciones —197→ en Guayaquil. Baudelaire que era un espíritu culto rimaría los tercetos entre sí, aunque fueran octosílabos, y, por añadidura, en latín, en su «Franciscae meae laudes»:
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En el mismo metro usaría los tercetos Rubén Darío para sus versos a Goya, y en sonoros alejandrinos, los de Cantos de Vida y Esperanza:
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En el mismo metro y aconsonantados entre sí los alejandrinos, publicamos nuestro poema «La agonía de la tarde», en 1913 en la página literaria de El guante.
Pero esta lírica tiene sus antecedentes en los poetas festivos como Leónidas A. Yerovi, Eleodoro Avilés Minuche y César Borja Cordero, quien firmaba sus versos con el seudónimo de Metacarpo, mientras Avilés lo hacía con el de Anular. Hasta el Dr. Modesto Chávez Franco, hombre de gran cultura y verdadero polígrafo entre nosotros, comenzó hacienda versos en que campeaba el humour. He aquí una muestra, de los que con el título de «Receta», corrían insertos en Guayaquil Artístico, nov. 11 de 1900:
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—198→
Se refería al Abril, como sinónimo de Primavera, tan usado por Rubén Darío, y con cuyo nombre «Cuenta de Abril», bautizara después un libro de versos don Ramón del Valle Inclán.
Fueron, pues, los poetas humoristas, cuya tradición se remonta al padre Aguirre, y, en España, a Quevedo y Góngora, quienes calaron más hondo en la musa del modernismo que nacía por entonces. Comenzaron mofándose de los decadentistas y concluyeron haciendo versos como ellos, «porque según un juicioso consejo de la Kábala, es peligroso jugar con los fantasmas, ya que se acaba siéndolo»
.
Por igual motivo escribía Rubén en el Prefacio de Cantos de Vida y Esperanza, (1905): «¿No es verdaderamente singular que en esta tierra de Quevedos y Góngoras los únicos innovadores del instrumento lírico,
los únicos libertadores del ritmo, hayan sido los poetas del Madrid Cómico y los libretistas del género chico?»
. Rubén no los nombra, pero fueron, posiblemente en prosa y verso, Melitón González, Juan Pérez Zúñiga y Carlos Luis de Cuenca. Como fueron, entre nosotros, Rafael Pino, José de Lapierre, Eleodoro Avilés y otros. Lo que no impidió que acabaran haciendo magníficos versos modernistas, algunos de ellos.
Es indispensable dar muestras de esos variados ingenios, para darse cuenta del proceso o evolución de la poesía moderna en el Ecuador. Aunque parezca estilo de notario, tendremos que consignar, forzosamente la fecha de aparición de aquellas muestras. Es, así como María Piedad Castillo, esa gran poetisa ecuatoriana, quien se inició con su romance «El abanderado» en 1910, publicaba en la página literaria de El guante, de 25 de mayo de 1912, un soneto en eneasílabos, que no lo habían usado antes nuestros modernistas y del que damos un cuarteto:
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En aquella página se publicó casi toda la producción de Wenceslao Pareja y Víctor Hugo Escala. El primero la recogió luego, con el título Voces Lejanas, y la editó en Barcelona, en el establecimiento de la
viuda de Luis Tasso, en 1916. Conservamos un ejemplar dedicado por su autor, al pie de cuya última composición, intitulada «Envío», figuran de su puño y letra, las siguientes frases: «esta composición fue escrita en la misma casa en que Olmedo hizo el Canto a Junín. W. P.»
.
El segundo, coleccionó los suyos en Motivos galantes, editado por la imprenta de la Universidad de Santiago de Chile, en 1915.
En esa misma página literaria de El guante, iniciamos nuestra producción poética, con la composición «Veneciana», el 20 de mayo de 1912, seguida después de otras: «En el Lago», «Hacia ti», «Flor de Blasón», y algunas más que no recogimos en nuestro Surtidor Armónico, selección antológica, impresa en 1956, si bien hacíamos versos desde los 14 años. En aquella edad obtuvimos un premio en el Colegio Mejía de Quito, de parte de nuestro catedrático de Literatura, Sr. Alejandro Andrade Coello, por una fábula estilo Iriarte. Después, en El Telégrafo Literario, Renacimiento, y a lo largo de nuestra producción lírica, seguimos sin hacer fábulas como Esopo, haciendo hablar a los animales.
Lo extraordinario es -repetimos- que a pesar de la aportación al modernismo de los poetas que escribían en Guayaquil, desde los fines del siglo pasado —200→ y primeros años del actual, ese movimiento sólo viniera a cuajarse en frutos en 1912, con el grupo modernista de Guayaquil, en El Telégrafo Literario, donde en verdad extremamos la nota hasta la estridencia wagneriana, una especie de escala dodecafónica para los que sólo encuentran armonía en las sonatas de Bellini o Scarlatti. Los que lean las revistas nacionales de la primera década del siglo (que no sean América Modernista, Guayaquil Artístico y Patria) se encontrarán con valiosa literatura en el orden jurídico, sociológico y hasta literario, pero en cuanto a sensibilidad moderna; permanecían impermeables al frisson nouveau. El mismo Trajano Mera, hijo de un gran poeta y quien permaneció veinte años en Europa, a su regreso seguía haciendo versos como sus coterráneos Celiano Monge y Víctor Manuel Garcés. A Montalvo le ocurre cosa igual. En Roma evoca las ruinas del Foro y de la roca Tarpeya; en Córdoba, la gran mezquita; hace reminiscencias de Abderramán, Abén Humeya y el último de los abencerrajes, y en París meditará en las canas del Sr. Lamartine y en la Historia de los girondinos. No obstante que vivía en la ciudad luz el mismo año de la condenación de Baudelaire, por su libro Flores del Mal, y paralelamente escribían Gauthier y Banville, sus preferencias eran para el grandilocuente Víctor Hugo. Leía también a Byron y dejaría inédito un poema al estilo de Childe Harold, según delata Gustavo Vásconez, en su libro Pluma de Acero.
Francisco Fálquez Ampuero, pertenece a la generación del novecientos, si bien su obra literaria comienza a ser apreciada un poco tarde, cuando aparece reflejada en sus libros: «Rondeles indígenas» y «Mármoles lavados», (Poesías originales y traducciones, 1914) «Telas áureas», (Cuadros, recuerdos y narraciones, 1925) «Caja de cromos», (Poesías líricas y versiones, 1926), y, anteriormente, su libro de crónicas al margen de la Guerra Europea: «Sintiendo la batalla», (1916), «Hojas de acanto», (Verso y prosa; —201→ 1929) y «Gobelinos»; (Prosa, verso y traducciones, 1939).
Cónsono con la juventud de aquella época, se alistó en la cruzada liberal que no hizo sino entronizar el militarismo en el poder. Prestemos atención al historiador y crítico Pino de Ycaza, cuando hace una semblanza de nuestro biografiado: «secretario del invicto caudillo, al fin su espíritu había de cansarse de los coros de una tragedia criolla: cráneos reventados, intestinos afuera, chicha y aguardiente a todo trapo, y
fastidiarse con su cultura de estudiante de Universidad que ha leído a Shakespeare, a Dante, a Poppe y a Virgilio, de unos generales que estandarizaban las comas, a una por cada cinco palabras»
.
El mismo Fálquez Ampuero lo confesaría en su artículo, intitulado «Médico y Poeta» -y que es una entrevista con el ilustre César Borja-, escrito en
1909: «Nada, que me moría de tedio, enfrascado en las vulgaridades de la política lugareña.- No he nacido doctor Borja para estos ajetreos»
. Algo semejante nos diría a nosotros, cuando nos alistamos en la Cruz Roja,
con destino a la campaña de Esmeraldas, durante la revolución del sedicente General Carlos Concha: «José Antonio: tú no has nacido para estas aventuras bélicas: te voy a dar una carta de recomendación
para mi compadre Carlos Concha, por si acaso caes prisionero. Felizmente no llegó a dárnosla, ni nosotros la hubiéramos llevado nunca.»
Se embarcó, pues, con rumbo a Europa, que era como decir a Citeres, en 1909, en calidad de Cónsul del Ecuador en Amberes. Allí, y en Francia, se familiarizaría con la cultura gala y el espíritu de su literatura, llegando a asimilarla tanto, que algunas producciones suyas parecen de George D'Eparbés, cuando aborda temas bélicos, y ¡cosa curiosa! este hombre con aspecto de burgués pacífico, y paisano de kermesse flamenca, que abominaba de la guerra, «Matribus detestata» de Horacio -«Madre negra, a quien el
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ronco ruido alegra -de los leones»4
según Darío-, escribió el libro que citamos antes, Sintiendo la Batalla, cuando la primera conflagración mundial. La otorgación de las palmas académicas de Francia, en el
grado de oficial, no creemos que se debió al homenaje del autor a la patria de Clemenceau, sino a sus magistrales traducciones de Gauthier, Sully Prudhomme, Baudelaire, Verlaine, Henry de Régnier, Flaubert, Leconte de
Lisle, Victor Hugo, Musset, Anatole France, y sobre todo, Heredia, cuyo espíritu parnasiano asimiló fielmente.
De regreso de Europa, en 1911, trajo una valiosa biblioteca en la que figuraban los mejores maestros de la poesía francesa y comenzó a ejercer su profesión de abogado, sin dejar de cultivar las bellas letras. En 1913, cuando apareció El Telégrafo Literario, no dejaba de animarnos en la cruzada que habíamos emprendido a favor del arte nuevo. Cuando publicamos «El poema de las ranas», dedicado a él y que hizo reír a los cretinos, recibimos una epístola encomiástica, de la que reproducimos lo siguiente:
«La intranquila bestezuela de sus garbosos pareados, recibió un día el homenaje de un numen de primera clase, el genio desventurado que se ocultó a las
burlas y blasfemias del vulgo, bajo el pseudónimo de Conde de Lautrémont. En esas páginas de prosa amplia, clarividente y siniestra que su autor bautizó con el nombre de Chants de Maldoror se hace el elogio macabro del sapo, con una delectación morbosa que pone miedo en los nervios más enérgicos, etc.»
. No habíamos leído todavía los famosos cantos, y cuando tuvimos su libro en nuestras manos, pudimos sorprender bellas y
originales metáforas, como «el pulpo de miradas de seda»
, al par que exaltaba a otras bestiolas
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de la tierra, como la lombriz y el «ácaro que da la sarna»
.
Y en la lectura de ese autor había anticipaciones de Franz Kafka, quien en su relato «Die Verwandlung», dice: «Als Gregor samsa eines morgens aus unruhigen Traumen arwachte, fand er sich in eines Bett zu einem ungeheueren Ungeziefer verwandelt». También se había adelantado al psicoanálisis, y a la literatura existencial de ahora, pues si Blondel asegura que el freudismo ha convertido al hombre en un cerdo, y, para colmo, en un cerdo triste, el desventurado Lautrémont escribía lo que sigue:
soñé que había entrado en el cuerpo de un puerco; que no me era fácil salir y que enlodaba mis cerdas en los pantanos más fangosos. ¿Era ello como una recompensa? Objeto de mis deseos: ¡no pertenecía más a la humanidad! Así interpretaba yo, experimentando una más que profunda alegría. Sin embargo, rebuscaba activamente qué acto de virtud había realizado para merecer de parte de la Providencia este insigne favor... Mas, ¿quién conoce sus necesidades íntimas, o la causa de sus goces pestilenciales? La metamorfosis no pareció jamás a mis ojos sino la alta y magnífica repercusión de una felicidad perfecta que esperaba desde hacia largo tiempo. ¡Por fin había llegado el día en que me convirtiera yo en un cerdo! Ensayaba mis dientes sobre la corteza de los árboles; mi hocico los contemplaba con delicia. No quedaba en mí la menor partícula de divinidad: supe elevar mi alma hasta la excesiva altura de esta voluptuosidad inefable. |
Antes que «El poema de las ranas» habíamos publicado «Eponina» y «Amo las flores raras», (pour épater le bourgeois) y que tuvieron la virtud de hacer encoger al público como ante el chorro del jugo de un limón, que diría Medardo Ángel Silva, tres años después.
También había anticipaciones de la que se llamó después poesía social o cartelista, cuando antes y después
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de la revolución de mayo de 1944, los versificadores terminaban invariablemente sus versos con los vocablos: «Lenin, petróleo, grímpola roja, revolución»
, y los líridas se exhibían en las calles con atuendos
obreriles. Calzaban alpargatas; se cubrían con gorra, ceñían sus cuellos con bufandas -con las que estaban dispuestos a ahorcar a los burgueses y reaccionarios, al par que vestían en mangas de camisa, o con
«guayaberas», que no son otra cosa que la clásica cotona que han usado nuestros montubios siempre.
En el número de 20 de octubre de 1913, hay -repetimos- una anticipo de esa «poesía social», cuyo autor es el doctor Modesto Chávez Franco, pero escrita con ingenio y no en la manera burda que se usó después. He aquí una estrofa:
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No hay que olvidar que el primer poema de esta clase, fue escrito hace más de medio siglo por Guillermo Valencia, un poeta cristiano, apostólico y romano, a diferencia de los ateos y marxistas. Poema que lo denominó «Anarkos», donde hace desfilar las sombras siniestras de Pini, Vaillant, Caserío, Emilio Henry y Angiolillo, ¡para concluir invocando a Jesucristo!
—205→Los poetas del pueblo vinieron después en Guayaquil. Se llamaban Venancio Larrea, Juan Buenaventura Navas y Secundino J. Méndez.
Eran tiempos fáciles para la poesía. Era la bella época nuestra. Algunos poetas cultivaban su otium cum dignitate, pues el cacao no era sólo el theobroma, alimento de los dioses, sino la pepa de oro de estos pagos, antes que una embrujada monilia amenazara con arrasar el monocultivo nacional, reemplazado ahora felizmente por el banano que fomenta la riqueza del país.
Y antes que el mundo se hubiera dividido en dos ideologías antagónicas e irreconciliables, la una heredera de la civilización occidental, de la cultura grecolatina; la otra, influenciada por la técnica mecanicista eslava, de satélites y robots que entran en el plano de la cibernética, pero abrigando teorías exóticas y disolventes que socavan las bases de la nacionalidad, y donde la coexistencia es imposible, pues no pueden convivir el hombre honesto con el que no lo es. Entonces cada poeta cultivaba su predio lírico, especie de hortos conclusos para la idea política, pero abierto a los vientos del espíritu, a despecho de las escuelas literarias.
No habían surgido todavía los robinsones que escribían en ínsulas, haciendo tabla rasa de los valores del pasado, o ejercitando la conspiración del silencio contra los intelectuales de ideologías opuestas.
De esa época es el poeta y traductor del Canto a Junín en francés, quien alguna vez dejó el frac de diplomático para reintegrarse al agro y regir el carro aral de Triptolemo. Nos referimos al doctor Víctor Manuel Rendón, autor que cultivó el arte de Thalía y escribió una novela: Lorenzo Cilda, que es una anticipación de la literatura nativista o criolla, pues mucho después vino María Jesús de Medardo Ángel Silva que es una joyita literaria, en pequeño formato, —206→ comparable a la Égloga Trágica de Zaldumbide, con distinto ambiente regional.
He aquí un soneto del doctor Rendón:
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Pero volvamos a nuestro personaje principal. El poeta, como la mayor parte de ellos, no andaba holgado de recursos y tuvo que desempeñar la Jefatura de un Juzgado Cantonal. Allí en los informes que pasaría a la Corte de Justicia, se advertiría una prosa escrita en inmejorable castellano y libre de los galimatías que ofrece la literatura oficial en esos casos. Allí, también, entre la lectura de un legajo o un expediente, haría un impecable soneto alejandrino, o traduciría a Heredia y Leconte de Lisle.
Hemos dicho que nos acompañaba, como espíritu rector, en El telégrafo literario. En la edición de 15 de enero de 1914, nuestro crítico M. A. Granado —207→ Guarnizo -no confundirlo con esa figura mediocre que dirigiera la revista Helios-, nuestro crítico, decimos, publicó una semblanza del maestro Fálquez Ampuero, de la que entresacamos las siguientes líneas:
«Cierta vez compró, no disponiendo de otro dinero, una edición lujosa de El Quijote».
«¡Ah! me decía después. Ud. sabe ya lo que significa poseer ese volumen, con ilustraciones de Gustavo Doré y por veinte sucres!... Donde Janer cuesta setenta».
«Otro cualquiera se hubiera comprado un sombrero de última moda o unos zapatos donde el maestro Calero».
«Basta este bello gesto de Fálquez, para retratarlo de cuerpo entero».
Y es que entonces éramos todos idealistas. No pensábamos que «lo útil es lo bello», como afirma el marxismo, doctrina que basa en la cuestión económica el materialismo histórico y el desenvolvimiento de la sociedad. No éramos venales los de nuestra generación.
Fálquez tenía el prurito de la perfección en sus publicaciones. A fuerza de pulir o limar un soneto, llegaba a desconocer el original, escrito por él mismo, años antes. Era, como el autor de Salambô el tormento de los linotipistas, pues les obligaba a darle hasta media docena de pruebas que iban llenas de enmiendas o tachaduras.
Como prueba concluyente de este aserto vamos a reproducir su soneto «El buzo», que aparece en el número de octubre de 1916, de la revista Renacimiento.
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En su libro Gobelinos, editado en los Talleres Municipales, en 1939, aparece modificado de esta guisa:
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Así podríamos menudear los ejemplos, pero para nuestro gusto, nos parece mejor el primer molde. Soneto de impecable corte parnasiano que le haría ganar bien el nombre de «el Heredia ecuatoriano».
—209→No son menos pictóricos y de plasticidad cromática, como una cinta en tecnicolor, los que siguen:
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A propósito de las correcciones recordamos haber leído, publicado primitivamente ese soneto con el tercer endecasílabo de este modo: «Pitón sus nupcias con ardor celebra»
, y el último terminaba en cebra, para los efectos del consonante. Posteriormente el poeta consideró que el caballo era más apropiado para cabalgar que la cebra, y lo modificó en la forma que aparece más arriba.
Vamos a dar otros dos sonetos, de distinto estilo que los anteriores, pero que constituyen páginas de antología.
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Pero no se vaya a creer que sólo escribió sonetos de corte impecable, alejandrinos y endecasílabos. También cultivó el metro de arte menor y la entonación heroica de la Oda no le fue extraña. Oigamos estos fragmentos de «La muerte del poeta», en el sepelio del maestro del gay saber doctor César Borja.
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También se muestra exaltado en estos versos de sabor patriótico:
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Como estuvo de moda ser anarquista un tiempo, el vate se adelantó con gesto profético a la revolución rusa y a la lumpenliteratur de hoy, cuando publicaba en 1914, en la edición de Rondelas indígenas y mármoles lavados, los siguientes cuartetos que reproducimos:
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A continuación vamos a dar muestras de algunas traducciones de poetas franceses, siendo de notar que tradujo algunas composiciones vertidas anteriormente por el precursor Borja. Vamos a comenzar con el famoso soneto de Laurent Tailhade.
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Compare el lector esta traducción con la de otro poeta guayaquileño, de quien una vez dijimos que era el mejor traductor de poesía francesa en lengua castellana.
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Este soneto fue escrito por el poeta francés que tenía veleidades filo-anarquistas. Pero lo curioso del caso es que cuando un verdadero anarquista echó una bomba en el café donde se encontraba el poeta y lo derribó al suelo, prorrumpió en gritos: ¡al asesino! «¡Hay providencia!»
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Curioso es advertir que algunas de las traducciones de Fálquez fueron hechas antes por Borja, a quien llamaba maestro. ¿Las desconocía el primero o quiso superarlas con las suyas? Muchas de las traducciones de Borja, aparecieron en las revistas guayaquileñas de fin de siglo y principios del actual. Curioso es también recalcar que si bien desde 1902 hacían versos que se convino en llamar decadentes y después modernistas, Pino Roca, Leónidas Yerovi, Mateus y Modesto Chávez Franco, la juventud de entonces no llegó a asimilar el ésprit francés de su literatura, ni a empaparse en las esencias de la lírica francesa.
En 1906 hacía ya versos francamente rubendarianos Víctor Hugo Escala, pero fue preciso llegar a la generación de 1913, que se prolongó siete años más, para darse cuenta de que habían surgido los epígonos de los maestros del simbolismo, parnasianismo y otras escuelas literarias de Francia. Al extremo de que Medardo Ángel Silva que comenzó a publicar en 1914 compuso unas «Estancias», que según el crítico Gonzalo Zaldumbide, parecían del propio poeta heleno-francés. Y que algunas composiciones de Silva no hubiera desdeñado firmarlas Rubén Darío. Y a propósito de este último, hay gentes que creen que los vocablos papemor y bulbul, fueron pura invención de Darío. No hay tal. Bulbul es una antigua voz persa, usada por Omar Kayham, y que quiere decir ruiseñor. Bulbulicos, en plural los llaman aún los sefarditas en España. Y en cuanto a papemor, el poeta Moréas, en sus «Cantilènes», tiene este verso:
Les papemors dans l'air violete- vont. |
Curioso es también que nuestros primeros traductores no nos dan versiones de Moréas, Rimbaud y Samain. El segundo contemporáneo de Verlaine, y el último de los nombrados, nacido cuatro años más tarde —218→ que Laurent Tailhade, del que nos ofrece una traducción de su «Soneto Litúrgico», Fálquez Ampuero, superada después por la de Pino Icaza. Con Rimbaud se explica esa omisión, por lo difícil que resulta traducirlo. En cambio nos dan numerosas traducciones de otros poetas malditos, como Verlaine y Baudelaire.
Prestemos atención a lo que dice de este género literario el propio Fálquez: «Traduttore tradittore, no es del todo cierto, cuando enamorado del primor con
que ha sido trabajada una de las joyas ajenas de renombre literario, se esfuerza con laudable empeño en darla a conocer, aunque sea exponiéndose al riesgo de aumentar los defectos y de menoscabar los aciertos. La Ilíada, en la traducción de Monti, no ha perdido el sello de grandeza de primera clase que coloca la epopeya homérica al frente de las maravillas del espíritu humano, en esa segunda gigantesca creación en que el Hombre, como imagen de Dios, sacó y continuará sacando, a través de los siglos, obras divinas de la nada con la sola eficacia de su palabra; Gerardo de Nérval, recibiendo de Goethe este elogio: "Desde que usted tradujo mi Fausto sólo lo leo en francés", no pueden ser denominados como traidores, porque no los determinó mezquino impulso a poner mano en las ilustres preseas, sino alto intento de la voluntad, consciente de su poder, inspirada
en el generoso anhelo de procurar a los demás nobles y exquisitas emociones, como las que sintieron ellos al contacto ardiente de la obra bella, que los embrujó con el canto de la sirena jónica o con la invitación rendida de la amada del poema salomónico...»
.
Como Fálquez Ampuero era un espíritu de selección y uno de los abogados de la causa liberal, la pasión política que incineró en la hoguera al viejo luchador, hizo un auto de fe con la obra de los precursores del modernismo, como habrían después de insurgir otros terroristas para decapitar a sus epígonos, disputándole una tarea tan innoble a monsieur Samson, el verdugo de París. Fálquez, como Borja, eran
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espíritus ariscos que no podían transigir con el vulgo «Odi profanum vulgo»
, decía Horacio. Y Darío: «No soy un poeta para las muchedumbres»
. Y Lope de Vega, más remotamente: «el pueblo es necio y pues que paga es justo hablarle en necio para darle gusto»
.
Los precursores, al igual que los verdaderos innovadores o modernistas, no fueron poetas de masas ni para las masas. Los poetas del pueblo, para llegar a él, escogieron el romance -olvidando que el infeliz es analfabeto- y que tal molde no es sino un poema de caballería en miniatura, como expresó Menéndez Pelayo. Debieron recurrir a la «décima de compadrazgos», que se usa en el Litoral y que manejaba con tanta soltura el más remoto precursor de ellos, el vate popular Juan Eusebio Molestina.
No hablaba así Fálquez en prosa ni en verso. Ni como Sancho, ni como la Maritornes de Cervantes. Por tanto no podía trascender a las masas, ni ser del agrado de sus dirigentes: demagogos comunistas.
Vamos a dar ahora unas selecciones de la prosa de Fálquez Ampuero, en un castellano como no se escribe ahora, ya que es un maestro de estilística. Hablando de Heredia, dice:
¿Quiénes fueron los parnasianos y qué se proponían hacer? Si se quiere saber quiénes fueron los parnasianos, óigase a Mandes en su libro: Leyenda del Parnaso Contemporáneo. Atraídos los unos hacia los otros -dice- por un común amor al arte, unidos por el respeto a los maestros, no tuvieron consignas ni jefes. Haz lo que puedas, siempre que lo hagas con religioso respeto a la lengua y el ritmo... |
Y luego añade de su propia cosecha: «no se comprometieron, como un hato, a seguir la misma senda, sino que, a la manera de las águilas, cada cual fabricó su nido en el sitio de su predilección. Todos eran obreros que fabricaban con devoción en los metales preciosos, a la manera de esos artífices del Puente
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Viejo de Francia, en el magistral soneto de Heredia, que así bruñían las manos enlazadas de una sortija nupcial, como grababan el combate de los titanes en el pomo de una daga».
No se le pida a Heredia lo que no puede dar, porque más que un hombre, es la estatua de mármol de uno de esos conquistadores -sus antepasados- que él se complace en celebrar. Bajo esta carnación plástica no late la vena del sentimiento que produce las congestiones del amor tumultuario y heroico, ni se dan esas melancolías sedantes que se resuelven en lágrimas dulcísimas, cuando hay una mano que las enjuga. Pero, en cambio, es el artista delicado y paciente del verso, el viejo orfebre de su hechicero soneto que aspiraba a "morir cincelando en oro una custodia". Rosetones iluminados, esmaltes primorosos; pergaminos de cantos dorados; telas crujidoras de púrpura; medallas de plata que conservan el perfil correcto de las vírgenes de Syracusa; joyas antiguas que se creería cinceladas por las hadas; collares macizos como los que ostentan los personajes de Leonardo de Vinci; copas de madera hechas con la punta del cuchillo por el pastor recostado, como Títiro, a la sombra de un grupo de hayas; estoques suntuosos que más brillan que hieren; ánforas de formas elegantes labradas en oro o en cristal de bacarat, con lazos de acanto y figuras quimerinas de Cellini en los bordes; estatuitas de bronce de los vencedores de Delfos, que han recibido del artífice hasta el arranque de la carrera y el sudor que en perlas de metal les están rodando por los torsos jadeantes; flautas gemidoras con que Sileno detendría un vuelo de palomas de Arcadia; caracoles rosáceos, que descubrieron en lechos de arena finísima y conservan en sus espirales, largos ecos de la vida fantástica del aquarium submarino; todo esto lo presenta Heredia esmeradamente cuidado, nítido, fluyendo esa luz suave de las cosas que han estado expuestas a la acción blanda y conservadora de la antigüedad. |
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Más adelante, refiriéndose a los conquistadores cantados por el poeta cubano-francés, escribe Fálquez Ampuero:
Pero Heredia ha sabido salir airoso de su intento, pintando sabrosísimas escenas de esa expedición en que alternan, engrandecidos con el prestigio de un estilo inimitable por sus cualidades de brillo y exactitud, ora el ardor aventurero de los viejos soldados españoles de las guerras de Italia y África, ávidos de igualar los hechos caballerescos de Amadís y Esplandián; ora un bosquejo sombrío, pero efectista de este ejército abigarrado acampando en las orillas eliseanas del Guadalquivir, multitud afiebrada que arrastra consigo una cola de lacayos, estafadores, ministriles del Santo Oficio, gitanos y majas de las históricas plebes andaluzas; ora una revista de armas a la sombra de aquellas gloriosas banderas, sahumadas en cien combates, en las que campean las torres de Aragón y las barras de Castilla; revista que produce un deslumbramiento por la profusión de arneses, lanzas, picas y hojas toledanas, espuelas de Ocaña, castos morunos de correajes vistosos, frontaleras doradas, penachos encarnados, guanteletes de hierro, uniformes de terciopelo, brocado y satín, sembrados de perlas y lentejuelas de Milán; en fin, la resurrección más completa de esas rudas, brillantes e invictas tropas que obligaron a decir al historiador "Floro viris armas que nobilem Hispaniam". Luego vienen relatos de intrigas de boudoir, en que actúan las saladas mujeres de la Corte de la esposa de Pedrarias, serenatas, requiebros, sacorios, puñaladas: el lujo y el vicio. El sueño de más de un "conquistador", anota Heredia, terminó en el fango hediondo y sangriento de las callejuelas de Triana. ¡Y qué contraste más saltante, el de las prédicas en las iglesias para encarecer las riquezas fabulosas de las tierras de Indias, con el fin de no dejar decaer los ánimos, que comienzan ya a exasperarse por el retardo de la partida, y esas largas francachelas al aire libre, en que las hijas de las Fátimas y Xoraidas bailan con primor la sevillana!... —222→»En el templo, empavezado con brillantes arreos militares, entre las nubes de incienso y los aleluyas, el primer obispo de Santa María del Darién, pondera hasta la exageración las maravillas de las vírgenes comarcas americanas, en medio de una feligresía hambrienta de botín; y allá abajo, en los barrios donde hierve el puchero de la bohemia, una fresca barbiana, como esa de la vieja del célebre cuadro de Goya, está aplaudiendo entre dientes, con la cabeza envuelta en la mantilla negra, mordiendo un clavel de fuego, la pierna gorda en -¡olé!-, calzada con media de seda carmesí, llevando como diadema su alta peineta de carey, y como cetro un abanico en que está pintado un motivo taurino, rompe en una danza soberbia y fantástica, llena de impulsos contenidos, de agasajos enervadores, de gestos triunfales!... |
Esas descripciones en prosa cromática y lujosa, que parecen frescos de Alma Tadema o de Puvis de Chavannés, verdaderos bajorrelieves en colores, como son sus versos, pueden parecer prosa barroca a los escritores de hoy, pero se trata de un estilo castizo, mezcla de D'Annunzio y de Montalvo, del autor de los Siete Tratados, desde luego.
Daremos todavía dos últimos fragmentos que son una confesión autobiográfica: «Hasta ahora me sugestionan con su aterciopelada cadencia los lindos sonetos de Petrarca y de D'Annunzio que comienzan:
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y
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que son dos gotas fúlgidas cuajadas al soplo de la musa erótica que trisca en los cármenes bañados por ondas azules rumorosas y en la concavidad de las oquedades, maceradas con olores de otoño, que hacen desfallecer el corazón... Hasta ahora, al repasar los pequeños grandes poemas de Heredia que he vertido al español, vuelvo a estar sometido a la fascinación que me empujó a interpretar con voz desapacible esos —223→ cantos que no han dejado para mí de tener el os magna sonatorum de los nobles metales del Verso que, como la estatua de Memnón, cantan triunfalmente cuando los hieren los rayos del sol del estro... |
Fálquez dice modestamente, que los ha vertido con voz desapacible, cuando en realidad nos ha ofrecido versiones magistrales de esos versos.
Antes de dar esas versiones, copiaremos un párrafo del prefacio de Hojas de Acanto.
Durante toda mi vida no he podido, por falta de aptitudes especiales, asegurarme el «otium cum digni atate» de Cicerón, tranquilidad de la casa y reposo bien ganado que, sin envidia de mi parte, veo que, otros, los más, se lo han procurado hasta sin esfuerzo, o, cuando la otra ha ofrecido algunas dificultades; haciendo un poco de gimnasia sobre la cuerda floja... |
Finalmente, añade, que sin el concurso de los poetas «no quedaría bien parado el prestigio de una sociedad a la que no sería posible considerarla sino como un ingrato conjunto de fenicios»
. Felizmente; de
nuestras comarcas no se ha desterrado a los poetas. Y región que cuenta en su Olimpo con Olmedo, Bautista Aguirre, Llona, Borja, Fálquez, Medardo Ángel Silva, puede preciarse de conservar el cetro lírico en el Ecuador.
El haber hecho culto de las Letras, al extremo de publicar seis obras literarias, cosa inusitada en esos tiempos, le restó clientela e impidió ser abogado de Bancos y Casas Comerciales extranjeras. Vivió en una decorosa aurea mediocritas, ajeno al sentido práctico del mercader, pero dueño del sexto sentido que reclamaba D'Annunzio y que es propio de los poetas. El de vates, en el concepto antiguo, de su pueblo y de su raza.
Por eso su ciudad que no es sólo de financistas y hombres de negocios, aunque cuente con los mejores de la República, y que sabe también premiar las manifestaciones —224→ elevadas del espíritu, lo coronó como poeta laureado en solemne velada de 20 de julio de 1930, en el teatro Olmedo, y por iniciativa del diario vespertino La Prensa. Homenaje que sólo recibieron antes que él, Numa Pompilio Llona, Dolores Sucre y Nicolás Augusto González.
Hemos escrito dos capítulos de historia de la poesía guayaquileña, en distintas épocas, a propósito de los precursores del modernismo en el país. Borja recogió la lira de Llona, remozándola. Nos referimos al
de Los Caballeros del Apocalipsis. Tuvo mayor arranque lírico, mayor vigor y élan vital que Fálquez Ampuero. Éste lo supera en su prosa preciosista que recuerda a la de sus maestros franceses: Barbey D'Aurevilly, Gustavo Flaubert y Villiers de L'isle Adam. Pero ambos, Borja y Fálquez fueron magníficos poetas y excelentes traductores. Quienes hallarán más fidelidad en Borja; en Fálquez más plasticidad y colorido, atento al consejo de Cicerón, que «en las traducciones no se han de pesar las palabras sino el sentido que envuelve las ideas»
, aunque no tenga que luchar con el terrible hipérbaton, el genio del idioma latino, y sus modalidades diferentes: «tmesis, anástrofe, paréntesis, sinquisis y anacolutum», aunque algunas -como la última- son más bien vicios del lenguaje que figuras de Retórica. Pero en sus sonetos originales se muestra como un verdadero epígono de Heredia, y en algunos lo aventaja. Sólo Leopoldo Díaz ha compuesto sonetos tan perfectos como los de nuestro poeta.
Ahora vamos a dar algunas traducciones más de Fálquez Ampuero.
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Aquí el lector ha de observar que el traductor se aparta algo del molde original, en alejandrinos y heptasílabos. Si varía la forma, el fondo permanece el mismo. No es una traducción en la acepción rigurosa de la palabra, sino más bien una feliz versión, pero en ningún caso una paráfrasis. Parecidas licencias se han tomado otros insignes traductores de poetas antiguos y modernos. La «Oda XVIII» de Horacio a Quintilio Varo, traspuesta en silvas por don Javier de Burgos, lo es en alejandrinos pareados por el notable humanista doctor Aurelio Espinosa Pólit y en tercetos alejandrinos por el magnífico poeta Remigio Romero Cordero.
Más ajustado al modelo original, conservando incluso el mismo metro, aparece en las traducciones de Leconte de Lisle: «Paisaje polar» y «Los elefantes», traducidos también impecablemente por el doctor Borja. He aquí unas breves muestras:
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Curioso es advertir que tanto Fálquez Ampuero como Borja convierten los alejandrinos franceses en endecasílabos, mientras los traductores venidos después añaden tres sílabas más a este metro. Ya dijimos, por otra parte, que el alejandrino francés consta de doce sílabas. Un ejemplo, perfecto lo ofrece el del poeta de «Les trophées»:
1 | 2 | 3 | 4 |
La Floride | apparut | sous un ciel | enchanté |
Los versos se hallan dispuestos armoniosamente en tríadas: La musicalidad y el ritmo se puede buscar en el número de sílabas, como lo hacían los griegos y romanos, constituyendo el sistema prosódico; o, bien, en la disposición de las sílabas y los acentos del lenguaje, según la métrica francesa. Ambos métodos exigen tiempos marcados y pausas de cesura. La lengua alemana se aprovecha de ambos sistemas, para los efectos del ritmo.
Bec de Fouquiers, elige al alejandrino francés como modelo, susceptible de ser descompuesto en cuatro anapésticos iguales.
A pesar de que el temperamento extrovertido de Fálquez, poeta de retina pancromática de Leica, se adaptaba más a los moldes parnasianos, no dejó de traducir a poetas de otras tendencias, incluso a románticos como a Musset, a Baudelaire, precursor del simbolismo y a los maestros de este género como Verlaine y Laurent Tailhade.
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Aquí estamos en el alejandrino de catorce sílabas, usado por los precursores y maestros del modernismo. En cuanto a las traducciones de Fálquez, obsérvese que nos dan la esencia de la composición, aunque no sean todo lo literales que pudieran ser, recordándonos algunas versiones de Jorge Carrera Andrade, en quien el poeta es superior al traductor. Al revés de Antonio Zayas y Díez Canedo, y en contraste con Pedro Salinas y Emilio Carrere, que son tan excelentes como traductores y creadores de poesía original. Y es que la labor de algunos traductores se reduce a la de retocadores de imágenes o restauradores de cuadros.
No podemos cerrar este capítulo sin la tentación de dar unas últimas traducciones de Fálquez. La del «Himno al sol» de Rostand y la de «El viejo orfebre», de José María Heredia, cuyo mejor discípulo era el poeta guayaquileño, llegando en algunos sonetos a la misma perfección que el autor de «Los trofeos».
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El poeta guayaquileño realizó el mismo deseo que el viejo orfebre del soneto de Heredia:
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Hasta los últimos días de su fecunda vida literaria, versos y prosas de ejecución magnífica fueron saliendo de sus aperos de artífice, paleta cromática o cincel. En su carrera forense llegó a desempeñar el alto cargo —238→ de Ministro Fiscal de la Corte de Guayaquil. Sobrevivió algunos años a su coronación, como poeta laureado, y con él se extinguió uno de los más altos valores de las Letras en el Ecuador. Uno de los verdaderos maestros de la generación modernista que surgió después.
Recueil de pages françaises. Par Pierre Ousset et Jacques Vier.
Anthologie des poètes français contemporains. Par G. Walch. Paris Delagrave Éditeur.
Le libre des Masques. Par Remy de Gourmont. Ed. Mercure de France. 1908. Poètes d'aujourd'hui. 1880-1900. Ed. numeroté 7768. Mercure de France. 1901.
Les Fleurs du Mal. Charles Baudelaire. Ed. Calmann-Lévy. 1868.
Oeuvres de Sully Prudhomme. 2 tomos. Ed. Lemerre. Paris.
Poèmes Barbares de Leconte de Lisle. Ed. Lemerre.
Choix de poésies. Eugène Fasquèle. Editeur. Paris, 1916.
Fêtes Galantes. Jadis et Naguère. Paul Verlaine. Éditions de Cluny. Paris. 1943.
Les Plus Beaux Poèmes de France. Edit. Laffont. Paris. 1955.
Saturnische Gedichte. Paul Verlaine Dritte Auflage. Dunkerg Verlag. Weimar. 1918.
Los poetas malditos. Trad. de M. Bacarisse. Ed. Mundo Latino. Madrid 1821.
Las flores del mal. Trad. Eduardo Marquina. Librería de Fernando Fe. Madrid. 1905.
Laurent Tailhade. Poèmes aristofanesques. Ed. Mercure de France. 1904. Panorama Critique. De Rimbaud au Surréalisme. Par Georges E. Clancier. Pierre Seghers. Ed. 1953.
Divertissements. Remy de Goncourt. Edit. Mercure de France. MCMXXI. Chantecler. Edmond Rostand. Eugène Fasquelle. Editeur. Paris. 1910. Les trophées. José María de Heredia. Librairie Alfonso Lemerre. Paris 1948.
Breve Historia del Modernismo. Max Henríquez Ureña. México.
Panorama critique de Rimbaud au Surréalisme. Par Georges Enmanuel Clancier. Ed. Pierre Segher.
Pages choisies. Rubén Darío. Lib. Félix Alcan. 1918.
Pluma de Acero. Gustavo Vásconez. Quito.
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Los principios del siglo encontraron al Ecuador, en el terreno de las letras, como en el de tantas otras cosas, con años de retardo. Esa consecuencia ha sido explicada por la endémica convulsión política que mantenía al ciudadano paralizado, en la inquieta expectativa del triunfo de azules o rojos, alejado de las corrientes universales del arte, de la ciencia, del comercio y de la técnica. La actividad intelectual no había salido de lo romántico, que en el mundo entero fue la secuela de la gran Revolución, en la cual, por primera vez, se colocó la inteligencia frente a la fe y las ideas frente a los dogmas, provocando la conmoción de las creencias más íntimas y de las certidumbres más arraigadas.
Reserenados los ánimos, cuando el Imperio napoleónico, después de quemarse a sí mismo, restituyó las cosas a sus ejes, un penetrante sentimiento de melancolía hizo presa de los pueblos que habían sufrido las sucesivas tormentas. La duda apasionada ganó para sí vastas zonas de inteligencia, como si ella fuera una nueva religión. Fue en el mundo el momento de Werther. Werther triunfaba, era el tipo ideal de toda criatura; sus ideas fueron preferidas por todos; —242→ su sensibilidad, desmesuradamente mórbida, fue el patrón de la sensibilidad de esas horas. Para uso nuestro el Canto a Teresa de Espronceda y el Nocturno a Rosario de Acuña, nos daban Wertheres a nuestra medida.
Y no obstante Werther y sus consecuencias, el clasicismo de los herederos de la cultura greco-romana parecía resistir a la nueva corriente, de la que no se sabía con certeza qué cosa era, ni cuál su cuna. Hasta ahora parece que se controvierte y discrepa, a juzgar de un reciente artículo de nuestro amigo José Ignacio Burbano, quien se adhiere a la doctrina que atribuye al romanticismo origen céltico, en una naturaleza melancólica y brumosa, que fuera patrimonio congénito de los pueblos primos hermanos de Escocia, Galicia y Bretaña.
Mas todo eso es conjetural y cuestionable. Lo cierto es que el término romántico apareció como adversario del término clásico, que se aplicaba a lo que, por la consagración de los siglos, ya es eterno. La tradición nutría a los fieles del clasicismo. Pero eso mismo dejaba un campo inmenso a su adversario. Todo lo humano, todo lo perecedero, todo lo mutable, es lo romántico; la aventura, el riesgo, la conquista; la ilusión y el desengaño, el amor apasionado y el dolor, todo lo que hoy es y mañana ya no es, es lo romántico. En suma, la adversidad de aquellos términos deslindaba los dominios sustanciales. Lo que habría de venir más tarde apenas concerniría a los aspectos formales.
A menudo se habla de reacciones contra el romanticismo; y se da el nombre de reacción a movimientos que no representan sino aspectos de la misma cosa. Para nosotros el romanticismo cubre tal área en el terreno de las letras y en el de la vida misma, que bien podrían incorporársele, como capítulos del mismo tratado, de la misma obra, el parnasianismo y el naturalismo, el simbolismo y el neoclasicismo, corrientes que, si bien se examinan, tal vez sólo representan —243→ descomposiciones o transformaciones del propio romanticismo.
Tampoco el modernismo se libertó de la subordinación al romanticismo; y Darío, el Pontífice del modernismo hispanoamericano; no intentó, ninguna insurrección. Su innovación, en lo sustancial, sólo concernía a la forma: la soltura métrica, la supresión de las antiguas cesuras, de los metros obligados; la armonía no dependía de acentos y hemistiquios, sino de una nota interior que ondula a lo largo de un período. En todo eso, por cierto, hay invívitas muchas cosas considerables, tan considerables, que inauguran una época.
Pero en el orden de las ideas, puestas de lado las aspiraciones de carácter social, sistemáticamente bulliciosas en sus reivindicaciones, nada traía que en
buena y leal crítica no estuviere palpitante en la corriente romántica francesa. Con razón, en el Prólogo que en 1908 puso Unamuno a las Poesías de José Asunción Silva, decía: «No sé bien qué es eso
de los modernistas y el modernismo, pues llaman así a cosas tan diversas y hasta opuestas entre sí, que no hay modo de reducirlas a una común categoría»
.
Aquella cuestión formal, tan importante como instrumento de expresión, encontró puertas cerradas en el Ecuador. En la América hispana toda, cada nación ostentaba algún representante que proclamase la nueva cruzada. Cuando a principios del siglo Santos González publicaba en París su Antología de poetas modernistas, sus páginas las llenaban el nombre de Darío, en primero y excepcional término; y luego los de Gutiérrez Nájera, Urbina, Nervo, Valencia, Chocano, Jaimes Freire, Herrera y Reissig, Lugones y otros y otros. «El Ecuador apenas estuvo representado por un poeta que no alcanzó, entonces ni después, la consideración que lo autorizara para ocupar ese puesto»
, lo anota el historiador de nuestras letras, don Isaac J. Barrera. (Es que no había otro, diremos en descargo del editor).
Y aquella cuestión formal envolvía tendencias, aspectos que, aún cuando podrían ser considerados partes del romanticismo, también lo eran del desconocimiento ecuatoriano. Con el modernismo nos llegó todo
a la vez: el parnasianismo y el simbolismo, el naturalismo y el neoclasicismo. Todo lo aprendimos en su romántica diversidad. De ahí el asombro que nos causara Darío recordando Las fiestas galantes y pulsando
la lira de Los trofeos. Nos asombró también Herrera y Reissig persiguiendo en sus Peregrinos de piedra el impersonalismo doctrinario de Flaubert, que aspiraba a erigir el «poema esculpido, dorado, tallado, acabado, limado y pulido como una estatua de mármol de Paros»
, conforme al anhelo de los mejores parnasianos.
Arturo Borja, Ernesto Noboa y Humberto Fierro fueron los poetas de esa hora, los que más categórica y conscientemente representaron la innovación en la lírica ecuatoriana. Muy jóvenes los tres, a ninguno le faltó la osadía e irreverencia necesarias para ir contra lo que a la sazón se hallaba impuesto y consagrado. La declaración de guerra contra el medio literario tradicional no se hizo esperar, ni tampoco la reacción contraria. El aislamiento fue la consecuencia fatal que habría de exacerbar su natural sentimiento de evasión.
De otro lado gravitaba la influencia del espíritu francés, tanto más fascinante cuanto fueran grandes los obstáculos para sumergirse en él. Francia era la meta de una romería imprescindible. No sólo era una
aspiración de felicidad, sino un prestigio cultural de tal modo imperativo, que no cabía formación completa sin el viaje anhelado, ni se reconocía autoridad intelectual
—245→
que no lo supusiera. El olímpicamente desdeñoso, «Ud. no ha estado nunca en París»
zanjaba las controversias. Y el modernismo, de espaldas al
solar hispano, encontró sus maestros, sus cenáculos, sus modelos en la Lutecia ambicionada.
Por cierto, esa fue la epidemia novecentista que contaminó a toda la América latina. Brito Roca, hablando de esa influencia en su Vida literaria del Brasil, nos cuenta que en su país lo chic era ignorar el Brasil
y delirar por París, con una actitud afectada y no siempre inteligente. Confirmando la apreciación, recuerda que en la Revista de la Semana, de 15 de agosto de 1916, en plena guerra, se encuentra el siguiente telegrama de Paulo de Gardenia: «París 2. Llegué. Dormí por la primera vez en mi cuna. Siéntome un recién nacido. Voy a aprender a hablar. Resolví bautizarme en la Magdalena. Todas las nodrizas de Luxemburgo se ofrecen para criarme»
. Y no se crea que el despacho anterior causara sorpresa ni promoviera escándalo -como ocurriría hoy-; pues la revista que lo publicó agregaba el siguiente comentario: «Que tire la primera piedra el brasilero que al llegar a París por primera vez, no sintiera igual emoción»
.
Si lo anterior acontecía con un habitante culto de la opulenta Río de Janeiro, en 1916, ¿cuál no sería el anhelo de un habitante culto de la capital andina, hermético y conventual, hacia 1910?... Gonzalo Zaldumbide, recordando a nuestros poetas, transparentó ese sentimiento en las siguientes breves líneas interpoladas en esa especie de aguafuerte destinada a servir de frontispicio al pequeño libro de Poesías de Medardo Ángel Silva: «Entre 1910, y 1915, iban en la triste Quito por esas calles que se recuestan y se resbalan, seis o siete poetas mozos, contrastando el énfasis de sus melenas con la suma corrección del traje, y llevando, para mayor elegancia, una alma atormentada y falsa. ¿Falsa? Quizás no. Falseada tal vez por exceso de muy reciente literatura, si bien tan
—246→
connatural, que les daba a sí mismos, y aún a los demás, la ilusión de una suficiente sinceridad. Agitábalos líricamente un caos de aspiraciones estético voluptuosas. Mas un solo anhelo brotaba de ellos
como de fuente inexhausta. ¡Salir del cerco de montañas, salir de ese rincón del mundo al mundo del arte, de la pasión y la aventura literarias! La literatura más exclusiva, la modernísima poesía, la sombría
magia de la morfina, eran para ellos modo de expatriarse, de perder contacto con los demás y con la realidad, de segregarse, del medio tenido por irremisiblemente inferior y bárbaro, y de barbarie sin prestigio alguno, pues la ya inventariada o inventada por literaturas civilizadas érales más de su agrado que las obras maestras de la cultura clásica; por lo demás ignoradas o preteridas con juvenil desenfado»
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Pero este grupo, cada vez más consciente de lo que no quería, iba realizando una verdadera revolución contra lo que existía coagulado en las venas de la literatura y del arte en general. Rompiendo, con el espíritu conservador y conformista, los poetas del grupo querían ser puros, desinteresados y libres; eran literatos fanáticos, totalmente entregados a la contemplación de las letras, con una exaltación gratuita y feliz. Nuestros tres poetas, especialmente, vivían en «estado de poesía», como alguien dijo de Mallarmé y de sus reuniones. Y ese fanatismo y esa subversión, cultivados sin intenciones ajenas a los fines artísticos y literarios, contagiaron a otras zonas de la vida nacional: la «revolución modernista» se propagó también en áreas políticas y sociales; en las cuales, no mucho más tarde, se iba a desenfrenar el impulso renovador que silenciosamente hasta entonces estaba estremeciendo nuestro subsuelo. El modernismo literario fue el principio de un contacto con las ideas nuevas, para servir a las cuales, el grupo inicial se constituyó contra las ideas antiguas, en «pelotón de demoliciones».
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El más joven de la trinidad, Arturo Borja, fue cabeza de fila. Apenas adolescente, una avería casual que le lastimó un ojo, le llevó a París -enviado por sus padres naturalmente- a buscar curación. Pronto dominó el francés, que fue el magnífico instrumento de su cultura. De ahí partió su influencia. Y de ésta puede decirse que fue mayor que su obra. Quizá podría ampliarse la apreciación hasta afirmarse que su obra más proficua fue su influencia. Fervoroso, apasionado, polemista sin saber que lo fuera, fue el ávido adolescente que en los corrillos de amigos se hacía el púgil intelectual de su partida. Ahí alzaba los puños contra el academismo consagrado. Sin dejar de sustituirlos con ejemplos, abolía cánones y valores, principios y normas. Y sus ejemplos favoritos eran Baudelaire y Mallarmé, Verlaine y Rimbaud, Lautréamont y Robert de Montesquieu; todo lo novísimo, aunque no fuera bien conocido ni bien entendido, a condición de que hubiese aparecido con los colores y sabores de lo original y de lo extraño.
Era el mejor sistema de romper el estanque. Y sin embargo, Arturo fue el furtivo huésped esperado; pues vino a representar un estado de conciencia moderna —250→ singular, quizá incoherente y enfermiza, cuyas características eran la inquietud del individuo que siente su aislamiento y su impotencia, y de lo cual se espanta, mientras a la vez se enorgullece; vastas ambiciones y frutos mezquinos; mezcla de una sinceridad casi brutal y de un vano deseo de simular sentimientos ajenos, y una tácita prohibición de expresar ciertos auténticos sentimientos genuinos. Los primeros versos que publicó fueron los reveladores de sus conflictos interiores. Léanse los que siguen:
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Al contrario de lo que ocurre con la mayoría de los jóvenes cuya vocación les impulsa a las letras, Arturo Borja no tuvo prisa en librar al público su precoz producción. Sería difícil determinar, de manera aproximada siquiera, la edad en que comenzó a escribir. Probablemente, no bien salido de la adolescencia. Pero puede afirmarse que lo último que hizo fue lo primero que entregó a las prensas. Por eso, desde el principio dio la sensación que causan el prevenido y el inadaptado.
—252→Un examen atento de su pequeña obra, la divide en tres estados de ánimo, que bien pudieron ser de estrecha convivencia. El primero sería el juvenil, en el cual se expresa vigoroso el fluir de una vida sana; el segundo, aquel en que el dolor y la tristeza disputan el campo al pequeño fauno panteísta; el último sería el de la desesperación que va preparando el epílogo trágico. Vida y arte en este poeta fueron juntos, lo que precisamente ha servido para que se reconozca a su obra el son del noble metal genuino.
Propias del primer momento nos parecen estas excelentes páginas de álbum:
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Y esta versallesca sonatina inconclusa:
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A esta primera manifestación, que se nos antoja llamarla «etapa» por la unidad del sentimiento, corresponden las graciosas estrofas que siguen, en las cuales el poeta se entretiene con el bizantino juego de la rima:
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El rondel anterior, que bien pudo tener otro título que el que le imprimiera su primer verso, figura en las dos ediciones de La flauta de Ónix, refundido en el breve poema «Mi juventud se torna grave...», que nada tiene que hacer, ni por la intención ni por el metro, con las estrofas copiadas. La índole de los poemas unidos es tan contradictoria, que acaso el haberlos encontrado (la colección de versos de Borja fue póstuma) en la misma hoja de papel indujo a error a los editores.
De la misma frescura que el rondel -cumpliendo con el precepto verleniano de anteponer la música a toda otra cosa-, va el poemita siguiente, cuyas cinco estrofas parecen cinco gemas de Banville:
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En el segundo momento musita en voz baja una melancólica anunciación:
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Pareciera que ya escucha la voz de su cercano sino. Y esto es parte del carácter de la obra de este artista: el ir paso a paso el hombre y el poeta en tránsito inseparable. Sus versos, lentamente, sin causa ostensible, van inclinándose a la tristeza. Nada faltaba al hombre: juventud dionisíaca; un nombre y una situación propicios a todas las conquistas; y hasta cierta hermosura de efebo que tuviera veleidades de gladiador. Y sin embargo, pronto va cayendo una sombra que a su voz, con el rubor característico de los que llevan un destino siniestro, le van imponiendo sordina.
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En el drama sobreviene un intermezzo. A la fatalidad de su destino le opone un «no todavía». Recapacita el poeta; quiere «abandonar las complicadas sendas»
; recuerda el bautizo y la fe de su niñez: «la fe dormía en tu pecho»
le dijo su hermano en el dolor; invoca a la Virgen en diversas ocasiones y aún quisiera un milagro, cualquier milagro que remodelara su propia naturaleza. Escuchemos al poeta en su doloroso desasosiego:
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Pero no todo en este poeta es la expresión de un estado subjetivo. Coordina su tumulto interior en los sucesivos poemas que guardan entre sí correcta congruencia; pero eso no le impide manifestar, alguna vez, la protesta del hombre contra la realidad externa que le oprime. Escuchemos su desahogo:
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Pasado el breve intermezzo sobreviene la etapa final, su tercer momento, en el que se desencadena la tragedia.
Escribimos estas líneas, sobre todo para un público que lo suponemos ajeno a nuestra menuda historia. Vida y arte fueron juntos en este poeta, lo dijimos ya. Nos reta advertir a ese problemático lector extraño que nuestro poeta Borja Pérez no tendría tres años de vida pública, cuando apenas a los veinte de su nacimiento (1892-1912) se segó a sí mismo.
De ese desenlace, junto con los tres primeros poemas que ya transcribimos para señalar su trascendencia en las esferas literarias, los poemas que siguen, una vez impuestos de la tragedia, nos descubren su sentido autobiográfico:
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Arturo Borja sentía que el ser perecedero es cualidad exquisita. Por eso el olvido y la necrópolis le —268→ obsesionaron y persiguieron a lo largo de su breve travesía. La emoción, para ser intensa, tenía que asociarse a la idea de la muerte. «El camino de las quimeras» fue su canto del cisne.