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Rey, corona y monarquía en los orígenes del constitucionalismo español: 1808-1814

Joaquín Varela Suanzes



«Es menester que si nos resolvemos a tener Monarquía, así como sucedería con otra forma de gobierno que eligiésemos, no le mostremos miedo ni odio, no habiendo cosa peor que adoptar y sobre todo revestir de dignidad y poder un objeto para odiarle y temerle.»


Antonio Alcalá Galiano                





Sumario

INTRODUCCIÓN.-I. EL RECELO HACIA EL REY Y HACIA EL PODER EJECUTIVO.-II. LA CORONA Y EL PRINCIPIO DE SOBERANÍA NACIONAL: 1. El poder constituyente de las Cortes. 2. La Corona y la reforma constitucional: a) La exclusión del Rey del proceso reformista. b) La ausencia de límites materiales a la reforma constitucional.-III. LA CORONA Y EL PRINCIPIO DE DIVISIÓN DE PODERES: 1. La distinción entre titularidad y ejercicio de la soberanía. 2. La Corona y las Cortes: el rechazo del sistema parlamentario de gobierno. 3. La Corona y la función legislativa: a) La «sanción necesaria» de las leyes. b) Los «decretos de Cortes». 4. La Corona y la función ejecutiva: a) La potestad reglamentaria. b) La dirección de la Administración pública. 5. La Corona, las Cortes, los jueces y la función jurisdiccional: a) La independencia del poder judicial. b) La distinción entre lo gubernativo y lo contencioso.-IV. LA CORONA Y LA DIRECCIÓN DE LA POLÍTICA.-V. LA MONARQUÍA DE 1812 EN EL MARCO DEL CONSTITUCIONALISMO MONÁRQUICO ESPAÑOL.-VI. COMENTARIO BIBLIOGRÁFICO.




ArribaAbajo Introducción

Este artículo tiene por objeto delimitar la teoría que los diputados liberales sustentaron en las Cortes de Cádiz respecto de la posición de la Corona en el Estado constitucional. Una teoría que se plasmó en la Constitución de 1812 y en otras normas anteriores y posteriores a ella de inferior rango (decretos y órdenes). Las cuestiones que aquí se examinan no agotan la problemática constitucional que la Corona suscita en este contexto histórico, pero son, a nuestro juicio, las más significativas. Por dos razones: sobre ellas basculó la polémica doctrinal en la Asamblea constituyente gaditana e incluso también en las siguientes, predeterminándose así el debate constitucional posterior. Además, de la respuesta que se dio a estas cuestiones se desprendía toda una forma de monarquía, que la Constitución de 1812 y otras disposiciones normativas organizaron jurídicamente.

Estas cuestiones giran en torno a dos principios básicos: el de soberanía nacional y el de división de poderes. No obstante, antes de examinar las consecuencias que de estos dos principios se dedujeron, trataremos de perfilar la actitud con la que los diputados liberales se enfrentaron a la regulación constitucional de la Corona. Una actitud, de franco recelo, que no era fruto tan sólo de una determinada ideología, sino también de un cúmulo de circunstancias históricas, algunas de ellas realmente excepcionales, que interesa poner de relieve. En relación con el principio de soberanía nacional, examinaremos la posición de la Corona en el proceso constituyente y en el de reforma constitucional, lo que a su vez nos llevará a examinar su posición respecto del texto constitucional. En conexión con el principio de división de poderes, analizaremos la posición de la Corona en sus relaciones orgánicas con las Cortes y su participación en las funciones ordinarias o no constituyentes del Estado: la legislativa, la ejecutiva y la jurisdiccional. Particular atención merecerá el estudio de las facultades normativas de la Corona o, dicho con más exactitud, su intervención en las diversas fuentes de expresión del Derecho. De ahí que nos detengamos con cierta morosidad en la exclusión del monarca de la reforma constitucional, en la teoría de la «sanción necesaria» de las leyes, en la figura de los «decretos de Cortes» y en el alcance de la potestad reglamentaria. En relación con los dos principios que antes mencionamos, examinaremos la posición de la Corona respecto de la dirección de la política o, dicho con otras palabras, respecto de la función (política) de gobierno. Finalmente, trataremos de precisar el modelo o forma de monarquía resultante de la legalidad que las Cortes de Cádiz aprobaron. En el período histórico que aquí se examina acaso resulte más correcto referirse a la posición constitucional del Rey que a la de la Corona. Y ello, por cuanto en las Cortes de Cádiz todos los diputados preferían referirse a aquél y no a ésta a la hora de designar a la jefatura del Estado y a la cúspide del poder ejecutivo. La propia Constitución de 1812 regulaba el estatuto jurídico de este poder en un título -el IV- que se encabezaba con la expresión «Del Rey», y sólo en el capítulo II de este título aparece la expresión «Corona» al regular las disposiciones sucesorias. En realidad, lo mismo ocurriría en las demás Constituciones monárquicas españolas, excepto en la actual de 1978, cuyo título II se encabeza con la expresión «De la Corona». Es éste un cambio muy significativo, que está en consonancia con el depurado nivel de impersonalización que la Monarquía ha alcanzado en el texto de 1978 y que en Cádiz no había hecho más que empezar. De ahí esa preferencia por el vocablo «Rey» en vez del de «Corona», esto es, por la mención al titular y no al órgano o a la institución.

En el análisis de todas las cuestiones que aquí vamos a ver el problema fundamental estribaba en el reparto de competencias entre el Rey y las Cortes (y en mucha menor medida los jueces). Al fin y al cabo, en España, como en el resto de Europa, el conflicto entre el Antiguo Régimen y el nuevo orden liberal, al menos en sus inicios, se concretaba en el conflicto entre el Rey y las Cortes, en el ámbito normativo e institucional. Por consiguiente, aunque este artículo se centre en la posición constitucional de la Corona o, más exactamente en Cádiz, en la del Rey, resultaría imposible llevar a cabo tal objetivo sin una constante y dialéctica referencia a la posición de las Cortes. Un órgano al que los libera los doceañistas atribuyeron las competencias más importantes en el seno del nuevo Estado. De esta manera resolvieron el conflicto antes apuntado, que se había creado en la monarquía estamental de la Baja Edad Media y que había subsistido durante la llamada monarquía absoluta de la Edad Moderna. Aunque la victoria de las Cortes sobre la Corona, del nuevo orden sobre el viejo, de la modernidad sobre la tradición, fue una victoria pírrica.

Digamos, para terminar estas líneas introductorias, que las fuentes principales que se han consultado para la redacción de este trabajo son, en primer lugar, los Diarios de las Discusiones y Actas de las Cortes (DDAC), Cádiz, en la Imprenta Real, 1811-1813, 23 tomos (se citará el número del tomo y de las páginas que correspondan). En segundo lugar, la Constitución Política de la Monarquía Española, promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (precedida de su Discurso preliminar), Cádiz, en la Imprenta Real, año de 1812. Y, en tercer lugar, la Colección de Decretos y Órdenes que han expedido las Cortes Generales y Extraordinarias, Madrid, Imprenta Nacional, año de 1820, 4 tomos (se citarán los decretos debidamente numerados).

Al final del trabajo se incluye un breve comentario bibliográfico, en el que se dejará constancia de las obras citadas y de aquellas otras que, aun no habiéndose citado, se han consultado de modo preferente.






ArribaAbajoI. El recelo hacia el rey y hacia el poder ejecutivo

El recelo hacia el poder ejecutivo era una actitud común a todo el liberalismo occidental durante el siglo XVIII. Este recelo era mucho mayor hacia el ejecutivo monárquico que hacia el republicano, por la desconfianza que el Rey, recién absoluto, suscitaba. Un factor que había impulsado a los revolucionarios franceses a limitar en la medida de lo posible su autoridad, subordinándola al Parlamento, o bien, como aconteció en 1793, a sustituir el ejecutivo monárquico por uno republicano, esto es, la legitimidad histórica y divina por la racional y democrática. El Rey encarnaba el aparato administrativo del Ancien Régime y el viejo orden estamental, mientras que el Parlamento era la más auténtica expresión del tercer estado, de la nueva sociedad atomizada.

Ciertamente, no faltaron ni en Francia ni en España destacados publicistas que, en pleno auge del radicalismo político, defendieron una solución de compromiso entre el Parlamento y el Rey. Una solución, pues, a la inglesa, tendente a acercar y no a contraponer y separar ambos poderes. Los ejemplos de Mirabeau en Francia y de Jovellanos en España son suficientemente ilustrativos. No obstante, por razones en las que sería demasiado largo entrar ahora, tales posturas no triunfaron ni en la Francia revolucionaria ni en la España de 1812. Aunque a la postre sobre estas tesis se articularía en Francia la monarquía orleanista y en España toda la monarquía constitucional de la pasada centuria, excepto durante el Sexenio democrático.

Ahora bien, este recelo no sólo era patente hacia el Rey, sino en general hacia el ejecutivo, fuese monárquico o republicano. Ello obedecía al influjo de las doctrinas de la soberanía nacional o popular y de la división de poderes, que habían difundido Locke, Rousseau y Montesquieu. Unas doctrinas que coincidían, a pesar de sus importantes diferencias, en exaltar la primacía de la ley como expresión de la voluntad colectiva y, por tanto, el papel del Parlamento como órgano encargado muy principalmente de crearla, en detrimento del órgano encargado de su ejecución, que pasaba a considerarse un órgano ancilar, ya estuviese a su frente un monarca o un presidente. Todo ello explica que el recelo hacia el poder ejecutivo, así como esta su minusvaloración, fuera una característica no sólo del constitucionalismo liberal y monárquico, sino también del republicano y democrático. Bertrand de Jouvenel ha señalado que esta actitud se había reflejado, además de en las Constituciones francesas de 1791 y de 1793, en algunos documentos muy importantes de la revolución norteamericana, como los «Artículos de la Confederación», y en las Constituciones de los Estados recién emancipados de la metrópoli británica, excepto en la del Estado de Nueva York, que serviría más tarde como modelo a la Constitución Federal de 1787, en la que, como es bien sabido, el poder ejecutivo se reforzó considerablemente según los esquemas presidencialistas todavía hoy vigentes en sus líneas esenciales (cfr. págs. 141-142).

En España, el recelo hacia el Rey y hacia el poder ejecutivo por parte de los liberales doceañistas se explicaba en buena medida por las mismas razones que se acaban de exponer. Era un recelo, pues, inducido por la ideología revolucionaria y particularmente por dos de sus más importantes principios: el de soberanía nacional y el de división de poderes, que actuaron en la mente de estos liberales como guía y norte a la hora de estructurar el nuevo Estado y, por tanto, la inserción en él de la Corona.

Pero, además, este recelo no era ajeno al influjo del nacionalismo historicista y medievalizante, de tanto peso en nuestro germinal liberalismo, que tendía a encumbrar el papel de las viejas Cortes en la «monarquía gótica» y a denostar los largos años de «despotismo ministerial» durante los Austrias y Borbones. Martínez Marina, el más importante exponente intelectual de este nacionalismo, había expresado ya su desconfianza hacia el Rey y sus ministros, e incluso hacia la monarquía misma, en su influyente Teoría de las Cortes. Así, por citar un párrafo de este libro, entre otros muchos del mismo cariz que podrían traerse a colación, Marina llega a vaticinar que los futuros reyes serían los primeros en asediar a las Cortes en el nuevo sistema constitucional y «sus esfuerzos y maniobras terribles y formidables», tal como a su juicio habían hecho sus predecesores «en todos los tiempos y en semejantes ocasiones». Y es que para Martínez Marina, la monarquía «envolvía natural tendencia al despotismo» y caminaba «sin cesar con pasos más o menos rápidos, ya abiertamente, ya por vías indirectas y sendas tortuosas, al gobierno absoluto» (pág. 57). Opiniones todas ellas que no deben confundirnos: Marina no era partidario de la república. Era sencillamente un monárquico receloso de la monarquía. Algo muy típico entre los liberales de la época.

Y razones no faltaban, ciertamente. Y no nos referimos ahora a razones de orden intelectual, como las que acabamos de resumir, sino a otras que hundían sus raíces en la historia más reciente de España y que en muy buena medida eran la causa de que el sentimiento de recelo hacia el Rey y sus ministros fuese un sentimiento muy generalizado entre amplias capas de la población. Hay que tener en cuenta, en efecto, el desprestigio que sufrió la Corona durante los años finales del siglo XVIII y la primera década del XIX. El comportamiento de Carlos IV y sobre todo el de su esposa María Luisa habían contribuido a este desprestigio de un modo considerable. La privanza de Godoy, muy particularmente, chocaba con los sentimientos morales mayoritarios del pueblo español. Un pueblo que, como es bien conocido, ha sido siempre muy puntilloso en estos asuntos, sobre todo cuando se trata del comportamiento de los demás. Debe sumarse a ello el bochornoso espectáculo de las renuncias de Bayona y las turbias desavenencias entre Carlos IV y su hijo Fernando. La invasión francesa y la capitulación de buena parte de la aristocracia habían menguado el respeto hacia las viejas jerarquías y aumentado en cambio la prevención e incluso la hostilidad, si no hacia la monarquía, una forma de gobierno sólo puesta en la picota por una minoría, sí hacia el camino seguido hasta aquel entonces por el gobierno monárquico. El levantamiento popular contra el invasor, pese a ser fervoroso y hasta fanático en punto a la defensa de los derechos dinásticos del «deseado», no había impedido que muchos españoles insurrectos reprobasen la conducta de sus reyes y de buena parte de la gente principal. En realidad, los alzados en armas eran monárquicos ante todo por patriotismo, al identificar la monarquía de Fernando VII con España y con la religión católica y al invasor francés con el gorro frigio y la impiedad volteriana.

Cuanto se acaba de decir explica que en las Cortes de Cádiz el sentimiento de recelo hacia el Rey y sus ministros lo compartieran la mayor parte de los diputados, aunque fuese particularmente intenso en el caso de los liberales. Los diputados realistas, como veremos más adelante, no pusieron demasiado empeño en oponerse a algunas importantes restricciones a la autoridad del Rey. Liberales y realistas, en contra de lo que ha repetido hasta la saciedad buena parte de la historiografía liberal, estaban de acuerdo en reformar el armazón de la vieja monarquía. Lo que les diferenciaba era el alcance de esa reforma, por otra parte ampliamente anhelada por la mayoría del pueblo español. Realistas y liberales se habían manifestado a favor de la convocatoria de Cortes con el objeto fundamental de limitar los poderes del Rey, en consonancia con la antigua Constitución española, cuyo contenido fue objeto de muy diversas interpretaciones. Sin embargo, discrepaban en el modo de insertar a la Corona en el nuevo orden constitucional, por disentir en la inteligencia que debía darse a los dos principios que sostenían este nuevo orden: el de soberanía nacional y el de división de poderes.

Pero además de desconfianza, el Rey y el ejecutivo inspiraron a nuestros primeros liberales un sentimiento de menosprecio. En gran parte, ello era consecuencia de la preeminente posición que las Cortes, ante la ausencia del Rey, tuvieron por fuerza que desempeñar en aquel momento histórico. De hecho las Cortes llevaron a cabo un verdadero gobierno de asamblea, por cuanto no se limitaron sólo a legislar a través de decretos y órdenes, que no requerían la sanción de la Regencia, sino que además llevaron a cabo funciones de carácter ejecutivo, jurisdiccional y, en definitiva, el peso de la dirección política de un Estado maltrecho y desarticulado. Tal situación tenía incluso una apoyatura legal: la que le dio el decisivo Decreto I, de 24 de septiembre de 1810, en virtud del cual los diputados que componían aquel Congreso declaraban estar legítimamente constituidos en Cortes Generales y Extraordinarias y que residía en ellas la soberanía nacional. La titularidad plena de la soberanía, pues, y no sólo parte de su ejercicio. Una afirmación que, como veremos más adelante, causaría muchos problemas teóricos a los diputados liberales, a pesar de desmentirla el artículo 3.º de la Constitución, que dejaba las cosas en su sitio: la nación, y no las Cortes, ni siquiera las constituyentes, era el único sujeto soberano. Estas ejercían sólo una parte, aunque la más importante, de la soberanía. Pero el hecho que ahora interesa subrayar es que esta posición tan preeminente de las Cortes predeterminó la regulación constitucional de los poderes del Estado y muy particularmente el sistema de gobierno resultante.

Todo cuanto se acaba de decir no significa en modo alguno que los liberales doceañistas fuesen en realidad unos republicanos encubiertos, como no pocos reaccionarios y demócratas han sostenido en el siglo pasado y aun en el actual. Los primeros para denigrar la obra de Cádiz, fruto; a su juicio, de una ululante caterva de jacobinos que envolvían sus proclamas incendiarias en taimadas alusiones a la tradición medieval. Los segundos, para buscarse unos antecedentes tan falsos como lejanos, teniendo a los liberales por una pléyade de republicanos que enmascaraban sus más íntimas y radicales convicciones ante la apabullante influencia, fuera y dentro de las Cortes, del rancio e intonso clero. No. Sencillamente hemos querido subrayar que la necesidad de limitar los poderes de la Corona era una aspiración compartida por sectores políticos muy amplios, si bien el texto de 1812 llevó esta limitación mucho más allá de lo que comúnmente se admitía. Y también que en las ideas que sustentaron los liberales sobre la Corona y su encaje en el Estado constitucional había pesado además de un conjunto de principios doctrinales, de foránea procedencia en buena medida, y que ahora pasáremos a exponer, una actitud de recelo, desconfianza, suspicacia y, por qué no decirlo, hostilidad, que era fruto de las circunstancias y del ambiente de la época y del país.




ArribaAbajo II. La corona y el principio de soberanía nacional

El primer decreto que expidieron las Cortes había proclamado, como acabamos de ver, el principio de soberanía nacional de forma solemne. Este principio lo recogería más tarde el artículo 3.º del texto constitucional de 1812, cuya redacción inicial decía: «La soberanía reside esencialmente en la nación, y por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga.»

No faltaron diputados, como el joven y radical Toreno, que defendieron este principio recurriendo a las tesis iusnaturalistas del estado de naturaleza y del pacto social, en línea con lo dicho por Locke, Rousseau y Siéyès y con la filosofía política de la Declaración de Derechos de 1789. Sin embargo, la mayoría de los diputados liberales, como Argüelles, Muñoz Torrero y Oliveros, defendieron este principio apelando a dos argumentos básicos: su carácter tradicional en el Derecho público español y su función legitimadora de la insurrección patriótica.

En el primer argumento había insistido una y otra vez Martínez Marina; siendo una tesis nuclear, acaso la más, de su pensamiento. También el «Discurso preliminar» a la Constitución de 1812, redactado al parecer por Argüelles y que puede considerarse sin exageración alguna un documento de primer orden en la historia del constitucionalismo occidental, se hacía cargo de la tradicionalidad del principio de soberanía nacional: «La soberanía de la nación -se decía allí, aludiendo al Fuero Juzgo- está reconocida y proclamada del modo más auténtico y solemne en las leyes fundamentales de este código [...]». Se trataba, pues, de una premisa inserta en el historicismo medievalizante que caracterizó al primer liberalismo español y que en las Cortes sacaron a relucir varios diputados, como Giraldo, a la sazón presidente del Congreso: «Todos los Reyes de España desde dicha época -aludía a las Cortes de Burgos de 1511- han reconocido la soberanía de la nación en el único Congreso nacional que había legítimo en la Península, que eran las Cortes de Navarra» (DDAC, 8, 71).

Con el segundo argumento, en cambio; se trataba de recurrir, con suma habilidad y evidente oportunidad, a un sentimiento al que eran particularmente sensibles todos los miembros de las Cortes: al patriotismo, que por fuerza iba acompañado en aquel entonces de un claro componente antifrancés. El artículo 3.º, venían a decir los diputados liberales, implicaba desde luego declarar que la nación española era la única dueña de sus destinos en el seno del Estado, dentro de su estructura jurídico-política, pero significaba también algo más y no menos importante: que la nación española era soberana asimismo frente al exterior, frente a toda potencia extranjera que -como entonces ocurría con Francia- intentase imponer sus designios contra o al margen de la voluntad de sus miembros. De este modo, los diputados liberales pretendían mostrar a las Cortes que sólo invocando este dogma podría justificarse la guerra de la Independencia y la inaceptación del Rey intruso, aupado al trono merced a las renuncias de Bayona.

A este vínculo entre soberanía e independencia nacionales se aludía ya en el Decreto I, de 24 de septiembre de 1810: «Las Cortes Generales reconocen, proclaman y juran de nuevo por su único y legítimo Rey al Sr. D. Fernando VII de Borbón; y declaran nula, de ningún valor, ni efecto, la cesión de la Corona que se dice hecha en favor de Napoleón, no sólo por la violencia que intervino en aquellos actos injustos e ilegales, sino principalmente por faltarle el consentimiento de la nación.» Una idea que venía rubricada en el artículo 2.º del texto constitucional cuando preceptuaba que la nación española «era libre e independiente» y que no podía ser «patrimonio de ninguna familia ni persona.» Tesis que los diputados liberales defendieron con calor en las Cortes: «En una palabra -decía Muñoz Torrero en el debate del artículo 3.º-, el artículo de que se trata, reducido a su expresión más sencilla, no contiene otra cosa sino que Napoleón es un usurpador de nuestros legítimos derechos; que ni tiene ni puede tener derecho alguno para obligarnos a admitir la Constitución de Bayona, ni a reconocer el gobierno de su hermano, porque pertenece exclusivamente a la nación española el derecho supremo de establecer sus leyes fundamentales, y de determinar por ella la forma de gobierno» (DDAC, 8, 84).

Hay que reconocer que este argumento, si no convincente, sí era al menos persuasivo, pues en aquella circunstancia histórica, aunque no fuese necesario recurrir al principio de soberanía nacional para legitimar el levantamiento español, había que situarse en todo caso frente al principio monárquico. No era preciso recurrir al dogma de soberanía nacional, pues podía alegarse, y de hecho así se hizo, para justificar la invalidez de las cesiones de Bayona y su subsiguiente inobligatoriedad, la coacción que había mediado en las mismas. No obstante, este razonamiento no dejaba de ser peligroso, puesto que el mismo Fernando VII había subido al trono en virtud de la forzada abdicación de Carlos IV. Tal alegato era, pues, un arma de doble filo, que podía volverse contra los que la esgrimían. Quedaba, sin embargo, un segundo recurso, mucho más consistente, al que se acogieron los realistas dentro y fuera de las Cortes: el exhumar la vieja teoría escolástica de la reasunción del ejercicio del poder por parte de la nación, interinamente, mientras durase la cautividad del monarca. O también, como había hecho Jovellanos, lo que a fin de cuentas venía a ser lo mismo, «alambicar un nuevo término para explicar el derecho que la nación tenía a levantarse, pese la legitimidad formal del trono de José Bonaparte: el derecho de "supremacía", distinto, según él, de la soberanía que correspondía al monarca» (L. Sánchez Agesta, Historia del constitucionalismo español, pág. 55).

En todo caso, lo que sí estaba bien claro es que si se aceptaba el principio monárquico tal como se había entendido mayoritariamente durante el siglo XVIII, esto es, la soberanía regia sin aditamento alguno, resultaba indefectible el acatamiento de las cesiones de Bayona, salvo el peligroso y poco sólido alegato de su carácter forzado, no voluntario. Precisamente, como recordó Álvaro Flórez Estrada en su Representación hecha al S. M. C. el Sr. Don Fernando VII en defensa de las Cortes, los «afrancesados» se amparaban en el cumplimiento de la voluntad del monarca en lo relativo a la abdicación de sus derechos, y acusaban de revolucionarios a los insurrectos, fuesen o no liberales.

Por este motivo; aunque el principio de soberanía nacional no era el único alegable contra el principio monárquico, no era tampoco una simple doctrina artificialmente expuesta por una minoría radical, sino una realidad provocada por las circunstancias históricas por las que atravesaba el país. En 1812, tras la formidable resistencia popular a la ocupación francesa, no era preciso inventar el principio de soberanía nacional, se trataba, «sencillamente, de reconocer un hecho palmario: el levantamiento espontáneo del pueblo español[...] De seguir siendo rigurosamente monárquicos, habría que reconocer como Rey de España a José Bonaparte» (L. Díez del Corral, página 490).

Pero lo que realmente ahora nos interesa es que a partir de este principio los diputados liberales modificaron radicalmente la posición de la Corona hasta hacer irreconocible la monarquía resultante, sobre todo en lo que concierne al problema del poder constituyente y de la reforma constitucional.


ArribaAbajo1. El poder constituyente de las Cortes

En virtud del principio de soberanía nacional, la suprema facultad de la soberanía, la de dar una Constitución, pertenecía a la nación de forma originaria, exclusiva e ilimitada. Tal consecuencia venía proclamada en el artículo 5.º del Código de 1812 y en las Cortes la sustentaron con vehemencia todos los diputados liberales.

Para estos diputados, la soberanía era una facultad originaria y no derivaría. Pertenecía a la nación por derecho natural y, por tanto, no podía ni concederse ni limitarse, tan sólo proclamarse: «La soberanía -decía Toreno- es un derecho que no pueden dar ni quitar las Cortes ni está en sus facultades, porque las Cortes pueden dar leyes, pero no dar ni quitar derechos a la nación, sólo sí declararlos y asegurarlos» (DDAC, 8, 65). «[...] Si antes de constituirse una nación fue soberana esencialmente -afirmaba Nicasio Gallego-, lo es en el día y lo será siempre, aun cuando haya pasado por una, dos o diez constituciones» (DDAC, 8, 68).

La soberanía, pues, era una facultad anterior y superior a cualquier derecho positivo. Por eso para los diputados liberales, si Fernando VII seguía siendo Rey, lo era por haberlo proclamado de nuevo la nación, haciendo uso de su originaria e inalienable soberanía, y no, como pensaban los realistas, porque la nación estuviese ligada irremisiblemente a él por unas leyes y pactos previos. Esta idea capital se recogía ya en el Decreto I, de 24 de septiembre de 1810, según puede verse en el párrafo que antes hemos citado, y en las Cortes la defendió, entre otros, Golfín, cuando, al acogerse a aquel decreto, señaló que «si la nación pudo darse un Rey sin consideración a pactos antecedentes», con mayor razón podía anular cualquier ley o institución anterior, como los señoríos jurisdiccionales (DDAC, 6, 294).

Pero, además, para los diputados liberales la soberanía era una facultad que pertenecía a la nación de forma unitaria, indivisible e inalienable: «Así, me parece -decía Toreno- que queda bastante probado que la soberanía reside en la nación, que no se puede partir, que es el superomnia (de cuya expresión deriva aquella palabra)» (DDAC, 8, 65). «La soberanía -añadía Gallego- es inalienable y en todos los tiempos y ocasiones reside en la nación» (DDAC, 8, 67-68). El monarca, pues, no era copartícipe de la soberanía, como afirmaban los diputados realistas, a partir de las tesis jovellanistas de la «soberanía compartida» del Rey y las Cortes. Sólo la nación era soberana y, por tanto, sólo a ella, a través de sus representantes generales y extraordinarios, correspondía ejercer el poder constituyente, como se afirmaba en el Decreto I, de 24 de septiembre de 1810, y en el artículo 3.º del Código doceañista. Por eso, la Constitución de Cádiz fue aprobada y sancionada por las Cortes. Exclusivamente. No se aguardó para su entrada en vigor a que el Rey llegase y la sancionase, como defendían los realistas (con el secreto deseo de que rehusase hacerlo).

Por último, los diputados liberales, al negar que las leyes fundamentales suponían el fundamento de la soberanía de la nación, no admitían tampoco que esa legislación significase un límite a su soberanía y, más en particular, a su poder constituyente. En Cádiz, si bien los diputados liberales sostuvieron la necesidad de respetar las antiguas leyes fundamentales de la monarquía española, que ellos ciertamente interpretaron de una forma novedosa y escasamente tradicional, no dejaron tampoco de insistir en que tal respeto era voluntario y selectivo. Se respetaría la legislación fundamental en tanto a los representantes de la nación les pareciese oportuna. El acatamiento de las leyes fundamentales no podía sobreponerse a la voluntad y al interés nacionales, es decir, a las Cortes, en definitiva, al ser éstas el supremo intérprete de ambos. Y esta voluntad y este interés no siempre tenían que coincidir con el respeto de lo antiguo. La antigüedad podía no ser justa ni conveniente. A las Cortes, señalaba García Herreros, «no le obliga más ley que la trivialísima salus populi, las demás las mantendrá en observancia en quanto no se opongan a aquélla» (DDAC, 6, 558).

Pero sobre todo fue Argüelles quien de manera más diáfana mostró su tajante oposición a que se limitase la acción del poder constituyente de la nación (y en puridad a que se le destruyese) en aras del respeto debido a la antigüedad de las leyes, por el solo hecho de ser antiguas: «[...] al decir la Comisión (constitucional) que su objeto es restablecer las leyes antiguas no es sentar por principio que el Congreso no pudiese separarse de ellas quando le pareciese conveniente o necesario. Sabía, sí, que la nación, como soberana, podía destruir de un golpe todas las leyes fundamentales si así lo hubiera exigido el interés general, pero sabía también que la antigua legislación contenía los principios fundamentales de la felicidad nacional, y por eso se limitó en las reformas a los defectos capitales que halló en ellas» (DDAC, 8, 2700). Por eso, pero por nada más. La afirmación del poder constituyente de la nación no debía suponer, necesariamente, una ruptura con la historia, como habían hecho los franceses, pero no debía colegirse tampoco que la sujeción a la historia supusiese negar el poder constituyente de la nación, como entendían los realistas. Lo histórico y lo racional (elemento que encarnaba la idea de poder constituyente) debían equilibrarse mutuamente. Y en caso de conflicto era éste y no aquél el que debía prevalecer.

Cierto es que la cláusula del artículo 3.º se suprimió (la que facultaba a la nación para establecer la forma de gobierno que más le conviniese). Pero debe advertirse que tal supresión no obedeció a una transigencia doctrinal con las tesis de los diputados realistas. No significaba tampoco cercenar ni limitar la potencialidad constituyente de la nación. Se debió a dos razones que el catalán Aner, con su habitual comedimiento, había apuntado en el debate de este artículo y que hizo suyas el conde de Toreno con estas palabras: «El señor Aner, con bastante juicio, ha opinado que tal vez sería conveniente suprimir la última parte del artículo que se discute. Accederé a su parecer para evitar en lo posible interposiciones siniestras de los malévolos, y más principalmente por ser una redundancia; pues claro es que si la nación puede establecer sus leyes fundamentales, igualmente podrá establecer el gobierno que más la convenga [...] Sólo por eso convengo con su opinión -puntualizaba Toreno parafraseando a Siéyès- y no porque la nación no pueda ni deba. La nación puede y debe todo lo que quiera» (DDAC, 8, 64).




ArribaAbajo 2. La Corona y la reforma constitucional

Pero si todo esto se afirmaba respecto de la elaboración del texto constitucional, lo mismo se sostenía respecto de su reforma, excepto el carácter originario de esta facultad. El acto de mudar la Constitución se consideraba el más importante ejercicio de la soberanía nacional, pues se trataba de modificar lo que en su día la suprema voluntad nacional había dictado. En consecuencia, para llevar a cabo esta reforma no podía servir el órgano legislativo ordinario, formado por las Cortes y el Rey, según disponía el artículo 15 del texto constitucional, en los términos que luego veremos, sino un órgano legislativo especial de la misma naturaleza que el que había elaborado la Constitución, aunque ahora -diferencia sin duda muy importante- inserto en la legalidad que ésta establecía y sujeto, por tanto, a diferencia de la Asamblea constituyente gaditana, a los trámites y formalidades que la Constitución estableciese, y que de hecho establecía en su último título, el X.

Los diputados liberales aceptaban así la célebre distinción que Siéyès había formulado en su opúsculo sobre el tercer estado: junto al órgano legislativo y por encima de él existe un órgano constituyente: a éste pertenece dar o reformar la Constitución del Estado, sin participación alguna del monarca; a aquél, tan sólo, legislar, junto al monarca, conforme a la Constitución establecida: «Diferencia hay -señalaba Toreno- entre unas Cortes constituyentes y unas ordinarias: éstas son arbitrarias de hacer y variar el Código civil, el criminal, etc., y sólo a aquéllas le es lícito tocar las leyes fundamentales o la Constitución, que siendo la base del edificio social debe tener una forma más permanente y duradera» (DDAC, 8, 64 y 65). «Es necesario tener presente -agregaba Argüelles- que las leyes que hace la nación por sí en virtud de la soberanía que tiene, no pueden ser derogadas sino por otro cuerpo como el que las ha formulado, y las Cortes ordinarias como cuerpo constituido, y que forma sus leyes en unión del Rey, no pueden derogar las que la nación ha formado, para esto es preciso que la nación vuelva a reunirse por sí sola como cuerpo constituyente» (DDAC, 9, 35).

Los liberales españoles, pues, hicieron suyas estas básicas premisas del abate francés; pero, de un modo muy confuso y contradictorio, las modificaron de acuerdo con lo dicho por los liberales del 91, en el sentido de diferenciar el órgano de reforma constitucional del constituyente, creando en la Constitución misma, cosa en la que Siéyès no había reparado, al menos en su famoso opúsculo, un órgano especial de revisión, distinto ciertamente del legislativo ordinario, pero distinto también del constituyente en sentido estricto. Esta segunda distinción, no obstante, no la expusieron de forma muy clara, pues, al igual que había ocurrido con Siéyès, y merced al influjo de Rousseau, los liberales españoles confundieron a veces la nación con las Cortes extraordinarias y a la soberanía con el poder constituyente. Una confusión que se manifestó, como habíamos visto en páginas anteriores, en el mismo Decreto I, de 24 de septiembre de 1810, en el que las Cortes se declaraban soberanas, -esto es, que residía en ellas la soberanía, cuando, en rigor, según el dogma de soberanía nacional, lo que residía en ellas era tan sólo una facultad de la soberanía, el poder constituyente, y no toda ella.

Del mismo modo, y como consecuencia de estas influencias, los diputados liberales incluían en la categoría de Cortes constituyentes a las que lo eran en sentido estricto y a las ulteriores Cortes de reforma. No obstante, y con plena fidelidad al principio de soberanía nacional, tal como se proclamaba en el artículo 3.º de la Constitución, y no en el Decreto I, de 24 de septiembre, los liberales españoles articularon en el título X de la Constitución un órgano especial de reforma, distinto del ordinario que se regulaba en el título II, y cuyo objeto principal, pero no exclusivo, habría de ser la reforma constitucional, según unos trámites más complejos que los exigidos para la elaboración de las leyes ordinarias.


ArribaAbajo a) La exclusión del Rey del proceso reformista

Pero lo que importa destacar es que del mismo modo que no se había dado participación alguna al Rey en la elaboración del texto constitucional, se le negaba cualquier intervención en las ulteriores reformas de este texto. A las Cortes reformistas les correspondía deliberar sobre las proposiciones de reforma constitucional, previamente consignadas por las Cortes precedentes, y solamente por éstas, ya que se excluía al Rey de la iniciativa de reforma constitucional, y tan sólo a las Cortes de revisión correspondería aprobar y sancionar las proposiciones de reforma. El artículo 384 disponía que la ley constitucional aprobada no revestiría la forma de ley, sino de decreto de Cortes, que se presentaría al Rey tan sólo para que la hiciese publicar y circular, pero no sancionar (sobre la figura de los «decretos de Cortes» nos extenderemos más adelante).

El órgano de revisión no era, pues, un órgano complejo, como el legislativo ordinario, sino único, formado por unas Cortes especiales, que no tenían facultades para iniciar las proposiciones de reforma, sino tan sólo para deliberar y decidir sobre ellas, y que estaba revestido además de unos poderes ordinarios, según prescribían los artículos 275 y 381. El proceso reformista; pues, se fraccionaba entre las Cortes ordinarias, sin el Rey, que iniciaban este proceso, y las Cortes de revisión, que decidían sobre el proceso ya iniciado. Los artículos 379 a 383 señalaban que las Cortes de revisión solamente tendrían facultades decisorias sobre aquellas proposiciones de reformas que previamente hubiesen sido consignadas por las tres o, en su caso, cuatro legislaturas ordinarias precedentes. Además, la Constitución de 1812 sólo contemplaba la posibilidad de llevar a cabo reformas constitucionales parciales. Medidas todas ellas que reforzaban el carácter constituido de estas Cortes y sus diferencias con unas verdaderas Cortes constituyentes.

La Constitución establecía en el mismo título X unas diferencias procedimentales en la tramitación de las «proposiciones de reforma constitucional» respecto a la tramitación de «los proyectos de ley», que además de la iniciativa y la sanción, se referían a la deliberación y aprobación, exigiéndose unos requisitos mucho más complicados en relación a los que requerían los proyectos de ley, sobre todo al exigirse unas mayorías más cualificadas. Debe añadirse que el artículo 375 obligaba a esperar ocho años «después de hallarse puesta en práctica la Constitución en todas sus partes» para que la reforma constitucional pudiera proponerse.

Todo ello suponía, pues, establecer unas diferencias orgánico-procedimentales en la elaboración de las leyes ordinarias y las leyes (o mejor decretos) constitucionales. Una distinción de capital importancia en la teoría del constitucionalismo democrático posterior, que suponía formalizar las normas constitucionales y hacerlas más rígidas. A esta distinción entre uno y otro tipo de normas se refirió Oliveros: «La Comisión (constitucional) ha querido hacer la distinción entre las leyes positivas (esto es, las ordinarias) y las constitucionales. Porque debiendo estas últimas ser más estables y firmes, se ha dicho que deben preceder ciertas formalidades para darles más solemnidad por su carácter e importancia que a las leyes comunes» (DDAC, 11, 360).

La exclusión del monarca de la reforma constitucional era una medida de extraordinaria importancia, que incidía de forma decisiva en la naturaleza de la monarquía que la Constitución de 1812 articulaba. Pero sobre este punto nos extenderemos en el último apartado de este trabajo. Interesa ahora tan sólo contemplar esta exclusión desde un punto de vista teleológico y político. ¿Cuál era el fin que se pretendía con ella? Ciertamente, esta exclusión podría en principio considerarse subsumida en la finalidad garantizadora del orden constitucional que es consustancial al mecanismo genérico de la rigidez, como los diputados liberales hicieron ver en las Cortes. Para éstos, en efecto, la rigidez significaba un mecanismo de defensa de la Constitución, necesario para garantizar su permanencia y estabilidad ante la amenaza de un futuro y radical disloque por parte de las fuerzas sociales perjudicadas por el nuevo orden de cosas que la Constitución jurídicamente sancionaba: la mayor parte de la aristocracia y del clero y aun del mismo pueblo, cuyas elementales creencias se hallaban muy alejadas de las ideas liberales, e incluso también de las burguesías criollas de América, descontentas sobre todo con el sistema representativo y electoral que la Constitución de 1812 consagraba. En las Cortes de Cádiz, la oposición de los diputados realistas y americanos a la Constitución, o a algunas partes de la misma, era una prueba fehaciente de este repudio al nuevo orden constitucional y ponía en evidencia la endeblez de su base social y, por tanto, su vulnerabilidad.

De ahí la importancia que tenía para los diputados liberales (cuya ingenuidad nomocrática era evidente) el que se aprobase el título X de la Constitución. Mediante la técnica de la rigidez, tal como estaba concebida en este título, pretendían conseguir tres cosas: en primer lugar, evitar una prematura y fácil reforma constitucional, que obliterase la consolidación del nuevo orden y la extensión de una base social afecta al mismo. De ahí la prohibición de iniciar la reforma antes de que se cumpliesen ocho años de su entrada en vigor. En segundo lugar, pretendían también evitar que una débil mayoría parlamentaria, y sin el debido detenimiento y circunspección, pudiese llevar a cabo la reforma constitucional, una vez que ésta fuese jurídicamente lícita, cumplidos los años de obligada espera. De ahí los complejos requisitos orgánicos y procedimentales a los que antes hemos hecho referencia. Por último, los diputados liberales pretendían excluir al monarca del proceso reformista.

En principio, y como antes decíamos, esta última medida podía considerarse englobada en el telos genérico de la rigidez constitucional. Y ello por cuanto los diputados liberales presumían, muy fundadamente, que si hacían depender de la voluntad del monarca la estabilidad de un orden constitucional que tan sensiblemente cercenaba sus prerrogativas, éste se vería sumido en una permanente fragilidad e inconsistencia. Su iniciativa de reformar la Constitución, muy probablemente, no se haría esperar, de igual modo que casi con toda seguridad accedería a sancionar la reforma ya iniciada. Al sustraerle ambas prerrogativas, la iniciativa y la sanción, y desde luego al no hacer dependiente de su voluntad en exclusiva la reforma constitucional, ambos peligros se obviaban.

Ahora bien, la exclusión del monarca de la reforma constitucional cualificaba o añadía un matiz de suma importancia, tanto desde un punto de vista jurídico como político, al mecanismo de la rigidez configurado en el Código de 1812. No sólo se trataba de impedir una prematura y fácil reforma, sino también, o precisamente por eso, de excluir al monarca de toda participación en la misma, lo que valía decir excluir a las clases sociales que en él se arropaban, como la mayor parte de la aristocracia y del clero.

No debe olvidarse que en algunas monarquías constitucionales del pasado siglo la técnica de la rigidez no venía acompañada de la exclusión del monarca de las tareas reformistas, como acontecía con la Carta portuguesa de 1826 y con la Constitución belga de 1831. Es más, en algunas monarquías constitucionales la protección del orden constitucional se trataba de conseguir, precisamente, exigiendo que el monarca sancionase (o mejor, se negase a sancionar mediante su veto) el proceso reformista. Eso ocurría en aquel contexto histórico con la monarquía inglesa, aunque el uso del veto por parte del monarca contradiría la esencia de la monarquía parlamentaria. Y así ocurría también en las Constituciones pactadas y «flexibles» del siglo pasado, como las españolas de 1845 y 1876, en las que el veto del monarca suponía el mecanismo jurídico estabilizador y conservador por antonomasia.

Pero en Cádiz no se siguieron estos esquemas. La importancia de la exclusión del monarca de la reforma constitucional contrasta, sin embargo, con la escasa atención que se le prestó en las Cortes. El problema, sin duda espinoso, que planteaba una restricción de esta índole a la autoridad del monarca lo abordó tan sólo Argüelles, sin que ningún realista, hecho no menos asombroso, hiciese el menor intento por refutar los argumentos del liberal asturiano. Para este diputado la estabilidad de la Constitución no podía descansar en la voluntad del Rey, sino en los mecanismos de rigidez propiamente dichos. Lo contrario, a su juicio, iría en contra de la naturaleza de la monarquía tradicional española, esto es, aunque explícitamente no lo dijera, se opondría al principio de soberanía nacional: «[...] (en) la Constitución de Inglaterra -argumentaba- [...] el veto absoluto del Rey es la salvaguardia de la Constitución contra las innovaciones que pudieran destruirla o desfigurarla [...] Mas la Comisión (constitucional) no creyó compatible con la índole de nuestra antigua monarquía introducir en la Constitución un principio tan excesivamente conservador [...] La estabilidad pareció oportuno establecerla sobre principios más consoladores. Por esta razón se han distinguido con toda precisión y claridad las leyes comunes o positivas y las fundamentales o constitucionales. No dando al Rey intervención por la ley fundamental en la reforma de la Constitución, era preciso oponer alguna fuerte barrera a la impetuosidad de las Cortes, abandonadas a sí mismas en el ejercicio de la autoridad constituyente. Esta barrera existe al principio en los ocho años primeros en que no puede proponerse ninguna alteración; y después en los trámites de las proposiciones y número de votos para su aprobación» (DDAC, 11, 353).

Ahora bien, es preciso añadir una última puntualización respecto de la exclusión del monarca de la reforma constitucional. Hasta aquí hemos intentado mostrar que esta medida cualificaba o matizaba la técnica de la rigidez y su finalidad genérica, conservadora y garantista. Pero es necesario agregar ahora que con esta exclusión se pretendía también algo más y, en puridad, o puesto a este telos conservador. Queremos decir con esto que el sustraer al monarca del proceso reformista se dirigía no solamente a defender y conservar la Constitución, sino también a garantizar su ulterior reforma, esto es, a evitar que el que ésta prosperase dependiese de la iniciativa o de la sanción del Rey. En realidad, el disminuir (eliminando) las facultades del Rey en el proceso de reforma constitucional, en relación a las que se le otorgaban en el proceso legislativo ordinario, tenía más que ver con esta segunda finalidad que con la primera. En los debates parlamentarios este extremo no se mencionó (no convenía, ciertamente, mencionarlo). Pero es una deducción lógica que se puede probar con facilidad. Si se siguiese concediendo al Rey en la tramitación de las proposiciones de reforma la débil iniciativa y el veto suspensivo que se le otorgaba, según veremos, para los proyectos de ley ordinaria, por sí mismo nunca podría modificar la Constitución. Para ello sería siempre necesario contar con el acuerdo de las Cortes. En cambio, con este voto suspensivo el Rey sí podría, y por sí mismo, paralizar durante un plazo de dos años una ulterior reforma de la misma.

Por ello, la exclusión del monarca del proceso de reforma constitucional (a diferencia de la exclusión de las Cortes ordinarias, que sólo perseguía una finalidad garantizadora de la Constitución) incidía en dos frentes distintos: por un lado, se trataba de una medida encaminada a conservar o a defender la Constitución; por otro, y primordialmente, era una medida destinada a asegurar su reforma. Con ello los diputados liberales mostraban, además de su fidelidad al principio de soberanía nacional, su desconfianza hacia el monarca. Una desconfianza que planeó en la discusión de todo el título X y de la que Caneja, por citar un ejemplo, dio buena muestra: «Los agentes del poder executivo, o bien sea el Rey o los reyes, no tendrán jamás repugnancia mayor a la constitución que en los primeros años de sus establecimientos. Acostumbrados, por decirlo así, a vivir sin ella, y a medir su poderío por su arbitrio y voluntad, no verán en este libro si no una odiosa restricción de su poder. Exemplos podrían citarse de leyes que, arrebatados de este prestigio, y mal aconsejados, dieron al través con su existencia y con la de su monarquía, por no haber querido tolerar la disminución de sus injustas aunque antiguas facultades. Evitémosles, pues, la tentación de dar en tierra con nuestras leyes fundamentales [...]» (DDAC, 11, 313).

Ahora bien, con esta medida los liberales doceañistas venían a reconocer también su no entera satisfacción con el código doceañista. La Constitución de Cádiz suponía para ellos un punto de partida ineludible, irrenunciable, pero no necesariamente un punto de llegada. Había que conservar la Constitución, pero también garantizar su ulterior reforma en un sentido progresista. Una reforma que ellos querían lejana, pero no imposible. Excluyendo al monarca del proceso revisionista se aseguraban jurídicamente ambas cosas, especialmente la segunda.




ArribaAbajob) La ausencia de límites materiales a la reforma constitucional

Para los diputados liberales, el legislador reformista habría de someterse a los límites formales, orgánicos y procedimentales, prefijados en la misma Constitución, pero no tenía que sujetarse a ningún límite material. «Las leyes fundamentales -decía Argüelles a este respecto- pueden variarse siempre que la nación lo tenga por conveniente; pero para esto deben reunirse las Cortes con poderes especiales ad hoc, y en forma distinta de las Cortes ordinarias» (DDAC, 9, 34-35). «La Constitución -insistía este diputado- debe ser aprobada, no como irrevocable, según se ha supuesto ayer con notable equivocación, sino como alterable, observadas ciertas formalidades, que se juzgan necesarias para que tenga el carácter de estabilidad» (DDAC, 11, 347).

Esta tesis se recogía en el título X de la Constitución, que no contenía ninguna «cláusula de intangibilidad». Pero además la ausencia de límites a la reforma constitucional se sancionaba de modo expreso en los artículos 373 y 374, que hablaban de «alteración, adición o reforma» del orden constitucional. A este respecto merece la pena contrastar lo dispuesto en este código con lo que se preceptuaba en el Estatuto de Bayona. Mientras el primero permitía, como acabamos de ver, «alterar» el orden constitucional, el segundo sólo hacía posible introducir en él «adiciones, modificaciones y mejoras», como disponía su artículo 146. Tan importante matiz era lógica consecuencia del punto de partida que había animado a los redactores de ambos códigos respecto al capital problema de la soberanía: el Estatuto de Bayona, otorgado e impuesto por José Napoleón Bonaparte, se concebía, y su preámbulo así lo corroboraba, como «ley fundamental», como base de un pacto que unía a los «pueblos» con el Rey y a éste con aquéllos. El código doceañista, bien al contrario, descansaba en el principio de soberanía nacional. La Constitución doceañista, por eso, no sólo significaba la réplica patriótica al Estatuto de Bayona, sino también su réplica liberal.

En definitiva, pues, los diputados liberales encauzaban la reforma constitucional por unos límites formales por los que necesariamente debía discurrir, pero todo precepto y toda institución (como la Corona) preceptivamente regulada podría ser reformada e incluso suprimida fuese cual fuese su antigüedad y su importancia en el ordenamiento social imperante. Tal reforma, al ser legal, era también legítima. Ningún límite externo al texto constitucional podría erigirse en el futuro en valladar obstructor o paralizador de la reforma. Ninguna institución, como la monarquía, ni ningún principio podría en el futuro situarse por encima del texto constitucional ni, por tanto, por encima de la voluntad del legislador reformista. Lo contrario para estos diputados supondría reconocer la preexistencia de una institución o de unos principios por encima de la voluntad de la nación, de la cual el texto constitucional no era más que su expresión normativa y el legislador reformista su legítimo representante. Ya lo había dicho Terrero, un estrafalario y demagogo personaje, durante el debate del artículo 3.º, en una de las más virulentas intervenciones que se registraron en aquellas Cortes, poco dadas, por otra parte, a los excesos verbales. Para este diputado, aunque la nación se hubiese «constreñido y ligado con el vínculo de su juramento para conservar su actual y presente Constitución monárquica», no era óbice para que en el futuro «se viese impulsada a imponer nuevo orden de reformas», que podían afectar a la misma institución monárquica, y no sólo a su titular: «Todo cabe en la clase de lo humano -decía Terrero- y en ello no está exento el monarca. Sepan, pues, las cabezas coronadas que en un fatal extravío, en un evento extraordinario, no fácil, mas sí posible, la nación reunida podría derogarle su derecho» (DDAC, 8, 49-50).

Es decir, en virtud del poder constituyente de la nación y de la ilimitación material de la reforma constitucional (principios ambos que se derivaban del de soberanía nacional), no sólo el Rey como titular personal de la Corona, si no la Corona misma e incluso la institución monárquica, podrían variarse o suprimirse si así lo deseasen en el futuro las Cortes. La existencia de la monarquía, pilar de la Constitución tradicional de España, a juicio de Jovellanos y de los realistas, no se aceptaba, pues, como límite insuperable a la reforma constitucional, como no se había aceptado tampoco a la hora de ejercer el poder constituyente. Era una consecuencia radical de lo dispuesto en el artículo 3.º de la Constitución. De ahí que con razón uno de los más batalladores e inteligentes diputados realistas, el cardenal Inguanzo, sostuviese que si lo que se decía en este artículo era cierto, lo era también, «dígase lo que se diga [...] que nosotros aquí y en cualquier tiempo y lugar que la nación se congregue, podremos convertir la monarquía en otra forma de gobierno cualquiera» (DDAC, 8, 78).

Para los diputados liberales, pues, la validez de las nuevas normas constitucionales estaría tan sólo en función de su acoplamiento a los cauces jurídicos predeterminados. Se desprendía así de estos postulados una idea puramente positiva y formal de Constitución, en estrecha conexión con la posición de la Corona y aun de la monarquía en el Estado constitucional. La Constitución se reducía e identificaba con el texto constitucional. Era éste quien creaba y sentaba las bases de un orden jurídico-político (y también en menor medida de un orden socio-económico) y no el orden jurídico-político decantado por la historia el que creaba el orden constitucional, contraponiéndose y sobreponiéndose a él. Otra cosa es que los liberales doceañistas intentasen constantemente conciliar ambos planos, esto es, que pretendiesen empalmar el orden jurídico-histórico, las antiguas leyes fundamentales, con el nuevo orden, con la Constitución que ellos muy primordialmente redactaron. Objetivamente éste era un intento vano. Pero es que, además, como ya se ha visto, cuando era ineludible escoger entre ambos órdenes, o cuando era menester dar primacía a uno de ellos, era el racional o formal el que se acogía y el histórico o material el que se relegaba o desechaba. El texto constitucional no se presentaba, pues, como la consagración jurídica de unos principios y poderes existentes, como, por ejemplo, la Corona y unas Cortes estamentales, sino que, a la inversa, aquél se entendía como el origen y fundamento de todos los poderes.

Estas premisas se oponían frontalmente a la doctrina jovellanista (sustentada en las Cortes por los diputados realistas) de la Constitución histórica o tradicional de España, reputada anterior y superior al texto constitucional o Constitución «formal», y en íntima conexión con la tesis de la soberanía compartida del Rey y el Reino, representado en Cortes (estamentales). Unos principios que recogería más tarde el liberalismo moderado y conservador, y en virtud de los cuales no sólo se otorgaba al Rey una participación decisiva en la reforma constitucional, sino también, y precisamente por eso, se entendía que la subsistencia de la monarquía, limitada por las Cortes (la monarquía constitucional o «representativa»), era un impedimento insuperable a la reforma del texto constitucional.

En definitiva, pues, del principio de soberanía nacional, y muy particularmente de la teoría doceañista de la reforma, se desprendía una idea de validez jurídica puramente positiva, intrínseca e inmanente al orden constitucional, concebido nomocráticamente como un puro sistema de normas, capaz de cobijar cualquier contenido, fuese cual fuese su valor histórico o su relevancia política. Bajo esta idea de validez jurídica se ocultaba un concepto de legitimidad puramente racional y objetivamente con ella se venía a reconocer a la Constitución como la verdadera soberana, como la fuente de validez de todo el ordenamiento jurídico, cuya estructura jerárquica ella misma presidía. Ello no suponía otra cosa que el corolario de la historia del concepto de soberanía, que, a la postre, no es más que la historia de su despersonalización.

Con todo ello se asestaba un golpe mortal a la vieja monarquía que durante siglos se había mantenido en España y se abría un proceso que en el siglo XIX culminaría en 1873, fecha en la cual, apelándose a premisas similares a las que en el Congreso de Cádiz sustentaron nuestros primeros liberales, o a las que sin mucho esfuerzo se deducían objetivamente de ellas, la monarquía dio paso a la república. La positividad, una vez más, ponía de manifiesto que si bien no constituye por sí sola una garantía de la democracia, por ser tan sólo atributo neutro, formal, vacío de contenido, es, en cambio, un requisito imprescindible de ella. El cardenal Inguanzo tenía razón en sus previsiones. Terrero en Cádiz y más tarde Castelar se la darían. La soberanía nacional era una bomba de efecto retardado contra la monarquía.








ArribaAbajoIII. La corona y el principio de división de poderes

El principio de división de poderes lo habían formulado dos autores de grande influencia sobre los liberales gaditanos: Locke y Montesquieu, y había servido de básico fundamento, aunque con muy distintas consecuencias, a las tres tradiciones constitucionales en aquel entonces paradigmáticas: la inglesa, la norteamericana y la francesa. En España este principio se recogía también por primera vez en el tan citado Decreto I, de 24 de septiembre de 1810. «No conviniendo -se decía allí- queden reunidos el poder legislativo, el executivo y el judiciario, declaran las Cortes Generales y Extraordinarias que se reservan el exercicio del poder legislativo en toda su extensión [...]».

«Las Cortes Generales y Extraordinarias habilitan a los individuos que componían el Consejo de Regencia, para que bajo esta misma denominación, interinamente y hasta que las Cortes elijan el gobierno que más convenga, ejerzan el poder executivo [...]».

«Las Cortes Generales y Extraordinarias confirman por ahora todos los tribunales y justicias establecidas en el Reino, para que continúen administrando justicia según las Leyes.»

En el «Discurso preliminar» el principio de división de poderes se justificaba como técnica racionalizadora y como premisa imprescindible para asegurar la libertad. Dicho de otro modo; los liberales doceañistas, por boca de la Comisión redactora del texto constitucional, reconocían, de una parte, la existencia de diversas funciones desde un punto de vista material: legislación, administración y jurisdicción (incluso en los Estados preconstitucionales), pero, de otra, se manifestaban a favor de atribuir cada una de estas funciones a un poder distinto. La distinción de funciones, venían a decir, «está señala por la naturaleza de la sociedad, que es imposible desconocer, aunque sea en los gobiernos más despóticos, porque al cabo los hombres se han de dirigir por reglas fixas y sabidas de todos, y su formación ha de ser un acto diferente de la execución de lo que ellas disponen. Las diferencias o altercados que pueden originarse entre los hombres se han de transigir por las mismas reglas o por otras semejantes, y la aplicación de éstas a aquéllos no puede estar comprendida en ninguno de los dos primeros actos. Del examen de estas tres distintas operaciones (esto es, funciones), y no de ninguna otra idea metafísica, ha nacido la distribución que han hecho los políticos de la autoridad soberana de una nación, dividiendo su exercicio en potestad legislativa, executiva y judicial».

Como se puede apreciar, el salto lógico de una verificación a una conclusión es grande: puesto que hay diversas funciones, atribuyámoslas, «según han hecho los políticos» (esto es, Locke y Montesquieu), a distintos poderes o, dicho con más corrección técnica, a diversos órganos del Estado constitucional. ¿Y por qué? Pues no sólo por ser una técnica racionalizadora del poder, sino también, y aun fundamentalmente, por ser una premisa imprescindible para asegurar la libertad: «La experiencia de todos los siglos -proseguía la Comisión- ha demostrado hasta la evidencia que no puede haber libertad ni seguridad, y por lo mismo justicia ni prosperidad, en un Estado en donde el exercicio de toda la autoridad esté reunido en una sola mano.»

El principio de división de poderes cristalizaría en los artículos 15, 16 y 17 del Código constitucional de 1812, que conformaban el gozne sobre el que giraría la estructura organizativa de todo su texto: «La potestad de hacer las leyes -decía el artículo 15- reside en las Cortes con el Rey.» «La potestad de hacer executar las leyes -sancionaba el 16- reside en el Rey.» Y, en fin, el 17 prescribía que «la potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales reside en los tribunales establecidos por la ley»: Preceptos todos ellos que convertían al «gobierno» (esto es, al Estado) de la nación española en una «monarquía moderada», según disponía el artículo 14.

El principio de división de poderes y el de soberanía nacional presentan una gran proximidad desde el punto de vista de su finalidad política. Ambos sirvieron al liberalismo radical para destruir la vieja monarquía absoluta y edificar en contrapartida un nuevo Estado capaz de garantizar la libertad individual y trasladar el poder jurídico y político del monarca a las Cortes. Ciertamente, en el plano de la teoría constitucional uno y otro principios pueden defenderse y articularse separadamente, pero ambos, lejos de estar en una oposición irreductible, como a veces se ha dicho, presentan un claro engarce teórico-constitucional, que se establece a través de una premisa de excepcional importancia: la distinción entre la titularidad y el ejercicio de la soberanía.


ArribaAbajo1. La distinción entre titularidad y ejercicio de la soberanía

Las notas básicas de la soberanía, tal como las habían delimitado Bodino en Los seis libros sobre la república, Hobbes en el Leviathan y Rousseau en el Contrato social, las sustentaron los liberales doceañistas, aunque, claro es, no atribuyéndolas al monarca, ni tampoco al pueblo, sino a la nación. La soberanía nacional era para ellos, ya lo hemos visto, una facultad originaria, permanente, unitaria, indivisible, inalienable e ilimitada. Ahora bien, por sí misma la nación no podía ejercer la soberanía. Y ello era así por cuanto para ellos la nación española, que se definía en el artículo 1.º de la Constitución de 1812 como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios», se concebía no sólo como un sujeto unitario e indivisible, compuesto de individuos iguales, al margen de cualquier consideración estamental o territorial, sino también como un sujeto ideal, carente de existencia empírica, como un mero sujeto, pues, de imputación del poder, abstracto, ficticio, distinto de la mera suma o agregado de los individuos que la componían. En consecuencia, la soberanía no recaía en el Rey y en las Cortes de consuno, como pensaban los realistas, ni tampoco en el conjunto de individuos y pueblos de la monarquía, como estimaban los diputados americanos presentes en las Cortes de Cádiz, sino en la nación, de modo exclusivo e indivisible.

Muy especialmente conviene insistir en que para los diputados liberales la nación no era el pueblo, ni la soberanía nacional era la soberanía popular que Rousseau, y con él toda la teoría democrática posterior, defendía. La soberanía, para el doceañismo liberal, al igual que para el liberalismo francés de 1791, no recaía más que en la nación pro indiviso y no en los individuos que la componían. De ahí que mientras los primeros distinguiesen entre «españoles» y «ciudadanos», los segundos lo hicieran entre ciudadanos «pasivos» y «activos» y en ambos casos entre los derechos «políticos» y los «civiles», considerando al ius sufragii no como un derecho natural que correspondía a todos los miembros de la comunidad, sino como una función pública que el ordenamiento atribuía a aquellos ciudadanos que cumpliesen determinados requisitos legales, entre ellos el de poseer bienes propios.

Desde estas premisas no sólo era posible sino necesario distinguir la titularidad del ejercicio de la soberanía. Una distinción a la que ya se había referido Bodino en la obra antes mencionada, cuando distinguía la «forma de Estado» de la «forma de Gobierno». A ella de forma más explícita se refiere Kant en sus Principios metafísicos del Derecho y también Siéyès en su escrito sobre el tercer estado. Pero sobre todo fue una elaboración intelectual; profunda y sutil, que desarrollaron los liberales franceses de la Revolución y que permeó toda la estructura constitucional del texto de 1791. En las Cortes de Cádiz a esta distinción se refirieron los diputados liberales para conciliar la edificación de un poder soberano con su limitación interna y la teoría de Estado con la del Estado constitucional.

En la inexcusabilidad de distinguir la titularidad del ejercicio de la soberanía, al concebirse al sujeto soberano, la nación, como un ser puramente ideal, insistió Oliveros: «Se ha hecho en la Constitución -decía- una clara distinción entre la soberanía y su exercicio; aquélla reside siempre en la nación [...] Pero es un delirio pensar que la nación exerza por sí todos los derechos de la soberanía [...] De donde la necesidad de delegar los derechos de la soberanía [...]» (DDAC, 11, 337). Los liberales doceañistas, además, defendieron tal distinción para fundamentar el sistema representativo, conciliando la inalienabilidad de la soberanía nacional (de su titularidad) con la delegación de su ejercicio: «La palabra esencialmente -decía Gallego, refiriéndose al artículo 3.º de la Constitución- puesta en el primer miembro de este artículo, ha hecho vacilar a varios [...] La soberanía no puede ser enajenada, por más que se confíe su exercicio en todo o en parte a determinadas manos» (DDAC, 8, 66 y 67).

Los diputados liberales se escudaron también, y sobre todo, para el asunto que ahora estamos tratando, en la distinción entre titularidad y ejercicio de la soberanía para cohonestar el carácter unitario de la soberanía con la conveniente división de su ejercicio. En realidad, a la premisa que ahora se estudia se había aludido ya en el «Discurso preliminar», con el fin, precisamente, de justificar la división de poderes del Estado, según hemos visto anteriormente. En este documento, en efecto, se hacía una defensa de la «distribución que han hecho los políticos de la autoridad soberana de la nación, dividiendo su exercicio en potestad legislativa, executiva y judicial». Pero fundamentalmente interesa destacar que para estos diputados la división de poderes sólo podía sostenerse si previamente se aseguraba la unidad del poder de la nación (esto es, dicho objetivamente, del Estado, como personificación jurídica de aquélla)..., para lo cual era necesario distinguir la titularidad de la soberanía, atribuida a la nación de modo único e indivisible, de su ejercicio, asignado a sus distintos representantes y funcionarios. En este sentido, en el debate del artículo 15 García Herreros subrayó la necesidad de no confundir al poder legislativo con la soberanía y la bipartición de aquélla entre el Rey y las Cortes con el fraccionamiento de ésta (de su titularidad): «No se crea -argumentaba- que concediendo al Rey parte en el exercicio del poder legislativo, nos contradecimos y nos oponemos al principio ya sancionado de que la soberanía reside esencialmente en la nación, y que a ella pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales. Este reparo es hijo seguramente de la confusión de ideas y de la inadvertencia de que aun cuando el poder legislativo sea el principal atributo de la soberanía, no la constituye por sí solo, sino en unión con los otros dos poderes» (DDAC, 8, 132-133).

Pero fue Argüelles, en la controversia que suscitó el artículo 258 del proyecto, que instituía un «Supremo Tribunal de Justicia», quien con más claridad puso de manifiesto la necesidad de distinguir la titularidad del ejercicio de la soberanía para acomodar la división de poderes a la unidad de poder. Y es más: en este discurso se hace patente que este diputado veía en la unidad del sujeto soberano el límite de una excesiva autonomía funcional de los poderes del Estado, en este caso, a la «independencia» del poder judicial, «ya que los jueces ordinarios y los tribunales superiores serán juzgados por el supremo de justicia, es preciso que éste quede sujeto a la ración baxo una responsabilidad inmediata en los casos de abuso de su autoridad; este es el único medio de enlazar la potestad judicial con las demás que constituyen el exercicio de la soberanía. Entre todas ha de haber un punto de contacto, de lo contrario la separación pasa a ser una verdadera independencia o aislamiento incompatible con la unidad de poder, que constituye a los pueblos en nación, baxo cualquier forma que establezca su gobierno» (DDAC. 10, 192).

Aunque, en paridad, la unidad de la soberanía (necesaria para que «los pueblos se constituyesen en nación», esto es, en Estado) no sólo se verificaba y garantizaba por los mecanismos de responsabilidad judicial a los que Argüelles se refería, sino que era ya una realidad desde el momento en que el mismo código constitucional exigía a la judicatura el acatamiento de unas mismas leyes y, por supuesto, de una misma Constitución, como disponía el título V del texto de 1812.

Puede decirse, pues, que, merced a distinguir la titularidad del ejercicio de la soberanía, el dogma de la soberanía nacional expuesto por los diputados liberales podía conciliarse, tal como habían hecho los franceses en 1791, con la doctrina constitucional de la división de poderes.

Proclamar el carácter unitario e indivisible de la soberanía nacional era perfectamente coherente, por tanto, con defender a la vez la conveniencia de dividir los poderes o «potestades» del Estado o, más exactamente, con atribuir a un órgano distinto, el Rey, las Cortes y los jueces, cada una de las funciones materiales del Estado: la legislatio, la executio y la iurisdictio. De este modo quedaba claro que la única soberana seguía siendo la nación (el Estado) y que sus órganos se limitarían a ejercer la soberanía en nombre de ella, y no en nombre propio, esto es, de una forma delegada. Del mismo modo, merced a estas premisas se socavaba la estructura de la vieja monarquía absoluta, en la cual unos mismos órganos, colegiados o personales, ejercían todas o al menos varias funciones del Estado, como sucedía durante el siglo XVIII con el monarca y también con el Consejo Real, que era, a la vez, órgano legislativo, Supremo Tribunal de Justicia y centro de la maquinaria administrativa.

Ahora bien, una cosa es partir del principio de división de poderes como parámetro básico de la estructura constitucional del Estado, de sus órganos y funciones, y otra muy distinta la regulación detallada y coherente de esa estructura conforme a ese parámetro básico. La distinción de funciones o de «operaciones»; como se decía en el «Discurso preliminar», y la atribución de cada una de ellas a un órgano o «potestad», no es fácil llevarla a cabo de una forma esquemática y radical. No lo era en 1812 ni lo es en la actualidad. Tal extremo tendremos oportunidad de comprobarlo a continuación al examinar de qué modo afectó el principio de división de poderes a la posición constitucional de la Corona en la época que ahora nos ocupa.




ArribaAbajo 2. La Corona y las Cortes: el rechazo del sistema parlamentario de gobierno

Los diputados liberales defendieron en las Cortes de Cádiz una separación muy neta y radical entre el Rey y las Cortes. De un lado, el Rey era titular del poder ejecutivo; de otro, las Cortes lo eran del legislativo. Entre el Rey y sus secretarios, de una parte, y las Cortes, de otra, no debía haber ningún nexo. Este era el punto de partida. No obstante, como iremos viendo, se reconocieron excepciones a este esquema tan separatista, como la iniciativa y la sanción de las leyes a favor de la Corona y la posibilidad de que las Cortes compartiesen con el Rey ciertas funciones de orden ejecutivo (y por supuesto de gobierno). Pero tales mecanismos eran eso: excepciones, que confirmaban la regla general a la hora de abordar estas cuestiones.

La coincidencia con la Constitución francesa de 1791 era grande. Esta Constitución (que en este punto, como en muchos otros, se aprobó contra el criterio de Mirabeau, partidario decidido del sistema parlamentario inglés), había positivizado las premisas que Montesquieu había sostenido en su obra más importarse, basándose en una interpretación de la Constitución inglesa apegada las normas escritas y no a sus convenciones, que en gran parte alteraban aquéllas. Algo similar, pues, a lo que había acontecido con Voltaire y con el suizo Delolme, de cuyo libro Constitución de Inglaterra, descripción del gobierno inglés comparado con el democrático y con las otras monarquías de Europa hubo una traducción de Juan de la Dehesa, fechada en Oviedo en 1812.

En España, Martínez Marina había defendido también en su Teoría de las Cortes una separación muy rígida entre el Rey y las Cortes, dos poderes que a su juicio debían ser «independientes e incomunicables» (págs. 80 y 324, nota 2). Estos ejemplos doctrinales y legales, a los que podría añadirse el del constitucionalismo norteamericano, influyeron sin duda en nuestros primeros liberales y encajaban a la perfección con el recelo hacia el ejecutivo del que hicieron gala todos los miembros de las Cortes. Este recelo fue en realidad la causa más alegada para justificar una separación de poderes y para rechazar cualquier suerte de parlamentarismo.

En los debates de Cortes esta desconfianza afloró en muchas ocasiones: «No diré que las Cortes no amen al Rey -argüía Nicasio Gallego-, pero pocas veces dexarán de estar mal con sus ministros» (DDAC, 9, 112-113). «No se puede negar -afirmaba Caneja- que aquellos a quienes ha estado confiado el gobierno de las naciones, han procurado en todos los tiempos extender su poder, y por más exactitud que se observe en la división de los poderes, nunca se habrán contenido bastante las pasiones de los que gobiernan» (DDAC, 8, 11).

Es más, en noviembre de 1836, Agustín de Argüelles recordó a las Cortes que la separación de poderes que consagraba la Constitución de 1812, y más en particular la incompatibilidad entre el cargo de ministro y la condición de diputado, había tenido un carácter puramente circunstancial, ajeno por completo a las teorías extranjeras, en general, y francesas en particular, explicándose solamente por el deseo de evitar cualquier gesto que pudiese suscitar sospechas de una excesiva monopolización del poder a cargo de los ministros, lo que sin duda minaría el prestigio de la causa constitucional en un momento en que sus innumerables enemigos estaban acechándola (cfr. Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de 1836-1837, págs. 339-340).

No obstante, no hubo un criterio uniforme sobre este particular, ni siquiera entre los diputados liberales, como se refleja en los Diarios de las Cortes de Cádiz. Prueba de ello son también los distintos matices con que se fueron regulando las relaciones ante las Cortes y la Regencia en los sucesivos decretos dados por las Cortes sobre este particular. Ya al poco de aprobarse el Decreto I, de 24 de septiembre de 1810, la Regencia pidió a las Cortes que aclararan la extensión del poder ejecutivo que a ella se confiaba. La respuesta inmediata fue el Decreto IV, de 27 de septiembre de 1810, en el que, entre otras cosas, las Cortes manifestaban su intención de aprobar un Reglamento por el que habría de regirse en adelante la Regencia. Y, en efecto, por Decreto XXIV, de 16 de enero de 1811, se aprobó el «Reglamento Provisional del Poder Executivo», que Sánchez Agesta, fundadamente, califica de borrador del texto constitucional en lo que concierne al estatuto del poder ejecutivo y a sus relaciones con las Cortes (Poder ejecutivo y división de poderes, 19-20). Pocos meses antes de aprobarse la Constitución en su totalidad, las Cortes aprobaron un «Nuevo Reglamento de la Regencia del Reyno», por Decreto CXXIX, de 26 de enero de 1812, y de acuerdo con los artículos del proyecto de Constitución ya aprobados. Pero incluso ya aprobada la Constitución en su totalidad, un nuevo Decreto, al que luego aludiremos, variaba ligeramente la regulación constitucional sobre estos extremos. El estatuto jurídico del ejecutivo y sus relaciones con las Cortes fue, pues, un punto de no fácil resolución para los constituyentes gaditanos. Pero conozcamos cuáles eran en sus grandes líneas las prescripciones constitucionales sobre esta materia.

La persona del Rey se declaraba «sagrada e inviolable» y no sujeta a responsabilidad (art. 168). Esta irresponsabilidad iba acompañada del instituto del refrendo. Sus órdenes debían ir firmadas por el secretario del ramo a que el asunto correspondiese, sin que ningún Tribunal ni autoridad pudiese dar cumplimiento a la orden que careciese de este requisito (art. 225). El Rey nombraba y separaba libremente a los secretarios del Despacho (art. 171, 6.ª). Los secretarios eran responsables ante las Cortes, pero sólo de aquellas órdenes que infringiesen la Constitución o las demás leyes del ordenamiento jurídico. Se trataba, pues, de una responsabilidad puramente jurídica (civil o penal). A las Cortes correspondía decretar que «había lugar a la formación de causa» y al Supremo Tribunal de Justicia el decidir sobre la causa formada (arts. 131, 25.ª; 226, 228 y 229). Las Cortes, pues, podrían llevar a cabo un juicio de legalidad, pero no de oportunidad. Más que de un impeachment, como sostiene Sánchez Agesta (División de poderes y poder ejecutivo, página 23), parece más plausible considerar que se trataba de «un juicio de residencia»: «acusación por las Cortes y juicio ante un Tribunal ordinario, de tan rancia tradición en nuestro país y radicalmente distinto a la acusación anglosajona, que se tramita y resuelve ante la Cámara Alta del Parlamento» (Martínez Sospedra, 242).

Los secretarios del Despacho no podían ser elegidos diputados de Cortes (art. 95), ni estos últimos podían solicitar para sí ni tampoco para otro «empleo alguno de provisión del Rey», y entre ellos el de secretario del Despacho (ni aun ascenso, como no fuese de escala en sus respectivas carreras), cuando terminase su diputación, esto es, su legislatura, para decirlo con el galicismo posterior (art. 129). Como puede apreciarse, estos dos artículos tenían una importancia muy grande en la configuración del sistema de gobierno. En el debate de este último se puso de manifiesto de forma muy especial la desconfianza hacia el ejecutivo, así como el temor hacia la perjudicial influencia que éste podría ejercer sobre los diputados, sobornándolos o corrompiéndolos. Un diputado, Santalla, propuso una enmienda en la cual se extendía la prohibición de solicitar empleo de provisión regia a los que estuvieren «en primer grado de consanguinidad o afinidad con los diputados por el tiempo de su diputación y dos meses después». Enmienda que no se aceptó, pero que en su fondo la apoyaron diversos diputados, como el realista Borrul e incluso el regalista Capmany, quienes pidieron también que las cautelas del artículo 129 se reforzasen. Las prevenciones hacia la capacidad corruptora del Rey y sus ministros fueron tan grandes, que Nicasio Gallego, como miembro de la Comisión constitucional, se vio obligado a decir que el objeto de este artículo había sido el de «asegurar la independencia de los diputados en el desempeño de su encargo», pero que estos temores no había que exagerarlos: «Esta medida -señalaba-, moderada y prudente, no satisface a algunos señores, que en el infructuoso empeño de evitar riesgos, que están en la esfera de lo posible, más no en la de lo frecuente, tratan de cerrar todas las puertas al soborno, sin hacerse cargo de que sacando las cosas de quicio producen efectos contrarios al objeto propuesto, y de que en esta materia todo empeño es como el de poner puertas al campo.»

Por otra parte, el Código de 1812 disponía que las Cortes se convocaban automáticamente (art. 104), sin que fuera siquiera necesario que el Rey asistiese a su apertura ni al cierre de sus sesiones, aunque estaba facultado para hacerlo (art. 121). Unas medidas que el «Discurso preliminar» justificaba con unas palabras en las que se hacía patente, de forma paladina e indisimulada, la desconfianza hacia el Rey y sus ministros: «La elección de diputados y la apertura de las sesiones de Cortes se ha fixado por la ley para días determinados, con el fin de evitar el influxo del gobierno o las malas artes que la ambición puedan estorbar jamás con pretextos o alargar con subterfugios la reunión del Congreso nacional. La absoluta libertad de las discusiones se ha asegurado con la inviolabilidad de los diputados por sus opiniones en el exercicio de sus cargos: prohibiendo que el Rey y sus ministros influyan con su presencia en las deliberaciones, limitando la asistencia del Rey a los dos actos de abrir y cerrar el solio.»

Más importantes, y no menos expresivas, eran las disposiciones que recogía el artículo 172 en su apartado primero, en virtud del cual el Rey no podía «impedir, baxo ningún pretexto, la celebración de las Cortes en las épocas y casos señalados por la Constitución, ni suspenderlas ni disolverlas, ni en manera alguna embarazar sus sesiones y deliberaciones». Los que aconsejasen o auxiliasen en cualquier tentativa estos actos serían declarados «traidores y perseguidos como tales».

La Constitución de Cádiz, en definitiva, regulaba las relaciones entre el ejecutivo y las Cortes desde unos esquemas que se situaban en las antípodas del sistema parlamentario de gobierno. Un sistema que, como es bien sabido, y pese a sus muchas modalidades, requiere distinguir en el seno del ejecutivo entre la Jefatura del Estado y el Gobierno, estableciendo una relación de mutua confianza entre éste y el Parlamento. De tal forma que el Gobierno necesita el apoyo de la mayoría del Parlamento para gobernar. En caso de no obtenerla, el Gobierno puede disolver el Parlamento, o bien éste puede deponer al Gobierno a través de la moción de censura.

La Constitución de Cádiz, en cambio, no preveía la existencia de un órgano colegiado de Gobierno (ni, por tanto, la preeminencia en él de un secretario o ministro). El Rey, como hemos visto, era a la vez jefe de Estado y de Gobierno. Reinaba y gobernaba. El desdoblamiento en el seno del ejecutivo entre un «poder real» y un «poder ministerial» (para decirlo con palabras de Benjamín Constant), que era ya una realidad en Inglaterra desde el reinado de Jorge III, no sólo no se recogía en el texto de Cádiz, sino que de forma expresa se rechazaba. La responsabilidad política de los secretarios del Despacho ante las Cortes, por otra parte, si bien no se descartaba de forma expresa en la Constitución, repugnaba a su espíritu. Los secretarios del Despacho dependían tan sólo y de forma exclusiva de la confianza del Rey, para nada de la de las Cortes. En contrapartida, éstas no podían ser disueltas ni por los secretarios ni por el Rey. Ejecutivo y legislativo, en suma, eran dos poderes separados e independientes, sin ningún mecanismo de unión entre ellos, con las excepciones, muy importantes sin duda, que estudiaremos más adelante al hablar de la función legislativa y ejecutiva, a las que pudiera añadirse ahora el formulario discurso de la Corona, que el Rey debía pronunciar en la apertura de las sesiones parlamentarias y que el presidente de las Cortes debía contestar «en términos generales» (art. 123). Un mecanismo que más adelante jugaría un papel importante en el nacimiento y desarrollo del sistema parlamentario español.

La articulación de un Consejo de Estado en el texto constitucional de Cádiz obedecía también al sentimiento de desconfianza hacia el ejecutivo (y en cierto modo lo mismo puede decirse de la Diputación Permanente de Cortes) y sobre todo al deseo de limitar las facultades del Rey y aun principalmente al de disminuir el papel de sus secretarios del Despacho. Este órgano, nombrado por el Rey a propuesta en terna de las Cortes (art. 233), ejercía unas funciones consultivas, correspondiéndole asesorar al Rey «en los asuntos graves gubernativos y señaladamente para dar o negar la sanción a las leves, declarar la guerra y hacer los tratados» (art. 236). En el «Reglamento del Consejo de Estado», aprobado por Decreto CLXIX, de 8 de junio de 1812, se le facultaba también para proponer al Rey las medidas necesarias «para aumentar la población, promover y fomentar la agricultura, la industria, el comercio, la instrucción pública y cuanto conduzca a la prosperidad nacional» (art. 3.º). Estas atribuciones, a las que debe añadirse las de proponer al Rey, en terna, las personas destinadas a ocupar determinados oficios eclesiásticos y judiciales, a los que luego nos referiremos, hacían del Consejo de Estado, en palabras de Menéndez Rexach, «mutatis mutandis, un verdadero Consejo de Ministros en sentido moderno, aunque colocado, naturalmente, bajo la dirección del monarca», que era quien decidía. En este esquema, como sigue afirmando este autor, los secretarios del Despacho quedaban «relegados a la simple ejecución de lo que el Rey acuerde, por sí solo o previo dictamen del Consejo de Estado. Se institucionalizaba así a nivel orgánico el dualismo funcional entre deliberación y ejecución, al que en las Cortes de Cádiz se atribuyó gran importancia como garantía frente a la arbitrariedad» (pág. 239).

Debe señalarse, pese a todo lo dicho, que en Cádiz algunos destacados diputados liberales se manifestaron a favor de establecer ciertos vínculos entre los secretarios del Despacho y las Cortes, aunque sin que en ningún caso abogasen por un verdadero sistema parlamentario de gobierno. En este sentido defendió Oliveros una enmienda al artículo 125 del proyecto constitucional, que pasó a la redacción definitiva, en la que se pedía se permitiera asistir a los secretarios a las discusiones parlamentarias: «Los ministros -decía este diputado- deben hallarse muy instruidos en los asuntos que proponga a nombre del Rey [...] y podrán ilustrar a los señores diputados en cuanto conduzca a una acertada resolución.» Pero sobre las ventajas de una mayor ilustración, había otras que a juicio de Oliveros debían llamar la atención de las Cortes, cuales eran «la más pronta expedición de los negocios y el enlace entre el Gobierno y las Cortes». Una idea ciertamente muy reveladora, en la que este diputado, miembro de la Comisión constitucional, abundaba al señalar que permitiéndose la asistencia de los ministros a las discusiones parlamentarias de sus propuestas, éstas se resolverían mucho antes y «el Gobierno sabría más bien las intenciones de las Cortes; a éstas constaría a no dudarlo el desempeño del Gobierno, y en una perfecta armonía se procuraría el bien y se tomarían las convenientes y enérgicas medidas para salvar a la patria».

Argüelles apoyó la enmienda de Oliveros y observó que «asistiendo los secretarios del Despacho a las discusiones, pero no a las votaciones, se lograba la mayor ilustración del Congreso conciliada con la libertad de los diputados en el acto de votar». En este mismo debate, Morales de los Ríos pareció incluso defender una responsabilidad política, y no sólo jurídica, de los ministros ante las Cortes, cuando, en apoyo de la enmienda presentada por Oliveros, afirmó que si esta prosperase «podría entenderse fácilmente el Congreso de la aptitud o incapacidad de los ministros».

En el debate del «Nuevo Reglamento de la Regencia del Reyno», aprobado por Decreto CCXLVIII, de 8 de abril de 1813, algunos diputados defendieron con más claridad que en el debate constitucional, por aquel entonces ya concluido, algunas premisas afines al sistema parlamentario de gobierno, bien poco conformes ciertamente con la Constitución de 1812. Así, una vez más, Argüelles sostuvo que el reforzar la presencia de los ministros en las Cortes, aun teniendo sus riesgos, tenía también sus ventajas, siendo, a su entender, más importantes éstas que aquéllos: «[...] que tendrán partido los ministros, que influirán, bueno, pero si éste es un mal, es menor que el que las ideas de Congreso y del Gobierno no vayan de común acuerdo a un fin [...] (además) esto traerá la ventaja de que los ministros se darán a conocer, y sabremos si son hombres de Estado, y no se revestirán de plumas ajenas, cosa muy peligrosa a la nación.» En esta misma línea se expresó el conde de Toreno, para quien el aislamiento entre los poderes del Estado era tan perjudicial como la concentración: «Se establecerá con el aislamiento una lucha entre las potestades legislativa y executiva, y o bien una o bien otra tienen que prevalecer, y cualquiera que sea es una desgracia para la nación.»

Estas tendencias favorables a una mayor flexibilidad en las relaciones entre las Cortes y los ministros no cayeron en el vacío. En el nuevo Reglamento de la Regencia se atenuó la rígida separación que entre uno y otro órgano establecía el texto constitucional. Y ello en un triple sentido. En primer lugar, al articular una cierta coordinación entre los secretarios del Despacho, sin que ello supusiese reconocer la existencia de un órgano colegiado de gobierno (véase los artículos 8.º y 9.º del capítulo II). En segundo lugar, al aumentar las facultades de los secretarios del Despacho para hacerse oír en Cortes (véase los artículos 1.º y 3.º del capítulo IV). En tercer lugar, y sobre todo, al hacer posible la responsabilidad política, individual o colectiva, de los secretarios ante las Cortes. Así, en efecto, el artículo 1.º del capítulo V se refería a «la responsabilidad por los actos del Gobierno», que sería «toda» de los secretarios del Despacho. Una responsabilidad que, además de la jurídica prevista en la Constitución, parecía apuntar a la política, al disponer el artículo 4.º que «si en su vista hallasen las Cortes motivo suficiente, desaprobarán la conducta de los respectivos secretarios del Despacho; y si lo hubiere para forma, les causa, decretarán que así se verifique con arreglo a la Constitución y a las leyes». En opinión de Martínez Rexach, esa «desaprobación» (política) no equivalía todavía a una moción de censura pero no había duda de que suponía «una cierta vinculación política de los secretarios del Despacho con la Asamblea». De ahí que a su juicio este precepto y todos los demás que se acaban de mencionar abrían «la puerta al desarrollo parlamentario del régimen» (págs. 241-242).

Un juicio que nos parece excesivo, pues si bien no cabe dudar de la importancia del precepto que acabamos de comentar, de él no se deducía, como el propio Rexach reconoce, una auténtica responsabilidad política según los esquemas parlamentarios. Unos esquemas que, conviene no olvidarlo, no sólo no se reconocían en el texto de 1812, cosa que no ha sido nunca un impedimento insalvable para su nacimiento y desarrollo, sino que expresa y rotundamente se rechazaban. Debe tenerse en cuenta también que el primer Reglamento de unas Cortes constitucionales españolas, esto es, el «Reglamento para el Gobierno Interior de las Cortes», aprobado por Decreto CCXCIII, con fecha de 4 de septiembre de 1813 (todavía por las Cortes Constituyentes, las ordinarias no entrarían en funciones hasta octubre de ese año), desaparecía la distinción entre responsabilidad jurídica y política, manteniéndose tan sólo la primera, en la misma línea con lo dispuesto en la Constitución.

En definitiva, pues, no puede dejar de reconocerse que entre los diputados gaditanos, e incluso entre los liberales, hubo sensibles divergencias a la hora de regular las relaciones entre el ejecutivo y las Cortes, de igual manera que no puede desconocerse los diferentes matices que se aprecian entre las diversas normas jurídicas que las Cortes aprobaron sobre este particular, incluida la Constitución. Puede, no obstante, afirmarse que todos los diputados liberales rechazaron el sistema de gobierno parlamentario, incluso Argüelles, el más cercano a él, acaso por haber vivido en Inglaterra durante varios años y acaso también por comprobar claramente las funestas consecuencias que una separación rígida entre la Regencia y las Cortes estaban produciendo sobre todo en la dirección de la guerra (una circunstancia que pesó en el ánimo de muchos diputados a la hora de flexibilizar la regulación constitucional). Y puede afirmarse asimismo que, a la postre, el esquema que triunfó era el de «quien fija la ley manda, y el que la ejecuta obedece». Un esquema que se iría paulatinamente sustituyendo por el de «quien propone una orientación a través de la ley, impulsa y gobierna, y el que la aprueba, controla» (cfr. Sánchez Agesta, Poder ejecutivo y división de poderes, pág. 24). Ahora bien, para que se produjese esta sustitución se hizo necesario; como se comprobó durante el Trienio, abandonar la Constitución de Cádiz y reemplazarla por otra distinta.



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