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ArribaAbajoCapítulo VI

Fases del Romanticismo


A los grandes movimientos literarios les sucede lo mismo que a las personas, a los pueblos y a cuanto, por estar dotado de vida, tiene que pasar forzosamente por estas tres fases: la juventud, la madurez y la decrepitud o rampa que nos lleva a la muerte. Corresponden al primer período, las tentativas y ensayos, la rectificación, más o menos vigorosa, de las normas a que ajustamos las actividades de nuestro espíritu en relación con el arte. La madurez indica el logro de las aspiraciones estéticas y aparece revestida de toda la fastuosidad del genio creador. Las cosas del espíritu han llegado a su ápice. Los sentimientos y las ideas que dan impulso a nuestra pluma se desbordan de sus propios límites y tienen el carácter de verdaderas explosiones o estallidos. Es como una plétora de sangre que hiciera reventar las venas o como fruto jugoso y maduro que amenaza con caerse del árbol. Por último viene la senectud, suave o rápido declinar de la vida, según nuestras reservas y energías. El panorama cambia por completo. Todo se agrieta y derrumba, sin que, por lo general, se salve nada entre los escombros. Y vuelta a empezar. Ya sea mirando más adelante aún, o tornando a antiguos principios literarios que, por ser consustanciales al arte, nunca pasan de moda, si bien quedan momentánea y transitoriamente relegados.

El rigor inexorable con que los autores del siglo XVIII habían interpretado el arte, oponiéndose al libre ejercicio de nuestras potencias, que quedaron encerradas en los angostos límites de una preceptiva absurda, provocó, lógicamente, un movimiento de protesta, que tuvo su culminación en la cuarta década del XIX. No se crea que esta interpretación excesivamente rectilínea, de los preceptos clásicos, fue general en toda aquella centuria. Nos explicaremos, sin gran de dificultad, la influencia de los retóricos franceses en nuestra literatura de entonces, sí tenemos en cuenta, de una parte, el apogeo y preponderancia de las letras vecinas en el siglo de Luis XIV, su favorecedor entusiasta, y de otra, la instauración en España de la dinastía borbónica, que no sólo había de ver con buenos ojos, sino fomentar calurosamente la propicia disposición de nuestros escritores respecto de la literatura francesa. Pero no faltó el buen sentido de algunos críticos, como don Pedro de Estala y los jesuitas Lampillas, Andrés y Eximeno, contra los excesos del neoclasicismo.

Concepción tan raquítica del arte habla de originar, por el impulso ciego e incoercible de nuestra propia naturaleza, una actitud de rebeldía, que tuvo, naturalmente, su acción gradual. No podíamos saltar de las sequedades y angosturas de la tragedia clásica, ni del frío y moderado lirismo de aquellos días, a la libertad soberana del drama romántico, tan descomunal en sus proporciones y tan desencajado de la realidad, o a la exaltación lírica e impetuoso subjetivismo que preconizó la revolución literaria. La metamorfosis se operó, pero no de golpe y porrazo, sino con tanteos y experiencias de los que tenían puesto, como si dijéramos, un pie en el antiguo estilo, y otro en el que se iniciaba. Autores pertenecientes al pseudoclasicismo, facilitaron de un modo reflexivo o inconsciente, el advenimiento de la literatura romántica. Cadalso, bien puede ser considerado en su vida particular y en gran parte de la literaria, como precursor del romanticismo. ¿No lo está gritando su espíritu arriscado y aventurero, su muerte gloriosa, a la que precedió un sinnúmero de sucesos novelescos? Bastará recordar la visita que hizo al cementerio de la parroquia de San Sebastián -a cuyo efecto hubo de sobornar a los guardianes- para contemplar el cadáver de su amada, la joven comedianta María Ignacia Ibáñez. Testimonio elocuente de la afinidad de este escritor con los gustos e inclinaciones que años después habían de imperar en las letras. A Cienfuegos, más apasionado y mucho mejor poeta, viénenle estrechos los moldes clásicos de su tiempo, y rompe con ellos, su desatada y fornida inspiración, anunciando el estro vibrante de los románticos y su albedrío para dar forma a ideas y sentimientos. Y Quintana no fue menos palabrero, estrepitoso y torrencial que los que habían de venir poco más tarde a empuñar la lira. Su brioso numen, enamorado de la libertad y del progreso humanos, no cabían tampoco en el restringido ámbito de la literatura neoclásica. El Panteón del Escorial y La mora encantada nada tienen que envidiar a la moda romántica, por lo sombrío y terrorífico, la primera composición y la segunda, por el señorío de la fantasía.

Si no aparecían, pues, de una manera uniforme y colectiva los indicios de transformación en el arte, mostrábanse de manera suficiente para colegir de ellos que estábamos en periodo de transición83.

Ni Martínez de la Rosa, ni el duque de Rivas se pasaron a las filas románticas de un modo definitivo, hasta iniciarse el segundo tercio del siglo XIX. Espronceda, nacido en plena evolución, no había sido tampoco ajeno al arte clásico, como lo demuestra su poema épico Pelayo, si bien habrá que atribuir mucha parte, tanto en la elección de asunto como en la métrica empleada, a su maestro, don Alberto Lista.

Comenzaba, como vemos, una nueva manera de considerar el arte y empezaban a entrar en vigor otros principios de los que lo habían inspirado hasta ahora. Para los que estaban educados en el ideal clásico, se les hacia muy cuesta arriba abandonar sus preceptos, encerrarlos bajo siete llaves y respirar a pleno pulmón el aire cargado de romanticismo que venía de fuera, ya en artículos de periódicos y revistas, ya merced a traducciones de novelas y obras de teatro. Más fácil era para los que acababan de llegar al campo de las letras, desentenderse de las viejas normas retóricas y encerrar sus pensamientos y afectos en los amplios moldes del nuevo arte.

A un escritor, de origen alemán y casado en Cádiz con una española -doña Francisca Larrea-, correspondió el simpático papel de exhumar del olvido nuestras glorias literarias, y de abrir paso al romanticismo, triunfante a la sazón en otras naciones. Böhl de Faber, que era el paladín de esta revolución artística, encontró por parte de nuestros autores la natural resistencia. Aunque floja y decadente la literatura neoclásica, debido a la falta de bríos e inspiración de sus representantes, tanto como a la inflexibilidad de las reglas, todavía se consideraba fuerte y entera para disputarle el terreno a los irreflexivos innovadores. Mora y Alcalá Galiano salieren en defensa del flaco ideal clásico. La contienda fue impetuosa y dura, sin que ninguno de los combatientes diese su brazo a torcer. Tomó también parte en la porfía la pasión política, y menudearon, asimismo, sátiras e intencionados epigramas, que le dieron agrio sabor.

Ocurría todo esto en 1817; no muy lejana la reacción absolutista del año catorce, y en medio de un ambiente torvo y hostil respecto de las nobles actividades del pensamiento. Como consecuencia de esta polémica, sostenida desde la Crónica Científica y Literaria, el Diario de Cádiz y las páginas de algunos folletos, se pusieron según parece en esta población varias comedias de Calderón, por iniciativa del matrimonio Böhl de Faber, para confirmar, con el testimonio irrecusable de los hechos, las afirmaciones asentadas en el curso de la controversia, y despertar, al propio tiempo, la afición del público al teatro clásico español. Por estos años, también, empezó a emplearse el adjetivo romancesco, que tomó estado definitivo en el de romántico, para designar todo cuanto se relacionase con el nuevo estilo. Una década más tarde, don Agustín Durán, tan devoto como Böhl de Faber de nuestro teatro clásico y de la antigua poesía popular, proclamó en brillante manifiesto literario, lleno de sabia doctrina estética, de sagacidad y penetración, las ventajas y excelencias del romantismo, poniendo de realce la diferencia que existe entre el drama español del Siglo de Oro y la tragedia griega, y fundando en esta trascendental circunstancia la necesidad de que nuestro teatro, más poético e incluso menos verosímil e inclinado, por tanto, al libre juego de la fantasía, se rija por preceptos también distintos.

Pero estas manifestaciones, aun siendo por demás valiosas, no rebasaban los límites de publicidad en que de ordinario suele desenvolverse la crítica. Eran trabajos para gente conspicua y del oficio, pues a pesar de que la prensa, más accesible a la masa general de lectores, fue parte del palenque; en que la contienda tuvo ocasión, la índole erudita de los artículos apartaba de su lectura y meditación al vulgo. Otro, más seguro y eficaz, era el camino adoptado por el romanticismo exótico, para penetrar en nuestro país, e inficionar nuestra literatura. Las traducciones de novelas y dramas extranjeros constituían, en aquellos años, la principal y lucrativa ocupación de los escritores. No se hacía otra cosa que poner en castellano, ni muy pulcro, ni muy castizo, la copiosa literatura sentimental y enfermiza que salía a la luz más allá de nuestras fronteras. Teatro y obras de imaginación pésimos, de menguada talla en lo atinente al arte, dirigidos a satisfacer las demasías de la sentimentalidad de los lectores o del auditorio, a complacer sus gustos estragados y a herirles en el corazón, no con el fino estilete de la emoción estética, sino a rudos navajazos. Se traduce las comedias empalagosas de Diderot y los dramas escalofriantes de Arnault, Ducis y Lemercier. No es menos nutrida la multitud de novelas puestas en español. Madame de Genlis, Cottin, que se suicidó disparándose un pistoletazo en el corazón, Ana Radcliffe, Rousseau, Florián, Rodolphe, Azeglio y Grossi, en compañía de otros muchos autores que sería prolijo citar, sirvieron de pasto suculento a la avidez de los lectores. «¡Lloremos y traduzcamos!» -exclama Larra, frente a este vergonzoso cuadro de nuestras letras.

Mucho más influyó esta bazofia literaria para la implantación del arte, romántico, que los bellos y concienzudos trabajos de Böhl de Faber y don Agustín Durán. Inútiles fueron las censuras que en serio o en broma, coma por ejemplo, Don Quijote con faldas o perjuicios morales de las disparatadas novelas (1808), del teniente coronel don Bernardo María Calzada, propinamos a los padres de esta desnaturalizada novelería y a sus traductores. El público, que no se detiene a calcular el valor artístico de las obras literarias, sino que se conforma con saciar su hambre ingiriendo cuantas más truculencias y desbarros mejor, recibía estos libros muy complacidamente, por donde arte tan grosero y endeble vino a ser el elemento portador del germen romántico.

Cuando en 1834 apareció, como prólogo de El Moro Expósito, el hermoso manifiesto de Alcalá Galiano preconizando el triunfo cabal y definitivo del romanticismo, estaba bien preparado el terreno para que la semilla fructificase rápidamente. Además de que era muy significativo que el antiguo contradictor de Böhl de Faber viniese a proclamar ahora la superioridad del romanticismo sobre la literatura neoclásica. Fue ésta desde entonces, para el tumultuoso tribuno de La Fontana de Oro, «planta raquítica» que pregonaba a gritos su procedencia forastera y deficiente aclimatación entre nosotros.

Leopardi

Leopardi

[Págs. 96-97]

Los cambios y discordias de la política tenían siempre en jaque a las figuras más representativas de ella. La caída de un gobierno suponía, por lo general, la necesidad de extrañarse de España. Tan enconada era la lucha y tan grandes las diferencias de unos partidos a otros. La estancia en las principales capitales de Europa de algunos literatos que intervenían activamente en la gobernación del Estado, contribuyó a la propagación en nuestro país de las nuevas doctrinas literarias. No nos explicamos cómo crítico tan experto y sagaz cual don Juan Valera, rechaza de plano esta afirmación, en lo que respecta al duque de Rivas, al estudiar en varios artículos, sobre la poesía lírica y épica en la España del siglo XIX, la personalidad del ilustre aristócrata. Atribuyamos el hecho o al espíritu contradictorio de don Juan, como hábil polemista que era, o al propósito de hacer ver la originalidad del romanticismo del Duque, que según él, nada recibió de ingenios forasteros.

No creemos que fuese preciso estar al corriente de cuanto de filosofía de lo bello se escribía en aquellos días, para contagiarse del virus romántico. Estaba éste en la atmósfera, en las costumbres, en la escena, en los periódicos y libros de fácil circulación, y la inoculación ninguna dificultad tenía. Además de que el romanticismo español nada debió al estudio, ni a la reflexión. Nuestros poetas se contaminaron del ambiente, pues no habrá habido nunca movimiento literario que se manifieste como éste, de modo más libérrimo y subjetivo. Ni Espronceda, ni Zorrilla, ni el duque de Rivas y Larra, con ser éstos más instruídos y ponderados, aprendieron el romanticismo en la calología, ni en la crítica que se había formado en torno de la flamante doctrina. Lessing, Guillermo Schlegel, Carlyle, Juan Pablo Richter y demás estéticos del romanticismo, nada comunicaron a nuestros poetas porque ningún trato hubo entre ellos. La ciencia literaria de la nueva escuela era ajena por completo a cuantos aparecían enrolados, de modo natural e instintivo, al arte romántico. Pero quizá fuese aventurado pensar lo mismo de los brillantes vates que, más allá de nuestras fronteras, practicaban el romanticismo. Hay que suponer que poetas tan populares como Roberto Burns, y de vida tan frenética y disoluta como la de Byron, no podían pasar inadvertidos, sobre todo para quienes, por encontrarse desterrados en Inglaterra, tenían mayores probabilidades de conocerlos. La influencia del segundo en Espronceda, es innegable, no ya sólo en sus poesías, sino en su estilo de vivir también, pues los hazañosos y desgarrados acontecimientos de que está entreverada la existencia del poeta inglés, hacían de éste el verdadero prototipo del romántico. Aunque no demos una importancia extraordinaria al hecho de que el exilio de autores como el citado Espronceda, Martínez de la Rosa, duque de Rivas y Alcalá Galiano influyese decisivamente en el advenimiento del romanticismo, no creemos, tampoco, juicioso dejar de conceder a esta circunstancia la trascendencia debida.

En el primer tercio del siglo XIX es cuando se incuba en España el ideal romántico. La transición de un género a otro tiene el ritmo pausado de todos los cambios literarios. Incluso se cultiva alternativamente la literatura neoclásica y la romántica. Esta, de una manera irreflexiva, porque la transformación no es súbita, sino gradual. El duque de Rivas antes de su extrañamiento había compuesto El paso honroso y los romances En una yegua tordilla y Con once heridas mortales, donde ya campean algunos de aquellos rasgos con que se distinguió el nuevo estilo. Condenado a muerte por Fernando VII, huye por Gibraltar a Inglaterra, correspondiendo a estos años su poesía El sueño del proscripto, de tendencia marcadamente romántica. Pero en 1828 escribe el drama Arias Gonzalo con arreglo al antiguo ideal clásico. Es decir, que a pesar del destierro y del auge que fuera de España había alcanzado ya, por entonces, el romanticismo, no repugna del todo los cánones literarios del siglo XVIII. Sin embargo, en 1834 y de regreso a su patria, al amparo de la amnistía, es indudable la evolución, que tiene su punto culminante un año después, con la representación estruendosa del Don Álvaro y que se había mostrado casi madura y rebosante, en su hermosa poesía El Faro de Malta.

Estos fueron, a nuestro juicio, los antecedentes del romanticismo español y los vibrantes alegatos de la crítica literaria a favor suyo.

Dispuesto estaba el camino para que esta transformación literaria, cuya primera fase acabamos de estudiar, se redondease de una vez y de modo muy sensible. A partir del momento presente cabrán dentro del arte español, en su relación con la palabra escrita, todas las audacias imaginables. Ya no nos contentaremos con adoptar posiciones más avanzadas y desviarnos de la ruta que habían seguido nuestras letras en el siglo anterior. Cualquier paso que demos ha de ser profundamente radical. Los precedentes literarios habrá que considerarlos como jalones que señalen la arribada a la cumbre en que hacía algún tiempo habíamos puesto los ojos. Aben-Humeya, por ejemplo, representada en París durante la emigración de Martínez de la Rosa, aparece muy atrás respecto de La Conjuración de Venecia. Se trata de una tímida interpretación del ideal romántico, sin que se rompan del todo, como conviene a la revolución artística que se está fraguando, los vínculos formales con el siglo XVIII. Y la misma Conjuración de Venecia cuya concepción corresponde a un sentido del arte más abiertamente romántico, queda rezagada y como a trasmano si se la compara con el Don Álvaro. Este es el drama romántico de verdad, desentendido en absoluto de los viejos principios estéticos, conculcador de las unidades dramáticas y lleno de una fantasía delirante. Se acabaron las timideces y los remilgos. Queda interrumpida toda comunicación con aquel pequeño mundo pseudoclásico que había abastado de frialdad y ñoñez a nuestros poetas, y empezamos a disfrutar, sin trabas de ninguna clase, de la libertad en el arte, de la incursión del pensamiento en las esferas de lo ideal y ensañado, porque hemos puesto grilletes a la razón. Desde ahora los asuntos más fantásticos e inverosímiles, las pasiones más fuertes, lo patético y descomunal, en una palabra, se apoderará de la escena, que estallará en gritos, en apóstrofes y en palabradas de lirismo. Aunque la educación literaria del público no haya adelantado gran cosa, sí bien se advierte una inclinación más favorable respecto de cuanto se relaciona con el arte, la representación de Don Álvaro es verdaderamente apoteósica. Está, pues, ganada la primera batalla. Los reparos y escrúpulos de la crítica en nada hacen desmerecer al drama, y la generalidad de los oyentes resuelve por su propia cuenta, guiándose de su instinto artístico y calculando el valor de la obra por la intensa impresión recibida. Además, estamos en una época de inquietud y aturdimiento. Hemos dejado atrás las gravísimas torpezas de la reacción y del absolutismo. Comienza un periodo de reconstrucción, que tiene manifestaciones muy vigorosas en la política, en el periodismo y en la sociedad. ¿Qué de particular tenía que este despertar de la conciencia colectiva, este resurgir de fuerzas que antes actuaban dispersas y sin claro y definido objeto, incline el gusto del público hacia aquellas obras dramáticas que riman perfectamente con el sobresaltado espíritu de la sociedad? A cada época le corresponde una literatura. Aun cuando no transpire la realidad por ella, cuando se mueve, como en el presente caso, a estímulos de la imaginación creadora, más que a los de la vida misma, y no podamos deducir de su fisonomía los caracteres de cuanto hay en torno suyo, siempre habrá en el fondo de su espíritu una afinidad de rasgos morales. Es, pues, el teatro que conviene con el instinto impulsivo y dinámico de un pueblo en formación. Por eso está ahito todo él de una lozanía exuberante, de un candor primitivo e incluso pueril, que se revela a cada paso en la índole de los recursos escénicos, en la divagación de la fantasía y apartamiento de lo real. Una literatura ponderada, reflexiva, llena de gravedad y madurez, pugnaría con el arrebatado discurrir, la impaciencia y nerviosidad de la gente. Cuando se tranquilice un poco el espíritu de la nación y sus actividades tengan el cauce debido, veremos también cómo el arte se torna, de explosivo y clamoroso, en grave, y del torbellino romántico sólo nos quedará la sustancia o tuétano.

El éxito de Don Álvaro trae a la escena, un año después, El Trovador. Es el segundo baluarte del romanticismo dramático. Los mismos o parecidos recursos. Igual impresión de cosa improvisada, por parte del público docto. Pero la mayoría de los espectadores, que no tiene que aquilatar el mérito intrínseco de la obra, sino manifestar espontánea y sencillamente su emoción, la aplaude y festeja con idéntico fervor con que aplaudiera y festejara el Don Álvaro. Ofrece el nuevo drama la particularidad de que el autor es un joven y oscuro soldado. Circunstancia que da mayor atractivo a la representación, pues para que todo sea improvisado, hasta el autor lo es también. Tampoco claudicará la critica ante la algarabía del éxito. El Trovador muestra los defectos propios de la inexperiencia escénica. El diálogo es excesivamente lírico. Carece de la viveza y nerviosidad que convienen a la pasión. La acción es varia, como son varios los protagonistas, y hay amontonamiento de episodios que entorpecen el desenvolvimiento normal de la fábula.

Al año siguiente, otro autor de origen humilde, que había sido ebanista, como su padre, más tarde taquígrafo en el Congreso, traductor de dramas franceses y refundidor de antiguas comedias españolas, enriqueció el acervo del teatro romántico con Los amantes de Teruel. Tercer triunfo de la flamante escuela. Es posible que en este triunfo influyese más lo delicado y patético del asunto que la ejecución artística. No entremos a dilucidar si una fuerte y accidentada pasión amorosa puede ser tan mortífera como el veneno más activo o el puñal más afilado. Demos por hecho que la pasión mate. ¿No vendrán a nuestra memoria otros dos personajes -Romeo y Julieta- que también murieron a consecuencia de un amor imposible, pero que en vida mostraron su ímpetu, cosa que no se ve por ningún lado en la famosa obra de Hartzenbusch? Ni éste, ni Artieda, ni el mismo Tirso de Molina, han sacado de la sugestiva y poética leyenda de Diego Marsilla e Isabel Segura todo el jugo dramático que cabía obtener de tan desgraciados amores. Tampoco se paró el público a discernir el valor artístico del drama, que tuvo resonancia muy semejante a la de los otros.

Ahora habrá que esperar hasta 1844, en que se representa, por primera vez, Don Juan Tenorio. Cuarto y último baluarte del romanticismo teatral. ¿Respetó Zorrilla los caracteres fundamentales de Don Juan? ¿El héroe de su drama es tal como la leyenda lo pinta? ¿Aquel final tan piadoso y simpático en que Don Juan, mediante la intercesión de Doña Inés, se salva en vez de ir, como el burlador de Tirso o de Molière, de cabeza al infierno, es el que corresponde a la idea que tenemos del Don Juan de la leyenda? Los románticos españoles eran poco escrupulosos. Pisotearon la verdad histórica en cuantas ocasiones creyeron conveniente atropellar con ella. ¿No hicieron lo mismo el poeta inglés Otway, en su Don Carlos y Alfieri en su Filippo? Justo es que la tradición, donde tanto interviene el genio poético de un pueblo, les inspirase menos respeto aún, y la acomodaran a sus gustos y a su temperamento literario. De aquí que el Don Juan de Zorrilla nada o muy poco tenga que ver con la leyenda. Es un Don Juan idealizado por la fantasía del poeta, concebido con arreglo a una interpretación subjetiva del héroe, pero que a pesar de todos sus defectos y contradicciones sobrepuja en interés dramático y en lírica emoción, a los demás. Será, sin duda alguna, el menos verdadero, el más distanciado de los caracteres que la musa popular imprimió en este tipo legendario, pero ni Tirso, ni Molière, ni Byron, ni Zamora han sabido darle forma más artística e impresionante. La critica coetánea y la que vino después, han sacado a relucir sus graves imperfecciones, desde la libertad absoluta en la manera de ver y sentir al héroe, hasta el remate convencional del drama. Menos exigente el público y tal vez deslumbrado por la concinidad y el lirismo de los versos, acogió la obra con el estrépito de los grandes acontecimientos. Y la posteridad ha confirmado el fallo, ya que el único drama romántico que ha sobrevivido a su época y que suele representarse con cierta regularidad, es Don Juan Tenorio.

Si no se tomase a mala parte nuestra comparación, diríamos que el teatro romántico parece una traca formidable, cuyas detonaciones más ruidosas fueron las cuatro obras a que acabamos de referirnos. Escribiéronse otras muchas por estos mismos autores, que sin duda son los más famosos y celebrados de entonces, pues Gil y Zárate, con su Carlos II, el Hechizado, Valladares, Rubi, Navarrete y algún otro menos conocido, nada representan hoy, aunque en aquellos días alcanza sen una celebridad pasajera e inmotivada. Hasta el Baltasar, de la Avellaneda, de mérito muy singular, aparece desdibujado en la lejanía, sin que su pompa y bizarría trágicas le hayan servido para conservarse en la memoria de nuestro tiempo. Desproporcionado fue el número de dramas triunfantes, si se le compara con la fecunda aportación de aquellos autores, a la escena. García Gutiérrez compuso sesenta obras de teatro. Su Zaída (1841) no gustó. Igual suerte corrieron Las Batuecas (1843), de Hartzenbusch, que había sido silbado en la representación de Las Hijas de Gracián Ramírez. Declinaba el fervor del público, que empezaba a hastiarse de los recursos empleados por sus autores favoritos. La acumulación irreflexiva de tanto elemento dramático, lo disparatado, en muchos casos, del asunto, la deslealtad a la verdad histórica o legendaria, y por último, la ausencia de toda idea capital, de todo carácter vigoroso y profundo, fue dando de lado a este teatro, e imponiendo un cambio de rumbo a sus figuras más notables.

Paralelamente al espléndido desarrollo del teatro romántico, florece también la poesía lírica y la épica o narrativa. La misma espontaneidad, improvisación y desorden que hemos visto en el drama, adviértense en ellas. Menos mal que aquí no hay que temer los límites inflexibles de la escena, y la fastuosidad y derroches líricos, el desenfreno de la fantasía y la falta de conexión entre las partes, porque no existe una idea capital en torno de la cual se agrupen todos los elementos manejados por el poeta, dan mayor realce, si cabe, a cada uno de estos géneros.

A juzgar por las apariencias nunca se sintió tanto, ni la pasión pulsó más virilmente las cuerdas de la lira, ni el espíritu soñador y visionario tuvo ansias tan indefinibles. La melancolía y el escepticismo entenebrecieron el canto vibrante, clamoroso, de los poetas. Se hurgaba en el dolor con una complacencia voluptuosa. Desterrados de los versos el optimismo y la alegría sólo había motivos de llanto, de desesperación, de amargo desconsuelo. Era el lenguaje que convenía a la actividad febril, desordenada e inconsciente, de aquella sociedad. La comunidad de ideales y de sentimientos estrechaba mucho más los lazos de unión entre el pueblo y los poetas. De aquí que sus lamentos y ayes encontraran la resonancia debida en el corazón de los demás. Pocas veces se habrá leído tanto libro en verso como entonces. Compárese esta década, en que el romanticismo, en la variedad de sus modalidades, logra toda su robustez, con el período siguiente, y se notará en seguida la diferencia. Pasada esta plenitud, esta sobreabundancia creadora, los poetas de la generación inmediata son, además de inspirados, más juiciosos y reflexivos. Lógico sería que el público acogiese favorablemente esta mesura, que no es incompatible con el arrebato del sentimiento y la exaltación de la fantasía, si bien los somete a una disciplina mental más severa. Sin embargo, no fue así. Cuando la gente se cansó de los desvaríos y exageraciones de los poetas románticos, no entró en relación con los que vinieron después, sino que mostró resueltamente su desvío respecto de la poesía, como si estuviera ya harta de tanto lirismo y buscase solaz por otro lado.

Zorrilla publica su primer libro de versos en 1837. Año en que muere Larra y en cuyo entierro, precisamente, se dió a conocer. Al año siguiente salen de molde sus Leyendas poéticas. Espronceda da a la estampa sus primeras poesías en 1840. Al otro año la fecundidad de nuestros románticos salta a la vista. Aparecen Los romances históricos, del duque de Rivas, Los cantos del Trovador, de Zorrilla, y por entregas, El Diablo Mundo, de Espronceda. ¿No son éstas las joyas más estimables de la poesía lírica y narrativa de entonces? Nunca llegó tan alto el numen de estos poetas como en las obras citadas. En cada una de ellas resplandece un arte magistral y soberano. Tendrán sus defectos. Los romances históricos del Duque carecerán de precisión arqueológica. Imputación que puede hacerse también a Zorrilla. Y El diablo mundo será un poema desordenado, inconexo, y patibulario a ratos. Ninguna de estas imperfecciones empañan el brillo cegador de la inspiración, el sentir elegíaco, la fastuosa reconstrucción del pasado, y el colorido y vistosidad de escenas, lugares y tipos.

Nos explicamos perfectamente la admiración del público, el gusto con que saboreaba estos frutos tan jugosos. Hay no sé qué de deslumbrador en esta poesía espontánea, llena de sonoridad y de fulgores. Si acudimos a ella con el espíritu grave, receloso y discursivo, por demás, de nuestro tiempo, malograremos su verdadero alcance y la emoción que se desprende de sus elegías y del despilfarro de sus imágenes y metáforas. Pero si nos enfrascamos en su lectura con la ingenuidad, incluso infantil, del público de entonces, hallaremos regalado placer en estos versos, más afectivos que de quintaesenciada filosofía.

Junto a estas grandes figuras del romanticismo florecieron otros poetas que en realidad nada nuevo aportan al acervo del arte romántico. Miguel de los Santos Álvarez, Florentino Sanz, Nicomedes Pastor Díaz, Enrique Gil, García de Quevedo, Selgas, Ros de Olano... Los rasgos que en ellos aparecen, salvadas entre sí las naturales distancias, o cuentan con un antecedente, o tendrán mayor realce en poetas de singular mérito que, bien contemporáneos del romanticismo, como Campoamor, bien siguientes a él, como Núñez de Arce, ninguna afinidad ofrecen con aquel brillante periodo literario.

No pueden durar mucho tiempo estas fases de plenitud porque no hay naturaleza que las aguante por poderosa y variada que sea. Tres lustros, escasamente, duró el apogeo del romanticismo. Traspuesto el año 50, iniciase el declinar de aquella fiebre y exaltación líricas, ocurriendo lo propio en el teatro y en la novela. Si no se borran del todo las características fundamentales del romanticismo, porque los cambios literarios no se operan radical y bruscamente, sino de un modo gradual, esas mismas características se individualizan en cada poeta, constituyendo su rasgo más típico y genuino. El escepticismo, por ejemplo, en Campoamor, y la ternura y delicadeza del sentimiento, en Bécquer.

La poesía adopta ritmo diferente. Es más juiciosa, mesurada y reflexiva. Se ha desprendido, por fin, de la hojarasca, del estrépito y del sentimentalismo enfermizo de que tanto abusaron los poetas anteriores. No falta, a través de la turgencia de la frase lírica, algún pensamiento trascendental, que mueva a la meditación. El sentimiento es más hondo y entrañable. Tiene su raíz en el corazón y aparece vestido con natural sencillez. En parte de esta poesía lírica la realidad podrá estar idealizada, pero no contradicha. Poetas dignos de mención, como don Antonio Trueba, inspíranse en asuntos triviales que no carecen, por cierto, de sustancia poética, y la van destilando gota a gota. De las cumbres del idealismo más delirante e incoercible, descendemos a los temas populares. Preludios del arte regional, que hemos de ver implantado de manera definitiva al finalizar el siglo. Tampoco está ausente la nota humorística, con su moraleja o enseñanza, pero sin menoscabo del arte. Alarcón, si bien más conocido y elogiado como novelista, compuso a la vez lindas e inspiradas poesías, predominando en unas el humorismo, es decir, la sátira bondadosa que corrige las cosas burlándose un poco de ellas, y en otras, la ternura y el sentimiento.

La tendencia realista y filosófica es cada día más visible. Cansados de vagar por las regiones del ensueño, volvemos los ojos a cuanto nos rodea o tenemos dentro de nuestro espíritu. Empezamos a ver las cosas tal como son, sin abultarlas, ni sacarlas de quicio. Las lobregueces medrosas del romanticismo se tornan ahora claroscuro o penumbra. El dolor, la desesperación y el hastío no pueden faltar de la poesía. De ellos se alimenta, a veces, el poeta para producir lo bello y lo patético. Son acicates poderosos de la inspiración. El mal no está en el uso, sino en el abuso. Uti nec abuti. La decadencia del romanticismo se advierte en la desaparición escalonada de sus cualidades más distintivas. El arte romántico nace de la coordinación o coincidencia, al menos, de determinadas características. Cada una de ellas es como una facción, y al juntarse todas se forma la fisonomía. Quitemos algunas de estas facciones y quedará un rostro, no ya sólo sin expresión, sino imposible de identificar. De este hecho partimos al afirmar que, pasado el año 50, el romanticismo decae precipitadamente. Ni Campoamor, coetáneo suyo, ni García Tassara, ni Núñez de Arce, ni cuantos poetas van apareciendo ahora, son tributarios, sino en muy exigua medida, del estilo anterior. Quizá, como apunta sagazmente un crítico español, al huir de las extravagancias y demasías del periodo romántico, caímos en la afectación, en lo remilgado de la forma, como si se tratase de un rebrote clasicista poco afortunado. En toda esta poesía predomina el esmero de la palabra y de la rima, la verdad del sentimiento, más hondo y espontáneo, y la trascendencia de las ideas. El poeta no es un ignorantón, ni un intuitivo. Su educación literaria y científica es más sólida, aunque no alcance nunca aquella madurez y profundidad que tiene la cultura de Heine, de Goethe o de Leopardi. ¿De dónde proviene la mesura, el atinado discurrir de nuestros poetas de la segunda mitad del XIX, e incluso la limpidez con que se muestran sus ideas y afectos, sino de la reflexión y del estudio? Se improvisa menos y se medita más. Pensamos y sentimos a la vez, formándose un cuerpo poético más robusto y vigoroso, lleno de proporción y de armonía. Tomamos de la vida real la fuerza objetiva de las cosas, y de nuestra alma su sustancia más rica y profunda. Los sentimientos se adelgazan y quintaesencian de tal manera, que apenas necesitan palabras para exteriorizarse. En Bécquer, por ejemplo, el pensamiento y la forma se compenetran. Es como linfa muy clara y cristalina, discurriendo sobre un lecho de mármol. ¡Qué diferencia de la suntuosidad, un poco chillona, del lenguaje romántico, a este decir tan elegante y tan sencillo! Volvemos a lo natural, y preferimos la raíz y savia del árbol, a la pompa lujuriante de sus ramas. Es un fenómeno lógico. El romanticismo fue una explosión súbita, con antecedentes dispersos y escalonados, y en la cual aparecen, confundidas y apelmazadas, las cualidades más especificas. Así que pasa la vehemencia de este período, muy recio y fecundo, pero muy breve también, todo lo que hay de sano en el romanticismo se remansa en el espíritu de los poetas de la generación siguiente, limpia ya de los desvaríos y exageraciones que tanto afearon la anterior literatura. Es como el agua que se pone a cocer para quitarle sus impurezas, si se nos permite lo vulgar del ejemplo. Los elementos psicológicos y de forma que integraron la poesía romántica, aparecen ahora purificados y endurecidos por el esfuerzo de la razón. Veamos, por último, cómo este rasgo distintivo de la literatura posterior al romanticismo, se vislumbraba ya en algunos autores románticos.

Musset

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[Págs. 104-105]

A partir del año cincuenta, Hartzenbusch y García Gutiérrez, contaminados, sin duda, del prurito reformador que alienta en el teatro, intentan ser menos superficiales, ahondando en la psicología de los personajes y depurando los recursos escénicos. Los caracteres están mejor estudiados, y la acción dramática es más intencionada, como sucede por ejemplo con el Juan Lorenzo de García Gutiérrez, donde se plantea un problema político-social. Estos indicios de evolución tropiezan, naturalmente, con la resistencia del propio temperamento artístico. En los dramaturgos románticos todo se reduce a un movimiento instintivo de adaptación. Sobreviven a su época y respiran trabajosamente en esta atmósfera literaria que les envuelve. ¡Cómo han de contribuir a la transformación del teatro con el mismo entusiasmo de la nueva generación, que obra a impulsos de su naturaleza, sin tener que desoír la voz de su conciencia estética! A quienes corresponde cambiar casi por completo la faz de la escena es a los flamantes autores Ventura de la Vega, Tamayo y Ayala. Nada o muy poco tienen que ver con la escuela romántica, aun cuando su educación literaria se haya formado paralelamente al apogeo del romanticismo. Pero el germen renovador está ya en el aire. No pasan en balde los acontecimientos políticos y las actividades de una sociedad cuya estructura moral y económica difiere mucho de la del periodo anterior. Son otras las costumbres y más refinados los gustos. Sobre todo, al calorcillo de las primeras comodidades y del bienestar que proporciona el aumento de numerario, arraiga más a fondo en la gente el egoísmo, y la vida se hace compleja y dinámica, pero con un dinamismo particular e individualista. Los ideales colectivos, propios de un pueblo en formación y antesala de todo régimen nuevo, se tornan ahora aspiraciones individuales y privadas. Se ha roto el cinturón de solidaridad que impone unas mismas ideas capitales a todos, y cada uno empieza a ver las cosas desde un punto de vista subjetivo e inalienable. En este ambiente social, tan cambiado respecto del que sirvió de marco al romanticismo, el teatro no tiene ya que refugiarse en la historia, ni en la tradición, y se nutre del estudio de la naturaleza humana, de sus conflictos morales o afectivos. Bretón de los Herreros, que se había mantenido siempre a distancia del romanticismo, si se exceptúa de sus obras Elena, mediocre ensayo de drama romántico, también procura dar mayor trascendencia e intención a sus comedias. El desinterés estético del teatro anterior se vuelve ahora tendencia docente, y la farfulla y oropel del verso, prosa cincelada. Nos preocupan los casos de conciencia y las situaciones difíciles que se suscitan todos los días en la vida, ya sea a causa de la ambición, del egoísmo o del sórdido interés. El teatro gira ahora en torno de estos problemas de índole psicológica o ética. La realidad viva y sangrante trasplantada a la escena, sin que falte la lección moral. De la improvisación y la espontaneidad del drama precedente, hemos pasado al estudio meticuloso de los caracteres. Apuntes tomados del natural son convertidos después en acción dramática. Es el teatro que corresponde a una sociedad llena de preocupaciones e inquietudes. El autor procura compaginar, de la mejor manera, el arte y la sociología. Viene a ser el médico que, armado de bisturí, hace la disección de todas las afecciones sociales, ya sea curando el miembro herido, ya sea amputándolo para evitar la propagación del mal. ¿No responde a tan alto y noble propósito el Tanto por ciento, Lo Positivo y Los hombres de bien? Ocasiones hay en que falla el ideal estético, que debiendo ser sólo fin, en medio se convierte. El propósito moralizador y educativo en lugar de subordinarse al arte, se adelanta a él, como en Lances de honor, de Tamayo, en que la doctrina sustentada por el autor le absorbe de tal forma, que la ejecución artística desmerece, y decae notablemente el interés dramático. Vicio es éste imputable también al teatro extranjero, metido a predicar y moralizar, con el mismo menoscabo del arte, cuya naturaleza, si no repugna del todo las obras de tesis, es a cambio de que ésta se incorpore, pero no se sobreponga al ideal estético, ya que su única misión es la realización de lo bello.

Frente a este teatro crece como la mala hierba otra modalidad dramática importada de Francia y gemela, en el fondo, de las postreras manifestaciones de la novela romántica, que de todos los géneros adoptados por el romanticismo es el único que tiene aún vida espléndida, si bien de ningún valor literario. Es un teatro enfermizo, lacrimoso, sensiblero hasta la exageración, que se alimenta de la savia de la escena francesa, donde Dumas hijo, Octavio Feuillet, Layá, Malefille, Barrière y otros autores por el estilo, cultivan el drama utópico, lleno de sentimentalismo morboso y de una poesía híbrida, entre ideal y prosaica. Ni que decir tiene que todo este teatro español trasciende a cosa postiza, convencional y como sobrepuesta a nuestra verdadera naturaleza. Pero así y todo es muy del gusto de nuestra sociedad, que se siente conmovida ante tanta heroína sentimental, tuberculosa e infortunada. Nada o muy poco tiene que ver este cuadro teatral, de origen exótico, con nuestras costumbres, ni nuestra idiosincrasia. Sin embargo, se aclimata en España rápidamente, siendo sus principales cultivadores Eguilaz, Larra hijo, Camprodón y Pérez Escrich. Parece como un recrudecimiento de aquella sentimentalidad empalagosa y decadente del romanticismo. Nuevo brote de aquel arte, pero sin sus bríos, ni su originalidad; algo pasado, pues, de sazón y por eso mismo, blando y pachucho, como fruta revenida.

Más tarde aparecerá Echegaray. Un coloso de piedra y barro, consistente y endeble a la par, que irá dándose encontronazos con la realidad, que resucitará los viejos recursos escénicos del romanticismo, apenas cambiados, y que cerrará de una vez y para mucho tiempo, el ciclo del drama romántico. Pero Echegaray es un caso individual de regresión al romanticismo, ya que sus discípulos o imitadores quedaron muy por bajo del original, y no nos compete, pues, extender nuestro estudio hasta sus días.