El verdadero nombre de Juan Lobo era Regino Vigo, oriundo
de San Pedro del Paraná, no de Misiones como dice
uno de mis romances.
Regino Vigo fue muy temido en la región
de Yuty en la década de los cuarenta. ¿Por qué
elegí el seudónimo de Juan Lobo para mis romances?
Regino Vigo era mujeriego. Bien, en Inglés Wolf significa
lobo y también, libertino, faldero, mujeriego: Wolf
is a man who is direct in making amorous advances to many
women, o sea, un tenorio. Y Juan. Juan es el nombre del burlador
de Sevilla.
Por esta razón Regino Vigo, en mis romances,
tiene nombre más sonoro.
Durante los años
cuarenta todos los rimadores paraguayos éramos lorquianos:
Josefina Plá, Hérib Campos Cervera, Augusto
Roa Bastos, José Antonio Bilbao, Óscar Ferreiro,
José Luis Appleyard. Yo no fui una excepción;
yo fui devoto lorquiano. (El lector curioso puede leer en
mi libro Poetas y prosistas paraguayos, y otros ensayos (Asunción,
1988), el titulado «Federico García Lorca y poetas
paraguayos. En el cincuentenario de la muerte del poeta,
1936-1986».
Juan Lobo, es decir, Regino Vigo, suscitó
toda una leyenda, como aquel Robin Hood inglés del
siglo
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XII héroe de muchas baladas, que robaba a los
ricos para favorecer a los pobres, jefe de una banda de fieros
secuaces, famoso arquero de la selva de Sherwood.
He pedido
al gran ensayista y narrador Helio Vera que trace unas páginas
sobre Vigo. Helio Vera ha estudiado con su característico
afán erudito la historia y la leyenda de Regino Vigo.
Él sabe infinitamente más que yo quién
y cómo era el que llamo Juan Lobo en mis romances.
H.R.A.
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Prólogo
En el sur del Paraguay es tenido por cierto -¿quién
soy yo para dudarlo?- que Regino Vigo se volvía invisible
cuando quería y que un «Kurundú», talismán
infalible bajo la piel, desviaba las balas dirigidas contra
su cuerpo. Se asegura que dominaba el arte del disfraz. Se
sabe que sometió al capitán Benítez,
su más implacable perseguidor, a una burla cruel:
bailar con él una polca atolondrada, durante la fiesta
ofrecida por el club social de Yuty, con motivo de la fiesta
patronal. Benítez jamás supo quién era,
en realidad, la dama de formas prometedoras que le clavaba
en el pecho sus erguidos senos de trapo.
De Regino Vigo
conservo dos fotografías borrosas. En una de ellas,
posa a caballo con su esposa. Era la época en que
vivía en San Pedro del Paraná, como una persona
honorable. En la segunda, veo a un hombre arrogante, con
pantalones de montar, botas de caña alta, sombrero
Panamá y una fusta en la mano. Ya era el hombre que
encabezaba una de las gavillas más populosas del Paraguay
contemporáneo. Se le atribuyen hábitos de Robin
Hood: parte del botín era distribuido en el pobrerío.
Por eso Vigo deviene en héroe popular, por eso le
es tan difícil a sus perseguidores conseguir baqueanos
e informantes.
Hubo un momento en que se decidió
poner fin a su itinerario. Fue cuando se produjeron los asaltos
sucesivos a Oro Verde y Puerto Mineral, en la provincia argentina
de
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Misiones. La muerte de un gendarme argentino, diversos
daños a la propiedad y un botín que no fue
tan cuantioso como quiere la leyenda pusieron fin a la displicencia
con que era perseguido hasta entonces. De esa misión
se encargó un escuadrón de caballería
comandado por el mayor Eliodoro Estigarribia.
Como suele
ocurrir, el pueblo se sintió más aterrorizado
por los perseguidores que por los bandoleros. Era claro que
una visita de la «comisión» traía consigo un
sinnúmero de calamidades. El saqueo era el mismo,
pero con una diferencia de modales: Cuando Vigo llegaba a
una estancia, acostumbraba pedir cortésmente la colaboración
de sus habitantes. Y hasta ofrecía pagar, gentileza
que siempre era rechazada con entusiasmo. La «comisión»,
en cambio, arrebataba todo lo que necesitaba. Sin obviar
amenazas, indagaciones, y sin mezquinar el empleo del «teyuruguái»
sobre las espaldas de los remolones.
La persecución
lo fue cercando. Durante ella, perecieron varios de sus compañeros:
Brítez Pukú, Corrientes y varios más.
Vigo concibió la idea de disolver el grupo y declarar
el sálvese quién pueda. Allí comenzaron
las discusiones. Le echaron en cara el juramento de permanecer
juntos hasta la muerte y las promesas de fraternidad indisoluble.
Pero había algo más: el gobierno había
infiltrado a un hombre en la banda, quien se encargó
de sembrar las semillas de la desconfianza al jefe.
Finalmente,
la traición pudo lo que no había conseguido
la Caballería. En Potrero Tuna, un sitio inhóspito,
a espaldas
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del cerro Alto Verá, Vigo fue asesinado
por sus compañeros. Estos se habían complotado
con la promesa de una amnistía. Algunos, más
astutos, huyeron a la Argentina, luego de cruzar el Paraná
a la altura de isla Talavera. Otros fueron perseguidos y
muertos en distintos sitios. Los que se presentaron a recibir
su «libertad», según se había pactado, fueron
todos ejecutados. Si la vemos desde un punto de vista filosófico,
podemos aceptar que la promesa fue cumplida.
La noticia
de su muerte circuló hacia la Semana Santa de 1942.
Bastó que la anunciaran las autoridades para que el
pueblo, con larga perspicacia, adivinase la verdad: Fue el
propio Vigo quien hizo correr el rumor de que había
muerto a manos de sus propios compañeros. En realidad,
el cadáver que encontraron sus perseguidores era el
de un guayaquí a quien Vigo, después de matar,
vistió con sus ropas. Después se marchó
al Brasil, donde vivió plácidamente el resto
de su vida, disfrutando del botín acumulado en años
de correrías. A veces, enviaba postales y cartas a
sus parientes, que las escondían de las miradas de
los chismosos y delatores. Durante la guerra civil de 1947,
se anunciaba su llegada inminente para acaudillar la montonera
liberal.
¿De quién estamos hablando? Del único
bandolero paraguayo que rozó los límites de
la leyenda y que, después de habitar las páginas
efímeras de las secciones policiales, se ha convertido
en un tema de la bibliografía histórica y literaria.
Citaré los libros que lo mencionan: las memorias del
general Pampliega, ministro del Interior durante su apogeo
delictivo;
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las memorias de León Cadogan, jefe de
Investigaciones de la Delegación de Gobierno del Guairá
en la misma época, con curiosos detalles sobre la
forma en que fue exterminada su gavilla; «El Valle y la Loma»,
de Ramiro Domínguez, donde se lo presenta como el
paradigma del bandido romántico; «Seis relatos de
un campesino» de monseñor Saro Vera. Sin olvidar que
«Regino Vigo» es el título de uno de los relatos de
mi «Angola y otros Cuentos» y el personaje central de un
largo manuscrito del padre Di Perna, que nunca fue Publicado.
Nada más justo que Hugo Rodríguez-Alcalá
haya abordado la gesta de Vigo desde la óptica del
romance. Ningún género mejor que este para
perpetuar en el tiempo la epopeya de los héroes del
pueblo. Y romancero, como sabemos, es un conjunto de romances,
que hasta pueden tener distintos autores, y que tienen un
tema o un personaje central. Es el romancero el que no dejó
morir a don Rodrigo, a Bernardo del Carpio, a Ruy Díaz
de Vivar, a los infantes de Lara y al conde Fernán
González, en un ciclo histórico-poético
que comienza al romper el primer milenio.
El acento lorquiano
de la gesta de Lobo (Regino Vigo) es el mismo que preside
buena parte de la poesía de la época en que
fue escrito. Era imposible no escribir poesía sin
dejarse influenciar por García Lorca. Así como
años después fue igualmente imposible sin dejarse
presionar por el acento de Neruda. García Lorca retoma
el antiguo género del romance, donde laten dos mil
años
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de literatura española, y lo emplea como
un ariete para remozar la poesía. Sus personajes no
son los individuos majestuosos del cantar de gesta, condes,
duques, obispos -sino los que conserva, reales o inventados,
la memoria popular. Son personajes del pueblo: Antonio Torres
Heredia, asesinado por sus cuatro primos Heredia, el amor
furtivo de un gitano con una mujer casada, Soledad Montoya
y sus penas de amor. Bien puede Regino Vigo, el bandido romántico,
codearse con estos sus pares.
El género del romance,
digámoslo de paso, no suele ser bien visto por los
poetas cultos. Tal vez Hugo Rodríguez-Alcalá
y Óscar Ferreiro El gallo de la alquería y
otros compuestos sean los únicos que lo hayan abordado.
Haciendo esta salvedad, el romance sigue vivo en la poesía
popular iberoamericana: el galerón venezolano, el
corrido mexicano, la poesía gauchesca argentina, la
literatura de cordel del Nordeste del Brasil y el «compuesto»
paraguayo. Celebremos que el «arte menor» del octosílabo
haya merecido las atenciones de un poeta de los quilates
de Rodríguez-Alcalá. Por eso debe ser recibido
como un homenaje a las raíces más íntimas
de la poesía castellana, y como una incitación
a recuperar la intensa vitalidad de un género al que
han honrado los poetas del pueblo. E incluso monstruos sagrados
como Francisco de Quevedo y Lope de Vega que también
condescendieron, alguna vez y con maestría, a practicar
el «arte menor»