Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —95→  

ArribaAbajoCuadros parlamentarios y escenas populares

Londres, julio 1.º de 1880.

La cuestión Bradlaugh estaba destinada a producir grandes acontecimientos cuyo interés se centuplica para los que ponemos los ojos por primera vez en la escena política de la Inglaterra. El parlamento declaró por una mayoría importante y a pesar de la intervención poderosa de Mr. Gladstone y de todo el ministerio, que no recibiría ni el juramento ni la afirmación del miembro por Northampton. Los conservadores, bajo la dirección de su leader Sir Stafford Northcote, consiguieron, sin duda, una victoria de doble importancia. Los principios políticos de la fracción tory habían predominado y una cuestión de partido había sido ganada por ella, porque el rechazo de Mr. Bradlaugh, importaba un voto menos en las filas liberales. Al otro día de la gran sesión, los diarios de la mañana y especialmente los diarios opositores, anunciaban la derrota del gobierno y la división de los liberales; pero la cuestión, que aparecía definitivamente terminada con la resolución votada, debía de reanudarse, complicarse y modificarse como lo vamos a ver.

  —96→  

A la mañana siguiente todo el mundo anunciaba que Mr. Bradlaugh, a pesar de la resolución del parlamento, se empeñaría en ocupar su puesto y provocaría un incidente. Los pedidos de entradas habían alcanzado a los últimos límites de la demanda; era de verse los grupos de hombres y mujeres que rodeaban las avenidas de Westminster aquel día, desde Trafalgar Square hasta las mismas puertas de la Casa. Señoras respetables por sus canas y por sus pelucas, con diarios y folletos en las manos, esperaban la llegada del ateo con ese rostro escandalizado con que los ingleses ven aparecer en su mismo Londres, como brotado de las entrañas de la tierra, un héroe de la demagogia latina, de larga melena, de traje estrafalario, teniendo a Dantón por modelo físico, y a los héroes de la Comuna por ejemplo moral.

En efecto todo era cierto; Mr. Bradlaugh tendría la audacia sin igual de rebelarse contra el voto del Parlamento, y la escena que iba a producirse era una verdadera novedad en los anales parlamentarios de la Gran Bretaña. A las doce y media de la mañana A Mr. Brand, ocupaba la silla del speaker con casi todos los miembros de la Cámara. El palco diplo las diplomático, las galerías, todos los rincones del recinto estaban ocupados por un público silencioso, que sin pestañear se mantenía ávido de emociones. Apareció Mr. Bradlaugh y todas las miradas cayeron sobre él. «Bradlaugh,» «Bradlaugh,» «Bradlaugh» murmuraron a mi alrededor más de cien voces. Mr. Childers, tenía hasta cierto punto razón, cuando contestando a Sir Stafford Northcote, le decía: «¿vais a hacer una víctima de ese ateo?». Roy Mr. Bradlaugh es el hombre más popular de Londres. Por diez o quince días alcanzará el prestigio pasajero de una opereta, pero haber sido gran hombre como son mariposas los gusanos.

  —97→  

Abierta la sesión, Mr. Bradlaugh en medio de la atención general, se dirige firmemente a la mesa que domina el asiento del speaker, como manifestando la resolución de que se le reciba el juramento. Mr. Brand se levanta como la estatua del comendador y lo detiene con una solemnidad llena de majestad.

-Tengo que informaros, le dice, que la Casa en su última sesión, adoptó la resolución de Sir Hardinge Giffard, por la cual no se os debe recibir juramento ni afirmación. En consecuencia de ella tengo que pediros que os retiréis.

Mr. Bradlaugh no se inmuta. Gladstone observa atentamente la escena destacándose su figura del grupo numeroso del ministerio. Parnell, Sullivan y los irlandeses, no pueden disimular el rasgo de indignación que se dibuja en sus semblantes. Forster contempla la escena con una sonrisa tranquila y el banco de los conservadores con Northcote al frente aparece una compañía de la Guardia por su actitud inflexible y orgullosa. El speaker ha acompañado su última palabra con un político pero significativo ademán de mano, que significa en el más sencillo idioma de las señas: ¡mándese usted mudar!

Mr. Bradlaugh no se mueve y parece resuelto a todo.

-Previamente, dice, he de pedir por vuestro intermedio, que la Casa, fiel a sus viejas tradiciones, me escuche antes de poner en vivencia su resolución. No hay precedente...

Mr. Bradlaugh no puede proseguir; sus primeras palabras, han sido recibidas con muestras vivísimas de desaprobación en los mismos bancos liberales, y cuando sin preocuparse de ellas ha querido continuar resueltamente su discurso, los gritos de «orden», «retiraos» han apagado su voz.

El incidente está empeñado y el parlamento se encuentra comprometido por la primera vez en muchos   —98→   años, en una escena verdaderamente revolucionaria e imprevista.

El speaker se levanta y domina como Neptuno aquel mar que comienza a agitarse violentamente.

Entiendo que deseáis que la Casa os oiga sobre el pedido que promovéis. Ese pedido corresponde resolverlo a la Casa. Os invito a que os retiréis para que la Casa resuelva vuestra solicitud.

-Me retiraré mientras ella se considera -réplica Mr. Bradlaugh que se halla resuelto a llevar el incidente al último límite.

Mr. Bradlaugh se retira. Labouchère hace moción para que sea oído. La moción es apoyada, pero Mr. Walpole observa con razón que ella es ambigua y piensa que la intención de los que la apoyan debe ser, que Mr. Bradlaugh hablé desde la barra. Un diputado pide que el ministerio indique que procedimiento debe seguirse; la moción es recibida con salvas nutridas de noes; el ministerio guarda atención y por último, el speaker proclama el derecho de Mr. Bradlaugh a ser oído desde la barra. Este se presenta de nuevo con la franca impertinencia que lo distingue.

-Señor, dice, tengo que pedir indulgencia a cada miembro de la Cámara, si hallándome como me hallo en una posición sin ejemplo en la historia de esta Casa, trato de dar algunas razones para demostrar que la resolución que se me ha comunicado no debe cumplirse. Si no fuera por demás recordar las tradiciones de la Casa, yo apelaría ante ella misma, para demostrar que no hay un solo precedente en sus anales que demuestre que el parlamento ha juzgado a uno de sus miembros en su ausencia, arrebatándole los derechos constitucionales de que está investido. (La atención se establece por unos cuantos hear que se dejan oír en la primera pausa del orador). Aún a los miembros, que han sido suspendidos   —99→   legalmente, se les oye antes desde sus asientos; y no comprendo como es que la Casa puede ser menos justa conmigo que lo que ha sido con otros miembros de ella. (Los hear se repiten y los gritos de order los contestan). Si me declaráis indigno de sentarme entre vosotros, a lo menos deberíais haber usado la generosidad que el juez usa para con el criminal. Pero es que yo no me encuentro aquí como un culpable, sino como el escogido de una sección electoral de este país, que tiene un deber que cumplir. Me encuentro aquí resuelto a observar el más profundo respeto por la Casa, de la cual espero y entiendo formar parte y a cuyas tradiciones no he pensado arrojar ni siquiera una sombra de ataque. Me encuentro aquí dispuesto a cumplir con cualquier fórmula que esta Casa exija o con cualquier forma que la ley le permita exigir y pronto a desempeñar cualquier deber que la ley me imponga. No argüiré en este acto sobre si la Casa está o no habilitada para resolver algo en contra de la ley, porque debo imaginarme que aun los más intransigentes de aquellos que me han combatido, difícilmente se hallarían preparados a poner en los labios de una persona que consideran demasiado aventurada en ideas políticas, un argumento tan peligroso como este. No pido a esta Casa favor ninguno para mí ni para mis electores, hablo en los límites de la ley y pido únicamente la justicia que siempre ha sido distribuida. Tengo que pedir indulgencia por ciertas palabras pronunciadas en contra mía; algunas de ellas, según siempre lo creí, no debieran haber sido pronunciadas nunca por caballeros ingleses en ausencia de su antagonista y sin un aviso de antemano. También hubo, es cierto, palabras generosas y valientes pronunciadas en favor de quien parece ser en el presente una fuente de trastornos y agitaciones y pongo estas generosas palabras enfrente de las   —100→   otras. Si las actas son verídicas, veo que otros nombres fueron puestos al lado de mío, en el calor de la pasión y del debate, y es de presumirse que al caballero que usó esas palabras le faltó la hidalguía bastante, porque aunque yo pueda contestar las que contra mí iban dirigidas los aludidos no lo pueden hacer y nada justifica la introducción de ningún otro nombre con el mío. En este momento pido justicia desde este sitio; por derecho (apuntando a los asientos) es allí donde me corresponde pedirla. Este derecho lo invoco en el nombre de los que me han enviado aquí. No ha habido ni antes de mi elección ni durante mi elección ninguna incompatibilidad legal. Se dice «debíais haber prestado el juramento como lo hacen los demás miembros». Yo traté de ponerme en las condiciones de todos los miembros que ingresan; es fácil imaginar un hombre, que encuentre en la fórmula de un juramento palabras contrarias a sus creencias y todo mi delito consiste en haber preguntado si no había una fórmula de ingreso compatible con mi honor y con mi conciencia. Si no he entendido mal, creo que hubo miembros de esta Cámara que dijeron que no tenía ni honor ni conciencia. ¿No he demostrado lo contrario optando por la fórmula que era compatible con mis ideas, y no por la que no lo era? (Aplausos y llamados al orden).


-La ley me da el derecho para prestar el juramento. La ley me da el derecho de ocupar mi asiento allí. Tenéis el derecho de arrojarme, pero no tenéis el derecho de hacerlo sin oírme desde mi asiento. No me podéis negar el derecho que tiene todo miembro de esta Casa. Suponed que declaráis vacante mi cargo, ¿qué debo decir a mis electores, al regresar a Northampton? Cierto es que yo carezco de las tradiciones   —101→   de familia de muchos de vosotros, pero en cambio, tengo las tradiciones del pueblo que me envía a este recinto para representarlo ¿Entendéis que debo acudir a Northampton en apelación contra vosotros? ¿Pensáis que debo dirigirme a mis electores pidiéndoles que ellos revoquen los mandatos de esta Casa? Espero que no, pero si así lo queréis, ¡qué así sea! Si la Cámara se ensaña, contra un hombre aislado, que use de los medios que cree debe usar y ¡qué se dé la batalla que ella no va a tener lugar con el distrito de Northampton solamente!

Este discurso ha sido considerado por los londoners exaltados, como una pieza maestra. A mi juicio no pasa de ser una muestra de baja oratoria clubista; débil, cínica y plebeya. Mr. Bradlaugh, contesta con una puerilidad a los que le han negado el honor y la conciencia; declara estar dispuesto a jurar, después de haber provocado la tormenta, adelantando sus opiniones filosóficas sobre el juramento e insistiendo sobre la incompatibilidad que media entre ellas y la fórmula de ingreso. Promueve una cuestión capital para hacer ruido y cuando la mayoría le cierra la entrada con dos vueltas de llave negándole el derecho de afirmar y el de jurar, implora el juramento; él, que profesa principios e ideas que lo inhabilitan para jurar; él, que cree que jurando no se encuentra obligado solemnemente al cumplimiento de su deber; él, en fin, ¡qué considera farsaica la fórmula consagrada por la tradición parlamentaria de la Inglaterra!

La escena iba a llegar hasta los límites inusitados en que la impertinencia de Mr. Bradlaugh quería representarla.

Mr. Labouchère hace enseguida una moción para que en vista de lo alegado por Bradlaugh le sea aceptado el juramento. La moción después de un corto pero agrio debate, es rechazada y el protagonista   —102→   se presenta de nuevo para oír su sentencia ante el speaker.

-Mr. Bradlaugh, os presentasteis esta mañana solicitando prestar juramento y os ordené que os retiraseis. Expresasteis entonces el deseo de ser oído antes de ser definitivamente obligado a retiraros. La Casa admitió, vuestro pedido y habéis sido escuchado. No teniendo órdenes ulteriores de la Casa a las que os he comunicado, os ordeno que os retiréis.

-Me permito insistir respetuosamente en el derecho que me asiste para considerarme como miembro debidamente electo por Northampton, y os pido me recibáis el juramento, para ocupar mi lugar, por cuya razón me niego respetuosamente a retirarme.

La tormenta se aproxima a su período crítico con esta contestación terminante; los gritos de «order» se repiten en los bancos conservadores y la calma parece abandonar los espíritus más serenos. El speaker ha oído las últimas palabras de Mr. Bradlaugh con impaciencia mal disimulada y montando su fisonomía con un poco de energía deja dibujarse en ella al mismo tiempo, una sonrisa desdeñosa, propia de aquel que tiene los medios de hacerse obedecer y respetar.

-Os hago saber que las órdenes de la Casa son de que os retiréis.

-Con respeto me rehúso a obedecer las órdenes de la Casa. Ellas son contrarias a la ley.

El speaker se levanta, entonces lleno de tranquilidad.

-Debo pedir a la Cámara que preste su autoridad a la presidencia para cumplir sus mandatos. Carezco de autoridad sin órdenes de la Casa para ejercer sus poderes y debo por esa razón pedir que ella me dé instrucciones sobre el caso que ocurre.

Pendiente la demanda del speaker, la tormenta estalla en el recinto, el speaker se mantiene de pie   —103→   esperando que la Cámara lo invista con sus altos poderes para proceder a ejecutar sus órdenes. Bradlaugh espera impasible al desenlace de la escena; la agitación en las bancas crece por instantes; parece que el gran sistema parlamentario de la Inglaterra, pasa por un eclipse y que sufre una crisis con aquella escena bastarda en el linaje de sus cuadros históricos. Se comprende en los anales legislativos de Westminster, que Pitt, en pleno parlamento, cante sarcásticamente en las barbas de Grenville una canción de moda con que lo pone en ridículo, en la que figuran, entre alusiones evidentes con el sobrenombre de la Percha y la Elefanta las duquesas de Kendall y de Artington queridas de Jorge I; que Walpole haga travesuras políticas de todo género durante su larga administración, pero la escena provocada por Mr. Bradlaugh, la elección de Mr. Bradlaugh, y el mismo Mr. Bradlaugh, no son elementos propios del carácter político y constitucional de la Inglaterra. Las ideas radicales, digo mal, el ateísmo y el socialismo, comienzan a manifestar síntomas de epidemia en la Gran Bretaña y me tomo mucho que en las últimas elecciones generales, en que Mr. Gladstone ha tomado tanta parte, hayan ocurrido casos graves; entre ellos el de Mr. Bradlaugh es típico.

El incidente Bradlaugh requería sin embargo una solución compatible con la majestad del parlamento desconocida por el recalcitrante. Northcote se levanta para observar cuán difícil se hace la posición del primer ministro, defensor de los derechos de Bradlaugh. El golpe es a fondo y la estocada tirada en el más oportuno de los momentos. Northcote propone además que se invista al speaker de los medios necesarios para someter a Mr. Bradlaugh al cumplimiento de las órdenes de la Cámara. Mientras se decide el punto y los miembros abandonan sus asientos   —104→   para permitir la recepción de sus votos, Bradlaugh permanece inmóvil en el mismo lugar. La cámara vota; todo el parlamento con muy raras excepciones, liberales, conservadores y católicos, irlandeses, aceptan la moción Northcote: el speaker ordena a Mr. Bradlaugh en nombre de la cámara que se retire.

-Con sumisión, señor, declaro que la orden de la Casa es contraria a la ley y me rehúso terminantemente a obedecerla.

-El sergeant-at-arms conducirá fuera a Mr. Bradlaugh.

El mayor Gossets, rigurosamente vestido con el traje ceremonial, llevando su espadín al cinto, se adelanta hasta la mesa del speaker y deja caer su mano gravemente sobre el hombro derecho del rebelde.

-Me someto al sergeant-at-arms, dice Mr. Bradlaugh, pero tan pronto como me deje fuera de la barra, volveré a ocupar mi puesto inmediatamente.

Gran sensación en la Casa; Mr. Bradlaugh es conducido fuera de la barra por el sergeant-at-arms, pero una vez libre de él, avanza hacia su puesto de nuevo. Después de algunas alternativas, imposibles de ser descritas, y en medio de una agitación general, Mr. Bradlaugh consiente en permanecer un poco distante de la barra. Aquí, la escena comienza a llegar a su término. Bradlaugh se niega a abandonar el recinto o invoca sus derechos de diputado.

-Reclamo mis derechos como miembro de esta Casa -exclama a Mr. Bradlaugh, detenido por el brazo del agente policial del Parlamento.

El sergeant-at-arms lo hace retroceder, pero el rebelde, deshaciéndose de su aprehensor, viene resuelto ante la misma mesa del speaker y repite:

-Reclamo mis derechos como miembro de esta Casa para prestar juramento. Admito la facultad de   —105→   la cámara para arrestarme, pero no le reconozco el derecho de excluirme (los hear, hear, resuenan en el recinto). ¡No consentiré mi exclusión!

Bradlaugh es arrebatado de nuevo por el sergeant-at-arms. La Casa clama por que hable Gladstone y el nombre del primer ministro es repetido a gritos en los bandos liberales. Los conservadores piden que hable Northcote su leader y después de algunos minutos de excitación, Northcote se levanta y funda con palabras ardientes, una moción para que Mr. Bradlaugh sea puesto bajo la custodia del sergeant-at-arms por haber desconocido y resistido la autoridad de la Casa. Bradlaugh pretende levantarse para replicar al orgulloso representante del torismo actual. Y en aquel mismo momento, pálido pero con el semblante lleno de firmeza, la voz serena y la mirada franca, se levanta Mr. Gladstone en medio de un aplauso estruendoso que lo saludaba. El jefe de los liberales, comienza por salvar la responsabilidad del gobierno en el incidente que tiene lugar y deja ver bastante claramente que aquella madeja mal envuelta por la efusión de los liberales y conservadores de ideas religiosas intransigentes, ha producido aquel enredo difícil de desatar. Pero concretándose a la moción de Northcote y tomando como causa de ella las escenas curiosas y sin precedente que han tenido lugar, conviene en que la Casa no puede salir con honor del incidente sino votando la moción y suspendiendo por medio de ella la continuación de aquella escena.

Bradlaugh no se da todavía por satisfecho; pretende hablar, pero el speaker le impone silencio. Finigan, uno de los diputados exaltados, recientemente electo, se permite observar que la Cámara no tiene jurisdicción sobre Mr. Bradlaugh para decretar su prisión, pero la Casa salva la buena doctrina constitucional por 342 votos contra 5. En el momento   —106→   de cumplirse el mandato de la Asamblea, Mr. Bradlaugh ha abandonado el recinto, pero el sergeant-at-arms vuelve al poco tiempo a informar que ha aprehendido al rebelde, y que lo tiene a disposición de la Casa en la torre de Westminster.

Al día siguiente, todo Londres estaba lleno del nombre de Bradlaugah; los grabados mostraban a Mr. Bradlaugh en las diferentes escenas que había representado en el parlamento. Bradlaugh negándose a obedecer los mandatos de la Casa; Bradlaugh conducido por el sergeant-at-arms fuera del recinto, Bradlaugh en la torre; Bradlaugh en las esquinas pintado al carbón al lápiz y a pluma. Por la noche un dibujante que traza un retrato en un minuto con un pedazo de tiza, bosqueja en un retrato de pacotilla la imagen de Mr. Bradlaugh con un par de rayas y algunas curvas que forman el cabello y la barba. Bradlaugh es el asunto del día. Se vuelve a hablar de sus libros, de sus juicios escandalosos ante el jurado, de sus discursos, de sus panfletos. Hasta su obra, The fruits of Philosophy, digno émulo de Nana, en la cual se dan al pobre los consejos más brutales contra la naturaleza, es ensalzada por sus adoradores demagogos e indisciplinados como un monumento de moral popular. Mr. Bradlaugh se ha enrolado en las aventuras desde muy joven y tiene una historia tormentosa; ha sido procurador, instructor religioso en una escuela protestante; renegó de sus creencias en 1849; abandonó su puesto y se hizo lector público y panfletista. En 1850 se alistó en un cuerpo de dragones, y cansado del servicio militar compró su rescate en 1853. En 1858 y 1868 redactó el Investigator y el National Reformer en los que proclamó sus teorías exageradas y revolucionarias, sin eco ninguno en la gente sensata. Ha tomado últimamente gran parte en el Movimiento Republicano y después de muchos tiros de audacia, se ha hecho   —107→   elegir miembro del parlamento por Northampton. He aquí su historia a grandes rasgos, suministrada por un vecino tory de mi asiento en la barra, que lo detesta cordialmente, y que teme muchísimo por la vida del zar en el caso que a Mr. Bradlaugh se le ocurra trasladarse a San Petersburgo.


El 28 de junio por la tarde la plaza de Trafalgar estaba ocupada por veinte mil partidarios de Mr. Bradlaugh. El cautivo había sido puesto en libertad el día antes, sin más incomodidad que la de oír muy de cerca, por una noche, los tañidos sonoros de la campana del reloj de Westminster. Desde los balcones de Morley's hotel se podía presenciar cómodamente aquel meeting que pasaría por monstruo en Buenos Aires y que no ha tenido eco en Londres; la multitud se había congregado para protestar contra la exclusión inconstitucional de Mr. Bradlaugh. Me declaré manifestante y abotonando desde arriba a abajo mi levita a la manera de un clérigo inglés, para evitar las incursiones de manos extrañas en los bolsillos del chaleco, traté de tomar mi puesto lo más cerca posible del sitio en que debía hablar Mr. Bradlaugh.

Después del incidente ocurrido en la Cámara, Gladstone con el propósito de atenuar y modificar la derrota experimentada, trató de buscar un recurso parlamentario que diera por resultado el ingreso de Bradlaugh con el voto unánime de su partido. Algunos habían votado por el rechazo del electo, fundándose en que no había ley que autorizase la entrada de un individuo que no podía jurar porque no pertenecía a ninguna creencia reconocida, y que no podía tampoco afirmar, porque no era cuákero cuya admisión, sin juramento, está prevista por la ley. Y bien, Gladstone, hizo en términos generales un   —108→   proyecto de ley para que Bradlaugh, aprovechándose indirectamente de él, ingresase a la Cámara. Este proyecto decía: «Todo miembro recientemente electo que ofrezca una afirmación en vez del juramento requerido para el ingreso, podrá incorporarse a la Casa afirmando solemnemente el cumplimiento de su deber.»

Este proyecto ha sido desfavorablemente recibido por la opinión pública. Todo el mundo ha visto en él una evolución vulgar aunque práctica para abrir las puertas al expulsado. Hubiera sido mejor que Bradlaugh ingresara bajo la fórmula de la afirmación, consentida de antemano, o bajo la del juramento mismo, cuando lo reclamaba con súplicas del speaker. Este último temperamento habría sometido al campeón materialista y hubiera servido para patentizar la energía de sus convicciones. Pero el proyecto de Mr. Gladstone inspirado en la poca escrupulosa filosofía de la conveniencia, no sólo es una revocación inusitada contra la resolución parlamentaria, sino que tiende a favorecer directa y abiertamente el ingreso de Bradlaugh, indigno por cierto de merecer un acto tan marcado de debilidad política por parte de los que le negaron el derecho de ingreso. Nadie ha visto en el proyecto de Mr. Gladstone una ley de orden general; detrás de la mesa en que el proyecto ha sido leído, está Bradlaugh haciendo antesala para introducirse por una gran puerta; él, que según la masa considerable de la opinión pública, debió haber entrado por una madriguera. El proyecto de Mr. Gladstone, arrea indudablemente una de las enseñas de la tradición parlamentaria de la Inglaterra; convertido en ley, los ministeriales que lo sancionen y que hayan votado en contra de Bradlaugh, tragarán sus palabras anteriores y bajarán la cabeza ante las conveniencias del partido. Mr. Gladstone abre a la Casa un   —109→   locus penitentiae, según la frase espiritual de Northcote, y la Casa se arrepiente de su intransigencia con el agitador incrédulo y demagogo. ¡La perfección política será siempre un problema, aún en la gran escuela de la libertad!

Mr. Bradlaugh se presentó en el meeting con una copia del proyecto de Gladstone en la mano. «Sólo la coalición de los conservadores y de los fanáticos, dijo, ha podido violar la ley. No habéis concurrido a este sitio por mí, ni por mis derechos, sino por los derechos constitucionales de un cuerpo electoral. Esperad tranquilamente hasta el jueves a la noche para que la cuestión se ventile definitivamente. Conservad el orden y retiraos pacíficamente a vuestros hogares. Pero antes quiero preguntar a los hombres de Londres, lo que ya he preguntado a los hombres de Northampton. ¿Aprobáis mi conducta? ¡Responded tranquilamente levantando vuestras manos! (Dos brazos se levantaron con las manos abiertas y veinte mil voces contestaron afirmativamente al agitador popular.) Os lo agradezco porque esa contestación me fortalece en mis principios. Tanto Mr. Bright como Mr. Gladstone han dicho que ha pasado el tiempo de los textos religiosos para la Casa de los Comunes.» (Aquí los vivas a Gladstone resuenan al pie de la columna de Nelson, protegida por los cuatro leones gigantescos que se levantan majestuosos entre aquel océano de cabezas humanas.) (Una voz propone tres vivas a Gladstone.) «Sí, tres vivas por William Ewart Gladstone. «Sí, tres vivas por el hombre, que teniendo un espíritu religioso, en su amor por la justicia, se ha conducido rectamente con aquel que no simpatiza con sus creencias. Tres vivas por el guardián de la libertad inglesa, que no patrocina el grito de los fanáticos contra los electores que   —110→   votan por un hombre impopular. Tres vivas por Mr. Gladstone, que resuenen en los corredores de San Esteban!»

La muchedumbre se amura alrededor del tribuno y prorrumpe en gritos prolongados; la policía tuvo que ser un tanto más enérgica que de costumbre; la turba se aglomeró en los alrededores del palacio de Westminster al terminar el mitin; los policemen hacían esfuerzos sobrehumanos para contener a las masas invasoras; los gordos calzados entre los grupos y rodando involuntariamente a merced de los empujones, pasaban por las horribles sofocaciones de su corpulencia; los flacos no perdían rendija por donde escurrirse; hubo algunas señoras Bradlhauguistas emparedadas por algunos momentos entre las ondas de la muchedumbre, que soportaron, heroicamente el vaivén popular; hubo otras que salieron despeinadas y deshechas pero inglesamente resignadas del centro de la multitud, con la peluca trastornada, los rizos desensortijados y lacios, perdidos los guantes, cercenadas las pulseras de oro de Abisinia y los paraguas vueltos al revés, como amenazando tragarse al primero que se atreviera a desempeñar el papel de salvador. La policía tuvo que ser reforzada considerablemente con nuevos agentes que llegaron de King Street Station y merced a su actitud se aplacó aquella tormenta popular y la turba se dispersó en grupos, refrescada por un aguacero manso pero bastante eficaz para aplacar los espíritus y mojar los cuerpos.

El jueves siguiente el proyecto del ministerio referente a la forma de ingreso era votado por los liberales contra la masa compacta de conservadores que defendieron enérgicamente los dioses tutelares de sus principios políticos y religiosos. Sólo cuatro liberales, firmes en sus puestos, votaron contra el   —111→   proyecto del ministerio a todos los demás los dobló la irresistible influencia de Mr. Gladstone que ha concluido al fin por hacer un partido liberal con una amalgama informe de elementos antagónicos y heterogéneos. Como consecuencia de la resolución de carácter general votada, Mr. Bradlaugh, acogiéndose a ella, solicitó el derecho a ingresar, bajo la fórmula de la afirmación y le fue concedida por la mayoría, siempre contra el voto implacable y severo de los torys que lo han visto incorporarse a la Cámara sin descender de lo alto de su desdén.

Mr. Gladstone, ha ganado la victoria definitiva, pero el ejército ha flaqueado en el primer encuentro y ha dejado ver mucho de aquella indisciplina que solían demostrar las falanges mercenarias de Cartago que hablaban lenguas distintas, delante de las legiones romanas que hablaban una sola y propia lengua. Los whigs no son hoy los whigs de los tiempos pasados; son un partido anómalo del cual ha dicho con profunda razón el agudo Beaconsfield, que es un nido de aves distintas, un partido aristocrático democrático, en el cual brillan los Gladstone, los Grenville y los Hartington al lado de los Sullivan, los Parnell y los Bradlaugh; furiosos enemigos los dos primeros de la tradición anglicana y el último, un aborto francés del 93 en la época normal que ha legado al país la profunda y educadora revolución inglesa. Y no son ellos solos los que hacen causa común hoy con Mr. Gladstone y los que se enrolan en el partido liberal. Forman parte del ministerio Charles Dilke, Chamberlain y el profesor Fawcett; los tres han sido miembros del Radical Club hasta el día de su nombramiento y han dejado de formar parte de él en cumplimiento de sus reglamentos, que ordenan que todo miembro de la Corporación que ocupe un puesto en el gobierno deja de ser ipso facto socio del Club. Sus concolegas   —112→   acaban de darles en Londres el banquete de despedida, pero ellos no han arriado en el ministerio la bandera del radicalismo a outrance porque han combatido. Enseguida milita el grupo atrevido y revoltoso de los home rulers que campa por sus respetas y que vota como le conviene aunque está más lejos de los conservadores que de los liberales. El triunfo de Mr. Gladstone ha producido algunas elecciones que pueden considerarse como actos de pura influencia personal; sus dos hijos -que hasta ahora no han revelado dotes sobresalientes por más que sean considerados por mozos inteligentes en Inglaterra, donde parece también que es costumbre encumbrar los talentos de los hijos de los grandes hombres- han conquistado dos asientos en la Casa. Herbert Gladstone desempeña además el cargo de secretario privado del Primer Ministro y es el niño mimado de los partidarios calurosos de su padre, pero hasta ahora la Casa no ha tenido ocasión de verle lucir sus gracias al joven hijo del Conde de Chatham en su maiden speech.

Entre tanto, el partido conservador se mantiene homogéneo y compacto en su derrota, con rumbos claros en la política exterior e interior, con soldados de un mismo credo político y con propósitos de gobierno trascendentales. El comercio, la industria, y las ciudades manufactureras como Manchester, Glasgow y Birmingham no quieren salir del reducido círculo de los negocios; las masas populares saludan a Gladstone como el redentor de la libertad inglesa; se reducen los presupuestos; se suspenden las constricciones bélicas en Woolwich y en Portsmouth; se fustiga a la pasada administración por los gastos en las guerras de la India y del Cabo, y se garantiza la paz pública, la paz egoísta y positiva del comerciante. Pero cuando en los teatros, en las calles o en los lugares públicos aparece el enigmático y   —113→   agudo perfil de Mr. Disraeli, la multitud lo aplaude y lo encomia y lo llama «¡Nuestro Dizzi, nuestro amado Dizzi!» ¡Imposible poner en duda su prestigio en el pueblo inglés! Cuando los liberales cantan en los teatros ¡The good time comes! la concurrencia se divide en partes iguales y viva a Gladstone y aclama a Disraeli con febril entusiasmo.

La política es como el juego: la parada ha sido ganada por Mr. Gladstone cuando nadie lo esperaba; cuidado con la primer jugada de Beaconsfield.



  —114→     —115→  

ArribaAbajoCuadros parlamentarios

Disraeli en la cámara de los lores


Londres, 17 de julio de 1880.

Roberto Peel fue el hombre más elegante de Londres en su tiempo y el ministro más hábil de la Inglaterra. Tengo un retrato de él que podría servir de figurín al más exigente de los artistas de la tijera, y muchas veces, cuando lo he admirado, no he podido comprender cómo aquel espíritu altivo, enérgico y varonil, rendía un culto tan exacto al arte difícil del bien vestir. Cuando se presentaba en los salones aristocráticos o en la corte, la envidia rompía sus dientes contra sus trajes, la misma envidia que se había arrastrado vilmente, dominada por la pasmosa intensidad de sus argumentos en la tribuna, encontraba elementos para condenar o como un espíritu frívolo por razón de la exagerada estrechez de sus pantalones o la demasiado romántica negligencia de sus cuellos. Quién había de decirle a aquel altivo y desdeñoso tory, que dentro de su misma falange, saldría un joven, que con sus mismos gustos y casi con dotes superiores, iba a disputarle las primicias de la moda y el cetro del gobierno parlamentario   —116→   que empuñaba a despecho de la más poderosa coalición de sus enemigos. Benjamín Disraeli hizo sus primeras apariciones en la tertulia literaria de lady Blessington. Tengo también su retrato cuando todavía no había cumplido los 22 años, en los días en que Vivian Grey y Contarini Fleming hacían su aparición en las librerías de Londres y la crítica los recibía con toda la saña que provocan las obras de los espíritus fuertes. Era entonces un joven de estatura regular, lleno de distinción, de rasgos pulidos y delicados, de tez un tanto mate, el cabello crespo, la cabeza artística, la mirada maliciosa, arrojando su rayo penetrante como una tangente sobre la parte superior de una nariz que podría llamarse grande si no fuera de una corrección perfecta de líneas; la boca gruesa, pesada en sus labios inferiores, recogida y fina en su labio superior, indicando así la aguda malicia de un observador temible, ese era Benjamín Disraeli cuando a pesar de su nombre, de su apellido y de su origen judío, puso el hombro contra el grupo intransigente de la nobleza inglesa y se abrió la senda que debía llevarlo un día a ocupar un sitio al lado de los ilustres descendientes de la aristocracia británica que llevan todavía los hombres históricos de Argyll, Russel, York, Derby, etc. Hace pocos días que lo he visto, después de 45 años de escrito Vivian Grey y he tratado de imaginarme el pasado de aquel afortunado hijo de nuestro medio siglo. Mr. Disraeli, no es ya el hermoso joven de 1828; aquella mecha indolente que cubría su sien, ha caído con las verdes hojas de la juventud, dejando de su pasada belleza unas cuantas hebras que no bastan para disimular las arrugas de la frente; pero en cambio, el león rival de Peel, mimado de las ladys del pasado tiempo y envidiado por todos los elegantes de al época, es el mismo, exactamente el mismo. Mr. Disraeli   —117→   se para sobre un pie judío, alto de empeine, angosto y puntiagudo como una daga, se cruza la levita con toda la graciosa facilidad de un gentleman, y el lazo negligente de su corbata atada con un desdén aparente, pareciera deber su nudo a la mano presumida de lord Byron o de Goethe.

No he tenido la fortuna de alcanzarlo en la brecha conduciendo a la Inglaterra con la política fuerte y patriótica de Guillermo Pitt; le he visto en sus posiciones de retirada, vencido por el partido del tanto por ciento que encabeza Mr. Gladstone y que para vencerlo, ha tenido que derramar en las urnas electorales y según sus propias cuentas publicadas, un término medio de ocho mil libras esterlinas por cada diputado liberal; le he visto sentado en su puesto de par de Inglaterra, mimado por la fiera y soberbia nobleza que quema inmenso, en su torno, desde el príncipe de Gales hasta los venerables obispos de York, de Winchester y Canterbury; sentado democráticamente en su butaca, pero con la cabeza descubierta y haciendo un contraste marcado con aquellas bancas de irlandeses agitadores que gritan y blasfeman en la Cámara de los Comunes.

Mr. Disraeli, no podrá encontrar sus blasones ni la estatua de sus antepasados entre los nichos góticos que rodean los muros de las casas de los lores. La vieja heráldica normanda no fundió su corona de conde, ni guarda su escudo de armas aquellas molduras, pero su genio y su carácter han hecho práctica en el parlamento la divisa con que comenzó su carrera, forti nihil difficile, y hoy lord Beaconsfleld, vale tanto más ante la historia de su país, que sus colegas los descendientes de la nobleza que brilló en los tiempos de Guillermo el Conquistador.

Benjamín Disraeli es el primer hombre de la Inglaterra   —118→   en nuestros días; lo digo sin embozo y confesando la profunda simpatía que me despiertan su nombre, su vida, sus obras, sus talentos literarios, sus gustos artísticos, su fuerza parlamentaria. Desde joven se ha formado en la lucha, y la historia de su ambición es la verdadera epopeya de su genio. Él supo que era un espíritu superior desde el día que trazó sus primeras frases literarias en el Star Chamber. Desde aquél día, como todos los espíritus privilegiados, buscó en las letras el medio de trepar a la cima y se acordó siempre que había sido bautizado en los brazos del poeta Rogers y de la aguda Mrs. Ellis, el espíritu crítico más fino de su tiempo. Con una naturaleza legítimamente poética, libre de la jerga universitaria de Oxford y de Cambridge, y aún de la rutina anglicana de los grandes colegios de los nobles, Benjamín Disraeli fue un verdadero campeador literario en sus ruidosos estrenos y se educó por sí mismo, sin tener maestros académicos ni someterse a textos oficiales. Por eso es que un día, hombre ya, cuando notó que la maledicencia pública no se satisfacía bastante en sus ataques sañudos contra lord Byron, sino que pretendía negar la profunda revolución literaria que el autor de Childe-Harold había consumado en Inglaterra y en Europa mismo, él, Benjamín Disraeli, escribió el mejor, sin duda, de sus romances literarios, Venetia, y defendió así con el nombre de lord Cadurcis y contra la implacable chismografía de la Corte, al más brillante y disipado hijo de este siglo, ante cuya historia romancesca y deslumbrante, es un simple idilio la vida de Musset, y una fiesta inofensiva la tertulia alemana en que Goethe y su pléyade vaciaban las bodegas de Rudesheim.

No ha habido un acontecimiento ruidoso en la historia europea desde 1830 hasta 1880, que no   —119→   haya recibido una impulsión de esa frente espaciosa. Los últimos cuarenta años de la Europa han pasado y se han sucedido unos a los otros, señalando el nombre de Disraeli en cada uno de los sucesos notables que han tenido lugar. Ningún hombre ha despertado más emulaciones que él, desde que era niño, y digo niño, porque sólo a Disraeli en la literatura, le ha sido dado hacer a los 22 años que hizo Pitt en el parlamento. El prototipo de la independencia personal, es tal vez el primer hombre de genio en la política inglesa, que jamás haya dejado de pertenecer a su partido; enemigo del sistema de las exhibiciones populares, de que tanto abuso ha hecho y sigue haciendo su rival. Disraeli, en su legítimo orgullo, ha tenido como sigue el privilegio de considerar con el desdén más alto a las mediocridades, les ha marcado sus defectos con su sarcasmo candente, y enemigo capital de los elementos teatrales con que se fabrican reputaciones en todas partes, nunca ha hecho una cortesía al diarista o al revistero pronto a tributar un elogio o a lanzar un dardo envenenado, según los tiempos, los motivos y las conveniencias.

Así se explica cómo ningún inglés de este siglo y del otro, haya sido más vilipendiado que lord Beaconsfield, por la prensa de su país, y es por eso que ninguno ha tenido como él, esas garras de halcón con que asegura a sus adversarios y les hace en la tribuna o en el romance, todos los dolores y las burlas del ridículo. Es el Voltaire parlamentario, pero dotado de la austera probidad británica y de una consecuencia verdaderamente israelita con sus principios, sus actos y sus amigos. Ambicioso en el campo legítimo de la acción, ha sido siempre generoso y desprendido en la esfera de su propio partido y de sus partidarios; tory por inclinación espontánea, desde que tentó por primera   —120→   vez los favores de la política, comenzó por seguir las banderas de Peel contra Rusell y Palmerston, pero el día que sir Robert, falto de escrúpulos políticos, hizo traición a los principios conservadores y transó con sus enemigos, Disraeli fue el primero que le disputó el derecho de dirigir el partido y quien contribuyó más poderosamente a la caída del más soberbio de los ministros ingleses. Disraeli es el verdadero reorganizador del partido conservador; comenzó por quitarle el apodo de tory, designación que significaba lo mismo que la que distinguía a los whigs sus adversarios; congregó a toda la juventud inglesa que se había iniciado en el parlamento, en las letras y en la prensa, sosteniendo el mantenimiento de las tradiciones británicas, y fue el verdadero fundador de la Joven Inglaterra, que lo contó entre sus representantes con Bentick, Lytton Manners, Wyndham y otros.

Los demócratas ingleses de esta época pretenden hacer de lord Beaconsfield un verdadero dictador político, un intransigente, un espíritu montado en las ideas aristocráticas más absolutas, un hombre, en fin, que cree haber heredado el derecho de gobernar a la Inglaterra como el rey Juan o como el peor de los monarcas de la Restauración Eduarda; se le acusa de haber puesto al país en el camino de la bancarrota; de haber falseado la Constitución británica; de haber especulado con el patrimonio de sus amigos; de haber perdido y obscurecido un grupo brillante de la juventud inglesa; de haber detenido el movimiento liberal de las ideas políticas, sociales y literarias; de haberse puesto una corona sobre las sienes para dominar con el emblema de la nobleza a la masa independiente y democrática del pueblo inglés.

Todos estos cargos están desmentidos por la vida   —121→   misma de Mr. Disraeli. Dentro del partido conservador, ningún político inglés de nuestros días, incluso Gladstone, incluso Brigth, incluso los mismos agitadores irlandeses, ha proclamado, sin contradecirse una sola vez, principios e ideas más liberales que lord Beaconsfield. Su querella y rompimiento con sir Robert Peel, son la más elocuente prueba del hecho. En 1843, Peel, acosado por los desórdenes de Irlanda, irritado y enfurecido por la insolencia y los desmanes de las turbas encabezadas por O'Conell, arroja sobre el Parlamento, con todo el imperio de su orgullo, un proyecto que importaba la anulación de los preceptos más notorios de la Constitución Británica; por ese proyecto se aumentaban las policías y los elementos de represión y se arrebataba a los irlandeses el derecho de llevar armas. En medio de la sorpresa general, y arrostrando las más implacables del mismo Peel, que no se da cuenta en el primer instante de tamaña audacia contra su autoridad, Mr. Disraeli, que tenía muy poco más de 30 años, declara que votaría por el proyecto por no negar al gobierno los medios que solicitaba, pero hace un discurso capital en el cual combate a todo trance la política de rigor que desarrollaba el ministerio, defendiendo muchos de los derechos que invocaba la Irlanda.

Esa misma cuestión que Mr. Bradlaugh ha provocado días pasados en la Cámara de los Comunes, produciendo un escándalo e infiriendo un desmán a los preceptos de la Constitución inglesa, la ha iniciado Mr. Disraeli, antes que ningún liberal, a propósito de la elección del barón de Rothschild, a quien la ciudad de Londres se empeñaba en llevar al Parlamento, a pesar de los rechazos continuos que sufría el electo por su condición de judío. Verdad es que lord Beaconsfield ha sido   —122→   considerado siempre con marcadas tendencias al israelismo, a causa de su origen judío; pero cristiano como es y miembro del partido que conserva más firmemente la tradición religiosa, él no tuvo en ser el primero en promover la admisión al Parlamento de los judíos, y merced a su palabra se operó la reforma del juramento para el ingreso de la Cámara popular. Su secretario, lord Rowton, nos ha dejado un trozo de aquel admirable discurso que obscureció las peroraciones sobre la igualdad civil y política con que los whigs querían agotar la cuestión: «El judaísmo, decía Mr. Disraeli, ha sido el precursor del cristianismo. Nada existe en los principios de la fe de los judíos que los cristianos no estemos obligados a creer. La primera educación religiosa que se da en nuestros colegios, consiste en enseñar al niño a admirar las hazañas, las virtudes y los sufrimientos de los prohombres de Israel. Los cristianos adoramos a Dios con el mismo lenguaje, con las mismas palabras de los profetas judíos».

Y aquel espíritu acusado de intransigente y de retrógrado, alcanzó con su palabra la reforma liberal del juramento, que muchos de los lores y diputados whigs estimaron como un baldón contra la bandera de la religión oficial. Y sin embargo, la fracción liberal ha abierto hoy las puertas a un materialista demagogo demoliendo con el proyecto de entrada franca presentado por Mr. Gladstone, el último baluarte en que se custodian los penates religiosos comunes a todos los partidos ingleses, distinción de whigs, de torys y de home rulers.

Es un error profundo creer en las acusaciones de la prensa inglesa contra lord Beaconsfield, su política y su partido. Para los que nos hemos educado en la escuela republicana, la primera impresión simpática la recibimos al apreciar los partidos   —123→   ingleses superficialmente y tomando como punto de partida la simple designación de liberales y conservadores. Nos parece que el partido de Mr. Gladstone y Mr. Gladstone mismo, se acercan mucho más a nuestro modo de ser y de pensar; nos deslumbra en el primer momento esa caravana de pueblo encabezada antes de las elecciones generales por el actual jefe del gabinete; ese pueblo que sale de los talleres, de las fábricas, de los puertos, de los colegios y universidades; que se congrega en Glasgow, Liverpool, Edimburgo, Carlisle, Birmingham, Manchester y Leicester; que elige y obtiene una victoria numérica de primera importancia que se traduce en condenación enérgica contra la política militar de lord Beaconsfield. Y bien, conviene estudiar el fenómeno de cerca y ver como el último movimiento electoral de la Inglaterra es para esa nación y aun para los principios sanos de la política europea, una verdadera calamidad. Mr. Gladstone considerado como liberal, está lejos de ser el tipo del liberal que nos cuadra a nosotros hijos de la América latina. Mr. Gladstone, que no trepida en abrir las puertas de la Cámara a Mr. Bradlaugh, se cortaría la mano derecha antes de permitir que una sola puerta de legítimo comercio se abriera el domingo en las calles de Londres. Últimamente ha amenazado con cerrar las tabernas, aun para la venta de simples bebidas refrescantes. Disraeli dentro de su partido, no adopta una medida, no emprende un debate, no compromete una opinión, sin consultar, y sin contar con el juicio de todo su grupo. Lleva su hidalguía a tal punto, que, frecuentemente se le ha visto sacrificar la ocasión de hacer un discurso capital, por dar a la juventud que se inicia a su lado, el medio de estrenarse y conquistar una victoria, parlamentaria. Mr. Gladstone monopoliza el debate y pretende   —124→   imponer siempre la ley y su voto a lo Robert Peel, con toda la majestad irritante de ese orgullo inglés que tanto nos incomoda a los hijos de aquellos países cuando lo vemos manifestarse. Llamar liberal la política internacional de los whigs, es una irrisión. La Rusia detenida y sofrenada por el ministro tory en los últimos consejos europeos, acaba de recibir de los liberales las promesas lisonjeras que constituyen todos sus deseos. La Alemania ha respirado tranquilamente cuando ha visto caer a Beaconsfield. La mano fuerte dio la Gran Bretaña que pesaba sobre el continente precisamente para defender la política liberal, para combatir el militarismo y sofocar los últimos desmanes del despotismo en Europa, se ha abierto hoy fácilmente a impulsos del liberalismo whig, que comienza por encontrar muy natural el voraz apetito con que la Rusia acecha a sus vecinos y la actitud amenazante con que Alemania atenta al equilibrio europeo. Por eso he llamado al partido whig actual, el partido del tanto por ciento; el partido que cree en la Inglaterra no es sino una vasta casa de comercio que debe tener paz con todo el mundo sin preocuparse para nada del camino que hacen las ideas políticas en Europa. No son por cierto whigs, los whigs de los tiempos de Fox, ni mucho menos los que aceptaron la guerra de Crimea. El partido whig históricamente considerado no existe hoy en Inglaterra, porque los elementos que se han unido en las elecciones de marzo representan no un partido, sino una coalición de elementos que se han unido accidentalmente en las ciudades y en las campañas y que se dividen todos los días en el Parlamento. La incongruencia de su conjunto es tal, que ayer no más Mr. Gladstone, en nombre del ministerio que cuenta tres radicales en su seno, ha defendido a todo trance pero en vano el proyecto   —125→   que abría las bóvedas sagradas de la abadía de Westminster a los restos del príncipe imperial; y Mr. Briggs, encabezando un grupo numeroso que representaba en aquel momento la justa indignación de los ingleses contra la profanación del Panteón histórico, que guarda las cenizas de Pitt y las de los que contribuyeron a abatir las águilas imperiales, lo ha derrotado con la palabra y con el voto, llevando a los bancos de la negativa un número considerable de miembros que figuraban como sus parciales en los últimos escrutinios. Verdad es que se defendía un proyecto impopular, un proyecto que sólo un pueblo corrompido podía sancionar, pero ello servirá para demostrar hasta dónde llega el liberalismo de Mr. Gladstone y hasta qué grado cuenta con la adhesión de los elementos de su partido.

Mr. Disraeli no ha hecho nunca la política comercial, como se llama en Inglaterra a la nueva doctrina liberal. Las reformas capitales lo han contado siempre entre sus iniciadores, y así se explica que lord Beaconsfield, desde su retiro en la Casa de los lores, provoque entusiasmo, que despierta en las clases populares, a pesar de las diatribas con que lo combaten siempre los bourgeois de las ciudades de Manchester y Liverpool. Él ha sido el campeón de la tolerancia religiosa; él ha sido el primero en corregir pacíficamente las cuestiones de Irlanda; el primero en reducir los impuestos y en aliviar las condiciones de los pobres; el protector de las colonias; el autor de todas las leyes sobre propiedad literaria; el propagador más infatigable de la educación popular; el iniciador, en fin, de todas las instituciones de caridad que se han fundado en Londres, en las ciudades y aún en las aldeas del Reino Unido, Y sólo cuando ha visto que la Inglaterra necesitaba conservar en Europa   —126→   la posición que ocupó siempre, es que ha pensado con la tradición, que su país era algo más que un banco de descuento universal y que el predominio financiero era un predominio vergonzoso bajo la espada o el poder militar de las otras naciones. Este es todo su delito, por eso lo befan y lo zahieren por haber puesto a la Inglaterra en condiciones de no sufrir nunca las vergüenzas de Metz y Sedán. He aquí al orgulloso tory, el espíritu intransigente, el aristócrata incurable cuyo retrato embadurnan por algunas hojas que se llaman británicas y que se alimentan de las preocupaciones liberales de las ciudades manufactureras de Inglaterra.

-No me ha cabido el placer de oírle hacer un discurso como a Mr. Gladstone, pero le he oído fundar su voto en un proyecto introducido por los príncipes de la familia real, pendiente a abolir la ley que prohíbe el matrimonio de los hermanos políticos. La prohibición nos parece insólita a los hijos de otros países; y en efecto, la opinión reinante en Inglaterra, repite anualmente el proyecto en la Cámara alta, aumentando en cada año los votos por la abolición de la ley. Sin embargo, este año con el pasado, el proyecto fue rechazado, y lord Beaconsfíeld, fiel y consecuente con sus votos anteriores, habló y votó por su rechazo, pero sin pasión y sin dar a la cuestión la importancia capital que le atribuía el obispo de York y sus colegas. Es menester tener presente que el vínculo matrimonial liga de tal manera en Inglaterra a los miembros de la familia, que la tradición y los hábitos repugnan una nueva unión entre cuñados. Es algo que se considera tan monstruoso como el incesto y la ley reformadora no derogaría la costumbre tradicional contra la cual se trata de reaccionar. El obispo de York no tuvo reparo en afirmar que tal proyecto era contrario a la ley de Dios; la razón de   —127→   este axioma no fue dada, porque los obispos de todos los cultos no reconocen la necesidad de las demostraciones; pero Mr. Disraeli, más elástico que el omnipotente prelado de la iglesia anglicana, supo hacer, con aquella voz simpática y sonora con que habla, una pintura tan bella, tan exacta y tan profunda del hogar inglés y de la pureza que lo distingue desde siglos, que sus pocas palabras me bastaron, sino para admitir sus doctrinas, para justificar, por lo menos, una preocupación social y religiosa que entre los católicos se desvanece con las sumas más o menos fuertes de las dispensas.

Mr. Disraeli asiste poco a la Cámara de los lores, pero vive en frecuente y diario trato con las eminencias del partido conservador. Viudo y sin hijos, busca entre los amigos literarios y políticos el consuelo que no le puede ofrecer el hogar. Artista en sus gustos, es, según la voz pública, un verdadero ateniense en su casa, que recuerda todavía las épocas galantes en que el conde de Orsay imponía la ley en los salones de Londres. Tranquilo en los tiempos de adversidad política, ha sufrido su última derrota lleno de pasmosa frialdad, y al día siguiente de la victoria liberal, se ha puesto en pie de guerra para recuperar el campo. Desde luego, lord Beaconsfield, cuenta en las filas liberales con un aliado poderoso, y ese aliado es la profunda anarquía que reina en ellas y el orgullo de Mr. Gladstone, que pretende en vano, disciplinar ese ejército de buenos y malos liberales, en el cual figuran hasta representantes del socialismo rojo.

En la segunda edad de los hombres de Estado, las ideas democráticas se modifican ventajosamente. En Francia, por ejemplo, Gambetta ha comprendido con habilidad y con seso, que la república tiene algo más que hacer que llevar la cucarda y cantar la Marsellesa. En Inglaterra, donde reina   —128→   la más absoluta igualdad política, la opinión pública y los espíritus serios saben perfectamente que Mr. Gladstone, para triunfar, ha tenido que sufrir una recrudescencia de las pasiones liberales de la primera edad, mientras que lord Beaconsfield, para desalojarlo de sus posiciones, no tendrá sino que aprovechar las discordias que ya han comenzado a estallar entre sus adversarios. Mr. Gladstone, para vencer, ha tenido que exagerar su liberalismo y hacerse radical; Mr. Disraeli, para combatirlo, no necesita sino seguir siendo conservador, que en su genuino significado inglés, implica defender al país de las exageraciones revolucionarias de la escuela moderna.

No hay partido en la Europa más liberal que el partido conservador inglés, y lo que parece una paradoja por la oposición de estos dos términos antitéticos es una verdad cuando se estudia el cuadro actual de la política europea, y se observa de qué lado se inclina la política whig.



  —129→  

ArribaAbajoEl Cenáculo de la rue Bonaparte

París, julio 30 de 1880.

El Sena es el Rubicón para los parisienses de la orilla izquierda, y el límite natural de París para la gomme de la avenida de la Ópera, del boulevard de los Italianos y de las Capuchinas. Las únicas que salvan estas barreras son las golondrinas del Luxemburgo, pero nunca, antes de haber cursado, un par de años en las recomendables escuelas de Bullier o del Chalet. Ni el lion del Boig ni el del café Anglais se presentan en la otra orilla; el alegre bohemio del boulevard St. Michel, no asoma las narices del otro lado de los puentes que conducen al Louvre o a las Tullerías. Se asegura por muchos vecinos de la Sorbona y de la rue de Écoles, que los habitantes de la margen derecha hablan un idioma distinto y pertenecen a una raza desconocida todavía. En tiempo de invierno, cuando el nido del estudiante queda vacío de amor y de muebles, cuando aquél se vuela por el balcón abierto, y estos se consumen en la chimenea, una carta que viene de países remotos hace saber al pobre abandonado, que Mimi lo pasa bien, en un primer piso del boulevard Haussmann, delante de un   —130→   fuego cariñoso, abrigada por pieles de Rusia y protegida por un lord inglés, que aprovecha la erudición que la heroína ha adquirido en el verano a la sombra de los árboles que rodean la bulliciosa Fuente de Médicis. Vuelve el verano; el lord regresa a Londres a gozar de la season, y Mimi vuela al otro lado del Sena y entra en la bohardilla abandonada, vestida rigurosamente a la inglesa y cantando con alegría la canción escocesa: «Within a mile of Edimburg town.» Una rechifla saluda a aquella miss apócrifa; Mimi se desconcierta, conviene en que le falta pie y estatura para adoptar la noble nacionalidad de su espléndido snob, tira sus trajes de seda, arroja sus crêpés rubios, se pone su vestido de percal y sale cantando al boulevard:


«Non, ma jeunesse n'est pas morte,
il n'est pas mort ton souvenir.»

Al día siguiente todo el barrio, desde la fuente St. Michel hasta Saint Sulpice, sabe que Mimi ha regresado a la patria; y el Cenáculo de la rue Bonaparte le da la bienvenida con un banquete espléndido y suculento compuesto de un menú de verano riguroso: pepinos a la vinaigrette, escarola frisé, dos porciones de sole frit repartidas fastuosamente en las seis parejas del Cenáculo y un Macon que sólo tiene de antiguo la partida bautismal. ¡Cuánta alegría reina, en aquella fiesta en que Mimi canta con su vocecita débil, pero juguetona, la siempre nueva canción del tiempo! Entonces el coro de sus compañeros la incita a senir con la segunda estrofa y a no descansar hasta haber tarareado la última enmedio de los aplausos y de las libaciones.

Es cierto; el barrio latino está transformado, está suprimido. Una que otra callejuela sirve de muestra para decirnos lo que era. Napoleón III abrió   —131→   en él los boulevards que segregan aquella gran familia estudiantil que antes vivía amontonada entre libros y papeles de música, entre yesos y lienzos, calaveras y cajas de compases; la gran familia de donde salió el inolvidable Murger, de donde han salido en la nueva época Daudet, Gambatta y Theariet; y donde todavía están alojados, porque no tienen edad para vivir por su propia cuenta, Maupassant y otros, que acaban de romper la cáscara y que pretenden piar en la calle Richelieu a pesar de las corridas que les dan los libreros del Palais Royal. Pero sí es cierto que la calle está transformada, sí es cierto que el sol abrasa en el boulevard durante el verano y el frío hiela en el invierno, los nidos del tercer piso se tejen por la misma clase de pájaros, las canciones son las mismas, los mozos de las brasseries y de los bouillons son tan canallas como sus abuelos, los árboles del jardín del Luxemburgo no se han secado, y en las vetustas paredes del Cluny y de Thermes no se ha estampado ninguna necedad moderna que profane su noble ancianidad. Y después, la vida no ha cambiado: a bailar el jueves y el domingo a la sala de Bullier, la antigua Closerie des lilas en que toda la bohemia, desde Musset hasta los alegres y espirituales muchachos del día, ha bailado y sigue bailando los valses alemanes exhalados por unos violines, que según la expresión de un poeta de la bohemia, lloran notas de cristal bajo sus arcos. Y, en fin, para que la bohemia sea completa, tiene también su teatro clásico: el Odeón, cuyos actores y autores suelen tener orgullo en no llamarse Got ni Delaunay, ni Coquelin, ni Augier, ni Sandeau, ni Sardou. El Odeón tiene sus sacerdotes y en cuanto a devotos, todo el barrio latino lo adora, cuando no le falta con qué pagar un asiento.

El Cenáculo de la rue Bonaparte número 24 es un   —132→   cuarto del tercer piso con una lujosa ventana a la calle. Esta suntuosa habitación, ocupada por dos hermanos artistas hasta hace pocos días, tiene tres varas de largo por dos de ancho, y -admírense los que creen que nuestras habitaciones de Buenos Aires carecen de buen acomodo!- los dos hermanos han tenido amueblado el Cenáculo con los siguientes muebles: dos camas y una mesa, una biblioteca suspendida en la pared con dos enormes clavos, un caballete y un taburete; telas en abundancia, en blanco unas, comenzadas y terminadas otras, y algunos bustos de yeso, manos, pies y fragmentos de estatuas colgados también de las paredes. Los dueños de esta mansión en que ha estado instalado el Cenáculo hasta hace poco, se llamaban Maurice y Sulpice K... Maurice ha pintado más de una vez el retrato de Mimi, y Sulpice ha modelado su busto. Allí la he conocido yo, en tela y en yeso; es una muchacha peligrosa, aun al óleo y modelada, y al verla, me he puesto a pensar gravemente en lo caro que les cuesta aprender el francés a los ingleses del boulevard, Haussman.

¡Ah! Desgraciadamente no voy a contar las alegrías del Cenáculo: he venido tarde. Si hubiera llegado a París en los primeros días de la primavera, habría alcanzado todavía las festivas sesiones de esta mansión, triste y enlutada hoy por la muerte de uno de los hermanos. Hace un mes que ella rebosaba de júbilo; todo el barrio cantaba en aquella jaula; el taburete era ocupado por el presidente y las dos camas por los miembros del club; las señoritas, cuando la tertulia se celebraba con damas, ocupaban el balcón en dos o tres sillas que prestaba la portera. Los dos hermanos se adoraban entrañablemente, pero eran de genio tan diverso, que en el Cenáculo no se les designaba sino con sus sobrenombres: a Sulpice, el anabaptista; y a Maurice,   —133→   Sirop. Aquél era de un carácter fuerte y varonil; éste era, por el contrario, de una dulzura ejemplar. Fue Sulpice quien una vez, con motivo de la primer fuga de Mlle. Mimi, al gran mundo, decía a Maurice con una seriedad inalterable y enmedio de las risotadas de los camaradas: Mira, Sirop, nunca levantes la mano sobre una mujer... sin dejarla caer. Y el amante abandonado sonreía y perdonaba a la hermosa fugitiva, por el buen gusto que demostraba renunciando a pasar el invierno en la calle Bonaparte número 24.

El arte y la literatura parisienses están muy lejos de ser el arte y la literatura francesa. París tiene su escuela propia, y la provincia sigue inalterable la rutina trivial de la Academia. Una ocasión, el tío de Maurice y de Sulpice, viejo pintor de la noble villa de Pau, llegó a París y se alojó en casa de sus sobrinos. Al día siguiente lo llevaron a ver las telas y las estatuas de los últimos salones. El viejo artista, hijo honesto pero vulgar de los Pirineos, se quedó helado de espanto, como un sacerdote en un harén, delante del cuadro de uno de los muchachos pintores en boga, que representaba a Rolla: Rolla abandonando a su querida. La ventana abierta con malicia dejaba ver el amante descolgándose por la baranda, sorprendido por el alba. A la verdad, aquel era un cuadro que habría hecho ruborizar a los hijos de Capua, y cuya estética licenciosa sobrepasa en osadía a las escenas orientales del Palais Royal en el tiempo de la Regencia; digno de figurar en los frescos de sus bóvedas y de estimular el gusto de aquella sociedad mundana en la que el sibaritismo más refinado alteraba hasta la edad del Amor representándolo adolescente y libertino. El tío de Pau cerró los ojos   —134→   ante aquella tela a la moda, y su indignación ha quedado eternamente grabada en un discurso célebre:

«¡Ah juventud! ¡Ah, sobrinos míos!

-¡En este camino el arte deja de ser sublime, para ser infame! Habéis corrompido hasta el idioma francés, el noble idioma, que hablaban los caballeros antiguos que eran tan honrados que no suprimían ni una sola sílaba, ni una sola vocal. Hoy París no habla, gesticula, y va en camino de convertir la lengua en un órgano completamente inútil. Aspiráis los vocablos, y los volvéis después de haberles hecho sufrir una modificación nasal que produce sonidos rápidos, breves y cacareados a que llamáis idioma francés. ¡Oh profanadores plebeyos de Le Sage!... ¿Y en el arte? ¿Qué hacéis en el arte? ¡Volvéis al estado del Paraíso! Prescindís del pasado, renegáis del Renacimiento; no os bastan las telas que representaban los madrigales de los buenos tiempos de los Luises, ni los grupos de Girardon, ni las fuentes de Versalles; la Madame Recamier os parece demasiado para modelo, y ni Gérard ni David han pintado bastante carne en las Sabinas, en Psyché y en el Amor! ¿Y para qué hablar de las edificantes desnudeces de Rubens? ¡Siquiera hubierais imitado esas carnes sanas y rosadas!, sus princesas robustas como las paisanas belgas, sus espaldas, sus pantorrillas, sus contornos, sus... ¡pero no! Retratáis a la querida de Rolla sirviéndoos de la primera gatita blanca del boulevard! Encamináis al arte en la senda de Namouna y de Don Páez; pintáis la alcoba, el vestido de percal, los botines de las vidrieras del boulevard des Capucines; el sombrero de aquella mala hija del siglo, más extravagante que el de un mosquetero de Luis XIII, y hasta las ligas rosadas! ¡Ah! ¡Y qué! ¿Para qué guardan nuestros museos los patios romanos, la púrpura, la   —135→   sandalia griega, la diadema y el coturno? Desnudad, en buena hora, pero con fecha atrasada; desnudad a Fedra, a Cleopatra, a Julia; desnudad, aunque sea a toda la familia imperial; pero a esa gatita blanca, pequeñita, delgada, mal alimentada y visiblemente enferma del pecho, que tose al primer golpe de aire y que no puede vivir sino en un invernáculo, como una flor del trópico... ¡eso sí que no! Eso es abrir la puerta de la alcoba de par en par, y exhibirse a los transeúntes!»

El tío de Pau no dejaba de tener razón en muchas partes de su discurso. Pero lo malo fue, que aunque tan indignado con el cuadro, no pudo resistir a las tentaciones de una copia fotográfica, y sin decir nada a sus sobrinos, por no declinar de su enérgica protesta contra lo que él llamaba crudamente la escuela de Sodoma, compró en la primera tienda una fotografía de la heroína de Musset y la enterró misteriosamente en los bolsillos de su levitón sin decir a nadie una palabra.

Fatalmente aquella tentación se pagó cara. Al llegar a Pau, el tío se olvidó de su fotografía, y ésta cayó en manos de Madame Bichot, su fiel compañera y la tía de los dos artistas de la escuela de Sodoma. Figuraos que el tío de Pau, desde que se había casado, ganaba su vida retratando al óleo a toda la ciudad y pintando imágenes para vender a los templos y a los fieles. Según las cuentas de su taller, había hecho treinta copias de la Asunción de Murillo, que hacían durante el año las delicias de las autoridades de la villa, ¡y que servían, durante las vacaciones, de jarana a Sulpice y a Maurice! Descubierto M. Bichot con la fotografía en el bolsillo, aquel hogar conyugal se convirtió en un campo de Agramante; y las hostilidades no cesaron sino por un solemne tratado de paz que se celebró y cuya condición principal era la absoluta prohibición   —136→   de volver a París a recibir impresiones artísticas.

La noticia de la escena matrimonial de los tíos de Pau llegó al conocimiento del Cenáculo de la calle Bonaparte número 24, y fue celebrada alegremente en una sesión interensantísima. Mimí brindó por la eterna felicidad de los cónyuges, y porque la fotografía del cuadro maldito jamás renaciera de sus cenizas como el Fénix. Los compañeros poetas escribieron odas y baladas a la reconciliación del ochenta veces reproductor del más casto de los cuadros, del más puro de los pintores; a las distracciones de aquel Juvenal airado que después de blasfemar contra las gatitas blancas, se había llevado la muestra a Pau. Maurice sonreía mientras que los demás proponían medios más o menos divertidos de contestar el discurso del tío de Pau y por último, Maurice concibió y propuso una idea verdaderamente cruel que fue festejada con un aplauso: modelar en yeso al digno M. Bichot y representarlo como un sátiro arrebatando una ninfa. La obra se hizo, y el pobre tío de Pau recibió aquel amargo recuerdo de su flaqueza. Madame Bichot quedó plenamente convencida de que la escuela de Sodoma sólo había querido aludir, en aquella escultura la falta de inspiración artística de su marido, y cuando éste insistía, aun a riesgo de comprometer su fidelidad conyugal, explicando la alusión, con tal de salvar ileso su talento, nunca desconocido ni en París ni en la provincia, la incrédula Madame Bichot le decía: ¡No, Jacques, si te han puesto patas de buey...!

La última vez que vi a los hermanos de la calle fue en un bouillon del barrio latino. Se comía allí alegremente y pasaban de veinte las personas que rodeábamos la blanca mesa de mármol. La comida era frugal pero excelente, y no   —137→   había peligro ninguno de que el vinito blanco que se bebía condujera a extremos lamentables. No se provengan los lectores; ya veo más de uno que se detiene en este renglón y que pregunta: ¿Y Mimi?... ¿Estaba Mimi entre los veinte? Declaro netamente, que si Mimi hubiera estado, no lo diría, y que si no hubiese estado no me empeñaría en jurarlo para que algunos lo creyesen. El hecho es que, estuviese o no estuviese Mimi, no faltaron brindis, ni canciones, ni bromas, ni conversaciones serias y provechosas. No se crea que faltaba gente de respeto y de canas en aquella mansión admirable del buen humor. De entrada, un miembro del Cenáculo de la rue de Bonaparte me presentó a un oficial noruego, anciano ya, que había alcanzado el non plus ultra de lo raro en materia de accidentes de guerra: ¡nada menos que el que le matasen el caballo en un combate naval!, y a un lado de este centauro, se sentaba un joven pintor que acababa de presentar al último salón un cuadro lleno de sentimiento, y que sin embargo había sido rechazado por infames rivalidades. La tela representaba una cebolla sobre una mesa, cortada por la mitad, y al lado el cuchillo homicida. Los imparciales habían derramado lágrimas ante aquella tela tocante; pero los jurados, siempre injustos, ni siquiera se habían conmovido. Enfrente de mí saludé a un profesor de música que había arreglado para piano la mayor parte de los cuadros de Gustavo Doré, y en el otro extremo de la mesa, dos geógrafos discutían sobre la forma de la tierra, estando de acuerdo ambos y de antemano en que su pretendida redondez no pasaba de ser una fábula. Con semejantes bases para el arte y para las ciencias, hubiéramos tenido mucho en qué bordar, si la poesía moderna no hubiera estado también representada por un poeta distinguido, que había conseguido   —138→   inventar un nuevo metro, llamado a ser universal, pues que todos los usados eran la causa de que la poesía moderna careciera de melodía y de medida. El sistema consistía en una aplicación de la aritmética a la métrica y el primer ensayo debía aparecer en breve bajo el título de Guarismos líricos.

De sobremesa se cantó a Béranger y a Dupont en obsequio a los extranjeros. De Dupont, Les Boeufs con un colorido bretón exquisito; y de Béranger... una de las canciones más aderezadas del viejo popular. El autor de los Guarismos líricos sostenía que ambas pertenecían al pasado, ¡en que las ciencias exactas y la poesía eran adversarias por el atraso de los hombres! Se habló de la Comedia Francesa, de la ópera, del baile. Acaba de estrenarse en la calle de Richelieu una pieza nueva de Mr. Dlair, autor nuevo también: Garin. La escena pasa en el siglo XIII y la escuela es indeterminable, porque huyendo de las imitaciones, el autor ha caído en la mediocridad; ha alcanzado diez representaciones, y como un nadador que se fatiga en medio del río y que no puede llegar a la orilla, ha sido retirada poco a poco de la escena, para evitar el naufragio del autor, ya que no fue posible evitar el de la pieza. Garin quedó acribillado sobre la mesa del banquete; la historia lo condenó como un bastardo en los anales franceses, y la poesía moderna lo repudió por su falta de bagaje aritmético: «¡Es el último combate entre los poetas y los números!» -exclamó el fundador de la poesía moderna. Se habló de política: indudablemente no son partidarios los que le faltan a la Francia republicano. Si hubiera menos inventores de doctrinas políticas, si las viejas y complicadas cuestiones sociales del tiempo de la monarquía y del imperio no se hubieran empedernido pasando al tiempo de   —139→   la República, tal vez el Cenáculo podría entenderse mejor. Pero ¡ay de mí! y siento decirlo por esta juventud iluminada por el arte, por las ciencias y por las letras, lo siento por estos hijos incomparables de la gracia, el Cenáculo, a pesar de su adhesión a Grevy, a pesar de su justo entusiasmo por Gambetta, y a pesar de su fe republicana, gusta de inventar en política, como en poesía, nuevos métodos, y sistemas originales, que, aplicados a la dulce ninfa del ritmo, no ofrecen peligro irremediables, pero que adoptados por la república comprometen su suerte seriamente.

El 14 de Julio, con motivo de la fiesta de las banderas, todo el Cenáculo de la rue Bonaparte estaba en las calles de París. Sulpice, el escultor se había colocado en el ojal de la levita una desbordante cucarda tricolor y una cinta de los mismos colores en el sombrero. Su hermano, menos audaz y más tímido, se había limitado a colocarse una pequeña cintita tricolor. El poeta llevaba un sombrero azul, blanco y colorado, y en el brazo, sostenido por otra cinta nacional, un gran escudo representando una lira enlazada con un compás y una escuadra -signos de la nueva alianza. El coronel noruego también se había asociado a la fiesta, y los geógrafos llevaban hasta bucles tricolores como en los buenos tiempos del 89. La bohemia estaba de gala ese día: comió delante del bullicioso boulevard Saint Michel, presidida por Mimi, que parada en una silla cantó diez veces la Marsellesa enmedio de un público delirante y como vivandera, de aquella alegre comitiva inició la marcha, atravesó el Puente Nuevo, que estaba acostumbrado a cruzar en invierno con su lord, seguida ahora de sus amigos, y llegaron todos a los campos Elíseos, que en este instante desbordaban de pueblo y de entusiasmo. Los primeros gritos de ¡Viva, la república!   —140→   ¡Viva Grery! ¡Viva Gambetta!, los iniciaba Sulpice con su voz de titán; y entre los clamoreos de la multitud, la vocecita rota y penetrante de Mimi también gritaba ¡Vive la république! El Cenáculo de la rue Bonaparte estaba sentado en las radas que se habían improvisado con tablas para que el público pudiera presenciar la entrega de las banderas a los cuerpos, y la multitud de los primeros peldaños, ávida por observar la ceremonia, se ponía de pie, impidiéndoles ver a los que estaban más atrás. Aquí era Troya: el Cenáculo daba el primer grito de protesta, y las sátiras y las pullas, semejantes a un fuego graneado, obligaban a hombres y mujeres de las filas delanteras a sentarse.

Sin embargo, había entre estos últimos un caballero a quien el Cenáculo no había podido reducir a ocupar su silla. Los gritos de ¡abajo el filisteo!, ¡abajo el obelisco!, ¡abajo la grulla!, no daban resultado. El filisteo, el obelisco y la grulla, continuaba de pie, sin cuidarse de la gritería. Este obstinado era un gascón de mala entraña; daba vuelta de pronto para ver a sus agresores, y se encontraba con las miradas burlonas del grupo que seguía inclemente en su tarea de hacerlo sentar. Nuestro porfiado tenía grandes pretensiones a la elegancia, pero los recursos, más que la falta de gusto, no habían podido conseguir un éxito completo. Vestía este caballero de Mahón rigurosamente -el calor era insoportable- zapatos blancos con puntas negras de charol, y sobre la cabeza un sombrero de paja de un franco, de esos que irritan por su abundancia, un desgraciado sombrero de cuya belleza y elegancia no estaban muy persuadido su dueño, a pesar de la cantidad en que la misma mercadería estaba repartida en las cabezas de los concurrentes, de aquella fiesta popular. De repente, y con   —141→   toda la gracia de una inspiración del momento, Mimi, parándose a su turno, y apoyándose sobre los hombros de sus compañeros, gritó enmedio del grupo: ¡A bas le panamá d'un franc cinquante!

El gascón cayó fulminado sobre su silla, y sobre todos los panamá de un franco cincuenta cayó aquel cruel epigrama femenino.

Nunca ha sido más feliz la bohemia del barrio latino que en la noche del 14 de Julio. Los bailes duraron hasta muy tarde, y las alegres cenas del quartier se prolongaron hasta la madrugada. Ese día las libaciones no tuvieron el límite ordinario; las canciones no cesaron en toda la noche; Mimi y sus compañeras, del brazo de sus compañeros, cantaron como el Coq Gaulois hasta que la aurora comenzó a alumbrar el domo dorado de Los Inválidos y la flecha de Nôtre-Dame. Sulpice cantó, a pedido de todos, el Chant du Départ, y el coro, la Marsellesa, diez, veinte, cincuenta veces. El poeta recitó su primer canto de los Guarismos líricos, pero fue objeto de una rechifla colosal, mereciendo una manifestación análoga el transportador musical de los cuadros de Gustave Doré.

En medio de la alegre mesa de los estudiantes se apareció, a pesar de su pacto de no volver a París, y el tío de Pau, M. Bichot, y apenas los hubo saludado, cuando el Hércules Sulpice lo levantó en alto y lo presentó a sus alegres camaradas como el último fauno que la mitología conservaba sobre la tierra. M. Bichot reía con su aparente buen humor de las gracias de su sobrino. Cuando el buen tío se quedó dormido en la dulce almohada que un cariñoso Pomard le había colocado en los sesos, se tanteaba las piernas para evitar que se le convirtiesen en patas de sátiro. La bohemia se recogió a las 8 de la mañana del día siguiente, y M. Bichot tomaba a esas horas el tren que lo debía   —142→   llevar a Pau y se despedía de sus queridos y bondadosos sobrinos, ¡completamente restablecido de sus excesos.

Da pena contar que después de tanta alegría, uno de estos muchachos, el más dulce, el más juicioso, el de más talento y porvenir, debía desaparecer cuando todo le sonreía en torno suyo. A las seis de la tarde del día siguiente, Sulpice, que se acababa de despertar, vio caído en el suelo a Maurice, pálido y con el rostro inmóvil. Se arrojó sobre él sobresaltado: su hermano no respiraba, estaba muerto. Todos los compañeros se reunieron en el cuarto de los dos artistas al poco rato, y aquellos corazones que habían estallado de júbilo el día antes, quedaron agobiados por el dolor ante el compañero muerto: los ojos de todos se inundaron de lágrimas. Haciéndose paso por entre ellos, entró Mimi preguntando a todos con esa interrogación muda pero elocuente, de una fisonomía alarmada por las grandes desgracias, qué era lo que había sucedido, y cuando vio en tierra y exánime a Maurice, cayó en brazos de sus amigos locamente desesperada, y exclamó:

-¡Ah, Sirop; eras el que yo más amaba de tus amigos!


«MUERTE PREMATURA. -El joven pintor Maurice K..., autor de uno de los últimos cuadros que más han llamado la atención en la exposición de los alumnos de la Escuela de Bellas Artes, ha fallecido ayer de un ataque repentino, cuyas causas no se conocen todavía.»

Al leer esta noticia M. Bichot, que acababa de llegar a Pau dejando sano y bueno a su sobrino, se quedó abismado y prorrumpió en sollozos, que atrajeron inmediatamente a Mme. Bichot.

-¡Ay, hija mía! Esa escuela maldita de los Musset   —143→   es la que tiene la culpa de la muerte de este muchacho, la escuela de Sodoma que pinta a Rolla...

-¡Cállate, Jacques, y acuérdate que tú gastaste tres francos en la fotografía de ese cuadro!



  —144→     —145→  

ArribaAbajoLos pájaros del doctor Riboiton

París, 5 de Agosto de 1880.

La ribera izquierda del Sena me atrae con encantos irresistibles. Hay tal vez más luz, más aire, más lujo y más espacio en la avenida de la Ópera, en la Magdalena, en la plaza de la Concordia y en los Campos Elíseos, pero mis viejos conocidos, los amigos de mis primeros años, están allí, allí donde se alza el domo majestuoso del Panteón, donde se abren las verjas del Luxemburgo, donde los muros vetustos de Cluny se ocultan del sol y del aire de los boulevards. Sobre todo, en la madrugada, cuando la orilla derecha duerme y los grandes cafés del boulevard des Italiens cierran sus puertas detrás del último calavera, ¡es tan hermoso mirar el despertar de los barrios del viejo París! Las grisetas que bajan por la calle Soufflot; las puertas de la Escuela de Derecho, de Louis le Grand, de la Sorbonne, del Colegio de Francia, ocupadas por el grupo alegre y bullicioso de los estudiantes; los naranjos del Luxemburgo, inundados por el sol de verano y sahumando con el aroma voluptuoso y fresco de sus azahares aquellas sombrías alamedas de plátanos y de encinas, los cuadros de flores primaverales   —146→   bordando la tierra, animado todo por el concierto de los gorriones, que cuenta con muchos aunque la pieza no cante sino con una sola nota, ¡el refrán tierno y grave de sus trinos que siempre comienza sin terminar jamás! Aquí vive todo el París digno de ser amado; el París del viejo Nisard que le ha oído repetir muchas veres, bajo las sombras de sus árboles añosos, las Églogas y las Bucólicas del poeta, aquellos eternos alientos de la campaña, del arroyo, del bosque y de los valles; el París del alegre y epicúreo Gautier que fue canto, color y luz, según la hermosa estrofa de Theuriet; el París movible y típico de Nestor Roqueplan y de aquel amado León Gozlan, nunca bastantemente llorado por sus compañeros y por sus lectores cotidianos; no ese París que es ruso, inglés, español y hasta alemán, en el Bosque y en la Opera, no ese París estúpido que brinca, grotescamente en Mabille, o que se extasía ante el necio desborde del vicio en la escena de «Folies Bergers».

Por aquellos rincones amados me paseaba ayer, deteniéndome delante de los mármoles que adornan el jardín favorito de los poetas parisienses, admirando, los Peregrinos calabreses de Petitot, el rostro profético de la Velléda de Maindron, y lo que es más todavía, llena la mente del recuerdo que me ha dejado una escultura nueva, La Mañana, que ayer no era sino un terrón de mármol de una blancura inmaculada, y que hoy, puesta en el camino del que penetra al museo del Luxemburgo, le arranca un ¡oh! de admiración idólatra por el genio del arte moderno; una virgen animada por el cincel en aquella masa de azúcar, lava un día remoto en las entrañas de la tierra, condensada y solidificada después, en sus senos incandescentes, cuando las corrientes atmosféricas enfriaron las   —147→   fraguas del planeta, para dar a los hombres la masa de que están hechos sus dioses y sus reyes. Aquella virgen indolente, sentada sobre una plancha marmórea, soñolienta todavía, con la mirada impregnada de esa mística vaguedad de las estatuas, denuncia en su rostro aquella edad intermedia en que la niña no es mujer y la mujer ya no es niña, adivinada por el artista en su periodo de transición, y descubierta por su cincel entre las venas aporcelanadas de una piedra que comenzó por resistirle brotando chispas, y que acabó por transformarse como si fuera pasta dúctil y simpática a las caricias de la forma y del contorno. El arte, hermano de la naturaleza brilla en estas umbrías arboledas, y se asoma entre sus calles, animando ninfas, náyades o guerreras. Labra la roca en que brota el agua murmurante de la fuente de Médicis y la decora con las divinidades de la fábula. Sobre su reja he venido a contemplar este lugar donde se dan cita las alegres parejas del barrio; donde vienen a encontrar un aire nuevo los músicos del quartier, y el tema de un artículo original los folletinistas agotados, por la diaria de la prensa. Todo se obtiene con la contemplación de este edén de París, edén que no es ni aristocrático ni bourgeois, que desairan los príncipes de los grandes barrios porque no lo conocen, y del cual se alejan los burgueses porque lo temen.

Un viejo amigo francés con quien nos acercábamos a la fuente escondida entre los plátanos me señalaba en los bancos que bordan el estanque cristalino y apacible, a estudiantes y profesores, médicos, pintores, músicos y poetas, y entre los árboles, menos sorprendidas que Galatea, la heroína de la fuente, las sombras fugitivas de las cantineras universitarias, vestidas con las telas alegres y baratas del verano, y cubiertas por sombreros   —148→   en cuyas alas caprichosas, todas las flores de la primavera y todos los pájaros del Senegal, habían hecho su pequeño jardín para adornar aquellas cabecitas un poco bohemias y vacías, que viven de sol y de amor.

Entre los árboles el concierto de los gorriones se unía al concierto de las festivas parroquianas del jardín. El moineau es el habitante más parisiense de París. Es vecino de todos los barrios, hace la ronda de las mesas de los cafés en los boulevards, no se asusta ni de los fiacres ni de los ómnibus, hace ladrar a los perritos liliputienses y antipáticos de las grandes señoras, sigue a dos niños que comen un bizcocho en los parques o en las calles, y toma una participación activa en todo el movimiento de la gran ciudad. Para ellos no hay glorias ni grandezas históricas más o menos dignas que otras: anidan bajo el soberbio grupo ecuestre del Carrousel, o entre los pabellones del Louvre, con la misma comodidad y confianza que bajo el techo antiguo de la fonda del Caballo Blanco de la plaza de la Bastilla, donde según Dumas, cenó Coconas la noche de la Saint Barthélemy. La Comuna no le quema sus palacios, y el Estado no le quita sus bienes. El moineau es rey eterno en París, con Luis Felipe, con Napoleón III o con Gambetta.

Alrededor de la fuente de Médicis, había el otro día cincuenta, a lo menos, de estos entremetidos, bañándose de la manera más descarada delante de un grupo numeroso de espectadores. Siempre me han hecho bromas mis amigas por mi afición ingenua e infantil a los pájaros, y recuerdo que en una ocasión, un estudio profundo de sus hábitos, de sus costumbres, y aun de las debilidades más interesantes que ellos tienen, como los hombres, me valió muchos días de jarana. Hoy estoy justificado plenamente: cuatro cuartas partes   —149→   de la población de París, y una cuarta parte de los extranjeros que lo visitan, no se ocupan ni de teatros, ni de bailes, ni de fruslerías de otra clase, sino de contemplar a los moineaux. Ya veo la cara de un turista burgués, que ha regresado a Buenos Aires, contando la hazaña de haber trepado hasta el último peldaño de la cúpula del Panteón, ávido de una descripción catalogada o inventariada, contrariarse con una página cuyos actos principales son los pájaros, y meditar en la diferencia que existe entre ver estos personajes humildes, y la muy erudita de contar los pies de altura de la columna Vendôme. Por ahí no más, queriéndose salir de los puntos de la pluma, anda alguno de estos entes seráficos, que espulgan a Boedeker como si bebieran la crónica de lo desconocido en un papiro egipcio; echémosle a un lado para que la malicia no lo descubra, y volvamos a nuestros pájaros.

Los moineaux viven, comen y beben en la calle. Pero los que habitan los contornos de la fuente de Médicis, se albergan bajo el enorme gigante Polifemo, cantan desvergonzadamente en su boca, en su nariz y en sus barbas, sin inquietarse de su gesto feroz, y bajan a beber el agua que se derrama sobre la plancha de piedra que representa el lienzo sutil en que yace posada lánguidamente Galatea en los brazos de Acis. Desde que Ottin labró el grupo de la fuente histórica, los pájaros comprendieron que el cíclope que sorprende a los amantes, jamás se desplomaría sobre ellos ni enturbiaría los cristales, en que aplacan su sed. Si es cierto lo que decían los viejos poetas sobre la eternidad de los pájaros, esos moineaux que acuden por grupos a la fuente, son dignos de respeto, porque han sido testigos de grandes escenas pasadas, y porque saben de ellas mucho más que los guías memoristas y rutineros. Ellos son los dueños a perpetuidad de   —150→   aquel rincón del hermoso jardín. Los paseantes los respetan, los niños no los persignen jamás, de modo que gozan de una verdadera libertad urbana, tan asegurada como la del ciudadano de la nación más libre. Desde los plátanos o desde las calles del jardín se arrojan sobre la fuente con una audacia impertérrita. Siempre hay uno que despotiza con el derecho del más fuerte, tal vez con el de edad, o quizás con el del más arrojado. Un pliegue de la veste de Galatea, basta para saciar la sed y mojar las plumas de aquel bañista alado, que su pico, corto pero recio levanta la cabeza llena de gratitud a las nubes generadoras de la lluvia, agita sus alas nerviosas, y salta sobre un relieve para contemplar desde allí el pequeño intersticio en que se ha sumergido su cuerpo. La compañía sigue el baño matutino renovando los actores a cada minuto. Unos bajan y otros suben, y a que los personajes que dan alegría, vida y cantos a la ciudad, consiguen interesar la atención aún de los que creen que en París las obras de los hombres pueden oscurecer las maravillas del Creador. Dios ha puesto en los nervios de las alas de ese ser diminuto e indefenso, más misterios que los que el hombre ha sorprendido en los espacios. ¡La vida y las alas que los hombres quitan y arrancan sin saber reemplazarlas!

Había entre el grupo contemplativo de la fuente, de los árboles y de los pájaros, un señor de edad a quien los moineaux trataban con mucha más confianza que a los demás curiosos. Era un profesor de historia, que, según nos lo dijo, tenía el mal hábito, aún a los sesenta años, de levantarse de la mesa con el pan en el bolsillo como los muchachos malcriados. Ese pan era el vínculo de simpatía entre el profesor y los pájaros. El pan, desecho en migajas y repartido por el suelo, atraía una nube   —151→   de aquellos glotonzuelos, que comenzando por acercarse discreta y precavidamente a los pies del anciano, acababan por convencerse de que su bienhechor no tenía otro propósito que darles de comer. Este parroquiano popular del Luxemburgo y sus pájaros, son conocidos de todos los que se acercan a aquellos jardines. Diez años hace que el doctor Riboiton da lecciones de historia y de comer a los gorriones de la fuente de Medicis. Lleva su silla, la coloca bajo los árboles, y en cuanto se sienta en ella, de los techos y de las calles acuden a devorar su pan sus viejos conocidos. Es increíble la mansedumbre de la banda que rodea al viejo profesor. Un puñado de migas la reúne y al poco rato, el doctor Riboiton se encuentra verdaderamente asediado por todas partes; unos recorren el suelo, trepan a los palos de la silla, saltan sobre el respaldo y vuelan alrededor del pan, batiéndose en el aire con los otros por alcanzar una miga entre los dedos del viejo amigo; otros, parados sobre sus hombros esperan pacientemente su turno y cuando obtienen una migaja, la devoran gravemente sin abandonar su puesto. De pronto una miga gruesa que cae al suelo aglomera una bandada que se la disputa heroicamente, hasta que uno de ellos la levanta en el pico y vuela a devorarla a un lugar apartado para verse libre de sus rivales envidiosos. El doctor Riboiton pretende conocer a cada uno de sus pájaros: sabe la edad que tienen y experimenta por algunos preferencias verdaderamente irritantes; se impacienta con los atropellados, y llega a enfadarse con ellos de una manera alarmante. Cuando el desorden se hace visible alrededor de sus pies, o cuando algún moineau se conduce inconvenientemente con su sombrero de copa, les tira un manotón y los ahuyenta, pero los pájaros no se toman la pena de marcharse muy lejos, y vuelven   —152→   a la silla y a los hombros y a la cabeza del doctor con la misma confianza que antes, persuadidos de que sus enojos no son duraderos.

No puedo decir qué impresiona más, si la bandada de gorriones que come a los pies de aquel viejo original, o si él mismo. La inocencia infantil que distingue al doctor Riboiton es digna de ser observada. Sostiene, por ejemplo, que entre sus discípulos de historia hay pocos que tengan la inteligencia de sus parroquianos de la fuente.

Cuando termina el opíparo almuerzo de los moineaux y la mayor parte de estos lo abandona, el doctor Riboiton observa gravemente la ingratitud de los que se van, y premia a los pocos que quedan a su lado buscando en sus bolsillos la última migaja.

El doctor Riboiton odia profundamente a las golondrinas, pero con un odio mortal: pájaro aventurero, sin patria y sin hogar fijo, es la única calamidad de la primavera. El vulgo, y los jesuitas particularmente, han hecho de este animalito inmundo y voraz, un ave sagrada y mística, porque, como ciertos sacerdotes, se introduce en las casas, hace su nido en ellas, cría todo género de sabandijas, y no bien sus pichones mueven las alas, abandonan el tejado protector que los ha abrigado y se ausentan para climas remotos, al África, a la India, quién sabe donde, para volver a incomodar con sus gritos estridentes cuando los primeros retoños de los árboles anuncian la primavera. Es regla del doctor Riboiton que «ave que no se posa en los árboles, es ave de mala índole», y la golondrina cae bajo esta dura máxima. Pero la causa principal de su adversión contra ella, es el espíritu de conquista brutal que la distingue. El doctor Riboiton nos ha contado que la golondrina, desde que aparece en las calles de París, viene dominada por el espíritu de despojo.   —153→   Los moineaux, dueños legítimos de los árboles y tejados de París, tienen siempre el hábito de anticiparse a la primavera para hacer sus nidos, de modo que cuando la aventurera enemiga del doctor Riboiton aparece en las calles, ya los gorriones están perfectamente instalados, bajo el casco de la estatua de un guerrero, bajo el chapitel complicado de una columna corintia, o dentro de un caño de desagüe, de un cuarto piso. Las golondrinas entonces emprenden la conquista de los agujeros ocupados por los nidos de los gorriones, y el doctor Riboiton no se resigna a permanecer neutral en aquellas batallas aéreas. Según él, a la aparición de la primera2 golondrina en el Luxemburgo, la alarma cunde por el jardín, por el boulevard Saint Germain, por el boulevard Saint Michel. La fuente permanece abandonada por los gorriones durante muchos días e inútil es llevarles pan por la mañana porque todos están en campaña y comen lo que pueden y lo que encuentran. Entonces el doctor se da a todos los diablos y anda con un humor tremendo. Cada golondrina que le pasa como un dardo por las narices, culebreando vertiginosamente, le arranca una maldición implacable, y si la ve flotando vagamente en el espacio a favor de sus alas nerviosas, pretende desde la tierra adivinar sus pérfidas intenciones. ¡Ah! Entonces querría tener en su casa a todos los gorriones de París, proporcionarles nido, comida y protección, para defenderlos de sus bárbaros usurpadores.

Oírle contar al doctor Riboiton un combate entre las golondrinas y gorriones, es algo más que dramático y pintoresco. Los acontecimientos históricos sobre que diserta diariamente en su curso, no son sino escaramuzas ante aquellos combates colosales del aire. La batalla de las Termópilas ha tenido su igual en las paredes del palacio del Luxemburgo en   —154→   los primeros días de esta última primavera. Una pareja de gorriones, que por once años almorzó todas las mañanas en la silla del doctor Riboiton había hecho su nido entre los intersticios de una corniza. La instalación fue completa y feliz, y ya los viajes repetidos que aquellos moradores del palacio, hacían desde su nido a la silla en que se repartía el pan todas las mañanas habían indicado al profesor de historia, que contaba con cuatro vidas más por quienes velar. Una mañana la concurrencia de gorriones fue muy escasa, y noté principalmente la falta de sus asilados del Luxemburgo. Las golondrinas en cambio se cruzaban por millares en las calles del jardín. Lleno de sobresalto, el doctor Riboiton salio y buscó el paradero de sus gorriones; el aire estaba materialmente poblado de golondrinas que volaban lanzadas de un extremo a otro de la calle, convocando a sus compañeras con ese grito peculiar con que manifiestan la alarma. Arrinconados junto a un agujero de la corniza, y defendiendo la puerta de su nido, estaban los dos gorriones del doctor Riboiton, viendo la aglomeración de aquel ejército invasor que se preparaba a traerles un ataque formidable. El combate era desproporcionado por el número y por la fuerza desigual de los combatientes, pero los gorriones defendían su hogar y sus hijos, y en estos casos el valor se redobla en los animales como en los hombres. Las golondrinas comenzaron por circular rápidamente alrededor del nido, pero los gorriones con los ojos abiertos y atentos al golpe del pico del invasor, no bien recibían un picotazo, contestaban con otro defendiendo la entrada del hogar alarmado con un denuedo formidable. El doctor Riboiton no se resignó a observar neutralidad ante aquella batalla desigual cuyo éxito no podía menos de ser totalmente desfavorable a sus gorriones,   —155→   y sin preocuparse de los paseantes que festejaban su extravagancia, arrojó tanta arena contra las bandadas de golondrinas, que al fin consiguió ahuyentarlas salvando así de la muerte, y de un despojo seguro, a la pareja de gorriones.

El doctor pretende que los pajaritos no han olvidado su acción y que durante el invierno, cuando la nieve cae abundantemente y la fuente se hiela, los dos gorriones con sus polluelos han de venir a pasar con él muy buenos ratos en su confortable cuartito de la calle Soufflot.

Parecerá extraña la existencia del doctor Riboiton. Un hombre que en París, donde hay tanto que ver y tanto en que gozar, se ocupa de dar de comer a los pájaros de la calle y se constituye en su defensor apasionado, no pasa de ser un excéntrico y un extravagante. Tal vez en un parque de Londres, se comprendería en un inglés esta monomanía más propia de su carácter y sus gustos. Así se explica que los ingleses pasen un día, desde la mañana hasta la tarde, esperando en la corriente de un arroyo que un salmón salte sobre la mosca artificial que oculta el anzuelo, y empleen media y hasta una hora, en recoger pacientemente su presa; pero que un francés, hijo de otro cielo, amante de otros hábitos y costumbres, casi siempre alegre y despreocupado, pierda su tiempo como el doctor Riboiton, eso no es posible sin que tenga principios de locura.

Qué sorpresa no os causará saber sin embargo, que el jardín del Luxemburgo está lleno de doctores Riboiton, de sabios y escritores de primera línea, que después de sus afanes profesionales emplean su tiempo en la fútil tarea de dar de comer a los gorriones, y que gozan tanto con ese espectáculo, como si estuviesen presenciando una pieza de Molière representada por los mejores actores   —156→   de la Comedia Francesa. En casi todas las ciudades de Europa, y en París muy especialmente, los pajaritos de las calles y de las plazas son parte integrante de la alegría que reina en ellas. Aquí los hombres atraen las aves a la vida de las ciudades; allá, nosotros las arrojamos al desierto. Aquí se aumentan y se desparraman por todos los barrios, allá las especies van desapareciendo porque no hay leyes ni doctores Riboiton que las amparen.



  —157→  

ArribaAbajoEl teatro inglés

Vichy, Agosto 13 de 1880.

Muy fresco llevaba en la memoria el recuerdo de las representaciones que Ernesto Rossi había dado últimamente en la sala del Politeama, cuando vi aparecer, ahora dos meses, al gran Irving en las tablas del Lyceum. Se daba el Mercader de Venecia. Hacía de Shylock Mr. Irving y de Porcia Miss Ellen Terry, una actriz de las proporciones físicas de aquella Paladini que gustó tanto en Buenos Aires, pero con una cara que agradaría mil veces más si se mostrase por un instante en una de nuestras escenas. Artista de primera fuerza, que rendiría de admiración aun a aquellos que viven todavía aferrados a la opinión vulgar de que el teatro Inglés es frío como un páramo y monótono como las canciones de las ladies de la aristocracia. Irving no es un lindo hombre como Ernesto Rossi; no tiene una cabeza, un busto y un conjunto en fin, capaces de llevar el birrete de Romeo, el cinto y la espada de Rodrigo, o la cota y el casco del dulce Pablo en la Francesca. Pero Shakespeare, en la mayor parte de sus tragedias, ha suprimido la belleza física del hombre con excepción del amante de Julieta. Hamlet, la más pura de sus creaciones, es un joven enfermizo,   —158→   pálido, nervioso, que vaga como una sombra, que huye de la pompa cortesana, que aparece y desaparece enlutado por su eterno y profundo dolor. Lear es un anciano que ha llegado a la edad de los bardos de Ossian. El Moro tiene la belleza africana. Macbeth y Ricardo III no han sido nunca jóvenes. Falstaff, obeso y pletórico, es el tipo de la glotonería desordenada, y Shylock en fin, a la raza de los comerciantes judíos que consumían su cuerpo y secaban su alma labrados por la codicia. Así, pues, cuando vi salir a Irving, me pregunté si aquel era Shylock. Y lo era en efecto. No un Shylock burgués, satisfecho de sus ahorros, sino un Shylock inquieto, desconfiado, harapiento, flaco y alto como un espectro, con el perfil de una ave de rapiña; no anciano, como el Shylock de Rossi, sino un hombre de cincuenta años, con las guedejas cayéndole secas y desgreñadas sobre la frente, las piernas largas y nerviosas como la de uno de esos pájaros que beben en las aguas putrefactas de las lagunas, las manos afiladas, los dedos semejantes a los de un mono, fuertes y agudos, y los ojos como carbunclos en los momentos en que la ira del judío estaba sin testigos, y velados por pestañas crecidas y espesas, cuando necesita cubrir su alma de hiena con el manto del disimulo y de la hipocresía. Su manera de entrar en la escena es completamente nueva, e inusitada entre nosotros; no parece un personaje salido de los bastidores, sino un espectro que hubiese saltado sobre las tablas, como un espíritu malo, inspirando después, con su extraña figura y con sus movimientos peculiares, algo más que la protesta que provoca el alma fría, y vengativa del judío, infundiendo terror, y para ser exacto y decir la propia palabra, infundiendo un asco invencible.

  —159→  

No busquemos en este actor lo que Shakespeare no ha puesto en ninguna de las frases en que Shylock profiere el helado escepticismo que lo caracteriza. No busque tampoco el público las consideraciones con que la forma francesa, por más crudo que sea el argumento de la pieza, transige con las exigencias de su gusto artísticamente refinado. Mr. Irving sobre la escena es el judío de los barrios bajos de la Venecia del siglo XIII, que duerme sobre un montón de paja, y a cuya covacha tiene que penetrar arrastrándose como un gusano; es un judío de esos que rascan, muerden y acarician un escudo antes de recibirlo; de esos en fin que sonríen como un demonio cuando han dado la espalda a la víctima de sus usuras. Esta es la manera más completa con que me es posible transmitir la impresión que me hizo Irving la primera vez que lo vi en el teatro inglés.

Cuando le oí el Hamlet, mi sorpresa fue más grande todavía. Pero una y otra representación me trajeron, sin poderlo evitar, el recuerdo del distinguido artista italiano del Politeama. Reconocí una vez más el mérito de sus nobles y audaces tentativas en el teatro de Shakespeare y la rara preparación literaria con que aquel hijo del mediodía ha logrado abordar, en lengua extraña, sin las castraciones de los libretistas, y conservando todo el vigor primitivo de las creaciones del poeta inglés, ese terreno ignoto y nebuloso ante el cual retrocedió el genio aventurero de Voltaire, y en el que jamás han podido poner el pie ni los autores, ni los actores de la grande escena de la calle Richelieu. Será siempre un alto timbre de gloria artística para Ernesto Rossi haber atacado, el primero, el más alto repertorio dramático del mundo, y el haberlo hecho conocer en los países de Europa y de América que no hablan inglés.

  —160→  

He dicho que Irving aumentó mi sorpresa en la representación del Hamlet. A pesar de la lectura reciente de la tragedia, tenía, sin embargo, en el oído los ondulantes endecasílabos con que Carcano la ha vertido al italiano. No estaba prevenido por el idioma en que lo iba a oír. Esperaba por momentos ver salir al príncipe de Dinamarca, rodeado de sus amigos, persiguiendo el espectro luminoso de su padre en la extensa explanada del castillo profanado por el incesto, por el adulterio y el fratricidio, y no pensaba que el contraste del idioma me produciría un efecto tan profundo. Cuando vi atravesar a Hamlet por la escena y hundir en su pecho aquella cabeza siempre combatida por una extraña y honda melancolía, falto de arrogancia, sin la brillante pedrería negra con que Rossi bordaba su traje, con una espada tosca y pesada suspendida rectamente hacia adelante, como si apuntara la huella escabrosa en que el malhechor se había extraviado, la mirada cadavérica, los ojos hundidos en sus órbitas profundas, siempre en la penumbra, siempre en el foro, comprendí las grandes ventajas que el idioma y el original daban al artista inglés sobre el notable intérprete italiano. Hamlet, la creación más inglesa de Shakespeare, no debe accionar ni declamar sobre la escena. Las palabras con que su alma, sacudida por las eternas cavilaciones que lo abruman, tiene que manifestar, son simplemente el monólogo monótono que corresponde a su estado patológico. Hamlet no comunica nunca con el mundo exterior. Si lo requieren sus amigos, contesta vagamente. Todas sus fuerzas morales están absorbidas por su constante preocupación, y esta concentración de sus facultades produce la inmovilidad de su mirada y de su gesto, el olvido de todo lo que lo rodea, el cruel el automatismo con que aparta a Ofelia,   —161→   y lo que constituye, en fin, su carácter contemplativo y sombrío en aquella extraña tragedia. No se puede concebir lengua más elocuente que la inglesa para animar aquel ser en el cual el predominio absoluto de la parte moral, ha suprimido todos los recursos fáciles y brillantes que el teatro saca de los dotes físicos de un actor. Hamlet no expresa la pasión de un amor ardiente como el de Paolo, a quien bastan para triunfar su temperamento y su idioma. No es el Cid, cuya lengua caballeresca, vertida por los alejandrinos de rimas épicas y académicas, le proporcionan un campo brillante en que moverse. La Inglaterra, que ha respetado hasta ahora con un tino discretísimo los héroes teatrales de Corneille y de Racine, sin llevarlos a la escena nacional, se contenta con aplaudirlos interpretados por los actores de la Comedia Francesa, y para su propia gloria considera que tiene suficiente con Guillermo Shakespeare, el sublime pintor de caracteres, de sentimientos y de contrastes.

No sé si a todos los hombres de mi raza y de mis hábitos Shakespeare les hace el efecto que me hace a mí. El escenario y el movimiento de sus obras siempre me causan una sorpresa para la que no estoy preparado. La escena del juicio, en el Mercader, no tiene precedente ni igual en ningún repertorio dramático. Las alternativas de gozo y de ira porque pasa el judío, están preparadas con tal maestría, que el auditorio toma parte en ellas con la indignación que le produce la perversidad de Shylock; hombres y mujeres, que han pasado su vida en el teatro oyendo en su propia lengua las comedias y las tragedias del poeta, que saben de memoria sus trozos más célebres, que están al cabo de la maestría del actor que las desempeña, llámese Garrick, Kean, Hervey o Irving, presencian consternados, sin poderlo evitar, la saña con que   —162→   el judío implacable exige a la víctima de su usura vengativa. Un silencio de muerte se apodera de la sala entera. La compasión, la indignación, el terror, la impaciencia que produce la prolongada escena en que el judío triunfa, se traducen por una atención nerviosa y mortal. Creeríase asistir a la primera representación del drama ante la corte azorada de Isabel. La sala sumergida en una luz intermedia, no reconoce otro foco que aquellas tablas en que se desarrolla, demasiado lentamente para la justicia, el proceso del desgraciado Antonio. Todo es real allí. Desaparece la ficción mientras dura el cuadro. El público está tan conmovido como si fuera el auditorio que presenciara el desgarrante enjuiciamiento de Strafford, la ruidosa condenación de Warren Hastings o cualquiera otro de los famosos trials de la historia inglesa. Las comparsas de imbéciles contratados a tanto por noche, que Rossi se veía obligada a emplear en la representación del Mercader en el Politeama, y que si no provocaban la sátira de los espectadores pasaban, por lo menos, inadvertidos del público, están formadas de una manera especial en las representaciones del Lyceum. El pueblo que asiste al juicio de Antonio, compuesto de hombres, mujeres y niños, no es un simple fondo de cuadro, mudo e inmóvil, es una multitud apasionada y revolucionaria, que traduce en sus gestos, en sus movimientos, en sus aplausos y en sus execraciones, todos los rasgos distintivos de aquellas turbas, atrabiliarias de la vieja Venecia, vengativas, revolucionarias y plebeyas. El judío la teme y la fulmina con sus miradas iracundas cuando ella se revela contra su derecho y cuando le niega la legitimidad de la cédula en que está escrito su contrato. En esta lucha viva de las pasiones populares, encendidas contra Shylock; Irving obtiene efectos portentosos; hace resaltar   —163→   sus condiciones miserables, y la rabia de su alma estrecha y seca de sentimientos humanitarios, rompe la espesa multitud que le cierra el paso, como una fiera rabiosa y acosada, que con las fauces abiertas rastrea y persigue inclementemente la presa que se le desliza por momentos. Las mujeres y los hombres claman justicia, los muchachos atruenan la sala con sus gritos; Shylock desenvuelve su pergamino, sucio y manoseado diariamente durante los meses que ha esperado con impaciencia el término fatal acordado a Antonio. Bellario, disfrazado magistralmente por la Ellen Terry, acaba de asesorar al tribunal en el sentido de los apetitos sanguinarios del judío. La muchedumbre se hiela ante aquella opinión que contiene una sentencia inapelable y los jueces se rinden ante el consejo de Bellario. Entonces Shylock, por primera vez en todo el drama, yergue aquella cabeza humillada sobre sus hombros miserables, alumbra su rostro desencajado y minado por la avaricia y por la venganza, con una sonrisa satánica, que desnuda todo el júbilo feroz que lo inunda, y mansa, melosa, repugnantemente, como un reptil que se arrastra simulando la gratitud del hipócrita que usurpa a sabiendas, comienza esa serie de adulaciones viles y cobardes que Shakespeare hace brotar de la boca irónica del judío en alabanza de los talentos de su salvador. De su sayo harapiento saca la balanza fatal que debe pesar la carne de su víctima. El auditorio se conmueve y prorrumpe en largas y enérgicas execraciones, cuando Shylock, sobre la suela desgastada de su sandalia repasa la navaja que debe separar del pecho de Antonio el fruto de su extraña codicia. ¡Cómo afila Irving aquel cuchillo corvo y corto como una uña! ¡con qué placer íntimo lo ensaya en el pulgar de aquella mano descarnada e innoble y cómo lo extiende a   —164→   la altura de su visual siniestra para convencerse de que la lámina ha perdido todas las melladuras del uso en el frote de la piedra y del cuero! ¡Cuántos efectos obtenidos por su gesto, para incendiar las pasiones vehementes del pueblo que llena las tribunas, y para hacer temblar de espanto a los mismos con la helada perversidad de su alma!

¡Qué victoria para el actor! El público permanecía suspenso. Su tortura su prolongaba demasiado. Sentí esa identificación que convierte en actores a los niños en los cuentos y en las fábulas narradas con colores deslumbrantes para sus imaginaciones; me parecía estar recibiendo las primeras impresiones del drama y de las narraciones de la infancia, cuando la duda y el primer presentimiento aparecen en el espíritu de Shylock, ante la lectura del artículo salvador de los códigos venecianos, respire profunda y tranquilamente, con esa satisfacción que produce la rectificación inesperada de una nueva fatal, la salvación de un amigo querido, la victoria de una causa santa.

Esta escena, que es incuestionablemente el cuadro capital de la pieza, fue una victoria para Irving, y para Ellen Terry. Shakespeare ha reconcentrado toda la simpatía del auditorio en Porcia ; todo el odio y la execración en Shylock. El judío está perdido. El concurso que asistía a aquel a escena desgarradora estalla de alegría. Shylock brama de ira, sus escudos, implora su perdón, y sale befado por la multitud como un maldito: corrido, rodeado, apostrofado, y burlado en su derrota. Entonces es cuando el gran actor inglés se posesiona noblemente de su rol. Me decía un amigo que tenía a mi lado, que entra a su camarín, bañados los labios en sangre y con las manos arañadas por sí mismo. El despecho del judío está concentrado en rasgos tan vivos, que el actor lo siente   —165→   y lo sufre como el personaje que representa. Aquella escena en que el judío como un condenado por las iras populares, es acosado por el pueblo, empujado, tironeado e insultado por los espectadores, parece que fuera a continuarse en la calle pública por la manera palpitante como comienza en el recinto del tribunal. Shakespeare la ha copiado al vivo de aquellas puebladas que en los tiempos de las guerras religiosas se levantaban contra los judíos que los arrancaban de sus tiendas, les saqueaban sus casas y los lanzaban a las plazas persiguiéndolos con un sinnúmero de imprecaciones e hiriéndolos con las piedras del camino. Y esta escena es la que Irving reproduce en el célebre final del cuarto acto del Mercader .

He hablado del Shylock y del Hamlet de Henry Irving. Es necesario ahora hablar algo de la Ofelia de Ellen Terry. Figuraos una de esas lindas caras inglesas que asoman fugitivamente a la ventana de un carruaje que cruza Hyde Park; un busto que haría pensar al espectador francés más mundano en el de una virgen que la víspera hubiera abandonado su pensión; la tez de una blancura trasparente, con un cabello color de ámbar, unos ojos celestes en cuyas pupilas parece que miraran la castidad y la inocencia mismas; una voz dulce como un canto; una actitud adorable; un conjunto en fin de dotes naturales y de medios artificiales que hacen de ella una flor, una flor blanca y delicada como la ha soñado el alma del poeta, ¡esa alma robusta y grande que abortó a Lady Macbeth! Esa es la Ellen Terry.

Sin peligro de interpretaciones maliciosas, puedo afirmar algo que muchos observadores penetrantes han de haber notado en la mujer inglesa. Se la cree generalmente helada como los hombres y apática e inabordable a las ternuras humanas.   —166→   No se dan, los que tal cosa creen, el trabajo de observar ligeramente su naturaleza. Bajo esa nube de candor en que la envuelve su tez incomparable, se ocultan almas tan apasionadas como soñadoras.

Será tal vez difícil tomar posesión en poco tiempo del corazón de una mujer inglesa, pero hecha la conquista, ¡cuidado! que hay muchas Cleopatras en aquella extensa familia de las Ofelias. Parecerá extraña esta reflexión tratándose de una artista que interpreta a la purísima novia de Hamlet , que nace y muere como un lirio, pero esa delicada y perfumada creación de Ofelia, nacida, para amar y para morir, que expira en las ondas coronada de flores silvestres, lleva en su alma una pasión inmensa que, desde Shakespeare hasta nuestros días, ha entregado muchas víctimas al Támesis. Es rara la inglesa enamorada que, en su infortunio, no pierda la razón apelando al suicidio y la que no adopte el agua entre todos los medios posibles a quitarse la vida. La Ellen Terry es la reproducción viva de esta observación que parece trivial a primera vista, pero que es profundamente exacta.

No he visto nunca reunidas en una artista de una manera tan feliz la belleza y el talento. Sarah Bernhardt es sin disputa un genio dramático de primer orden; tiene la belleza artística, la delicadeza y aquella originalidad de la fisonomía que impedían que Rachel fuese una mujer fea. La Dudlay, nueva discípula de la Comedia Francesa, es una mujer hermosísima, pero ni la primera podría competir con el rostro de la artista inglesa, ni la segunda con su delicadeza y con su genio dramático. No la comparo con Croizette, porque Croizette es parisiensemente bella y nada más. Mlle. Bartet y Mlle. Baretta, no tienen todavía el renombre de Ellen Terry y siento decir que no tendrán nunca   —167→   el óvalo en que está dibujada aquella cara verdaderamente encantadora. La Porcia , y la Ofelia de esta hija legítima de Shakespeare pasan en Londres por dos creaciones del más alto mérito artístico. El Truth , que es el diario de más refinada perversidad para la crítica literaria y artística de Londres, clava el diente algunas veces en una que otra extravagancia de Irving sobre la escena, pero se mide mucho para atacar a la joven artista del Lyceum.

La mujer del teatro inglés está hecha sin disputa para interpretar el rol de Ofelia con más facilidad que otra cualquiera. Los ingleses no llevan al romance, ni a la escena, la Aventurera de Augier, ni la Margarita de Alejandro Dumas. No conciben en las tablas a la mujer de conducta equívoca: basta que se la exhiba en el teatro real de la sociedad, Por eso es que la Ellen Terry, su hermana Marion, que representa en Haymarket, la Bancroft y todas las artistas distinguidas de los escenarios de Londres, no necesitan salir de su medio para actuar en distintos géneros como los actores del teatro francés. No hago una crítica ni un elogio de ninguno de los dos teatros; el debate ha sido y sigue siendo largo, aquí mismo; pero conviene observar que si el teatro serio en Inglaterra se defiende valientemente contra el eterno poema del adulterio, cantado en mil formas diariamente por la literatura dramática francesa, los artistas ingleses no cuentan con el variado repertorio que constituye la riqueza de los archivos de la casa de Molière. Londres está invadido por los arregladores de piezas francesas para los teatros alegres, y los empresarios ofrecen una guinea (cuando la ofrecen) al desgraciado que se atreve a proponerles la representación de una obra ¡Esto es triste!

  —168→  

Sin embargo, la season de 1880 ha tenido una excepción a esta regla. Los Bancroft, Mr. y Mrs. Bancroft, han dado con Conway y con la Marion Terry, en la escena de Haymarket , la comedia School de Robertson. Una comedia que es una joya de gracia y de originalidad, y que ha sido representada de una manera completa por todos sus intérpretes. Un amigo francés a quien le contaba el argumento me decía: «¡pero esa es una pieza de un platonismo primitivo!» Y en efecto; los personajes animados en la escena, son todos extraídos de una escuela de aldea. No bien dos truhanes, solteros y divertidos, caen en aquel recinto de fresca alegría, ya el antor les hace dejar en el umbral todos sus malos hábitos de club y de la high life , y los enamora de dos alumnas. Excuso extenderme en una narración sucinta del argumento; bastará presentar a los personajes que parecen modelados a lo Dickens. La maestra de la escuela Mrs. Sutcliffe, diríase exhumada de Pickwick Papers. Es una vieja romántica y pedante como todos los pedagogos, de un trato insoportable, de una impertinencia crónica y enamorada sistemáticamente de su marido. Este, es el prototipo de la obediencia pasiva, aunque con todas las formas magistrales y ridículas del jefe de la casa, que opina siempre de una manera indirecta, interrogando a su implacable y con toda la inocencia de un alma buena se prenda de Bella, una colegiala huérfana. Preséntase un momento en que la ira olímpica de Mrs. Sutcliffe lo aterra de tal modo que casi llega a convencerse de que ha estado a punto de serle infiel. Bella tiene la bondad, la pureza y la ingenuidad de la protagonista del Almacén de Antigüedades. Naomi Tighe , interpretada por la Bancroft, es la muchacha más filibustera, más audaz y revolucionaria. Tiene que ver el examen del segundo acto   —169→   presidido por el doctor Sutcliffe, ante un auditorio de invitados; Mr. Sutcliffe está poco preparado para examinar y hace esfuerzos inauditos para disimular su fata de conocimientos en las preguntas, pero comete, sin poderlo evitar, errores capitales y graciosísimos. Su eterno verdugo, Mrs. Sutcliffe , lo fulmina con miradas aterradoras. Naomi revuelve la escuela con una frialdad pasmosa, replica desatinos de todo calibre, y por detrás de la terrible maestra, tira besos a su novio y rompe la formalidad del acto. Para completar aquel cuadro del ridículo, un viejo calavera, caduco y agobiado por una vida poco ordenada, que lleva el nombre de Beau Farintosh, y que es la esencia misma de la imbecilidad, aplaude estruendosamente todos los disparates de las alumnas, antes que el desventurado Mr. Sutcliffe hubiese tenido tiempo de consultar el texto, de reojo, para saber si no se le ha contestado un desatino. Allá entre las colegialas alegres y divertidas aparece el tipo eterno del monitor, hipócrita, falso, denunciador, odiado por toda la clase, con sus proyectos subterráneos para el porvenir, pensando en casarse con la huérfana, para heredar la escuela y explotarla por su cuenta. Lleno de envidia y de celos mezquinos al ver que su pretendida ama a otro, la denuncia a Mrs. Sutcliffe y escondido en el fondo del teatro, goza con el fruto de sus chismes. El actor que hizo este papel, Mr. Henneage, no desmerecería al lado de Silvain haciendo el Tartufo , como la Bancroft en el papel de la Naomi Tighe de la pieza de Robertson y a pesar de sus cuarenta años, podría disputar a la fresca y espiritual Samary cualquiera de sus victorias de la Comedia Francesa.


¿Os acordáis de una pieza lírico-dramática que el teatro español exhibe bajo el título de Luz y   —170→   Sombra , y cuyo autor, si mal no recuerdo, es don Narciso Serra? Llamó la atención en Buenos Aires, no tanto por la forma cuanto por la delicadeza lírica de la composición, en la época en que se estrenó. La he visto representada sin disfraz en el escenario del Lyceum , por Irving y por la Ellen Terry. Es el poema de Henrik Hertz «King Rene's Daghter» . Willis la ha adaptado al teatro bajo la forma de un idilio, y Hamilton Clarke le ha puesto una música digna de la delicada poesía y del sentimiento que respiran los admirables versos del poeta. La Ellen Terry, que sabe hacer tan bien la Ofelia , tuvo otro triunfo fácil en el papel de Yolanda . La niña hija del rey Renato, que ha nacido ciega y cuyo padre la tiene aislada en su jardín para que nunca ser humano alguno penetre allí y descubra el misterio de su infortunio, encontró en la linda y fascinadora artista inglesa el ideal del poeta. En cuanto a Irving, aunque fuera de sus medios naturales sostuvo con talento la parte ingrata del amante, que sorprende aquella flor en medio de su recinto ignorado.


Estoy en Vichy desde hace días, lleno el espíritu de las emociones que me ha causado oír a Molière de Get, de los dos Coquelin y de Jeanne Samary; a Corneille interpretado por Mounet Sully, por Worms, por Prudhon y por Mlle. Favart, y admirado de la comedia moderna animada por el gusto exquisito, la dicción impecable y la eterna juventud de Delaunay. Mato el fastidio que me causa esta sociedad de extranjeros valetudinarios, pensando en la noche del 25 de Agosto: en ella se celebra el segundo centenario de la Comedia Francesa, y ya el telégrafo me ha pedido un asiento para esa noche. Aquello será un poco más   —171→   divertido que la fiesta naval que tiene lugar en estos momentos en la rada de Cherburgo, y que las escenas populares del 14 de Julio.