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ArribaAbajoCapítulo VII

Precursores y tránsfugas



ArribaAbajoI

El Romanticismo y la Edad Media


El prurito clasificador de la ciencia -no hay ser más aficionado a clasificaciones que el hombre, ha dicho Richter84- tiene una legítima justificación: reunir el mayor número posible de individuos bajo un denominador común. Pero esto que es bastante hacedero respecto de la naturaleza, resulta difícil cuando nos movemos en la esfera del espíritu. Las ideas y los afectos se mezclan y confunden de tal modo que su agrupación específica no siempre es fácilmente asequible. Sin embargo, esta dificultad tan patente no disuade del todo al pensamiento critico de distinguir caracteres y precisar coincidencias. El afán clasificador del naturalista se comunica al filósofo, al historiador, al psicólogo, y cada uno de éstos en el ámbito en que se mueve, agrupa las ideas, los sentimientos, las acciones y con tales elementos morales forma conceptos múltiples que son otras tantas etiquetas o rótulos de la actividad espiritual. De este proceso conceptual nacen las grandes nomenclaturas de la filosofía, de la literatura, del arte. Entre tales denominaciones tenemos lo clásico y lo romántico. Determinadas singularidades específicamente internas forjan un arquetipo ideal: lo sano, lo fuerte, lo equilibrado o bien lo anárquico, lo enfermizo, lo monstruoso. La combinación o ensamblamiento en el espíritu creador de tales caracteres fundamentales trae consigo una determinada realización de lo bello. Y así llamamos clásica o romántica a una obra en la que se dan ciertas cualidades típicas. Pero en este mundo del espíritu, de tan diversos y cambiantes matices, falla muchas veces el sistema clasificador. En un mismo ejemplo se ofrecen caracteres contradictorios. Y entonces nos damos cuenta de que la rotulación que hicimos es quebradiza e inestable; que nos dejamos imbuir de ciertos prejuicios de escuela; que violentamos la verdadera naturaleza de las cosas para encerrar éstas en determinados límites temporales.

Este fenómeno se presenta frecuentemente. Shakespeare, Lope y Calderón, por no citar más que figuras señeras, son tres poetas clásicos. Sin embargo, cuán ricas modalidades románticas nos muestra el espíritu de cada uno85. Hasta qué punto no será esto cierto, que se les ha considerado como precursores del romanticismo. Los sentimientos profundamente genuinos del primer tercio del siglo XIX tuvieron la más fuerte, vigorosa exaltación en aquellos autores. El ímpetu de la pasión, rayano a veces en lo anárquico, también se dió desatadamente en ellos y consiguientemente en sus obras. El hecho inverso se ofrece con Goethe, Schiller, Byron, Fóscolo. Pertenecen a la literatura romántica; son los representantes más egregios de este movimiento estético, sin embargo, ciego estará quien no vea cuánto hubo en ellos de sano y ponderado espiritualismo, de acercamiento a la serenidad formal del arte clásico.

El romanticismo se nutrió principalmente de la Edad Media; de sus leyendas, tradiciones, usos, costumbres, ideas y sentimientos. Los tiempos medievales son, como si dijéramos, una especie de precursor colectivo de lo romántico, considerado este concepto como expresión de una actividad temporal del espíritu, uniforme y sistemática. Porque si miramos tales elementos y caracteres a lo largo de su proyección esporádica, los veremos aparecer a cada instante, aún a través de aquellos movimientos de signo contrario.

El espíritu belicoso, la hidalguía, el honor caballeresco, la magia, la superstición, el bandolerismo, el sentido autoritario y despótico del orden social, la melancolía, el individualismo, la exaltación del valor, la insumisión latente en la conciencia del hombre respecto de un sistema jurídico establecido a favor de los menos en menoscabo de los más, constituían la fisonomía moral de la Edad Media, y esto es lo que ha trascendido en forma sistematizada y orgánica a la literatura y al arte.

La Edad Media había sido mal estudiada hasta ahora. Se la consideraba como un tiempo de cerrazón y tosquedad mental, durante el que se habían eclipsado las virtudes más específicas y relevantes del hombre. Todo aparecía envuelto en una densa bruma sombría, como si se hubieran apagado o casi apagado los dos soles que nos alumbran siempre: el de la naturaleza y el del espíritu. La batalladora curiosidad de hoy ha desvanecido tal creencia errónea y los valores morales de aquella Edad han sido desenterrados y mostrados a los ojos del mundo estudioso.

Todos los recursos del arte que los poetas movilizaron en el primer tercio del siglo XIX, habían tenido ya realización sensible. La musa popular había dado forma artística a multitud de leyendas y tradiciones. El espectáculo sobrecogedor de la muerte y las enseñanzas morales que de ésta pueden deducirse, aparecen en los primeros monumentos de las lenguas romances. El amor, con toda su corte de inquietudes, gentilezas y discreteos está en la poesía de trovadores y juglares. El ideal caballeresco, de que tan despiadadamente se burló nuestro primer novelista, tuvo un largo desarrollo a través de la novela de caballerías, y a veces, como en el poema heroico del caballero del Santo Grial, toma una significación profundamente psicológica y mística. Eustache Deschamps, Jean Meschinot y Chastellain adelantáronse a todas las lamentaciones de los poetas románticos. Se quejan de las debilidades humanas, de la injusticia, de la envidia y se sienten atenazados por el dolor, la tentación, el tormento, la melancolía y la desesperación. El pintor Pedro de Cosimo organiza una terrible fiesta: El triunfo de la muerte. Unos bueyes negros, con los lomos pintados de cráneos, huesos y cruces blancas, tiran de un carro sobre el que aparece la figura de la Muerte, con su guadaña y sepulcros, de los que, entonando un himno fúnebre, salen varios espectros...86. En los frescos de Florencia unos caballeros y damas que han salido al campo a caballo, se encuentran de pronto con tres ataúdes con sendos cadáveres ya en estado de descomposición. El grave pensamiento de la muerte, como un aldabonazo dado en la conciencia de los hombres, tiñe de patetismo la literatura y el arte.

El hastío, la desilusión, el tedio que trasciende de los versos de Byron, Musset y Espronceda, lo habían sufrido también los poetas franceses en las postrimerías de la Edad Media. El Fausto de Marlowe y Goethe y el Manfredo de Byron, es el diácono Teófilo, que inspira un poema en hexámetros a la monja Rotswitha, de Gandersheim: la primera escritora alemana.

El romanticismo vuelve los ojos al pasado. Se aprovecha de todo el caudal poético que circula a través de la Edad Media. De las alegres y sencillas fiestas que celebra el pueblo germano al aire libre, bajo los tilos; de los torneos; de las cacerías, de los festines orgiásticos que organizan en sus castillos los señores feudales; de sus pillajes y correrías por aldeas y caminos: de las ceremonias nupciales y de los juicios en mitad del campo. Los héroes caballerescos tejen con sus aventuras y sus proezas la más rica poesía legendaria. Sus nombres suenan deliciosamente en nuestros oídos: Bernardo del Carpio, Sigurd, Rolando, Tristán, Lohengrin, Tannhauser. Los minnesinger perfuman sus trovas de una dulce filosofía erótica, que más adelante se convertirá en pura metafísica del amor. Hay certámenes de canto, y los laúdes y los violines sirven de fondo musical o de acompañamiento a las canciones de las mozas y donceles. A los niños, desde muy pequeños, se les adiestra en el uso de las armas. La caza es pasatiempo y ejercicio, desarrolla la agilidad y templa los corazones. En las estancias góticas, de amplios y luminosos ventanales, se lee o se conversa. Nunca falta un tema heroico o galante sobre el que puedan girar las palabras. El hechizo ojival de los templos contribuye a despertar la sensibilidad creadora del espíritu. En los atrios se interpretan los misterios, los milagros, las leyendas de santos. El pueblo se siente atraído por estos espectáculos en los que balbucea ya el arte. Los bosques, que a veces son verdaderas selvas, pues tal es la exuberancia con que se muestra en ellos la naturaleza, sirven de ideal escenario a las tradiciones heroicas. Las residencias de los señores feudales, construidas en la roca viva o en medio de una laguna, reciben en tiempos de paz a los huéspedes, organizan certámenes musicales, danzas y festines. Los monjes se dedican al culto, a la enseñanza y a la agricultura. Realizan sus prácticas religiosas, comunican a los demás cuanto saben sobre artes y ciencias, talan los bosques y siembran los campos. En las plazas de las aldeas los histriones andariegos improvisan sobre una mesa o unas tablas un sencillo escenario desde donde entretener con sus dichos a las gentes. La caza de los bosques, abundantísima, suministra ricas y sabrosas viandas en las casas de los magnates; el vino corre torrencialmente en jarras y copas, y la miel endulza las rebanadas de pan o es elemento capitalísimo de las más variadas confituras.

El urbanismo inicia su atracción sobre la vida rural y campesina. Créanse las ciudades y con tal motivo comienza la emigración del campo a la urbe. Al aumentar la solidaridad entre los hombres a causa de un mayor trato social crecen las actividades, el quehacer de las gentes. La convivencia trae consigo un buen número de necesidades, y al dictado de estos imperativos se perfeccionan los viejos oficios y nacen nuevas profesiones. Trabájase la piedra, la madera, los metales, el cuero . De las artes serviles, movidas por una filosofía práctica y utilitaria, se pasa a cultivar la pintura, la escultura y el grabado. Arte rudimentario y tosco, si se quiere, pero arte al fin, pues se mueve por otro estímulo que el de la conveniencia o utilidad. Decóranse y embellécense los templos; ilústranse con miniaturas los libros sagrados; adórnanse de pinturas las vidrieras de las catedrales y se bordan con primor casullas y dalmáticas87.

Las Cruzadas llenaron de sentido trascendental el ideal caballeresco. No se luchaba ya por la posesión de un tesoro o de una dama. Tratábase ahora de expediciones militares contra los infieles; de la conquista de Tierra Santa; cuna y sepultura de Cristo.

Heine

Heine

[Págs. 112-113]

Los oficios que antiguamente enseñaron los monjes, pasan ahora de padres a hijos. La ciudad se llena de ruidos. Es la brillante sinfonía del trabajo. Son los herreros, y los tundidores, y los talabarteros... El espíritu industrial tiene ya un latido vigoroso. La paz es bien aprovechada. Aumenta la producción y se impone exportar los productos. Las calles ofrecen un simpático espectáculo. En los zaguanes de las casas, más sombríos que luminosos, se han instalado las artes serviles: toneleros, carpinteros, herradores, sastres o juboneros, cordeleros, alfareros, zapateros, barberos, tintoreros, forjadores, perailes... Entre estos sencillos artesanos están de seguro los ascendientes de los tres Juanes: Hans Rosenblüt, Hans Foltz y Hans Sachs, que más tarde cantarán en verso los afanes y quehaceres propios de sus oficios. No se trabaja al ritmo que hoy, porque la vida es menos exigente y la jornada más larga; pero es a través de estas profesiones como se hace más patente el pulso de cada ciudad.

Paralelamente al grande esfuerzo manual a que acabamos de referirnos, desarróllanse nobles actividades del espíritu: la filosofía, la arqueología, las matemáticas y la física. Pero no bastan estos estudios, porque el afán que más altos impulsos promueve en los hombres es el conocimiento y posesión de la verdad, del ser íntimo de las cosas. Santo Tomás, San Buenaventura, Scoto, Raimundo Lulio dieron satisfacción a tales anhelos. La filosofía escolástica restauró las doctrinas del Estagirita, y en torno de estos grandes temas se movió el pensamiento medieval.

La santidad es también una planta que echó hondas raíces en el suelo de la Edad Media. Las leyendas de santos ofrecen un verdadero tesoro de poesía. La humildad, el sacrificio, la abnegación, las renunciaciones, el desasirse de todo lo humano y deleznable para darse por entero a Dios, son hermosas virtudes que contemplamos hoy con místico temblor. La vida sencilla, recoleta, abnegada de estos hombres que como San Francisco de Asís se alimentaban de raíces de árboles, porque el espíritu sólo necesita de un pequeño punto físico en que apoyar toda su grandeza, tuvo cálida resonancia más tarde en las vidas de santos o Flos sanctorum y ya en nuestros días casi, en las páginas deliciosas de Flaubert, de Eça de Queiroz y de Anatole France.

Las artes mágicas -«arte vano y quimérico», como pensaban los estoicos y los epicúreos- tuvieron la natural resonancia en la literatura. Vencer la resistencia de las cosas e ir contra sus propias leyes, es un hecho que habla de atraer poderosamente la atención de los demás. La magia es la ciencia de lo extraordinario y sobrenatural. Por alto y arbitrario modo dispone del espíritu y de la materia, los cuales, desentendiéndose del orden que les fue impuesto, subvienen a la realización de determinados fines. Magos, hadas, hechiceras, brujos, gigantes, sobrepujan con sus artes, hechizos, filtros y bebedizos las fuerzas de la naturaleza. Mueven las rocas, abren las puertas, convierten en tenebroso lo luminoso, allanan los corazones, hacen invulnerables las armas... Encantamentos, brujerías, hechicerías, maleficios encuentran libre el paso en el espíritu candoroso y asustadizo de los pueblos. Asustadizo, naturalmente, respecto de todo poder sobrenatural o extrahumano. Las artes mágicas como todo lo que carece de una base científica, sólo podían sojuzgar a los ignorantes. Hoy no hay magos, ni hechiceros, ni hadas, ni gigantes y enanos encantadores. El desarrollo de la cultura ha barrido de sobre la haz del mundo civilizado tales prácticas y creencias. Pero no del todo, pues esa pseudo ciencia de la teosofía, del espiritismo, del psicoanálisis y de la filosofía irracionalista, tan en boga hasta hace poco, no es más que una magia intelectualizada88.

Tales artes mágicas eran respecto de nuestra península autóctonas en una pequeña parte. Allí donde aparecen bien arraigadas las creencias católicas, es donde menos prosperan la magia y las supersticiones. Por otro lado nuestro carácter eminentemente realista, tan probado a través de nuestro arte y de nuestra literatura: Velázquez y la novela picaresca, por sólo citar estos dos fuertes ejemplos, repugnaba dichas prácticas. Las tres fuentes principales de donde arrancaron fueron las mitologías griega, germana y escandinava. Las letras se llenaron de estos portentos. El racionalismo es como un lastre del espíritu creador, como unos perdigones de plomo incrustados en sus alas. Mediante la acción mesurad a y circunspecta del análisis, las artes mágicas, las supersticiones, los filtros, los hechizos y ensalmos dejaron de ser elementos vivos y operantes de la sociedad, y sólo quedaron sus testimonios en la literatura.

Pues bien, todos estos factores morales y físicos aportados, según vimos, por los pueblos a lo largo de su desenvolvimiento social, impresionaron profundamente la conciencia estética del primer tercio del siglo XIX. Faltó a los románticos, como es natural, la primitiva fragancia con que este mundo de la Edad Media apareció a través de su literatura coetánea. La imposibilidad de tener una interpretación directa de los temas poéticos produce siempre esta situación de inferioridad, que suele verse compensada por una más depurada y brillante ejecución artística, esto es, por un mayor tecnicismo literario. El desarrollo de la cultura quita candor al arte, pero le da más consistencia y plenitud.

Cuanto más distanciados nos hallamos de una época más propensos estamos a idealizarla. Sólo las cosas que tenemos junto a nosotros nos imponen su forma auténtica. Es más fácil idealizar una montaña situada en determinada lejanía que un árbol que podamos tocar con las manos. La distancia en el tiempo o en el espacio contribuye a hacer más vagos o inciertos los contornos de las cosas. Estas, tras de fundirse en nuestro espíritu, adoptan, sin merma de sus caracteres fundamentales, la forma impuesta por nuestro ideal arbitrio.

Los monumentos y las ruinas fueron las dos únicas aportaciones históricas que los románticos pudieron apreciar por sí mismos. Todo lo demás proviene de una asimilación literaria: las ideas, los sentimientos, las costumbres, los usos, el espíritu caballeresco y heroico... Y aunque se haya puesto en duda la propiedad con que se han usado estos recursos -Taine hizo notar los anacronismos morales y materiales de Walter Scott- la verdad es, que los autores más diligentes y estudiosos: Goethe, Schiller, Heine, fueron los que más se aproximaron a una veraz reconstrucción histórica.




ArribaAbajoII

Las escuelas literarias. Young. Cadalso, Meléndez Valdés, Quintana, Arriaga, Cienfuegos y Gallego.


Las escuelas literarias se distinguen por el predominio de determinados caracteres sobre los demás. En toda obra de arte hay una serie de elementos que suele ser común a cualesquiera otros dentro del mismo género, si bien el mayor o menor vigor con que algunos de estos elementos se nos ofrecen, es causa determinante de las clasificaciones estéticas. Así, en la pintura son comunes el dibujo y el colorido, y en la música, la melodía y la armonía. Pero según se impongan tales factores unos a otros, tendremos, en el arte del pincel el academicismo de Miguel Ángel y Rafael o la opulencia del color de Ticiano y Tintoretto, y en el pentagrama la escuela italiana o la alemana, ya que la primera es fundamentalmente melódica, y en la segunda la melodía se pierde, como si dijéramos, bajo la turgencia y carnosidad de la armonía.

Este raciocinio podemos hacerlo extensivo al orden literario. La soledad, la melancolía, el hastío, la incredulidad, el pesimismo, la desesperación y dentro de este mundo abstracto de las ideas y de los afectos, sus afines y correlativos; la noche, la muerte, la sepultura, el ataúd, los cirios, el ciprés, etc., son recursos estéticos de que se nutre la literatura en cualquier tiempo y latitud. Pero según se manifiesten de un modo esporádico o constituyan una verdadera constante moral, habrá que considerarlos como rasgos aislados o como fisonomía completa.

Anacreonte, que canta a Cupido; que siente muy hondo el placer de vivir; que se tumba sobre los verdes sotos para beber un vinillo añejo89, proclama lo raudo que huye el tiempo y cómo los huesos se reducen a polvo. «¿A qué ungir el sepulcro?» -pregunta- ... «¿No es mejor que perfumes, - mientras vivo, mi cuerpo?». Y más adelante: «Que cuanto menos lejos - esté la tumba fría, - con mayor alegría - deben gozar los viejos»90. Safo ruega a Afrodita que no la acongoje con «pesar y tedio» 91. Alceo se adelanta en veintitantos siglos a Byron en lo de beber en un cráneo el sabroso vino92. Simónides discurre líricamente sobre la esperanza e imprime a sus versos un carácter lúgubre y amargo, y el filósofo griego que Alejandro tuvo por maestro, afirma en el Peán que compusiese en loor de Hermías, que «la muerte es más dulce que la vida»93.

Entre los bucólicos griegos, Bión de Esmirna y Mosco de Siracusa también traen a sus idilios «el funerario lecho» y los «tristes ayes y lúgubres gemidos», y «la tumba fría» y la «tristura», y la «funérea losa». La muerte de Bión, el mismo Apolo lamenta. Y visten los Príapos negro luto, y derraman las afligidas Náyades, lágrimas ardientes. Y Eco sepulta sus profundísimos pesares, pues «sumergida se halla en hondo duelo». ¡Cuán dolorosa e irreparable no será esta muerte, que los árboles esparcen sus frutos por el suelo, las flores se marchitan, la leche no fluye de las tristes ovejas, la miel se hiela en los panales! Jamás la golondrina cantó con voz más lastimera. Y golondrinas y ruiseñores divididos en la selva en dos grupos, entonan fúnebre lamento.

Los clásicos latinos emplearon las mismas voces que habían de usar, tan reiteradamente, muchos siglos después, los románticos, y a causa de las cuales tomó un tono sombrío e incluso lúgubre la literatura. Pero ni Virgilio, ni Horacio, ni Ovidio, ni Catulo se sirvieron de ellas para buscar tales efectos, sino, sencillamente, como expresión de algún hecho o circunstancia de sus composiciones.

El tumulum virgiliano y la pallida mors, y el pulvis et umbra sumus, y los sepulchris y cupressus funebres, de Horacio, nada tienen que ver con el lenguaje necrológico y sepulcral que, como un recurso más del arte, utilizó el romanticismo.

Ticknor al referirse en su Historia de la literatura española al gran poeta Jorge Manrique, uno de nuestros más hondos y patéticos líricos, compara sus versos con «el acompasado son de una campana», que produce cada vez ecos más tristes y lúgubres94.

Quéjase Garcilaso a través del pastor Nemoroso de cómo el cielo cargó la mano tanto en sus dolores:


Que a sempiterno llanto
y a triste soledad me ha condenado;
y lo que siento más es verme atado
a la pesada vida y enojosa,
solo, desamparado,
ciego sin lumbre en cárcel tenebrosa.



Y Lope -por no dilatarnos demasiado y poner fin con él a esta digresión- en sus romances más bellos alude a las soledades a donde va y de donde viene


porque para andar conmigo
me bastan mis pensamientos.



Pensamiento que vuelve bien desmayado, por cierto


las esperanzas muertas,
las alas derretidas
y las plumas deshechas!



El poeta ama, sufre y duda. Canta el dolor, la desilusión, el tedio de la vida. Se detiene ante una tumba, bebe vino en un cráneo, desea la muerte, puebla de cipreses y sauces el paisaje de su pensamiento. Nada satisface la honda inquietud de su espíritu. Le tiembla el corazón, siente frío en los huesos. Va de vuelta de todos los caminos. Ama la soledad, sueña con los astros porque son tristes islas de luz perdidas en la inmensidad... Le hiere el aguijón venenoso de la tumba. Se asoma a todos los abismos porque le tienta el vacío, como una ancha fauce devoradora o como unos ojos llenos de misteriosa fascinación. Cabalga sobre el corcel de su imaginativa; y como un vasto enjambre -sus afectos, sus ideas, sus sueños, sus ambiciones, sus desalientos,- va elaborando «blanda cera y dulce miel»... Todo esto hace el poeta de acá y de allá, de este tiempo y el otro. Se nutre de esta vena copiosísima. Llena su copa de estos vinos dulces y amargos. Pero sólo cuando en vez de promiscuar, opta por determinados factores ideológicos y afectivos íntimamente emparentados, ligados entre sí, desemboca en un ismo. Todo ismo, como toda itis, expresa o representa un proceso inflamatorio del espíritu. Las grandes concentraciones de ideas y sentimientos afines degeneran en una especie de estado patológico, con su correspondiente estol de extravagancias y exageraciones.

El poeta inglés Eduardo Young contribuyó poderosamente con su famoso poema Las Noches a la instauración del romanticismo. Su apartamiento de la Iglesia Católica no impidió que se le tradujera entre nosotros. Asumió este quehacer en 1789 don Juan de Escoiquiz, quien como reza en la portada del libro, no se limitó a seleccionar y verter al castellano las obras de Young, sino que además las expurgó de todo error. Su poema Las Noches está lleno de altibajos, pero no carece de elevación moral. Son meditaciones en verso sobre las miserias del hombre, la amistad, el tiempo, la muerte, la inmortalidad, la aniquilación, la soledad, la tristeza, el deleite, el suicidio, la conciencia, la virtud, la existencia de Dios, etc. Como vemos los temas son graves y trascendentes. Esta clase de literatura filosófica y espiritualista tuvo en los días de Young bastantes cultivadores. Les preocupaban las cuestiones morales y religiosas y a ellas encadenaban la inspiración. Y como al desarrollarlas entre fulgores más o menos vivos de poesía, echasen mano de variados elementos fúnebres y sepulcrales, el movimiento romántico que advino después supo explotar este filón.

Young tiene por muy afortunado al hombre que en brazos de la muerte se olvida de todo cuanto le rodea. Para él, los humanos presa son del infortunio. ¿Pues qué es el mundo sino «un vasto sepulcro y triste abismo»? «El hombre y el gusano, de cadáveres sólo se apacientan». La tierra es para él un terrible exilio, un «desierto infecundo», «triste soledad desconocida», de «funestos cipreses asombrada», ¡Cuán gozoso y ufano verá llegar el día en que rotas las cadenas de este mundo pueda el alma volar a aquella alta esfera donde los mortales que se lo merezcan formen una sola familia en torno a nuestro Padre universal! Pero mientras llega este anhelado instante, la imaginación no cesa de encarecernos la mortaja, las fúnebres campanas, la húmeda y honda huesa, el azadón, la noche y los gusanos.

Tan triste y sombrío cuadro tuvo que impresionar profundamente a las nuevas generaciones literarias. A estas páginas que huelen a cadáveres descompuestos, a la humedad de las tumbas, literatura necrológica iluminada por la débil luz de las lámparas sepulcrales y llenas de lúgubres quejidos, acudieron los poetas románticos en busca de materiales con los que construir sus obras. ¡Buen banquete en que saciar su tétrico apetito! Porque toda esta renunciación a la vida tiene no sé qué de morbosa. No es el honesto y limpio renunciar a la vida, de los místicos. El apartar los ojos del mundo para ponerlos en Dios, como fuente inacabada, inagotable de todo bien verdadero. Es la consecuencia de un amargo filosofismo que se nutre de la muerte del mundo, como los necrófagos de animales muertos.

Cadalso y Meléndez Valdés fueron los primeros en denotar la influencia de Young. El uno a través de sus Noches lúgubres, desafortunada imitación del poeta inglés, y el otro, de sus poesías filosóficas. En este sentido hay que considerarlos como precursores del romanticismo. Pero a Cadalso no le bastó esta aportación literaria, sino que contribuyó con un hecho de su vida profundamente romántico y novelesco. Ya lo hemos referido. Cuentan de él que tras de vencer la natural resistencia de los que tenían a su cuidado la guarda y vigilancia del cementerio de la parroquia de San Sebastián, logró desenterrar el cadáver de la joven actriz María Ignacia Ibáñez, por la que en vida y muerta ya sintió una gran pasión amorosa. Exhumar a una muerta para contemplarla es cosa inusitada por demás. Perversión del gusto que anuncia aquella anarquía moral y afectiva cuyo auge había de producirse poco después. Porque todo el romanticismo está lleno de análogas demasías. Lo mismo en el orden de las ideas y sentimientos, que en el de la técnica literaria, que en el de la vida pública o privada de sus hombres más representativos. Y este hecho atribuido a don José Cadalso y su muerte gloriosa en Gibraltar tuvieron mayor resonancia en el ámbito nacional que sus obras en verso o en prosa. El autor de Los eruditos a la violeta y de las Cartas marruecas -torpe imitación de las Cartas persas de Montesquieu- fue ingenio de segunda fila, sin nervio, ni empaque. Remedó en Don Sancho García, Conde de Castilla la tragedia pseudoclásica francesa y se entretuvo en componer versos de asunto amatorio o pastoral. Sus Noches lúgubres, como obra de imitación tiene todos los defectos del original, sin ninguno de sus méritos. Es una ingenua tentativa de aclimatar en nuestra literatura las lobregueces que empezaban a llenar los libros forasteros. Nuestro genio literario no ha sido nunca nativamente sombrío. Los temas graves, como el de la muerte, por ejemplo, los ha sabido tratar con dignidad, pero sin caer en la necromanía. En las Noches del poeta inglés hay elevación filosófica y moral, aun cuando el oro de la inspiración, como ya hemos observado, no sea siempre de los mismos quilates. Como un bajorrelieve de cuanto hay en ellas ideológicamente monumental -la muerte, la inmortalidad, la aniquilación, la conciencia, la virtud, etc.-, muéstrase una multitud de lúgubres elementos: la sepultura, la mortaja, el azadón, los gusanos, el ciprés. Con ser todo esto tan significativo, no es lo fundamental. Cadalso utilizó estos mismos recursos, pero sin alzar nunca la voz de su numen, ni enfrentarse con temas verdaderamente trascendentales. Pero cualquiera que fuese el mérito de esta imitación, lo cierto es que las tales Noches lúgubres nos trajeron las melancolías y tenebrosidades de que se nutría la inspiración septentrional. Cadalso, pues, como Meléndez Valdés, Arriaza, Cienfuegos, Quintana y Gallego, según iremos viendo, abrió una brecha por la que penetraron en nuestra literatura las nuevas modalidades del pensamiento y de la forma.

Meléndez Valdés

Meléndez Valdés

[Págs. 120-121]

La influencia de Young sobre Meléndez Valdés fue más difusa. No consistió en componer un libro con Las Noches, como modelo, delante de los ojos. Una de las cosas más difíciles de los hombres es salvarse de las ascendencias coetáneas. El pasado llega a nosotros a través de una sucesión de tamices o cedazos. Lo clásico no es más que la persistencia en el tiempo que pasa de unos valores espirituales que los años han cernido o depurado. Esta influencia es mesurada y serena, como lo es el consejo del viejo y el poder de la experiencia. El tiempo es como una alquitara en la que todas las cosas pretéritas se quintaesencian, y el alma las recibe sin alterarse, sin la menor perturbación de su actividad o funcionamiento. La influencia de lo coetáneo, en cambio, es muy viva e incluso turbulenta, y tanto la mente como el corazón denotan en la estructura de las ideas y de los sentimientos, y en el ritmo funcional, haber sido profundamente afectados.

La atmósfera moral en que Meléndez Valdés se vió envuelto, procedía de la filosofía desengañada y escéptica de Voltaire, del espiritualismo enfermizo y sombrío de Young, de la bonachonería metafísica de Pope, de origen leibniciano, y de las doctrinas de Rousseau, propugnadoras del retorno a la naturaleza. En este clima de vientos contrarios, seco y húmedo, duro y blando, la musa erótica y pastoril de Meléndez, trocó el pellico por el birrete, el colorín por el búho. Las tiernas frases amorosas, los sencillos requiebros entre amantes, por el concepto filosófico. ¿Quién en aquellos días, a impulsos de las nuevas ideas preconizadas por pensadores y poetas, no venía a caer en tales inclinaciones? El mundo tenia remedio, porque el mundo es imagen y semejanza del hombre, y el hombre tiene una naturaleza moral que puede ser mejorada. Este raciocinio fue el que movió a los pensadores y a los poetas por el camino de la palingenesia social. La filosofía de una parte y la poesía trascendental de otra desarrollaron sus actividades en tal sentido. El romanticismo recogió este legado filosófico y sentimental. Herencia de valores cuestionables, litigiosos, pero que pesaron enormemente en la conciencia popular: la Revolución francesa o lo que es lo mismo, el romanticismo político, y en la de los escritores: la revolución estética o lo que es igual, el romanticismo literario.

Pintan a Meléndez Valdés sus biógrafos y críticos como hombre de poco carácter; y estas almas, como desguarnecidas o desmanteladas son siempre las más sensibles a cualquier novedad. Los espíritus débiles lo mismo ceden a la influencia de las personas que a la de las cosas. Un hombre de carácter se impone fácilmente al que carece de él, e igual una idea vigorosa o la moda imperante; que puede ser fuerte de por sí, por su propia naturaleza, o por el empaque o vigor que le concedan los demás. Meléndez Valdés empalagado ya de sus anacreónticas, de sus letrillas, de sus romances, esto es, de su poesía amorosa y descriptiva, que fue de su lira la cuerda que mejor sonó, buscó en las nuevas tendencias del siglo, graves motivos de inspiración. Así lo declara en sus cartas a Jovellanos95. La primavera, la fuente, el ruiseñor, la paloma, la tortolilla, el espejo, el caer de las hojas: temas de su dulce numen, son reemplazados por pensamientos y afectos filosóficos y morales. «Pope en este verano -observa en una de sus citadas epístolas96- me ha llenado de deseos de imitarle, y me ha puesto casi a punto de quemar todas mis poesías... más valen cuatro versos suyos del Ensayo sobre el hombre que todas mis composiciones: conózcolo, confiésolo, me duelo de ello, y así paula majora canamus».

El mundo se está llenando de un contenido trascendental. Y al lado de estas ideas y sentimientos, que se manifiestan a través de los escritos en prosa o en verso y que buscan adecuada realización humana en los regímenes políticos, resulta blanda y ñoña toda poesía anacreóntica o pastoril. Máxime si tales inspiraciones, por mucho que mienten el tomillo y el cantueso, el rabel y el cayado, trascienden más a cosa convencional y postiza que a verdadera rusticidad del campo.

La naturaleza no se deja aprehender fácilmente. Los sentimientos y usos campesinos, los oficios y quehaceres al aire libre aunque puedan ser pintados por la imaginación de los poetas, adolecerán de artificiosos si entre ellos y quienes los describen no existe un contacto real. El talento creador hace verdaderos milagros, pero siempre denota en su reconstrucción de las cosas que hay diferencias muy notables entre lo vivo y lo pintado.

Meléndez Valdés abandonó, por un imperativo de la época, la oda anacreóntica y el idilio, para componer epístolas y discursos sobre la protección a las ciencias y las artes, la beneficencia, el filósofo en el campo, la mendiguez, la calumnia, la virtud, etc. Y cantó la presencia de Dios, la verdad, la tribulación, la inmensidad de la naturaleza y bondad inefable de su Autor, la creación o la obra de los seis días... No toparemos frecuentemente en sus versos con ideas originales. Meléndez tiró de ese acervo común de pensamientos filosóficos y humanitarios que se fue formando con las lucubraciones de escritores coetáneos o inmediatamente anteriores a él. Se pretende dar a la sociedad un rumbo nuevo. Resquebrajados los principios del viejo régimen, el mundo iba a entrar en una etapa de regeneración social. Fogosos pensadores y entusiastas poetas andan a vueltas con flamantes ideales, de cuya implantación y seguimiento nacerá la prosperidad de los pueblos. Corre por todo el sistema arterial filosófico del mundo una sangre nueva que regará abundantemente los cerebros y corazones de los hombres. Es como el despertar de un día, como fulgurante aurora sin apenas tránsito entre el alborear y la aparición del sol. ¿Quién se acuerda ya de la zampoña, ni de la tortolilla, ni del soto, ni de Batilo, ni de Filena? La poesía erótica y pastoril puede darse en tanto esté ocioso el pensamiento. Pero así despierte éste y descoja la dilatada túnica de sus actividades, los requiebros amorosos, el piar de las aves, la flauta del zagal, los balidos, las esquilas, el regato, y Aminta, Elisa, Lisis y Mirtilo cederán sus puestos a la meditación, a los consuelos de la virtud, a las miserias humanas, al orden del universo y cadena admirable de sus seres.

¿Qué es esto sino romanticismo puro, evolución de la mente creadora hacia otro mundo en que moverse? ¿No se agita aquí ya otra conciencia estética? No se han perfilado aún los cánones de la inminente escuela literaria, pero toda esa nebulosa del pensamiento y del corazón de la que habrán de desprenderse las nuevas doctrinas estéticas, no sólo está bien visible a los ojos de Meléndez, sino que se le va metiendo en los senos de su alma. Y juntamente con tales ideas y afectos, otros peculiares del romanticismo, como la soledad, la melancolía, el pesimismo e incluso aquéllos que constituyen lo que un autor97 ha llamado el tema sepulcral: los «fétidos gusanos», «el sepulcro pavoroso» y el «ominoso fúnebre manto» de la muerte98. Pero no se reducen a esto las afinidades entre las poesías de Meléndez y las que vinieron varios lustros después. También abominaba del estudio, si bien no se concilian tales protestas con cuanto dice en sus cartas a Jovellanos.


Los que estudian, padecen,
Mil molestias y achaques,
Desvelados y tristes,
Silenciosos y graves.
¿Y qué sacan? mil dudas;
Y de éstas luego nacen
Otros nuevos desvelos,
Que otras dudas les traen.99



Aunque el molde de los versos de Meléndez Valdés sea más clásico que romántico; y las imágenes y comparaciones tengan la mesura de las viejas Musas; y el lenguaje sea más castizo que impuro; y se emplee la reduplicación frecuentemente, muchas de sus poesías están ya teñidas de las sombrías tintas del romanticismo. La noche es «lóbrega» o «umbría»; la cítara «fúnebre», y las tinieblas, y la morada; «lúgubres» los gemidos; la soledad «sombría»; el valle «lóbrego y medroso». El poeta añora el aislamiento. Renuncia al «confuso tropel» que le rodea100. Medita sobre el grave pensamiento de la muerte, y ve cómo la sepultura está abierta a sus pies.


Ven, dulce soledad, y al alma mía
Libra del mar horrísono, agitado,
Del mundo corrompido,
Y benigna la paz y la alegría
Vuelve al doliente corazón llagado;
Ven, levanta mi espíritu abatido;
El venero crecido
Modera de las lágrimas que lloro,
Y a tus quietas mansiones me transporta.
Tu favor celestial humilde imploro;
Ven, a un triste conforta,
Sublime soledad, y libre sea
Del confuso tropel que me rodea.101



El aborrecimiento, aun no enfermizo, de la vida cortesana; la desengañada posición del espíritu frente al espectáculo de la sociedad; el anhelo de un mundo mejor; la dulce y misteriosa atracción que la soledad ejerce sobre las almas tristes y doloridas, están bien patentes en las Odas filosóficas y sagradas y en las Elegías, de Meléndez.

Sólo una vez cultivó el romance histórico102. Pero el hecho de que sintiera tanta predilección por el octosílabo103, bizarramente empleado por nuestros románticos, es un testimonio más de su calidad de precursor de la nueva escuela.

A Meléndez Valdés se le ha juzgado con excesiva parcialidad. Ya han puesto en sus manos el cetro de la poesía española en el siglo XVIII, ya le han colocado en nuestra república literaria entre los poetas de segunda fila.

Ni lo uno ni lo otro. Si pudiese señalarse un grado intermedio entre ambos juicios, ahí le situaríamos. Faltóle el arresto viril de los grandes creadores de belleza. Su inspiración es dulce y templada, sin relámpagos ni explosiones. Musa descriptiva del campo, de la vida y quehacer pastoriles, del amor de caramillo y zurrón. Más alambicado que rústico. Numen de esta traza gusta más del metro corto y de la composición breve, que del endecasílabo y de la poesía larga. Sin embargo, cuando trueca el uno por el otro, con la ayuda del heptasílabo, no denota la fatiga del asmático. La inspiración se desenvuelve en un marco de circunspección, de mesura. Hay altibajos, pero sin eminencias y ramblizos. Verso fluido y elegante104, que en ningún momento denota premiosidad. Carece de la hondura lírica de los grandes poetas, porque los abismos no se improvisan; son obra de la naturaleza, como los estrechos y las hoces.

En dos poesías -El Panteón del Escorial y La fuente de la mora encantada- mostró don Manuel José Quintana sus afinidades con el romanticismo. Y por tal circunstancia se le considera como el adelantado o precursor de la nueva escuela literaria.

Quintana es un ciudadano que discurre en verso; un político que habla a través de unas odas. Carecen sus composiciones de ese recóndito sentir, de esa palpitación callada y honda de la verdadera poesía lírica. Son grandilocuentes y dilatorias, sin la mesura y circunspección del sentimiento íntimo, más dado a la desnudez de su propia hermosura que al atuendo retórico y palabrero. Canta la expedición española para propagar la vacuna en América, el armamento de las provincias españolas contra los franceses, el combate de Trafalgar, la imprenta. Temas de suyo elocuentes y apasionados. El ciudadano, el político, el liberal, el progresista están bien visibles bajo el ropaje rítmico. No es el poeta que vuelve los ojos hacia su alma y pone la mano sobre el corazón. Su mente está llena de cuantas doctrinas políticas andan a la sazón por el mundo, tras aquella espléndida floración de la Enciclopedia y de la Revolución francesa. Y nuestro país tan agitado aquellos días, sufriendo el tormento de sus graves vicisitudes, viénele como anillo al dedo a esta inspiración desgarrada e hiriente.

Poetas así los ha tenido en la antigüedad Grecia y cerca de nosotros Italia105. Cantan distintos aspectos de la vida ciudadana. Son belicosos; exaltan a los héroes, estimulan la resistencia de los pueblos; tienden a despertar su conciencia; les imprimen el entusiasmo que ha de llevarlos a la victoria; festejan con acento épico los grandes descubrimientos y encarecen los valores cívicos de las naciones. La poesía se ha subido a la tribuna pública, y desde ella incita, apostrofa, vocifera. Versos de grande resonancia, muy viriles y enardecidos. Cuando los leemos quisiéramos hacerlo en voz alta. Sentimos cómo la rotundidad de las ideas y de los sentimientos rompe cualquier valladar que le opongamos.

Se ha dicho de Quintana que primero escribía sus versos en prosa, y después les daba forma rítmica. La holgura de la prosa, que no tiene que ceñirse como el verso al hueso de la idea o de los afectos, está bien patente a través de las odas de este poeta. Sus poesías tiran más a desdoblarse que a contraerse. Un fuelle lírico-épico las infla y redondea.

La situación de España en aquel inestable discurrir de la política y los tremendos golpes sufridos por la conciencia nacional, preparan el terreno a esta Musa. Y el pueblo que tiene ante los ojos el espectáculo de la invasión napoleónica y herido el corazón por otros inquietadores acontecimientos, se bebe tal poesía, como un hidrópico un cántaro de agua.

Para un liberal, la figura de Felipe II ha de ser aborrecible. Por entonces nadie intentaba rehabilitar a este monarca106, y aunque el duque de Frías, por ejemplo, asumiera tal cometido frente a las demasías denigratorias de Quintana en su Panteón del Escorial, poco o nada logró su empeño.

Felipe II ha nutrido con su carácter y sus actos una gran parte de la literatura romántica. Personaje sombrío como éste había de constituir una buena cantera de la que beneficiarse. Y Quintana, que tenía un pie en el clasicismo y el otro en el aire en posición de avanzar hacia el nuevo credo literario, tomó al vencedor en San Quintín y Gravelina, como protagonista de una de sus composiciones y le colocó en el panteón de El Escorial, entre los espectros de su familia y descendientes.

Tras una invocación a la Musa del saber, el poeta refiere cuanto vio y oyó en el recinto donde


Bajo eterno silencio y mármol frío
la muerte a nuestros príncipes esconde.



Y atemorizada su fantasía, así como llena la mente y el corazón de los prejuicios de las ideas imperantes, pondrá unas veces en sus propios labios y otras en los de tan egregios personajes, los conceptos más duros e injuriosos.

La pintura que nos hace del Rey Prudente, no puede ser más terrible, como vamos a ver:


Alzarse vi una sombra, cuyo aspecto
De odio a un tiempo y horror me estremecía.
El insaciable y velador cuidado,
La sospecha alevosa, el negro encono,
De aquella frente pálida y odiosa
Hicieron siempre abominable trono.
La aleve hipocresía,
En sed de sangre y de dominio ardiendo,
En sus ojos de víbora lucía;
El rostro enjuto y míseras facciones
De su carácter vil eran señales,
Y blanca y pobre barba las cubría
Cual yerba ponzoñosa entre arenales.107



La clásica combinación del endecasílabo y el heptasílabo; la majestad y sonoridad del verso; la invocación y apóstrofes que contiene esta poesía, la entroncan con el siglo XVIII, si bien la fuerte y sombría adjetivación; la protesta que representa contra un régimen político que había encontrado la más fiera repulsa en la Revolución francesa, y los elementos fúnebres que nos ofrece, proclaman su parentesco con el romanticismo.

El verso fluye con vigor y soltura. No hay premiosidad en su construcción. Las imágenes y las comparaciones están teñidas de patetismo. El pavor que el poeta siente al verse rodeado de los egregios espectros y más aún cuando estalla la tempestad, y el huracán


Para espantar y combatir la tierra
Derramóse furioso por los senos
Del edificio; el panteón temblaba;
La esfera toda se asordaba a truenos;
A su atroz estampido
De par en par abiertas
Fueron de la honda bóveda las puertas...



está expresado con plástica bizarría.

La fuente de la mora encantada es un delicioso romance. Cuando Quintana lo compuso aún andaban por los versos de ocho sílabas pastoras y zagales tocando la sonaja o el caramillo, mirándose en el cristal de los arroyuelos o diciéndose requiebros y ternuras, más alambicados que rústicos. Pero Silvio, el pastorcillo de este romance tiene aquí distinto acontecer. Ha desoído las palabras que le anuncian el peligro, pues la mora encantada aparece con todos sus hechizos en las aguas de la fuente.


Toda ella encanta y admira,
Toda suspende y atrae
Embargando los sentidos
Y obligando a vasallaje.



Y el infeliz pastorcillo, seducido por la belleza de la mora y por los encendidos requerimientos que le hace, acaba sucumbiendo, pues


En remolinos las ondas
Se alzan, la víctima cae.
Y el ¡ay! que exhaló allá dentro
Le oyó con horror el valle.



Linda poesía por la sencillez y tersura de la forma. El verso discurre cadencioso y rítmico, con esa naturalidad propia de una inspiración espontánea, sin vaivenes ni desmayos. Y como fondo de este tejido de palabras suaves y armoniosas, la leyenda de la mora encantada


Por la maldición de un padre
A quien dieron las estrellas
Su poder para encantarme...



Fuera de estas dos poesías, las demás obras en verso o en prosa de don Manuel José Quintana ningún punto de tangencia tuvieron con el romanticismo. La educación clásica de este autor y el ambiente literario en que se desenvolvió espiritualmente, estaban muy lejos de los nuevos dogmas de la belleza.

En una circunstancia, aparte de otras concomitancias o afinidades que pudieran establecerse y que estableceremos después, coincidió don Juan Bautista Arriaza con los románticos españoles: en la falta de una esmerada formación intelectual. En aquellos días todo se confiaba a las propias fuerzas del ingenio. Todos improvisaban. Improvisaban los políticos; improvisaban los generales, más pagados del valor que del saber; improvisaban los cómicos, muchos de los cuales ni siquiera sabían leer, como ya se ha indicado en otra parte de esta obra; improvisaban los poetas, y los novelistas, y los autores dramáticos. Por eso, cuando en medio de tanta ingravidez se alzaba de pronto un Goethe, o un Byron, o un Leopardi, o un Heine, eran verdaderos príncipes de las letras si se los compara con estos ignorantuelos y desarrapados mentales.

Arriaza fue un poeta palatino. Cantó a Fernando VII, a doña Isabel de Braganza; a los próceres, a los generales. Poesía sin hondura, ni trascendencia, e incluso no siempre bien construida en el famoso yunque horaciano. Y a pesar de todo hay que reconocer que el autor de tales composiciones, de las llamadas de circunstancias, fue muy leído y admirado. La opinión pública no suele discernir escrupulosamente el mérito o demérito de las obras de arte. Sus juicios proceden de la simpatía, de la comunidad de ideas políticas, de gustos y admiraciones paralelos. Había entonces muchos realistas y cuantos versos se forjaran en honor de Fernando, o de Amalia e Isabel, tenían que ser muy del agrado de aquéllos.

Poetas que en vez de volverse hacia dentro, de mirarse su propio corazón, cantan lo que hay en torno, lo que sucede ante sus ojos. Cronistas en renglones cortos. Queman la mirra de su inspiración en el altar del diario acontecer. El regreso del rey, una fiesta onomástica, unas bodas reales, un sarao, un concierto. Cualquiera de estos asuntos encuentra resonancia en sus liras. Y como por mucho esfuerzo que hagamos en hacer estallar una tempestad en un vaso de agua, será difícil que tal fenómeno se produzca, por mucho que intente relampaguear el ingenio, uncido a aquel propósito, rara vez lo conseguirá.

Dentro de este límite de lo mediocre, de lo ramplón se movió Arriaza. Compuso versos eróticos, didácticos, descriptivos, heroicos, festivos, políticos. Idilios y letrillas, epitafios y anacreónticas, fabulillas y epigramas. Ideas y afectos comunes. Poesía fácil y armoniosa; música que agrada al oído, pero que apenas si pasa de él. Imágenes y comparaciones que pertenecen al acervo poético de todos los tiempos; sin una llamarada de original inspiración. Desaliño en la elocución y debilidad en la estructura. Y con todo admirado de propios y extraños.

Mas no es nuestro principal objeto justipreciar los límites de este poeta, sino considerarlo en sus relaciones con el romanticismo, pues también se le incluye entre los precursores de este movimiento literario.

Faltándole a Arriaza una sólida formación cultural, como ya hemos observado, escribe, como si dijéramos, de oído, por lo pegadizo de tales o cuales poetas anteriores a él o coetáneos suyos, más que por el estudio consciente de determinados modelos. Cultiva los géneros que atraen más en aquellos días la atención de los poetas, y aunque a cuestas con las «amorosas filomenas», y con Fileno y Silvia o Aglauro y Melisa, no es ajeno a la melancolía y los pesares tan característicos de los románticos, e incluso al desorden y vehemencia de sus versos. Ríndese el poeta al peso de sus graves pensamientos y el alma se le colma de tristeza108, muestra pinturas melancólicas


Pues el mortal a quien el cielo envía
Un corazón sensible como el vuestro,
Halla escondido en la tristeza un gusto
Que nunca prueba el alma del injusto.109



Cuanto ve, en anuncios se convierte de amargura y dolor:


Lóbrega nube enluta
El paternal albergue; conturbado
Temblar parece el firme pavimento,
Rásgase al par la matizada alfombra,
Y de la muerte la amarilla sombra
Alzase del abismo al pie del lecho,
Y los lívidos ojos
Y los pálidos brazos revolviendo,
Con uno amaga hacia el sepulcro helado,
Con otro al cuello de mi padre amado.110



Ningún poeta romántico habría tenido reparo en firmar El sueño importuno y sobre todo el soneto La desesperación.

Fue un versificador ameno y fácil. Sus poesías carecen de nervio, de profundidad, de empaque lírico. Sustituyó estas cualidades con la agudeza y la sátira. No propendió como Meléndez Valdés a la filosofía, quizá porque no llegaron a sus manos las traducciones de Pope y de Young. Esta incontaminación respecto de toda influencia extraña, le enraizó más en nuestra poesía popular, prefiriéndola a todo lo forastero. No es superior a Bretón de los Herreros en el manejo de la rima, pero no está a mucha distancia suya. La búsqueda del consonante no ofrecía dificultad alguna para él. Mas tal cosa no siempre es provechosa para el arte. Cualquier motivo que se nos brinde puede adoptar forma rítmica. La falta de sumersión en la propia conciencia, nos aparta de lo elevado y trascendental. Su indiferente actitud respecto de las escuelas poéticas en que estaba dividida la musa española, le hace ser un poco volandero. Ya traduce el Arte poética de Boileau, ya se adelanta a nuestros románticos. Quizá la cuerda mejor templada de su lira sea la patriótica. Cuando canta temas nacionales, se enardece y vibra más intensamente, pero sin alcanzar nunca aquella altura a que deben mover tales motivos.

De cuantos hemos estudiado en estas páginas como predecesores del romanticismo, D. Nicasio Álvarez Cienfuegos es el más significadamente romántico. Hizo honor a su nombre por lo apasionado y vehemente. Aunque proceda de la escuela pseudoclásica, académica y recortada, rompió con estos moldes y echóse a andar por los nuevos caminos del arte. Su propia vida fue un ejemplo de insumisión y gallardía. En los momentos difíciles porque atravesaba España a causa de la invasión napoleónica, en vez de doblar la cerviz, como hicieron otros menos arrestados y decididos que él, mantúvose tieso como un huso ante el príncipe Murat, y de milagro no le costó la vida tamaña altanería.

Nutrióse su mente de la ideología francesa imperante a la sazón. Los pensadores de la Enciclopedia tenían expedito el camino. Su filosofía prendía rápidamente en los espíritus y por poca que fuese la atención prestada de fronteras allá a las nuevas ideas, la influencia de éstas prontamente habría de ser denotada. Además la idiosincrasia del autor de Zoraida e Idomeneo prestábase a tales ascendientes. Apasionado de la libertad y del humanitarismo, sus reacciones eran muy violentas. Todo es en él fuerte y desmesurado. Las actitudes que adopta, merced a esta condición, parecen incluso afectadas. No se sabe dónde empiezan y dónde acaban los sentimientos verdaderos.

Un carácter así, con todo su poder nativo y bajo el influjo de flamantes doctrinas renovadoras que han de incubar un nuevo régimen político y social, tenía que emanciparse, si no del todo en gran parte, de los ya decadentes cánones literarios de su época. Bastará asomarnos a las poesías de Cienfuegos para que advirtamos cómo difieren de otras coetáneas. El desorden lírico, la vehemencia o entusiasmo con que el poeta exterioriza sus ideas y sus afectos; la propensión a hiperbolizarlos, como si los hiciera pasar por cristales de aumento; las imágenes de tan vigorosas rayanas en lo arbitrario; la fantasía sobreexcitada; los elementos no sólo sombríos, sino fúnebres, incorporados al arte; la tendencia al neologismo, pues una exigencia habitual de los nuevos dogmas estéticos es ésta de nutrir el habla de voces nuevas111; la amargura y descontento de la vida; la inclinación a la soledad, a esa playa de la soledad adonde nos echan las olas del pesimismo, del dolor, de la incomprensión humana ¿qué son sino anticipados brotes románticos?

Aunque Cienfuegos tenga dos caras, la una mirando al neoclasicismo y la otra a ese mundo nuevo del arte que va a dejar de ser nebulosa, lo cierto es que no son sus tragedias Zoraida, La Condesa de Castilla é Idomeneo, los mejores testimonios de su ingenio. Ni las que muestran de éste su parte más estimable. No faltan en tales obras los pasajes líricos, pero aparecen encuadrados en los estrechos límites pseudoclásicos112. El Cienfuegos que más mueve a la simpatía y a la admiración es el de aquellas poesías en que están bien patentes los caracteres del nuevo dogma. Porque su numen brioso y anárquico se desata en ellas, sin escrúpulos ni timideces. Se han roto los ataderos de la escuela francesa; se han cancelado todas o casi todas las viejas estipulaciones. Empieza a alborear un nuevo día del arte. Día triste, aciago, incluso sombrío, pero flamante, recién nacido de las manos de su creador. Suspiros, llantos, soledad, amarguras, sepulcros, ataúdes. El poeta canta el fin del otoño. Echa de menos los verdores y las auras de la primavera. La aurora risueña, los cálices rosados, las cantilenas del ruiseñor. Se ha ido la juventud del año; ha muerto el estío. Noviembre va despojando de sus galas, a los bosques y a las praderas. Al soplo del viento caen para siempre en tierra las hojas del tilo. El invierno anuncia su llegada.


¡Adiós, albergues queridos
De las aves halagüeñas,
Nidos de amor, y teatros
De maternales ternezas!
Ya no abrigaréis piadosos
La desnuda descendencia
Del colorín, ni mi oído
Regalarán sus querellas.
¡Oh cuán diferentes cantos
Ahora doquier resuenan!
Que entre orfandades la muerte
Su carro aciago pasea.113



A la orilla del monte:


Un solitario sepulcro
Sombreado de cipreses.114



Dos corazones enamorados, palpitan juntos blandamente:


Jurando amarse hasta la tumba fría.115



Sin piedad vuelan las horas fugaces, y tras de sí arrebatan días y años, y en un punto:


Parece la vejez y en pos la muerte.
¡Oh, que no fuese a mi cariño dado
El tiempo detener antes que traiga
Ese trance cruel! ¡Nunca mis ojos
Lo lleguen a mirar! ¡Antes resuene
En mi hueco ataúd el sordo ruido
De la tierra fatal que cae rodando
A henchir la soledad de los sepulcros.116



¡Con qué reiteración torna el poeta al mismo fúnebre motivo!


En el sepulcro, en el fatal sepulcro,
Y sólo en el sepulcro descansaste;
Y los mortales sólo allí descansan.117



Otras veces es la soledad, o el deseo de la muerte, o la amargura, el cruel fastidio y la desesperación, los motivos líricos que Álvarez de Cienfuegos incorpora a sus poesías. Todo este bagaje es profundamente romántico. Algunos años después lo encontraremos en los poetas europeos. No habrá fronteras cerradas a la transmigración de estos sentimientos. El poroso espíritu de los creadores de belleza irá recibiendo tal tóxico moral, y prosa y verso denotarán el daño, que no habrá ya quien lo ataje en mucho tiempo. Mas todo este equipaje de ideas y de afectos, nada extraño en pleno romanticismo, sí lo es en las postrimerías del ideal neoclásico, cuando aún se componen tragedias de cinco actos, según el patrón francés, y se imita a Anacreonte y a Teócrito. De aquí que haya que considerar al autor de La escuela del sepulcro, como significadísimo precursor o adelantado del nuevo credo estético. Ni Cadalso, ni Meléndez Valdés, ni Quintana, ni Arriaza, con mostrar rasgos románticos en mayor o menor escala, alcanzaron el nivel de Cienfuegos.

Paradigma de cuanto decimos es la poesía que acabamos de citar. Aun cuando el verso blanco en ella empleado nos recuerde a Villegas, Moratín, el hijo y Jovellanos, lo cierto es que dentro de este molde aparecen elementos genuinamente románticos, que el paisaje moral en que se desenvuelve la inspiración del poeta está cargado de tonos, no sólo sombríos, sino fúnebres. Aunque don Juan Nicasio Gallego tuvo relaciones directas con el romanticismo más personales que las que pudiéramos haber observado en la vida de cada uno de los autores que llevamos estudiados en este capítulo, mantúvose generalmente en la línea de lo clásico. Su formación humanística le apartó de las extravagancias y demasías de la nueva escuela. Recuérdese a este respecto la carta dirigida por Gallego al marqués de Valmar y que reproducimos en otro lugar de esta obra.

Su templado liberalismo no le ahorró a pesar de todo de serias contrariedades, pues estuvo preso en Murcia y Sevilla, y desterrado en Jerez, Moguer y dicha capital andaluza. Tenía fama de ameno y chispeante conversador. Cultivó la amistad de la Avellaneda, a cuyas poesías líricas118 puso prólogo, y tradujo el Oscar, de Arnault y Los Novios, de Manzoni. Su calidad de sacerdote, que no le había impedido mostrarse progresista en 1810, tampoco le hizo renunciar a la vida cortesana, de la que son buen testimonio algunas de sus poesías. Cuentan sus biógrafos que en el arte de referir chascarrillos e ilustrar la conversación de anécdotas y sucedidos pocas veces fue superado.

La segunda vez que Gallego estuvo en Valencia, como era lógico dada la autoridad literaria de que iba investido, relacionóse con los escritores levantinos que profesaban el nuevo credo119. Su acogedora actitud respecto de cuantos hacían los primeros escarceos en el mundo o mundillo de la letra impresa, granjeóle la estimación de neófitos y bisoños. Fue un mentor simpático y entusiasta. Sabía que las redacciones, los impresores y los cenáculos son fortalezas difíciles de tomar y en vez de erizar de obstáculos la vida de los asaltantes, les abría una brecha o portillo que les permitiera el acceso. ¡Digno ejemplo que imitar en estos días de tanto coto cerrado!

Gallego no fue un poeta de copiosa producción. Bien porque las Musas le visitaran con largos intervalos, bien porque pensase que no deben escribirse versos a destajo, sino cuando la mente y el corazón están propicios a tan hermosa tarea.

Sus poesías, como ya se ha observado, giran en torno del amor de la patria. Los hábitos que vestía no le llevaron por los caminos de San Juan de la Cruz, ni de Lista siquiera. Temas son aquéllos que han enriquecido universalmente las literaturas, y cuando un poeta los adopta como motivos de sus composiciones, si no carece de bríos, aunque enmudezcan las demás cuerdas de su lira, siempre tendrá un puesto muy señalado en la historia de la poesía.

Cantó Gallego a Corina, a Celtnira, a Lesbia. Los bellos rizos que lucía en su cuello la una. La nevada frente y los hechiceros ojos de la otra, que... «en lindas rosas torna los abrojos», e hizo a la juventud arder de amores a los pies de Lesbia. Son poesías apasionadas o galantes. La vasija que contiene tales esencias está ricamente labrada. Sonetos de corte clásico, en los que no falta la cita mitológica. Estrofas sáficas en las que el autor vence las dificultades del verso libre, esto es, sin rima. Liras donde rivalizan la dicción poética, la pureza del lenguaje y la elegancia de las imágenes y de las comparaciones.

No son versos de mucho vigor, de vehemente y arrebatada inspiración, de ésos que abren más de un boquete en lo estatuario de la forma. Todo está aquí medido y ponderado: las ideas, los afectos, las metáforas. Predomina el clásico sobre el romántico. La disciplina respecto de la anarquía lírica. Y sin embargo, no es raro encontrar bajo esta vestidura académica, elementos y rasgos de evidente filiación romántica. Unas veces son las expresiones sombrías, cargadas de patetismo, como las que contienen las elegías El dos de Mayo y A la muerte de la duquesa de Frías; otras el desasosiego y subversión con que las ideas y los sentimientos irrumpen en el verso, como en la composición dedicada a la muerte del duque de Fernandina:


La madre España en enlutado arreo
¿podrá atajar? Junto al sepulcro frío,
al pálido lucir de opaca luna,
entre cipreses fúnebres la veo:
trémula, yerta y desceñido el manto,
los ojos moribundos
al cielo vuelve que le oculta el llanto...120




Del fúnebre ciprés que arrulla el viento...121




Y en su estancia feliz bulle festivo
rumor de inquieta y plácida alegría,
¡cuando tristeza amarga,
silencio, soledad reina en la mía!
Así mi angustia crece,
y el curso de los años fugitivo
prolijo, eterno a mi dolor parece.
¿Y no es mejor que a compasión movida
dé fin la muerte a mi gemir cansado,
que estar sin esperanza condenado
a atravesar el yermo de la vida,
como el aire exhalación ligera
que sin dejar señal cruza la esfera?122



Don Juan Nicasio Gallego estuvo envuelto en la atmósfera densa y envenenada del romanticismo. Vivió en Madrid, en Cádiz, en Barcelona, en Sevilla. Capitales más o menos infestadas de la nueva literatura, pero ninguna de ellas extraña a tal movimiento. Y a pesar de todo, con la facilidad con que prendían estas doctrinas, supo evitar el profundo contagio. Sus concomitancias con el romanticismo fueron más ligeras que entrañables. La educación clásica recibida y la nativa templanza, así en política como en estética, le salvaron de las exageraciones, de los desvaríos. Fue un hombre ecuánime, moderado, sin desmayos, pero sin ímpetu. Cuidó la elocución poética, porque había aprendido en los buenos preceptuarios, que en el arte la forma es de una capital importancia. ¿De qué sirve la idea más hermosa o el sentimiento más bello, si no acertamos a darle forma magistral y perdurable? No faltó a las leyes del lenguaje, ni manchó éste con ningún terminajo forastero o espurio. Antes volvía el verso al yunque, que se quedaba débil o defectuoso. Se observaba en su elaboración ese ritmo creador, que sin ser premioso, denota un reajuste a tempo lento. Frente a las tarabillas de algunos románticos, el juicio, la mesura y el buen gusto.




ArribaAbajoIII

Del romanticismo al realismo. Ventura de la Vega, Bretón de los Herreros, Campoamor, García Tassara, Antonio de Trueba y Fernán Caballero.


Ya hemos dicho, en estos o parecidos términos, que las escuelas literarias se definen principalmente por el desequilibrio de sus elementos estéticos. Todo desequilibrio supone inestabilidad, y lo inestable es lo que menos tiende a conservarse y perpetuarse. Por eso, el romanticismo, agotadas sus posibilidades creadoras, declinó a ojos vistas. Autores que se habían nutrido de estas doctrinas, no sólo cambiaron de rumbo, sino que se enrostraron con ellas, ya denostándolas, ya disparándoles burlas y agudezas. Fueron como los fagocitos que alimentándose del organismo en que están, no tienen el menor reparo en hacer armas contra él. Pues ¿de dónde procedía sino del romanticismo la ternura lírica de don Antonio de Trueba y de don José Selgas, y el desorden lírico de La Agitación, de Ventura de la Vega, y los dramas históricos Don Fernando el de Antequera y Don Fernando el Emplazado y Bellido Dolfos de dicho autor y de Bretón de los Herreros, respectivamente?

Toda saturación espiritual trae consigo la desgana, el hastío. Mucho más si el agente que la produce es de un valor relativo. Las extravagancias, las exageraciones, las demasías no podían erigirse en una fórmula de arte perdurable. Fueron como el ripio o cascote de una época. El entusiasmo, más ciego que vidente, de nuestros románticos y del público que aplaudía tal fanatismo líterario, no permitió que los unos y el otro descubriesen cuanto había de ficticio y convencional en aquel movimiento, y tan pronto se enfriaron los ánimos la pupila advirtió la mala calidad de los metales empleados. Mas no se pasa de golpe y porrazo de un mundo a otro. Entre lo que pudiéramos llamar fases explosivas del espíritu creador hay procesos de transición. A lo largo de éstos caducan determinados caracteres y asoman su faz otros. No sólo cambia el molde, sino la sustancia que ha de contenerse en él, o al menos, cuando se trata de una verdadera combinación, la dosis de sus elementos. La incredulidad cerril se convirtió en un elegante escepticismo. La enfermiza melancolía en ese claroscuro del alma con que se perfilan nuestros sentimientos cuando participamos de la alegría y del dolor. Al deseo de soledad sustituyó el de convivencia. Los hombres no eran islotes a los que no se pudiera arribar, sino minúsculos continentes unidos por los istmos del amor, o de la simpatía, o de la conveniencia. La sentimentalidad empalagosa cedió el sitio a los afectos puros y naturales. Fueron los primeros manotazos con que un realismo incipiente daba al traste con el falso tinglado romántico. En vez de mirar hacia atrás, hacia la Edad Media, se miró en torno. El ideal caballeresco, y las tradiciones fabulosas fueron reemplazados por la vida real. La familia, las fiestas populares, el paisaje; los sentimientos espontáneos y concordes con la naturaleza de las cosas; la sencilla filosofía del pueblo; y como recurso auxiliar muy característico, el indumento local, y los interiores domésticos: utensilios, muebles y objetos. No se los llegó a inventariar, como hiciese más tarde Martínez Ruiz en las páginas novelescas de Antonio Azorín, según ya se ha observado123, pero sí se enriquecieron los libros de imaginación de valiosos pormenores referidos a la vida doméstica.

Todo empieza a llenarse de un contenido vital. El energúmeno que suele haber en cada poeta romántico, se humanizó y racionalizó. Como es tan difícil hacer hablar con propiedad a los personajes históricos y envolverlos en la atmósfera moral de su tiempo, renuncióse a lo pasado por lo presente. Las justas y los torneos fueron sustituidos por las fiestas populares; los toros, las jiras campestres, las romerías, los bailes. Se olvidaron los jubones, gregüescos y gorgueras, y el frac azul claro con botones dorados, el corbatín, la mantilla y los zapatos de charol trajeron a las páginas de los libros un aire de realidad inmediata. Dichos y refranes de una honda filosofía popular estaban siempre a punto en boca de los personajes. Se celebraban tertulias en torno a la dorada copa del brasero y se jugaba a la lotería. Las arañas, las cornucopias, el tocador cubierto con almidonado linó de hilo, los floreros de cristal, las cortinas de tafetán carmesí dan de lado ahora a los severos muebles y paños renacentistas. Las cepas arden en los rústicos hogares campesinos, donde cuecen ollas y pucheros. A la sombra de los patios emparrados reúnense deudos y amigos que conversan gratamente o realizan menesteres sedentarios. El tejaroz de enjalbegadas casas se puebla de gorriones, y de mirlos los árboles del huerto. La lechuza y el cárabo han perdido su vigencia literaria. La leñera, el lagar, la pajera y el granero advienen al arte como testimonios de la actividad campesina o de exigencias hogareñas. Se sirve el chocolate en batea; y el alcalde, el cura y el maestro aumentan ahora la plantilla de los tipos novelescos.

Estamos muy lejos aún de las morosas descripciones de Zola y de Daudet, mas la retina se va llenando de imágenes nuevas; el espíritu se hace más observador; la realidad que nos circunda aprisiona la atención del novelista y del poeta. El arte está al alcance de la mano. No hay que ir a buscarlo en viejos códices. El hombre de la ciudad, el lugareño, el campesino; sus costumbres; sus pensamientos y afectos; el paisaje; el olor de tomillo, de la manzanilla, de la retama, del cantueso, de la salvia; las gallinas, y los perros, y las palomas, y los cerdos, van a constituir este otro mundo tangible y auténtico. Los autores dan por vencidas sus estipulaciones con la Edad Media. No del todo, pues don Antonio de Trueba, por ejemplo, aún cultiva el género histórico en El señor de Borledo, en El Cid Campeador y en La redención de un cautivo.

La tendencia dominante es volver los ojos a la realidad. Fernán Caballero prepara el camino a Pereda, a Valera, a Macías Picavea. Ventura de la Vega a López de Ayala. El eco no es la voz, como la sombra no es lo que la produce. De los trágicos franceses se ha dicho que hacían hablar a sus personajes el lenguaje de los gentileshombres de su tiempo. La llamada segunda vista de Walter Scott no ha sido reconocida por Taine, como veremos en páginas posteriores. Teniendo la cantera tan cerca de nosotros; siendo tan ricos los metales que nos ofrece ¿por qué no desentenderse ya de lo pasado? La vida palpitante que nos rodea, cuyo aliento percibimos a todas horas, como un vaho tibio y mareante, que nos empuja y que nos grita; que hiere las fibras más sensibles de nuestro ser, acabará imponiéndose, queramos o no, a todo artificio y a toda convención estética.

El hombre actual con sus virtudes y sus vicios. Los problemas que nos plantea la convivencia humana. La vida doméstica. La ciudad y el campo. Los eternos temas que el mundo nos brinda en cualquier latitud suya, pero con la faz propia de cada tiempo. Naturalmente que de esta ancha zona de la existencia tan sólo una mínima parte entró en el ángulo visual de nuestros escritores. Abordó tímidamente este arte nuevo el autor de Cuentos de color de rosa; con más decisión y amplitud la Böhl de Faber. Y aunque en uno y otro, como en el mismo Alarcón -El final de Norma, El niño de la Bola y El Escándalo- haya aún residuos románticos, están ya de cara a la vida, a cuanto les rodea y acucia.

Los necrófagos se han retirado de la literatura. A la muerte se la halla, pero no se la busca. Los bosques umbríos se convierten ahora en las cultivadas tierras del Sur o en la meseta castellana con sus alcores y sus chopos. La luna no es ya un peñasco que rueda en el olvido o el cadáver de un sol. Empezamos a ver la naturaleza con mirada más comprensiva y generosa. Los negros crespones que el pesimismo ha ceñido a las cosas se pliegan hasta desaparecer del todo o constreñirse124. La vida campesina se va desdoblando ante nuestros ojos a través de unas estampas llenas de sencillez y de ingenuidad. Son los primeros balbuceos de un arte que ha de tener su explosión más feliz en las cuatro estaciones de Reymont. Cuando se desenvuelvan todas sus posibilidades, y cada comarca o región con la rudeza o la blandura de sus naturales, con sus hábitos y tradiciones, y su saber agudo y malicioso, y su cazurrería, y su musa popular, y sus fiestas religiosas o profanas, y el hechizo o severidad de sus paisajes, vengan a formar este mundo nuevo del arte, aparecerán Sotileza y Peñas Arriba, La tierra de Campos, La Barraca y Cañas y Barro. Son verdaderas novelas poemáticas, de hondas raíces en el terruño. Exacerbación de un ideal estético. Falta mucho para llegar aquí; pero ya está iniciada la marcha. Y los cangilones de las norias, las corralizas, el cobertizo, la llosa y la aceña se incorporan al arte con la carga más o menos fuerte de su lirismo. Vamos a empezar a enfrentarnos con seres palpables, de carne y hueso; que hablan, ríen, gritan, manotean, trafagan, movidos por los mismos resortes humanos. La azagaya o el arcabuz son sustituidos por el azadón o la podadera. El espíritu belicoso de tiempos pasados truécase en el ansia pacifica de poseer la tierra. Y por los caminos que recorrieran antaño, entre nubes de polvo, los infantes de Carlos V, pasan ahora graves yuntas de mulas cargadas de aperos o de labrantines.

También la poesía rompe sus compromisos con la escuela romántica. Perduró la delicadeza de los sentimientos, la ternura, el entusiasmo lírico, pero libre ya de hojarasca. La ciencia y la filosofía se apegan cada vez más a las cosas. Las sutiles construcciones de la metafísica alemana -Kant, Hegel, Fichte- derivan ahora al positivismo. Y de igual modo que la especulación busca el apoyo de la realidad inmediata, los poetas asientan mejor sus pies en el suelo. La naturaleza va recobrando sus verdaderas proporciones. El arte es la imitación de la naturaleza, lo cual no empece para que se la idealice si se quiere. Pero una cosa es idealizarla y otra muy distinta sustituirla por el artificio y la convención. La fantasía, que se había holgado más de la cuenta, como el brioso corcel que ha estado retenido excesivamente en la cuadra, tórnase más discreta y juiciosa. La inverosimilitud no ha sido nunca patrimonio legítimo del arte. Con el pretexto de idealizar las cosas, más bien se las desnaturalizó. La vida tiene sus imperativos, y el más fuerte de todos es el de ella misma, con sus caracteres fundamentales e incluso sus accesorios auténticos. Y esta verdad la habían olvidado los románticos, que creyeron que todo el campo era orégano. La propia saturación de libertad tanta, de tal autonomía creadora, puso al espíritu en situación difícil y hasta desairada, cabría decir, y sin grande esfuerzo, como quien cede a un impulso natural, se desenergumenizó125.

No cambiaron del todo los temas. Dios, la naturaleza, el amor, las tradiciones, los héroes, la duda, el dolor, la desesperación siguen arrancando a la lira sus sones más hondos. La filosofía y la política se incorporan a este acervo lírico. Se pule el verso como si se tratara de una joya. Toda la faramalla romántica desaparece o se reduce. Las ideas y los afectos adoptan formas más sinceras de exteriorizarse. El poeta va queriendo comprender que los tesoros del corazón, sus secretos más íntimos, como las estatuas griegas, desdeñan el vestido. Los humos de la inspiración se volatilizan, y queda el aire transparente y luminoso. Nadie como Bécquer puede darnos idea tan cabal de este hecho. La sonoridad y machaqueo de la rima perfecta -os magna sonaturum- que aún perduran en las composiciones de García Tassara, apáganse a través del verso asonantado, de música más dulce e insinuante. Y a las largas tiradas de versos del romanticismo, suceden los pequeños poemas, las doloras y las humoradas. La poesía desarrolla en unos cuantos renglones cortos un tema sentimental o gira en torno de alguna ocurrencia feliz.

Esta generación de nuevos poetas, aunque no se haya desentendido del todo de la precedente escuela, sabe una cosa que ésta ignoró; que la cultura es un poderoso auxiliar. La ignorancia de los románticos -causa de sus demasías y de sus errores- no subsiste ahora. Esta juventud es más estudiosa. Gusta de los libros y aprovecha sus lecciones. De aquí la mesura con que la fantasía, antes tan desordenada y libre, colabora en la realización del arte. El poeta se detiene a considerar el valor y propiedad de los elementos de que puede echar mano y sólo utiliza los que más convienen a su objeto. Y si falta el genio poético y la fuerza de la inspiración, una sencillez primitiva, candorosa, de la mejor calidad popular, nos seduce tanto que se nos olvida, mientras disfrutamos de ella, la pompa y arrogancia de los grandes líricos. El libro de los cantares, de Trueba, viene a corroborar cuanto afirmamos. Todos sus temas son sencillos, de una ingenuidad encantadora. Requiebros galantes y amorosos; picardías de la juventud; consejos, admoniciones, desengaños; chanzas y chistes; escenas domésticas; filosofía del pueblo. El lenguaje fluye con una naturalidad deliciosa. Parece como si se hubieran ido escogiendo de exprofeso las palabras más sencillas, más humildes. No hay adorno ni artificio alguno, y de este concurso de elementos tan desposeídos en la apariencia de valor estético, surge el hechizo de tales cantares.

El idealismo en el arte es un impulso que nos lleva a presentar las cosas, no como son en realidad, sino como nos las imaginamos o, mejor aún, como quisiéramos que fuesen. El artista se forja en su conciencia un arquetipo ideal, que adopta como patrón de sus actividades creadoras. Nada habría que objetar a tal preocupación nobilísima si al comparar el arte idealista con la realidad, ésta quedase embellecida y mejorada. Pero no siempre se obtiene dicho resultado. En muchas ocasiones se frustra el propósito del artista, pues no le es favorable la diferencia que existe entre su obra y la realidad. Esto ocurrió con gran parte de las creaciones románticas. Limitándonos al área de la novela podemos llegar a la conclusión, sin aventurar nada, que Escosura, Ochoa, Pastor Díaz, don Antonio Flores, etcétera, quedaron muy por bajo del valor estético o moral de las cosas, en sus idealizaciones de la historia o de la vida circunstante. Los caracteres que presentan son a todas luces falsos. Las situaciones en que los colocan no son más verdaderas. La pintura que hacen de ciertos personajes históricos dista mucho de lo real. Felipe II no es Felipe II, ni su hijo Carlos, es don Carlos. Sin que la falsedad de un carácter, de una situación o de un hecho histórico pueda constituirse en un auténtico valor estético. Tales idealizaciones, pues, ninguna virtud aportan al arte. Menos daño se habría causado a éste y a la historia con una reproducción fotográfica que con dichos idealismos.

La generación literaria que sucedió a los románticos traía ya un bagaje de ideas y de conocimientos muy estimable, y cayó en la cuenta de que arquetipos ideales de tal calidad no había por qué respetarlos. Y como nuestro genio literario ha propendido siempre más a lo real que a lo fantástico, no hubo que hacer gran esfuerzo para reintegrarnos a la tradición. Los poetas trocaron las brumas del Norte por el sol del Mediodía. Los fantasmas, las tumbas, los cipreses, las mazmorras, fueron barridos por esta luz radiante con que empezaron a envolverse las cosas. Y si tornábamos los ojos a las edades pasadas, los héroes y sus hazañas aparecían ya liberados de los tonos sombríos de que los vistiera la musa romántica.

No se cayó en la afectación elocutiva de los franceses, que más cuidadosos ahora de la forma que del fondo, convirtiéronse en cinceladores del verso. El conceptismo y el culteranismo fueron exacerbaciones de sendos ideales literarios. Modas forasteras, voluptuosidades de refinamiento no compartidas entre nosotros de un modo general. Los Lyly, los Marini y los Ronsard no tuvieron muchos seguidores en España. Ni en estos días a que nos venimos refiriendo, los Banville o los Richepin. Se cuidó la forma, pero sin exageración. Los románticos habían hecho poco caso del yunque horaciano. Creyéronse dioses de la poesía. Y como de las manos de un dios -aunque sea con minúscula- no debe salir nada imperfecto, estimaron que era innecesario volver la atención sobre un verso ya forjado. Mas la nueva generación de poetas, sin caer en el atildamiento excesivo, puso más esmero en la elaboración de sus poemas. Aunque puedan citarse ejemplos de desaliño, es indudable que la conciencia literaria que sucedió a la de los románticos no quiso cargar con esta falta.

El teatro también denotó el cambio. Cuando en el arte se produce una reacción o un avance, sus efectos suelen extenderse a todos los géneros. Al drama histórico reemplazó la alta comedia. Los adarves, los bosques y las ventanas góticas desaparecen del escenario. La acción dramática va a desenvolverse ahora entre las cuatro paredes de una habitación. La gran chimenea de los aposentos reales es sustituida por una sartenaja de cobre que brilla como el oro; los sillones frailunos por sillas de rejilla charoladas de negro y amarillo; las arcas y los bargueños por consolas de caoba con delicados floreros de cristal o de china. Por la misma razón ha cambiado el indumento. Y los caracteres altivos de los príncipes o de los grandes señores; los ademanes ampulosos y la voz engolada derivan a la naturalidad de las ideas y de los afectos, de la expresión y de la palabra. El empaque exterior, la rimbombancia, lo huero de las figuras con que se alimentó la escena a lo largo del romanticismo, conviértese ahora en contenido moral. La vida está más presente; los conflictos de la conciencia o del corazón; la naturaleza humana con sus rasgos más genuinos. Sin que el verso desaparezca del todo es preferida la prosa. La tendencia que lleva a estos autores a servirse de cuantos elementos reales les ofrece la sociedad en que viven, les hace optar por la prosa, que aunque no lo supiera el famoso personaje de Molière, es la que empleamos todos los mortales para comunicarnos entre sí.

El arte es posible merced a las concesiones que le hacemos, y el teatro, dentro de las distintas formas en que la belleza se manifiesta, es el que más exigencias tiene con la razón. Cuando sacamos a escena a Enrique VIII o a Luis XI, no es Enrique VIII o Luis XI el que está delante de nosotros. Muchas veces ni coincide siquiera el físico de estos personajes con el de quienes los representan. Las cosas que dicen, seguramente no las dijeron tampoco. Contráese, pues, la identidad, en el mejor de los casos, a una relación de hecho y nada más. La cámara regia, el claustro o el bosque es puro artificio que resulta de la acertada disposición de unos bastidores de lienzo o de papel. Consiguientemente, cuantas menos concesiones tengamos que hacer al arte, más satisfecha quedará nuestra razón y nuestra sensibilidad. Y sí el carácter realista de nuestras obras teatrales nos pone delante de los ojos personajes que piensan y sienten como pensamos y sentimos los que les estamos viendo andar por la escena; que visten y hablan como nosotros; que con sus conflictos y sus reacciones nos recuerdan los nuestros; que resuelven sus problemas como nosotros; que adoptan, en fin, iguales actitudes ante la vida que la de los propios espectadores, más complacidos saldremos del teatro que cuando abandonábamos éste tras de asistir a una representación romántica.

El público que estaba cansado ya del manoteo y de las vociferaciones con que se distinguió la escena española en los tres o cuatro lustros que duró el romanticismo, se sintió como aliviado y rejuvenecido. Como todos somos actores de nuestra propia vida -mundus universus exercet histrioniam- nos vemos presentes en el escenario y tomamos éste por un espejo en el que íbamos a mirarnos. Sustituido don Álvaro por el don Luis de El hombre de mundo, de Ventura de la Vega, e Isabel de Segura, por Consuelo, la protagonista de la comedia de igual nombre, de López de Ayala, los espectadores tienen ahora más parte suya en estos personajes, y asisten, naturalmente, con más vivo interés a la representación. No se dibuja todavía a través de las obras de Ayala y Tamayo el llamado teatro de tesis. Pero tampoco son completamente ajenas a tales preocupaciones. En nuestra literatura no ha sido cosa extraña el moralizar. Lo hicieron Mateo Alemán y Alarcón, y sería fácil, remontándonos más, dar con otros ejemplos. Sin embargo, ahora lo que se intentaba era presentar acciones humanas de verdad, enriquecer el teatro de caracteres auténticos. Más allá de nuestras fronteras se cultivaba el arte docente. Nosotros hemos ido siempre un poco a la zaga de estos ensayos. Pero no debe preocuparnos tal cosa, porque si observásemos con éxito el hermoso principio del arte por el arte, nada tendríamos que envidiar a nadie.

La alta comedia desterró del escenario los efectismos, los desplantes, los latiguillos. La naturalidad de las acciones, la más fina y delicada psicología de los personajes, impuso a los intérpretes un cambio de estilo. Embridóse el ademán y se humanizó la voz. La crítica coetánea había censurado muchas veces el engolamiento y la afectación de los actores. La naturaleza del teatro romántico autorizaba en cierto modo tales demasías, Pero ahora la acción dramática, más concorde con la realidad, obligaba a ser mesurado y circunspecto.

Veamos, a través de varios ejemplos, cómo se pasó del romanticismo, ya en su crepúsculo, al arte realista.

Don Ventura de la Vega126 que en 1825 imita el canto de la Esposa, del Cantar de los cantares: «Ven a tu huerto, Amado - que el árbol con tu fruto te convida»...: en 1826 los Salmos: «¡Ay! No vuelvas, Señor, tu rostro airado»... y en 1830 compone estrofas sáficas, dos años después publica en El Artista su poesía La Agitación, que como la denominada Orilla del Pusa127, de indudable filiación romántica.


¡Mi corazón de fuego
En ti no la encontró128: floresta umbría
Silenciosa montaña, campo triste,
Yo la paz de la vida te pedía,
Tú la paz de la tumba me ofreciste!129



El poeta canta su propia agitación, la interior lumbre que le devora. Y lo hace, naturalmente, con ese desorden y entusiasmo que caracterizó la lírica romántica. Las ideas y sentimientos que nutren de contenido estos preciosos versos nada tienen que ver con los poetas inmediatamente anteriores a Vega. Aquí resuena ya la música brillante en que se traduce el ardimiento lírico de aquellos días.

Su otra composición Orillas del Pusa, aunque no carece de lirismo, pertenece más bien al género descriptivo. Está escrita en coplas de pie quebrado, en las que alterna el consonante llano con el agudo: circunstancia esta última que da dureza al verso.

En 1851, en plena declinación este género de poesía, Ventura de la Vega nos habla ya del «sacro Pindo», del «amoroso riego de Hipocrene» y de «la sublime altura del Helicón»; y seis años antes, cuando aún Zorrilla sigue abasteciendo la escena con sus dramas románticos, escribe su bellísima comedia El hombre de mundo, que rompe todo vínculo con la pasada escuela. Aunque este autor, por su eclecticismo, distase mucho de las exageraciones románticas y de las neoclásicas, más cerca estuvo en su ponderación y equilibrio del grave espíritu clásico que de la doctrina opuesta, máxime si va a degenerar ésta en las risibles extravagancias de los años que siguieron al 1830. Pudo más en Vega el ascendiente de su maestro Lista que el de la moda literaria. A pesar de que frecuentase como el más furibundo romántico el Café del Príncipe, y se sumiese en la atmósfera espiritual de aquellos días, su contaminación fue epidérmica. Frente al drama histórico Don Fernando el de Antequera, de escaso mérito, estará siempre la comedia El hombre de mundo, y si bien es verdad que al escribir su famosa tragedia La muerte de César, no desdeñó ciertos elementos de la técnica romántica, como ya se ha observado, predomina en tal obra, sin duda alguna, la serena majestad del arte clásico.

Otro tanto que se apuntó Vega respecto de este ideal literario fue su traducción del canto primero de la Eneida. No se sabe qué admirar más en su trabajo, si la perfecta compenetración del traductor con el poeta latino, al aproximarse todo lo posible al giro de su pensamiento, o la bella forma en que lo puso en castellano.

Así y todo no debemos valorar demasiado por alto a este autor. Fue un hombre de talento, que merced a tal circunstancia venció las dificultades que le oponían sus propios empeños; pero no mostró nunca a lo largo de su vida el brío y la inspiración de otros poetas coetáneos suyos. Sus composiciones líricas ofrecen ese caudal de ideas y de sentimientos y ese aseo de la elocución propios del hombre de ingenio, del que posee la agilidad necesaria para moverse sin caer ni tropezar siquiera, en el área de sus actividades. Carecen de empuje, pero no de arte. El talento suple muchas veces a la imaginación, al entusiasmo, a la elocuencia con que el alma enardecida se comunica a los demás. Nótase a través de estos «suplidos» la falta de impulso creador, pero no por eso nos sentimos defraudados del todo. Ventura de la Vega con su habilidad, con su discreción, con el esmero que puso en su quehacer literario, disimuló la ausencia de una musa pujante y copiosa. El hombre de mundo y La muerte de César están dentro del marco que acabamos de describir.

No fueron unánimes los juicios de la crítica respecto de estas dos obras. Mientras don Antonio Ferrer del Río sostuvo desde las columnas de El Laberinto130 que El hombre de mundo es la comedia clásica más completa del teatro español, el padre Cejador afirma en términos generales al referirse a las obras de Ventura de la Vega, que éstas desmerecían considerablemente cuando no las representaba Julián Romea. Y malo es que el valor de una comedia dependa de quien la interprete, pues aparte de lo que pueda mejorar si es confiada a un buen actor, ha de poseer méritos relevantes si queremos verla ocupar puesto de honor en la historia de las letras. Téngase presente también este juicio por tablas de Cejador respecto de La muerte de César, y habrá que considerar como excesiva aquella conocida exclamación de don Ángel Saavedra: -«Eso es romano Ventura; eso es grande».

«Vega no había bebido el espíritu de Roma -observa Cejador- por más que trabajó su obra»131.

¿Pero es que el Polyeucto, de Corneille, y la Fedra, de Racine, y la Zaira, de Voltaire hablan el lenguaje de su tiempo? ¡Qué grandes concesiones hemos de hacer en este orden de cosas! No se alcanza la verdad en tales empeños porque nos hayamos documentado a través de cuantos libros nos proporcione la erudición. El triunfo de estas obras no depende de la llamada segunda vista que pueda atribuirse a un autor, sino de la falta de esa segunda vista en el lector o en el oyente. Ya se trate de personajes históricos, ya de fábulas o leyendas, ya de creaciones originales, la dificultad de penetrar en el verdadero o falso mundo en que vivieron, o del que tomaron su contenido, es tan grande, que pocas veces, por no decir poquísimas, se logra la realización del fin propuesto.

El hombre de mundo deparó a los espectadores de su tiempo, la presencia de unos seres de carne y hueso, que pensaban y sentían a lo humano, sin artificio alguno. Después de más de dos lustros de altiveces, declamaciones y exorbitancias hay que considerar como un triunfo el ver moverse en la escena a don Luis, don Juan, Antoñito, Clara y Emilia; que reaccionaban ante sus problemas y situaciones con la mayor naturalidad; que se expresaban con el mismo lenguaje del auditorio; que ni manoteaban, ni gritaban, enfáticos y ensoberbecidos, como sus predecesores.

La muerte de César no gustó como tal representación. A pesar del empeño de Vega en el sentido de moldear las figuras de la tragedia -César, Bruto, Casio, Marcelo, Servilia, Licia- de modo de hacerlas más comprensibles al público, faltando, pues, a causa de esta preocupación a la verdad histórica, al genuino carácter de cada uno de los personajes, no se produjo esa admirable fusión del auditorio y de la acción escénica, generadora del éxito. Cuidó Vega, como siempre, de dar a aquellas criaturas dramáticas el empaque que les correspondía. Hízolas conducirse con la mayor propiedad posible. Puso en sus labios un lenguaje lleno de grandeza. Desenvolvió la fábula con maestría, cual era de esperar en un hombre para el que la escena no tenía secretos. Dispuso las situaciones de manera que se mantuviese vivo el interés; y forjó un verso sonoro y valiente: el del romance endecasílabo132. Pero no basta esto para que una obra triunfe en toda la línea. Ni la mente ordenando bien los elementos sometidos a su jurisdicción, ni la técnica teatral pueden suplir el empuje de la inspiración. Esa fuerza creadora que pone tenso el espíritu del espectador, que penetra por los poros de la sensibilidad hasta producir en el alma como una deliciosa relajación, es privativa del genio. Ventura de la Vega, a pesar de estar excelentemente dotado y de ser hombre estudioso y diligentísimo, como han reconocido todos sus juzgadores, carecía de verdadero numen poético, y no pudo por tanto imprimir a sus obras este aliento soberano.

Conocido es el desenfado con que Vega se enfrentó con algunas celebridades de las letras. Desahogos satíricos más emparentados con el chiste que con el sentido de lo justo. Blanco de estas humoradas, como las llamó Valera, fueron Dante, Shakespeare y Calderón. Y si la legítima reputación lograda en el mundo del arte por estos carísimos ingenios debiera tenerlos a salvo de toda irreverencia, con relación a determinadas particularidades, verbi gracia: el «apurar, cielos, pretendo»... de Calderón, no nos parecen desatinados tales desahogos.

Estas almas templadas y eclécticas, son las que más se prestan a servir de vehículo a cualquier nuevo ideal. Equidistantes de los extremismos de las escuelas, subvienen más fácilmente a las exigencias de todo cambio de rumbo, ya que no tienen que romper compromisos con el pasado. De aquí que Vega contribuyese con su buen gusto y certera visión de lo bello, a transferir el saldo literario positivo que quedaba del romanticismo a la nueva cuenta abierta al arte133.

Otro ingenio que se movió en la misma línea de lo clásico, fue don Manuel Bretón de los Herreros134. Más fecundo y multiforme que Ventura de la Vega pero falto también del brío de los grandes poetas. Sus obras gustan, mas no entusiasman. Sus poesías abarcan todos los géneros y metros; odas, sátiras, elegías, anacreónticas, octavas, sonetos, quintillas, epigramas, letrillas amatorias, galantes, satíricas y picarescas. ¿Qué revela esto sino una pasmosa facilidad para componer cualquier clase de versos? Hay en tal circunstancia como un alarde de poder. Empero no es lo mismo hacer poesía con s final que sin ella. Las odas, los sonetos, las elegías van saliendo al dictado de la musa de Bretón, mas sin que aliente en tales composiciones una inspiración robusta. Musa pálida, desvaída, que produce sonidos gratos al oído, que incluso entra en el alma y roza las fibras de la sensibilidad, pero que ni conmueve, ni excita las actividades del pensamiento, ni abre dulces llagas en el corazón. Y como no había la menor dificultad por parte suya de encontrar temas, ni de desarrollarlos, y esto no podía ya halagar su vanidad literaria, buscaba los consonantes más raros que poner al final del verso. ¿Quién le vencería, pues, pertrechado de tan buenas armas?135 Las amistades, el parentesco, la política, las fiestas, las modas, las tertulias, los gustos dominantes, le brindan variadísimos motivos. María Cristina e Isabel II, Concepción Rodríguez, la notable actriz y Adelaida Tossi, la célebre cantante, inspirarán sus odas. El maestro Lista, una de sus elegías: «Gemid ¡oh ninfas del undoso Betis!». El furor filarmónico, los escritores adocenados, los malos actores, la manía de viajar, arrancarán burlas y agudezas a su lira. El tabaco servirá para componer unas octavas donde rivalizan los chistes y los consonantes. Cantará a la pereza en un gracioso soneto:


¡Qué dulce es una cama regalada!
¡Qué necio el que madruga con la aurora,
aunque las musas digan que enamora
oír cantar a un ave la alborada!
..............................
..............................
¡Salve, oh Pereza! En tu macizo templo
ya, tendido a la larga, me acomodo.
De tus graves alumnos el ejemplo
me arrastra bostezando; y de tal modo
tu estúpida modorra a entrarme empieza
que no acabo el soneto... de per...