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«Recuerdos de provincia», las políticas editoriales y los límites de una lectura nacional

Elizabeth Garrels





La propuesta original para este trabajo comenzaba así: «Tanto por la historia colonial de la región andina como por la del exilio del período republicano, un texto temprano del canon argentino como Recuerdos de provincia de Sarmiento (de 1850) resiste ser encasillado en una sola literatura nacional. Recuerdos es, se podría argüir, argentino y chileno a la vez». Luego seguía: «La actual óptica fronteriza, que muchos consideran hija hermenéutica de una época posnacional, sirve para iluminar las muchas cegueras y hasta arbitrariedades que han contribuido a producir las lecturas nacionales y/o nacionalistas en los siglos 19 y 20». Añadiría ahora, para aclarar, que la lectura de óptica nacional ha tendido a no dar suficiente cuenta de ciertas dinámicas regionales prenacionales cuyos efectos, aunque profundamente alterados, han continuado influyendo en la época nacional. Concretamente, me refiero a la pertenencia de la región cuyana a la Capitanía de Chile hasta 1776. Esta temprana red de comunicaciones, después fracturada, reprimida, pero nunca destruida del todo, junto con la cercanía geográfica entre Cuyo y Chile en contraste con la lejanía entre Cuyo y el litoral argentino, han logrado mantener un ir y venir frecuente por los pasos de la cordillera y, en la época republicana, una tenaz realidad fronteriza que puede ser estudiada como tal1.

Voy a centrar mi discusión de esta problemática en la cuestión de las ediciones que se han hecho de Recuerdos de provincia durante sus ciento cincuenta y cinco años de existencia. Sin contar las reimpresiones de una misma edición, ni las traducciones, ni los formatos de la antología o las llamadas «Selecciones», he podido identificar unas treinta y cinco ediciones que se han publicado hasta la fecha. No es casual que veintisiete -o casi el setenta y cinco por ciento- de éstas han aparecido en la Argentina (y todas en la provincia de Buenos Aires, con la sola excepción, que yo sepa, de una edición limitada hecha en San Juan en el año 2000). Tampoco es sorprendente que, sin contar la primera edición argentina, de 1896, todas han salido a partir de comienzos del siglo XX, época que corresponde a la plena institucionalización de una literatura nacional argentina, prueba de la aceleración y del éxito creciente de la formación dirigida y centralizada de una «comunidad imaginaria» argentina, y por lo tanto, de un público lector y consumidor nacional.

Creo que es justo decir que, en primer término, todas estas ediciones argentinas se han hecho para el público lector nacional, aun cuando una porción de ejemplares han salido del país para la venta en el exterior. De las ediciones que han intentado orientar -o dirigir- al lector con prólogos o notas editoriales, hasta las mejores no le han suministrado, ni al argentino ni al extranjero, suficiente información para poder apreciar la riqueza del material de tema chileno que aparece en el libro. Tampoco lo han hecho, dicho sea de paso, las tres ediciones chilenas que he podido identificar2.

Ahora bien, ¿por qué me interesa a mí, una norteamericana estadounidense, estos detalles bibliográficos? Mi interés se traza a una experiencia personal. Soy la editora y uno de los dos cotraductores de la primera traducción completa al inglés de Recuerdos de provincia, que recién fue publicada en Nueva York, por Oxford University Press, en febrero de este año. Como parte de un esfuerzo muy prolongado por resolver los muchos problemas que se me presentaron como cotraductora y editora del volumen (el cual iba a llevar -y lleva- prólogo, copiosas notas editoriales, una cronología del autor, etc.), me tocó buscar información sobre todas las referencias a eventos y personajes históricos en el texto que me parecían podían no ser reconocidas o entendidas por los lectores en inglés que no fueran especialistas en historia latinoamericana, porque precisamente estos iban a ser la gran mayoría de los lectores de la edición. Como Uds. se pueden imaginar, el número de tales referencias fue abrumador. En esta investigación minuciosa -agotadora y fascinante a la vez- descubrí dimensiones del libro que nunca había notado antes, y en particular, pude apreciar, de una manera nueva y enriquecida, su notable faz chilena. De allí, del trabajo que realicé para el recién bautizado Recollections of a Provincial Past, surgieron mis actuales reflexiones sobre el efecto que puede tener el simple hecho material de leer una edición producida en tal o cual país bajo la hegemonía crítica del patrón de la literatura nacional. Consta decir, a modo de advertencia, que mi aprecio del material chileno no llegó a tiempo en el proceso editorial para que se note mayormente en el volumen publicado; así que en esta ponencia, también se inicia una autocrítica.

De todas las muchas ediciones argentinas que he consultado directamente, la que me parece sin duda la mejor y la más satisfactoria para el lector contemporáneo es la de 1979, editada por Susana Zanetti y Margarita Pontieri3. Tiene un prólogo muy inteligente, y es la única que seriamente intenta iluminar la relevante historia provinciana de Cuyo, incluyendo las depredaciones que hizo la montonera del chileno José Miguel Carrera en el interior argentino, de las que habla Sarmiento. Sin embargo, ni su prólogo ni sus notas, que son excelentes, hacen justicia a la riqueza de la dimensión chilena del libro, y hasta se comete el error de identificar a Manuel Montt como presidente de Chile durante la década de los '40, cuando de hecho no lo fue hasta 1851. Quiero insistir en que no he venido olímpicamente del norte a castigar faltas. Mi propia edición en inglés apenas tiene cuatro meses de vida, y ya he comenzado a redactar mi fe de erratas. Conozco muy bien que toda editorial le impone a uno límites materiales -del número de palabras y páginas, de plazos para entregar el manuscrito y de fondos disponibles para la revisión y la comprobación de datos; a la vez, toda editorial define el mercado al que va dirigido el producto. Todavía en 1979, definiéndose el mercado como nacional argentino, o como todavía hoy en el caso de Oxford University Press, definiéndoselo simultáneamente como estadounidense, británico y global (ya que el mercado lector más grande del mundo es el de lengua inglesa), todavía el gastado paradigma nacional seduce, ejerce su fuerza por ser el más trabajado, el más cómodo. El resultado es que la visión lateral se descuida, el aspecto chileno del autor argentino todavía se desatiende.

Otra pregunta que ya tienen Uds. pleno derecho de hacerme: ¿Qué quiero decir cuando insisto tanto en la riqueza de la dimensión chilena de Recuerdos? No es mera cuestión de que el autor de treinta y nueve años hubiera pasado la tercera parte de su vida en Chile. Es evidente que el tiempo literalmente pasado no tiene por qué determinar el porcentaje del tiempo dedicado a su narración dentro de una autobiografía. Tiene que ver, más bien, con circunstancias que, en lo que me queda de tiempo, voy a organizar en tres temas.

El primero se articula mejor reproduciendo dos citas del libro. Una es muy conocida, y se trata del momento en el capítulo 17, titulado «Chile», cuando, después de contar su largo martirio en Santiago por ser extranjero, el autor declara el feliz desenlace, «ya estoy declarado por unanimidad bueno y leal chileno» (174-75)4. La otra, menos recordada, aparece en el capítulo dedicado a Domingo de Oro. En forma muy abreviada, se lee así:

En 1821, ...don José Miguel Carrera emprendía su campaña para pasar a Chile a vengar la exclusión hecha de su bando y la muerte de sus hermanos... El terror de los pueblos dura aún en las tradiciones locales; ...para aquellos pueblos [argentinos], el patriota chileno y sus feudos [enemistad] con San Martín, desaparecieron en presencia del pavoroso nombre de la montonera. Carrera, en efecto, para atravesar con seguridad la pampa, se había hecho argentino, y tomado el tinte nacional en su color más negro.


(56-57)                


El patriota chileno es el que fue poetizado por Neruda como héroe en su Canto general, pero sospecho que es desconocido por la gran mayoría de los lectores argentinos del texto hoy en día (aunque no por la afortunada minoría que haya manejado la edición de Zanetti y Pontieri). Lo que quiero subrayar aquí, más que el significado a menudo perdido de quién fue Carrera, es la posibilidad de metamorfosis que establecen estas dos citas. Es la metamorfosis que pueden experimentar tanto argentinos como chilenos en cuanto a sus respectivas identidades nacionales, sobre todo cuando están en el extranjero. En fin, aquí el mismo texto nos señala cierta fluidez en la identidad nacional del individuo cuando cruza la frontera.

El segundo tema relacionado a Chile se desarrolla en torno a la importancia que tiene en el libro la figura de Manuel Montt. Caracterizado por el historiador inglés Simón Collier como «autoritario» y «notoriamente intransigente», el poderoso político Conservador chileno fue el protector y mentor de Sarmiento a partir de los primeros meses de 1841, cuando se conocieron en Santiago5. Durante el primer gobierno del presidente conservador Bulnes (de septiembre de 1841 a septiembre del '46), un Montt relativamente joven, que apenas tenía tres años más que Sarmiento, ocupó numerosos cargos ministeriales, siendo entre otros, ministro del Interior, de Relaciones Exteriores y de Justicia. Durante el segundo período presidencial de Bulnes, Montt siguió ejerciendo una influencia enorme en el gobierno y dentro del dividido partido conservador (o pelucón), y para el año '49 se encontraba en la Cámara de Diputados en representación de Santiago. Este mismo año, mientras Sarmiento escribía sus Recuerdos, ya corrían rumores en Chile de la posible candidatura de Montt en las próximas elecciones presidenciales. Tal posibilidad enfrentaba mucha resistencia no sólo por parte del mismo Bulnes y el grupo sustancial de Conservadores moderados sino de una oposición Liberal cada vez más nutrida y beligerante. Cuando Sarmiento publicó sus Recuerdos en febrero de 1850, ya el rechazo a una candidatura de Montt se palpaba casi de manera física en el aire. Para muchos chilenos, Montt representaba el heredero de la política represiva de Diego Portales.

En los meses después de la aparición de Recuerdos, la crisis política se agudizaba. Para octubre del mismo año, un Bulnes poco entusiasta tuvo que aceptar a Montt como candidato oficial del partido conservador. En reacción a este hecho consumado, pocas semanas después un puñado de socialistas (o igualitarios) se apoderó del pueblo de San Felipe, al norte de Santiago, y en seguida se declaró el estadio de sitio en las provincias de Santiago y Aconcagua. Lo que Sarmiento denunció como «el motín sedicioso de San Felipe», en un panfleto que publicó el mismo mes de noviembre, fue seguido por otros eventos que lo alarmaron aún más, como por ejemplo la rebelión, en Santiago, de un regimiento del ejército, la toma de un cuartel de artillería y una cruenta batalla callejera que duró más de una hora, dejando un saldo de 200 muertos, en abril del '516.

Durante todo este tiempo Sarmiento defendía a Montt con su energía característica en la prensa. Montt ganó las elecciones, y aunque hacía varios meses que Urquiza, en el lejano litoral argentino, había roto con el dictador Rosas, Sarmiento esperó hasta seis días antes de la inauguración de Montt para salir de Chile, el 12 de septiembre de 1851, con el fin de reunirse al Ejército Grande7. Cuatro días antes, los Liberales de La Serena en el Norte Chico del país se habían alzado y tomado control de la ciudad. Al saberlo en Santiago para la fecha de la inauguración, se desató una guerra civil que duró hasta enero del próximo año.

En Recuerdos, Sarmiento distingue a Manuel Montt, haciéndolo el único «extranjero» -es decir, criollo no rioplatense- que merece su propio retrato extendido. Todos recordarán que se trata de un retrato bastante elogioso pero a la vez, por momentos, curiosamente guardado. Es más, contiene algunos pasajes tan abstractos o poco explícitos que durante muchos años me resultaron entre los más difíciles de entender del libro. Por ejemplo, cuando se lee:

Don Manuel Montt tiene todas las dotes del hombre público, faltándole la única que debiera darle complemento y objeto, la ambición decidida, sin la cual la fama adquirida, el prestigio, la estimación pública, no son sino un mal hecho al país, una desviación de fuerzas que se alejan del punto céntrico a donde son llamadas, y establecen un contrapeso exterior que puede causar perturbaciones al Estado...


(164)                


Me parece que aquí Sarmiento puede estar criticando a Montt por haber tenido, cuando era Ministro del Interior, la mano demasiado blanda para tratar a la oposición política de su país, una falta que muchos de sus compatriotas contemporáneos y después varios historiadores chilenos liberales no le quisieron atribuir. Es cierto que, en este retrato de Montt, el autor menciona la campaña electoral en curso como una batalla de partidos (p. 160) y también los dramáticos debates entre Montt y Lastarria en la Cámara de Diputados durante el '49 (165). Incluso es probable que aluda a los adversarios parlamentarios de Montt cuando habla del «bárbaro con frac» (166) y de los «tartufos imberbes» (165) que imitan a Rosas sin saberlo. Pero aquí Sarmiento quiere presentar a su amigo y mentor como un político de una rectitud ejemplar y como víctima de una oposición cada vez más irresponsable que no lo sabe estimar. ¿Su motivo? Piensa en sus lectores argentinos, claro está, a quienes quiere presentar el credencial político de haber sido discípulo del famoso Manuel Montt.

De todo esto se podría decir mucho más, pero lo que he querido mostrar aquí es que sin una aclaración de este fondo político chileno, que podría darse en un prólogo o en notas editoriales, todo este pasaje de Recuerdos corre el riesgo a recibir una lectura trunca y en parte superficial. Este era el presente chileno del libro, el que vivía Sarmiento día a día mientras lo componía. Confieso que no conozco ninguna edición existente de Recuerdos que contenga una discusión que le haga justicia a ese presente, y ahora incluyo en esta crítica general todas las muchas ediciones en español que he podido consultar, sin tener en cuenta su nacionalidad, y también la traducción francesa, prologada de Marcel Bataillon, y, repito, la reciente traducción inglesa, prologada y editada de la que les habla ahora8.

Para terminar, hay otro presente chileno del que idealmente habría que dar cuenta. Me refiero a la vida cultural, social y sobre todo económica de Chile durante la década de los 1840. No me refiero al medio cultural en el sentido en que lo describió Norberto Pinillo hace años ya y que tantas ediciones han seguido repitiendo9. Me refiero al tipo de densa contextualización histórica que en 1988 esbozó el historiador Luis Alberto Romero en su excelente ensayo «Sarmiento, testigo y testimonio de la sociedad de Santiago», o al tratamiento que podría habernos dado un Ángel Rama si viviera hoy y pudiera aprovechar todo el trabajo intelectual relevante que se ha producido desde su muerte10. Cuando pienso en las condiciones en el medio chileno de los años '40 que le posibilitaron a Sarmiento escribir su mejores obras literarias, no puedo menos que recordar lo que subrayaba Rama en su capítulo sobre «La transformación chilena de Darío»11. Siempre con sus ritmos, grados y detalles diferentes, hay una analogía que se puede trazar entre los '80 y los '40 en la república chilena. En cada una de las dos décadas, había un clima de relativa tolerancia política y libertad de expresión, y se vivía una etapa de modernización profunda, con un activo comercio marítimo en el mercado internacional y con importantes cambios de infraestructura, una creciente prosperidad económica y gente, incluyendo a nacionales chilenos, que reunía verdaderas fortunas.





 
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