Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoEnsayo III

Larra y la prosa costumbrista



ArribaAbajoCapítulo I

Larra


No nos explicaríamos, de seguro, el fenómeno de que en pleno movimiento romántico floreciese la prosa costumbrista, si no fuera porque tenemos en nuestra literatura clásica muchos precedentes de este género literario. El romanticismo se había caracterizado por la vaguedad idealista, y el espíritu soñador, escapándose a cada paso de las cárceles de la realidad, y lo indefinible de nuestras ideas y sentimientos, que no encontraban la palabra precisa que exteriorizase lo recóndito, alado y sutil de su esencia. No importaba, lo más mínimo, a nuestros románticos el verdadero semblante de las cosas. Tenían una noción subjetiva de ellas y allí donde la realidad la contradecía o desmentía, la imaginación, libre de las leyes inflexibles de la lógica o de la piedra de toque del sentido común, creaba la vida con arreglo a sus propios cánones y gustos.

El romanticismo consistía en volver los ojos hacia sí, en bucear y escarbar en el ser moral de cada uno, porque la realidad circundante era grosera y vil, en cambio el profundo misterio de las almas, con sus dudas t rribles, y sus conflictos pasionales, y su sed de ideal y de ensueño, representaba como una liberación de la sociedad.

No sería razonable esperar de este espiritual ensimismamiento, la germinación de una modalidad literaria que se recrea en gustar de las cosas tal como son de por sí, sin alterarlas ni cambiarlas según la conveniencia de nuestras ideas e inclinaciones. Si en el apogeo de la literatura romántica floreció un género tan distante y contrapuesto a los gustos que imperaban entonces, habrá que atribuirlo, por fuerza, al poderoso influjo de la realidad sobre nosotros, ya que en lo íntimo y psicológico el romanticismo fue más bien trasplantación de un arte extraño, que elemento consustancial a nuestro genio creador.

Correspondió a un escritor de mucha hondura ideológica, de recia y pujante personalidad, el restablecer la tradición literaria. Larra203 emprendió con sus artículos de costumbres tarea tan simpática, seguido de otros prosistas menos vigorosos y certeros que él. El más apartado de la corriente casticista, tan débil a la sazón, que apenas sentía el arte clásico, por prurito polémico y deficiente preparación del gusto literario, era ahora restaurador de un género de copiosísima progenie en España.

No todos los juicios a que ha dado lugar este atormentado pensador coinciden en la apreciación de las características fundamentales de Larra. Esto ocurre siempre que se tiene delante a un escritor tan profundo como variado. Cuando creemos haber descubierto el fondo estamos, por lo menos, a mitad de camino. Es más fácil abarcar con la vista una vasta extensión, que determinar aproximadamente la hondura de un barranco, si lo escarpado del terreno impide la visión. A Larra, por lo extenso y variado, se le ve pronto. En cambio, no es tan fácil mirarle de través o de arriba abajo para atrapar los secretos, las intimidades, el ser verdadero de su alma.

Aseguran algunos comentadores suyos, que no fue un romántico, ya que su estética era más clásica que partidaria de las extravagancias y exageraciones del romanticismo. Nosotros pensamos todo lo contrario, que Larra fue un romántico hasta el tuétano. Por eso nos vamos a detener a examinarle, si bien no con la minuciosidad que quisiéramos, por no hacer este estudio desmesurado en sus proporciones.

Larra es quizá la figura más representativa de la literatura romántica, y quienes no vean en él la honda raigambre del ideal filosófico de aquella escuela literaria, es que sólo perciben lo estrepitoso y externo de su naturaleza, no advirtiendo, por el contrario, su esencia trascendental.

¿No fue el romanticismo la disconformidad absoluta de nuestro espíritu con todo lo que en torno teníamos? De esta terrible colisión nació la amarga desesperanza y el sombrío escepticismo que caracterizan a la literatura romántica. En su sentido filosófico el flamante movimiento respondía a dichos estímulos. La desesperación, la melancolía y el desapoderado individualismo, provenían de nuestra incomprensión del universo, cuya imagen real desemejábase de la concepción idealista que de él teníamos. No aceptábamos la vida tal como era en realidad. Estábamos descontentos de ella, cansados de su semblante y de su ritmo, es decir, de su marcha y de su naturaleza, y procurábamos cambiar la faz de las cosas e imprimirles nuevo impulso. La esterilidad del esfuerzo y la certeza que llegamos a tener de nuestra impotencia, por la descomunal desproporción entre nuestro ideal y los medios de que disponíamos para lograrlo, nos hicieron torvos, malhumorados, muy metidos en nosotros mismos, más inclinados al dolor que al placer, de una hipersensibilidad morbosa, y según el predicamento de nuestras potencias anímicas, propendíamos al sentimentalismo enfermizo o a la sátira despIadada y cerril.

¿De dónde procede la animosidad de Larra respecto de cuanto existe en torno suyo, sino de su disconformidad con la vida? ¿Y qué es todo esto sino romanticismo puro, fundamental y entitativo? No del que tomamos de fuera, de la moda literaria imperante, sino del que es innato en nosotros, del que tiene sus raíces en lo profundo y agreste de nuestra psicología.

La espantosa duda, que era la enfermedad más terrible del siglo, había clavado su zarpa venenosa en el corazón de Larra. En un país de porvenir inseguro, campo de ensayo, a la sazón, de dos fuertes revoluciones; la literaria y la política, el atormentado espíritu de este escritor, más propicio a la ironía mordaz que a la benevolencia, más amigo de la negación rotunda que de la crítica afirmativa, no tenía otro camino que el de la censura implacable, que el de exteriorizar entre paradojas, ironías e incluso sarcasmos, su descontento del presente y su desconfianza del futuro, Larra no sentía la belleza de lo que nace, sino la tristeza infinita de lo que muere en cada día, en cada hora. La situación política y literaria de España dejaba entrever, ante la visión clara y optimista de un alma segura de sí misma, la posibilidad de mejoramiento, pero no ante la mirada turbia y escéptica de Fígaro.

Hay momentos en la vida en que sentimos el mayor desprecio por todas las cosas del mundo. La muerte súbita de un ser querido, en quien además de nuestro afecto habíamos puesto también nuestras ilusiones más caras; la esquiva e inabordable actitud de una mujer, que es el objeto de nuestra pasión arrebatada, o el fracaso rotundo de un negocio, de cuyo resultado favorable dependía nuestro bienestar, son motivos muy graves que pueden trastornar, durante algún tiempo, el equilibrio de nuestro espíritu. Mientras subsistan los efectos de estas adversidades, nada de extraño tendrá que nos volvamos tristes, taciturnos e incluso misántropos; que huyamos del trato social, que en ningún instante como ahora nos parecerá más engañoso y que nos encerremos en nosotros mismos. ¡Quién no ha padecido esta enfermedad alguna vez! ¡Qué espíritu, por fuerte y optimista que sea, no habrá sufrido hurañía, recelo y desconfianza del mundo! Pero pasado el tiempo necesario para que cicatricen estas heridas, tornaremos a ser como fuimos, y todas las cosas que nos rodean volverán a atraernos, ya que la vida con sus desgracias, contratiempos y vicisitudes es, a pesar de todo, bella y agradable, y hace falta tener muy sombrío el corazón para no verlo así.

Sin embargo, Larra fue la excepción. En su alma las adversidades echan raíces. Su misantropía no es pasajera, sino habitual. Las heridas que recibe del mundo están siempre abiertas y sangran a cada paso. Ve las cosas por su lado vulnerable, sin advertir, a su vez, su parte buena. Contempla la vida con desaliento, atormentado por la duda, lleno de pesimismo el corazón, y cuando habla de la vida lo hace con acritud y despectivo desenfado. Cada palabra es una saeta enherbolada y disparada contra el ser de cada cosa. Su sátira no proviene del prurito de corrección de los escritores moralistas. No es la triaca que corresponde al veneno, sino un tóxico más para precipitar la muerte. Combatirá las costumbres detestables de nuestro país, porque siente la agria voluptuosidad de la censura, pero sin el propósito de evitar el mal, pues si desconfiamos de que los males del mundo tengan remedio y a pesar de todo los traemos a la picota del escándalo, será para escarnecerlos y satisfacer así una inclinación nuestra, pero no porque pensemos purificarlos en el fuego lento de la sátira.

¡Qué visión tan triste, tan desolada, tan lóbrega! En el espíritu de Larra no hay luz, ni color, ni sentimiento, ni ternura, ni fe, ni piedad. Una sombría concepción del universo, la seguridad de que no existe remedio alguno para nuestros pesares, de que la vida no es tránsito, sino término, de que el amor es una tortura y no un placer, y la fe la ficción con que intentamos buscar consuelo a nuestras desdichas, al pensar que no es durante el viaje por la tierra cuando se nos deparará la felicidad y el sosiego deseados, sino en la última estación o fin de nuestro destino.

Es innegable que los acontecimientos humanos contribuyen a la formación de nuestro carácter. Bastará conocer la biografía de algunos hombres célebres para que nos convenzamos de esta verdad. Una vida feliz, sin grandes contrariedades ni pesares que turben la tranquilidad de nuestro espíritu, nos hará confiados, seguros de nosotros mismos, de genio abierto, más propensos a la indulgencia que a la severidad. ¿No es éste, precisamente, el caso de Valera, la razón de su arte risueño, amable y optimista? En cambio, las duras enseñanzas de la vida, la pelea diaria, en una palabra, el destino ceñudo y adverso, ya respecto del amor, de la sociedad o de nuestras actividades para lograr una posición por modesta que sea, predispondrá el ánimo a la melancolía y nos hará torvos y malhumorados. De aquí nacerá nuestro prurito acometedor, el ver en seguida la parte fea de las cosas, y si el ambiente precipita el desarrollo en nuestro espíritu de esta mala hierba, terminaremos por odiar la vida, cuyo espectáculo nos repugnará y repelerá.

Mariano José de Larra

Mariano José de Larra

[Págs. 208-209]

¿Qué tremendos acontecimientos hay en la vida de Larra que puedan ocasionar una terrible conmoción del espíritu? Sabemos de él que nació en Madrid, en 1809204, que sabía leer a los tres años, que abandonó la Corte en 1812, y que hasta seis años después estuvo en Francia, donde estudió las primeras letras. Ya en España, continuó su educación en el colegio de San Antonio Abad de los Escolapios, aprendiendo latín y Humanidades. A los doce años tradujo varios fragmentos de la Ilíada. Pasó luego a Corella y tornó a Madrid para aprender Matemáticas y lenguas. Según uno de sus biógrafos, por estos años y cuando se proponía empezar en Valladolid la carrera de Leyes, debió sufrir alguna grave contrariedad amorosa, que además de hacerle renunciar a sus estudios cambió por completo su carácter, tornándolo de afable y expansivo en taciturno y áspero. Metido en la vida literaria, muy inquieta y febril en aquellas calendas en que se iniciaba el movimiento de protesta contra el pseudoclasicismo, frecuentó las principales tertulias de artistas y escritores en cafés, teatros y redacciones de periódicos, y se le tuvo por esquinado y mordaz, circunstancia que le enajenó la simpatía de sus compañeros de oficio. Casóse en 1829 con D.ª Josefa Wetoret. Ni la esposa ni los hijos -Luis, Adela y Baldomera- le atrajeron gran cosa. La dama de sus pensamientos era una mujer casada -Dolores Armijo-, que si antes le había correspondido, ahora mostrábasele inexpugnable por ser fiel a su esposo. Después de una entrevista con ella en la noche del 13 de Febrero de 1837, y en la seguridad de no volver a lograr su amor, decidió suicidarse205, disparándose un tiro de pistola. He aquí su vida en sucinta relación, como conviene a nuestro objeto.

Nada nuevo terrible hay en todo esto. Unos amores fueron, al parecer, la causa de la metamorfosis de su carácter, y también un cariño de mujer la razón de su muerte voluntaria. ¿Pero acaso estas adversidades no son el pan nuestro de cada día? Por muy grande que sea nuestra pasión por una mujer, y por mucho que aumente debido a su inaccesibilidad, ¿quién no tiene ánimos para soportar la desgracia, si hay algo en nuestro corazón que no sea el soplo helado de la duda? Sólo el escepticismo, como un veneno corroyéndonos el espíritu, puede entregarnos, en circunstancias parecidas, a la desesperación primero y a la muerte, después.

¿Quién se atrevería a imputar a la madre de Schopenhäuer, pongo por caso, la concepción filosófico-pesimista que tenía del universo el gran pensador alemán? ¿De dónde proviene la tristeza y el sombrío escepticismo de Leopardi? ¿De su endeble naturaleza y de su destino poco bondadoso y halagüeño? No me atreveré yo a negar que estos hechos hayan influido en el carácter de ambas celebridades, incluso acelerando el ritmo de su caída en el dolor, ya para hacer de él tema lírico, ya para obtener de sus diversas manifestaciones sentido trascendental y filosófico. Es posible que la patética hurañía de Dante y su justicia severa e implacable provengan de la hostilidad que notaba en torno suyo y de su infortunada suerte con Beatriz. Pero ¿no hará falta también cierto clima psicológico, donde prospere y se desenvuelva el escepticismo, la desesperación o el concepto rígido de la justicia?

Por mucho que las vicisitudes humanas hayan herido el corazón de Larra, no veremos en todo ello la justificación de su actitud frente a la vida. Su crítica fría y agria, la duda terrible enseñoreándose de su espíritu, el ingenio agudo y mordaz disparando todos sus recursos destructores, como una catapulta, contra el blanco de la vida española -clase media, política, fondas; actores, cesantes- obedecen a un sentimiento innato, de raíz muy honda, que estaba dormido o agazapado esperando el primer choque con el ambiente para estallar y desbordarse.

Este escritor que al año y medio de nacer había comenzado el aprendizaje de las letras, a los cinco leía y escribía el francés desembarazadamente, a los diez y ocho compuso una oda, dedicada a sus padres, don Mariano y doña María de los Dolores, un año más tarde daba a la estampa un periódico titulado Duende Satírico, a los veintidós El Pobrecito Hablador, a los veinticuatro redactaba la Revista Española, y que había viajado por Francia, Inglaterra, Bélgica y Portugal, vino a España y al mundo de las letras cuando todo estaba bien dispuesto para que su extraña psicología floreciese y prosperase. Sólo cuando existe una adecuación perfecta entre el ambiente que nos rodea y nuestras inclinaciones naturales, es cuando éstas arraigan y se dilatan. Colocad a los necrófagos en medio de animales vivos, llenos de vigor y de hermosura física, y les veréis, con el transcurso de algunos días, desnutrirse y extenuarse. No es éste el elemento que conviene a su subsistencia. Trasladazlos a su ambiente, entre los cadáveres, tan codiciados de su lúgubre voracidad, y notaréis la transformación que pronto se opera en ellos. Les veréis trafagar incansables sobre las vísceras muertas y malolientes, hundirse en las excrecencias de los cuerpos fríos e inmóviles, y devorarlas con la misma avidez con que Lúculo y Trimalción engullían los manjares más exquisitos. Poned a Larra en una época y nación desemejantes por lo adelantadas y prósperas de la vida española de la primera mitad del siglo XIX, y le advertiréis desasosegado y cohibido, como quien vive fuera de la atmósfera para la que está debidamente dotado. Un gobierno sabio y fuerte, que dicta medidas de una gran discreción, una hacienda robusta, una aristocracia diserta y elegante, un teatro servido por notables ingenios y actores estudiosos e inteligentes, una prensa conspicua y libre, una clase media en que sus individuos comen bien, tienen modales finos, ya procedan de una distinción nativa o adquirida, unas casas salubres y cómodas, unas calles bien empedradas e iluminadas a su hora, no estimularán nunca el espíritu de rebeldía. Pero el Madrid de 1820, de 1825, de 1830, de 1837 no es así por desgracia. Las calles están sucias y el alumbrado es pésimo. Los teatros son inmundos. Autores e intérpretes, con contadas excepciones, rivalizan en su ramplonería. En las tertulias literarias, a las que asisten pocas mujeres, impera la ordinariez. En las fondas se come medianamente. Las casas suelen ser pequeñas y mal ventiladas. La prensa está en sus balbuceos y trasciende toda ella a vulgaridad e insuficiencia. La política es un péndulo entre dos tendencias ideológicas contradictorias. Disturbios del populacho, sublevaciones militares, enconadas luchas entre los dos bandos que se disputan el poder, dan el tono caracteristíco a la vida española de esta época.

¡Buen clima en el que desenvolverse y ejercitarse el espíritu polémico y demoledor de Larra! Aquí todo le incitará a una meditación cáustica y profunda. Le veremos alzarse como un gigante de la sátira, y restallar el látigo flagelador, con mano potente y nervuda, sobre las costillas del país. España está en un período de descomposición interna, de debilitación de su personalidad histórica. El Quijote había sido ya el alerta contra el proceso inicial de esta desintegración, y Larra advino a la literatura en la fase más terrible de nuestro desmoronamiento. ¡Con qué voluptuosa complacencia se cierne sobre nuestras lacras sociales y las estigmatiza entre olímpico y burlón! Hurga con el dedo en la llaga, se revuelve airado contra todo, trae a la picota del ridículo nuestras debilidades y torpezas, penetra con agudo sentido crítico en el alma dolorida de las cosas, y es como un Júpiter que en vez de fulminar rayos sobre los Titanes y despeñar el Pelión y el Osa, lanza dardos venenosos sobre los hombres y desmorona reputaciones y encumbramientos falsos.

Jamás ha tenido la sátira española una objetivación tan acabada como ésta. No hay una lacería nacional donde Fígaro no ponga el dedo. Todo está aquí presente, en una sucesión desenfadada, acre, buida, de cuadros típicamente españoles. Sin que se omita un pormenor, un matiz, una vibración, por vaga e inaudible que sea, del alma nacional. Se ha mirado todo de arriba a abajo, con una visión honda, inquisitiva. Con el bisturí en la mano penetra en todos los rincones de la vida española. Saca a relucir entre burlas y veras nuestras flaquezas, nuestros prejuicios, nuestras supersticiones, sin que le tiemble el pulso al mostrarlos, ni se demude y desfallezca tras el esfuerzo. Asiste al espectáculo de nuestra desorganización civil con la inmutabilidad del juez, que ha de cuidar que la corriente humana y afectiva no le desplace de la órbita en que debe desenvolverse su función augusta. Frío, calculador, discursivo, inapelable en el fondo, aunque vista sus afirmaciones de comicidad y burlería, disparará la flecha en derechura del blanco. «¡Fuera!, exclamé, como si estuviera viendo representar a un actor español, ¡fuera!, como si oyese hablar a un orador en las Cortes»206. Basta. Ya sabemos a qué atenernos respecto de nuestros intérpretes y tribunos de aquellos días. Sí, sí, había mucha fanfarronería escénica en los primeros y mucha baladronada retórica en los segundos.

La sociedad madrileña brinda al aguijón de Fígaro mórbida carnosidad en que clavarse. La gente distinguida pasea su hastío por todas partes. Pero no ese hastío que proviene de las grandes decepciones del espíritu frente a la vida, sino de la insubstancialidad y la ramplonería. En los salones se reúnen aristócratas, políticos, literatos y artistas. ¿Qué salones son éstos? Los del duque de Abrantes, los del Embajador de Rusia, los del conde de la Cortina, los de María Buschenthal. Se juega al ecarté; se baila con desgana; se habla con cierto frívolo atolondramiento; se desprecia a las mujeres para hacerse valer más ante ellas; se pone en tela de juicio tal o cual aparente reputación y se presume de todo lo que no se sabe. Esta es la sociedad. Como generalmente la conversación está tejida de naderías y bagatelas, o de intrigas amorosas, pues no se habla nunca de artes, ni de ciencias, ni de política, el dirigirse uno a una mujer, el sonreírla tres veces, el frecuentar su casa, es dar pie a la maledicencia de los demás. «Fulano hace el amor a mengana»... «¿Si estará metido con fulana?»... Hablar a una bonita es perderla. Conversar con una fea es que quieres «atrapar su dinero»... «Esa es la sociedad; una reunión de víctimas y de verdugos. ¡Dichoso aquél que no es verdugo y víctima a un tiempo! ¡Pícaros, necios, inocentes!»207.

¿Y las casas nuevas de Madrid? ¡Qué pésima distribución de las habitaciones, qué angosturas y qué mala ventilación! Junto a la cocina, precisamente junto a la cocina, aquel cuarto angosto, huraño y poco ventilado que sólo frecuentamos por baja y grosera necesidad de nuestro cuerpo. Pesadas maderas cerrarán los balcones, «llenas de inútiles rebajos y costosas labores». Unos «vidrios horribles, desiguales, pequeños, unidos por plomos, generalmente invertidos en las vidrieras». Y esos «canalones salientes, cuyo objeto parece ser el de reunir sobre el pobre transeunte, además del agua que debía naturalmente caerle del cielo, toda la que no debía caerle». Como los pasillos son estrechos y las puertas pequeñas ¿qué hacer para meter los muebles? ¡Ah! El sofá, que no cabe por la escalera, será preciso «izarle por el balcón», y en el camino romperá los cristales del cuarto principal, y los tiestos del segundo, y perderá una de sus patas al llegar al tercero. El bufete entrará «como taco en escopeta», la cama de matrimonio habrá de quedarse en la sala, porque no cabe en la alcoba, y el inquilino gordo tendrá que esperar en la calle «o a no perder carnes, o a ganar casa»208.

No salen mejor paradas las fondas -la del Comercio, la de Geneys, la de los Cisnes, la de los Dos Amigos- con sus platos desportillados, sus manteles manchados de vino o de grasa; sin adornos, ni alfombras, ni espejos, ni una estufa en invierno; con sus «mozos puercos», que sacan las cucharas del bolsillo... Ni burdeos, ni champagne... «Porque no es Burdeos el Valdepeñas, por más raíz de lirio que se le eche»... «Una sopa que llaman de yerbas, y que no podría acertar a tener nombre más alusivo; estofado de vaca a la italiana, que es cosa nueva; ternera mechada, que es cosa de todos los días; vino de la fuente; aceitunas magulladas; frito de sesos y manos de carnero, hechos aquéllos y éstos a fuerza de pan; una polla que se dejaron otros ayer, y unos postres que nos dejaremos nosotros para mañana... Y también nos llevarán poco dinero, que aquí se come barato. Pero mucha paciencia, amigo mío, que aquí se aguanta mucho»209.

Los cafés, los teatros, las cárceles, los escritores, las leyes, los políticos, la clase media, la prensa, sugieren a Fígaro el mismo comentario hondo, agrio, hiriente, como afilada saeta con su poquito de veneno en la punta. Todo está podrido en torno suyo. Todo huele a cadáver, a descomposición. Rara vez un rayo de luz -como los del sol cuando se escapan por los intersticios o girones de un cielo encapotado, plomizo, hostil- viene a iluminar esta malhumorada y torva fisonomía de las cosas. La nota temática, de su obra es la acre disconformidad del espíritu ante la vida circundante. Un estallido de rebeldía, una altanera insumisión, un desacomodamiento que no tiene otro escape que la protesta rezumante de acidez y de impiedad. Y toda esta marea de pesimismo escéptico, de irritabilidad disimulada bajo el guante blanco de la ironía y de una prosa mesurada y correcta, en un joven que está en la plenitud de la mocedad, que apenas cuenta cinco lustros, y que si hemos de creer a su tío D. Eugenio de Larra, había nacido sin llorar, y sin dolor de su madre D.ª María de los Dolores, «que le dió a luz casi sin sentirlo» 210.

¿No fue ya un indicio muy elocuente de esta madurez de su talento satírico aquel periodiquito incisivo como aguijón de tábano, que con el título de Duende satírico del día publicó a los diez y nueve años de edad? Bullía en su alma el descontento, como en la de Leopardi y en la de Heine, pero sin que la falta de salud, ni las amargas vicisitudes de la vida, ni las persecuciones políticas, justificaran esta propensión demoledora. No hay nada en la vida de Larra de torcedor y punzante que explique esta posición suya frente a las cosas. Ni fuertes conmociones morales originadas en la incomprensión hermética y en la falta de afectividad de los padres y deudos, ni terribles privaciones impuestas por la penuria de medios económicos, ni cerril adversidad del destino malogrando innatas inclinaciones y apartando de su verdadero centro y actividad el espíritu de Larra, ni fracasos y caídas en lo primerizo de la carrera literaria, ni una Leonora, como la del Tasso, que nos haga perder el juicio. Leed las biografías de Larra -la de D. Cayetano Cortés, la de D. Manuel Chaves, la de Nombela, la de Carmen de Burgos- y veréis como nada ocurre en su vida que pueda determinar esta trayectoria de su espíritu. La precocidad de Larra es festejada con acogedora simpatía por los contertulios de D. Antonio Crispín, abuelo paterno de nuestro autor. Allí ríen y celebran las primeras ocurrencias del futuro Fígaro. D. Mariano, padre de Larra, es un ingenio cultivado, que no pudo mostrarse indiferente a las audacias espirituales de su hijo. D.ª Dolores, la madre sería una de esas mujeres hogareñas, que tanto abundan entre nosotros, de psicología nada compleja, bien metida en la órbita de sus quehaceres caseros y familiares. La esposa de Fígaro, Pepita Wetoret, no será una joven Hipatia, ni siquiera una madame de Recamier. Pero ¿es que toda mujer de escritor tiene que ser un portento de sabiduría y de inteligencia? ¡Aviados estábamos! Pepita Wetoret, según la pintan los biógrafos de Larra, era una joven muy linda, de grandes atractivos femeninos, menudita y graciosa. Educada de acuerdo con las normas y hábitos que a este respecto imperaban en sus días. Quizá algo remilgadilla, caprichosa y mimada, pero sin que estas cualidades pudieran obstruir el camino de la felicidad conyugal. No es muy holgado el numerario de Larra, ni su patrimonio tan copioso como para abrirle las puertas de par en par al deseo y satisfacerlo cumplida y pródigamente. La literatura suele ser muy poco remuneradora, y en aquel tiempo de común pobretería y sordidez, malamente podían hacerse milagros con la mísera soldada que recibía el ingenio como pago de sus actividades. Fígaro percibe 40.000 reales al año, pagaderos mensualmente, por escribir en El Redactor General y en El Mundo. La misma suma le abonan por colaborar en El Español y en la Revista Española. La cesión de sus obras al editor don Manuel Delgado, vale a nuestro autor la cantidad de 35.990 reales vellón y 1.500 reales la representación de sus comedias, a excepción del Macías, que reportará a Fígaro el importe líquido de la segunda entrada211. Pero nuestro gran satírico es muy refinado en sus gustos; constituye, juntamente con Espronceda, un raro caso de elegancia y distinción en aquel tiempo de tanto abandono, desaseo, e incluso suciedad en el vestir. No le bastarán sus ingresos ordinarios para cubrir sus múltiples y costosas necesidades. El famoso sastre Utrilla le provee de ropa buena y bien cortada. Usa reloj y alfileres de oro; una sortija con un topacio; pañuelos, corbatas, chalecos y sombreros de seda; camisola y camisolín con chorrera, de batista; un paraguas de gros morado y un bastón de caña, además, naturalmente, de variedad de fraques, levitas, guantes y abrigos. Su ropa despide siempre un agradable olor a Witiber. Aunque su figura es menuda, la altivez del porte, la esmerada confección de sus vestidos, el pelo rizado, cierta palidez del semblante sobre la que resalta la hondura y brillo de sus ojos, y el desembarazado ademán, que revela muchas veces lo que hay de zahareño en el espíritu de Larra, contribuyen a realzar su persona y a aseñorarla.

Si está bien guarnecido, como acabamos de ver, el ropero de Fígaro, la casa en que vivió, de la calle de Santa Clara, no anda tampoco escasa de enseres. Allí hay mesas de caoba, espejos, rinconeras, estrados, con asientos y respaldo de cerda negra, veladores, vajilla, cristalería, frasqueras y cofrecito de cristal de roca, espejo circular, lavador de boca, cepillos, peines, jabón de almendras para rasurarse, esencieros, velones, quinqués, cama chapeada de caoba, colchones de Terliz, bien llenos de lana, almohadas, sábanas de lienzo...212.

No cabe deducir de cuanto va dicho que Larra, en estas circunstancias, precisamente, tenía que desembocar en el escepticismo y la misantropía. Su mujer no será una madame de Recamier, como ya he observado, pero tampoco es una lugareña insoportable, una zafia compañera con la que resulta imposible toda convivencia. Don Mariano y doña María de los Dolores no son indiferentes a cuanto vale y representa su hijo. El peculio de que éste dispone no le permitirá vivir, ni mucho menos, a lo Osuna, pero tampoco como Erasmo cuando era joven. Su guardarropa y su casa están bien provistos de lo necesario. Nada sobra, pero nada falta. Su reputación literaria dista mucho de ser tan estrepitosa y universal como la de lord Byron, por ejemplo, pero va siendo cada vez más firme y dilatada. Dios le depara tres hijos en que sentirse prolongado en sangre y espíritu. Es diputado... por Romero Robledo también, pero consigue investirse, aunque efímeramente, de tan alta condición nacional213. No, no cabe pensar que la hurañía enfermiza de su alma, su frío desdén para todo, su pesimismo escéptico, en hondo y arraigado hastío, fueran hábitos o genialidades contraídos en la vida, reacciones patológicas del espíritu frente a las cosas, pero procedentes exclusivamente del choque brusco y profundo con la realidad. Todo ese bagaje escéptico que lleva dentro, no como una nube que puede deshacerse al contacto del sol, sino como cuerpo opaco impenetrable a la luz por cegadora que sea, es algo consubstancial. Viene de dentro a fuera, va devanándose como hilillo sutil, más vigoroso, en las anfractuosidades del camino. Brota como sangre de herida no restañada, cuando los aguijones de las cosas se le clavan muy interiormente.

Se nace escéptico y pesimista, como se nace cojo, ciego o con una lesión de corazón. Estas circunstancias dan una nota insobornable a las personas. El que se ha quedado cojo en un accidente o se ha acarreado una lesión cardiaca, como consecuencia de una vida desarreglada y viciosa, ha conocido antes una época de normalidad física que le permitía subir una cuesta sin cojear y sin ahogarse. Pero el que ha nacido escéptico y malcarado, apenas sabrá explicarse por qué nos alumbra el sol, para qué nos llena de luz los ojos, hasta hacerlos cegar, por qué arranca fuertes destellos a los objetos que hiere con sus rayos y por qué traspone las altas cumbres para reaparecer al día siguiente. Fígaro vino al mundo con esta tara espiritual, pues aunque se observe por algunos biógrafos suyos, según ya dijimos, que la transformación que se operó en su carácter tuvo por causa una contrariedad amorosa, sufrida cuando contaba dieciséis años, a esta temprana edad las desilusiones, las vicisitudes, los contratiempos no suelen mellar el alma, ni torcer de modo inexorable sus naturales impulsos. Su complexión moral estaba ya formada con hondas raíces, con rasgos latentes que sólo aguardaban, allá en los recónditos senos del espíritu, ocasión propicia en que mostrarse. La vida, sus choques violentos, las aristas envenenadas de todo lo que nos rodea, produjeron la explosión estrepitosa de este modo de ser. Y Larra apareció en nuestra literatura por un fenómeno de biología histórica, de plasmación de la personalidad mediante una coherencia de factores externos y temporales encaminados a forjarla. La sátira, que se nutre de debilidades humanas, prospera más fácilmente en épocas de desbarajuste social, porque, como los silfalos, se alimenta de los cuerpos en descomposición. Marcial y Juvenal florecieron cuando la tiranía política y la corrupción de costumbres en Roma requerían el látigo flagelador, y las Coplas de Mingo Revulgo salen a la luz, como encendida repulsa en verso del torpe reinado de Enrique IV.

De igual modo que los mohatreros se enriquecen a costa de la desdicha ajena, los satíricos forjan su personalidad literaria con el dolor de los demás. Pero esta manera de encumbrarse, que no nos repugnaría si el satírico, como Juvenal, pongo por caso, lleva una vida sobria y austera, cual conviene a todo censor para hacerse invulnerable, es harto discutible cuando el satírico que se lanza con debeladora y terrible saña sobre sus semejantes, no puede presentarse como ejemplo de continencia y severidad.

Se ha pretendido por Colombine rehabilitar la memoria de Fígaro, no en cuanto a su arte, que no necesita reivindicación alguna, sino en cuanto a su vida privada. Desde que Hipólito Taine resucitó la teoría de la influencia que el carácter y la vida de un autor tiene sobre sus obras, no hay la ningún recinto sagrado para nadie. La crítica traspasa los linderos en que por su propia naturaleza ha de moverse, y va a buscar en las intimidades de cada escritor la razón de ser de algunos aspectos y modalidades de su labor literaria. Carmen de Burgos ha intentado trastrocar en campo de nieve o poco menos, el fondo bastante turbio de la vida de Larra. Pero hay un muro tan alto delante, hecho de episodios y anécdotas, de arañazos de amigos desamorados e incluso envidiosos si se quiere, de graves acaecimientos, de matices tan definidores en su aparente intrascendencia, que será difícil mostrarnos a Fígaro libre de toda esa viscosa resonancia con que de ordinario aparece ante nosotros. Pero ¿qué nos importa, después de todo, para nuestro fin puramente estético, que el autor del Macías estuviera separado de su mujer, a quien llamaba «mi difunta», que reconociera, por casualidad, en el café de Venecia, de la plaza de Santa Ana, a su hija Baldomerita, que asediase a una mujer casada, contra su expresa voluntad, que fuese desigual y esquinado en el trato con sus amigos, y que, por último, se disparase un pistoletazo, sin que el recuerdo de los hijos, en edad que tanto precisaban de él, apartase de su atormentado espíritu la idea de la muerte? Nada de esto, a pesar de su indudable trascendencia moral, ha de hacer desmerecer su obra literaria. Contribuirán tan tristes circunstancias a corroborar de un modo empírico y fundamentalmente práctico, aquella faz espiritual, cuyos rasgos más salientes son el escepticismo, la misantropía, la disconformidad respecto de todo lo que está en torno nuestro, el hastío desolador, pánico. Pero no se espere que a través de los dardos de Bretón de los Herreros:


«¡Ay del pobre a quien ataque
esa lengua de escorpión».


-(Me voy de Madrid, acto I, escena III).-214                


de algún que otro alfilerazo de Ferrer del Río y del marqués de Molins, y de la pintura un tanto ñoña y desquiciada que Galdós hace de nuestro satírico en distintos pasajes de los Episodios Nacionales215, se constriña y empequeñezca la figura de Larra. Tampoco los aguijonazos de Villamediana a Ruiz de Alarcón, ni los de Góngora a Lope rebajaron el oro de ley de sus obras. La crítica coetánea siempre adolece por demás o por de menos. Falta la perspectiva del tiempo, incluso para depurar y aquilatar intimidades y reconditeces de nuestra vida. ¡Qué pena da ver la ceguera, la frialdad y hasta la torpe indiferencia con que los periódicos del tiempo de Larra -El Español, El Patriota Liberal, La Gaceta, El Eco del Comercio- dan la noticia de su muerte!216. Ni un atisbo de juiciosa y aguda crítica, de captación del espíritu de Larra en la riqueza de sus matices y peculiaridades. Todo es gris, vulgar, descaminado. Una sarta de lugares comunes. Nadie acierta a valorar justa o aproximadamente al menos, las calidades del talento de Fígaro. La más risible desorientación respecto de su auténtica personalidad literaria campea en estos ramploncillos artículos necrológicos. Casi se tiene a Larra por un escritor festivo, que hace reír a la gente con sus ocurrencias. ¿Algo así como un precursor de Pérez Zúñiga? La hondura psicológica de sus trabajos, su sentido trascendental y humano, su amargura ingénita y corroedora, la angustia de su corazón frente al espectáculo decepcionante de la vida, pasaron casi inadvertidos para aquella generación más estrepitosa que equilibrada, más insubstancial que profunda. Larra se anticipó en muchos lustros a su época. Trajo a la literatura un copioso caudal de ideas nuevas. Tuvo vislumbres que ninguno de sus coetáneos tuvo. Por eso no ha pasado de moda su pensamiento, rico, hondo y vario. Leemos hoy sus artículos de costumbres y filosóficos -El duelo, Las palabras, El mundo todo es máscaras; todo el año es Carnaval, La vida de Madrid, Fígaro en el cementerio- o sus artículos políticos -La planta nueva o el faccioso, Cuasi-Pesadilla política, Fígaro de vuelta- como si hubieran sido escritos recientemente por un ingenio vigoroso, fecundo, agudo. Esta inactualidad, este rebasar los límites inexorables del tiempo, es la circunstancia que le vincula a lo eterno. Cuando un escritor puede presentarse a un público futuro y lejano, con la misma jugosidad de espíritu que le rezumaba en sus días, ya puede contarse en el coro de los inmortales, donde las voces más distantes entre sí están unidas por la coherencia armónica del genio.

Ningún escritor español ha hurgado tanto y tan bien como Larra en nuestras calamidades públicas y defectos personales. Sus artículos políticos y los de costumbres, por lo intencionados que son y el chiste que tienen, ocupan lugar preferente en la obra literaria de nuestro autor. Nadie pase sin hablar al portero, El hombre-globo, Vuelva Vd. mañana, La fonda nueva, La diligencia y otros de este mismo estilo, hay que considerarlos como verdaderos aciertos, ya se mire su profunda ironía, la vena cáustica que circula muy abundantemente por ellos, el garabato y casticismo de la frase o la lección, un poco cruel si se quiere, que el menos avispado ha de deducir de la lectura. Sus efectos puede decirse que alcanzan el momento presente, sin duda porque no han desaparecido del todo las razones en que se apoyó el autor al escribir estos artículos o porque de haber cambio no ha sido el que correspondía a nuestro tiempo. La verdad es, como observó sagazmente Yxart en el prólogo a las Obras escogidas de Larra, que no tendremos que tachar por insípido ningún pasaje de sus artículos. ¿No es éste, precisamente, como acabo de decir, el rasgo más distintivo de las obras maestras: que parezcan recién escritas porque la agudeza de sus observaciones y juicios se adelanta a los días y el interés no decae nunca? Quizá la pintura de las costumbres de la época no logre esa precisión y veracidad que autores del último tercio del XIX consiguieron, a fuer de realistas y meticulosos. No se culpe de ello a la falta de imaginación y al predominio de las facultades críticas sobre las creadoras. Mucho realismo hay en la novela picaresca y en los sainetes de don Ramón de la Cruz, y sin embargo ¡qué por bajo quedan de la literatura regional de fin de siglo, en la fidelidad con que nuestros novelistas copiaron la vida! No había llegado la hora de la reproducción casi fotográfica de las cosas, y a nadie puede extrañar que la intención satírica y la crítica severa y dicaz sean superiores a la pintura del ambiente. ¿Pero quién aventaja a Larra a poner el dedo en la llaga, como vulgarmente se dice, a combatir con exacerbado acento, mezclado de ironía y de ingeniosas chanzas, nuestra pereza habitual, ya en los ejercicios más graves de la mente, como en los oficios y quehaceres cotidianos, la mala hierba de políticos desaprensivos o ineptos, el atraso social y otras calamidades parecidas? Mientras los demás costumbristas coetáneos de Larra, presentan la realidad tal como es, sin omitir ningún pormenor interesante y típico, nuestro malogrado autor va más allá de lo externo de las cosas, indagando la razón filosófica y poniendo al descubierto el estado moral de nuestra sociedad, sus liviandades, torpezas y rutinas. Nadie vió tan hondo como él. Es cierto. Pero nadie tampoco fue tan refractario como Larra a echar agua al vino, es decir, a tamizar su cruel e innata mordacidad con la indulgencia de las almas superiores.

No es posible, dentro de los límites que nos hemos impuesto, aducir aquí, como confirmación de cuanto queda dicho, la multitud de testimonios que nos brinda Larra a lo largo de su obra. Pero examinemos con toda la concisión que podamos, para no pecar de enojosos y dilatorios, el artículo intitulado La Noche Buena de 1836.

«Soy supersticioso, porque el corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer»... «La mayor desgracia que a un hombre le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere... ¡Bien aventurado aquél a quien la mujer dice no quiero, porque ése al menos oye la verdad!»... «Miré el termómetro, y marcaba muchos grados bajo cero, como el crédito del Estado»... «Ora vagaba mi vista sobre la multitud de artículos y folletos que yacen empezados y no acabados ha más de seis meses sobre mi mesa, y de que sólo existen los títulos, como esos nichos preparados en los cementerios que no aguardan más que el cadáver; comparación exacta, porque en cada artículo entierro una esperanza o una ilusión. Ora volvía los ojos a los cristales de mi balcón... los vapores condensados se deslizaban a manera de lágrimas a lo largo del diáfano cristal; así se empaña la vida, pensaba; así el frío exterior del mundo condensa las penas en el interior del hombre; así caen gota a gota las lágrimas sobre el corazón. Los que ven de fuera los cristales, los ven tersos y brillantes; los que ven sólo los rostros, los ven alegres y serenos»... «¿Por qué come (el pueblo) hoy más que ayer? O ayer pasó hambre, u hoy pasará indigestión. Miserable humanidad destinada siempre a quedarse más acá o a ir más allá»... «El vientre es el encargado de cumplir con las grandes solemnidades. El hombre tiene que recurrir a la materia para pagar las deudas del espíritu. ¡Argumento terrible en favor del alma!»... «Para ir desde mi casa al teatro es preciso pasar por la plaza tan indispensablemente como es preciso pasar por el dolor para ir desde la cuna al sepulcro»... «Todos aquellos víveres han sido traídos de distintas provincias para la colación cristiana de una capital. En una cena de ayuno se come una ciudad a las demás»... «Las doce van a dar; las campanas que ha dejado la junta de enajenación en el aire, y que en estar todavía en el aire se parecen a todas nuestras cosas»... «La verdad es como el agua filtrada, que no llega a los labios sino a través del cieno»... «Oradores conozco yo de quienes hace algún tiempo no hubiera hecho yo una pintura más favorable que de mi astur (su criado) y que han roto sin embargo a hablar, y los oye el mundo y los escucha, y nadie se admira»... «Inventas palabras y haces de ellas sentimientos, ciencias, artes, objetos de existencia. ¡Política, gloria, saber, poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando descubres que son palabras, blasfemas y maldices».

¡Qué desafección respecto de todo lo humano! ¡Qué incisivo fluir del ingenio sobre las cosas! !Qué ironía más honda y más amarga! Yermo, desolación, tinieblas; necromanía tropológica; desasimiento de la vida, no por el lado místico, que es reafirmarla en Dios, sino por el del escepticismo, que es negarla.

Se ha pretendido ver cierta semejanza entre Voltaire y Larra, hasta el punto de llamársele el Voltaire español. El parecido, de existir, es más superficial que profundo. Todos se parecen algo entre sí cuando hay entre ellos un denominador común. El escepticismo, la sátira, la mística no pueden borrar, naturalmente, la consanguinidad del espíritu entre quienes los practican. Santa Teresa y Enrique de Suso han de tener por fuerza alguna equivalencia o afinidad, como Marcial y Quevedo, como lord Byron y Espronceda. Pero en la proyección de esa modalidad fundamental de nuestra alma sobre las cosas, diferimos notablemente, porque si hay un denominador común en el fondo, hay una multitud de matices en su realización. Voltaire era más intelectivo que Fígaro, cual corresponde a una época más analítica que creadora. Su escepticismo no era como en nuestro satírico «una corazonada», sino que había pasado por la piedra de toque de una cultura rica en el conocimiento de las lenguas modernas y por consiguiente de sus literaturas, y filosófica. Lo que aquí era manantial vivo, agreste, allí era agua depurada y encauzada en el álveo de lo discursivo y trascendental. Voltaire se encarama sobre las cosas, las examina verticalmente, las juzga, y como remate de su pensamiento destila una ironía o lanza un sarcasmo. Pero queda siempre sobre ellas, como un espíritu fuerte que las domina o que, al menos, no se deja dominar de ninguna. Fígaro hace lo mismo -con más endeblez analítica- pero en último término se ve que queda aprisionado por las cosas, sin que su rebeldía le libere de ellas. Es más afectivo, más pasional. No alcanza como el autor de Cándido el ápice de lo escéptico, y acaba suicidándose porque las cosas pudieron más que él. Por otra parte, la figura de Voltaire es más varia y compleja, aunque tampoco el acierto presida, como por ejemplo en sus tragedias y poemas, la diversidad de su talento creador.

Pero ¿para qué buscar el antecedente de Larra en Voltaire, o en Jouy, o en Beaumarchais, si tenemos en nuestro propio solar literario a un Miñano, a un Gallardo, a un padre Isla, a un Vélez de Guevara, a un Góngora, a un Quevedo? En los caracteres de fuerte originalidad las influencias, deliberadas o no, han de adoptar por fuerza una expresión difusa que, sin dejar de explicarnos el parentesco, no constituya una verdadera filiación espiritual. Larra tiene rasgos típicos, genuinos, legítimamente suyos, mas a través de ellos no será difícil determinar ciertas concomitancias morales, ese aire de familia que hace posible el encasillamiento de los valores ideológicos. Y puesto a entroncarle con otros ingenios, no es necesario expatriarse para conseguirlo.

Galdós se ha reído un poco en sus Episodios Nacionales217 de las poesías de Larra. Y pese a la defensa que hace de ellas Colombine en su estudio sobre Fígaro, reconozcamos paladinamente que los versos del autor del Macías y del Doncel no figurarán nunca en ninguna antología de poetas castellanos, en la que el colector sea hombre de buen gusto y severo en la elección. Fígaro, como Valera, como Menéndez y Pelayo, como Cañete y tantos otros buenos escritores nuestros, compuso versos, pero como estos ingenios también, se quedó en las faldas del Pindo, que es prona la subida y hace falta mucho resuello para coronarla. Sus odas, epístolas, sonetos, letrillas, anacreónticas y epigramas218 hay que considerarlos como diversión de su mente o testimonio del irresistible influjo de una época muy versificadora, pero en ningún caso como ejemplos de vigorosa inspiración, de ricos afectos e ideas vestidos de forma rítmica.

Otros aspectos de la obra de Larra; el teatro, la novela, la crítica, serán estudiados en este libro, en el lugar correspondiente.

¿Cómo un escritor de la talla de Fígaro pudo pasar casi inadvertido de sus coetáneos, hasta el punto de que si hablan de él es generalmente para menoscabarle o para confundir y desorientar al lector con unas cuantas apreciaciones torpes y descaminadas? ¿Cómo varios lustros después don Juan Valera, Revilla, Menéndez y Pelayo -que dedicó un estudio a Martínez de la Rosa- Clarín, cuando tratan de Larra lo hacen como de refilón y a matacaballo? La generación del 98, en cambio, reparó esta actitud injustificada de la critica española, pero lo hizo con un espíritu de partido, derrotista y negativo, cual corresponde a una escuela literaria impregnada hasta el tuétano de Leopardi y de Nietzsche.

En la noche del 24 de Marzo de 1909, un grupo de flamantes escritores se reunió en un banquete, en los altos de Fornos, para festejar la memoria de Fígaro. Como un resabio romántico -recuérdese el Don Juan de Zorrilla- se reservó en la mesa un puesto al festejado. Pero durante toda la velada el sitio estuvo vacío. Fígaro había tenido el buen gusto de no asistir al acto219.