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ArribaAbajoCapítulo II

Estébanez Calderón, (El Solitario), Miñano, Somoza, Segovia, Lafuente, Hartzenbusch, López Pelegrín, Flores, Mesonero Romanos y Neira. Los españoles pintados por sí mismos y Los españoles de hogaño.


Se ha atribuido a Jouy, el celebrado pintor literario de costumbres, tan entretenido también por su vida desgarrada y aventurera, la aparición en España de la prosa costumbrista. No negaré yo la verdad de esta afirmación, pero más me inclino a creer que el autor de L'Hermite en province no hizo otra cosa que refrescar, con el ejemplo de sus obras, en la memoria de nuestros escritores, las características y rasgos de un género de copiosos antecedentes en la literatura española. No había que buscar en Francia lo que se daba prolíficamente entre nosotros, y lo que Lesage, precisamente, buscó en España. Bastaba volver los ojos a las deliciosas escenas de la novela picaresca, de El día de fiesta por la mañana y por la tarde, de don Juan de Zabaleta, menos conocido de lo que debiera ser conocido, dado lo veraz y brioso de su pincel, e incluso a las primorosas quintillas Fiesta de toros en Madrid, en las que don Nicolás Fernández de Moratín nos describe con singular bizarría, las bellezas e incidentes de la llamada fiesta nacional.

Prestábase también la vida española, tal como la habían puesto, de una parte la revolución política y de otra la literaria, con sus risibles exageraciones y abultamientos, a la reproducción satírica o desenfadada, al menos, de la realidad. Brindábanse, pues, a cada paso tipos, caracteres y escenas muy a propósito para lucir el ingenio y la intención malévola y burlesca. Con tal motivo menudearon los costumbristas, unos con gracia propia y como originales cultivadores del género tan en boga a la sazón, y otros, quizá los más, a título poco honroso de imitadores, constituyendo lo que el poeta latino llamó servum pecus.

Si nos atenemos a riguroso orden cronológico, don Serafín Estébanez Calderón220, más conocido, sin duda, por el apodo o remoquete literario de El Solitario, fue el primero en cultivar en aquellos días, según testimonio de su biógrafo y pariente señor Cánovas del Castillo, la literatura costumbrista. Ni los gustos, ni la educación intelectual del autor de Cristianos y Moriscos se avenían con el nuevo rumbo del arte, y no sabemos hasta qué punto se le puede traer a colación en un estudio del romanticismo español. Coincide en el género con los demás costumbristas románticos, pero está muy distante de ellos, incluso de Mesonero Romanos, que se distinguió por su actitud más ecléctica que de partido, y hasta censuró, con donairoso desenfado, los extravíos del flamante movimiento.

Aunque Estébanez Calderón hizo una brillante carrera política, llegando a ser jefe en Sevilla de los moderados, y bulló mucho en su época, ya como militar, ya como político, su celebridad proviene de su profusa y variada labor de literato, de una originalísima disputa con el atrabiliario Gallardo y, principalmente, de sus Escenas andaluzas: colección de primorosas estampas de costumbres. La vida jaranera y alegre de El Solitario y el estar dotado de un grande espíritu observador, le proporcionó material abundante y diverso para sus cuadros del pueblo andaluz. Tienen estas escenas mucho sabor y originalidad, y de buscarles antecedentes habrá de ser de fronteras adentro, pues nada deben al modelo francés en que, a juicio de algunos críticos, fueron a inspirarse nuestros escritores de costumbres. Siendo admirable por lo rico, castizo y ejemplar el lenguaje de Estébanez, quizá, aplicado a estas escenas populares de Andalucía, las haga desmerecer, porque el ningún uso o poco frecuente de muchas voces de las empleadas, quita propiedad y nativo gracejo, tanto a los personajes, como al escenario en que se mueven. Es posible que este defecto haya restado popularidad a la obra, como sucede, por ejemplo, con El Diablo Cojuelo, de Vélez de Guevara, ya que desde 1847 en que fue impresa en los talleres tipográficos que don Baltasar González tenía en la calle de Hortaleza, hasta 1883 en que se reimprimió, parte de ella, en la Colección de escritores castellanos, no había vuelto a ser dada a la estampa.

Pero como todas las cosas muestran más de un lado por donde mirarlas, el viril esfuerzo de Estébanez por devolver su cetro al lenguaje español, que andaba de zoco en colodra en manos de escritores poco escrupulosos, será siempre un rasgo simpático, digno de imitarse.

Mejor suerte corrieron, en lo que se refiere a buena acogida por parte del público, las celebradas Cartas de don Sebastián Miñano221. La política había envenenado hasta el tuétano a todo el mundo, y en días como aquéllos en que un régimen estaba en crisis y otro se perfilaba ya con trazos firmes y hondos, ningún incentivo mayor podía tener la literatura que la sátira política, por burda y grosera que fuese. ¡Cómo no habían de recibirse con bullicioso contento las Cartas de El Pobrecito Holgazán, de don Justo Balanza y de El Madrileño, que bajo todos estos pseudónimos ocultábase el famoso y arriscado clérigo, si en ellas se hacía la apología del nuevo régimen, condenándose a la vez todo lo que a él se opusiera!

Pero hemos de confesar paladinamente que ni Miñano, ni Estébanez Calderón, ni Mesonero Romanos, ni Segovia, ni don José Somoza, ni don Modesto Lafuente, ni Hartzenbusch y demás escritores de costumbres, aventajaron ni igualaron siquiera al malogrado Fígaro, en intención satírica y profundidad filosófica.

No tiramos a rebajar el mérito de estos autores. Pero cualquiera que caiga en la tentación de curiosearlos hoy, habrá de convenir con nosotros en lo que hay de insubstancial, desabrido e incluso ñoño en gran parte de las páginas costumbristas que escribieron. No basta poseer mucha retentiva para ir almacenando pormenores y bagatelas de la vida cotidiana. Ni tener espíritu observador si éste no traspasa la sobrehaz de las cosas. Hay que zahondar en cada una para descubrir sus intimidades, sus senos más recónditos, y dar de ellas una explicación intencionada y profunda. Lo demás es adscribirse a una época y no rebasar su temporalidad. A través de la mayoría de estas páginas costumbristas -Usos, trajes y modelos del siglo XVIII, El retrato de Pedro Romero, Los charros de Salamanca222, El mercader de la calle Mayor, Un entreacto, Un viaje en galera223, Juegos de prendas, Los pollos de 1800, Manolos y chisperos o el Lavapiés y el Barquillo224- se percibe cierta cortedad de ingenio para penetrar en las carcavas y hondones de las costumbres y satirizarlas, si nuestro propósito es trasformador y revolucionario, o embellecerlas si aspiramos tan sólo a hacer un cuadro. Lo corriente es ver las cosas sin atravesar su envoltura, como lo corriente es surcar el mar sin descubrir lo que hay debajo del agua. Sólo Lince, al decir de los poetas griegos, veía a través del undoso elemento los bajíos y sirtes. Larra nunca se detuvo en la piel áspera de las cosas, sino que iba en un sagital alarde de su talento desmenuzador y analítico, al meollo de cada una. Por eso hoy, después de un siglo, advertimos en las páginas costumbristas de Larra, aunque sean de ediciones de sus días descoloridas, amarillentas y hasta mohosas, el resplandor vivo, deslumbrante de su espíritu. Nada trasciende allí a inactualidad y desabrimiento. La luz trasvasada del alma de Fígaro está envolviendo y matizándolo todo. Como el sol cuando brilla en el cénit y se extiende por doquiera, sin las limitaciones que le impone su declinación en el cielo. En cambio, ¡cómo se nos mete por los ojos hasta la raíz misma, de nuestra sensibilidad ese tono amarillento, descolorido, que trasciende a humedad, de las ediciones de Yenes, 1843 -calle de Segovia, n.º 6-, de Mellado, 1848 -Costanilla de Santa Teresa, n.º 8- de esos libros añosos, macilentos, transnochados, en los que el espíritu del autor huele a viejo, en los que no hay lumbraradas, ni destellos que, a través del jalde más o menos subido de las páginas, testifiquen la continuidad y permanencia del pensamiento!

Don José Somoza225, de una vida muy atrayente por su espiritual señorío, ribeteada de enciclopedismo y filantropía, con imperiosa tendencia al casto aislamiento rural, pero sin que pasase a su obra literaria y sobre todo a sus poesías, el ardoroso e inteligente entusiasmo por la naturaleza que columbramos a través de sus días lugareños y campesinos, fue un excelente prosador, de sobrio y terso estilo, más inclinado a la austera frialdad literaria del siglo XVIII que a la calidez e hinchazón románticas. Tan es así, que el marqués de Valmar lo incluye, como poeta, entre los de la mentada centuria226. Sus cuadros de costumbres ya citados, juntamente con El tío Tomás o los zapateros, El árbol de la charanga y Las funciones patrióticas en un pueblo de Castilla en 1835 ofrecen esa frialdad enumerativa y pictórica de los que no alcanzan a fundir su propio sentimiento con las personas, las escenas y los objetos que describen, porque no hubo ardimiento lírico y creador, sino simple traslado de la realidad a las cuartillas. Leyendo las obras de Somoza y conociendo su vida y carácter nos imaginarnos que el esfuerzo del escritor no correspondió a la vitalidad de su espíritu. Es decir, que se observa una diferencia bastante considerable entre lo que fue su obra y lo que debió haber sido, a juzgar por las trazas de su autor.

Don Antonio Segovia227 no queda muy rezagado respecto de Estébanez en la devoción por el habla de Castilla y en el noble empeño de salvarla de la turba de escritores afrancesados y desconocedores u olvidadizos de nuestras glorias literarias. Y si no fue tan atildado y pulcro como El Solitario, le superó, en cambio, en soltura, elegancia natural y desenfado, si bien uno y otro, por este exacerbado casticismo, quedaron un poco a trasmano del público, que gusta más de la llaneza que aconsejara maese Pedro.

Escritor desaliñado, un poco a la pata la llana, con una gracia satírica sin las partículas de oro de la agudeza, pero con la sal gorda de la chocarrería española, fue don Modesto Lafuente228, por otro nombre Fray Gerundio. Su costumbrismo fue más bien pretexto o aditamento de la sátira política. Muy metido entre los bastidores de la cosa pública estaba al cabo de la calle de todas las intrigas y trapicheos de nuestros gobernantes. Y en un país como éste, que llevaba tan en el tuétano la política y la politiquería, exacerbadas una y otra en aquellos años, por la descomposición interna que padecíamos, la sátira liberalota y populachera había de tener por fuerza excelente acogida, sobre todo por parte de las clases media y baja, tan en candeleros a la sazón. Las Capilladas, de Fray Gerundio, en las que alternaba la prosa con el verso, los Viajes por Francia, Bélgica y Holanda, de más dilatado horizonte, como del mismo título se desprende, el Teatro social del siglo XIX, el Viaje aerostático de Fray Gerundio y Tirabeque y la Revista Europea, ofrecían al respetable, entre chistes, donosuras y alfilerazos, el complejo de la vida político-social durante más de una década del siglo XIX. Todo este tinglado, un poco estrepitoso, sostenido por un talento más fecundo y mariposeante, que analítico, pero que, a fuerza de estrujones, destilaba ese caldillo o jugo que, sin ser néctar, precisamente, emborracha a los enredadorzuelos y politicastros de todos los tiempos.

Don Juan Eugenio Hartzenbusch, que publicó en El Panorama, El Corresponsal y El Pasatiempo algunos artículos de costumbres, don Santos López Pelegrín229 con sus alegorías taurinas, reveladoras de un ingenio festivo, burlón y desenfadado, y don Antonio Flores230 con sus escenas de Ayer, hoy y mañana, trasunto real y bien salpimentadas, las que corresponden a la primera época, desabridas y plúmbeas las coetáneas al autor y disparadero, las últimas, hacia un imaginado porvenir, completan este cuadro de escritores satíricos y menudos historiadores del cotidiano acontecer, en el segundo tercio del siglo anterior.

Si hemos de ser respetuosos con la verdad, sólo dos escritores sobrevivieron a su época, con supervivencia larga y vigorosa, en especial uno de ellos. Nos referimos a Larra y Mesonero Romanos. Aunque sean diferentes las razones a que obedece la posteridad de cada uno, ninguno de sus congéneres podrá disputarle esta prioridad en la atención del público. Para leerlos no es preciso ser eruditos o curiosos investigadores de aquel período literario. Larra nos atrae siempre por la agudeza de sus observaciones, por la ironía afilada y cortante, y la pintura, más reflexiva que plástica, de costumbres y tipos coetáneos. Aunque salgamos sobrecogidos y malhumorados de su lectura, debido a la intención satírica, excesivamente cruel, y al fondo de amarga y tétrica filosofía de sus artículos, nos gustará releerle, sobre todo si llevamos un poco de emoción y de avidez para compenetrarnos mejor con el literato y con su tiempo. Nuestra sociedad ha variado mucho. Su espíritu, aún siendo más complejo, es menos sensible al dolor y pasa, sin recibir profunda herida, por entre nuestras miserias y calamidades... Propendemos al optimismo y a la afirmación, como lo demuestra el hecho indubitable de que a pesar de la Gran Guerra y de la Revolución rusa, que pueden emparejarnos, si no las superan, con las más fuertes conmociones de la Historia, no estamos abatidos, mustios, ni desesperados. A nadie se le escapa que estos males han repercutido más en la economía que en la moral colectiva de cada pueblo. De aquí que, viviendo en una época más alegre e inclinada a solazarse con la multitud de diversiones que la solicitan constantemente, y de mayor espíritu de convivencia y solidaridad, nos acerquemos a Larra -y quien dice a Larra a Leopardi o a Heine, también- con el ánimo un poco preparado, para que el choque no nos hiera y desconcierte tanto.

Previsión de todo punto innecesaria tratándose del risueño autor de Escenas Matritenses y Tipos y Caracteres. Mesonero Romanos231 no pretendió corregir a su época restallando en sus espaldas el látigo de Fígaro. Sus obras carecieron, pues, del sentido trascendental de las de Larra, menos pintor que él, de seguro, pero más pensador. Como la sátira necesita, si no hiel, precisamente, mucha sal y pimienta, y El Curioso Parlante era, por demás, bondadoso y benévolo en la pintura de su tiempo, sus cuadros de costumbres aparecerán algo desvaídos a nuestros ojos, sin los trazos recios y profundos a que promovía un pensamiento, como el de Larra, siempre en actividad o acecho.

Sin querer, cuantas veces traigamos a la luz de nuestro juicio las obras tan populares de Mesonero, acudirá tras ellas el espíritu cáustico de Larra. Si lográramos abstraernos de él, ser inaccesibles a su predicamento, veríamos ganar en volumen literario la figura simpática de Mesonero. De la comparación con el desesperado autor de El Día de Difuntos, saldrá menoscabado y empobrecido. Pero en cuanto lo estudiemos aisladamente, como retratista de una época tan satirizada y repudiada, admiraremos en él la tersura y limpidez casticistas del estilo, el noble propósito de pintar las costumbres y tipos de su tiempo, sin herir ningún sentimiento respetable, el apartarse de la sátira política, que rara vez sobrevive a sus días porque le falta el sentido de eternidad del arte, y la indulgencia, casi paternal, del crítico que, satisfecho de la vida y amigo de todos, prefiere pasar por descolorido e insustancial, a inferir a nadie el menor rasguño.

No trató Mesonero, hasta agotarlos, los temas que cabía tocar en empeño como el suyo tan vasto y difícil. La vida tiene muchas facetas que sin pasar inadvertidas, como es lógico, a nuestro espíritu observador, le hieren menos profundamente, quizá por esa simpatía y antipatía de las cosas, que, como las personas, nos atraen o repelen. De las costumbres pintorescas y variadas del pueblo bajo de Madrid, que tuvo su pintor afortunado en don Antonio Flores, poco o nada hay en la obra de Mesonero, que casi ningún caso hizo, igualmente, de la política enredadora y perniciosa, tan llena de tentaciones, por el contrario, para Miñano, Fígaro, Fray Gerundio y don Antonio Nefra232.

Su profesión de satírico, más dado a la benevolencia que a mal intencionada severidad -hay la misma diferencia de Mesonero a Larra, que de Goldoni a Molière, en cuanto se refiere a la causticidad o indulgencia de la sátira-, está contenida en estas amables palabras del prólogo a Tipos y Caracteres: «... habiéndose de rozar -el autor- ya directamente y dar la cara a una sociedad esencialmente política, no pudo jamás resolverse a ello, y prefirió callar a desnudar a su pluma de la tranquila, risueña e impolítica especialidad que supo tenazmente conservar.»233

Debido a esta circunstancia y a lo embarazoso que era para pincel acostumbrado a moverse dentro del marco de la vida madrileña, el pretender abarcar la más compleja fisonomía de la realidad nacional, buscándola allí donde se hiciera más patente o encontradiza, quedaron en el tintero infinidad de asuntos, cuya ordenada agrupación habría constituído, de seguro, un nuevo y grueso volumen, que unir a los ya publicados. Sin embargo, muy nutrida y diversa es la colección de sus cuadros de costumbres, adonde habrá que acudir siempre que queramos enterarnos de los hábitos, tipos y caracteres de una época que no podemos conocer ya sino por su trasunto literario, pictórico o histórico.

Ramón de Mesonero Romanos

Ramón de Mesonero Romanos

[Págs. 232-233]

Como el principal objeto de este libro es estudiar las características fundamentales del romanticismo español, sin descender al examen prolijo y detallado de aquellas obras que no ofrezcan nada original y sean, en cambio, reproducción, más o menos estimable, de las que constituyen nuestra genuina fisonomía romántica, pasamos por alto, deliberadamente, la colección de artículos intitulada Los españoles pintados por sí mismos -duque de Rivas, Zorrilla, Bretón de los Herreros, Gil y Zárate, Navarro Villoslada, Hartzenbusch, Rubí, Villergas, Navarrete, Asquerino y otros- ya que nada nuevo, ni distintivo aporta a la literatura de aquellos días. Dió, eso sí, origen a otras colecciones análogas, de dentro y de fuera de la península, como Los cubanos pintados por sí mismos, Los españoles de hogaño, y algunas más, en las que el contenido literario rivalizaba con lo esmerado y atrayente de la presentación editorial.

Sobrevive de cada tiempo aquello que nos distingue y caracteriza más esencialmente. Por eso de todos los escritores que cultivaron, en pleno romanticismo, la prosa costumbrista, ocupan señalado lugar en nuestra atención, Larra y Mesonero Romanos. En la breve obra del primero y en la más extensa de El Curioso Parlante están los rasgos peculiares y profundos de la modalidad literaria que venimos examinando. Los demás costumbristas o son reproducción más o menos servil de un género agotado, en lo hondo y extenso, por los dos autores predichos, o variantes poco afortunadas, ni notables, del mismo.

Sobrevino después, como ocurre siempre que un género literario es bien recibido por el público, una legión de imitadores, a cuyas torpes manos pereció o degeneró, al menos, la prosa costumbrista. Nadie se acuerda de ellos en estos días, y no voy a ser yo el que los resucite ni recuerde siquiera.