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ArribaAbajoLuis Cernuda y la experiencia del exilio

Armando López Castro


Universidad de León

La unidad europea, más cultural que política, se ha forjado desde hace tiempo como una encrucijada de exilios. En su conversación con Marcel Cohen, Edmond Jabès nos aclara: «Tal vez eran necesarios el éxodo, el exilio, para que la palabra cortada de toda palabra -y confrontada así al silencio- adquiriese su verdadera dimensión». De esta tensión entre la dispersión del Nombre divino y su reunificación, que tan profundamente marca toda la tradición judía, participa el lenguaje sagrado, cuyo movimiento se despliega entre la ruptura de la unidad y su posible recuperación. En este sentido, el tema fundamental del canto poético es la imposibilidad del canto mismo, lo cual aparece ya en el famoso salmo Super flumina Babilonis («¿Cómo habíamos de cantar las canciones de Yavhé / en tierra extranjera?», 136, 4), que arrastra una larga tradición de traducciones al castellano y es, además, un gran canto de exilio, un canto sobre la imposibilidad del canto mismo. Dentro de la tradición griega, el exilio del poeta fue decidido hace tiempo, en el libro X de La República de Platón, donde Sócrates dice a Glaucón: «Estamos dispuestos a reconocer que Homero es el mayor de los poetas y el primero de los trágicos; pero nos mantendremos firmes en nuestra convicción de que los himnos a los dioses y el elogio de los hombres ilustres han de ser la única poesía que pueda admitirse en nuestro Estado». De forma irónica, Sócrates renuncia aquí a su condición de exiliado. Y con el mismo punto de ironía, Ovidio en su epitafio («Yo, poeta, he sido atacado a causa de mi obra»), protesta contra su condena arbitraria y afirma su independencia de escritor. En los tres casos, a los que podrían añadirse otros muchos ejemplos, el exilio se vive como una posición extrema, definitiva, y la asunción del exilio corresponde por su naturaleza misma al escritor.

La experiencia del exilio se da en figuras eminentes de la cultura europea: desde Anaxágoras, Empédocles, Ovidio, y su prolongación en Dante, Occam, Vives, Spinoza, Hobbes. Sin embargo, resulta sorprendente que el tema del exilio haya sido tan mal interpretado en España, lo cual revela hasta qué punto estamos cortados de nuestra propia tradición, pues fueron precisamente los judíos españoles los grandes portadores de una visión exílica de la historia. La primera gran teoría o proyecto del exilio tiene lugar en España durante el siglo XII con El Cuzari, de Jehudá Ha-Leví, donde ya está interpretado el exilio en toda su virtualidad (es igual «a la germinación misteriosa del grano bajo la tierra»), como la posición axial de la historia. Después, cuando se produce la expulsión de los judíos españoles en 1492, Isaac Abravanel, cuya familia había huido a Portugal a raíz de las matanzas de 1391, elabora una nueva teoría del exilio basada en el hecho histórico   —224→   de la salida de España. Años más tarde, y en manos de judíos alemanes como Rabí Jehudá Liwa, conocido como el Maharal de Praga, el exilio se ve como el signo de la especificidad de Israel en medio de todas las naciones y como el punto que resume hasta el extremo la condición humana. Esta visión del exilio, emanada de la situación de los judíos españoles, forma parte de nuestra tradición y a ella no debemos renunciar. Así lo entendieron, durante los siglos XVI y XVII, ilustres exiliados como Casiodoro de Reina, Miguel Servet, Huarte de San Juan, Miguel de Molinos, para quienes la experiencia del exilio se convierte en símbolo de la auténtica realidad de todo ser, en expresión de una plenitud afanosamente buscada325.

La voz sustantiva de María Zambrano, continuadora de la estirpe femenina que irrumpió en los albores del Renacimiento con Teresa de Cartagena y alcanzó en los Siglos de Oro su punto culminante con Teresa de Ávila y Sor Juana Inés de la Cruz, ha manifestado repetidas veces que el exilio hay que merecerlo. Desde este punto de vista, el exilio es una condición más mental que material, que uno escoge libremente y tiene que hacerse digno de él. Si no se entiende esta aceptación de un lugar desconocido, pero que una vez que se habita es irrenunciable, la soledad se hace distancia insalvable entre el yo y los otros. Para no quedarse sin lugar en el mundo, para no ser devorado por la historia, necesita el exiliado sostenerse en ese filo entre vida y muerte, sin rostro ni máscara alguna, permitiendo a la palabra que circule en libertad. Así lo hizo Luis Cernuda, cuya obra de madurez, la posterior a 1937, asume, desde una situación de exilio, una visión del destino personal y colectivo326.

Antes de que Cernuda inicie su larga aventura del exilio, que se prolonga de 1938 a 1962, ha encontrado ya, en las versiones que hace de los poemas de Hölderlin para la revista Cruz y Raya a comienzos de 1936, la metáfora central en la experiencia de Hiperión: Salir de Arcadia para volver a habitarla desde la experiencia de la desolación. El exilio simboliza la situación del hombre sobre la tierra, que comienza con un trauma originario que reclama una necesidad de reencuentro con la unidad perdida. En Historial de un libro (1958), que en cierta medida constituye su verdadera autobiografía espiritual, Cernuda nos habla de su deuda inicial con los poetas simbolistas franceses, sobre todo con Rimbaud y Mallarmé, de su etapa surrealista, ya finalizada cuando aparecen Las invocaciones (1934-1935), y de su encuentro con la poesía de Hölderlin, de quien aprendió a   —225→   escribir, bajo un cielo vacío de dioses, con la conciencia del eterno exiliado. A partir de ese momento, el exilio deja de ser para Cernuda una eventual condición del hombre para convertirse en la condición natural del poeta.

La soledad extrema del exilio en Inglaterra, a consecuencia de la guerra civil española, lleva a Cernuda a buscar sus raíces en la lengua, a vivir el problema del lenguaje sobre la dialéctica entre la nostalgia de un tiempo perdido y la necesidad de sobrevivir a través del amor en Las nubes (1937-1940) y Como quien espera el alba (1941-1944), libros en los que se percibe la revelación de su propio ser como hombre y como poeta. Ya en el poema «Soliloquio del farero», publicado en la revista bilingüe 1616, que Manuel Altolaguirre y Concha Méndez dirigían por esos años en Londres, y recogido en Invocaciones, la soledad aparece como forma de transparencia y de solidaridad con la realidad en su plenitud, como cifra de su poetizar («Por ti, mi soledad, los busqué un día; / En ti, mi soledad, los amo ahora»). Poco después, en la primavera de 1938, Cernuda llega a Londres y la lejanía física de España no hace más que aumentar su congénita soledad, como vemos en el poema «Elegía española (II)», de Las nubes, tal vez el primer poema que Cernuda escribe en el exilio, cuyo final trágico y dolorido se transforma en esperanza de algo nuevo («Tú nada más, fuerte torre en ruinas, / Puedes poblar mi soledad humana, / Y esta ausencia de todo en ti se duerme. / Deja tu aire ir sobre mi frente, / Tu luz sobre mi pecho hasta la muerte, / Única gloria cierta que aún deseo»). Hay una voluntad decidida de identificarse con la patria ausente, como si su memoria de exiliado lo llevara a afirmar su identidad en ese lugar solitario e inmune a los dictadores.

El recuerdo de la tierra, ensombrecido por el dolor del exilio, empieza a proyectarse sobre todo cuanto le rodea. Así acontece en el poema «Impresión de destierro», donde el hablante, alter ego del poeta, al verse arrojado a una existencia sin horizonte ni perspectiva, recae en la melancolía del ser incompleto y se ve a sí mismo como un Lázaro resucitado en un extraño país («Un hombre silencioso estaba / Cerca de mí. Veía / La sombra de su largo perfil algunas veces / Asomarse abstraído al borde de la taza, / Con la misma fatiga / Del muerto que volviera / Desde la tumba a una fiesta mundana»). O también en las composiciones, «Gaviotas en los parques», cuyo grito se asocia a su falta de libertad («Ahora su queja va, como el grito de almas en destierro. / Quien con alas las hizo, el espacio les niega»), y «Un español habla de su tierra», en donde la experiencia del destierro, derivada de la guerra civil, corta lo que hubiera podido ser un impulso solidario de alcance más amplio («Ellos, los vencedores / Caínes sempiternos, / De todo me arrancaron. / Me dejan el destierro»). Pero tal vez sea en «El ruiseñor sobre la piedra», sin duda uno de sus poemas más logrados, donde Cernuda expresa un mejor conocimiento del poeta como ser individual y colectivo desde la distancia. De él reproduzco el siguiente fragmento:


Recuerdo bien el sur donde el olivo crece
Junto al mar claro y el cortijo blanco,
Mas hoy va mi recuerdo más arriba, a la sierra
Gris bajo el cielo azul, cubierta de pinares,
Y allí encuentra regazo, alma con alma.  5
Mucho enseña el destierro de nuestra propia tierra.
¿Qué saben de ella quienes la gobiernan?
¿Quiénes obtienen de ella
Fácil vivir con un social renombre?
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De ella también somos los hijos  10
Oscuros. Como el mar, no mira
Qué aguas son las que van perdidas a sus aguas,
Y el cuerpo, que es de tierra, clama por su tierra.



Dentro de la tonalidad elegíaca en que discurre el poema, presidido por la hermosura del Escorial, símbolo del destino de España, la transfiguración del recuerdo busca un mejor conocimiento de la patria desde la separación. Como es sabido, con el distanciamiento se logra una mayor objetividad, pero en la experiencia poética de Cernuda, cuya sustancia brota de la dicotomía, lejanía y proximidad se confunden, de modo que la penetración de la palabra en la latitud del recuerdo («Mas hoy va mi recuerdo más arriba»), busca dar sentido a una realidad condenada al olvido. En el ámbito de la totalidad unificadora del fragmento, la intuición de la separación se coordina con la del acercamiento («Mucho enseña el destierro de nuestra propia tierra»), como una búsqueda por el recuerdo, que evoca simbólicamente, a través del mar y la tierra, la imagen de una patria ya perdida. En el fondo del olvido se alumbra el despertar de la memoria327.

El exilio de lo establecido, la búsqueda de un territorio propio al margen de la historia, es una de las preocupaciones fundamentales de la modernidad literaria. La voz que habla en el exilio es fragmentaria, discontinua, y lo hace desde el fondo más incierto de la tierra y el tiempo. Recordar es volver a un territorio del que fuimos expulsados («Raíz del tronco verde, ¿quién la arranca? / Aquel amor primero, ¿quién lo vence? / Tu sueño y tu recuerdo, ¿quién lo olvida, / Tierra nativa, más mía cuanto más lejana?», escuchamos en el poema «Tierra nativa»), conservar un leve rastro de identidad en la memoria. Poemas como «La familia», «Apología pro vita sua» y «Elegía anticipada», de Como quien espera el alba, libro comenzado en Oxford durante el verano de 1941, continuado en Glasgow y terminado en Cambridge en 1944, donde se recoge el mayor número de textos preferidos por el poeta, no hacen más que prolongar la nostalgia de España, que permanece viva en el recuerdo. La distancia no anula la comunicación; al contrario, es lo que la hace posible. Desde esa situación de espera a que finalice la oscuridad y el terror de la guerra, que es la que da el título al libro, el poeta busca decir el lenguaje de lo otro, la otra voz, que es también la más propia. Distancia que se extiende hacia lo lejano ausente, apertura que reclama una posibilidad de ser, de volver a la tierra natal («Posibles paraísos / O infiernos ya no entiende / El alma sino en tierra. / Por eso el alma quiere, / Cansada de los sueños / Y los delirios tristes, / Volver a la morada / Suya antigua. Y unirse, / Como se une la piedra / Al fondo de su agua, / Fatal, oscuramente, / Como una tierra amada», dice el revelador   —227→   poema «Hacia la tierra»), pues en el lenguaje aparece una realidad habitada que por un instante se muestra como verdadera. De lo más lejano el poeta se desplaza a lo más propio. La lejanía es su tierra, su tierra es su exilio. Siempre hay una mediación a superar, que acaso sea la función propia de la palabra, pues en su tensión hacia lo imposible, anticipa lo real entre el sueño y la vida. La palabra nace así del impulso de abolir la distancia, de su vacío creador, de reunir carencia y posibilidad. Gracias a su implacable retorno, el sentido se convierte en espacio, en morada, y la memoria de la tierra se deja de nuevo habitar328.

En Vivir sin estar viviendo, comenzado a escribir antes de dejar Cambridge en 1944, continuado en Londres y en Mount Holyoke a partir de 1947, se consuma su separación definitiva de España, de la cual son expresión poemas tan significativos como «Ser de Sansueña» y «Silla de rey», relacionados con la historia de España, sobre la que el poeta proyecta su emoción. En el primero, Sansueña aparece como recreación mitológica de España desde el exilio y con esta relación de España-Sansueña intenta resolver Cernuda la antítesis entre historia y eternidad:




SER DE SANSUEÑA


Acaso allí estará, cuatro costados
Bañados en los mares, al centro la meseta
Ardiente y andrajosa. Es ella, la madrastra
Original de tantos, como tú, dolidos
De ella y por ella dolientes.  5

Es la tierra imposible, que a su imagen te hizo
Para de sí arrojarte. En ella el hombre
Que otra cosa no pudo, por error naciendo,
Sucumbe de verdad, y como en pago
Ocasional de otros errores inmortales.  10

Inalterable, en violento claroscuro,
Mírala, piénsala. Árida tierra, cielo fértil,
Con nieves y resoles, riadas y sequías;
Almendros y chumberas, espartos y naranjos
Crecen en ella, ya desierto, ya oasis.  15
Junto a la iglesia está la casa llana,
Al lado del palacio está la timba,
El alarido ronco junto a la voz serena,
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El amor junto al odio, y la caricia junto
A la puñalada. Allí es extremo todo.  20

La nobleza plebeya, el populacho noble,
La pueblan; dando terratenientes y toreros,
Curas y caballistas, vagos y visionarios,
Guapos y guerrilleros. Tú compatriota,
Bien que ello te repugne, de su fauna.  25

Las cosas tienen precio. Lo es del poderío
La corrupción, del amor la no correspondencia;
Y ser de aquella tierra lo pagas con no serlo
De ninguna: deambular vacuo y nulo,
Por el mundo, que a Sansueña y sus hijos desconoce.  30

Si en otro tiempo hubiera sido nuestra,
Cuando gentes extrañas la temían y odiaban,
Y mucho era ser de ella; cuando toda
Su sinrazón congénita, ya locura hoy,
Como admirable paradoja se imponía.  35

Vivieron muerte, sí, pero con gloria
Monstruosa. Hoy la vida morimos
En ajeno rincón. Y mientras tanto
Los gusanos, de ella y su ruina irreparable,
Crecen, prosperan.  40

Vivir para ver esto.
Vivir para ser esto.



En sus Escritos sobre el principio dialógico (1954), M. Buber definía así la persona: «Una persona lo es solamente por el hecho de que tiene otra de su misma naturaleza frente a sí». Se es persona en relación, se es hombre en diálogo, se es yo desde el tú. La intuición fundamental es la otredad del ser, tal vez la preocupación central de la poética moderna. Al ser España un país de contrastes («Allí es extremo todo»), el poema se construye sobre la antítesis, que enfrenta dos realidades distintas con el objeto de destacar una de ellas. Su entendimiento surge de los elementos específicamente poéticos: la expresividad fónica, el ritmo, la indeterminación semántica. Los recursos fónicos, girando principalmente en torno a las aliteraciones y paronomasias («dolidos / De ella y por ella dolientes»), y formando así construcciones paralelísticas («Vivir para ver esto. / Vivir para ser esto»); los frecuentes encabalgamientos dinamizadores que, sin romper la sucesión del ritmo, potencian la elasticidad del verso con sintagmas en los que el valor metafórico del adjetivo altera profundamente la significación del nombre («la madrastra / Original», «pero con gloria / Monstruosa»), junto a la reiteración de idénticas estructuras oracionales («El alarido ronco junto a la voz serena, / El amor junto al odio», «Lo es del poderío / La corrupción, del amor la no correspondencia»), que sirven para intensificar, a través de frecuentes elipsis, un mismo sentimiento; y la insistencia en la evocación de un lugar que se define por su no identidad («Y el ser de aquella tierra lo pagas con no serlo / de ninguna»),   —229→   tejen un poema sometido a una continua elaboración reflexiva, en el que pensamiento y sentimiento se armonizan con la expresión. La paradoja de la escritura reside en ser la presencia de una ausencia. De esa situación de exilio voluntariamente asumida y que el hablante asocia a la muerte («Hoy la vida morimos / en ajeno rincón»), la palabra poética, que es una lucha contra la muerte, lleva el recuerdo de España a lo abierto del exilio, a ese territorio o zona de nadie, para restituirle su presencia real, su verdadera identidad. En el instante único de este poema inmortal se da, al mismo tiempo, el apurar el destierro y el iniciarse del exilio329.

Con las horas contadas (1950-1956) nace entre Mount Holyoke, adonde Cernuda había llegado en 1947 para aceptar una plaza de profesor de español, y México, que visitó por primera vez en el verano de 1949 y donde establece su residencia permanente. Entre mundos tan distantes, sólo salvados por sus frecuentes viajes a México, Cernuda empieza a leer a los presocráticos, sobre todo a Heráclito, y a hacer del exilio, no un simple transtierro, sino una auténtica vivencia. En el poema «Águila y rosa», el rey Felipe II y el poeta se identifican en la misma experiencia del destierro («Su alma no está aquí, sino donde ha nacido. / Su centro está en su tierra»). En «Retrato de poeta», el hablante se siente uno con fray Hortensio Paravicino, retratado por El Greco («Mi ausencia en esa tuya busca acorde, / Como ola en la ola»). Y en «Pasatiempo», el nuevo amor es tal vez el único que puede curar la vieja herida de la tierra ausente («Acaso el amor puede / Tener aquellos seres / Que todo marco exceden»). A lo largo de estos poemas amorosos vamos descubriendo una matriz fecunda: la soledad de ausencia como fuente de poesía. El auténtico reconocimiento reside en la aceptación amorosa del otro y la escritura poética, en su progresiva desnudez, se concibe como diálogo en tensión hacia una convergencia imposible. En su afán por evitar que el lenguaje se instale en lo convenido, la palabra comienza por situarse al borde del poema y por asumir la extrema experiencia de sus límites. Tal riesgo es el que afronta Cernuda en sus poemas de madurez.

Después de fijar su residencia en México a partir de noviembre de 1952, donde la tierra mexicana, con su proyección universal y cósmica, absorbe a su nativa tierra andaluza, la visión que Cernuda tiene del exilio tiende a ser más reconciliadora. Los poemas de Desolación de la quimera (1956-1962), cuyo no disimulado contrapunto de pureza y amargura da el tono general del libro y acaso el de su obra toda, transcurren en una atmósfera de desolación, construida a base de sugerencias que van más allá de su contenido real.   —230→   Exiliado de cualquier lugar, el poeta se hace ahora exiliado del mundo, partiendo siempre del mundo circundante para llegar a la realidad soñada. Dado que la España política de entonces no responde a los deseos del poeta y éste no puede olvidar la tierra en la que ha nacido, acude al poder transformador de la ensoñación artística para recuperar su verdadero lugar de origen. En la segunda parte del poema «Díptico español», significativamente titulada «Bien está que fuera tu tierra», lo que permanece no es la evocación de una patria adulterada, sino el deseo de construir otra nueva por el sueño («Más real y entresoñada que la otra»). No deja de resultar paradójico que Cernuda, tan radicalmente vinculado a lo español por vía afectiva, dedique todo su empeño, en los últimos años del exilio mexicano, a afirmar su identidad sobre ese territorio apátrida y doloroso del otro lugar, donde es posible recuperar la noción de uno mismo como ser distinto, pues sólo desde semejante extrañación es posible llegar a percibir lo otro:




PEREGRINO


¿Volver? Vuelva el que tenga,
Tras largos años, tras un largo viaje,
Cansancio del camino y la codicia
De su tierra, su casa, sus amigos,
Del amor que al regreso fiel le espere.  5

Mas ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas,
Sino seguir libre adelante,
Disponible por siempre, mozo o viejo,
Sin hijo que te busque, como a Ulises,
Sin Ítaca que aguarde y sin Penélope.  10

Sigue, sigue adelante y no regreses,
Fiel hasta el fin del camino y tu vida,
No eches de menos un destino más fácil,
Tus pies sobre la tierra antes no hollada,
Tus ojos frente a la antes nunca visto.  15



Tras un poema solemos buscar a alguien concreto, con una biografía propia y reconocible. Cernuda intenta, con frecuencia, dar a sus poemas una base dialógica, con la que construye una relación inmediata y objetiva, en la que el yo no puede continuar viviendo sin el tú al cual interpela. A diferencia del poema «Ítaca» de Cavafis, en donde el viaje proporciona una rica experiencia («Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca, / has de rogar que sea largo el camino, / lleno de aventuras, lleno de experiencia»), aquí todo es destierro y ansia de partir para emprender un viaje a ninguna parte, en el que la única tabla de salvación es el lenguaje. «Grandes son los desiertos, y todo es desierto», dice Pessoa a través de Álvaro de Campos. Queda así el poeta a la intemperie, en presencia de su propia posibilidad. El tono exhortativo («sigue», «no eches de menos»), con el que el hablante implica a todo posible lector; el ritmo reiterativo, apoyado en frases de construcción paralelística («Sin hijo que te busque, como a Ulises, / Sin Ítaca que aguarde y sin Penélope», «Tus pies sobre la tierra antes no hollada, / Tus ojos frente a lo antes nunca visto»), que inciden en un destino sin meta; y la metáfora del viaje, de tanta vigencia a lo largo de la tradición occidental, que, en su constitutivo desborde, traduce el riesgo del poeta con lo   —231→   imposible, sirven todos ellos para tejer una aventura basada en la renuncia, que da la fuerza inagotable de lo nuevo. Pues es preciso instalarse fuera de uno mismo, hablar con la otra voz, si queremos que lo insólito se produzca. El exilio, en cuanto abre al poeta hacia lo que no es, se presenta como límite de lo nombrable, como ausencia del otro que presiente, como la apuesta más absoluta330.

Y junto a la obra en verso, al mismo tiempo que ella, la obra en prosa. La edad de los poetas conoce sólo dos momentos: el de su infancia y el de su madurez. En el caso de Cernuda, el primero corresponde a Ocnos, publicado en 1942 y luego ampliado en las ediciones de 1949 y 1963, donde la infancia aparece como estado natural del hombre. El segundo, a Variaciones sobre tema mexicano (1952), donde el Paraíso de la infancia, de antes de la caída, vuelve a ser reconquistado. Por eso, ambos libros resultan complementarios, no sólo por su incidencia en lo biográfico, sino por su atención al movimiento íntimo que los textos expresan, en una escritura donde se ha querido llevar a la prosa la tensión propia del verso. Libros ambos formados sobre la experiencia de la vida y en los que experiencia y conocimiento marchan a la par. Del primero, se podría destacar la salida de España en un anochecer de febrero de 1938:

Atrás quedaba tu tierra sangrante y en ruinas. La última estación al otro lado de la frontera, donde te separaste de ella, era sólo un esqueleto de metal retorcido, sin cristales, sin muros -un esqueleto desenterrado al que la luz postrera del día abandonaba-. ¿Qué puede el hombre contra la locura de todo? Y sin volver los ojos ni presentir el futuro, saliste al mundo extraño desde tu tierra en secreto ya extraña.



La frontera, como límite de ese más allá, simboliza el lugar de tránsito entre dos mundos, entre el recuerdo de un pasado en ruinas y el futuro incierto que se abre ante el poeta, ser dolorosamente desarraigado. Hay, además, un profundo cansancio existencial, que le hace sentir más la muerte que la vida, según da a entender la aclaración del guión o paréntesis («un esqueleto desenterrado al que la luz postrera del día abandonaba»), de modo que, en el instante del poema, la palabra poética, al emparejarse con el misterio de la muerte, revela una apertura a lo desconocido. La muerte, forma de la ausencia, se convierte en extrañeza, en anticipación o inminencia de lo que todavía no ha llegado a ser.

Del segundo libro, en notable simetría con el primero, sería buena muestra «El patio», poema en el que se produce la recuperación de la infancia al final del largo exilio:

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El hombre que tú eres se conoce así, al abrazar ahora al niño que fue, y el existir único de los dos halla su raíz en un rinconcillo secreto y callado del mundo. Comprendes entonces que al vivir esta otra mitad de la vida acaso no haces otra cosa que recobrar al fin, en lo presente, la infancia perdida, cuando el niño, por gracia, era ya dueño de lo que el hombre luego, tras no pocas vacilaciones, errores y extravíos, tiene que recobrar con esfuerzo.



Lo particular permite aquí alcanzar lo universal. Cuanto más local es una experiencia, tanto más universal se hace. Desde su refugio en el exilio mexicano («en un rinconcillo secreto y callado del mundo»), el hablante intenta «recobrar al fin, en lo presente, la infancia perdida», siendo el instante poético, no el presente ni el pasado, sino la unificación entre ambos a través de un diálogo donde el yo y el tú se implican y corresponden, lo cual revela una confusión de identidades. El tú al que se dirige el hablante actúa como motor y objeto del deseo de recuperar la edad de la inocencia, que, a su vez, hace posible el desarrollo del hombre y el poeta. El pretendido diálogo no es más que una profundización del yo a través de la memoria, una forma de recobrar los restos de la infancia, todavía calientes en el poema, del naufragio del olvido331.

En el himno «El único», perteneciente a la obra tardía de Hölderlin, cuya escritura ha sido incorporada por Cernuda más profundamente de lo que una simple lectura pueda dar a entender, se nos dice: «Pero el lugar era el desierto». Lo que queda en el desierto o en el exilio es la huella de la palabra expuesta al más puro riesgo. Desde este lugar dialéctico de permanencia y arrebato, que simboliza el espacio mismo del poema, la voz de Cernuda ha sabido situarse al margen de lo meramente dicho para encontrar una soledad que él solo ha sabido resistir y que no está determinada por sus fijaciones temáticas sino por sus tensiones. Cernuda abandona España no para buscar renombre, sino para encontrar su propia voz. Si el exilio resulta, en buena medida, benéfico para el escritor, pues éste siempre debe irse del lugar en donde está, las distintas estancias de Cernuda, inglesa (1938-1947), norteamericana (1947-1952), mexicana (1952-1963), han de verse como etapas en busca de una realidad más solidaria que la que le tocó vivir. Por eso apuró el exilio hasta el extremo, lo que le hizo madurar como hombre y como poeta. De hecho, la particularidad de la palabra poética es siempre una defensa frente al deterioro del lenguaje, de modo que con esta unión, que aparece paradójica, de olvido y memoria, huida y transformación, adquiere esta poesía dialéctica su más honda tensión y consistencia. Porque el misterioso acoplamiento de su fórmula unificadora («¿Amargura? ¿Pureza? ¿O, por qué no, ambas a un tiempo?», escuchamos en el ejemplar y acabado poema «A propósito de flores», de Desolación de la quimera), que así se muestra como clave de su manera de mirar el   —233→   mundo, no es más que un intento de articular la vieja relación de amor y muerte. En rigor, palabra y exilio son lo mismo: experiencia extrema y reveladora332.

El arte tiene por objeto salvar todas las distancias, también la distancia temporal del exilio. Pero cuando esa experiencia se hace estado permanente de escritura, la palabra ya no expresa tan sólo una emoción determinada, sino que se convierte en un espacio de revelación («Quizá la capacidad de crear se dé mejor en un desierto, en un exilio. La creación proviene de la revelación y las revelaciones se han dado siempre en el desierto», recuerda María Zambrano).

Esta distancia insalvable del exilio o llamada hacia lo lejano es lo que engendra la posibilidad de nombrar, de manera que esta lejanía o camino a recorrer se presenta como tensión hacia lo imposible, con la ayuda de un lenguaje que tiende puentes entre los extremos, a través del tono familiar y el ritmo coloquial que sirven para crear una mayor complicidad con el lector. Sólo desde el olvido del paraíso, o memoria de lo nunca encontrado, sería posible sentir lo otro como absorción, la tensión entre la realidad y el deseo, que proyecta la escritura de Cernuda hacia sucesivos estadios.

En la ausencia germina la posibilidad. La palabra, exiliada del Nombre, sale de ella con el deseo de lo otro y así se convierte en forma de lo otro, en su espacio o morada, dejándose habitar por el enigma que la rodea. Y eso fue lo que hizo Cernuda: sentirse solo en su soledad, descubrirse frente a otro. Por eso escribió con la conciencia del eterno exiliado y su obra ha crecido sobre todo en la ausencia. Cernuda salió de su tierra y no pudo regresar, pero queda su voz, decantada con lentitud en la soledad y el silencio, para no ser profanada por la grey pajiza. Para un poeta que acepta la soledad con el objeto de llegar a la realidad, el no ser nadie, el perderse en el fondo de la historia, le ha llevado a ser de todos. Y así, de destierro en destierro, ha quedado su soledad intacta y su palabra como en estado naciente. Su nada fue su libertad, su patria fue su exilio333.



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ArribaAbajoUna poetisa asturiana del exilio: Ángeles López-Cuesta

Teodoro López-Cuesta


Ex Rector de la Universidad de Oviedo

El profesor Fernández Insuela me habló durante este verano de que iba a realizar un pequeño congreso para hablar de los escritores asturianos del exilio. Se refirió a un libro de poemas debido a la inspiración de Ángeles López-Cuesta, hermana de mi padre, titulado Cartes a la catredal d’Uviéu y otros poemas: 1937-1978334 y escrito fundamentalmente entre los años 1937 y 1943. Estos comprenden la llegada de mi tía a Francia, tras la caída del frente republicano en Asturias, y la primera época de su exilio en México. En sus poemas, en un bable recordado y no hablado, por razones de lejanía y aislamiento, expresa sentimientos y referencias a su vida y a su familia. Es su peripecia vital la que la enfrenta con todo el dolor de diversas pérdidas de familiares y amigos, vivencias que le hacen recordar, aunque no lo exprese directamente, etapas de su niñez relacionadas con lugares y circunstancias que ha de vivir muchos años después. Por esta razón debo referirme a la familia López-Cuesta, muy vinculada a la Segunda República, a causa de lo cual mi tía sufrió dolorosísimas experiencias, que son motivo de inspiración de varios de los poemas publicados, que son inseparables de su condición de exiliada.

La familia López-Cuesta vivió muy unida cuando iniciaron los primeros pasos de sus respectivas vidas. Residía en los años veinte en la casa que llamaban del Marqués de Tremañes, que era la que figuraba con el número 60 de la calle de Uría, de portal amplísimo, ya que lo que en mi época eran las carboneras era primitivamente la cochera del coche de caballos del marqués. En el primero derecha vivían mis tíos y padrinos, el matrimonio Laredo. Mis abuelos, Tomás y Concha, vivían en el tercero izquierda. Mis padres en el segundo izquierda, piso donde yo nací. Mi tío Tomás en la calle de Posada Herrera; Sergio, en Madrid, no recuerdo en qué calle vivía. La familia estaba creada por el matrimonio de Tomás López, ingeniero de caminos que, originario de Guadalajara, viene destinado a Oviedo y se enamora de la hija menor del poeta asturiano Teodoro Cuesta, con la que se casa, teniendo el matrimonio cinco hijos, cuatro varones y una mujer. El mayor de los hijos es Tomás, ingeniero como el padre; le seguía Ángeles, la escritora a la que hemos de referirnos; a continuación Teodoro, mi padre, médico estomatólogo; luego Sergio, delegado de la Compañía de Seguros Plus Ultra; y, finalmente, Rafael, que convivió hasta el año 1937 con su hermana Ángeles.

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Ésta se había casado en primeras nupcias con Ramón Morán Urdangaray, primo de ella (su madre era Concha Cuesta Urdangaray) y con el que tuvo dos hijos: Ramón, que sería médico, y Florentino, que tuvo varias actividades en Galicia, viviendo en Santiago de Compostela, donde falleció. Durante la minoría de edad de ambos, tuvieron como tutor a mi padre, ya que su progenitor había fallecido víctima de una famosa epidemia de gripe que asoló España y a Europa en el año 1918.

Ángeles se casa en segundas nupcias con el médico psiquiatra Luis Laredo Vega, de origen leonés (en concreto, de Ponferrada). De ese matrimonio nacieron tres hijos, dos mujeres y un niño. Las dos mujeres viven fuera de España desde el año 37, en que muere su único hijo varón, paralítico cerebral. La mayor, Ángeles, vive en México, D. F.; la pequeña, Luisa, en Washington, siendo su marido funcionario del gobierno norteamericano, pues es diplomático de carrera. Son los últimos eslabones del exilio familiar.

Mi tío Luis Laredo entra pronto en la política y termina por afiliarse al Partido Radical-Socialista. Bajo estas siglas se presenta a las elecciones del año 31. Por ser el candidato más votado, le corresponde ocupar la alcaldía de Oviedo. A estas elecciones también se presenta mi padre, que obtiene la quinta tenencia de Alcalde. Pertenecía políticamente a la minoría socialista. Mi padre ocupó siempre, en el Ayuntamiento de Oviedo, la Tenencia de Alcaldía de Instrucción Pública. En febrero de 1936 se presenta otra vez mi padre y sale nuevamente elegido dentro de la candidatura del Partido Socialista Obrero Español, ocupando ese mes la Alcaldía del Ayuntamiento ovetense como Teniente de Alcalde más antiguo, hasta la toma de posesión del nuevo edil, el también socialista López Mulero.

El 18 de julio de 1936 se presentaba a los López-Cuesta la siguiente situación. La familia Laredo estaba en su Sanatorio -el Laredo-, situado en la calle de Fuertes Acevedo, hoy Avenida de Galicia: era el edificio que luego ocupó el Colegio Mayor femenino denominado de Santa Catalina, después de un periodo en que fue cuartel de Milicias, ya que había sido incautado a Luis Laredo, para responder por responsabilidades políticas, puesto mi tío había sido juzgado en rebeldía y condenado por sus actividades políticas.

Mis padres estaban en aquella fecha en su domicilio. En la calle de Uría también, en el número 56, ya que habíamos cambiado de casa. El destino hizo que nos sorprendiera el 18 de julio en Oviedo. Los López-Cuesta casi siempre habíamos pasado los veranos en el Oriente asturiano. Primero en Poo de Llanes, después en Luanco, luego un año en «Castilla», es decir, en León (en Riello) y después varios años en Ribadesella, hasta el año 35. Ocupábamos pisos en lo que entonces llamaban las casas de la Marquesa (de Argüelles). En ese año 1935 mi padre había alquilado el piso segundo de la casa 37 de la calle Rodríguez-Sampedro de Gijón, contrato que tenía vigente para el año y verano del 36. La situación que se vivía en España y concretamente en Asturias, retrasó nuestro desplazamiento a Gijón dicho año 1936. ¿Qué hubiera sido de nosotros de habernos sorprendido la guerra en Gijón?: ¿hubiéramos seguido el destino mexicano de los Laredo, con los que tan estrechamente unidos habíamos estado siempre?

Por otra parte, mi tío Tomás el día 18 de julio estaba embarcado rumbo a Gijón, ya que había sido destinado forzoso a Santa Cruz de Tenerife, después de los tristes acontecimientos del año 34.

Hemos de realizar estas puntualizaciones porque sin ellas es difícil llegar a sentir de verdad la sensibilidad de Ángeles López-Cuesta como poetisa. Los acontecimientos comenzaron a dañarla muy joven, al quedar viuda muy pronto, pero eso era sólo el principio.   —237→   El año 36 y los que le siguen tienen una singular crueldad con ella y con los López-Cuesta. El día 19 de julio de dicho año, casi de madrugada, es detenido mi padre y encarcelado en la Modelo de Oviedo. Pocos días después lo es mi tía Ángeles. Mi tío Luis logra salir de Oviedo, con el joven político socialista Rafael Fernández, que, muerto Franco, será el primer presidente de la Comunidad Autónoma asturiana. La tarde del día 18 estaban en el Gobierno Civil, primer objetivo del levantamiento de Oviedo, que sería ocupado por el comandante Caballero. La tremenda diáspora de los López-Cuesta había comenzado: Rafael, por Colloto, sale de Oviedo; Sergio estaba ya en Madrid; Tomás, en su regreso a la Península desde las Islas Canarias; Ángeles, en razón de su hijo paralítico, sola en la casa, es puesta en libertad, tras varios días de detención en la Cárcel Modelo. La comunicación con ella es imposible.

El teléfono no funciona y la zona de Fuertes Acevedo era prácticamente primera línea de fuego. Yo me voy a vivir con mis abuelos, en la casa entonces número 46 de la calle del Rosal, casa hoy desaparecida. Mi tía Ángeles, a causa de uno de los avances del ejército republicano, que rebasa el edificio del Sanatorio, en el que ella vivía, es evacuada a Gijón. Nosotros no sabemos absolutamente nada de ellos. Mi padre es juzgado el 1.º de mayo de 1937 por «auxilio a la rebelión» y condenado a muerte. El mismo día es trasladado a la cárcel de Tineo, a la celda de los condenados a muerte. En ella estaría hasta el día 8 de diciembre de 1937, en que le llega el indulto. Mi tío Tomás se incorpora a su función como ingeniero en Gijón, sin ocupar cargo alguno político. Yo pierdo los cursos 1936-1937 y 1937-1938. Me examino en el Instituto de Avilés como alumno libre de cuarto curso, en la convocatoria de junio de 1938. En el otoño de 1937 soy contratado como auxiliar administrativo en la Mantequera de Tineo. El gerente, don Quintín López, me concedió un excelente trato. Percibía como salario setenta y cinco pesetas al mes: la familia podía vivir. De la escolarización de quinto curso me libera una certificación académica del licenciado en Químicas don Rafael Coalla, al que más tarde, en el curso 1939-1940, tendría como profesor, cuando me matriculé en el Colegio Hispania, el famoso colegio de la calle Marqués de Gastañaga de Oviedo. Tras los cursos sexto y séptimo, supero la prueba del examen de Estado, preceptivo para el ingreso en la Universidad, y obtengo el premio extraordinario de la convocatoria.

La tarde en que concurrí al examen para la concesión del premio, me persuadí de que si en alguna parte de aquella España restaba un sentido de pensamiento liberal y de independencia, era en la Universidad. En él conozco a un catedrático que fue uno de los que reafirmó en mí el espíritu universitario, don José Serrano, cuya bonhomía hizo posible que no tuviera problemas, a pesar de ser entrañable amigo de un conocidísimo líder socialista, Teodomiro Menéndez. También me uno entrañablemente a otro catedrático, descendiente directo de la Institución Libre de Enseñanza, don Luis Sela. Él me abrió las puertas de la Universidad: yo ya no volvería a salir de ella.

En 1939 nos llega, a través de Cruz Roja Internacional, una carta de mi tía Ángeles; tenía fecha del año 37 y estaba cursada desde Biarritz. Mientras tanto, mi tío Tomás había sido juzgado por auxilio a la rebelión en Gijón, condenado a muerte y fusilado cuando el director de la cárcel tenía ya en su poder el telegrama con su indulto. Pasados los años y revisada su sentencia, fue rehabilitado, lo que permitió que su esposa, tía Lola, y sus hijos, Tomasín y Lolina, no sufrieran aún más crueles situaciones. A su muerte consagra uno de sus poemas su hermana Ángeles.

  —238→  

Mi padre continúa detenido hasta la primavera del año 45. Sus compañeros de celda, en dicho momento, eran Ramón Rubial y el joven asturiano Avelino Cadavieco. Tardíamente nos llegó la noticia de la muerte, también violenta, de nuestro tío Sergio. Rafael, liberado de sus largas etapas en campos de concentración, se casa y se instala en Gijón, donde habría de morir. La familia López-Cuesta, dispersa y singularmente maltratada por la vida, se había roto totalmente.

Mi tío Luis Laredo fallece en el exilio, en México D. F.: era el año 1944. Mi tía Ángeles regresa a España. Pasa una larga temporada en Santiago de Compostela, con su hijo Floro; después en Madrid con su hijo Ramón, médico del Hospital de San Juan de Dios; más tarde en Oviedo, donde durante dos años vive en casa de mis padres. Su venida a Oviedo está motivada por el hecho de que, siendo Rector de la Universidad don Torcuato Fernández-Miranda, quiere fundar un Colegio Mayor femenino y piensa en el edificio del Sanatorio Laredo. Éste, como dije, estaba incautado y sujeto a las responsabilidades que pudieran derivarse de la condena en rebeldía de mi tío Luis por motivos políticos. Don Torcuato no se aprovecha de esta situación, por considerarla injusta, consigue que se resuelva el expediente y abona a mi tía Ángeles su justiprecio. Ésta es madrina de mi boda -ya lo había sido de mi bautismo- y regresa a México, desde donde se traslada a Estados Unidos, donde vive su hija Luisina. Allí fallecerá.

Todas estas vivencias a las que hago referencia son obligadas. Es difícil entender por qué escribe y se expresa en poesía, y en poesía bable, en temas tan concretos como son la muerte y el recuerdo de un símbolo ovetense como lo es su catedral. Recuerdo las innumerables veces que visitamos ésta y también unas iglesias que no se reflejan en sus poemas, las del Naranco y San Julián de los Prados. Y recuerdo su emoción las veces que visitamos Covadonga y Cangas de Onís. Quería revivir, recordar y añorar aquello a lo que amaba tanto y que le había sido especialmente cruel.


La poesía de Ángeles López-Cuesta

Para indicar, aunque sea brevemente, cómo era su poesía y no siendo yo del ámbito de la filología, nada mejor que reproducir lo que sobre mi tía escribe quien ha tenido el amoroso afán de recoger y buscar sus poemas, y con quien los López-Cuesta tenemos una deuda impagable: el poeta, crítico y editor asturiano Antón García, al que se debe la publicación del libro de mi tía Cartes a la catredal d’Uviéu:

Nun escaezamos qu’Ángeles López-Cuesta escribe una bona parte de la obra que publicamos agora desde lloñe d’Asturies y con seguridá ensin contar nel so círculu con nenguna persona que participara del so interés llingüísticu o lliterariu pol asturiano. Por eso, tovía sorprende más la so fidelidá constante a la llingua del so buelu, a pesar del pasu de los años y de la distancia que l’alloña físicamente d’Asturies. La obra que conocemos abarca un periodu de tiempu llargu, ente 1937 y 1978, y comu sabemos la cronoloxía de la mayor parte de los poemes, podemos restrexar la so evolución, que ye mínima. Formalmente, Ángeles López-Cuesta ye heriede directu de la poesía de Tiadoro Cuesta, al que sigue nel léxicu, na estructura de los poemes, na mayor parte de les imaxes y hasta nes estrofes qu’usa (romance, octava mayor...). Por esi mesmu motivu ye tamién una poesía emparentada cola tradición popular, que nos recuerda dalgunes veces a los poemes más populares de la Xeneración española del 27. Podemos observar cómu   —239→   los primeros poemes tienen una fuercia expresiva mayor, mientres que los últimos, escritos cuandu la poeta cuenta yá con más d’ochenta años, repiten a veces les mesmes o parecíes imaxes de los qu’escribiera en plena madurez poética. Nos últimos tamién aparez con más frecuencia‘l canto a l’Asturies tradicional y a la perda de les costumes antigües, identificando la llingua colos vezos de la sociedá rural (l’amagüestu, la fila, la romería, el ramu...) o cola ropa o la comida tradicionales (el dengue, el mandilín de seda, la morciella o la sidra). Sicasí, esta identificación tan abondante na nuesa lliteratura, nun s’alcuentra nos primeros poemes.

La poesía d’Ángeles López-Cuesta podemos agrupala en tres apartaos bien definíos: d’un llau la poesía de circunstancies, polo regular de tipu familiar, a la que pertenecen poemes comu «Na boda de Lenis y Brian» o «Nochegüena en Covadonga»; d’otru una poesía comunicativa, que respuende a la necesidá de facer llegar a interlocutor el so estáu d’ánimu («Carta a Valentín Álvarez», dalgunes cartes a la Catedral, «Amigos del Bable» o «A Don Cesáreo González»...); y per último un grupu de poesíes que son expresión íntima del so sentimiento, ente los que s’encuentren los poemes que fain d’esta autora una poeta destacada: les dos versiones del poema a Pepe Prida, «Na muerte del mio amadísimu hermanu Tomás», dalgunes otres cartes a la Catedral d’Uviéu («Na muerte de Pepe Luisín», «Lluz nes tiniebles», «El rosariu de mio madre»...). Esi intimismu nun ye mui corriente na poesía asturiana d’époques pasaes, más dada a pintar paisaxes idílicos qu’a exponer el sentimiento del poeta.


Vamos a referirnos ahora a algunos temas que Ángeles López-Cuesta trata en sus poemas. En su libro impera el sufrimiento de sentirse lejos de lo que siente suyo y de lo que ha sido separada. Poco a poco se van desgranando penas y nostalgias, amores y desamparos, en realidad todo lo que idealizamos en la lejanía y lo que seguimos amando aunque ya no podamos sentirlo en nosotros mismos. Así, por ejemplo, es notable la presencia de la Virgen de Covadonga. Es como si fuera para Ángeles López-Cuesta una referencia y un auxilio espiritual. Es la idealización de recuerdos, añoranzas y también, ¿por qué no?, de esperanzas de un futuro que jamás le llegó como ella había soñado. Veamos el comienzo del poema «Nochegüena en Covadonga», de 1957:


Vien con pasos de raposu
seliquín la noche güena,
vien con tortoriu y sin ganes
de tocar la pandereta,
nin d’amagostar castañes,
nin d’oyer cantos, nin fiesta.
Vien con tortoriu, y sin ganes
de tocar la pandereta.
La xente non la comprende;
falo de la xente nueva
que la ‘speren con bombilles
de colorines, y esmecha
les qu’engolen pe les calles,
semeyando una verbena.
El nacimiento del neñu
ígüenlu nuna cazuela,
y no hay pastores nin magos,
nin molinos, nin la vieya
que fila na corralada
nin ríu que mansu cuela,
onde la Virxen María
con sus manines de reina
llavaba los pañalinos
y tendíalos na yerba,
ent’olorosu romeru
que cunten gloriosu yera.
(...)
...Soy d’otra quinta,
quiciaes por eso m’alteria
lo que rellatao vos dexo
y acongóxame la pena
de qu’ansina s’arreciba
agora a la noche güena,
y les fiestas qu’amestaes
fay siglos vienen conella.
(...)
¡Qué solene y’sta fiesta
nel paraísu d’Asturies,
onde la Virxen s’asienta,
en un tronu, que ni el cielu
tien algo que s’apaezca.
(...)
Nuestra Santina nos labios
qu’al coral pálidu dexa
tien una dulce sonrisa
más xugosa que la yerba
que crez per aquellos valles,
más pastosa, dulce y fresca
qu’el agua de la cascada
que ruxendo pe la peña
esfarrápase nel pozo.
¡Cuántas veces bebí della,
cuando‘l dolor m’abrasaba
pel desazón de la guerra!
(...)
Fay años en Covadonga
taba yo con la reciella
y allargando la familia
xente de bona conciencia...
Pel caminín de los Lagos
baxaba la Noche güena
a carrerines de galgu,
co la   —240→   cara gayaspera
engüelta‘n mantu d’escarcha
cuayáu d’estrelles, que dexa
prendíos pe los escayos,
pa que rellume la tierra...


Durante la guerra, se establece un Hospital en Covadonga, utilizando todas las instalaciones existentes en el complejo del Santuario. Director del mismo es nombrado el marido de Ángeles López-Cuesta, mi tío Luis Laredo. Ella volvía a un lugar de íntimos recuerdos. Los más vivos, los que nacen con la infancia y no se olvidan jamás. Tanto Ángeles como mi padre habían nacido en la Fonda del Puente Romano, que estaba y se mantiene a la orilla izquierda del Sella, en Cangas de Onís, aun cuando dicha orilla pertenece al concejo de Parres. Su padre, mi abuelo Tomás, dirigía las obras del Santuario, las de la carretera de los Lagos y las del Puerto del Pontón. Covadonga y la devoción a la Virgen nacen con Ángeles, ya que de esta era ferviente devota su madre y Covadonga fue el lugar de sus primeros juegos de niña. Por ello su regreso al Santuario en aquellas circunstancias tuvo que proporcionarle hondas emociones: el dolor de los heridos, sus muertes, sus recuerdos y la Cueva, que está vacía. Ángeles, un temperamento intensamente sensible, lleva a cabo una gran labor en aquel hospital de guerra. Una de las cosas que realiza es preservar de cualquier contingencia imprevisible la imagen de la Virgen de Covadonga. La guarda entre la ropa blanca que servía para las atenciones del Hospital y me tienen contado mis primas su extrañeza al ver que su madre rezaba todas las noches ante el ropero en que guardaba las blancas sábanas del hospital. La imagen la entrega Ángeles al Consejero de Cultura del Gobierno de Asturias y León, el también escritor, antiguo profesor de Ciencias Naturales del Instituto de Segunda Enseñanza de Oviedo, Antonio Ortega, luego exiliado en Cuba, donde desarrollaría una intensa vida intelectual y publicaría su mejor obra literaria. La imagen es llevada a una exposición que se realiza en Gijón y más tarde remitida a la Embajada de España en París, de donde regresa a la Cueva. Esto explica las repetidas invocaciones a la Virgen en los poemas, desde el que consagra a la de su hermano Tomás hasta otros muchos del libro citado. El fusilamiento de su hermano lo expresa en versos que no son de rabia, de rebeldía contra un hecho injusto y cruel como son los consagrados a la ejecución de Pepe Prida. Son más bien de tristeza ante la pérdida irreparable unida a la distancia, la soledad...

«A la muerte del mio amadísimu hermanu Tomás»:


¡Virxina! Esta pena mía
no algama’l contrar consuelu,
poni tu fin desde’l Cielu
a tan dañibl’agonía.
Non ves, palombina hermosa,
qu’empapiella‘l corazón
y non puede dir al son
co la vida caprichosa
tan solo gociar anantes,
y al furarte hoy gafos males
fuxe la vida a raudales
lloñe de brazos amantes...
Non veas en mio quebrantu
nada que pueda enoxate
pos mientres enxugu‘l llantu
y anque pene, tos mandatos
acoxo muy reverente,
pero acongóxame el ver
que foy tal dulce mio ayer
como amargu‘l mio presente.
Y en el continuu sofrir
de estos tiempos, madre mía,
yem’empusible vivir
si tu auxiliu non me guía.


(Biarritz, 21-2-1938)                


La muerte y el recuerdo son motivos fundamentales en su poesía. Aquélla golpea siempre la conciencia y el corazón. La primera que le golpea es la de Pepe Prida, primo carnal de mi tío Luis Laredo. Su familia, los Prida Madariaga, era queridísima para nosotros. Por esta razón Ángeles López-Cuesta les dedica no sólo los versos a la muerte de Pepe Prida, sino también otros a algo muy distinto: el nacimiento de una vida o la boda   —241→   de una sobrina suya, hija de su hermano, Lenis, guapísima muchacha de la que hace años dejé de tener noticia alguna.

Con la muerte de Pepe Prida, se agolpan no sólo los recuerdos sino también las ausencias. Ángeles está tremendamente desvalida, con dos hijas pequeñas y con su marido ya enfermo. Sin embargo, sus dos poemas («A Pepe Prida na so muerte», y «Con angustia, na to muerte») no están dominados por la tristeza, sino por la rabia, la violenta reacción verbal, el coraje, la rebeldía contra lo que considera una acción injusta e intolerable: la muerte de un ser queridísimo.

«A Pepe Prida na so muerte»:


(...)
Yera una noche d’octubre,
yera una noche villana,
tristemente óyese lloñe
dar les tres de la mañana;
na portona de San Marcos
quéxense las sos bisagras;
salen d’allí diez sayones
cola visera calada
y en mediu va un caballero
de noble y dulce mirada,
relluma lo mesmo qu’oru
so melena enguedellada,
pisa reciu, mira‘l cielu,
sospira ¡Madre de l’alma!
Peles breñes de Lleón
cuerre la lluna asturiana
y ente ganzos y espineres
queda‘l mandilín de plata,
el dengue y el refaxín
mas nun arrepara en nada.
Ella sigue al caballero
con el espantu na cara.
Diez furacos ena noche
fizo fiera la descarga,
la vida del caballero
tapeció na madrugada.
La lluna llanzó un berríu
de pena ferida l’alma.
¡Baxái lluceros astures!
¡Baxái estrelles de plata!
y apúrreme‘l mantu, noche,
que quiero tar enlutada.
Voi tapar la so carina
col pañolín d’orbayada
y sol so pechu ensangrentáu
voi pone-y la mio tirana.
Cruciaron les sos manines
-arracaes de filigrana-
y peneraron l’orbayu
seliquín comu una llágrima.
Al alboriar aquel día
peles tierres castellanes,
Asturies fecha xirones
al caballero velaba.
Penes, montes de Teberga
non lloréis de pena y rabia,
que l’alma astur ta en so sitiu,
firme, pura, recia y santa
y ¡ai! de los qu’aquella noche
ficieron tal vil fazaña.


(Biarritz, 1937?)                


«Con angustia, na to muerte. A Pepe Prida»:


(...)
A su llau van dos sayones,
llobos d’alguna camada;  145
van a bon pasu, qu’el odiu tien prisa,
vaiga onde vaiga.
Pieslla la noche a la lluz
y no hay lluceru que salga,
ni estrella qu’amorosina  150
tanta tiniebla riesgara,
asustaes, porque la lluna
fuxó‘n sin decir palabra.
(...)
Noche de doscientos diaños  155
sin llugar pa la ‘speranza...
Y en est’infiernu dantesco
cuerre la llun’asturiana
pe los campos de León
con el espantu na cara.  160
(...)
Y que baxe la borrina
a llorar tanta disgracia.
Que se piesllen toes les roses
y s’afuegue na garganta  165
de los páxaros el cantu.
Qu’el sol s’añuble, y que caiga
un rayu que basti’al mundu
y nos dé xusta venganza.
Que brame‘l truenu rabiosu,  170
y qu’el granizu desfaiga
les espigues, y sin pan
y sin gotera de agua
se vean los qu’esta noche
ficieron tan vil fazaña.  175


(Biarritz, 1938)                


Y finalizo este breve recorrido por la poesía de Ángeles López-Cuesta recordando que, como obviamente se ve en el título de su libro, escribió diversas cartas a la catedral de Oviedo, a la que se dirige con motivo de distintas experiencias personales: buscando consuelo tras la muerte de su hijo Pepe Luisín o la de su marido, o, sencillamente, recordando desde el exilio mexicano la fiesta ovetense del día de San Mateo.

Con esta pequeña selección y comentario de sus poemas pienso quedan claros los sentimientos y nostalgias de Ángeles López-Cuesta. Es una expresión más de lo que sentían   —242→   en el exilio los que no habían tenido más remedio que acogerse a él porque no eran admitidos en su patria. Por ello me permito recordar lo que escribía Séneca a su madre, exiliado en Córcega por sus amores con la hermana del Emperador:

¡Que triste es vivir lejos de la patria!


Y escribió Marañón, otro ilustre intelectual que también supo del dolor y del sentimiento trágico del exilio:

Hoy, hombres más poderosos que tú te han arrojado de la patria, pero qué dirán de ellos y de ti los hombres del mañana, que la historia no la hacen solo los que la crean sino también los que la escriben. Y el perseguido, si sabe tener la razón que la persecución da incluso al que no tiene razón, esa voz es, a la larga, la que más alto suena.


Hoy, «esos hombres del mañana», sois vosotros, alumnos presentes en esta aula, a los que en este Congreso se os ha querido mostrar y hacer oír la voz de los que, lejos de su patria, han escrito, pensado y sentido lo que ha expresado con versos insuperables otro vate del exilio, el gran poeta Alfonso Camín:


Si soy el roble con el viento en guerra,
cómo viví con la raíz ausente,
cómo se puede florecer sin tierra.


Y es que los que han sufrido, padecido el trágico signo del exilio han sentido como nadie el dolor de España.





  —243→  

ArribaAbajoAntonio Ortega, autor de cuentos

José María Martínez Cachero


Universidad de Oviedo

Los alumnos libres de Bachillerato -yo estudiaba en el colegio de los Hermanos Maristas de Oviedo- íbamos entonces -hablo del curso 1933-34- al Instituto -en la calle Santa Susana, antigua quinta de Röel- a permanencias, que eran unas clases complementarias en las que docentes oficiales nos tomaban y explicaban algunas lecciones del programa de la asignatura; recuerdo que a nosotros, los benjamines (estudiantes de primer año) nos tocaba Matemáticas el lunes, Lengua Española el martes, Geografía e Historia el miércoles, Francés el jueves y Ciencias Naturales el viernes. Era aquí, de doce a una, en un aula del segundo piso, al fondo, con dos o tres ventanales que daban al jardín, donde nos encontrábamos con un joven catedrático -treinta años recién cumplidos-, Antonio Ortega de nombre, que nos recibía siempre afectuosamente, que no tomaba lecciones pero sí explicaba mucho y claro y que, con cierta frecuencia, ilustraba sus palabras con preparaciones en el microscopio, ante el cual pasábamos en ordenada y silenciosa fila; llegada la primavera, nos sacaba al jardín para que viéramos de cerca árboles, plantas y flores, e incluso alguna pequeña animalia; todo esto resultaba muy grato y cabe pensar que, como su natural consecuencia, naciera allí alguna vocación de naturalista. El edificio del Instituto fue volado por los revolucionarios en octubre de 1934 y las permanencias desaparecieron asimismo.

Por el mal camino político que los españoles habían emprendido vino enseguida la guerra civil y en ella tomaría claramente partido Ortega, quien militó en el bando republicano y desempeñó en Gijón el cargo de consejero de Propaganda en el llamado Consejo Soberano de Asturias y León. Había jugado fuerte, había perdido y pagó su deuda con el exilio, miembro de la España Peregrina (o trasterrada), nación de tan numerosos habitantes, patria que tuvo tierra no siempre propicia ni siempre ingrata en muy diversas latitudes. Las de Antonio Ortega fueron Cuba, Norteamérica por breve tiempo y, finalmente, Venezuela, donde murió en marzo de 1970 (había nacido en Gijón, noviembre de 1903).

Bastantes años después de aquella efímera relación profesor-alumno en el Instituto de Oviedo, exactamente a la altura de 1956, tuve ocasión -y la aproveché gustosamente- de reanudarla; era yo doctor en Filosofía y Letras y profesor universitario en Oviedo mientras que Ortega, establecido y asentado en su nueva tierra, ganador de varios importantes premios literarios, dirigía en La Habana la conocida revista Carteles. El motivo fue la necesidad de poner al día la noticia bio-bibliográfica que de él daba Constantino Suárez   —244→   («Españolito») en el tomo quinto de Escritores y artistas asturianos, una vasta y meritoria obra cuya edición y adiciones me había confiado el Instituto de Estudios Asturianos.

Le di muchas vueltas a la carta que deseaba escribirle acompañando la petición de datos que fue, en definitiva, lo que menos espacio ocupó en la misiva, pues fueron bastantes más las líneas dedicadas a la rememoración de aquellas clases ovetenses y hubo más espacio, sobre todo, para determinadas consideraciones, con ánimo y palabra doloridos, sobre la historia española pasada y presente, ejemplo -mal ejemplo- de enemistad y separación entre compatriotas, algo que yo deploraba vivamente. ¡Cómo y cuánto debió de satisfacerle mi carta y qué rápida, extensa y cordial fue su respuesta! Venía la información solicitada y la promesa, cumplida sin tardanza, de enviarme libros y recortes periodísticos; venía, asimismo, el ofrecimiento de una amistad «en la que quepa el diálogo -la discrepancia civilizada-», actitud que tendría entre otros apoyos nuestra común naturaleza de asturianos. Yo andaba entonces bastante preocupado con el energumenismo que veía aflorar en personas de mi entorno universitario (docentes y docentes) y que enlazaba muy directamente (a lo que me parecía) con gentes y posiciones de tiempo atrás; diríase que el energumenismo carpetovetónico era una especie inextinguible y peligrosa, en la guerra y en la paz, que se propaga fácilmente y afecta en ocasiones a algunas mentes egregias pues Menéndez Pelayo y Unamuno, por ejemplo, figuraban, aunque de modo transitorio, en mi lista de energúmenos. Desdichado asunto el que se me había ocurrido proponer a un vencido en la reciente y no olvidada guerra civil; Ortega, acaso haciendo de tripas corazón, fiel a sí mismo pero sereno y sincero, me escribía (La Habana, 4 de junio de 1956):

También yo, como usted, me esfuerzo por no resultar energúmeno, y creo conseguirlo a veces. En el vencido es siempre más difícil esta actitud, porque el vencedor siempre tiene algo que hacerse perdonar, cuando menos su victoria. Y si al triunfo añade usted la jactancia y el insulto -que es lo que ha primado en España contra nosotros los vencidos- se explicará usted el estado de ánimo de la mayor parte de los desterrados. / Por fortuna para nosotros, ustedes los jóvenes han llegado a la edad de pensar por su cuenta sobre «la sangrienta fiesta de toros» que escenificamos cuando ustedes eran unos niños (pecho con la parte de sangre, de fango y de rubor que me corresponda), y por ello esperamos encontrar en ustedes la serenidad y la justicia que sus padres nos negaron. Por su carta veo que esto es así, y con ello se alegra mi corazón de español que se había avergonzado de serlo. Gracias.



Solventada la vidriosa cuestión, en las cartas posteriores de Ortega había noticias concretas acerca de su vida y andanzas cubanas: que trabajaba «muy duro», urgido por el vértigo de las ocupaciones inmediatas y apenas sin tiempo para su más querido y grato trabajo literario; que «no tengo un solo centavo ahorrado»; que, aunque eran ya diecisiete los años que llevaba en Cuba, no acababa de aclimatarse en aquella realidad de «indolencia, dinero, calor y mecedora» que era para algunos la Cuba del coronel Batista. Había también en ellas abundancia de apuntaciones literarias, relativas casi siempre a su lectura de libros españoles recientes, como ésta (6 de septiembre de 1956): «He leído últimamente una novela muy buena de Tomás Salvador, Cuerda de presos. No pude pasar de la página 150 de El Jarama, de Sánchez Ferlosio», estimaciones de un buen lector que era, además, narrador en ejercicio.

Por el tiempo de aquellas permanencias en el Instituto ovetense, Antonio Ortega era también un joven narrador (novelas cortas y cuentos) que había obtenido ya algunos premios   —245→   nacionales y seguía felizmente activo, como lo probaría a poco con el premio del semanario Blanco y Negro al relato «Siete cartas a un hombre», labor que continúa en el exilio cubano, pese a todos los pesares. Coincide esta que llamaremos primera etapa de su obra con el período de vigencia de las vanguardias que, entre nosotros y en el género narrativo, dio como resultado la novela deshumanizada de los «Nova Novorum» pero Antonio Ortega, que no los ignoraba ni mucho menos, hizo compatible en su literatura la modernidad vanguardista -comparaciones e imágenes no habituales, rasgos de ingenio- con la existencia en aquélla de un argumento nutrido y llamativo, presentado con claridad tradicional.

De lo escrito por Antonio Ortega en una segunda y última etapa cabe destacar dos novedades, a saber: la tierra de Asturias y sus hombres son ahora una realidad lejana geográficamente cuya comparecencia se tiñe de emocionada nostalgia, pero abundan también los casos en que otro paisaje -el de Cuba- asoma, junto con otro de más difícil o imposible localización en el mapa por no concretado e impreciso. La segunda novedad consiste en que Ortega, probadas ya sus fuerzas en la narración corta, da el salto a la novela extensa con Ready (1946), la historia de un perro cuya vida transcurre en medios habaneros; la observación de los mismos y su fiel traslado al libro hace que éste posea relevante valor de testimonio costumbrista. Humor y ternura se entrelazan entrañablemente en sus páginas. Una eficaz y bella expresión completa el mérito de esta obra en la que hay algunos capítulos de mano maestra -como «La muerte de Salchicha», otro perro, que su compañero de andanzas refiere con entonado y triste pesar-; quizá sobre el capítulo titulado «Diálogos y monólogos» -un conjunto de reflexiones, algunas con aspecto de greguería, a mi ver perfectamente prescindible-. El capítulo autobiográfico «Mi traductor» informa acerca del aspecto físico del autor del libro, quien «tiene largas las pestañas y un bigote estrecho y ridículo [...], unos ojos claros, abultados y melancólicos [...], una frente despejada gracias a una calvicie inaugurada hace varios años»; se explica también la inverosimilitud de que sea un perro el que escriba sus memorias.

No le sentaban bien a Ortega los dictadores políticos y por eso los tres que hubo de padecer -Francisco Franco, Fulgencio Batista y Fidel Castro (¡maleficio de la F!), «tres úlceras en mi vida» junto a la de estómago que le aquejaba- condicionaron fuertemente su existencia. Fue muy violento el choque con Castro, cuya llegada al poder había acogido Ortega favorable e ilusionadamente. Un segundo exilio comenzará para nuestro paisano obligándole a empezar casi desde cero cuando ya los años pesaban irremediablemente; momento hubo en Venezuela en que, presa de la desesperanza, pensó en la posibilidad de volver a Cuba e incluso a España, pese a que uno y otro país serían para él a manera de cárcel indeseable.

Con tales vicisitudes nuestra comunicación epistolar se interrumpió y alguna carta mía dirigida a La Habana debió de perderse; de vez en cuando tenía yo noticias retrasadas de Ortega cuya postrera comparecencia española fue, un año antes de su muerte, precisamente en Asturias: el premio «Lena» a su cuento «Lauri». Después, el silencio y el olvido, rotos fugazmente muy de tarde en tarde...


Algunos datos externos sobre los cuentos de Antonio Ortega

Solamente once relatos recogió Ortega en el volumen Yemas de coco y otros cuentos, aparecido en 1959, a cargo del Departamento de Relaciones Culturales de la Universidad   —246→   Central de Las Villas, incorporado como número 18 a una colección de vario género en la cual figuran como colaboradores Lezama Lima, Labrador Ruiz, Fernando Ortiz, Cintio Vitier o Samuel Feijoo; once es ciertamente número muy corto dentro de un conjunto abundante que hacia 1931 llegaba al centenar, según la declaración del interesado: «Comencé a escribir hace siete años, en Buen Humor. En Buen Humor publiqué mis primeros cuentos. Luego, en Nuevo Mundo, El Imparcial, Blanco y Negro... Pocos; acaso un centenar. Todos ellos firmados con seudónimo: Antonio Isaac»335, y que continuaría aumentando en años posteriores. Los cuentos ofrecidos en Yemas de coco... llevan a su término la indicación del año en que fueron compuestos y sabemos así que pertenecen a un espacio temporal que va desde 1931 -cuento «Yemas de coco»- hasta 1959, repartidos entre 1936 -un cuento: «Siete cartas a un hombre»-, 1940 -uno: «El evadido»-, 1943 -uno: «Silicato»-, 1944 -dos: «Marcelo ve vacas» y «El amigo de Cornelio»-, 1945 -uno: «Chino olvidado»-, 1946 -uno: «Covadonga»-, 1947 -uno: «Dionisio»- y, ya en la década siguiente: 1956 -uno: «La pluma blanca»- y 1958 -uno: «Noche de febrero»-. Fuera del volumen en cuestión atiendo a dos cuentos más: «La huida», de 1959336 y «Lauri», de 1969337; a ellos pudieran añadirse los artículos «Primavera en Europa» (1943) y «El dolor de la guerra» (1944), premiados en sendos concursos de reportajes periodísticos y aproximables a cuentos, dada la carga narrativa que contienen338.

Tanto en España como en Cuba, Ortega fue un escritor que tuvo buena fortuna en los concursos literarios y periodísticos a los que concurrió, desde el de cuentos del diario madrileño El Imparcial -convocatoria de 1925, con el titulado «Apolinar Rodríguez»- hasta el patrocinado por el Ayuntamiento de Lena (Asturias) -1969, cuento «Lauri»-, pasando por los de los semanarios madrileños Nuevo Mundo -1931, «Yemas de coco»- y Blanco y Negro -1936, «Siete cartas a un hombre»-, más el premio «Alfonso Hernández Catá», tan prestigioso en Cuba, poseedor de una brillante trayectoria, que nuestro autor obtuvo en 1945 con «Chino olvidado»339.

Algún cuento suyo aparece recogido en antologías del género, destacándole así como nombre valioso dentro del mismo; es el caso de las debidas a Salvador Bueno, Francisco García Pérez y yo mismo (en dos ocasiones)340. Elogiado por algunos colegas, entre los que   —247→   figura Guillermo Cabrera Infante, quien se reconoce discípulo suyo, el nombre del narrador Antonio Ortega no consta en los más conocidos estudios dedicados a los escritores del exilio republicano341.




Un mar de historias

De los trece cuentos que van a ocuparnos solamente los titulados «El evadido» y «La huida» ofrecen indicaciones sobre el tiempo real o histórico en que sucede la acción narrada, mientras que los demás carecen de ellas y sus personajes se mueven dentro de un espacio temporal indeterminado, si bien no habrá error al situarlos en el siglo XX tal como acreditan vestidos, costumbres y lenguaje. Volviendo a «Evadido» y «Huida», es la guerra civil en Asturias, entre julio de 1936 y octubre de 1937 -dos episodios de la misma: respectivamente, el cerco de su capital y la desbandada final de los combatientes republicanos vencidos- lo que enmarca los sucesos y personajes; la localización geográfica no puede ser más concreta: el sector de La Tenderina, en cuyas trincheras están vigilantes Corsino y sus camaradas («Evadido»); el puerto de Gijón, principalmente, pero también otros lugares del centro y oriente asturiano («Huida»), relativa variedad de escenarios acorde con la mayor complejidad argumental y técnica de este último relato. Importa la datación conocida de uno y otro: «Evadido» está fechado en 1940, cuando nuestra guerra civil -en la que Ortega intervino dentro de sus incumbencias, primero, en Asturias, y, más tarde, en Cataluña- era un doloroso recuerdo próximo; «Huida» se publicó en 1959 y, pese al tiempo transcurrido desde el final de aquélla, posee un carácter ardorosamente militante igual para el elogio que para la censura de uno y otro bando (sus hechos, ideología e individuos).

Reducido el censo de personajes que actúan en ambos cuentos, más aún en «Evadido» cuyo protagonismo se centra en Corsino o, más exactamente, en la pareja que forman el miliciano y el innominado perro «evadido» de trinchera a trinchera, relacionados hombre y animal transitoria y estrechamente hasta la muerte del segundo; la rudeza que distinguía habitualmente los hechos y dichos del minero de Sotrondio -«huraño, hosco» pero también muy parecido a un niño pues era «tierno, mollar, confiado»-, junto a las circunstancias excepcionales en que anda metido -la lucha a muerte-, explican el insólito y sangriento desenlace. Sus compañeros de trinchera, todos anónimos (entre ellos, el que cuenta el caso) y sin diferencias ostensibles entre sí, constituyen acompañamiento sin más y cumplen la función de espectadores. De pasada, en un momento del monólogo-diálogo que sostiene consigo mismo, explicita Corsino -elemental y justiciero- los motivos que ha tenido presentes para lanzarse a la lucha: «Vine a defender la razón y la libertad [...] No se pueden tolerar ciertas cosas [...] ¡Por eso lucho! Los de enfrente quieren eso: el rebaño brutal, los niños descalzos, las prostitutas, las matanzas de chinos...».

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Son los motivos aducidos también por José García, el modesto indiano de Ribadesella, que, con sus años a cuestas, viene desde EE. UU. para ayudar en la guerra contra el fascismo; desordenada y apasionadamente los apunta en la carta a su amigo Jimmy Stevens, de Brooklyn, para que el norteamericano sepa que «esta gente [quienes defienden a la República] está llena de razón» y, sin embargo, llevan las de perder. Es precisamente esta vuelta suya a la tierra natal y las peripecias corridas en ella hasta la muerte, gravísimamente herido en una acción de guerra, lo que constituye la materia del relato («Huida»), completada con una secuencia retrospectiva -la segunda de un total de siete- y con varios fragmentos de dicha carta. El escenario elegido es, además del puerto de Gijón y del mar de la huida, algunos otros lugares donde el animoso García usa las armas y da muerte a un joven combatiente enemigo -«Era un muchacho. Llevaba una boina roja caída sobre los ojos asustados. Sólo había asombro en su rostro lampiño. Trató de echarse el fusil a la cara. Pero don José se le adelantó»-. En esta ocasión, pero también antes y después de ella, nuestro personaje está acompañado por varios camaradas (su sobrino Aquilino, principalmente), asimismo animosos, admirados ante la valentía de quien les supera bastante en edad y al que entristece la aparente inutilidad de un esfuerzo personal ya tardío. En la secuencia sexta y penúltima, la linealidad relatora que venía observándose desde el comienzo se rompe -será recuperada en la séptima y última- y el tiempo de la acción se adelanta unos meses -desde el 24 de agosto de 1937 hasta el 28 de marzo de 1938, precisa el autor- y el protagonismo se traslada desde los seres humanos a la carta a Stevens, no llegada a manos del destinatario por haber caído en manos de la censura enemiga y ser finalmente destruida, circunstancia que sirve como pretexto para una brevísima valoración de ella:

Era una larga carta en la que un hombre contaba su vida a otro hombre que vivía al otro lado del mar. Una carta lisa, llena de humana emoción que no había sabido manifestarse. Detrás de aquellas líneas apretadas se traslucía un hondo dolor, un dolor infinito... Pero la carta era fría y, a veces, ampulosa, y apenas si llegaba a dejar entrever toda la pena con que se había escrito, toda la emoción que había guiado aquella mano al escribir aquellas líneas.



También así se da entrada, innecesaria a mi juicio, a un personaje episódico, Rodrigo Candamín, un inútil y asesino señorito falangista colocado en los años de la guerra como censor de la correspondencia y convertido en la intención del autor en conspicuo representante de «esta España que huele a muerto», contrafigura de los combatientes republicanos.

Corsino y José García centran la atención del lector pues notoriamente llevan, con sus peripecias y singularidades, el peso de la acción y conforman así sendos casos de cuento de personaje, en los cuales se reduce considerablemente la participación de las gentes que los acompañan; cosa por el estilo ocurre en otros cuentos de Antonio Ortega: «Covadonga», «Dionisio», «El amigo de Cornelio», «Chino olvidado», cuyos títulos avisan de semejante característica; en todos ellos la singularidad de la criatura orteguiana en cuestión justifica el relieve que le fue concedido. Los cuatro son más bien seres elementales o primarios en los que prevalecen sus impulsos naturales, defensores de su libertad tanto como hostiles a las convenciones sociales y por ello bastante extraños; añádase que   —249→   en algún caso -como el del apodado «Covadonga» y el de Antonio Chang- se trata de hombres machadianamente buenos y tendremos así delineado en lo fundamental el perfil de tales personajes, dados desigualmente a la acción externa pues mientras «Covadonga» y Chang se muestran resignados con su infortunio -al primero le aconseja su amigo el narrador:

«Covadonga», hermanito: haz algo. ¡Rebélate! Rebélate contra alguien, contra la propia vida que te ha hecho tan bueno. Blasfema, pon una bomba, mata a un niño, estrangula a un pájaro... Pero ¡por lo que más quieras, «Covadonga», haz algo!»;



al chino, «que no esperaba por nada sólo le quedaba, ahora, la resignación»-, la actitud de Antón y de Dionisio dista mucho de ser resignada: el primero confía esperanzado en que Cornelio, su amigo loco, recobre la memoria y, con ella, la normalidad de su vida -para conseguirlo viaja los domingos al manicomio de Carballedo e intenta avivársela cantándole una canción muy querida por él-: «Y de pronto se le ocurrió aquella idea [...]. Sus ojos brillaron de alegría. Se apoyó sobre el hombro de su amigo y volcándose sobre su oreja cantó en voz baja: -Debaxu del molino, leré, leré...»-; Dionisio, a quien el mar trajo a Perlora y le arrebató otro día misteriosamente, con su talante de «hombre excesivo, lleno de vicios y virtudes; cordial, mentiroso, implacable e ingenuo», llega a convertirse en símbolo para sus compañeros y amigos, tal como Laudelino les explica: «Dionisio era distinto. Era como hubiéramos querido ser nosotros y como no fuimos ni seremos nunca». Son filósofos de la vida a su modo, de ordinario cada uno «oye las cosas y ve las cosas sin complicaciones intelectuales [...] y sin tratar de buscarles ninguna explicación» (como le pasa a «Covadonga») y posee unas ideas muy peculiares acerca de Dios, el amor o la amistad. Son, además, trabajadores -el minero Corsino, el marinero Antón, el campesino Marcelo- o desocupados como «Covadonga» y Dionisio, y están colocados en un medio no urbano, bien avenidos (a lo que parece) con su condición de solitarios -el chino Chang, Corsino, Dionisio, «Covadonga» y Antón viven solos-, se agarran a los amigos (como Antón a Cornelio) para hacer frente mejor a la soledad, e incluso el perro coprotagonista de «Evadido», las vacas que Marcelo dice ver (o sueña), el perro y el gato que hacen compañía en la prisión a Chang son presencias vivas que complementan las humanas y en algún caso las sustituyen.

Frente a la ya advertida escasez de concreciones del tiempo real o histórico, hay en estos cuentos de Ortega una cierta abundancia de indicaciones concernientes al escenario geográfico sea en Asturias o en Cuba, aunque no falten casos de indeterminación. Lugares asturianos de mayor y menor importancia constan abiertamente o encubiertos en «Yemas de coco» -Ablanedo342, que es Oviedo; aldeas como Palaciós, Robledo y Nieva, complementados con alusiones a las minas, los mineros y la sidra, más el habla dialectal (palabras y expresiones) de una criada y el apellido Felechosa del marido de la protagonista (como el nombre de una localidad sita en la parte alta del concejo de Aller)- y otro tanto   —250→   sucede en «El evadido» -donde son invocados parajes y edificios de la ciudad de Oviedo, el río Nalón y Sotrondio, la villa natal del protagonista-, en «Dionisio» -Perlora y la playa del Arbeyal- y en «El amigo de Cornelio» -donde a la capital de la provincia se la llama Carballedo, «con su Catedral, su Gobierno Civil, su Diputación y el Manicomio»-; Gijón y la campa de Torres, principalmente, sirven en «La huida» de acomodo para las peripecias corridas por José García. Tal abundancia no supone enclaustramiento localista pues se trata nada más que de la necesaria fijación en el espacio, dada con sobria medida ya que el autor no se complace en la descripción. Otro tanto pasa con la localización cubana (habanera) existente en los cuentos «Covadonga», «Noche de febrero» y «Chino olvidado».

Unos y otros escenarios -esto es: los concretados y los indeterminados- son albergue adecuado para personajes y episodios que, diversos entre sí, ayudan a dar a los relatos un tono o carácter distintivo dentro del conjunto al que pertenecen y así puede hablarse de argumentos BÉLICOS -inspirados en nuestra guerra civil: caso de «El evadido» y «La huida», con su cortejo de desdichas y odio entre compatriotas, rota una situación de convivencia-; SENTIMENTALES-AMOROSOS -en «Yemas de coco», «Siete cartas a un hombre», «Silicato», «Lauri», con un denominador común de infortunio, como si el amor fuera una realidad maldita ya, respectivamente, por infidelidad y muerte de la mujer, por muerte prematura del joven enamorado, por ruptura entre Lucila (la denominada «Silicato») y su admirador, o por el episodio no desvelado que acarreó la muerte de Laura (o Lauri)-; FANTÁSTICOS o IMAGINATIVOS, condición determinada bien por la locura del protagonista («Marcelo ve vacas») -un trastorno parcial y transitorio que le permite, a la manera de Don Quijote, actuar con normalidad en cuanto no toca a aquélla-, bien por la naturaleza del personaje, excepcional como sucede con el supuesto ángel de «La pluma blanca», cuento difícil para «hombres [lectores] de poca imaginación»; casos ya considerados de SOLEDAD, que permite mostrar la gran independencia personal de los protagonistas. Algo de cuanto queda apuntado hay en «Noche de febrero», relato suma de la vida y la muerte de cinco personas residentes en un hospital, cinco distintos casos contemplados desde la relativa lejanía del jardín de la casa por un «cansado» médico, Ramiro Ponce, que a sus cuarenta y ocho años «pensó que ya era hora de ir poniendo sus cosas en orden»; el DOLOR, en variable gradación, se alza como dominador del polimorfo conjunto, al que la reflexión de Ponce a propósito del sufrimiento ajeno y de sí mismo carga de gravedad. Aunque en varios de estos cuentos se produzcan situaciones regocijantes y haya personajes que con sus palabras y hechos muevan a la risa o a la sonrisa, lo cierto es que no resulta posible catalogar a ninguno de ellos como cuentos de humor.

Desigualmente implicados en tales argumentos se encuentran los personajes creados por Antonio Ortega, hombres y mujeres, tratados con evidente simpatía en bastantes casos pues, por ejemplo, la bondad e inocencia de «Covadonga» y de Chang se hacen merecedoras de ella; un recuento sobre el particular daría como resultado que en este poco poblado universo humano son más los hombres que las mujeres y éstas, por lo general, más poderosas o decididoras que sus compañeros, hasta sus burladoras en algún caso, aunque ninguna sea protagonista neta o en solitario; actuantes en el presente de la narración o evocadas retrospectivamente comparecen Palmira, la más elemental del breve grupo, en «Yemas de coco», Maruja en «Siete cartas a un hombre», Lucila en «Silicato» y Laura en «Lauri».

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Decía páginas atrás que la carga narrativa que contienen «Primavera en Europa» y «El dolor de la guerra» aproxima ambos artículos periodísticos a cuentos; su origen estuvo en sendos concursos -convocado el primero por la Dirección de Propaganda del Ministerio de Defensa Nacional y premio «Varona», el otro-, resueltos muy favorablemente para Ortega. Se trata de una serie de muy breves historias -seis en «Primavera» y tres en «Dolor»-, posible germen de relatos más extensos situados en diversos lugares con circunstancias y protagonistas diversos pero coincidentes en lo desdichado del caso, generalmente rematado con la muerte. El conjunto es completado, para cumplir así con uno de los requisitos exigidos en las bases de la convocatoria, por una especie de moraleja o disertación, menos divagatoria y más ajustada en «Dolor» (un año posterior a «Primavera»), admonición o aviso para gobernantes y gobernados.




Nivel de la forma

Los cuentos aquí considerados brindan una riqueza formal -estilo, estructura, procedimientos narrativos- que contribuye externamente y de manera eficaz a su mérito, lo cual indica claramente que Antonio Ortega fue un diestro y bien dotado narrador.

Comienzo el repaso fijándome en el uso de comparaciones e imágenes y otros rasgos expresivos que sirven (a lo que creo) para apresar más menudamente la realidad, explicándola o aclarándola en algún caso y, de ordinario, embelleciendo la superficie expresiva. Los términos que entran en relación comparativa, merced a «como» (el nexo más socorrido) o «parecía», no son los habitualmente empleados pues la capacidad orteguiana se esfuerza por conseguir asociaciones novedosas, recurriendo, por ejemplo, a elementos de la naturaleza: «tu voz [la de Lucila, recuerda al cabo del tiempo su enamorado] es rápida, pequeña y confusa como la de un arroyuelo» (cuento «Silicato»), donde advertimos el término «voz» calificado triplemente y cada uno de estos adjetivos encierra un pormenor que se ajusta a la realidad del segundo término, «arroyuelo», rápido en su andadura, pequeño tal como indica el diminutivo utilizado y confuso por el murmullo que produce su deslizamiento; o (cuento «Chino olvidado»): «[...] desde allá arriba [el sitial del magistrado] bajó la sentencia, rápida, fría e inesperada como un alud», caso (como el anterior) de triple calificación, según pienso un rasgo grato a nuestro escritor en cuanto anima el procedimiento comparativo. Comparación e imagen se superponen en algunos de los ejemplos que pudieran aducirse y en ellos hace acto de presencia una que podríamos llamar veta vanguardista implantada en los años 20, cuando Ramón Gómez de la Serna con sus greguerías pesó considerablemente en nuestras letras; a vanguardia suenan expresiones como las siguientes: «Era mediodía y las sombras se apretujaban, moradas y concretas, al pie de las cosas, como alfombras» (cuento «El amigo de Cornelio»), que es entre comparación (hay un «como») e imagen (parece haberse creado una realidad nueva); o las tres relativas a un viaje en tren (en el mismo cuento): «Pasaban lentamente las cinco estaciones, atadas por los hilos del telégrafo», «de vez en cuando [...] uno de los cuatro túneles -párrafos tachados en el paisaje- le vendaba los ojos [al viajero]», «el paisaje llevaba marcha atrás y estaba rayado, como las películas viejas, por los finos juncos grises de la lluvia», donde cuentan la posición del viajero en el departamento, sentado contrariamente al sentido de la marcha, la lluvia deslizándose por los cristales del vagón (como «finos juncos grises» sus gotas) y, en un segundo plano, el recuerdo cinematográfico, poco más de dos líneas en total cargadas de   —252→   elementos perfectamente aproximables entre sí. Idéntica progenie ostenta este par de menciones a la luna, diríase que no muy respetuosas, como si hubieran de incluirse en el odio universale per la luna predicado por el futurista Marinetti: «De vez en cuando, la luna llena asomaba su cara boba -de botón de calzoncillo- por algún desgarrón del cielo» («El evadido») o «La luna era una grande y pálida camelia sin olor» («Chino olvidado»).

La frecuencia de los adjetivos calificativos y la trimembración distinguen el estilo de Ortega, manifestación quizá del afán por precisar lo más posible las propiedades de la persona o cosa de que se trate: un único calificativo diseccionador, a veces, pero en mayor número de casos parejas y trípticos y, también, agrupaciones más nutridas («parvo, canelo, peludo, bucero y sucio», cinco calificaciones para el anónimo perro coprotagonista de «El evadido») dan compañía al sustantivo que los nombra, y nunca o casi nunca son despliegue meramente lujoso. En ocasiones (como en el ejemplo anterior) el autor constata descriptivamente realidades concretas y externas que saltan a los ojos del contemplador pero otras veces el repertorio ofrecido está hecho a base de realidades bien diferentes, anímicas o internas, menos fáciles de apresar; en el mismo cuento, junto a la enumeración perruna encontramos ésta que atañe al coprotagonista humano, que «era tierno, mollar, confiado, irreverente y espontáneo como un niño».

La dicha abundancia adjetival es parte de un desahogado manejo del léxico que Ortega conoce cumplidamente, lo cual le permite utilizar vocablos ya anticuados -caso de unas nubes que caminan «coitosas» o apresuradas-; familiarismos como «fulastrería», componiéndolo sobre «fulastre» o chapucero; cubanismos -verbi gratia: «guataca» (adulador) o «gandío» (hambriento)- y las denominaciones de plantas y animales, científicas y precisas, consecuencia de su profesión docente -«con ese afán pedagógico que me caracteriza» declara al comienzo de «Yemas de coco»-: sabe así de la existencia del perro «bucero» que (como sus congéneres) «hopeaba»; en la breve descripción de un jardín se complace en mencionar las «altas y oscuras casuarinas», las aralias de los setos y los habiscos «de grandes flores pensativas»; las tuberosas (nardos) cuyo perfume «mareante» (el que usaba Lucila) sirve, proustianamente, de recordatorio para su enamorado. Por el mismo camino van las alusiones al paso donde es utilizado el término científico preciso: dígase el epitelio de unas extremidades inferiores, la esclerótica de los ojos de «Covadonga» o la calcopirita a que se asemeja el brillo de las luces del crepúsculo.

Como si se tratara de acotaciones teatrales hay en pasajes de algunos cuentos -caso de «Chino olvidado» y de «La huida»- acumulación de paréntesis acompañando al relato-núcleo, que en el primer caso -la libertad imprevista de Chang- reparan brevemente en objetos -«había quinientas estatuas [...]»-, edificios -«[...] entre las sombras se alzaba el Cuartel de los Cinco Pisos»- o circunstancias varias -como que «en la orilla opuesta brillaban millares de farolitos [...]»-, y corren a cargo del autor. De otra naturaleza son los paréntesis de «La huida», obra del protagonista que encierra dentro de ellos recuerdos personales y reflexiones acerca de la situación bélica que está viviendo, como fragmentos sueltos de un monólogo interior.

En cuentos de gran sencillez estructural y cuentos de alguna complicación a este respecto podrían repartirse los escritos por Antonio Ortega, sin que la fecha de su composición   —253→   tenga nada que ver con una posible evolución de menos a más (o viceversa) pues «Covadonga» y «Dionisio», ejemplo de sencillos, son posteriores a «Yemas de coco» y «Siete cartas a un hombre», ejemplo de alguna complicación, y anterior es a «Lauri», asimismo complicado; linealidad del relato, un personaje convertido en protagonista, ausencia de intriga son rasgos de los dos cuentos mencionados en primer lugar, mientras que sus otros tres compañeros contienen retrospecciones, protagonismo compartido y una fábula algo enmarañada. Las huellas vanguardistas en la expresión se advierten lo mismo en cuentos de preguerra que de exilio. Ortega acostumbra a aclarar en alguna medida el componente intriga de varios relatos, atando los cabos sueltos de la peripecia diríase que para tranquilidad de su lector, a quien ofrece -caso de «Yemas de coco»- indicios informativos que le orientan progresivamente; más nebulosa se presenta la desaparición de Laura pues los indicios son ahora un tanto contradictorios. Intrigadora o paladina la exposición de la peripecia, avanza ésta ayudándose de una como numeración capitular -en «Yemas de coco»- o de acuerdo con la partición del bloque argumental en secuencias separadas tipográficamente por tres asteriscos; la separación supone a veces un salto en el decurso temporal e incluso un cambio en la voz narradora -en «La pluma blanca», por ejemplo, pasan meses desde la secuencia inicial hasta la segunda y a la voz de un narrador impersonal (¿el propio autor?) sigue la del redactor Rodríguez, testigo de los hechos-. Recursos como el empleo de cartas, a las que se confía un tramo de la acción -«Yemas de coco»- o su totalidad -«Siete cartas a un hombre»-, o la conversación telefónica -en «Silicato»- ayudan al progreso de la peripecia e introducen una variante en la técnica presentativa.

En el volumen que nos ocupa encontramos muestras de cuento con final cerrado ya por la muerte del protagonista, lo que hace imposible cualquier tipo de continuación -así ocurre en «Yemas de coco», «La huida», «Lauri», «Siete cartas a un hombre», «Chino olvidado», «El amigo Cornelio»; acaso en «Dionisio», cuya misteriosa desaparición hace suponer su muerte-, ya por ruptura entre las personas protagonistas de una historia sentimental acabada -así en «Silicato»-, mientras sigue en pie luego de su última línea una posibilidad abierta de continuación para «Marcelo ve vacas» o «Covadonga», ni fallecidos ni víctimas de ninguna ruptura.

* * *

Escribí en otra ocasión343, y lo repito ahora, que tanto la obra literaria -los cuentos ocupan en ella lugar muy destacado- como la periodística de Antonio Ortega hablan claramente de un talento de escritor fino, sensible y culto, dueño del idioma y acaso, desgraciadamente, no llegado a su pleno y satisfactorio desarrollo en virtud de las malhadadas y azarosas circunstancias de su vida desde que cumplió los treinta y tres años, pero merecedora -a lo que creo- de conocimiento y reconocimiento mayores que los actuales.





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ArribaAbajoLuis Amado Blanco (1903-1975), narrador

María Martínez-Cachero Rojo


Universidad de Oviedo

La relación efectiva del escritor Luis Amado Blanco con Cuba comienza en 1935 cuando el director del diario Heraldo de Madrid le envió a la isla como cronista de los acontecimientos políticos que en ella se habían producido: el derrocamiento del tirano Gerardo Machado por Fulgencio Batista; los dieciséis artículos de la serie titulada ¿A dónde vas, Cuba? tuvieron buena aceptación. Un primer paso, en suma, que corroboraba un sentimiento poco menos que familiar ya que sabido es que «en mi Asturias natal, muchas casas viven mirando a Cuba»344; el último y definitivo paso sucedería un año después, ocasionado por la guerra civil española que cogió al matrimonio Blanco en la localidad asturiana de Riberas de Pravia, pasando las vacaciones veraniegas; Juan Antonio Cabezas, amigo y colega de nuestro escritor, contó345 las peripecias de su salida de España:

Era el mes de septiembre de 1936 (plena guerra civil en Asturias). En Gijón me encuentro con Amado-Blanco. Iba acompañado por Alejandro Casona, cuya obra Nuestra Natacha se representaba en el teatro Dindurra. Los dos estaban muy asustados por los acontecimientos y se proponían marchar al extranjero. Otro periodista amigo y yo preparamos el viaje; Ovidio Gondi comentó: «Vamos a sacar de España a dos poetas que no pueden con el miedo». Santander era la auténtica «ciudad alegre y confiada». Allí no se descubría el menor síntoma de la guerra. Funcionaban hoteles, teatros y restaurantes de lujo. Cenamos como burgueses. Allí no se pagaba con vales, pero Luis Amado-Blanco llevaba dinero. Al día siguiente supimos que Casona y él habían embarcado en un barco francés autorizados por el gobernador civil de la provincia.



Ya no volvería a España, salvo en alguna breve escapada346 pues, según él mismo reconocía347,   —256→   «desde mi llegada [a Cuba], tanto mi esposa como yo nos integramos totalmente, hasta fundirnos entre su gente. Éramos, desde aquel momento, dos cubanos más».

Vendrían más tarde, dentro de un exilio no marcadamente doloroso, hechos como -en lo político- su incorporación a la causa que defendía Fidel Castro, primero como rebelde contra Batista en Sierra Maestra y, desde 1960, como gobernante en La Habana, y -en lo literario- una intensa y variada actividad -periodismo, ensayismo, poesía, crítico teatral, narrador, autor de algunos libros-, que le convertiría en nombre relevante del mundo de las letras348. Añadamos por último -un caso más de su adhesión fidelista- el nombramiento como embajador de Cuba ante la UNESCO, y en Portugal (1960-1962) y en el Vaticano (1962-1975), misión esta última aparentemente difícil, pero en la cual (a la altura de 1971) «de verdad, no hay ninguna pega. Al contrario: cordialidad absoluta»349. Luis Amado Blanco murió en Roma, repentinamente, en la madrugada del día 10 de marzo de 1975.

En una de las solapas de Un pueblo y dos agonías se advierte que «con este libro, comienza [subrayo] su labor de novelista» quien hasta entonces había cultivado con preferencia otros géneros: el artículo periodístico y la poesía, un tanto relegada después en favor del relato (de hacer caso al crítico Juan Marinello350, así breve (cuento) como extenso (novela): «En los primeros encuentros el relato se llevó la palma. [...] La poesía quedó un poco en la espera del reencuentro [...]»). Son tres los volúmenes narrativos publicados por Amado Blanco: Un pueblo y dos agonías (1955), Doña Velorio (nueve cuentos y una nivola) (1965) y Ciudad rebelde (1967).


Un pueblo y dos agonías

¿Prohibió Batista, que en 1952 había vuelto a mandar en Cuba (sustituyendo a Carlos Prío Socarrás), que Un pueblo y dos agonías se publicara en Cuba? Lo cierto es que su autor lo sacó a sus expensas en México, dentro de la serie «Novelas Atlante» de la editorial Grijalbo: un volumen de doscientas páginas con una ilustración de Raúl Martínez y una cubierta ideada por Juan Madrid, al cuidado de Blas Muñoz Galache. En la solapa antes aludida encontramos las siguientes palabras de caracterización y elogio de las tres narraciones que lo forman: «Un nuevo sentido de la narración, ágil y profundo en el que se revelan los mecanismos internos de la pasión a lo largo de dos existencias agónicas, como quería don Miguel de Unamuno. Novelas enteras a pesar de su brevedad, descarnadas y duras pero envueltas en una atmósfera poética de hondo y entrañable humanismo», afirmaciones de las cuales importa reparar en la invocación a Unamuno, el narrador «agónico» cuyas «nivolas» pudieron servir de modelo para nuestro autor, deseoso de conceder a sus tramas y criaturas una cierta densidad o trascendencia, al tiempo que -tal como predicó   —257→   y practicó don Miguel- reduce en sus narraciones elementos que estimaba superfluos, como la descripción paisajística -la del Puerto de Pajares, verbi gratia, en el viaje a Asturias de algunos personajes de «El gato» ocupa solamente una media docena de líneas- o la prehistoria de algún personaje, así como el posible parecido que algún otro muestra respecto de alguna criatura unamuniana -¿no tiene Julia, la muchacha que se quedó soltera y es personaje destacado de «El gato», andando el tiempo, papel análogo al que cumple la tía Tula en la obra de Unamuno así titulada?


Avilés, recordado y lejano

«El pueblo», la primera de las narraciones integrantes del libro que nos ocupa lleva entre paréntesis la siguiente advertencia a los lectores: es «a manera de prólogo que quizás deban saltarse los verdaderos lectores de novelas», lo cual apunta a la evidencia de que una cosa es esta digamos introducción y otra, distinta, las dos narraciones que siguen, pues ahora estamos ante un recuerdo emocionado de la tierra natal, encarnada en Avilés351, «un lugar de Asturias de cuyo nombre me acuerdo muchas veces, una villa tendida cerca del mar pero a la que no llega el encaje de las olas», que potencian la lejanía geográfica y el paso del tiempo; éste trae desapariciones como las de los muertos aquí mencionados pero antes de nada encontramos la imagen antropomorfa -y no muy feliz, a lo que creo- de Avilés:

Venía no se sabe de dónde, [...] con la cabeza triste, los ojos opacos, el corazón inseguro, las piernas débiles y la espada dormida. [...] Acomodó su cabeza entre los montes llamados de la Luz, extendió el brazo izquierdo como señalando un camino, puso la espada tendida a lo largo de su figura por el lado derecho, estiró los pies hasta mojarlos en el agua del Cantábrico y se quedó muerta, feliz, sonriente, como si estuviera soñando.



Nombra Amado Blanco diversos lugares de la villa, recuerda a los serenos, consustanciales a sus noches; se centra después en los muertos, que reviven y vuelven -«sin saber qué mano la impulsa, la verja [del camposanto] se abre y una larga procesión emprende el camino de la villa»-, cada uno con su personal agonía y todos ellos, posible sujeto de una evocación individualizada, como ocurrirá con Julia y Romualdo. Teatro, Comedia, Agonía: eso es o parece ser la vida humana según el autor; semejante entendimiento se ejemplifica en las dos narraciones que siguen y premonitoriamente lo advierten los textos bíblicos tomados del Cantar de los Cantares y del Libro de los Salmos que sirven como lema. Por ello convendrá, desoyendo al autor, no saltarse la lectura de tal introducción.




La tía Julia y «El gato Moro»

El gato llamado Moro da título a un relato que tiene como personaje principal a Julia, su ama, uno y otra solos en el desenlace extraño y misterioso de la historia, una acción   —258→   extendida a lo largo de mucho tiempo, lo que permite la convivencia en sus páginas de hasta tres generaciones familiares: padres o abuelos, hijas y nietos, seis personas pertenecientes al mismo árbol genealógico, más otros parientes (la tía Clotilde y su marido), más el pretendiente frustrado de Julia y el marido de Marcela, su hermana, censo, pues, poco numeroso, cuyos integrantes viven y actúan en dos principales escenarios -Madrid y Avilés- y, más de pasada, Biarritz y Bayona. Se trata, en suma, de las vicisitudes de una relación familiar puesta en manos de los padres de Julia y de ésta y Marcela, su hermana mayor, en la cual apenas cuentan los demás personajes; relación cerrada, puesto que no va más allá de los muros de la casa-madre y del ánimo de los interesados, y relación no precisamente de concordia. Julia, testigo y actora según los casos y momentos, es quien, pasados los años, sola en el despoblado hogar con sus jóvenes sobrinos (los hijos de Marcela) y convertida en narradora omnisciente, informa de los hechos externos sucedidos y, también, de las que piensa fueron sus razones y sinrazones. Los padres de Marcela y Julia eran muy diferentes entre sí -la cultura del varón, por ejemplo, suponía, frente a la egoísta rutina de su esposa, un elemento discordante-; también diferían bastante ambas hermanas, pues Julia, más generosa y abierta, se llevaba muy bien con el padre, en tanto que Marcela era ostensiblemente la favorita de la madre y ambas estimulaban, con sus manías, esa disparidad: «Por las noches, Marcelina y yo en el mismo cuarto éramos como dos amigas que simpatizan, pero sin nada más, sin una gota de la misma sangre latiendo en nuestros corazones»; la madre era culpable además, con su favoritismo, de que no «hubiéramos sido dos hermanas normales, la una en la vida y preocupación de la otra». En el proceso de tal relación se producen momentos presididos por la crueldad cuando Julia, sola con su madre, se enfrenta a ella pidiéndole, violentamente, una explicación de su actitud:

Me abalancé sobre ella. La cogí brutalmente por los brazos.

-Mírame, mírame bien. Soy yo, Julia, Julia, y quiero saber si eres mi madre y por qué una madre odia a una hija sin motivo alguno.

No hizo resistencia. Era un muñeco mudo y desarticulado en mis manos como tenazas. Lo sacudí violentamente. Le pregunté, una y otra vez, escupiéndole las palabras. No respondía. Me dio miedo y asco, asco y miedo para decir mejor aquello tan revuelto que me cerraba las entendederas y los sentimientos. La tiré sobre el sofá. Me quedé mirándola. Ella al principio yerta, después bajo las olas de unos altos sollozos. Me fui.



La historia que se nos cuenta es, igualmente, una historia de muerte: los padres y los tíos y la hermana de Julia y su cuñado van desapareciendo y quedarán convertidos en sombras instaladas en la memoria de quien evoca su presencia antaño, cuando vivos; por eso piensa Julia que

mi vida es una tumba. Un camino de tumbas con nombres y apuntes de esperanzas fallidas. Y sobre ellas, el ramo de mi sonrisa a flor de labio, mientras allá en lo hondo ardía la llama de mi juventud perdida para siempre. Ni hija, ni novia, ni mujer, ni madre,



aunque tal vez esta última condición pueda ejercerla respecto de sus sobrinos Julia y Luis, savia nueva para el añoso árbol familiar, cuya situación reciente y más visible aparece   —259→   simbolizada por el polvillo cenizoso que, pese a la limpieza de la criada de la casa, cubre día tras día el globo terráqueo del despacho paterno y que no es otra cosa que

ceniza de nuestra vida muerta por dentro [...] Ceniza de nuestros ojos y de nuestras manos y de nuestro padre, ya en su tumba fría.



La narradora omnisciente que es Julia realiza su rememoración sentada frente a un retrato de su hermana, cuya contemplación despierta un soterrado mar de historias:

Estaba frente a mí mirándome con sus ojos templados y dóciles, con su sonrisa angelical, con su porte de reina. [...] Allí, de frente, como si pudiera aún levantar el dulce pecho en una respiración pausada, como si fuera a decirme algo para endulzar mis muchos años de infortunio, como si yo pudiera llenar mi corazón abandonado, lo mismo que un sótano grande y húmedo lleno de trastos inútiles para el ensueño de unas horas.



Indicada esta presencia singular, inmediatamente se pone en marcha la retrospección, cargada de sucesos de vario signo cuya existencia efectiva ocupó un largo espacio temporal pero cuya comparecencia en la memoria de Julia se resuelve en las páginas que van desde la 34 (mediada) hasta la 90 (casi completa), cincuenta y seis en total que representan un bien llevado y ordenado empeño recordatorio. El final se marca externamente merced a una tipografía distinta que echa mano de la cursiva y que, en lo relativo al contenido, se envuelve en una relativa misteriosidad que permitirá incluso el nacimiento de la leyenda o la conseja, dos términos de referencia utilizados por el autor cuya voz cierra la narración.




La obsesión de Romualdo

Con sobrado motivo da título este personaje a la tercera narración del libro («Mi tío Romualdo»), pues lleva la acción como protagonista omnipresente; su historia es la de una obsesión de carácter religioso: el pecado original, la carne y la pureza, obsesión que le trae a mal traer y de la que es ejemplo su comportamiento con las tres mujeres -Matilde, su pariente Mercedes, la criada Josefina- que pesaron en su vida y, también, sus reiteradas reflexiones sobre el particular como sucede, verbi gratia, en las páginas 123 -«Soy un hombre, un pobre hombre hecho de carne perecedera. Tengo apetitos y sufro y me quemo [...] Esto del pecado original, esto del pecado de la carne no se puede explicar. Se siente o no se siente. Se sufre o no se sufre»-, 131 -«El destino del hombre es la pureza, ponerse de pie y mirar al cielo dominando las debilidades del pobre corazón. El corazón, que lo mismo toca a rebato por una hermosa pechuga de mujer que por unos ojos llenos de virginal melancolía. ¿Será acaso que la virginidad es triste porque la alegría reside en el pecado?»-, 133 -«¿Y por qué sin el pecado de la carne la vida dejaría de ser y acaso Dios se mustiaría sin el espejo de la tragedia humana?»-, 147 -una sentida petición a la Virgen: «Virgen María, ayúdame. Yo no quiero ser pecador. Quiero ser puro como Tú, sin la mordedura de la carne. Y la carne no me deja vivir, palpitando bajo mi piel como un monstruo terrible»- o 180 -cuando la tentación, en figura de Josefina, le estrecha peligrosamente: «Tengo clavada su figura en los ojos y no consigo apartarla de mi lado. Su boca de fuego, la dura belleza de sus carnes, sus brazos como enredaderas de amor»-; tal vez se corrobore con   —260→   semejante muestrario la impronta unamuniana más atrás advertida, merced ahora a un personaje preocupado por cuestiones trascendentes. Romualdo resulta un individuo bastante raro y con frecuencia imprevisible a los ojos de sus parientes, amigos y vecinos, a quienes chocan sus peripecias sentimentales. Con ninguna de esas tres mujeres logra Romualdo la normal relación ansiada sino una y otra vez idéntico fracaso, llevado en el caso de Matilde hasta el extremo de una boda in artículo mortis.

Reducido censo de personajes, una vez más, en esta narración de Amado Blanco ya que en el conjunto encabezado por Romualdo figuran además de Matilde, Mercedes y Josefina, unos cuantos parientes, los criados y, destacadamente, un sobrino suyo, innominado, que diríase actúa como coprotagonista y que mantiene con su tío una relación singular de entrañable avenimiento pues «éramos [recuerda el interesado] dos amigos, dos grandes amigos». Semejante reducido censo se junta con el carácter cerrado de la acción, centrada en la pareja tío-sobrino, sin salidas fuera de las viviendas familiares -la de Romualdo, la de los padres del sobrino, la de Matilde, Rosa y Esperanza, primas de Romualdo- pues la calle apenas cuenta; añádase la localización de la acción en un mismo y único lugar (Avilés), salvo la esporádica salida del protagonista a su finca en Soto del Barco (capítulo X). No sé en virtud de qué motivos el lector queda ignorante de pormenores relativos a la infancia y adolescencia del sobrino, ese niño siempre solo entre personas mayores que niegan protagonismo a sus juegos, estudios, amigos, etc. -los mayores «ignoran que los niños también meditan, que los niños también atan cabos sueltos, que los niños también sufren por cosas de esas que ellos llaman sutiles».

El tiempo efectivo de la acción presente -no hay apenas acción evocada o tiempo pasado- está en más de una ocasión marcado explícitamente, así: capítulo V -llega la primavera-, VII -llega mayo-, IX -han llegado los veraneantes-, XI -se marchan los veraneantes-, XII -llegó el invierno-; dentro de ese espacio temporal ocurren sucesos importantes como la aventura carnal de Romualdo con Josefina (capítulo X), la enfermedad, casamiento y muerte de Matilde (XI), o la muerte en accidente de Romualdo (XII), un buen final que supone un caso necrológico más en la lista de muertes y muertos de esta narración, cumpliéndose así otra vez lo que parece insoslayable requisito en la obra de Amado Blanco.

Es claro que en «El tío Romualdo» existe un hoy -desde el que se recuerda y cuenta- y un ayer -recordado- pues en algún momento de la narración dice alguien (¿el sobrino?) que «no lo digo con palabras de ahora [subrayo] sino por sensaciones de entonces [subrayo]», indicación que se refuerza casi al final cuando ese alguien declara que «no se trata de mi comprensión de ahora [subrayo], de hombre que trabaja con los brumosos recuerdos de la infancia sino de aquel razonar infantil que me llenaba de dudas y por lo tanto de un espantoso desconsuelo». ¿Quién habla así? Parece que las circunstancias convienen al sobrino de Romualdo si bien, en unos párrafos de letra cursiva que cierran, el autor inventa a un tal Fernando, «mi amigo», que «me contó la triste historia de un tirón», una historia que la villa en que sucedió «ha olvidado».






Doña Velorio (nueve cuentos y una nivola)

Las narraciones que forman este volumen corresponden a esos días en que (según Juan Marinello) el relato ganó a la poesía en la dedicación de nuestro escritor, cuando en sus cuentos   —261→   «se mezclaron gozosamente sus sales asturianas a las del trópico» y, por ejemplo, obtuvo (convocatoria de 1951) el prestigioso premio «Alfonso Hernández Catá» y reescribió «Hacia otra orilla», bastante tiempo antes (1927) galardonado en un concurso del ayuntamiento de Avilés; el libro lo publicó en 1965 la Universidad Central de Las Villas (Cuba) y una segunda edición vio la luz (1970) en Barcelona (editorial Nova Terra, número 13 de la colección «Actitudes»). Algunas narraciones llevan cordiales dedicatorias -destaca la puesta al frente de Doña Velorio para el colega, amigo y paisano Rafael Suárez Solís: «A la querida memoria de Rafael Suárez Solís, escritor de pura cepa, con el dulce y picardioso amarre astur en la prosa de su literatura habanera»- y suelen ir encabezadas por textos de ilustres escritores -San Juan de la Cruz, Tirso de Molina (entre los españoles), Shakespeare y Goethe (entre los extranjeros)- que sirven de lema que ilustra acerca de su contenido, y son ejemplo de culturalismo.

La alternancia o convivencia Avilés-Cuba tiene lugar destacado en las piezas del libro pues, salvo una sin localización concreta («El desquite»), otra cuya acción transcurre en el extranjero («Defensa de la margarita») y otra más («Don Nadie») que pasa en Madrid, las restantes tienen mucho que ver ya con Avilés («Hacia otra orilla») ya con Cuba («Sola», «Bunny», «Sombra y compañía») o, alternadamente, como «Doña Velorio», «Pepín el mulato», «Entre paréntesis», circunstancia que cabe referir a la vinculación de Amado Blanco con la villa y la isla. Repasemos seguidamente algunos de tales relatos.

A la avilesina doña Caridad, esposa y viuda de indiano enriquecido, madre de María Antonia y suegra de un prestigioso abogado con fama de republicano en el cerrado ambiente local, la guerra civil la sacó de su entrañable patria chica -«¡Aquel Avilés, aquella villa encantada, quieta, blanda, de fina lluvia, con sus amplios soportales y la vida de cada cual en el secreto del vecino!»- y la situó (con los suyos) en La Habana, donde transcurren sus últimos años que emplea en el cuidado de su maltrecha salud, en el recuerdo del marido -lo cual supone una demorada y sentida retrospección- y en una intensa labor humanitaria de atención a personas conocidas casi en trance de muerte hasta que, imprevistamente, comienza a correrse la voz de que su acción caritativa resulta a la postre maléfica, lo cual origina el mote de «Doña Velorio». Junto a semejante pasión, aproximable a la practicada por el personaje «clariniano» Cuervo, encontramos en estas páginas, en virtud de la dicha retrospección, la extraña presencia de don Antonio, el marido que fue de la protagonista, un muerto-vivo o sombra que solícitamente la acompaña acá y allá, metidos en animada conversación que no siempre tiene como asunto el pasado puesto que a veces una noticia actual, matizada por el humor, se añade a la recordación. El mismo procedimiento pero con circunstancias distintas, protagonizado ahora por don Marcelino, viudo de María del Carmen, lo utiliza Amado Blanco en «Entre paréntesis».

También Cuba y Avilés (en este orden) son el escenario buscado para «Pepín el Mulato», que vino de Cuba y se asentó en Avilés, donde se le estimaba, tenía tertulia en su zaquizamí de zapatero y era en aquel pueblo bien pensante un republicano consentido, además de buena persona a carta cabal. Tanto en su pacífico republicanismo como en la militancia que adopta durante la guerra civil, en la que muere luchando, hay un anhelo idealista que le llena plenamente y así se lo dice a su amigo, el narrador:

[...] tengo la oportunidad de dar la vida por mi causa de siempre, buena o mala, pero la mía. Todos mis muchos años allá encerrado, [...], sin poder realizar ninguna esperanza. Ahora, por suerte, es diferente. El campo abierto, el sol, la lucha,...



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¿Suponen indicaciones como ésta un componente social (además de político) que anticipa en cierto modo la carga ideológica existente en su novela Ciudad rebelde? También la hay, más explícita ahora, en «Hacia otra orilla», algunos de cuyos personajes encarnan la oposición entre ricos y pobres -«los pobres y los acomodados. Los que exponen la vida y los que compran y venden [...]»-, caso de Isabelina (pobre) y Rosina (de familia acomodada), a cuya desigualdad social y económica se añade una rivalidad amorosa de consecuencias desdichadas.

«Don Nadie» es el título de la nivola-drama porque el destino del protagonista, don Salustiano, es dramático y en su resolución interviene la fatalidad por medio del camarero Alejandro, quien descubre su mentira y le lleva al paredón de los ejecutados en el Madrid republicano. Un contemplador imparcial y omnisciente narra la evolución sufrida por el protagonista, modesto empleado de un banco que llega a ser director del mismo en virtud de una singular casualidad, impensado ascenso el suyo que la guerra civil precipita hacia el abismo, tal vez como castigo a su mal proceder con Miralles, amigo de otro tiempo. El proceso seguido (ascendente y descendente) descubre otras caras de la personalidad del personaje, al principio sólo tertuliano anodino, y en ese descubrimiento está el quid de la nivola, cuyo argumento se cuenta linealmente; la vida española coetánea sirve como adecuado telón de fondo.

El tiempo real de las acciones narradas no se precisa de manera explícita y directa pero acá y allá existen puntos de referencia suficientes para localizarlas en un período que va desde los años 20 y 30, a los que corresponden las tertulias mencionadas en un pasaje de «Don Nadie»352, hasta las consecuencias dolorosas de la guerra civil -el exilio al que se ven forzados Doña Velorio y los suyos-, pasando por dicho acontecimiento histórico -combatiente en aquélla, como el protagonista de «Pepín el Mulato», o víctima fatal de la misma, como el empleado de banco don Salustiano-. No solamente en los episodios bélicos hay crueldad, pues en narraciones de otro contenido también se registra; así, don Marcelino con su hija, obsesionado por el parecido físico de ella con su madre ya muerta («Entre paréntesis»), o el desafío y lucha a muerte entre los hermanos Eduardo y Julio («Sombra y compañía»).

En esta línea va la reiterada presencia de la muerte, continuándose un rasgo ya señalado en Un pueblo y dos agonías; así lo mostraría un recuento a este particular que da como resultado dos muertes en «Doña Velorio», la de la muchacha protagonista de «Sola», tres más en «Pepín el Mulato», las cuatro de «Entre paréntesis», las cinco de «Sombra y compañía» y de «Hacia otra orilla», aparte una en «Desquite», «Defensa de la margarita» y «Don Nadie», un total de veintitrés muertes -por enfermedad o violentas, según los casos y los personajes- que tiñen dramática y funeralmente el conjunto.

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La escritura narrativa de Amado Blanco se distingue por una notoria frecuencia comparativa que la adorna oportunamente; el nexo más utilizado entre los términos puestos en relación, de variada naturaleza, es «como» y, también, «igual» o «lo mismo»; alguno de esos términos va acompañado en ocasiones de un calificativo que lo potencia sumándole un dato caracterizador («[...] la tierra lejana tira de él como un imán patético [subrayo]»), o de otras palabras que suponen una ampliación noticiosa más allá de la mera comparación («Un silencio, largo y profundo, envolvió todo el pueblo lo mismo que una nube negra, paralizando todas las actividades [subrayo]»). La frecuencia comparativa se enriquece con el empleo de imágenes pues existe en estos relatos una carga imaginística que quizá sea consecuencia del pasado vanguardista del poeta Luis Amado Blanco, como prueban ejemplos como «El pueblo en sombras, una luz temerosa en cada esquina y los cuadrados reflejos de las ventanas tirados por las calles», o esta resonancia lorquiana: «[...] y la lija del viento se frotaba contra los árboles». La estricta información núcleo queda así brillantemente animada.

La trimembración, en compañía a veces de la anáfora, es otro recurso distintivo de la expresión de nuestro escritor, recurso presente ya en el libro anterior que ahora encontramos con alguna frecuencia y relativa variedad pues junto a los casos más simples y breves -a base de sustantivos, adjetivos y verbos- hay otros constituidos por sintagmas de menor simplicidad, tal como sucede en el ejemplo siguiente: «[...] no todos [los emigrantes a América] llegan a hacer una fortuna por mucho que ahorren, por mucho que se peguen al trabajo, por mucho que sueñen despiertos con las monedas de oro en el cajón del amo» o en este párrafo de hasta cuatro componentes diversamente trimembrados pues en él se dan cita pareja de sustantivo y adjetivo, verbos en infinitivo u otras combinaciones: «La miraba, sí, la miraba [Don Marcelino a su hija] los ojos aturdidos, la boca apretada, las piernas débiles. [...] La misma reverencia insinuante, el mismo mirar, el mismo revoloteo del abanico. La misma cara con una luz de pasión contenida, la misma breve cintura, la misma morbidez cálida del pecho». ¿Qué función cumple dicho recurso? Los ejemplos aducidos suponen principalmente un lujo o adorno en la expresión.

Amado Blanco emplea preferentemente la narración lineal de los hechos desde un comienzo hasta un final que suele ser cerrado, si bien semejante camino directo no es incompatible con ciertas variaciones como las operadas en «Doña Velorio», «Sombra y compañía» y «El desquite», que ofrecen muestras de ruptura en la narración debido a la retrospección efectuada. «Doña Velorio» comienza con una conversación entre ella y su hija María Antonia, en la cual la madre exclama: «¡Si vieras la rabia que le tengo a Colón!» [por haber descubierto América]; enlaza así la página 12 con la 16, cuando la hija le responde: «-Pero, mamá, ¿qué hubiera sido de nosotros si Colón no hubiera descubierto América? Ni papá te hubiera conocido, ni yo existiría»; entre ambos límites comienza una retrospección a cargo de la protagonista. En «Sombra y compañía», desde la línea 27 de la página 103 hasta la línea 22 de la página 111 hay una retrospección que se llena con datos del pasado de los hermanos Eduardo y Julio, siempre tan unidos; con su presente y hasta la muerte de Eduardo (a manos de Julio) continúa y concluye el relato, que había comenzado -como in medias res- con la noticia (páginas 101-103) del cadáver del muerto. En la página 149 de «El desquite» se interrumpe el presente del relato hasta la página 159, dejando paso así a la historia del matrimonio de Marta.



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Ciudad rebelde, literatura comprometida

El narrador Luis Amado Blanco entró en el cultivo de la novela extensa con Ciudad rebelde, un volumen de más de cuatrocientas páginas cuya composición se terminó en Roma el día 31 de octubre de 1966 y cuya primera edición data de 1967 (Barcelona, editorial Nova Terra)353. Preceden al texto una dedicatoria «al doctor Fidel Castro, que un día nos resucitó con la primavera de una antigua esperanza», una cita perteneciente al Libro de Nahúm (Antiguo Testamento), a manera de lema, y unas cuantas líneas del autor en las cuales se explica lo que es en su intención el libro: «una novela de aventuras» -y no son pocas ni poco intrincadas (añado por mi cuenta) las que corren varios personajes-; una «epopeya», en cierto modo, habida cuenta (pienso) de la heroicidad de aquéllos en el servicio a una causa que consideran noble y justa; y personajes, en verdad «apasionados» como lo son siempre los idealistas. De las cosas escritas por Marinello en la semblanza necrológica de Amado Blanco interesa reparar en su estimación de Ciudad rebelde como un «testimonio» o «documento» relativo al «envés de nuestra clase media de ambiente profesional, que da su esfuerzo a un cambio estructural [...]».

A las pocas líneas de comenzada la novela se da la noticia (en la conversación telefónica que sostienen dos personajes innominados) de que «Batista dio un golpe. Está en Columbia al frente de la tropa. Dicen que Carlos Prío va a salir ahora para palacio o para no se sabe dónde»; fue el día 10 de marzo de 1952 y «un viento raro azotó la ciudad» de La Habana. El hecho supone el comienzo de una época en la historia de Cuba: nuevo mandato presidencial del militar Fulgencio Batista, que gobernó dictatorialmente, época que dio fin el 1 de enero de 1960 con la entrada victoriosa de Fidel Castro y sus combatientes. Los años transcurridos de una a otra fecha constituyen el tiempo real e histórico de la acción, señalado merced a diversas alusiones a sucesos como la situación de la Universidad -largamente «cerrada»-, la publicación de las revistas Bohemia y Carteles, una actuación de la bailarina Alicia Alonso o, en el ámbito de la política, unos párrafos del discurso de autodefensa pronunciado por Fidel Castro (octubre de 1953) ante el tribunal que lo juzgó tras el fracasado asalto al cuartel Moncada. La voz «pastosa y grave» del viejo negro Mongo advierte agorera la inminencia de algunos acontecimientos: «Algo va a pasar. Yo veo una ráfaga oscura que se acerca y acerca [...] Un hombre malo [Batista] quiere apoderarse de todo [...]» o, tiempo después, con los fidelistas en la Sierra: «Se acerca un viento, un gran viento [...] que transformará la nación entera». En lugares de ésta: de forma casi exclusiva en La Habana -con recorridos por calles y barrios, previstos u obligados por la persecución contra algunos personajes-, más algunas salidas a Miami -la del personaje Jesús López, el viajante del comercio «El Encanto», o la del protagonista Maseda-, donde se va concentrando un numeroso exilio, y alguna brevísima excursión a zonas fuera de la capital, sucede la acción.

De trepidante y muy movida -«iban y venían, de día y de noche, de noche y de día, aquí comían, aquí dormían. Mañana veremos»- puede calificarse la acción de la novela en virtud de la naturaleza de bastantes de sus episodios -no se olvide que, según el autor,   —265→   estamos ante una «novela de aventuras»- y del abundante censo de personajes, una multitud agitada día tras día por el vértigo revolucionario y contrarrevolucionario que crece con la radicalización impuesta por el tiempo pasado en busca de un desenlace, tal como puede advertirse en la progresión marcada por los cuatro tiempos (extensas secuencias) que se reparten la materia argumental, de ordinario más externa que íntima. Un personaje colectivo, que podría ser considerado como el pueblo cubano (gran parte del mismo), altos, medianos y bajos social y económicamente hablando, lleva el mayor peso de la acción, compartido con el protagonismo de algunos individuos, sus directores o guías, peligrosamente comprometidos; entre aquél y éstos existe completo acuerdo en cuanto militantes de una causa que los reúne solidariamente. A ellos -a su trabajo conspiratorio- se opone, con la eficacia que les permite su condición de agentes del poder, una serie de personajes sin nombre ni rostro conocidos, en su mayoría -los policías que patrullan en los vehículos llamados «perseguidoras», verbi gratia-, que siembran el terror y practican la tortura, de entre los cuales el narrador presenta con mención particular a tipos como el sargento Terrera (enfrentado a Jesús López), el comandante Tiedra (amigo aparentemente del doctor Aspiazo, conspirador) o el policía Fortuna (amigo también aparente del conspirador y médico Álvarez Lemus); muy adictos los tres a Batista, su jefe máximo, como le ocurre al segundo pues «por muchas razones que tú no compartirás [le dice a Aspiazo], yo admiro a Batista». La palma entre esos esbirros se la lleva Pilo García, jefe de la policía, expeditivo en sus métodos sanguinarios y con quien terminará enfrentándose, desobedeciendo sus órdenes pues «yo soy un verdadero amigo del coronel [Batista] y usted parece ser su peor enemigo», el dicho Fortuna. Son los malvados de Ciudad rebelde, que por sí mismos -entiéndase, por sus hechos- se califican (o descalifican) sin necesidad de que Amado Blanco lo haga con sus palabras; ellos y sus subordinados son los creadores de un clima de terror que se muestra frecuentemente a lo largo de las páginas de la novela, donde se da cuenta, por ejemplo, de la acción de las «perseguidoras», o la aparición de «los consabidos muertos del amanecer con el cuerpo destrozado a fuerza de torturas, y una bomba de mano inutilizada sobre el vientre». En suma, una dolorosa y lamentable situación -«daba asco todo aquello»- a la que USA (los norteamericanos) contribuían con su ayuda al régimen o con su indiferencia -caso del embajador extranjero cuando, ante unas madres suplicantes en favor de sus hijos, declara: «Sí, sí, me molestan los excesos policíacos» para, sin más, continuar divirtiéndose con el tiro de pichón-. Presidiendo este mundo de opresores y víctimas está el dictador, presente siempre, tanto para los suyos como para los enemigos, nombrado explícitamente en alguna ocasión: favorecedor de los negociantes sin escrúpulos, enriquecido él mismo vorazmente; sentado en su palco del teatro presenciando la actuación de la bailarina Alicia Alonso; enfermo de algún cuidado y, por último, en forma de noticia que se trasmite de boca en boca y por teléfono -«sonaban los teléfonos a todo sonar: Batista se ha ido en avión para Miami con toda la familia».

En contra, su enemigo a muerte, Fidel Castro que, como Batista, está presente siempre para los suyos y para los contrarios, nombrado explícitamente en alguna ocasión: cuando los guerrilleros de Sierra Maestra tienen escaramuzas victoriosas con las tropas gubernamentales o cuando muchos de sus compatriotas, ante el estado de cosas reinante en la isla, le invocan como «única esperanza». Su condición de rebelde en armas, con cuartel general en la Sierra, le impide una presencia efectiva que tampoco se produce con la entrada en la capital de los triunfadores: a través de la televisión, su voz y su figura le llegan al moribundo Maseda.

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Los fidelistas se reparten geográficamente en tres núcleos: exiliados en Miami, combatientes en Sierra Maestra y conspiradores en La Habana, núcleo éste que lleva en su casi totalidad el peso de la acción pues el primero es sólo lugar de refugio para escapados del terror batistiano y, también, de suministro de armas y dinero para la lucha y los integrantes del segundo comparecen nada más que en forma de combatientes aludidos por sus encuentros con las fuerzas gubernamentales. El número de los conspiradores habaneros crece con el paso del tiempo a pesar de lo peligroso de su trabajo; a núcleo tan nutrido pertenecen gentes muy diversas en profesión, cultura y rango social pero cualquiera de ellas está llena de entusiasmo por la revolución: «¡Qué heroica locura redentora! Un millón de jóvenes por toda la isla dando la vida por la revolución y algunos maduros a quienes no se nos ha apagado el brillo de la sangre. Cada día más», piensa el doctor Álvarez Lemus. Consultorios médicos, gasolineras y garajes, librerías y otras tiendas, casas particulares, etc., sirven como puntos de reunión y de ayuda para quienes tejen una tupida red a prueba de espías, represión y muerte pues (tal como le explica Graciela a Maseda) «cuando uno se entrega a una causa como la nuestra, lo personal pasa o debe pasar a un segundo plano». Ese entusiasmo les lleva a preparar operaciones tan arriesgadas como la denominada «Jinaguas», cuyo objetivo es la muerte por atentado de Batista, larga y minuciosamente planeada y que fracasará por casualidad puesto que los guardianes de éste «no tenían indicios previos ni habían tenido soplo alguno» de lo que se tramaba.

Alfredo Maseda, destinado a convertirse en protagonista neto a partir del llamado Segundo Tiempo de la acción, aparece a poco de comenzada la novela como personaje innominado, veintidós años de edad, estudiante de medicina, que vive con su madre, novio de Marta y afortunado don Juan, muy metido en la conspiración fidelista pues (informa el narrador) «no tenía horas ni para comer ni para estudiar ni para estar alegre ni para besar a la novia; la misma terca perseverancia todas las semanas, todos los meses», y así continuaría hasta su muerte -en el final de la novela-, con altibajos en su ánimo, arrostrando dificultades, ocupando escondites diversos y, ya al final del Tercer Tiempo, escapando a Miami donde un grupo de exiliados le espera en el aeropuerto, le festeja y le busca ocupación pero todo este ajetreo, más algún placentero encuentro amoroso, no le libran de un pesar que le acongoja: su supervivencia tras el fracaso de la operación «Jinaguas» en contraste con la muerte de sus compañeros pues pensaba para sí que

no podía engañarse. Estaba vivo porque había rehuido la pelea mientras los otros le hacían frente a la policía. Todo aquello de la inutilidad del sacrificio era vana literatura. Él había sido el centro de la acción y respiraba saludablemente mientras todos sus compañeros estaban muertos. No había sido jamás un cobarde, pero en aquel momento crucial se había comportado como un infame



y este complejo de culpa no le abandona; tratando de curarse de él regresa contra todo consejo de prudencia a La Habana, a la lucha directa, para morir, tras ser gravemente herido en un último enfrentamiento con la policía. Diríase que desde el momento en que Maseda ocupa el puesto que dejó vacante Jesús López, Ciudad rebelde se convierte en la novela de Alfredo Maseda y todos los personajes y peripecias se ordenan a su servicio.

Este universo humano tan nutrido y variado se presenta dentro de una bien dispuesta estructura que lo distribuye en cuatro secciones llamadas «Tiempos», conjunto progresivo y lineal en cuanto que la acción va de lo más lejano a lo más reciente y con un número de   —267→   páginas muy aproximado: 93, 119, 118 y 96, respectivamente; ciertos acontecimientos relevantes señalan el final o el comienzo de las secciones.

A los rasgos de estilo considerados en las obras anteriores de Luis Amado Blanco -caso de la frecuencia comparativa e imaginística, caso de la trimembración con anáfora o no, existentes asimismo en las páginas de Ciudad rebelde- deben añadirse dos novedades, a saber: 1) la presencia de un componente onírico; registro tres ejemplos relativos a Maseda en diferentes momentos de su protagonismo pero análogos por cuanto en todos Cristina, una de las muchachas que ama, es el argumento del sueño placentero y tan lejano de la realidad inmediata, a la cual retorna el soñador merced a unos ruidos (música, voces y risas) que se imponen al silencio del descanso; 2) la intercalación en el texto narrativo, completándolo de algún modo, de algunos poemas (veintidós en total) o de fragmentos en prosa con tono poemático (seis), formando un conjunto de vario contenido pero en cualquier caso relacionado con la acción e intención de la novela, sea una diatriba contra Batista, una apología del Che Guevara o un recuerdo-homenaje a los muertos víctimas de la represión gubernamental; el aire neopopular de algunos hace pensar en Lorca. Van situados a menudo como cierre oportuno de secuencias temporales y argumentales, mientras que otras veces sirven de nexo entre pasajes del texto narrativo o anuncian algo que seguirá en éste.




Final

Después de octubre de 1966, cierre en Roma de Ciudad rebelde, no sabemos (o, al menos, no conocemos muestras) que Luis Amado Blanco volviera a escribir literatura narrativa; tal vez la dedicación a las tareas diplomáticas no le dejara tiempo y sosiego para ello. Tres libros solamente -Un pueblo y dos agonías, Doña Velorio, Ciudad rebelde-, que contienen cuentos, novelas cortas (o nivolas) y novela extensa, compuestos y publicados a lo largo de unos tres lustros, dan razón de un narrador formalmente correcto y argumentalmente interesante que lleva a sus páginas memorias y vivencias más actuales situadas en tierras muy queridas por él.