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Recuerdos de viaje

Lucio Vicente López



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Nació en Montevideo -donde se encontraba su padre perseguido por la tiranía- el 13 de Diciembre de 1848. Hijo de Vicente Fidel López y nieto de Vicente López y Planes fue como ellos escritor y político. Perteneció a la generación que se inició en «El Nacional» en 1877; fue discípulo de su padre en el cultivo de los estudios clásicos y secretario del ilustre Juan María Gutiérrez.

Se graduó en 1872, en la Universidad de Buenos Aires. Actuó con la brillante juventud autonomista de 1874, que venció en los campos de batalla, e intervino en las luchas parlamentarias de 1876 a 1880. Ocupó la cátedra de Historia Nacional en la Facultad de Humanidades y escribió una Historia Argentina que es uno de los libros más fundamentales sobre nuestra época colonial.

En 1880, disgustado con el rumbo de la cosa pública, se fue a Europa; resultado de ese viaje es el presente libro, lleno de gracia y escrito en brillante estilo.

A su regreso volvió a El Nacional con Sarmiento, Del valle y Juan Carlos Gómez. Fundó más tarde Sud América, con Pellegrini, Groussac, Gallo y Lagos García; en sus columnas publicó su célebre novela La Gran Aldea, que obtuvo un éxito ruidoso.

Nombrado catedrático de Derecho Constitucional y Administrativo en la Facultad de Derecho de Buenos Aires, y más tarde de Académico de la misma, formó con sus enseñanzas una selecta pléyade Juvenil. Preparó algunos estimados textos de estudio entre ellos su Derecho Administrativo, notablemente escrito. Su labor literaria, en diarios y revistas, fue abundante y selectísima.

Ligado fraternalmente a Del Valle, fue, en su famoso ministerio de 1893, Ministro del Interior, Interviniendo en ruidosos debates. Nombrado Interventor de la Provincia de Buenos Aires, presidió con el aplauso unánime su reorganización política y administrativa.

Murió en duelo, a los 46 años de edad, el 29 de diciembre de 1894.





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ArribaAbajoEn el mar

Océano Atlántico, mayo 19 de 1880.

Cuando se sale del Plata y la nave asoma la proa en el Atlántico, lo primero que viene a la memoria es el recuerdo de los descubridores, de aquella falange de aventureros castellanos y portugueses que comienza para nosotros con Juan Díaz de Solís y Diego García, y que termina en el corazón de nuestros grandes ríos con Oyolas y con Irala, los fieros soldados de Mendoza.

Al caer la tarde del 9 de mayo, cuando ya el azul peculiar de las ondas amargas me indicaba la lejanía de la tierra, me ha parecido ver entre las nubes pardas del horizonte los altos y tallados castillos de las urcas y carabelas de Vespucio o de Solís, buscando ávidas en las corrientes marinas, las desviaciones de la tierra americana, para hallar un canal al mar de las Indias, que Balboa sorprendió más tarde desde las copas de los bosques del Istmo. Si alguno de mis lectores ha visto en el Museo de Buenos Aires una colección de tábulas pintarrajadas y toscamente esmaltadas, con láminas de nácar, que representan las proezas de Hernán Cortés y de sus soldados en la conquista del imperio de los Aztecas, notará las altas popas de   —8→   las naves del siglo XVI idénticas a las que vinieron a nuestro río trayendo a los primeros fundadores de Buenos Aires: anchas, infladas, cortas y altísimas; con las jarcias cruzadas y diagonales como las naves del Lacio, y ostentando en sus topes largas y lucientes banderolas en cuyas fajas brillaban las armas de Castilla y de Aragón. Con los ojos en la vasta inmensidad, recorriendo el aro circular que cierra el horizonte, he permanecido pensando por largo tiempo: cómo fue que aquellos imperfectos cascarones, semejantes a las de las tortugas, pudieron salvar el océano y arrojar, sanos y salvos, sobre las tierras americanas a sus temerarios tripulantes. Alguna vez se me ha demostrado que si esas proas redondas y de formas indolentes, parecidas al pecho de los cisnes, carecían del filo angosto y cortante de la proa moderna, tenían todas las condiciones de flotación de aquellos poéticos habitantes de los lagos, de modo que las tormentas jugaban con ellas sin sumergirlas, como juegan las brisas del espacio con el globo aerostático, sujetándolo a sus corrientes, meciéndolo en sus ráfagas y haciéndolo flotar como si las ondulaciones de su cuerpo fueran efecto de la embriaguez.

La América no ha honrado bastante todavía a Colón y a su grupo. Nosotros le debemos a Solís un monumento sobre las barrancas de la costa oriental. ¡El Estrecho debía estar abierto por la estatua gigantesca de Magallanes, y desde los bosques del Darien, la figura majestuosa de Balboa debía erguirse enseñando con la diestra la extensa y dilatada mar del Sur y la ruta al mar de las Indias!


Estamos bajo el trópico. Allá en la estela luminosa   —9→   en que ha revuelto el hélice sus aletas, ha quedado el Plata, el ancho y dulce seno en que vive la patria. El calor es sofocante: un cielo gris que parece una bóveda de metal caldeado, nos quema dentro del camarote, y si salimos al ancho puente a aspirar una ráfaga, el aire nos consume y nos sofoca como si estuviéramos en una fragua gigantesca. Las estrellas son aquí pálidas y lácteas como los ópalos; las nubes pesadas y negruzcas como si amenazaran eternamente el estallido de la plétora exuberante de estas regiones; la bóveda celeste no tiene aquella brillantez y colorido peculiares de nuestro cielo argentino, y parece que quisiera engendrar vida y formas hasta en la misma superficie instable de las ondas.

Don Juan María Gutiérrez me había contado muchas veces su pasaje por el trópico a bordo del Edén y yo había soñado una hipérbole bajo la influencia de los colores que mi viejo y llorado maestro empleaba para iluminar aquellos ágiles y elocuentes párrafos de sus conversaciones. Un bergantín elegante, con altos y gallardos masteleros, llevando en su seno a Gutiérrez y a Alberdi, dos protagonistas de la generación de 1835, que se estrenó bajo los paternales consejos de Echeverría, que cantó a Mayo entre los muros de Montevideo, e interpretó a Alfieri y a Silvio Pellico bajo las garras abiertas del tirano, era el conjunto de mi leyenda; y yo la veía desarrollarse precisamente teniendo por teatro la cubierta del Edén y por escenario las opimas regiones del Ecuador. ¡Oh, amado y sabio maestro! En el seno vibrante de este monstruo, que traga 50 toneladas de carbón todos los días y que muge como un bisonte, arrojando espuma por las fauces al hendir con la proa la rizada superficie del océano, yo no encuentro aquella región narrada por tu lengua escogida, y   —10→   vivificada por las fantásticas memorias juveniles; paréceme encontrarme bajo los cristales empañados de un inmenso invernáculo dentro del cual hierve el agua que distribuye el calor a las plantas de otros climas. Los movimientos vibrantes del hélice llevan mi pluma al acaso sobre el papel como si fuera la aguja de un minutero; ¡la paciencia con el ruido no cesa y la prosaica realidad de los progresos modernos del vapor, disipa de mi imaginación la sombra blanca de tu nave, mecida como un alción, que, con las velas abiertas, espera el despertar de las auras dormidas!

La poesía y la estética han sido suprimidas en los buques modernos; faltan las impresiones del mar. La eterna cubierta convertida en un salón de lectura en que todos, sin excepción leen, con los ojos cerrados, los libros que el ingenio ha dotado de mayores atractivos, no presenta la perspectiva de las cubiertas de los buques de vela. Nos faltan todas las emociones de los marinos, las prontas guisadas del barco, la pesca del tiburón, las bordadas en que la nave, tomando el viento de bolina, entrega uno de sus flancos a las olas y se inclina sobre ellas como una virgen que quisiera ver su sombra en sus cristales. La mirada busca en vano los senos hinchados de las velas desde el tope hasta la mayor, las velas de estay, las alas y arrastraderas y la serie de los foques levantando la nave sobre su proa como se levanta, sobre la rienda, la cabeza de un caballo a escape. Sólo un raquítico trapo presenta su flanco al viento, los negros caños, arrojando bocanadas de humo turbulento, nos dicen que la fuerza que nos impele no está en el árbol de los mástiles, sino en las entrañas del casco que tragan incesantemente el agua que necesitan para alimentarse y la vomitan incesantemente también para volver a tragarla   —11→   como un monstruo dominado peor una sed insaciable.

¡Oh, extenso mar! La nave de vela es tu hija predilecta. Nosotros somos un pedazo de ciudad moderna arrojado sobre tu inmensidad, con todo el sibaritismo, de la época, y con los mimos y las exigencias de la vida artificial que llevamos. Nuestro buque es un hotel, una fábrica, en donde todo, hasta el ruido infernal de la máquina, contribuye a convencernos de que no hemos abandonado la tierra todavía y que estamos circundados por el bullicio de las ciudades populosas. Asomo la cabeza por la ventana circular de mi camarote y veo a poco trecho de nuestro costado un precioso brick americano que pasa como un pájaro, volando a merced de las ráfagas del nordeste y llevando tal vez a Buenos Aires nuestras dulces memorias. Ayer, no más, la misma nave clavada sobre las ondas, faltas de vida las ociosas velas, y fulminada por los rayos del sol ecuatorial, se balanceaba torpemente, ebria de pereza y de laxitud en el océano; el capitán, un tostado virginiano, que escandalizaría con su pronunciación nasal el oído aristocrático de los ingleses, pateaba de babor a estribor enfurecido por la haraganería escandalosa del viento, hasta que éste, despertando después de una siesta de nueve días y nueve noches, ha querido demostrar lo que en estas regiones el viento descansa, lo que le conviene descansar sin preocuparse para nada de la máxima codiciosa de los ingleses.

Vamos con rumbo a las islas de Cabo Verde en demanda de carbón. Hemos dejado a Fernando de Noronha a la derecha y navegamos en pleno océano. La costa americana está muy lejos; la curva que nos separa del Plata forma un arco muy pronunciado en el globo de la tierra. Otro cielo nos protege; otras estrellas iluminan nuestra ruta. La   —12→   Cruz del Sur nos ha acompañado hasta hace poco, pero ya se ha sepultado bajo la curva en los azules espacios meridionales. Estamos en la mitad superior de esta naranja que rueda en el vacío en donde el hombre, guiado por sus proporciones moleculares, queda deslumbrado ante la inmensidad de los mares y de la tierra, sin comprender la infinidad del universo. Me viene a la memoria aquella originalísima canción, de Béranger que representa a Dios mirando con un lente prodigioso los mundos, y descubriendo entre los más pequeños un grano esférico en cuya superficie se devoran unos a los otros millones de átomos animados, representando la ignorada tragedia de las hormigas sobre la superficie del melón carcomido. Aquella cresta que podría levantarse con la uña de un gigante, es una cadena de montañas; aquella gota de agua que brilla sobre la cáscara, un océano; aquel punto negro, conjunto de materia en movimiento, una ciudad, un pueblo. ¿Dónde se va la grandeza de la tierra y la gloria del hombre, cuando el lente del Creador se interpone entre nosotros y el infinito?

Yo caería abismado como un fanático recalcitrante si la religión estuviera basada única y exclusivamente en la contemplación del infinito y de lo inconmensurable. ¡Qué cuadro tan sublime nos representa Atahualpa arrojando a los aires el breviario del padre Valverde y mostrándole la palabra de Dios en las alturas! El fetichismo católico no se ha inspirado nunca en las fuentes vírgenes de la ejecución y por eso Humboldt, el dulce y sabio contemplador del Universo, tiene más títulos para ser el sacerdote supremo del hombre moderno que León XIII con todos los prestigios del arte profano que ilumina los muros del Vaticano: allí la religión no existe sino bajo la condición de la   —13→   existencia del color y de la forma, hijas del arte griego, adoptadas por el arte católico.

A bordo del Elbe se han celebrado en los dos domingos transcurridos los deberes religiosos. Hace un momento que en un piano, lastimosamente desafinado por la acción de las auras marinas, se han extinguido las últimas notas de los salmos bíblicos cantados por los miembros de tres familias protestantes, desde los padres y las madres respectivas hasta los niños y las nodrizas. Sus voces mezcladas sin ningún género de pretensiones artísticas, forman un conjunto melódico, sencillo hasta la más primitiva simplicidad, menos monótono y menos mecánico que el murmullo nasal de nuestras letanías, pero siempre repitiendo la misma frase musical que comienza y termina invariablemente con cada versículo, hasta que los cantores se duermen de pie, cantando siempre, absorbidos por el sentimiento místico que los inspira. Tiene mucho de tierno y de noble ese círculo numeroso y sencillo del hogar inglés en el día domingo; y si el arte no concurre a dar los retoques de la estética a aquella escena, no puede negarse que la fe religiosa la ilumina con las tintas simpáticas y suaves del amor y de la virtud.

En medio de la ceremonia asomaba la cabeza por uno de los largos corredores del buque y observaba la escena un muchacho de 18 años más o menos; y como todos los ingleses de a bordo eran protagonistas en aquel momento, me llamó la atención ese curioso, que teniendo en todo su rostro bien impresos los rasgos fisonómicos de John Bull, se mantenía irreverente y alejado de aquel grupo de sus compatriotas que adoraban al Señor.

-¿Y usted por qué no reza? -le pregunté en el mejor inglés que pude preparar de antemano.

-Because I am catholic -me contestó sonriendo-   —14→   and Yrish -agregó. La pregunta no tenía réplica; el irlandés estaba en su perfecto derecho de mantenerse retraído de aquellos compatriotas herejes.

-¿Y sabe usted lo que cantan en este momento? -insistí yo, tratando de orientarme en el significado de las oraciones.

-Están cantando el salmo en que David cuenta cómo de una pedrada dejó tuerto al gigante Goliat.

Me quedé pensativo y puse a prueba todas las fuerzas mensajeras de la memoria para recordar y confirmar el dato de mi irlandés. ¡Ah! ¡En vano! Mis escasas lecturas de la Biblia se habían disipado. Mi irlandés notando mi silenciosa incredulidad, insistía en convencerme; y ante su cara impávida, y peculiarmente ingenua, casi estaba por admitir la escena de la pedrada como canto sagrado, cuando un hombre de edad tomó bruscamente del brazo a mi interlocutor y lo sacó fuera. No había tal canto religioso; temí por un momento que el irlandesito hubiera querido burlarse de mí, y me incliné después, por amor propio, a creer que quiso pasar por muy informado en el culto protestante; pero ni una u otra razón justificaban el dato del irlandés. Este pobre muchacho era un loco, cuyos padres, estancieros del Pergamino, lo mandaban a un afamado manicomio de Dublin; la noche antes, en momentos en que uno de esos turbiones rápidos y pasajeros del trópico azotaba el costado del buque y hacía silbar las cuerdas, el irlandesito, en la cubierta, corriendo despavorido, procuraba tomar caballo para atajar la majada, que, según él, vagaba errante en aquel momento perseguida por el huracán; ¡se creía en su rancho y en sus campos cuidando el rebaño de sus padres!

¡Todavía no me perdona un caballero inglés, compañero de viaje, que yo me ría por haberle   —15→   oído cantar el salmo en que David deja tuerto de una pedrada al gigante Goliat!

Por las noches, para matar las horas monótonas, sentados sobre el puente y observando las evoluciones de las estrellas o el casco todavía escaso de la luna, que, como una galera en fuego, desaparece en el océano, hemos pasado momentos deliciosos, oyendo las dramáticas recitaciones de los oficiales que nos cuentan sus viajes por países y mares remotos. Uno de ellos, gallardo muchacho de 25 años, que me trae a la memoria, no sé por qué asociación de ideas, el tipo de Henderson de la Novia del Hereje, me cuenta sus viajes por los mares de la China; ha comenzado su carrera sobre la cubierta de un clipper en cuyo velamen se habían empleado dos mil quinientas yardas de tela, y cuya marcha con viento en popa rayaba en 15 y 16 millas. Los fletadores del Eolian, ávidos por ser los primeros conductores de la nueva cosecha del té, procuraban siempre que su capital penetrara el primero en Liverpool; y la codicia humana buscaba y anhelaba la tormenta para soltar a sus ráfagas curiosas todas las alas de la nave, y volar con la tempestad como los pájaros de la mar. De pronto el huracán, encerrado en el cóncavo seno de la gavia, brama por dar salida a la ráfaga al través de la tela; en vano el noble tejido resiste, pues al fin el cable de la escota cede y revienta descargando con sus extremos, enroscados como una culebra, un latigazo furibundo, y la vela, libre del mástil, se escapa y atraviesa la obscuridad perdiéndose en ella a la distancia, como si fuera el blanco pañuelo de una niña que el viento hubiese arrancado de sus manos. El Eolian y sus compañeros de la misma compañía de Clippers, representaban con sus rivales, en aquellas carreras alígeras, la batalla de los Horacios y de los Curiacios; algunas   —16→   veces todos los clippers arribaban a los puertos ingleses con más o menos intervalos de tiempo, pero no pocas veces, alguno de los émulos del Eolian quedó sepultado en las profundidades del mar, con los palos para abajo y mostrando la quilla: el hueso central de la pechuga, como dicen los marinos cuando hablan de esta posición incómoda. Las novelescas leyendas del Flying Dutchman, del Red Rover y del Pirata no alcanzan la fantástica realidad de los viajes de los clippers modernos.

Otro oficial me ha contado sus viajes por el Norte, sobre aquellos mares agrios y sañudos que navegaron las flotas de los antiguos normandos. Inmensos desiertos en el invierno, el horizonte cierra sus líquidos y azules límites por una barrera de blancas y puntiagudas montañas de hielo, que semejan las ruinas de una ciudad abandonada y congelada bajo los fríos boreales. El marino allí se defiende del témpano flotante que lo acomete con el empuje que le imprime la variación de las corrientes; ¡allá va la masa muerta boyando al acaso y desprendida de los eternos muros polares! Ni un rastro de la tierra sobre ella, ni una hoja de verdura, ni un rayo de la cariñosa y fecunda naturaleza del globo sobre aquel terrón de las aguas congeladas. A veces, para demostrar más al hombre la salvaje fisonomía de aquel inmenso sudario de la tierra, el témpano sirve de flotante pedestal a un oso blanco, que, sentado majestuosamente sobre él, semeja en todo su conjunto un trozo de escultura digno de figurar al pie de un pórtico asirio. ¡Oh, cincel maravilloso del capricho y de la fantasía! ¡Tú bordas incesantemente en los copos sutiles de la nube y en la masa diáfana de los hielos, los cuadros y las formas que ningún artista humano   —17→   derramó jamás en la tela o arrancó de las duras y rebeldes venas de la piedra!

En las narraciones de los viajes por los mares polares terminan tiritando de frío todos los circunstantes; ya nos parece vernos en aquel los extremos embrionarios de la tierra: ¡y estamos bajo el mismo solio del sol en el propio centro del Atlántico, frente a las regiones en que la tierra abre, en un amor continuo y nunca interrumpido, sus senos ardientes a los besos del astro bajo cuyas caricias se abren, abanicadas por el aura, las indolentes y voluptuosas hojas de los bananos, y se cimbran los troncos esbeltos y lascivos de las palmeras!

Los oficiales del Elbe han hecho el gasto de charla, en la mitad de la noche. Ahora nos toca a nosotros; y más de uno se carcome de envidia con la historia del Rey de las Manzanas que les hace mi compañero, y en la que yo pongo mis notas. Recuerdo que Miguel Cané, nuestro amado Miguel (permítaseme este desahogo en el océano), se escandalizaba de la pronunciación con que los ingleses disfrazaban a Mejillones: Maiquel Jones. Pues bien; nosotros hemos conseguido un espécimen de spelling ¡mucho más divertido; merced a la dúctil lengua de mi oficialito del Eolian, Shayhueque se llama Shawguiayquay. En vano trabaja y hace un ruido infernal con el paladar, en medio de las más dolorosas gesticulaciones, la lengua sajona no da más. No debemos reírnos nosotros; en el Plata una antigua y noble familia de apellido Speakerman fue llamada Piquiman a la segunda generación. ¡Nunca encontrará la filología un bastardo más escandaloso!

Hemos tenido suerte embarcándonos en el Elbe. Hasta ahora no nos hemos fastidiado ni un momento, y no sé si me atrevería a asegurar que soy de los halagados con la idea de llegar a   —18→   Southampton el 31 como lo pretenden las impacientes rotaciones del hélice. Si un muchacho soltero hiciera esta confesión, más de una sonrisa se dibujaría en el rostro de los lectores maliciosos. Pero nuestra resignación con el viaje es amenizada todos los días por los oficiales del vapor, que son nuestros buenos amigos. Todos han viajado mucho; el uno al sur, el otro al norte, éste a las Antillas, aquél en la India; y la charla rueda, y rueda incesantemente sobre las errantes peregrinaciones del hombre sobre la tierra. Tengo libros, mesa, papel y tinta en mi camarote, que es una habitación con dos ventanas a una plaza solitaria en la que no incomoda el ruido de los carros; y me atrevería a escribir un viaje, ¡porque no hay punto del globo, hasta la fecha, que no hayamos visitado siguiendo el movimiento incesante de la lengua de nuestros ingleses!... ¡y hay les llama fríos y egoístas, secos e incomunicativos! Si estuviera en una nave de otra nación (no ofendo a nadie y no excluyo a los nuestros), habría tal vez ocasión para pensar si nuestros huéspedes tenían o no la fantasía muy propensa a la inventiva, pero delante de la sobria simplicidad de los ingleses, ni la sospecha de la mentira se asoma al espíritu!

Es más fácil encontrar un inglés que beba grosella, que un inglés que mienta cuando trata con caballeros.



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ArribaAbajoEl centenario de Rivadavia en el Océano

Océano Atlántico, mayo 20 de 1880.

Hoy se animan los recuerdos de la patria; todos estamos con el pensamiento en Buenos Aires y pretendemos convertir la extensa cámara del vapor en un pedazo de suelo argentino. Los ingleses se prestan con un entusiasmo febril a cooperar en la fiesta; nos han acompañado a ensayar nuestro himno para partes y coros y su decisión es tan vehemente, que hasta uno de los pastores presbiterianos que nos acompañan, aunque anciano ya, se enardece, sobresale en el coro y canta como si cantara «God save our gracious Queen», «¡Sean eternos los laureles que supimos conseguir!». El otro, un anglicano que por simple placer hace el viaje de ida y vuelta del Elbe, comienza a contagiarse con el ardor patriótico de su colega disidente. El día de la reina Victoria está próximo, y los argentinos nos preparamos también a mezclar nuestras voces en el himno inglés para cantar con sus súbditos:


Send her victorius
happy and glorious
long to reing over us.

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La fiesta ha sido hermosa y todos hemos tomado parte en ella. ¡Ojalá se haya celebrado en la patria con los dulces himnos de la paz! He contado a grandes rasgos la vida de Rivadavia en medio de la más elocuente simpatía de argentinos y extranjeros y mis cortas palabras han merecido el honor de la traducción de parte de un inglés entusiasmado.

Una lógica asociación de ideas me trae a la memoria en el día de Rivadavia, el recuerdo de la Misletoe y de la Fama, saliendo del Plata al océano con Mariano Moreno, para darle al poco tiempo sepultura en las aguas saladas, como a Palinuro, el piloto de Troya; del Agenor, clavado en el banco Inglés salvando en sus despojos a Valentín Gómez, mientras que la balsa de Luca desaparece para siempre con el cisne que canta su último himno; de la Mosca perdida con Rojas (su hermano en la vida y en la muerte), y de las naves, por fin, que en 1814 llevaban a Europa a Sarratea, Belgrano y Rivadavia, con un programa de transacciones que debía desarrollarse con cuadros tan varios, como los que ofrecieron las nobles tentativas del último sobre el gabinete inglés, y escenas tan grotescas como aquellas en que figuraba como protagonista el aventurero conde de Cabarrús.

En aquellos viajes interminables en que el viento, el siempre caprichoso elemento, era la única fuerza con que contaban los viajeros, ¡cuánto debieron sufrir nuestros padres cuando la vela, batida de frente, los obligaba a retroceder, o cuando caída y colgando de las vergas aumentaba la impaciencia de los corazones ávidos por una ráfaga propicia! ¡Cuánto debieron sufrir ellos, llenos de dudas por la suerte de aquel embrión de patria   —21→   que habían dejado, espoloneados por el aguijón de la esperanza, martirizados por la falta de fe unas veces, y otras por lo negros temores que les inspiraban los hados todavía indescifrables de la República Argentina!

Rivadavia ya pertenece a la posteridad; en el día de su centenario puede ser juzgado como Chatham o como Mirabeau, dejando destacarse las líneas incorrectas y gruesas de su fisonomía a la simple luz de la historia; exhibiendo su espíritu amplio y fantástico como el de un profeta judío, diseñando aquel físico ampuloso y sacerdotal que cae tan simpáticamente aún bajo la punta del lápiz más inexperto. El vano elogio extinguido con la loa, que nuestros padres alcanzaron hasta el primer cuarto de nuestro siglo, ¡sería indigno de Rivadavia en el día de sus cien años!

Arrebatarle uno de sus defectos sería como incurrir en la necedad de pretender contornear aquellos labios gruesos, aquellas mejillas de tritón y aquella cabeza hermosa y tosca que siempre parecía iluminada por la revelación de la verdad. Frío e indiferente con los detalles nimios de la vida, omnipotente en la tribuna y en la antecámara, incompatible a los efectos de la ternura, su inteligencia capaz de comprender la majestad de Eneas perorando ab alto toro, era rebelde para enternecerse con la nota melancólica y sentimental de los Tristes. No hace mucho que un viejo amigo norteamericano, que está en el Plata desde 1824 y que conoció a Rivadavia y a San Martín, al recordar al primero lo hacía siempre con la más estricta gravedad, mientras que hablaba del segundo con una abierta y completa simpatía. El rastro luminoso del primero envuelve todavía su figura como la de un astro para todos sus contemporáneos, tanta era su majestad; mientras que la figura   —22→   de San Martín, a pesar de su altura, permite apreciarlo en su inmortalidad como a un camarada. Rivadavia nunca fue camarada de nadie, aunque tuvo muchos amigos; el respeto se difundía a su alrededor, y es fama que el pescuezo del coronel Castañón, su edecán, no salió nunca del martirio de una rigidez metálica mientras Rivadavia estaba en su despacho. El ingenio o la lógica de su origen, si el dato es exacto como lo creo, han revelado el apellido genuino de Rivadavia; sus antepasados, llamáronse Riva da Vía (orilla del camino, en portugués), y en el vástago tal vez se revelaba la soberbia sangre lusitana.

El niño que nació ahora un siglo, deletreó las primeras sílabas en los bancos de la escuela de don Marcos Salcedo, donde seguramente la letra entraba con sangre y la palmeta tomaba una gran parte en la educación popular. Bajo las bóvedas del CONVICTORIO CAROLINO, se encontró por primera vez en el campo de las ideas con los que debían ser después sus compañeros; y estudió filosofía en el curso que don Valentín Gómez dictó el último año del siglo pasado y el primero de éste. En aquellas bóvedas y en aquellos bancos fueron condiscípulos con él, el simpático Matías Patrón Tomás Anchorena el tribuno del Congreso de Tucumán, Manuel García el primer financista de la revolución y el sensato ministro de Rodríguez, después, don Juan Ramón Rojas, militar y poeta, y Vicente López, el autor de la Canción Patria que nuestros abuelos no podían entonar sin las lágrimas de los grandes recuerdos en sus ojos. Si algún pintor pudiera arrojar sobre el lienzo aquel grupo de condiscípulos sobre cuyos destinos la providencia ya había dictado sus designios, haría un hermoso cuadro, comparable con aquel otro grupo que representa en Inglaterra a los jóvenes   —23→   fundadores de la Revista de Edimburgo, llamados después a manejar el imperio político y literario de su tiempo. He aquí un rasgo de la vida de Rivadavia que merece anotarse: discípulo también del presbítero Fernández, lo protegió siempre cuando dispuso de grandes posiciones públicas; ¡fue ese el único favoritismo que consideró compatible con su primitiva y casi salvaje integridad!

No fue abogado; ni el gorro ni el anillo de la ciencia le fueron discernidos; pero amante apasionado de la educación primaria y superior, su nombre, arrancado de los anales escolares y universitarios, representaría una culpable omisión de parte de sus biógrafos. Él funda para siempre con Rodríguez y su condiscípulo García, la Universidad en 1821, levantando su voz en aquel acto donde nació la casa en que se han formado las generaciones argentinas, que comienzan con Lafinur y los Varela; las que les siguen con Cané (el viejo) Alsina, Gutiérrez, Alberdi; las subsiguientes ya despotizadas por la tiranía y las recientes en que los niños del aula vuelven a las cátedras con Goyena, Estrada, Wilde y tantos otros cuya lista me es dulce recordar. Rivadavia fue el importador de los primeros sabios europeos. Asilado en Londres encuentra a Carta Molina y lo envía a Buenos Aires para plantear los estudios de las ciencias naturales. Los primeros instrumentos perfeccionados de física los obtiene este sabio italiano, prófugo del papado y de los reyezuelos de los diversos estados de la Italia esclava. Protege a Mossoti, Fabricio Mossoti, cuya tumba visitaré para cumplir el voto de un antepasado, mío, muerto ya como él, con quien se amaron en la inteligencia y con el corazón, contemplando los cielos meridionales con la serenidad de los mismos espacios que observaban. Dulces y puros espíritus ambos como el velo de la Vía   —24→   láctea, en cuyo elemento cósmico sumergían unidos la mirada, tratando de indagar los misterios de aquel girón luminoso del universo, en donde Dios derramó el núcleo insumable de los mundos.

Pero me adelanto demasiado y paso por alto los primeros tiempos de la vida pública de Rivadavia, aquellos que sucedieron a las invasiones inglesas y que lo contaron como guerrero en los cuadros del Tercio de gallegos. Actor de la Revolución, reveló en las reuniones preliminares que la prepararon la pujanza característica de sus propósitos, con la voz cavernosa y sonora a la vez con que acostumbraba hacer vibrar su palabra en los clubs y en las asambleas revolucionarias. Ministro de la Guerra, a la caída de Saavedra, mantiene abierto el templo en la lucha exterminadora para castigar con todo el rigor de la ley al orgulloso y temerario Alzaga frente a los mismos balcones en que el Alcalde de 1807 había reparado el desastre del puente de Gálvez. Con su indomable energía habilita el desprovisto ejército del Alto Perú para que Belgrano avance sobre Tristán, lo deshaga en Tucumán y lo rinda en Salta. Pero cae antes de estas victorias, a las que había cooperado, arrastrado por la ola revolucionaria, que agitaba al mismo tiempo el mar de las pasiones. Aquella conjuración de Alzaga, entre cuyos inclementes refrenadores figura Rivadavia, como columna capital del cuadro, y en cuya penumbra se destacan distintivamente los perfiles de Agrelo, de Vieytes y Chiclana y el busto y vengador de Monteagudo, semeja una escena de la revolución francesa, en la que bebieron nuestros padres toda la savia que alimentó a la nuestra: la organización política de los ejércitos, y los triunfos y los directorios, los himnos, el gorro frigio, la escuela literaria y la pomposa y clásica majestad de las arengas. La   —25→   revolución no se habría salvado sin el sacrificio de las cabezas españolas; las crueldades de Potosí, Cochabamba y la Paz, bañadas en sangre, como lo dice la Canción histórica, trajeron la represalia de Cabeza de Tigre, la ejecución de Nieto, Paula Sanz y otros; y la de -Alzaga y sus cómplices fue el castigo tremendo pero justiciero de una conjuración que amenazaba con la ruina al programa de Mayo y con el puñal o la horca a sus autores. He aquí como nuestros padres, que iniciaron con Moreno, Rivadavia y sus colaboradores un programa liberal contra las instituciones y los gobiernos coloniales, fueron solamente liberales en los fines, pero absolutos e intransigentes en los medios. La revolución de Mayo no podía triunfar de otra manera.

Rivadavia no se desprendió nunca de aquella solemnidad que siempre fue el rasgo peculiar de sus obras y de sus palabras. Si contra él se esgrimían las inclementes pullas de la sátira o de la burla, la invectiva apasionada o el apodo tanto más injurioso cuanto más feliz, él atravesaba por sobre las cosas de la tierra como un pontífice invulnerable, enhiesto e inflamado como el ave sagrada del templo de las Brahmas. Mariano Moreno, con la penetrante agilidad de su pluma, lo borda de un rasgo, a propósito de la cuestión que promovió a la casa de don Antonio Poroli; ya lo presenta como comerciante repentino, ya usurpando los aires de los sabios sin haber concurrido a las aulas, ya de regidor, etc. Dorrego y Manuel Moreno lo maltratan en el Congreso y en la prensa; y los graciosos pliegues de la fisonomía de don Manuel García se acentuaron más de lo regular alguna vez al oír los proyectos del Canal de los Andes, verdaderos Castillos de España de una imaginación calenturienta y enferma con la fiebre de la iniciativa.

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Intransigente con la chicana y con la travesura política y diplomática, se enemista con Sarratea, su colega en la misión a Europa de 1814, y no transige con los dulcamaras como Cabarrús, ese parroquiano de la alcoba en que el príncipe de la Paz reproducía las escenas escandalosas de los ministros de Carlos II. Se vincula con los jefes del partido constitucional español y trata de conjurar los peligros con que nos amenazaba la entronización de Fernando VII en los momentos más críticos de nuestra revolución, cuando los patriotas de Chile habían sido vencidos, cuando Cuyo quedaba abierto a las tropas españolas, y cuando Artigas nos amenazaba con la pretendida federación de los pueblos que enseñaba desde el campamento de la montonera.

Por su orden los diputados por Buenos Aires se retiran del Congreso que debía instalarse en Córdoba y que estaba sometido al poder militar de Bustos. Él procuraba la reconcentración de todas las fuerzas vitales del antiguo Virreinato en Buenos Aires: la vieja y orgullosa capital colonial que él miraba y consideraba como al París revolucionario, madre fecunda de los ejércitos que detenían en las fronteras la marcha de las huestes de los reyes coligados de la Europa contra aquel escándalo de la canalla popular que amenazaba los tronos y derribaba la cabeza de los príncipes. El metropolitanismo francés lo había seducido, y fue su norma en 1821-23, y en 1826 y 1827. Unitario de escuela y de conciencia, oyó y rebatió con la indignación un clásico discípulo de Corneille las novedades peligrosas que en el Congreso desarrollaban Dorrego, M. Moreno y los demás paladines del federalismo orgánico.

Nunca Rivadavia dio tanto nervio y tanto fuego a la autoridad como cuando don Martín Rodríguez   —27→   lo llamó para confiarle el ministerio de gobierno. Su edad política más lúcida comienza con el último relámpago de la tempestad de 1820 que brilló en el horizonte. Toda la administración que nos ha regido hasta hace poco, y parte de la que nos rige todavía, a pesar de nuestras reformas constitucionales, salió como un bronce, fundido por sus manos y concebido por su cabeza. Comienza por dar al debate parlamentario todas las amplitudes con que él lo había visto manifestarse en el Parlamento inglés; y en una de las primeras sesiones de Agosto de 1821 fulmina a don Pedro Medrano desde la tribuna del ministerio, a propósito de la cuestión del Congreso en Córdoba; distribuye el poder organizando sus elementos; reemplaza, cometiendo un error sincero; el Cabildo con la reforma de la administración judicial copiada de la Francia restaurada; crea el Archivo, el Registro Oficial, el Registro Estadístico, construye la actual casa de la Legislatura en los solares que pertenecieron a las Temporalidades, funda la Beneficencia y la entrega a la dirección de la mujer argentina.

Su espíritu reformador tenía que acometer una empresa mucho más delicada y trascendental todavía. La iglesia argentina, aquella que compartió con nuestros primeros generales y tribunos la suerte de la revolución de Mayo, había caído en un período de decadencia vergonzosa. El escándalo y la ignominia trascendían por los muros macizos y coloniales de San Francisco y de los otros conventos de frailes. Ya no estaban habitadas aquellas celdas por el dulce fray Cayetano Rodríguez cuya virtud religiosa y cuya honestidad de hombre resplandecían en su fisonomía y brillaban en sus letrillas. El padre Castañeda, poco ligado con el nuevo ejército de enclaustrados que habitaba las bóvedas de los conventos, se ocupaba de hacer el   —28→   panfleto en la calle pública, defendiéndose él mismo por un lado, atacándose por el otro, pintándose como un santo en una hoja y exhibiéndose en otra colgado de la horca bajo la influencia de los últimos estertores de la agonía. El asesinato del padre Muñoz por otro fraile franciscano, cuyo nombre se me va, clamó al cielo y complementó la serie de escenas claustrales que el vecindario narraba en los corrillos. Entonces se alzaron los virtuosos sacerdotes de los primeros tiempos, los que habían roto con Roma y con los Papas; y Agüero y Gómez unieron su voz a la de Rivadavia en la memorable sesión del 21 de Diciembre de 1822. Pocos meses después de conseguido el desalojo de los conventos, la canalla de sacristía encabezaba un motín que el coronel Muñoz deshacía en la plaza de la Victoria. La secularización de personas y edificios quedó consagrada, hasta que desgraciadamente se toleró después el sistema suprimido.

Todo el período de Rodríguez es rico en colores históricos, y Rivadavia no cesa de iluminarlo. En él se agita una prensa de combate llena de tonos literarios y políticos. El Granizo apedrea la cabeza de Don Pedro Feliciano Cavia, con la mano traviesa de los Varela. Parece verse a Don Magnífico, el redactor de El Tribuno, pasar inmaculado y compuesto como recién salido de las manos de Fígaro, con el pescuezo duro por la impresión de la antigua bacía en que aplicaban el jabón los de otros tiempos. La prensa que comenzó en 1821 y terminó en 1829, siempre tuvo en acción a los amigos y a los enemigos de Rivadavia; ahí están El Centinela, El Tiempo, El Pampero: en ellos se lee la historia de las pasiones vehementes de aquel tiempo.

Las letras tuvieron también en aquellos días sus representantes. La Sociedad Literaria, de la cual   —29→   nacieron El Argos y La Abeja Argentina; allí escribieron Gómez, Luca, Rojas, López y a su alrededor se inspiraron Lafinur y Juan Cruz Varela, los dos poetas y condiscípulos. Aquellos tiempos oyeron la música del primero en las tertulias, las polémicas ardientes sobre filosofía que el artista empeñaba durante el día con el padre Castañeda; aquellos tiempos, en fin, oyeron la Dido del segundo, leída por primera vez en una noche del invierno de 1823 en la casa del ministro Rivadavia, y la presenciaron después en el teatro declamada por Morante, el primer intérprete del teatro de Alfieri en Buenos Aires, el autor de Tupac-Amarú y el artista de las primeras impresiones de nuestros padres.

Rivadavia vuelve a Europa en 1824 después del gobierno de Rodríguez, y llega a Inglaterra en una época en que Canning, después de su liga en Castlereagh, acababa de subir al poder. Rivadavia fue saludado por los diarios ingleses y recibido por Canning a pesar de los inconvenientes que se encontraron en sus credenciales. El ministro inglés hizo saber a toda la Europa que la Inglaterra estaba dispuesta a mantener relaciones de amistad y comercio con las repúblicas sudamericanas, y que al efecto, acreditaría en ellas representantes de la Gran Bretaña. Rivadavia pudo ver en el tiempo que permaneció entonces en Inglaterra, la figura que el gran Canning hizo bajo el Ministerio del Conde de Liverpool, y cómo preparó la ruta para hacerse dueño del gabinete después que este ministro abandonó su puesto.

Todos conocemos la historia de la Presidencia y del Congreso de 1826, en la que la gran figura del patricio hace un esfuerzo gigantesco para salvar la unión nacional enmedio del desastre que le preparan los caudillos del interior y de las tormentas   —30→   parlamentarias que se produjeron. Rivadavia lucha con la borrasca, la domina a veces, la contiene, la posterga, el ejército argentino se llena de gloria en Ituzaingó el 20 de Febrero de 1827, y las naves argentinas dirigidas por Brown baten los navíos imperiales en el Plata, en Montevideo y en Buenos Aires. Pero la Constitución de 1826, sancionada en Diciembre, fue como un dardo de fuego arrojado a los pueblos del interior; la presidencia fue desconocida por ellos, y a pesar de todo el porvenir grandioso que soñó la fantasía del gran hombre de estado, Rivadavia se desprendió del mando en Julio de 1827. Les gobiernos provinciales volvieron a predominar y la organización definitiva de la patria quedó librada a los misterios que encerraba el porvenir.

Entonces desapareció de la escena pública este meteoro lleno de luz que deslumbra, cualesquiera que sean los rasgos obscuros con que sus enemigos quieran rebajarlo. En 1833 traducía paciente y tranquilamente en Europa los libros de Azara, a quien profesaba una admiración sincera; y de estas tranquilas tareas, que le recordaban los tiempos en que había hojeado a los enciclopedistas del siglo XVIII, y leído la Corina, vinieron a sacarlo los anatemas de sus enemigos, que desde Buenos Aires lo llamaban al banco de los acusados; herido y lastimado, en un rasgo sublime que pinta por sí sólo toda la altanería y la pomposa arrogancia de su carácter, se presenta ante ellos como un romano antiguo, diciéndoles: «aquí estoy, juzgadme y castigadme». Pero el destierro le espera en el acto de pisar la orilla del río nativo, y vuelve al extranjero creyéndose siempre el ungido del pueblo y el benefactor de sus conciudadanos. Lo fue, en efecto, malgrado sus formas de presunción y orgullo.

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Su muerte en el destierro es una de tantas escenas de nuestros tristes períodos históricos; echemos un velo sobre aquella sombría mañana de septiembre que anunció su muerte desde la tierra europea.

El día antes de embarcarme, al pasar por la ancha calle central de la Recoleta donde me había llevado el cumplimiento de un deber piadoso, vi al lado de la urna de Lavalle la que guarda los despojos de Rivadavia en la tierra que lo vio nacer. Nuestros compatriotas estarán cubriéndola hoy de verdes y nobles laureles, envueltos con las banderas de la patria. Dios haga que ante aquella urna, que encierra los últimos despojos de una víctima de las pasiones políticas y de un valiente campeón de la nacionalidad, los odios se acallen, las ambiciones cedan y los argentinos vivan para siempre unidos respetando la historia y la tradición. Si la sombra del patricio se alzara en el eterno panteón, podría repetir entonces con la voz de la inmortalidad sus últimas palabras en las calles de Buenos Aires cuando sus enemigos lo conducían en cumplimiento de la orden de destierro: «No: ese pueblo no me detesta».


Por estas mismas ondas que surcamos, pasó Rivadavia llevando a Europa el corazón lleno de dudas y temores. Sobre el océano los unimos al homenaje que la patria le rinde en estos momentos.

Saludemos los cien años que han transcurrido desde el día en que uno de nuestros progenitores   —32→   asomó su espíritu a la luz de lo creado. Hoy, la voz tonante del tribuno, era el simple quejido de un niño que apenas había pasado de las formas rudimentarias del embrión.



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ArribaAbajoBeatrice

31 de mayo de 1880.

Nada conmueve tanto mi alma como la historia o la contemplación de los niños desgraciados. Cuando uno de esos seres débiles, sobre los que parece que pesara una maldición terrible, pasa por delante de mis ojos en los brazos de una madre menesterosa con aquella mirada melancólica que revela los dolores prematuros de la vida, siento una impresión profunda, y pienso en la relativa felicidad de los míos, repartida, tal vez al azar, por la mano del que todo lo puede. No he podido leer nunca sin un dolor intenso, sin uno de esos dolores que parecen producidos por una garra que penetrara el corazón, los romances en que el protagonista es una criatura destinada a seguir la estrella negra que le persigue en el drama de la vida, bajo el pincel inclemente de Dickens o de Alfonso Daudet. Cuando leí por la vez primera a Oliver Twist, el romance de aquel desgraciado muchacho caído en el seno más hondo de la plebe inglesa, comprendí cuánta verdad debía haber en esos cuadros pintados por el más grande de los novelistas modernos, el moralizador de la sociedad inglesa, que no escribió jamás un libro sino para mostrar una llaga o indicar su remedio;   —34→   y cuando poco después me cayó en las manos el Jack de Alfonso Daudet, el libro predilecto de autor, comprendí que si era imposible apartar aquella lectura que me atraía magnéticamente, no era menor la crueldad que había por parte del maestro, que nos hacía recorrer ese calvario, empleando los mejores rasgos de su ingenio. Aquel niño cuya estrella asoma con el día mismo en que la liviana madre pretende introducirlo en un colegio donde se educan los hijos de las familias más distinguidas, dirigido por un aventurero; los negritos nobles enviados desde la India a París para sufrir las infamias y castigos de los salvajes de la civilización; la leyenda del niño príncipe, su muerte y su entierro; la horrible peregrinación de Jack sobre la tierra, aquel final frío y fatalista que termina en romance, dejan el espíritu sumido en una verdadera amargura y por muchos días bajo el peso de la tétrica lectura.

No voy a hacer el relato de la vida de un ser tan desgraciado como Jack o como la de aquellas criaturitas del Hospital de Yenkins, el médico de Nabab, que por docenas mueren de hambre bajo el farsaico sistema de crianza que aquel gran bribón decía haber descubierto. No quiero dar a la fantasía participación de ningún género en esta página, que será tanto más tierna cuanto más cierto es el motivo que la inspira.

En medio de la felicidad en que viven los niños que saltan de un lado al otro del buque, que juegan sin cesar hasta la hora en que se recogen, hace contraste uno de ellos con quien no es posible dejar de simpatizar desde que se repara en él.

Llevábamos dos días de navegación y una mañana, al subir el puente, me encontré con un círculo de niños que jugueteaban haciendo un bullicio excepcional. Habían formado un círculo con las sillas   —35→   y trepado sobre ellas; cambiaban de asiento los unos con los otros hasta que uno de ellos quedase sin sitio en donde sentarse. La bulla seguía dándome gran gusto en observar la escena, aunque con algunas protestas por parte de los pasajeros que hacían lectura solemne a bordo. De pronto, un objeto extraño vino a caer sobre la cubierta a poco trecho de donde los niños jugaban; todos ellos abandonaron sus sillas para informarse de quien era aquel personaje llovido del cielo que acababa de embarcarse en el vapor y el oficial de guardia que había corrido al mismo tiempo que los muchachos, levantó del suelo un pez volador que mostraba al sol sus escamas plateadas blandiéndose nerviosamente y como extenuado de fatiga. Una gritería homérica se levantó alrededor del oficial, que tenía el pescado en alto para librarlo de los muchachos que saltaban sobre él para quitárselo con el derecho del más fuerte. Se hizo una transacción al fin: se destinó el animal a ser disecado y jugado a la suerte entre los que se disputaban su propiedad. Un marinero, maestro en el arte de embalsamar, lo tomó y lo llevó a la proa, para practicar allí la operación seguido de la bulliciosa falange que le interceptaba el paso con preguntas y observaciones de todo género.

A un lado de las sillas abandonadas, acostada sobre un pequeño colchón tendido en uno de los bancos, había quedado, mirando con fijeza el grupo alegre que se alejaba, una niñita de cinco años a lo sumo, con unos ojos claros y preciosos sobre el óvalo más correcto y simpático en que puede encerrarse la fisonomía de un niño. El cabello rubio y fino como una seda le caía abundante sobre los hombros y algunos rizos que le sombreaban la frente, le daban un tinte especial, de gracia que contrastaba con la suave melancolía de su semblante. Era una de esas dulces fisonomías tan peculiares de los   —36→   niños ingleses que solemos admirar en sus preciosos grabados; tenía en sus manos una pequeña muñeca, bastante estropeada ya y que demostraba en su cara inmóvil de porcelana y en sus brazos tiesos y despintados, haber hecho una larga campaña de entretenimientos para su dueña. Ella la acariciaba contra su pecho, la sentaba a su lado y parecía tener de cuando en cuando conversaciones de muchísimo interés con su inmóvil compañera, mientras los demás niños se alejaban y la dejaban sola. Me movió la curiosidad aquella interesante criatura y traté con ella una de esas conversaciones con que es tan fácil cautivar por un momento la inconsistente amistad de los niños.

-¿Cómo te llamas? -le pregunté- ¿por qué no juegas con tus amiguitas?

-Me llamo Betta, no juego porque estoy muy enfermita y no puedo caminar; mire usted que bonita muñeca me ha dado Fanny, agregó, procurando llamarme la atención a su juguete.

-¡Pobre Betta! No puedes caminar: ¿por qué no puedes caminar?

-Porque cuando era chiquita me dieron un golpe aquí, me dijo, señalándome el cuello y evadiendo la contestación de una pregunta que yo iba a hacerle, agregó:

-Voy a darle muchos besos y hacerle muchos cariños si usted me regala una muñeca como la que tiene Fanny.

Una señora que estaba próxima a mí, leyendo, al verme al lado de la niña me saludó afectuosamente dándome motivo para entrar en conversación con ella, y me dijo:

-Es una pobre niña enferma que llevamos a Inglaterra para ponerla bajo el cuidado de un médico muy distinguido que dirige uno de los principales hospitales de niños en Londres. Sus   —37→   padres son unos pobres, pero honrados ingleses que viven en Montevideo; sus escasos medios no les ha permitido traerla a Europa personalmente y mi marido y yo, interesados vivamente por esta niña, hemos querido traerla con nosotros y ponerla en el establecimiento médico que nos han indicado. La enfermedad de esta pobre criatura, según los médicos, requiere un tratamiento inmediato que no ha sido posible aplicar en Montevideo; tiene cinco años y no puede dar un paso; para incorporarse necesita hacer un gran esfuerzo; tiene afectada la médula espinal y su desarrollo físico es lento y laborioso, como puede usted notarlo, observando lo delgado de sus brazos y el hundimiento de su pecho.

Mientras la señora me dirigía la palabra, la niña obligándome a mirarla, me pegaba en la cara con una de sus manitas, procurando que le contestara las preguntas que me dirigía sobre la muñeca que le había ofrecido:

-Señor, señor, ¿usted me va a regalar una muñeca rubia, que llore, con vestidos muy lindos, más lindos que los de la muñeca de Fanny? Esta que tengo es vieja, está rota y tiene ya muy sucio el vestido, la tiró Fanny al suelo porque ya no le gustaba, y yo pude recogerla, pero no me gusta, quiero otra y como mi papá y mi mamá no están conmigo no tengo quien me la compre. Usted me va a comprar una ahora, ahora mismo, y yo lo voy a querer mucho, mucho.

La pobre niñita, se desesperaba porque yo le atendiera sus palabras y me llamaba junto a sí para que le formalizara la dulce promesa que le había hecho. Cuando le hube prometido de nuevo el regalo, detallándole todas las preciosidades que iba a contener su nueva muñeca, sus grandes pupilas, dulces y claras, se dilataban con admiración y su fisonomía atenta, al terminar mi relato, se   —38→   iluminó con una sonrisa llena de gratitud. No hay nada más curioso que observar a un niño cuando se le cuenta una historia fantástica o cuando se le ofrece un juguete de sus predilecciones. Víctor Hugo, que ha escrito páginas tan tiernas y hermosas sobre los niños, sabe como nadie tocar esos delicados resortes del lenguaje infantil, tanto más animado cuanto más sencillo. Nadie como los niños tiene el secreto de esas palabras elementales y elocuentes a la vez, que expresan con tanta claridad las ideas y los sentimientos. Las preguntas repentinas y casi siempre de una lógica admirable con que interrumpen el curso de un cuento, las transacciones que el candor y la credulidad les hace hacer a los personajes temibles de la fábula, la defensa entusiasta en que se empeñan por los débiles, y las mil observaciones y detalles con que procuran siempre llenar el cuadro, o complementar, para la tranquilidad de su espíritu, las intencionales de la narración, son dignas de ser observadas, por la simplicidad y la pureza con que traspiran los perfumes del alma. Hugo los ha fotografiado en uno de sus mejores fragmentos; creo que es en aquel en que nos presenta dos niños que visitan por primera vez un jardín Zoológico: ven un león enjaulado, tendido majestuosamente y ostentando su amenazante cabeza cubierta con la larga melena; los tiernos espectadores hacen las observaciones más curiosas a una prudente distancia de la reja; la hermanita menor cree que es un gran perro, y el mayorcito la corrige diciéndole que es un tigre. No es posible presentar una escena más dramática ni más interesante a la vez, que la que anima las impresiones que ellos reciben.

Yo acudí para distraer a mi desgraciada amiguita, a los dulces recursos del poeta anciano que ha   —39→   cantado con la misma lira de los Castigos y del Año Terrible las preciosas notas del Arte de ser abuelo, y durante las tardes como por la mañana, en medio de las más halagadoras promesas, he agotado todos los recursos de la imaginación contándole historias rosadas, hasta que la pobrecita cerraba sus ojos y los velaba el sueño con sus largas y hermosas pestañas. ¡Cuán diferente suerte la de aquella criatura y la de los niños sanos y robustos que corretean por la cubierta en medio del bullicio de los juegos infantiles! Todos tienen a su lado sus padres o los parientes que velan continuamente por ellos; se agrupan junto a la borda para mirar las bandadas de peces voladores o en los puertos los terribles tiburones que se pasean alrededor de la popa. No hay novedad que ocurra a bordo que no los tenga por espectadores principales. En la hora en que comen, el comedor, visto desde las ventanas superiores de la cubierta, representa la más animada de las escenas; hay grandes disputas por los mejores bocados; las madres o las sirvientas que los cuidan, se ven en los más grandes apuros; uno de los muchachos pretende comenzar por un pedazo de plum-pudding o por una rueda de ananá (llena de atractivos aún para los viejos) sin haber probado una cucharada de caldo; este derrama el vaso de agua en medio del mantel y recibe el correspondiente castigo en las manos, lo que le produce un llanto inmediatamente en medio de sus compañeros; aquel, estirando el brazo por sobre los demás, se arrebata las aceitunas; y todos en fin terminan en medio de un ataque general a las fuentes de postres. Aquella escena es de cada tarde. Solo la pobre Beatrice, trasportada sobre su colchón a uno de los sofás del comedor, contempla con sus ojitos ávidos, aquella mesa alegre y bulliciosa a la cual no puede sentarse   —40→   y en cuyos costados no lucirá su preciosa cabecita rubia porque sus espaldas no tienen fuerza para sostenerla. La pobrecita recibe generalmente los despojos de los pequeños glotones que rodean la mesa, y come con santa y dulce resignación las migajas de aquellos manjares que pasan por sus ojos sin que ella pueda alcanzarlos con sus manos! Yo tenía en mi camarote una caja de dulces que me habían dado en Buenos Aires en los momentos de embarcarme, y la he guardado para Beatrice que me ve llegar todas las tardes con una tableta en la mano, estirándome la suya y anunciándome un beso con los labios más puros que es posible imaginar.

-¿Y la muñeca? Tantos días que me has prometido la muñeca ¿cuándo me la vas a traer?

-Pronto Betta, pronto te voy a dar la muñeca.

Era necesario llegar a Lisboa para poder conseguirla. En San Vicente había registrado todas las pequeñas tiendas de aquel asiento insalubre y estéril sin encontrar nada para Beatrice. Los muchachos, con ese egoísmo característico que los distingue, vienen todos los días a su alrededor a entretenerse con sus juguetes, sin que con mis reflexiones pueda obtener que se los presten a Beatrice por un momento siquiera. Todas las aspiraciones de la enfermita se reducen a tener una muñeca como la de Fanny, sueño dorado, que nunca ha podido ver realizado; y ya mis reiteradas promesas, aun no cumplidas y postergadas de un día para el otro, van haciéndole perder la confianza en mí, inclinándola a creer que la engaño y que jamás llegará el día en que se cumpla lo ofrecido.

Sus compañeras, agrupadas a mi alrededor para oír la repetición de mi compromiso y la descripción deslumbrante de mi regalo, movidas por el   —41→   aguijón de la envidia, le manifiestan con esa astucia tan peculiar de la vivacidad de los niños, que yo la estoy engañando, que en Lisboa no hay muñecas, y que la que yo le compre no será nunca tan linda como la que ellas tienen. Beatrice entonces, tocada en su amor propio y en sus lisonjeras esperanzas, defiende la honradez de mi palabra, y rebate a las envidiosas con una serie de preguntas a las que yo contesto afirmativamente, para darle la victoria sobre sus rivales. Los niños tienen a cierta edad una gracia sui generis para conversar y encanta observarlos a una distancia, cuando preocupados de sus placeres inmediatos, mantienen entre ellos esos diálogos animados y fantásticos de los primeros años. Desde mi cuarto, y con la puerta entreabierta que da sobre el salón, los he contemplado los días hermosos, sentados junto a las rejas de una espaciosa ventana que mira al mar, absorbidos por sus juegos sin preocuparse del tiempo que pasa siempre rápido pero liviano para ellos. Beatrice, acostada sobre uno de los sofás inmediatos, con su muñeca rota en las manos, contempla tristemente el grupo de sus compañeras con el que no puede alternar. La pobre enferma es siempre la desheredada de aquellos placeres.


El jueves por la mañana avistábamos la embocadura del Tajo. Muy temprano me lo anunció el stewart; me vestí y subí apresuradamente al puente. Todos los pasajeros se habían agrupado junto a la borda y miraban la tierra todavía lejana. Desde nuestra salida del Plata no habíamos visto un solo pedazo de tierra risueña. San Vicente, en donde pasamos casi un día y una noche entera, es un peñasco agrio y volcánico, sin ninguna vegetación; apenas se ve una que otra mata enfermiza de liquen en las paredes rojizas de   —42→   la ropa. Por las Canarias habíamos cruzado el 24 en la hora del crepúsculo, viendo apenas sobre las nubes más altas del horizonte una punta blanca, casi imperceptible, que indicaba el pico de Tenerife; y la isla de las Palmas que enfrentamos a las 11 de la noche, no fue vista por los pasajeros, porque en aquel momento toda la cubierta de popa, completamente cerrada con banderas de todas las naciones, estaba convertida en un inmenso salón de en el que ingleses y argentinos festejaban unidos el día de la reina Victoria. De manera que comenzamos a subir las aguas correntosas del Tajo y a ver sus márgenes, no tan atrayentes por cierto como las alegres y montuosas barrancas del Uruguay, un grito de júbilo estalló a bordo, y los perfumes de la tierra cercana, que no habíamos aspirado de largo tiempo, animaron más de una fisonomía quebrantada por el marco continuo de días. Poco después asomó la capital lusitana, en el fondo del cuadro, tendida sobre sus colinas en forma de anfiteatro. Todos anhelaban poner el pie en tierra en el instante mismo de soltar el ancla y yo me apresuraba ha hacerlo para no ser de los últimos, cuando al dar vuelta para bajar al camarote me encontré con Beatrice abandonada sobre sus almohadas y llamándome cariñosamente con sus manecitas.

-Todos me han dejado sola, todos se van a pasear allá -y me señalaba la ciudad- y a mí no me llevan: ¡llévame tú! Álzame en los brazos, yo no quiero quedarme sola -me decía- con ese acento preciso que los niños ingleses emplean con el que ha conseguido obtener su confianza.

Grande fue mi compasión por no poder complacer a aquella pobrecita criatura, que, sin padres, iba encargada a personas extrañas que dentro de   —43→   breves días debían dejarla en la cama de un hospital, donde por más dulces que fueran los cuidados que con ella tuvieran, le faltarían los mimos, los cariños, los halagos de que una de esas criaturas goza en el hogar de los suyos. Me separé de ella procurando engañarla con todo género de promesas y llevando en mi corazón una pena mortificante que contrastaba con la alegría general de las personas que llenaban ya los botes al pie de la escalera del vapor. En uno de ellos se había instalado la familia a cuyo cuidado venia Beatrice; y Fanny y sus hermanitos esperaban ansiosos el momento en que la embarcación se separara de los costados del buque para llevarlos a la costa. Instalado yo a mi vez, levantó la vista naturalmente para ver los compañeros de viaje que se quedaban a bordo, y vi la cabecita rubia y encantadora de Beatrice. La pobrecita niña se había hecho cargar por un sirviente para ver la partida de sus felices compañeros que la saludaban desde los botes con bullicioso regocijo, pero al reparar en mí, su rostro se iluminó de alegría y con la vocecita infantil me gritó:

-«Don't forget my doll!»

-Esta noche la tendrás, Beatrice -le contesté- y en aquel momento el envión que a favor de los remos recibió la embarcación, nos separó del costado del Elbe, mientras la dulce niña con sus rubios cabellos, movidos por las brisas templadas de la primavera, continuó agitando sus manecitas y saludándonos hasta que nos perdimos detrás de las embarcaciones arrimadas a los muelles. Tengo presente todavía la imagen de aquella cabeza angelical que inclinada sobre uno de sus hombros parecía bosquejada por la mano del dolor en la tierra: nunca enternece más la desgracia y el infortunio   —44→   que cuando pesa sobre la cabeza de los niños. ¡Cuál será el destino de Beatrice sobre el mundo! Sus padres la han abandonado a los cinco años a manos caritativas, pero extrañas. ¡La pobre víctima, sin una lágrima, sin un grito, ha aceptado inconscientemente aquella adopción transitoria que debe terminar en un hospital! Todo ese grupo de pasajeros que toca las orillas europeas, trae sus sueños dorados; la mayor parte se prometen los placeres encantados que ofrece la vida de los grandes centros, otros regresan a la patria con una fortuna; ¡sólo Beatrice no sabe lo que será de ella mañana, ni dónde quedaran sus padres, ni cuándo los volverá a ver!

¡Débil y enfermiza criatura, perseguida por la suerte, como una flor apenas entreabierta cuyo tallo ha roto el viento! ¿Por qué se ha repartido la felicidad con tanta desigualdad sobre la tierra? ¡Quién más digna que tú de alcanzar sobre ella el destino de los ángeles y quién más desamparada sobre el mundo!


Volvimos a bordo cuando ya la tarde se había cubierto. En el acto busqué a Beatrice. La enfermita se había dormido esperando nuestro regreso y fue necesario esperar al día siguiente para verla. Por la mañana, al abrir la puerta, el cuadro de todos los días se me ofreció a la vista: el grupo de niños y niñas jugueteaba alrededor del sofá en que yacía Beatrice. La gran ventana abierta sobre el mar, dejaba penetrar los rayos de un sol hermosísimo, y a su luz brillaban todas aquellas cabecitas doradas e inocentes que habían vuelto a sus juegos cotidianos. En el momento mismo en que yo abría la puerta tenía lugar un grande acontecimiento en que la muñeca de Fanny representaba el primer papel; todos los niños formaban un semicírculo cuyo centro   —45→   estaba ocupado por los juguetes. Beatrice, desde el sofá, se incorporaba laboriosamente para gozar de la escena: se celebraba el casamiento de una muñeca, y las de más edad dirigían la ceremonia con la más imperturbable gravedad. Me acerqué al grupo sin ser sentido y sin que Beatrice me viera llegar, le puse en las manos una gran muñeca. La pobre enferma se mostró sorprendida y deslumbrada, tiró con indiferencia la vieja e inutilizada muñequita que la había acompañado durante todo el viaje, y comenzó a observar detalle por detalle, el vestido y las galas de su nueva y flamante compañera. Las demás muchachas que se habían apercibido ya de mi presencia descubrieron mi regalo y se agruparon en torno de la enferma que, temerosa de ser despojada por algún ademán violento, y conociendo su debilidad, buscaba mi amparo y apretaba contra su pecho el objeto de sus deseos, obtenido al fin.

-This is my own dooll, les decía: this is my own doll.

Los días que faltaban para llegar a Southampton fueron sin duda para Beatrice los más felices de sus días. En Southampton la pobre niña fue bajada a tierra en brazos, pero sin abandonar su muñeca, de temor que cayera en poder de sus compañeras. A la tarde el tren arrancaba como una exhalación en dirección a Londres, y en los asientos de adelante iba Beatrice en la misma posición en que yo la había visto por primera vez. Aquel viaje era el último que iba a hacer yo con ella y seguramente, después de terminado, ya no nos volveremos a ver más en la vida. Después de dos horas y pico de marcha la agitación de los pasajeros me hizo sospechar que la capital estaba ya muy cerca; comenzamos a penetrar por caminos y calles, y pocos minutos después estábamos en una estación que era una Babel. Los que conocen el momento de poner el pie sobre aquellas plataformas enormes, cuajadas de gentes de toda clase, saben lo que es ese caos. Todos procuramos bajar para recoger nuestros equipajes y volar a los hoteles. Cuando me dirigía con mis compañeros a subir en el carruaje que debía conducirme a mi alojamiento, un muchachón paso por mi lado llevando en sus brazos a Beatrice con su muñeca.

Procuré seguirla entre el sinnúmero de cabezas que se interponían y cuando ya su conductor se iba a engolfar para siempre entre las olas de aquella muchedumbre informe, pude ver por la última vez la cabecita de mi dulce y desgraciada compañerita de viaje, que me tiraba un beso con una de sus manos, levantando en la otra su muñeca nueva.



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ArribaAbajoDe Lisboa a Vigo

Southampton, junio 15 de 1830.

¡Lisboa! ¡La que un día fue rival de Venecia y de Génova! ¡Cuánto recuerdo se agolpa al espíritu en el instante en que nos despertamos y nos asomamos por la ventanilla del camarote para verla por primera vez! Allí está, recostada sobre las barrancas del Tajo: parece construida de azúcar en la forma de un alto ramillete. Desde la cima hasta la base que limita el río, las blancas casas de la ciudad se desbordan apiñadas sobre las faldas de las colinas que las sostienen.

Instintivamente, después de haber dirigido la primer mirada sobre la capital lusitana, recorro el puerto; ese puerto que abrigó un día las carabelas de Vasco de Gama, que equipó los galeones que se batieron con las galeras turcas y venecianas, los que persiguieron a los piratas griegos del Adriático, que se disputaron con el león de Castilla el imperio de las regiones americanas, las islas de la especería y el vasto mar de las Indias. La flota portuguesa pertenece al pasado; hoy se compone de unos cuantos barcos inermes e inofensivos, fuera del Vasco de Gama, salido de los astilleros ingleses, casi gemelo de la Cockrane y la Blanco, anclado   —48→   delante del pórtico de la iglesia de San Gerónimo, donde el célebre navegante, que le ha legado su nombre, depositó sus últimas ofrendas el día antes de hacerse a la vela para los mares meridionales del África. Al ver a la fragata, anclada y como dormida sobre las aguas, parece que fuera un simple objeto de lujo destinado a halagar la proverbial vanagloria de los habitantes de Lisboa. El Vasco de Gama, con sus corazas de acero, nada tiene que hacer en los mares de Europa, y mucho menos en Asia o en América. ¡Está en el puerto de Lisboa como Sansón en los brazos de Dalila!

Nos apresuramos a tomar un bote, que nos dejase en tierra y a remo, a tiro y a hombro, alcanzamos el primer escalón del muelle. El Tajo tiene las mismas mañas instables del Plata; pero en vez de usarse aquí la cómoda carretilla llevada por los simpáticos compadritos del Bajo, los cuatro marineros que tripulan el bote, cuatro atletas con pechos y espaldas de gladiadores romanos, arrojan a empellones la embarcación sobre la orilla, sin más contratiempo que las pruebas de equilibrio que obligan a pasajeras y pasajeros a abrazarse con efusión involuntaria a cada arremetida. No sé qué extraña impresión me causó oír hablar a aquellos hercúleos descendientes del Rey Don Sebastián, el idioma de una extensa sección geográfica en la que no se encontraría un gladiador aunque se pusiera a contribución toda la raza que la ocupa.

No tenemos sino cuatro horas para recorrer la ciudad. Es día de fiesta y los principales establecimientos públicos están cerrados. Nos vamos al antiguo templo gótico, ocupado hoy por el Museo de los Arquitectos. Las ruinas sirven de entrada al establecimiento. Permanezco absorto   —49→   delante de aquellos arcos gigantescos, que con la agilidad excelsa del arte gótico ascienden con audacia en la curva hasta unirse graciosamante en la altura del remate. Pilastras destruidas y sarcófagos en piedra y en mármol, diseminados bajo la arquería en un abandono doloroso, demuestran que los arquitectos portugueses honran poco aquellas reliquias preciosas. La yerba crece con abundancia en el patio de la entrada formado por el antiguo edificio del templo hoy en ruina. Un viejecito bajo y regordete, con la cara colorada como un churrinche, con una vocecita ronca, destemplada e impertinente, con todos los rasgos fisionómicos de un topo, nos recibe con agasajo a la entrada, condenando a la inacción más completa, con una mirada furibunda, a uno de sus subalternos que se apresuraba a servirnos de guía. Este ente singular padece de saludos intermitentes; en vez de proporcionar los datos y explicaciones que le pedimos, nos contesta con sonidos guturales en los cuales apenas se adivina uno que otro monosílabo aislado sin verbo ni conjunciones.

-Y esta cripta ¿de qué siglo es?

-Velha, muito velha!

-Sí, pero, ¿de qué tiempo?

-Do tempo pasado: velha, muito velha!

-¡Pero con mil diablos! ¿Cuántos años se le atribuyen?

-Muitos annos fincados, muitos!

-¿Tiene usted una guía? Véndame un ejemplar.

-guía innecesaria, informarei, senhoría, verbalmente

-¡Vaya usted al diablo!

-Ya, ya! obrigado.

Y lo acomete una recrudescencia tal de cortesías, que es necesario recibirlo en forma de C para evitar las invasiones del abdomen.

  —50→  

Recorremos el interior, donde hemos visto algunos trozos hermosos de arquitectura gótica, sepulcros en mármoles, de héroes y prelados del siglo XI al siglo XIV, y algunas estatuas de gran valor histórico. Los objetos modernos no pasan de la mediocridad la sociedad de los arquitectos haría bien en cambiar la salida por la entrada del Museo. Si la arquería gótica derruida que cae sobre la vía pública se cubriera, y al pie de ella se colocara la preciosa serie de sarcófagos que se encuentran aglomerados en el interior sin orden y sin cronología, los demás objetos del Museo del Carmo podrían colocarse en la calle para que el primer pasante los recogiera y la colección sería reducida, pero no dejaría de ser hermosa. Tal como esta, es imposible imaginar una reunión de heterogeneidades más singular; al lado de la tumba del Rey Don Juan, que es preciosísima, se encuentra un sinnúmero de chucherías de las posesiones portuguesas sin valor de ningún género; y más allá la pequeña colección de vasos y canopas peruanos formada por el vizconde de San Januario, en la que sólo algunas piezas de escaso valor son auténticas, no siendo las otras sino falsificaciones groseras de la antigua alfarería de los quichuas. El vizconde de San Januario ha sido víctima sin duda de algún boliviano travieso de las sierras o de algún cholo de Lima, fabricante de cántaros de barro, que no ha tenido escrúpulo en modelar y cocer para el señor vizconde figuras de Incas con colas de gallo, ¡y otras raras preciosidades que se lucen en el Museo de Arquitectos de Lisboa!

Quise reírme, pero me acordé de un furioso, aficionado a cuadros antiguos que dejé en Buenos Aires y que en cada visita que le hacía me mostraba media docena de Riberas y Murillos encontrados por casualidad en una casa vieja de una señora de   —51→   las provincias, comprados por cuatro bolivianos. Y en los tales Riberas y Murillos han pasado su vida, desde que fueron pintados, en las paredes de los remates, condenados a llevar el número de orden, en uno de sus ángulos, como conscriptos a quienes no se les vence jamás el término de su servicio.

La iglesia de San Roque, una de las maravillas de Lisboa por los preciosos mosaicos de uno de sus altares, y la , antigua mezquita morisca, merecen estudiarse por su inmenso valor histórico; pero de Lisboa no se encuentra guía, ni impresa ni de carne y hueso, y declaro que mi ciencia y el escaso tiempo de que he dispuesto allí, no me han permitido formarme una idea exacta de las bellezas que contienen estos dos templos. En uno de ellos me encontré con un guía de poco más o menos competencia que el del Museo de los Arquitectos. Aquel esquivaba las preguntas con saludos incesantes, pero el sacristán o cuidador de la iglesia de San Roque tiene otro recurso no menos ingenioso: cuando se le hace una pregunta, contesta en una voz tan baja y en un portugués tan vertiginoso, que lo deja a uno tan enterado después como antes de la contestación. Salí ardiendo a la calle con aquel par de ignorantes ingeniosos que han descubierto el medio de ganar sus propinas sin saber una sola palabra de lo que tienen entre manos.

Después de recorrer la ciudad en un carro aperto, de visitar parte de la Escuela Politécnica, entrábamos al Hotel de Gibraltar, en medio de un tumulto de gente que se agolpaba sobre una de las calles inmediatas, movida por una curiosidad cuya causa ignorábamos. Pregunto al primer portugués que encuentro a mano el motivo de aquel inmenso concurso de hombres, mujeres y muchachos: «Es   —52→   San Jorge que viene, San Jorge!» Me contesta, y quedo tan enterado como antes.

Al fin consigo informarme: aquel día se celebraba la fiesta de San Jorge, con una de las procesiones anuales más fastuosas y populares que se celebran en Lisboa. Toda la corte y la alta nobleza asiste a esa fiesta en carruajes descubiertos, en cuyas varas piafan las parejas de caballos más soberbios que tiene Portugal.

San Jorge da motivos todos los años para una escena altamente curiosa. El santo es de carne y hueso, pero de dimensiones colosales, un verdadero jastial, el portugués más grande que se pueda encontrar desde el sur de Portugal hasta las márgenes del Minho. En los días anteriores a la fiesta se celebra un concurso de los hércules del reino, y el más grande, el más fuerte, el más macizo de entre ellos, que alcanza la suprema felicidad de pesar 350 libras, ese consigue el alto honor de calzar las vestiduras y de empuñar las armas del santo. No es posible imaginar un portugués más tremendo que el San Jorge de 1880. Uno de mis buenos amigos de Buenos Aires que desde el colegio tiene fama de achatar una bala de un puñetazo, hijo del país, puro y criollo, incompatible con todo lo de este lado del Atlántico, sería un pigmeo al lado del San Jorge portugués. Para formarse una idea del tamaño de ese mastodonte canonizado baste tener presente que su competidor en el concurso de este año fue considerado nada más que como bueno para servir de niño Dios en las fiestas del Nacimiento, y eso que puedo afirmar que no hay ningún indio patagónico que le llegue al hombro a este recién nacido.

La procesión desfiló majestuosamente mientras San Jorge cabalgaba sobre un caballo, hermano gemelo de los que usa el señor Bagley   —53→   en uno de sus carros. El gigante llevaba sobre el lomo cuatro arrobas de armadura, y a pesar de su contextura hercúlea podía adivinarse en su rostro el deseo vehementísimo de vestirse de brin. Caballo y caballero conduelen diez arrobas en coraza, cota de malla, arneses, yelmo, lanza, espada y escudo. Si exagero, atribúyase a que escribo bajo el influjo de impresiones portuguesas. Los palafreneros y guardias que custodian al Santo en esa fiesta no le permiten la más mínima inclinación de cabeza; así que se descuida e inclina la frente, bajo el peso del casco, para apoyar la barba en el pecho, los guardianes, con una dulce caricia de vara, lo obligan a volver a la apostura solemne que le corresponde. -Tem firme e dereito, le dicen, y San Jorge, exhalando el suspiro supremo de los gigantes, enarbola en su nervudo pescuezo aquella cabeza que él mismo quisiera suprimir como el mayor de los estorbos humanos. Yo nunca he visto una fisonomía más triste que la del pobre santo cuando abandona la cómoda posición de la curva por la airosa y enhiesta actitud de los caballeros andantes.

Cuando la procesión termina, seis hombres desmontan a San Jorge, que se desploma como un alud de su corcel y mientras lo desprenden y destornillan aquella cáscara de hierro monumental, el santo gigante se desvanece y hay que suprimirle algunas libras de sangre para que se restablezca de las fatigas de su paso triunfal. Según me han dicho aquí, el San Jorge del año pasado quedó en un estado tal, después de la procesión, que no podía levantar ni un escarbadientes sin sentirle el mismo peso de la tremenda espada del santo.

Dejamos a Lisboa a las 4 de la tarde y comenzamos a bajar el Tajo entre preciosas barrancas,   —54→   cuyos innumerables y blancos molinos me recuerdan las comarcas de la Mancha en los tiempos del famoso hidalgo. Don Quijote es tan español como portugués. Para mí la península no tiene límites políticos y cuando me cuentan que detrás de esas montañas de la costa la comarca continúa invariable hasta la tierra castellana, me parece que podría recorrerse toda España y todo Portugal como un solo país y hablando casi una misma lengua.

Que me perdone un furioso hablista español, partidario apasionado de la Academia, que sosteniendo la necesidad de mantener estacionario el idioma castellano para conservarlo inmaculado, decía del portugués: -¡Calle usted, señor, con esa horrible putrefacción del noble idioma español!

Cuando se entra en Vigo, un grito de admiración se escapa involuntariamente. Hoy es un puerto solitario y es sin embargo uno de los más hermosos que tiene el Atlántico sobre la costa europea. De cuando en cuando los poderosos navíos ingleses que componen la escuadra del canal echan sus anclas en aquella bahía espaciosa y tranquila, refrescan sus víveres y vuelven a la mar por entre aquellas puertas gigantescas de peñascos que dan entrada al puerto.

Bajo a tierra con mi compañero.

-¿Dónde está el Castro?

-Allá señoritu -me contestan cien voces, señalándome la cumbre de la montaña que sirve de espalda a la población, -¿quiere usted ir al Castro? Le daré a su merced una berlina o un asno, o un chico que lo lleve a usted en brazos.

Opto por el primer medio de locomoción, y llegamos en media hora casi a la cima. El cochero detiene el vehículo porque la cuesta es inabordable, y comenzamos a andar a pie hasta llegar al primer escalón de la muralla. Titubeamos si seguiríamos   —55→   o no, al ver a un centinela que se paseaba en una de las almenas, pero después de un corto tiempo de vacilaciones resolvimos seguir adelante. Apenas hemos puesto el pie en el último escalón de la muralla oímos distintamente una voz militar que nos invita a detenernos1 con un dulce ¡Atrás!

-¿Traen ustedes los pasaportes del general?

-No...

-Pues tengan ustedes la bondad de marcharse.

-No era muy política la contestación, pero era terminante. Buscamos el medio de allanar las dificultades con la sonrisa más amable hicimos presente al centinela que éramos extranjeros, y que queríamos visitar las ruinas de la fortaleza.

-¡Ruinas! ¡Vayan ustedes con Dios! ¡No hay baluarte más fuerte en toda Europa! ¡A ver, que vengan a tomarlo los franceses!

Habíamos cometido una barbaridad, y tratamos de enmendarla: hicimos presente al centinela que queríamos ver al oficial encargado de la fortaleza.

-Diga usted ¡el gobernador!

-Pues bien, al señor gobernador de la plaza agregó mi compañero como si preguntara por el Papa.

-Está en cama ahora.

-Quisiéramos enviarle nuestras tarjetas pidiéndole permiso para visitar el fuerte.

-¿Y con quién pretenden ustedes mandarle el recado?

-Con alguien, con cualquier soldado, con...

-En la plaza no hay sino tres personas: el señor gobernador, Perico, que duerme porque anoche hizo la guardia y yo que la estoy haciendo. Perico no puede venir, el señor gobernador, tampoco; aunque los llame no me oirán, y además, no puedo llamarlos porque ¿cómo he de abandonar mi puesto?

Casi estuve por animarme a tomar el fuerte a   —56→   viva fuerza, ante aquella original contestación del simpático centinela. Nos resolvimos a recorrer los muros por el lado exterior.

Vigo de Vicus, pueblo fue una Colonia romana, ni y el Castro no es otra cosa que el antiguo campo fortificado; castra, según el viejo nombre. La ciudadela está casi en ruina, pero en la base puede todavía admirarse la sólida construcción de los primeros ocupantes de aquella magnífica posición de guerra. Algunos arcos romanos, sobre los cuales se ha levantado la parte superior de la muralla y de los bastiones modernos, dan entrada a galerías subterráneas que están cerradas hoy por una inmensa aglomeración de piedras. Nada puedo decir de la parte interior de la muralla, debido a la obstinación del centinela para no dejarnos entrar; así es que nos volvimos al pueblo inmediatamente, bajando la cuesta con rapidez.

El cochero que guiaba la berlina era un excelente muchacho concienzudamente informado de todo lo que contiene y sucede en la población. Nos mostró todo lo que hay en Vigo; nos hizo recorrer el Arenal, uno de los caminos más hermosos y poéticos que es posible imaginar, el puerto y las calles principales del pueblo. Vigo, más que una ciudad, parece una casa de familia. De repente el cochero, como si se tratara de la cosa más natural del mundo, se detiene en plena calle con un amigo o amiga, se entera de su salud, lo informa de la suya propia, le da la mano y nos hace disfrutar de cinco minutos de conversación. Nos lleva a ver el templo, una preciosa construcción de piedra en estilo griego, decorada de severas columnas dóricas que dan a la entrada una gracia especial por el arte y el gusto con que están dispuestas.

La puerta está cerrada, pero nuestro conductor no se turba: salta del pescante, ata el macho   —57→   a un poste, y se precipita sobre una puerta de calle, vecina; al poco rato regresa trayendo al sacristán que esgrime en la diestra una llave monumental que cualquiera confundiría con una pistola de chispa. El sacristán abre la puerta y conseguimos examinar el edificio, que es una verdadera joya. Después nos sumergimos en una infinidad de calles llenas de casuchas, que a pesar de su insignificancia ostentan sobre sus puertas las armas de sus nobles habitadores. El cochero nos proporciona todos los detalles que le pedimos sobre aquellos viejos y preclaros descendientes de la nobleza, gallega. Al dar vuelta una esquina, encontramos a un señor anciano vestido con un traje de color ciruela, sostenido en un bastón nudoso. El cochero lo saluda con respeto, y en el acto, con aquella curiosidad indiscreta con que se inquiere siempre todo lo que se ve en un punto que se visita por primera vez, preguntamos por el nombre de aquel personaje.

-Ese es don Manuel de Vigo, el caballero más rico del pueblo; tiene ochenta mil duros doblados.

El creso de Vigo ha podido oír los informes que sobre él nos comunica nuestro cochero, y nos hace un saludo cordial como señal de inteligencia. Procuro saludar con el más atento y respetuoso ademán a aquel caballero, que queda profundamente satisfecho de la admiración que nos ha causado.

A mediados de 1707, frente a Vigo, se encontraban fondeados los galeones españoles cargados de oro y plata procedentes de América; las escuadras de Inglaterra y de Holanda se presentaron en el puerto y echaron a pique las naves indefensas; las riquezas quedaron sumergidas hasta ahora; pero la gente baja del pueblo, al oído, y con prudente reserva, exigiendo juramento de no decir nada,   —58→   con cruz de dedos y el beso correspondiente, asegura que don Manuel se ha pescado la mayor parte de las barras y que por esa razón fracasaron los trabajos de extracción que una compañía francesa emprendió ahora poco, perdiendo al fin todo su capital en la aventura.



  —59→  

ArribaAbajoSouthampton - Winchester - Bromley

La campaña inglesa


Londres, 15 de junio de 1880.

Cuando he reflexionado sobre Inglaterra sin conocerla, Londres, la gran capital, no despertaba en mí tanto interés como el city-country y las campañas inglesas. Recordaba a Pitt, y le imaginaba caminando entre los troncos de nobles encinas y siguiendo el grupo de los amigos de su padre, que señalaba ya el porvenir político de aquel joven cuando apenas había abandonado las aulas. Evocaba a Macaulay, buscaba un cuadro para Palmerston, y veía al primero, paseándose inspirado por el vasto parque de su country-house y al segundo entrando al farmyard de Romsey sobre su pacífico, caballo que, al verse en la querencia, demandaba los mimos de los palafreneros con un relincho generoso.

He tenido el valor de abandonar a Londres por algunas horas para recorrer las ciudades y pueblos inmediatos y si los cuadros imaginativos que antes me forjaba sobre ellos, tenían los simpáticos   —60→   colores que me dejó el de las lecturas, la realidad los ha sobrepasado, porque he tenido la suerte no sólo de estudiar de cerca las ciudades y campañas, sino de ver también, por unas horas cómo se mueve en el hogar esa sociedad inglesa que llaman fría y flemática los que hablan de ella sin conocerla, por el hecho solo de haber pasado por los umbrales de las puertas cerradas. Me he detenido día y medio en Southampton y sus alrededores, parte de otro día en Winchester; he visitado Bishopstoke; me he sentado en Richmond a contemplar el majestuoso silencio de los bosques; he recorrido a Chiselhurst y he tenido por último el honor de ser recibido en el hogar y en la mesa de un miembro de la gentry inglesa, en la casa de sus antepasados, situada en la orilla de un parque verdaderamente señorial, cerrado por robles, encinas y nogales que desde ahora doscientos años sonríen al llegar la primavera, y entregan el tributo de su follaje a la tierra cuando las nieves del invierno extienden su sudario, sobre la bóveda de sus copas.

Southampton tiene dos fisonomías distintas: la moderna, animada por el bullicio de los docks, a cuyos flancos se amuran los grandes steamers que vuelven de la India o que zarpan para la Australia; y la antigua, que mira melancólicamente al pasado desde las viejas murallas sajonas y normandas, y desde las ruinas solitarias de la abadía de Netley. Y si el recuerdo de la antigüedad nos hace revivir las reminiscencias y aguijonea nuestra curiosidad, allí, un poco más adelante de Southampton y en el camino de Londres que nos atrae como la boca de un gran monstruo, está Winchester, Winchester la sabia y la pía, con su catedral y su colegio, cuyas bóvedas no es posible mirar sin sentir el vértigo de la admiración y caer   —61→   de rodillas ante aquellas naves que sostienen el peso de nueve siglos.

El día que recorrimos las antiguas murallas de Southampton y las ruinas de la abadía de Netley, era un día a propósito para contemplar silenciosa y tristemente los monumentos del pasado. La primavera había cedido uno de sus días al invierno; la niebla cubría la ciudad, y una lluvia lenta pero penetrante, que cala sin cesar, nos quitaba la esperanza de ver un pedazo siquiera, de cielo azul al través de la vasta bóveda del espacio cubierta por espesas y densas nubes.

Las negruzcas y viejas murallas nos contaban su historia bajo el velo nebuloso de aquel día. El arco del Bar-Gate y los retratos casi borrados de Sir Bevis de Hampton y de su escudero el gigante Ascuparto, me avivan, después de quince años, los recuerdos de La, Dama del Lago. ¡Oh, grande Walter Scott! ¿Qué piedra de las viejas abadías, qué puente derruido o qué almena sajona de antiguo castillo no te debe su historia? Cada una de tus novelas puede servirnos de guía para viajar desde Southampton, el antiguo asiento del rey Juan, hasta Inverness el extremo de la tierra escocesa, donde todavía, como en los novelescos tiempos de Lamermour el higlander regresa por la noche a su cottage cantando sus aires nacionales y llevando sobre el lomo del shetland el ciervo que ha caído rodando, delante la boca de su rifle, desde la enhiesta cumbre de los riscos hasta el verde lecho de los valles.

Southampton fue el cuartel general de la antigua y victoriosa caballería inglesa. Sus murallas vieron embarcarse un día los arqueros y caballeros que vencieron en Cressy con Eduardo III y el Príncipe Negro, y los guerreros que ganaron la brillante victoria de Azincourt con el rey Enrique   —62→   V. Hoy, bajo los arcos de los muros que vieron salir aquellos guerreros cubiertos de fierro la cabeza hasta los pies, dirigiendo los enormes caballos normandos con que aplastaban las líneas enemigas, la pequeña industria moderna ha formado su colmena: las mujeres tejen o fabrican manteca, los hombres cosen velas y deshacen cables y los empresarios electorales colocan sus grandes anuncios recomendando eficazmente sus candidatos. ¡Así, bajo los muros de la edad media, el pueblo más is libre de la tierra ejerce los grandes derechos de la soberanía popular! Nosotros hemos enmascarado el Cabildo de 1807 y 1810 con una capa moderna quitándole sus pequeñas pero históricas proporciones y no ha mucho que, con dolor contemplaba el vacío que en Montevideo había dejado la demolición de las viejas murallas españolas en los tiempos de Zabala, de Alzaibar y Ceballos, que presenciaron las épocas coloniales y los tiempos revolucionarios y que defendieron y salvaron los penates de la nueva Troya en la guerra contra los tiranos. El vecindario de Southampton ha respetado en veneración las murallas en que están impresos los anales sajones, normandos e ingleses. El último muchacho vagabundo de las calles sabe dónde está la escasa parte de la pared del palacio donde el rey Canuto, con motivo de sus ardientes querellas con Edmundo Ironside, congregó la célebre asamblea de obispos y de nobles que fortaleció su poder político y militar con el apoyo de los prelados y de la nobleza.

Dentro de la muralla, cuyas piedras no han sido por el espacio de cerca de nueve siglos, hay una lechería y al lado unas cuantas muchachas del pueblo preparan con una crema exquisita, las primeras fresas de la primavera, rosadas y gruesas como las mejillas de las vendedoras. Más   —63→   allá, French Street recuerda el esfuerzo con que los vecinos de Southampton, en el siglo XIV, rechazaron a las tropas francesas que asaltaron la plaza; y desde la parte superior de las murallas que dominan el puerto, puede verse todavía el paraje en que Felipe II, taciturno y siniestro como Tiberio, desembarcó para desposarse con María Tudor bajo las bóvedas de la catedral de Winchester. En una de las calles angostas que conduce a la puerta de las murallas que mira hacia el oeste, me llamó la atención una casa de proporciones características y peculiares, una de aquellas construcciones confortables y hermosas del tiempo de los Tudores. Era la casa de los condes de Southampton, construida en el siglo XVI, donde Guillermo Shakespeare solía leer a su amigo Enrique Wriothesley las dulces estrofas de Venus y Adonis. ¡Las vidrieras de los balcones, compuestas de innumerables y pequeños cristales cuadrados, y la baja pero ancha ventana del centro, parece que van a abrirse de un momento a otro para dar paso a Isabel y a sus favoritas, rodeando a Drake que regresa de su viaje de circunnavegación, a Ben Johnson y a Shakespeare, que acaba de hacer representar su nueva comedia, entre los aplausos de una corte deslumbrada por su genio!

A pesar del mal tiempo, salimos fuera de la ciudad, cruzamos el Itchen y tomamos el camino de la abadía de Natley. El día se obscurecía rápidamente, y la naturaleza, dormida bajo la acción de la lluvia, exhalaba ese murmullo característico que constituye el silencio de las campañas. Entramos en las ruinas bajo una bóveda tupida formada por las copas de árboles seculares y al llegar al extremo de la calle nos encontramos delante de la casita que ocupa el guardián de la abadía. Es un viejecito que ha arreglado su morada en una parte   —64→   del antiguo edificio y que pasa su vida como un ermitaño del siglo XIII, contando diariamente la historia del lugar a los que se acercan a visitar aquellos sitios. Nuestro hombre nos declaró que el día no era a propósito para recorrer las ruinas, y buscó mil pretextos para excusarse de acompañarnos. Contestamos sus argumentos uno por uno y le convencimos con el supremo recurso. El día, entonces no pudo ser más oportuno. Cuando entramos en la planta del antiguo templo, y cuando la imaginación continuando la línea rota de los arcos góticos, construyó aquel asilo de la antigua piedad religiosa, forjándoselo en los años de su esplendor, pudimos concebir y admirar su augusta belleza y compararla con la silueta melancólica de sus ruinas actuales. Yo me senté a contemplarlas en la base del antiguo altar principal del templo. Nunca he sentido como entonces la influencia de la soledad; la cruz que forma el plano de las iglesias cristianas está intacta; los arcos góticos, resentidos con la influencia del gusto inglés que disminuyó la agilidad y la esbeltez de sus formas, no dejan por eso de tener su originalidad grandiosa; la yedra ha trepado hasta las últimas extremidades de los muros y cubre, como con un gran manto, toda la extensión de las paredes; los pájaros de los bosques vecinos revuelan y cantan por allí adentro; y las golondrinas, que regresan de sus emigraciones, vuelven a ocupar sus nidos favoritos entre las molduras de los arcos o entre los intersticios de las bóvedas interiores. Ellos son los únicos seres de la creación que, en aquel lugar, saludan con los himnos de la nueva vida a la tierra que despierta del sueño helado del invierno, y los únicos que, bajo aquella mansión abandonada y solitaria, ¡cantan al amor y la felicidad! La noche comenzaba a envolvernos y nuestro guía parecía   —65→   contrariadísimo con las proporciones que tomaba nuestra curiosidad y nuestra visita.

-De noche no es posible ver nada -nos decía- ¡y además el espectáculo, es muy triste!

-¿No hay espíritus aquí por la noche?

-Ya no: los frailes blancos no han vuelto a aparecer desde el tiempo de nuestro buen rey Harry! Cuando nuestro, buen rey Harry, que el Señor guarde en gracia, derribó la abadía y persiguió e hizo ejecutar a los santos moradores de esta casa, los trabajadores del rey conducían durante el día, para construir la torre de Hurst, las piedras que caían bajo el fuego de los cañones. Por la mañana, las piedras acarreadas a Hurst volvían a aparecer en este lugar. Un día este cañón que está enterrado ahí cerca de la vieja piscina del templo, tronó por diez horas sobre el arco del este y lo derribó hasta no dejar sino las señales de su cimiento. A la mañana siguiente el arco estaba intacto y el cañón amaneció clavado en el centro del espacio ocupado por la iglesia. El rey bramaba de ira, y comisionó a uno de sus caballeros para que persiguiese a los que burlaban así sus decretos. El comisionado al llegar la noche, tomó su espada y su lanza y se situó en el camino principal de Netley para descubrir y castigar a los espectros. A media noche, al resplandor de una luna plateada, las misteriosas sombras de los frailes blancos comenzaron a desfilar por entre los angostos corredores góticos del monasterio arruinado; el templo fue reconstruido en un instante por ellos, y el caballero mismo ingresó en la cofradía de los espectros. A la noche siguiente otro caballero fue mandado, pero siguió la misma suerte de su antecesor, y es fama que todos los nuevos caballeros que nuestro buen rey Harry envió en contra de los fantasmas de Netley, tuvieron igual destino que el   —66→   primero. Las sombras desaparecieron cuando nuestro buen rey Harry perdió la vida. Desde la noche de su muerte los frailes blancos no han sido vistos de nuevo por el vecindario.

La leyenda aumentaba el sombrío aspecto de la escena. Estábamos en el refectorio del monasterio sobre la franca y sólida curva de veinte arcos normandos, delante del antiguo hogar en que debieron sentarse los primeros moradores del convento, cuando volvían por la noche de sus largas peregrinaciones. Algunos rastros de las viejas pinturas pueden todavía adivinarse en la muralla superior de la gran chimenea. Sobre esas losas toscas ha descansado de la batalla el caballero inglés que volvía del campo sangriento de Poitiers; allá en el rincón del espacioso refectorio ha aplacado la sed y el hambre, con las frutas secas del convento, el cruzado que regresaba de Palestina; se han curado también las heridas del desconocido que ha caído con la cimera rota y la cota, perforada en la arena ardiente del torneo, y tal es el influjo solemne del paraje, que le parece a uno ver a los frailes alrededor del enorme fuego que ardió en el hogar, recitando sus oraciones y cenando frugalmente sobre la vieja y tosca mesa de encina. Cuando el silencio de la noche envolvía aquella mansión piadosa, y sus moradores se entregaban a la vigilia o a la penitencia, no pocas veces los golpes repetidos que resonaron sobre los hierros de la puerta principal del monasterio anunciaron a un trovador extraviado, que pedía asilo, con su laúd al hombro, después de haber llamado en vano a los umbrales del castillo vecino.

Toda la Edad Media surge viva desde que se posa el pie en las ruinas de Netley. Entrada ya la noche y bajo la lluvia que no cesaba de caer un solo momento, abandonamos aquellos sombríos y   —67→   solemnes lugares, donde hemos vivido por unas horas de la vida del pasado.

Por la mañana siguiente, el tren volaba hacia Winchester. Winchester es el centro de la civilización inglesa. La raza sajona no ha sido modificada en Inglaterra desde que ella ocupó su suelo. La conquista normanda dio muchas generaciones de reyes franceses y dio una aristocracia francesa y modificó profundamente el lenguaje y las leyes sajonas, pero no cambió esencialmente la sangre de la familia vencida. Los franceses invadieron sin mujeres; así es que la mujer sajona fue la madre de las generaciones subsiguientes, y a pesar de la victoria normanda, el viejo tipo sajón reapareció, invocando para sí su título legítimo de origen teutónico. En Winchester están los penates sajones salvados al través de los siglos con las tumbas de sus reyes, y algunos de los arcos toscos y sencillos de la catedral acusan todavía la severidad y la solidez de su gusto arquitectónico, contrastando con las pretensiones ornamentales del gusto normando y con la elegancia de la era más brillante del estilo puntiagudo, como lo ha llamado Fergusson. Las tradiciones de la catedral de Winchester arrancan desde el tiempo del rey Lucius, descendiente del jefe bretón a quien los romanos llamaban Caractacus. Desde entonces hasta los tiempos de Alfredo el Grande, el sentimiento religioso, realzado por los representantes que tuvo en Winchester, continuó ejerciendo, cada vez más, su influencia sobre los normandos, y supo atraerse la veneración de los sajones a tal punto, que aquel vino a ser uno de los principales centros de la propaganda cristiana.

Cuando se entra por primera vez en la catedral de Winchester, el majestuoso silencio y la soledad de las naves sellan nuestros labios. El catolicismo   —68→   ha dejado allí algunos rastros de sus concepciones artísticas; puede verse todavía la representación de los milagros y la corte de las deidades que forman su Olimpo. Cuando se avanza poco a poco hacia dentro, se llega a la Capilla de Nuestra Señora, situada en el último limite de la Catedral, en la pared del pequeño oratorio, y se descubre una serie de pinturas católicas que contrastan curiosamente con la severa desnudez de los oratorios protestantes. Entre estas pinturas, hijas de la imaginación de los antiguos creyentes, me llamaron la atención dos cuadros por la originalidad de su concepción: el primero representa un muchacho judío arrojado por su padre a una hoguera por haber recibido la eucaristía, y que la Virgen está salvando de las llamas; en el segundo, luchando el artista por materializar una concepción complicadísima, nada menos que la historia de una monja muerta que vuelve a la vida para confesar un pecado que había, ocultado, cae en un dédalo de materialidades singulares, por no decir absurdas. La Reforma ha pasado con desdén sobre estas imágenes que debieron halagar el espíritu fanático de Felipe II, cuando los grandes prelados del culto romano bendecían su unión con María Tudor en 1554.

Sobre la pared que divide el presbiterio y el sagrario de la nave norte de la catedral están colocadas las urnas funerarias que guardan los despojos de Canuto, de Guillermo Rufus, de la reina Emma, de Kenulfo, de Edmundo y de Egiberto. En 1797 el profesor Howard examinó el contenido de aquellas criptas que habían permanecido cerradas desde el tiempo de Enrique de Blois (1129-1171). No fue posible determinar con precisión a qué rey correspondían aquellos restos, porque en cada una de las urnas había huesos y cráneos pertenecientes   —69→   a varios individuos. Pero como las inscripciones, conservadas admirablemente, indican la existencia de los despojos de los principales reyes y prelados sajones y normandos, aquellas cajas los guardan en la misma comunidad en que fueron depositados por Enrique de Blois. En la tumba de Guillermo Rufus, abierta y profanada durante el Commonwealht, los rebeldes encontraron los restos del rey, su vestidura bordada de oro, sus armas y sus anillos. Sus restos están mezclados hoy con los de sus antepasados y con los de sus descendientes.

Winchester posee uno de los grandes colegios ingleses, rival de Harrow y de Eton. Está a poca distancia de la catedral y se llega a su puerta de entrada después de haber recorrido los barrios más antiguos y pintorescos de la ciudad. Los muros del colegio de Winchester, como la parte principal de la catedral, fueron levantados en el siglo XIV por Guillermo de Wykeham siguiendo el estilo perpendicular gótico del cual hay muestras preciosas en sus claustros y en la capilla. Entramos al caer de la tarde por aquellas puertas macizas que vieron llegar niños a muchos de los que han sido después grandes hombres. Los escolares jugaban en el cricket ground; habían cesado las tareas del día; algunos que demoraron más que los otros en las aulas se desprendían los manteos tradicionales y los colgaban en las perchas de los corredores, vistiendo la camiseta de franela y los zapatos de banda que los ingleses usan para sus juegos atléticos. La educación de las fuerzas físicas es tan estimada como la educación moral en Inglaterra; y el muchacho que en las primeras horas de la mañana ha escrito, después de esfuerzos inauditos, diez renglones de versículos griegos o romanos, dispara por la tarde sobre su adversario con la fuerza de un atleta la bola errante del cricket. Nosotros, naturalezas   —70→   enfermizas, no practicamos la higiene que debieran observar todos los hombres de educación literaria o científica. Los ingleses recobran todos los días en el campo las fuerzas intelectuales que emplean en el banco de estudio; han suprimido la vida sedentaria; han destinado la noche absolutamente para el sueño, la mañana para el estudio y la tarde para el box, el cricket y el remo. Todos los estudiantes de Winchester y demás colegios ingleses tienen bien equilibradas sus fuerzas físicas con sus fuerzas morales.

En los claustros de Winchester han iniciado su educación muchos de los hombres más célebres de la Inglaterra: John Rusell, uno de los campeones de la reforma parlamentaria; lord Selborne, Addington y Cardwell, que fueron grandes oradores y grandes hombres de estado; el conde de Northbrook, actual lord del almirantazgo, a cuyo hermano he tenido el gusto y el honor de tratar no ha muchos días; William Collins, uno de los poetas más populares de la Inglaterra, y Young, el tierno Young, el maestro de la elegía moderna, han salido formados allí. Entre esos jóvenes que miden su energía física y su agilidad sobre el verde césped del parque de Winchester, ¡cuántos no estarán destinados a seguir las huellas luminosas de sus antepasados en las letras y en la política de su país! En Inglaterra, como en ninguna otra parte, los hijos y los nietos heredan los talentos de los padres y de los abuelos. La genealogía científica de Carlos Darwin comienza con Erasmo Darwin, su abuelo; Chatham deja a Pitt, y el último triunfo electoral de los whygs ha dado en la Cámara de los Comunes un asiento, al lado de su padre, a cada uno de los hijos de M. Gladstone. Se comprende y se justifica el orgullo inglés, porque en la alta vida de estado los advenedizos   —71→   y los aventureros jamás obtienen entrada, ni conquistan éxito. El sentido público es tan influyente en este país, que los hombres, desde niños, desde que escriben o recitan los primeros ensayos clásicos de las aulas, ya están sujetos al fallo de la opinión. Los traviesos son señalados con el dedo, las mediocridades permanecen en el justo medio, los talentos se dividen y se clasifican, y los genios ocupan la eminencia, cualquiera que sea la influencia de sus émulos y las vallas que encuentren en su camino.

Es un grande error, a mi juicio, pretender encontrar en Londres el estado normal de la vida inglesa. Dickens, el gran maestro de las costumbres sociales de este pueblo, ha creado a Pickwik, por ejemplo, en Londres; pero lo ha hecho vivir más y casi siempre en el city-country y en la campaña inglesa. Prescindamos del sarcasmo cruel con que el benefactor de la humanidad y el grupo de sus amigos Mr. Snodgrass, Mr. Tupman y Mr. Winkle, representan sus papeles en aquellos anales inmortales del ridículo, y observemos que a pesar de todas las burlas, de todos los accidentes, de todas las desgracias que caen sobre el protagonista, la escena en que se mueven los personajes son aquellas casas confortables de campaña, rodeadas de castaños y nogales, en las que por la noche la familia y el círculo de amigos comentan desde el country-house la vida de la ciudad, y preparan para el día siguiente las partidas de caza, de pesca y de equitación a que son tan aficionados, no sólo los miembros de la alta clase social, sino también los de las clases medias.

El otro día, por ejemplo, he tenido la felicidad de visitar sin ceremonia una de las familias inglesas más distinguidas de Londres. El tren me llevó desde Cannon Street, en los barrios más bulliciosos   —72→   de la city, hasta Bromley, a doce millas de Londres. Me acompañaba el dueño de casa; visitamos de paso a Chislehurst y en la capilla católica del pueblito vimos la tumba de los dos Napoleones chicos. Allí, la ciega obcecación de los imperialistas que justifican las vergüenzas del imperio francés de 1870-1871, mantiene siempre llena de coronas, con motes políticos, la tumba del hombre que despotizó y militarizó a la Francia por veinte años consecutivos, que suprimió la libertad política y que fomentó el fanatismo para levantar en su favor las fuerzas numerosas de la ignorancia y del atraso. Enfrente yace el príncipe desgraciado, el último vástago de una familia salida de la nada y vuelta también a la nada, como si el cielo hubiera querido castigar de ese modo a los aventureros. La madre, la viuda desolada, está en África. Cercano a la iglesia, el pequeño castillo de Chislehurst, ocupado por la escasa servidumbre de Eugenia, ha quedado abandonado por los antiguos huéspedes de las Tullerías. Los ingleses no tendrán que lamentar nunca sino las excentricidades de la reina y la liviana mediocridad del príncipe de Gales. Felizmente para ellos, sea que gobierne Mr. Gladstone, sea que gobierne Beaconsfield, en los destinos del pueblo inglés, las extravagancias de la reina y las liviandades del príncipe no producirán las guerras que Napoleón terminó en Metz y en Sedán. Los ingleses pasan por Chislehurst experimentando lo que ellos llaman piedad privada por los muertos; en cuanto a la piedad pública, no se han permitido expresarla todavía y creen que no tienen ningún derecho para hacerlo. Hay una exquisita discreción en este modo de pensar.

Sobre el camino de Chislehurst a Bromley está la casa de Carlos Darwin. Es una preciosa casa de campo con balcones salientes y vestida de yedra.   —74→   El viajero del Beagle estaba ausente y recorría en carruaje el bosque vecino. En las inmediaciones vive Lubbock, el sabio profesor de ciencias naturales; y no muy lejos de Bromley está la casa en que el gran Chatham pasó los últimos años de su vida. El caballero que me acompañaba, cuyos antepasados viven en Bromley desde hace siglo y medio, me decía que Chatham tenía la costumbre de contar las horas por el reloj que sonaba en la torre de la casa de sus antepasados y que fue esa misma campana la que señaló la hora de la muerte del grande hombre de estado. A los diez minutos de camino hecho en su carruaje, habíamos llegado a Bromley y penetrábamos en uno de esos parques que sólo se ven en Inglaterra. Llegados al castillo después de haber saludado a las señoras de la casa en una habitación vestida toda con telas del Japón y de Persia y adornada con objetos riquísimos de Oriente, mi amigo me invitó a pasear por los bosques y los parques. Estaba completamente olvidado de Londres y en mi elemento, loco de curiosidad por darme cuenta de aquella mansión verdaderamente señorial. Atravesamos el prado y llegamos a la orilla de un estanque, en las aguas del cual se reflejan el follaje de pinos y avellanos, cuyos troncos cuentan más de dos siglos. En el estanque había truchas, y en el bosque faisanes y liebres. Si hubiera tenido anzuelos, habría cometido la excentricidad de rogar al dueño de casa que me permitiera despuntar el vicio dejándome sentar al borde de aquellas aguas; y de haber sido invierno, me habría ensayado por primera vez en el tiro de los faisanes y de las liebres, aun exponiéndome a representar una de aquellas escenas de caza de Villers-Cotterets, en que el viejo Dumas figuró siendo muchacho, y que en su vejez nos ha contado con tono tan exquisito y tan   —74→   burlesco. Más de uno de mis amigos me condenará por original incorregible oyéndome hablar de liebres y faisanes a pocas millas de Londres, pero yo sé quién me tendrá envidia cuando sepa que los he visto volar de un rincón al otro del bosque y que he estado a punto de hacer una barrida como aquellas que solemos hacer los aficionados en Buenos Aires en el campo del temible señor Merlo. Durante el invierno, el dueño de casa voltea con sus amigos trescientas piezas, que se reemplazan sin dificultad en la primavera siguiente. Le contaba que el número de sus víctimas durante la estación era el mío durante una excursión de dos días con otro amigo y quedaba deslumbrado, soñando con una partida de las nuestras, mientras yo veía volar un faisán y encontraba que el tiro y la pieza bien valían la mejor martineta de nuestros pajonales. Perdonenme los profanos esta digresión, pero no es posible prescindir de la caza cuando un inglés rico lo recibe a uno en su morada de campo.

Llegamos al castillo a la oración cuando la campana del reloj de Chatham tocaba las 8. La noble casa, una maravilla de confort y elegancia, nos recibió hospitalariamente reuniéndonos alrededor de una estufa cariñosa a pesar del verano. Mi amigo me mostró la vieja biblioteca de sus antepasados. Me creí trasladado por un momento a los tiempos de los Jorge, tan gentilmente historiados por la pluma maliciosa de Thackeray», no había en la primera sala de aquella preciosa librería ninguna obra de los últimos tiempos; la primera que cayó sobre mi vista fue Locke, y siguiendo la fila me encontré con Bacon y con todos sus predecesores; la historia de Inglaterra de Catalina Macaulay, Hume, la correspondencia de Wellington, y los filósofos franceses del siglo XVIII. La mayor parte de aquellas ediciones contaban entre 80 y 150   —75→   años, y estaban como recién salidas del taller de encuadernación. Sobre las paredes admiré retratos preciosos de Tennyson, de Longfellow de Sir W. Herschel, de Darwin, los hijos de las ciencias y de la musa moderna; y cuando, con la curiosidad satisfecha, salí de aquel recinto, me pregunté a mí mismo ¿a qué van a Londres los hombres que tienen en una morada como ésta, su familia, sus libros, el parque y el bosque, el encanto de la vida doméstica y las distracciones de la vida de las campañas?


La locomotora acaba de detenerse en una estación cuajada de gente y alambrada como el día. El guardatrén me disipa mis dulces recuerdos de Bromley gritándome al oído: ¡Charing-Cross!



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ArribaAbajoCuadros parlamentarios

La cámara de los comunes


Londres, junio 30 de 1880.

Se daba la Fedra en el Gaiety Theatre. Sarah Bernhardt, esa Sarah que es conocida en Buenos Aires como la heroína de los proscenios y de los salones parisienses, hacía de protagonista, de esposa adúltera e incestuosa a la vez. Delgada y alta, sin las formas esculturales de la Ristori de los buenos tiempos, menos bella, pero iluminada la fisonomía por ese rasgo peculiar que sellaba el gesto trágico de Rachel, Sarah Bernhardt es, sin duda, una mujer dotada de todos los innumerables y delicados detalles que forman, como en un molde, a las hijas del arte. Con razón es la mujer verdaderamente revolucionaria de París; la mujer para la cual, apenas lanzada en su carrera artística, Francisco Coppée escribía su Zanetto, la mujer en cuya frente el viejo padre del romanticismo depositaba, ayer no más, en su cumpleaños, el beso protector y paternal del poeta que creó a Doña Sol; la mujer que exaspera los odios obscenos de Zola en uno de los pasajes de esa epopeya licenciosa que llaman   —78→   Nana, y que tanto ha corrido en Buenos Aires; la que reúne en su casa lo más selecto de la pléyade literaria francesa, de la vieja y de la nueva época, desde Emilio de Girardin, que todavía galantea como en 1848, hasta Guillermo Guizot, el hijo del austero ministro de Luis Felipe que, según el rumor del boulevard, de los foyers y de los cafés toma parte en más de una de las inspiraciones de la artista; la mujer, en fin, que habituada a los mimos de una sociedad entera, y a las victorias incesantes de la escena, fracasa en el estreno de la última pieza de Emilio Augier, arma un alboroto, riñe con el autor, riñe con el director de la Comedia Francesa, deserta del teatro y rompe en pedazos el título de sacerdotisa del templo de Racine y de Corneille, haciéndose condenar en un pleito, con la más altiva indiferencia, al pago de 150.000 francos, mientras que representa en Londres la Fedra, Frou-Frou y Adrienne Lecouvreur delante de toda la aristocracia inglesa, que al oírla desciende de lo alto de su desdén y de su orgullo, a llorar cuando estallan los celos de la heroína griega, cuando expira la hija de la fatalidad humana, o cuando muere, envenenada por una rival despechada, la melancólica víctima del arte y del amor. Yo he visto a todas las damas de los palcos principales del Gaiety llorar como magdalenas; pero sin levantar la vista ni por un instante del libreto de la pieza... en inglés. Las damas inglesas tienen el corazón tierno como todas las mujeres, y aunque a primera vista aquellas fisonomías elípticas como un escudo de armas, con cuatro bucles por banda, parecen ser insensibles, puedo asegurar que no lo son. Más de una, y entre ellas la duquesa de Westminster, lagrimeó tanto en la representación de la Fedra, que por cuatro o cinco veces tuve yo que llevar el pañuelo a mis ojos, para dejar bien   —79→   sentada la ternura proverbial de nuestra raza latina.

Aquella noche tuvo para mí otro encanto. Mr. Gladstone y su familia estaban en el palco avant scène de la izquierda, frente a mi asiento. El deseo de ver la pieza completa me había llevado temprano al teatro; ocupé mi lugar cuando no estaban encendidas aún las luces, ni más ni menos que como esos parientes del Pergamino o de Capilla del Señor, que nos solían llegar a Buenos Aires con unos deseos amenazantes de ir a tomar el postre en Colón para no perder ni una sílaba de los Veinte años, o la vida de un jugador. Esperé con una paciencia ejemplar que los actores se apiadasen de mi anticipada curiosidad; pero cuando el teatro se iluminó, comencé a sentir, minuto por minuto, todos los escozores de la impaciencia. De repente, y mientras yo interrogaba los más mínimos movimientos del telón, un aplauso unísono resonó en toda la sala. En el primer momento no pude darme cuenta de aquella repentina manifestación; pero, como al aplauso inicial se siguió otro y otro, dos y tres y muchos más, me resolví a interrogar a mi compañero, violando la regla que suelen darnos algunos viajeros en Buenos Aires, de que es inútil preguntar nada a los ingleses, consejo malo y egoísta de los que no saben preguntar en inglés. Interrogado mi vecino, me sacó de dudas con una amable simpatía, pero no sin mostrar su sorpresa de que yo ignorase que se aplaudía la entrada de Mr. Gladstone. En efecto, el Prime Minister acababa de sentarse en el primer asiento de su palco, pero hacía tan poco caso de los aplausos, que ni siquiera se dignó dirigir una sola mirada a sus fervorosos partidarios del paraíso. Me olvidé de la Fedra, de Sarah Bernhardt y de Racine y cuando el primer acto terminaba, yo tenía los ojos clavados en Mr.   —80→   Gladstone con toda la impertinencia de un novio que milita en el primer período de sus embebecimientos. Mr. Gladstone gozaba plenamente, al parecer, de la tragedia; había depositado su hermosa frente, llena de las combinaciones políticas de la actualidad, entre sus dos manos, y con la mirada fija en la escena apoyaba los codos en la baranda del palco. Cuando Sarah Bernhardt lanzaba una de esas tiradas elocuentes y brillantemente rimadas del alejandrino clásico, la actitud de Mr. Gladstone volvíase cada vez más negligente para con el público; el rostro desaparecía entre las manos y los codos invadían una buena parte de la baranda, obligando a retirarse a los del vecino. Mr. Gladstone seguía el espectáculo con las pruebas evidentes de una atención concentrada. Conocedor agudísimo del teatro, pues el asiento de Westminster en que se levanta para hablar vale la más alta de las escenas conocidas, apreciaba sin duda en aquel momento la diferencia de las pulidas y bien torneadas tragedias de los escenarios de Luis XIV, con las llamaradas que el genio de Irvin y de la Ellen Terry arrancan de la roca de Shakespeare en las tablas del Lyceum. Hace pocas noches que vi allí el Mercader, representado por estos dos grandes discípulos del autor de Hamlet, y no puedo borrar todavía de mi espíritu la profunda impresión que me produjo Shylock.

El teatro necesita un artículo aparte, que haré más adelante.


Aunque Mr. Gladstone está en el primer periodo de lo que se llama propiamente ancianidad, es un viejo fuerte y expresivo. Su fisonomía es un espejo: toda su alma y su espíritu se asoman a sus ojos; tiene una de esas naturalezas abiertamente   —81→   democráticas que vierten, con un solo gesto y en un solo movimiento, todo lo que sienten y aún todo lo que van a sentir, según el desarrollo del espectáculo, o el giro de los acontecimientos. En la Comedia Francesa lo he visto absorto, arrebatado por la más profunda atención, siguiendo con la fisonomía todas las impresiones del drama en una excitación evidentemente nerviosa. No sabe afectar esa indiferencia artificial y disimulada de los altos personajes, que admiran en silencio, pero sin dar pruebas de emoción, para no comprometer su altivez obligatoria confundiéndose con la plebe que grita, que exclama, que ríe o que llora. Mr. Gladstone, según me informan, es un hombre que no puede mirar fuegos artificiales sin unir sus exclamaciones de asombro a los de la muchedumbre; y por lo mismo, no es extraño que la tragedia comience por sentarlo atentamente en la silla y que acabe por derramarlo en la escena como si lo arrastrara en su corriente. Lo he visto y lo he oído en el parlamento, hace pocos días, en una de las cuestiones políticas y sociales más interesantes de la actualidad; cuestión que me ha hecho presenciar en el recinto mismo de la Cámara de los Comunes un pequeño escándalo que tiene revuelto a Londres en estos momentos, y que amenaza producir una verdadera revolución en el parlamento, fuera del parlamento y en la plaza pública.

Las cuestiones religiosas agitan toda la Europa: en Alemania la transacción del gobierno con los clericales no ha hecho sino aplazar las hostilidades por un poco de tiempo. Ayer se ha ejecutado en Francia el decreto del 29 de marzo; los jesuitas han sido expulsados como ahora un siglo; se ha dado cumplimiento al decreto del Parlamento de París de 1762, al edicto de 1764 y a los decretos de 1767, que suprimieron en Francia la Compañía y   —82→   que llevaron las mismas ideas a la España de Carlos III. Todo París, clericales y liberales, se había dado cita ayer en las puertas de las casas de la Compañía. La expulsión debía ser simultánea en os departamentos y a pesar de los gritos y protestas de muchos caballeros y señoras energúmenos, la República, con mano fuerte, abrió las puertas que se cerraban con buenos y hábiles cerrajeros, y puso la mano sobre el hombro de los desobedientes con la eficacia que es menester usar con los que se resisten a cumplir la ley. En Bélgica, el divorcio entre el poder político y el Papado toma proporciones alarmantes, y en Inglaterra por fin, en Londres, en el seno del parlamento, Mr. Gladstone el orgulloso vencedor de la última campaña electoral, se constituye defensor de Mr. Bradlaugh, y sufre en el primer encuentro una derrota debida a la de los torys con los irlandeses y los judíos. En esta cuestión he visto al impresionable admirador de Sarah Bernhardt echar chispas de ira por los ojos y rayos de fuego por los labios. La derrota ha sido estruendosa y los conservadores han gozado bulliciosamente de un triunfo, que, si no ha sido un éxito definitivo, les ha dado por lo menos el medio de dividir la mayoría y de comprometer la política whig. Mr. Charles Bradlaugh electo por Northampton como el representante más neto de las ideas ultra-liberales, parece resuelto a reproducir en el palacio de Westminster las escenas de Wilkes, el famoso miembro de aquella licenciosa cofradía de libertinos de Medmenham-Abbey, que había escrito sobre los muros de la abadía esta obscena divisa rabeliana: «Fay ce que voudras.»

No acuso a Mr. Bradlaugh de la impudente inmoralidad de Wilkes. La sociedad inglesa, intransigente y orgullosa de sus buenos hábitos, castigada con la expulsión de Wilkes, a un calavera desenfrenado   —83→   e insolente, que a pesar de la ardiente defensa de Guillermo Pitt, no podía sentarse en el parlamento sin profanar las tradiciones de la nobleza y de la gentry. Lo prueba el eclipse que en los días del ministerio inhábil de George Grenville sufrió el gobierno parlamentario. Las manías de Jorge III comprometieron entonces las libertades inglesas, dieron por resultado la insurrección de las colonias americanas y hasta hubo aplausos para los desbordes de Sir Francis Dashwood, el decano de todas esas orgías.

Supongo a Mr. Bradlaugh, un sujeto perfectamente honesto, incapaz de vivir con la sociedad del Pavillion o del Aquarium. Pero con toda la franqueza que me inspiran en este momento los sucesos, declaro que Mr. Bradlaugh está muy cerca de ser un espíritu completamente desenfrenado y entregado al fanatismo liberal como otros lo están al fanatismo religioso. Es un free thinker, pero del género insoportable de la falange irregular del tipo de los demoledores que creen que basta ponerse la corteza de Mazzini para tomar la estatura del maestro; de esos espíritus cavilosos que interrumpen un casamiento por el pretendido temor de que la bendición salida de las manos de un cura católico o de un ministro protestante, contamine su conciencia de liberales; de esos políticos que pretenden tener fijos sus ojos en el semblante de sus electores y que simulan consultarles todos sus actos; de los que no bautizan un muchacho siquiera por dar gusto a las tías viejas de la familia; de los que prohíben terminantemente a su mujer que ponga los pies en la iglesia; en fin, de los de la estofa ridícula de Daniel Rochat, un ser insufrible e incompatible con el buen sentido.

Parecerá raro que un espíritu de este género aparezca en los círculos políticos de actualidad en   —84→   Inglaterra, y sin embargo, Mr. Bradlaugh es el ejemplar más típico del liberal furibundo. Provoca en el parlamento una cuestión previa a su ingreso, que levanta contra él, y contra el gobierno que lo sostiene, los gloriosos pendones de la tradición anglicana: judíos, católicos y protestantes, como tocados por un solo resorte, recuerdan juntos las campañas parlamentarias de la Reforma religiosa, se reconocen unidos por el sentimiento oficial y tradicional que exige de todos los miembros de la política británica la creencia en un Dios, y tocan al escándalo contra el ateísmo impávido y fatuo de Mr. Bradlaugh. Electo miembro de los comunes, Mr. Bradlaugh es llamado a prestar el juramento de orden ante el speaker; pero él, en medio del asombro de la Casa, ofrece substituir el juramento por la simple afirmación, fundándose en que no siendo un cuerpo monástico aquel en que debe ingresar, el juramento religioso no tiene objeto, y basta con la simple afirmación que es compatible con la naturaleza política de la Cámara. La proposición cae como una bomba en el campo diminuto de los conservadores. Mr. Disraeli, a quien ni las derrotas, ni los proyectos fallidos desaniman, se pone en campaña desde sus posiciones de retirada. La fatuidad de Mr. Bradlaugh le ofrece la ocasión de realizar una preciosa operación de estrategia parlamentaria. El coloso del torismo golpea el parche de alarma contra el advenedizo que pretende eximirse de jurar como católico, judío o protestante, y aún de afirmar como cuákero, y sin dar la cara, sin asomar ni siquiera una línea de aquella fisonomía afilada y enigmática, en el mismo cuartel de la victoria liberal, convoca todo el parlamento, y a pesar de la fuerte influencia del gabinete y de los esfuerzos de Mr. Gladstone, los liberales se dividen y el   —85→   campo queda por los principios conservadores en el primer encuentro.


Yo asistí el día del debate. La sesión comenzó a las 2 de la tarde, se suspendió a las 7, continuó a las 9 y terminó a las 2 de la mañana. Con un joven e inteligente compatriota conseguimos los mejores asientos que es posible obtener en la galería. Pasamos por todas las formas solemnes del ingreso, que difieren un poco de aquella manera de entrar un tanto campechana que usan entre nosotros los asistentes de la barra. Al pie de la estatua de Hampden habla esperado por la mañana media hora para que me llegara mi turno; pero por la noche fuimos más felices porque empleamos un medio más activo de penetrar sin hacer antesalas. De nuestro asiento podíamos ver con una comodidad envidiable aquel salón cuadrado y bullicioso donde se gobierna la Europa desde Londres a Gibraltar, y desde Gibraltar hasta Oriente. El primero sobre quien cayó mi vista fue mi personaje del teatro en la noche pasada, Mr. Gladstone. Tenla, la cabeza descubierta, y estaba vestido con aquella negligencia inglesa que equivale no pocas veces a la elegancia. Parecía más pálido que de costumbre y bastaba reparar en la mirada penetrante que fijaba unas veces sobre sus adversarios, y otras sobre los partidarios que en aquel momento desertaban de sus filas, para conocer que estaba nervioso e inquieto. Tenía por delante su cofre de apuntes y papeles y a cada momento hablaba con sus colegas de las bancas ministeriales, como si les consultara o preguntara algo de interés. A su espalda estaba Brigth mostrando su fisonomía abierta y expresiva, repantigado cómodamente en su asiento y con el sombrero echado   —86→   sobre la nuca, con las dos manos en los bolsillos y en una tranquila actitud de observación. ¡Quién podría decir, al verlo con aquella facha de capitán de buque de vela, que ese cuerpo, cuando se incorpora y levanta la hermosa y blanca cabeza con que Dios lo ha dotado, podría servir de modelo a un escultor para bosquejar la estatua de Demóstenes! A la izquierda de Gladstone se sentaba el marqués de Hartington, miembro indispensable del gabinete a causa de su título, porque en Inglaterra no se concibe un ministerio sin una cuota proporcionada de duques, y a falta de duques, de marqueses, como el de Hartington, heredero de uno de los más grandes ducados whigs, dueño de un grupo de votos en la Cámara y de una poderosa influencia en las campañas de Irlanda. ¡Cuántos Hartington sin títulos hemos tenido nosotros en nuestros y parlamentos! A la Granville, el sucesor de Salisbury, una fisonomía alegre y chispeante que contrasta curiosamente con la mine reposada de los ingleses. Con razón se ha dicho que su rostro y su figura, harían que el espectador lo tomara por un hombre de estado francés bajo la Casa de Orleans. Inferior a Salisbury, y a Cairns y a Derby, y víctima, algunas veces del sarcástico lord Grey, Granville no representa, en toda su elevación y majestad, el alto tipo del hombre de estado inglés, pero es un monumento de honorabilidad política y uno de esos hombres parlamentarios que, aunque mediocres, son tan útiles como necesarios. Dentro del grupo ministerial se extiende un sinnúmero de paladines de los últimos tiempos, y enfrente, toda la falange conservadora se destaca orgullosa y formidable con la alianza Persa que acaba de celebrar con los católicos para batir el ateo. En el primer grupo, llama la atención, Mr. Forster, el orador más claro, más conciso,   —87→   más lógico y más hábil de la Cámara sin exceptuar a Bright y a Mr. Lowe. El mismo Gladstone no tiene las preciosas y altas cualidades de abogado que distinguen a Mr. Forster. Mr. Forster tiene una cara vulgar pero animada, es más bien bajo, ancho de espaldas y de figura bastante común. Pero cuando se saca el sombrero y pide la palabra y cuando comienza a hablar su discurso, parece un jugador de ajedrez que presenta al adversario todas sus piezas acechándolo con cada una, hasta que lo estrecha y lo rinde con la aparente distracción de los jugadores de lujo y con una soltura, una naturalidad y una sencillez graciosísimas. Carece es cierto de la frase caliente de Gladstone, le falta la pasión de Bright y aún la elegancia de Lowe, pero cuando ataca o para un golpe lo hace con la frialdad de un geómetra que sabe de antemano el resultado de la operación. En el segundo grupo se han aglomerado los agitadores irlandeses, los católicos fervorosos y ardientes, Parnell, O'Sullivan y la fracción numerosa que ellos encabezan.

Mr. Gladstone había hecho por la mañana un discurso lleno de calor e interés en favor de la admisión de Mr. Bradlaugh por simple afirmación. Cuando se levantó para hablar, la sala quedó dominada y en un silencio profundo. Las palabras con que se introdujo hubieran denunciado para el más profano de los espectadores, al jefe de un partido. Quería desarmar a los adversarios, pretendiendo hacerles comprender que se trataba de una cuestión de muy poca monta; cuestión que en todo caso el parlamento no tenía competencia para decidir, pues que debía someterse a los tribunales de derecho. Sostuvo que la simple afirmación de cumplir con su deber de diputado, debía bastar para admitir a Mr. Bradlaugh; y que, desde que   —88→   este era un caballero, la afirmación de simple carácter político obligaba su honor al carácter político obligaba su honor al cumplimiento de su promesa, que era el objeto principal de la forma de ingreso, mientras que queriéndole dar al juramento parlamentario un carácter religioso, y no siendo creyente Mr. Bradlaugh, era difícil que bajo su imperio se considerase obligado a cumplir lo que sólo había jurado sometiéndose a una fórmula impuesta. La Casa oía con atención, pero fuera de uno que otro «hear» que lanzaban los adoradores del primer ministro, los adversarios se mantenían fríos y reacios, esperando su turno para contestar los fuegos del coloso.

Gladstone simulaba un excelente buen humor, pero el resultado de la votación, sospechado de antemano, lo tenía montado en una cólera clara y manifiestamente refrenada, pronta a derramarse como un torrente en el instante mismo en que le faltara el dique débil de la calma nerviosa y aparentemente risueña que simulaba. Se expresa con la arrogancia de todos los discípulos de Oxford; es algo difuso pero habla con un arsenal de ideas colosal. Su discurso tiene mucho de panorámico, y no termina nunca sus párrafos naturalmente sino tronchados, como una serpiente, cuyo cuerpo cortara por el medio. Impetuoso y vehemente, no admite ni una guisada imperceptible del adversario, y cuando el rayo del sarcasmo revienta a sus pies, se yergue súbitamente y como un guerrero asediado que desde lo alto de la torre deja caer un peñasco sobre las cabezas de los asaltantes, esgrime la invectiva, la lanza al rostro mismo del enemigo, saca de este verdadero encuentro a mano armada, una fuente nueva de inspiraciones que corre y se derrama con abundancia, para remontar y extenderse en uno de esos periodos que tienen toda   —89→   la hermosura y la grander a oratoria, el color, la vida, la pasión, la luz y la fuerza.

Lo he oído días pasados en una discusión sobre las tierras de Irlanda, achatar como una oblea a un miembro de la Cámara que pretendió hacerle algunas observaciones impertinentes. Y no obstante esta fuerza de titán, ese poder de elocuencia que abruma y deslumbra a la vez, no es posible imaginar un espíritu más susceptible: una lapicera con la pluma calzada dirigida contra Mr. Gladstone lo pone fuera de sí, y desde que percibe el puntazo se esquiva como una niña cosquillosa. Le hace poca gracia la caricatura o la sátira y siempre vive prevenido contra ellas.

Cuando la sesión de la mañana terminó quedando citada la cámara para la noche, Mr. Gladstone parecía haber conjurado un tanto la indisciplina que, acerca de la cuestión Bradlaugh, se había suscitado en las filas liberales. Pero por la noche la deserción se hizo más sería ante la influencia misma del primer ministro, que presenciaba mudo, pero agriado aquella enorme falange que se había agrupado contra él para defender una fórmula histórica y tradicional de la constitución inglesa. Sullivan tomó la palabra en medio de una atención atrayente; irlandés y católico de la más legítima especie, apasionado y agresor, hizo un discurso que levantó gritos y exclamaciones de entusiasmo entre los miembros coligados, y especialmente entre los irlandeses de su grupo. Recordó las viejas y gloriosas sesiones de la reforma religiosa; los tiempos de Cobbett, de O'Conell y de Cobden, la emancipación de los católicos y la consumación de esa Reforma benéfica, a pesar de los elementos egoístas y reaccionarios del pasado, que tenían sofocadas las libertades inglesas Pero esa reforma, exclamó Sullivan, fue llevada a cabo por un partido y por un pueblo que   —90→   creía en un Dios, que tenía un principio religioso y que cuando las puertas del Parlamento fueron igualmente abiertas para protestantes, católicos y judíos, la entrada quedó expedita para los que creían en un Ser Supremo y común de todos los pueblos civilizados de la tierra. La constitución inglesa, agregó en una frase que es todo el análisis filosófico de ese gran monumento político, has grown, it has not been made; ha manado, ha brotado, no ha sido hecha; y en ella se han incrustado todos los elementos nuevos que la hacen grande y libre, histórica y británicamente considerada. Protestantes, judíos y católicos, «somos todos ingleses» porque creemos todos en un Dios, que es el Dios de nuestra historia y el de nuestros antepasados. La batalla por la reforma consistió en dar iguales derechos políticos a los que tenían análogos sentimientos religiosos; y si era justo que el protestante se sentase en esta casa y gobernase la nación desde ella, justo era que se sentase también el judío y el católico que tenían con él, en la historia política, un origen común. Para entrar pues en esta casa es necesario una creencia, una religión, un principio histórico o una fórmula consagrada por la ley que puedan profesar todos sus miembros sin abjurar de sus ideas. Pero Mr. Bradlaugh no cree en nada; Mr. Bradlaugh exige salvar los umbrales de este recinto pisoteando la tradición de todos los ingleses; pretende derrocar la fórmula parlamentaria, pretende violar la constitución y alterar los grandes y gloriosos preceptos que la han fundado, sin precedente de legislación especial para sus ideas. Semejante audacia debe ser rechazada negándosele su pretensión, negándosele la petición de afirmar, y aún más, negándosele el derecho de jurar, si lo pidiera, por el solo hecho de no haberlo reconocido   —91→   como un acto espontáneo al ingresar en la Casa.

El orador era interrumpido con muestras vivísimas de aprobación. Toda la orgullosa falange parlamentaria de las familias históricas se había enrolado en la mayoría que pedía la clausura de las puertas para Mr. Bradlaugh. Sin embargo, varios de sus sostenedores se levantaron para desmontar el efecto que había hecho el discurso de Sullivan, y sobre todo la resolución de no admitir a Mr. Bradlaugh, fuera con juramento o con simple afirmación, como él lo pretendía. Mr. Childers, sin la pasión de Sullivan, ni el brillo de la forma, hizo un discurso hábil y original que demostró hasta que punto, un hombre de sus condiciones sirve para parar el golpe de maza que acababa de descargar el adversario en el centro mismo del ministerio.

Mr. Childers afirmó que en las dos comisiones a que había pasado el estudio de la proposición Bradlaugh, no se había hecho la mínima observación respecto a su ingreso; y que lo único que había estado en tela de juicio había sido si tenía derecho a afirmar o si estaba obligado a jurar. Lo demás era inconducente; la mejor manera de prevenirse contra el ateísmo, era evitar que Mr. Bradlaugh y sus amigos ascendieran a mártires y para combatir la circulación de sus obras, que habían sido tan popularizadas por la oposición levantada contra su ingreso, era hacer justicia. Si se quería arruinar al ateísmo y concluir con los ateos, no debía convertírseles en mártires. La discusión cayó entonces en manos de las menores y recomenzó el bullicio de colmena y de gritos en que están obligados a hablar siempre, y en todas partes del mundo, las medianías parlamentarias.

Sin embargo, en el parlamento inglés se castiga de una manera ejemplar a los fastidiosos que toman la   —92→   palabra para manifestar una opinión fundada en lugares comunes, que ellos consideran de una importancia indispensable. Es calidad de los necios violar siempre el silencio protector que los ampara, y regla y derecho de los miembros, del Parlamento castigarlos ejemplarmente.

La discusión estaba agotada, y después de haber hecho uso de la palabra Gibson, Northcote y Daly, la cámara se encontró invadida de miembros recientemente llegados. Estaba literalmente llena. Los agentes políticos de cada bando habían salido a la caza de votos a los clubs, a Pall Mall, a Saint James, a Covent Garden y a Her Magesty. Jóvenes y viejos, miembros del parlamento, todos los que no tienen otro rol por desempeñar que la breve tarea de votar, entraban en la sala a última hora vestidos con la más rigurosa etiqueta: camisa inmaculada, cuello hasta la altura de la campanilla, frac al cuerpo, las manos sin guantes pero llenas de anillos, el pantalón angosto y corto, dejando ver la media de seda estrechada por un zapato inglés chato, escotado, aristocráticamente longitudinal y orlado por un moño ancho o indolente, destinado a hacer el papel de banderola en aquellos pies que no permitirían a Mercurio levantar el vuelo si los dioses lo hubiesen dotado con ellos. Los diputados que habían presenciado toda la sesión estaban fastidiados, y los que iban llegando, con mayor razón, puesto que no sabían de lo que se trataba.

Creíamos con mi compañero que el momento de votar era inminente, y nos preparábamos a observar el procedimiento, cuando del fondo de uno de los bancos liberales se levantó Mr. Thorold Rogers y pidió la palabra. La Cámara, como un regimiento de línea, y como si obedeciera a una orden, se cubrió inmediatamente. En el rostro candorosamente iluminado por unas ganas famélicas de hablar,   —93→   comprendí en el acto que Mr. Thorold Rogers iba a ser la verdadera víctima del drama Bradlaugh. El orador, en el instante mismo que amenazó con la palabra, fue recibido con una verdadera descarga de «No, no, no, yau, yau, no, no, yauuuu». Al principio eran veinte voces; cuando en la primera pausa Mr. Thorold Rogers lanzó para empezar el Gentlemen, que equivale a nuestro señor Presidente, las veinte voces fueron cincuenta, al segundo Gentlemen, cien; al tercero, trescientas y al poco rato, toda la Cámara vociferaba contra el fastidioso. Mr. Rogers con la sonrisa del inocente que no sabe como salir de la embarazosa posición en que él mismo se ha colocado, insistía en continuar, pero la Cámara entera sumergía sus palabras con gritos unísonos y estentóreos de desaprobación. El orador presentaba un espectáculo extraño, porque a la distancia se le veía hablar, pero no se le oía; sus ademanes eran irreprochables y sus labios se movían con un entusiasmo visible; pero la gritería que ya tomaba las proporciones de una manifestación grave, ponía a Mr. Rogers en el caso de desempeñar una pantomima curiosísima. Mr. Brand, el speaker de la Cámara, no se preocupaba ni de la víctima ni de los manifestantes: observaba la escena con una bondad benedictina, con una cara bastante aburrida, pero llena de un gesto de dulzura que se acentuaba más al dibujarse entre las alas plegadas de su enorme peluca. Mr. Thorold Rogers comenzó a picarse y a montarse en cólera poco a poco, alzó la voz y cayó de lo alto de una nota ahogado por un grito de cuatrocientas personas. Al fin hizo un esfuerzo supremo, respiró e hinchó sus pulmones para ahogar aquel coro de mal educados, pero al hacer el movimiento maquinal para proferir el grito, la Cámara suprimió las pausas de sus exclamaciones y formó un coro sordo de la monotonía más insoportable. El   —94→   honorable gentleman, no se dio por vencido todavía, tomó un libro y pretendió leer, pero no bien el libro apareció en sus manos, cuando el escándalo sobrepasó los límites de lo imaginable y Mr. Thorold Rogers, acosado, convertido de manso cordero en un jabalí enfurecido, levantó el libro entre las manos, lo arrojó furiosamente a sus pies, y cayó desplomado sobre su asiento, morado de indignación y crispado de cólera. Un nuevo grito, el grito de la victoria, saludó al vencido, y terminó aquella escena parlamentaria que en cualquier otro país de la tierra habría producido consecuencias deplorables.

La hora de votar llegó, y el speaker proclamó 230 votos, por la admisión de Mr. Bradlaugh y 275 por el rechazo. Los vencedores festejaron el triunfo con repetidas manifestaciones de júbilo. Pero la cuestión Bradlaugh no debía terminar aquí; al día siguiente el diputado por Northampton iba a negar a la Cámara el derecho de expulsarlo que ella se arrogaba y se iba a presentar pretendiendo sentarse en su recinto. Veremos enseguida las consecuencias de este grande acontecimiento parlamentario.



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