Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCapítulo II

Consideraciones generales sobre el arte dramático. La crítica teatral coetánea y posterior al romanticismo.


En todas las formas que adopta el arte para su realización material, el teatro y la novela son sin duda las más sensibles a las imposiciones de la moda literaria. La poesía épica cada día es más difícil e impracticable. El progreso humano, en la multitud de sus elementos y manifestaciones, cuenta ya con verdaderos intérpretes y apologistas y no necesita de la voz providencial o semidivina de los antiguos poetas épicos. La poesía lírica, a la que nunca propendimos, por falta de subjetividad y de hondura psicológica, no atrae por igual a doctos e ignorantes, siendo plato más del gusto de las personas instruidas y delicadas que del vulgo desarrapado y zafio. En cambio el teatro es punto de reunión de todo el mundo, altos y bajos, conspicuos e indoctos, y la novela, por su novedad, interés dramático, emoción y dinamismo, juntamente con lo accesible que resulta, cualquiera que sea nuestro saber y cultura, ofrece también grandes posibilidades para el proselitismo. De aquí que acudamos a ambos géneros literarios, cuando animados de grande y fervoroso espíritu revolucionario, pretendemos imponer modos desusados y originales, a nuestro genio creador.

A la escena acudió Víctor Hugo con su famoso Hernani, y Zola a la novela, para ensayar en sus páginas el determinismo fisiológico.

En una época como la romántica, de tal exaltación, nerviosismo y facundia innovadora, es lógico que nuestros autores emplearan los medios literarios más eficaces para el logro de sus aspiraciones estéticas, y demos por descontado que no podían ser otros que la novela y el teatro. ¡Cuántas sencillas y oscuras personas del segundo tercio del siglo XIX se irían al otro mundo sin asomarse, siquiera, a las brillantes e inspiradas páginas de El Diablo Mundo, Los cantos del trovador y El Moro Expósito! En cambio, con los dedos de la mano podrán contarse las que no han visto Don Álvaro, El Trovador y Los Amantes de Teruel.

Además, en el teatro había de darse la gran batalla al ideal neoclásico, tan derrengado y cariacontecido en aquellos días. Y para que la puñalada definitiva, mortal, fuese más alevosa correspondió el darla a un autor a quien se debían varias tragedias clásicas -Ataúlfo, Aliatar, Doña Blanca y Lanuza- y del que no era fácil esperar metamorfosis tan honda y radical como ésta.

El siglo XVIII se había encastillado en las reglas de una preceptiva absurda. Exhausto nuestro genio literario acudió a ellas como acude el pródigo y despilfarrador de su caudal a las normas de una severa administración cuando apenas le queda que llevarse a la boca. Y el resultado será el mismo, porque allí donde no hay nada que administrar sobra la buena administración, de igual forma que están de más los preceptos clásicos donde falta la inspiración.

Cadalso, Moratín, padre, García de la Huerta y Quintana había desnaturalizado nuestro teatro, que siempre fue estrepitoso, descomunal, exorbitante. Las famosas unidades dramáticas le quitaron la desenvoltura, impetuosidad y fantasía propias de nuestros clásicos, encerrando la escena en estrechos moldes y ahogando nuestra inspiración. Los románticos no tuvieron que hacer grandes esfuerzos para concluir con arte tan endeble y raquítico. Aunque para reivindicar su libertad de acción buscaron ejemplo y estímulo entre los autores franceses, a causa del desvío que sentían respecto de los clásicos españoles, los antecedentes del drama romántico estaban bien visibles en Lope y Calderón, verdaderos precursores. Desatadas las manos de la retórica pseudoclásica y libre el espíritu para enseñorearse de las cosas, pronto cambió la faz de nuestra escena, correspondiendo las tentativas innovadoras a Martínez de la Rosa y Larra. La Conjuración de Venecia y el Macías representan los primeros pasos a favor del romanticismo escénico. De estos tanteos y ensayos, muy vigorosos, pero no definitivos, saltamos al apoteósico estreno de Don Álvaro, que constituye un alarde de independencia estética, pues burlados los viejos preceptos y desbordada como una tromba o poco menos, la imaginación, se enmaridaron lo trágico y lo cómico, sin que las risueñas y castizas estampas con que comienza cada jornada del drama, haga prever el fatal destino del héroe; empleóse indistintamente el verso y la prosa, y se nutrieron las obras de sinnúmero de improvisados acontecimientos, de pasiones súbitas y de abigarrada muchedumbre de tipos y caracteres.

Abierto el camino y muy rica la cantera de donde habían de proveerse nuestros dramaturgos, sucedieron a Don Álvaro, y no con menos resonancia y estrépito, El Trovador, de García Gutiérrez, Los Amantes de Teruel, de Hartzenbusch y El Zapatero y el Rey y Don Juan Tenorio, de Zorrilla. He aquí el hermoso plantel de dramas que la flamante escuela dio a la luz, instigada tanto por el nuevo ideal estético, victorioso en Alemania, Francia e Inglaterra, como por los irreflexivos y entusiastas aplausos del público. Para que veamos hasta donde llegaron éstos, bastará decir que en el estreno de El Trovador se inició la costumbre, con exceso prodigada después, de que el autor de la obra saliese al palco escénico a recibir el homenaje del auditorio.

No debe sorprendernos el aparatoso triunfo de nuestros románticos en el teatro. La ingenuidad de la mayoría de los espectadores y lo llamativo y estentóreo de los dramas, justifican el éxito. De las limitaciones que el siglo XVIII había puesto al arte, tan mesurado y relamido que apenas hiere las fibras del sentimiento, habíamos pasado a los excesos y deformidades mostruosas de la nueva escuela. No fueron ajenos del todo a estos mismos defectos los dramaturgos españoles del siglo XVII y en especial Lope y Calderón, que invadieron irreflexivamente los dominios de la fantasía, sin procurarse una base de juiciosa realidad. Escalpelo en mano y ojo alerta, sería fácil determinar estos extravíos propios de nuestro espíritu inquieto, atolondrado y fantaseador. Pero ¿cómo compararlos con la verdadera orgía de elementos deleznables e inverosímiles en que nuestros dramaturgos del romanticismo fundaban los caracteres y el desarrollo escénico? ¡Jamás se vieron reunidos por la audacia, la irreflexión y el prurito de novedad, tantos recursos dispares, tal suerte de fisonomías y lances imaginarios, cuyo divorcio de la vida real no podía ser más patente! Las revoluciones literarias producen siempre estos efectos. No hay conmoción del espíritu que no perturbe el equilibrio de sus potencias, excitando a la fantasía y poniendo grilletes a la razón. Para cambiar el semblante de las cosas es preciso removerlas en sus cimientos, sacarlas de quicio, desbaratar su arquitectura, salvo aquellos principios estéticos que, por ser consustanciales al arte, nada han de temer de una revolución por terrible que parezca.

A la promiscuidad de géneros que hay en el teatro y a la circunstancia de que los románticos, por creerse genios capaces de todo, cultivaban indistintamente la dramática, la poesía lírica o narrativa y la novela, habrá que atribuir el fenómeno de que aparezcan en escena los mismos elementos que imperaban en el resto de la literatura. El espíritu soñador y visionario, el escepticismo, menos incierto de la fatalidad que de la tutelar providencia, los episodios caballerescos más estupendos e irreconciliables con el buen sentido, las apariciones, espectros, brujas, filtros y puñales habían sido amontonados a los pies de Melpómene, sin orden ni concierto algunos, como heterogénea multitud de recursos puesta al alcance de una voluntad ávida de ellos y destrabada de recelos y escrúpulos de la razón. Los héroes carecían de fisonomía propia y duradera, cuando el fin primordial del arte consiste en todo lo contrario, en dotarlos de carácter profundo y vigoroso. A la improvisación, madre de todos los vicios artísticos, se debe cuanto para la escena fue escrito en aquellos días. Zorrilla lo ha confesado así, con encomiable nobleza, en sus Recuerdos del tiempo viejo. Se tenía a gala el componer una obra en el menor tiempo posible. ¡Valiente modo de entender el arte! Diez años había tardado Virgilio en corregir Las Geórgicas, y el Fausto, empezado en la mocedad de Goethe, fue concluido en su vejez. Los románticos no comprendían este ritmo lento, tan conveniente en la elaboración de toda obra artística. En veinticuatro horas escribió Zorrilla El Puñal del Godo, y a la carrera también El caballo del Rey don Sancho. En las situaciones difíciles nuestros poetas acudían al teatro, que de todos los géneros literarios era el más productivo. García Gutiérrez y Zorrilla compusieron en tres días Juan Dandolo, para salvarse de un trance apurado. Se escribía precipitada, atropelladamente, sin plan, orden, ni concierto. La fiebre romántica era tan grande que se había perdido el tino, haciéndose todas las cosas de modo impulsivo y ciego, como quien teme que le falte de repente la inspiración. ¿Qué podía esperarse de un teatro cuya concepción y realización confiábanse a procedimientos como éstos? De aquí la escasa o ninguna psicología de los personajes, el barullo y estruendo de la escena, la infinidad de episodios mal encuadrados en el marco de la acción, el verbalismo en verso, sin que a través de tanta hojarasca y bambolla se diera con un pensamiento trascendental. Un arte que no haga pie en la realidad, aunque después se eleve hasta lo más puro e ideal, está condenado a morir. Su vida será efímera. En cuanto pase la fiebre que lo mantiene fuerte y erguido, mostrará sus flaquezas e imperfecciones, lo pobre y débil de su contextura.

Siendo el romanticismo la exaltación de cuanto hay de personal, íntimo y subjetivo en el hombre, apenas si nuestros románticos traspasaron la corteza humana. Todo se redujo a una brillante exterioridad, a un exceso de ademanes violentos, de actitudes desesperadas, con su bulliciosa comitiva de suspiros, ayes y lamentaciones. No había sol en el cielo, sino la pálida luna asomándose entre nubes siniestras. Ni en el campo almendros en flor, olorosos, y fragantes pinos, naranjos y pámpanos, sino tristes cipreses y sauces llorones. Nunca se han vertido más lágrimas que entonces, ni la vida ha tenido tan poco valor. La situación de nuestra sociedad contribuyó sobremanera a este panorama literario. La alegría y el optimismo son propios de los pueblos fuertes y bien organizados. España porfiaba entonces por abrirse paso, y tenía el camino erizado de dificultades. Disputas políticas, incendios producidos por la pasión sectaria, algaradas callejeras y pronunciamientos del ejército. Esto ha sido siempre el siglo XIX. ¿No era este clima moral el más a propósito para una literatura tan tétrica como la romántica?

Por otra parte y merced a la irritabilidad de nuestros sentidos lo veíamos todo abultado, como si las proporciones de las cosas dependieran, verdaderamente, de nuestra voluntad. Las pasiones, por extraordinarias que sean, han de apoyarse en la realidad, aunque lleguen a rebasarla, pero sin que la nieguen o contradigan, como sucede a cada paso en nuestro teatro romántico, cuyos caracteres son más extensos que profundos porque no tienen sus raíces en la vida, sino en un concepto convencional de ella. Pocos héroes de aquel teatro aguantarían sin desmoronarse, ya que su razón de ser es más aparente que real, el examen severo que la crítica. Y no habría de llegar, ciertamente, a los extremos de Azorín respecto del análisis de Don Álvaro, porque no hay obra por hermosa e incluso sublime que sea, que soporte una disección parecida. Bastará poner de manifiesto que no existen abismos de ninguna clase en la psicología de estos héroes, y que la fatalidad o el sino que los mueve es algo engañoso, puesto que no procede del ser de cada uno, de la relación de causa a afecto, sino de un convencional amontonamiento de circunstancias favorables al fin trágico que se persigue. Todo parece fraguado con arreglo a un plan convenido, y mediante el cual los personajes no son el producto espontáneo, si bien anómalo, de la naturaleza, sino de la fantasía a extramuros de la verdad y del buen sentido. Salimos del teatro, pues, con la seguridad de que todo aquel estruendo y demasía era cosa preparada. ¿Quién frente a una explosión formidable, pero prevista, porque se han observado de antemano las operaciones preparatorias, siente el mismo terror pánico, la misma horrorosa sacudida, que en medio de un terremoto, en que se ve el libre juego de las fuerzas ocultas de la naturaleza?

La verdad estética no es la humilde verdad de todos los días, pero tampoco el hecho descomunal y arbitrario que se resiste a la razón. Cuanto más puros y contados sean los recursos de que echamos mano para producir la emoción estética, menos peligro habrá de que la frustremos, porque no es el mucho acarreo de elementos dramáticos lo que hiere profundamente nuestra sensibilidad, si no existe entre ellos la trabazón debida. Es la trascendencia moral de cada uno, su honda raíz en el alma humana, lo que nos hace vibrar y conmovernos.

¿Procedían sinceramente los románticos? ¿Desfogaban de esta manera su expansividad creadora, como el poeta lírico echa de sí la multitud de sentimientos e ideas en que se consume? A nuestro juicio había mucho de estudiada exageración en todo esto. En un país tan impresionable como el nuestro, el estrépito romántico de Víctor Hugo, juntamente con la repugnancia que nos inspiraba la literatura neoclásica, tenía que culminar en estos desafueros contra la razón. Sin embargo, no creemos en la espontaneidad, en la probidad literaria de todos los dramaturgos del romanticismo. El duque de Rivas, sin ir más lejos, de lo que menos tenía era de romántico. Su educación intelectual, en lo que al arte se refiere, había sido clásica, como lo prueban sus primeras composiciones líricas al estilo de Quintana y Gallego, las tragedias antes nombradas y hasta el detalle de componer en romance endecasílabo El Moro Expósito. Después de escrita la poesía El sueño del proscripto retornó al antiguo ideal en la tragedia Arias Gonzalo. El carácter, vida y gustos del ilustre prócer estaban muy distantes, por no decir en el hemisferio opuesto, del romanticismo. Mujeriego, galanteador, mundano, amigo de realidades tangibles y poco dado al amor platónico, dicharachero como nadie, narrador oral de cuentos y chascarrillos picantes, pulcro y correcto en el vestir, y de exquisito trato. ¿Habrá estampa menos del estilo de la época? ¿No contrasta la mundanería y el carácter expansivo y cortesano del Duque con la misantropía, el pesimismo, el desastrado vestir y la cabeza melenuda de los románticos de verdad? Pero hay otro pormenor todavía más significativo: el cultivar indistintamente géneros tan dispares como la tragedia clásica o la comedia moratiniana y el drama romántico. Tanto vales cuanto tienes431, comedia escrita por el duque de Rivas durante su estancia en Malta y representada en 1834,-en que ya estaba terminado el Don Álvaro, es una imitación del ilustre autor de La comedia nueva.

No se puede creer a pies juntillas en la sinceridad artística de nuestros románticos. Había demasiada exageración y absurdidad en su teatro para que admitamos, cuantos recursos emplearon, como natural y espontánea manifestación del genio literario de una época.

A poco que nos paremos a examinar este teatro notaremos que la despreocupación y libertad omnímoda para considerar las cosas, es su principal característica. Ya vimos en las leyendas y romances el desenfado con que los poetas entendían la historia o la tradición, llegando incluso en algunos casos a cambiar aquellos caracteres y particularidades que tienen valor permanente y no deben interpretarse de modo personal y subjetivo, por muy seguros que estemos de que la verdad histórica y la verdad estética no son hermanas gemelas.

Este desparpajo e incontinencia provienen, en nuestra opinión, de lo poco estudiosos que fueron nuestros románticos. Sólo una gran educación literaria y científica nos da a conocer el verdadero sentido de lo que existe en torno, y corrige al propio tiempo los desmanes de la fantasía. La verdad es más apetecible al sabio que al ignorante y cuanto más lejos estemos de poseerla y penetrarla, con más despreocupación y desembarazo nos moveremos dentro del arte. Permítasenos dudar de la superioridad de los grandes vates del romanticismo -Goethe, Schiller, Byron- si los inspirados y originales poetas españoles que los tuvieron por modelos, hubiesen poseído vasta y trascendental cultura. No fue así y con raras excepciones que confirman la regla general, nuestros románticos creyeron que todo el campo era orégano y que la verdad podía sufrir cualquier agravio sin merma, ni desestimación del arte.

Julián Romea

Julián Romea

[Págs. 400-401]

El romance del duque de Rivas Una noche de Marzo de 1578, Carlos II, el Hechizado, de Gil y Zárate, Cada cual con su razón y Aventuras de una noche, de Zorrilla, Venganza catalana, de García Gutiérrez, y Doña Mencía, de Hartzenbusch, por no citar sino las más conocidas obras de nuestros románticos, dejan mucho que desear en cuanto a su fidelidad histórica.

Se nos podrá argüir que el teatro clásico está lleno de anacronismos e inexactitudes, y que Shakespeare y Cervantes cometieron muchas veces desaguisados parecidos, sin que por esto se haya empañado el brillo de su fama. Muchos años van desde entonces y el tiempo no transcurre en balde. A un poeta del siglo XIX no se le deben pasar, sin censura, semejantes ultrajes a la verdad. Han variado los métodos literarios. La cultura es mayor y la precisión y esmero que ponemos en la elaboración de una obra, alejan todo temor de transtornar las cosas, de sacarlas de sus prudentes límites para acomodarlas a los antojos de nuestra imaginativa. Verdad y poesía fue la fórmula estética de Goethe. La verdad como fundamento del arte y la poesía como manifestación sensible de la verdad. Pero el público de aquellos días no entraba a discernir el verdadero valor de las representaciones teatrales. Cuanto más truculentas y disparatadas más avidez sentía por ellas y más le emocionaban. Con voluptuosa delectación seguía las peripecias estupendas del héroe, compartiendo sus descalabros y vicisitudes, como si se tratase de un ser querido. ¿Qué joven de la época, desgraciado en sus amores y en lucha más o menos encarnizada con el destino, no se creía él mismo Don Álvaro, o si por el contrario su buena estrella le sembraba el camino de enamoradas mujeres, propicias a sus caprichos y gustos, no se ha tenido por segundo Don Juan Tenorio? No estaban ellas menos envidiosas de Doña Leonor, y de Doña Inés, y de Doña Isabel de Segura, delicadas encarnaciones del amor imposible o burlado, y hasta hubieran sido capaces de cambiarse por cada una de éstas y sufrir heroicamente su propia suerte, infortunada y terrible.

Los mismos recursos escénicos utilizados en aquel teatro, los aprovechó de nuevo, cuarenta años más tarde, don José Echegaray, y sus discípulos e imitadores, cuando ya existía una crítica conspicua e inteligente. Los efectos fueron idénticos.

Aunque el público tenga un gran sentido instintivo del arte y juzgue, en muchos casos, con acierto el valor y trascendencia de una obra literaria, no debemos considerar inapelables sus fallos, sino someterlos, por el contrario, a la revisión de la crítica sabia.

Acabamos de ver la excelente acogida que dispensó el público al teatro romántico, sobre todo a sus manifestaciones más solemnes y robustas. No estará de más que contrastemos este favorable veredicto con el diverso parecer de los críticos coetáneos y siguientes al romanticismo. Lo haremos muy sucintamente, como conviene a nuestro propósito.

Larra asistió a la primera representación de El Trovador. Del juicio que le sugirió la obra vamos a entresacar estas discretas apreciaciones. El plan del drama no duda en considerarlo rico, valientemente pensado y desenvuelto con tino. Sin embargo y a causa de su vastedad quizá sea más apropósito para una novela que para un drama, pues al adaptarlo a los límites de la escena «ha tenido que luchar con la pequeñez del molde». «La exposición del drama es poco ingeniosa... es más bien un prólogo». Varios detalles confirman la inexperiencia dramática del autor: los diálogos, novelescos cuando se emplea la prosa, más líricos que dramáticos los que están en verso. En definitiva: «el diálogo es poco cortado e interrumpido, como convendría a la rapidez, al delirio de la pasión, a la viveza de la escena». Frente a estos reparos Larra formula los elogios siguientes: las costumbres de la época en que la fábula escénica se desenvuelve han sido bien observadas, los caracteres sostenidos y las jornadas rematadas con maestría, no faltando en algunas de ellas, como por ejemplo, la escena en que finiquita el primer acto «una valentía y una concisión, un sabor caballeresco y calderoniano difícil de igualar»432.

Así discurría Larra después del estreno de El Trovador.

Jerónimo Borao, en la Revista Española de Ambos Mundos (Noviembre,1854) no es muy benévolo, que digamos, con el duque de Rivas. A su juicio Don Álvaro sintetiza los extravíos del romanticismo, sin aprovecharse de sus principios.

¿Quién ha puesto mejor el dedo en la llaga, como suele decirse, que el injustamente olvidado don Manuel de la Revilla al dibujar, con pincelada sagaz y vigorosa, el retrato literario de Zorrilla? Su teatro no es más que la reproducción en las tablas de las leyendas del ilustre vallisoletano. De aquí, precisamente, que sea tan épico como éstas. «Es el drama objetivo, exterior, suministrado por la historia o la leyenda, no el drama que se desenvuelve en el fondo de la conciencia humana. Es algo parecido, (por extraño que parezca el paralelo) a lo que fué la tragedia griega en sus primeros tiempos, cuando apenas desprendida de la epopeya, la acción lo era en ella todo y el elemento psicológico quedaba oscurecido constantemente ante los hechos. No es el drama trascendental que se dirige a la inteligencia, ni el drama psicológico que afecta al sentimiento, sino el drama de movimiento y acción que tiende en primer término al deleite de la fantasía; drama que fascina y arrebata, pero que deja secos los ojos y vacío el pensamiento»433.

No está muy lejos esta opinión de cuanto hemos discurrido nosotros acerca del drama romántico. Enrique Gil, desde las columnas de un periódico de la época -El pensamiento- ha atribuido también la misma ingravidez espiritual, no por lo sutil y alambicada, sino por lo vacua y superficial, al duque de Rivas434. Y el cáustico y avieso Martínez Villergas, que tilda de «miserable parodia» el Don Juan Tenorio, de Zorrilla, advierte en este poeta la característica superficialidad de nuestra literatura romántica, más estrepitosa y exorbitante, que concienzuda y grave.

El natural bondadoso y optimista de Valera, su buena amistad con el duque de Rivas, y el espíritu indulgente y contemporizador de que hizo gala en sus críticas, están bien visibles en los comentarios que le inspiró el Don Álvaro. A su parecer nada pretendió demostrar o poner de realce con esta obra tan estruendosa y pujante. El poeta sólo se propuso «conmover y divertir». Objetivo alcanzado, sin duda, por el Duque. Si no fue la obra dramática más perfecta, logró ser «la más simpática, la más deleitosa y la más llena de poesía y de color local de cuantas se han representado en los teatros en todo el siglo XIX». Para llegar a este feliz resultado valióle al autor más que la reflexión un instinto casi divino. Considerado el argumento desde un punto de vista filosófico, lo que nos atrae y subyuga hasta producir la emoción estética, es que el sino de Don Álvaro «es algo de exterior, de extraño al espíritu humano, y no le tuerce ni le inficiona». Ajeno es por completo a la «fatalidad interior..., que lleva con determinisino inexorable al crimen, a la deshonra o a los vicios más torpes y asquerosos»435.

¡Cómo se solaza y deleita el risueño y amable don Juan al descubrir en el Duque las mismas cualidades nativas que le adornan a él y que hacen tan simpática y grata la lectura de sus obras! «El buen humor y la sana y alegre naturaleza del Duque -observa- resplandecen en medio de esta tragedia y se comunica a los lectores. El terror y la compasión que la tragedia suscita quedan purificados como quiere el sabio de Estagira; esto es, no producen pena, sino deleite. La incontaminada y persistente belleza de los personajes, se sobrepone a todo el mal, lo esfuma o lo hace insignificante»436.

A gran distancia del romanticismo y embebido en las nuevas doctrinas a que se ajustaba el arte escénico, José Yxart reproduce en estilo quizá más agudo y acometedor, los juicios que Revilla había exteriorizado bastantes años antes. «Toda aquella dramática -arguye el crítico catalán en El Arte escénico en España (1894)- parece hoy tarea improvisada, atropellada, irreflexiva. Es aquél el tiempo de los imaginativos puros, no de los imaginativos reflexivos, según el lenguaje de ahora... No hay que buscar en tales dramas, ni sensibilidad profunda, ni recios caracteres, ni situaciones sólidamente afirmadas; otro es el género: aquél es un teatro cantante, un intermedio entre el verdadero drama y la ópera, una visión poética que brotó de la acalorada imaginación de unos cuantos jóvenes en aquella atmósfera tormentosa y que les obliga a poner en la boca de sus personajes, interminables estrofas de irrestañable lirismo» 437.

¿Escampa?... Todo lo contrario. El chubasco arrecia.

«Como dramas históricos que son en su mayor parte, todavía resalta más en este sentido, su inferioridad caduca, su contextura endeble. No son obras de arte y estudio, sino improvisaciones brillantes y efímeras, no está su pecado en los anacronismos arqueológicos, sino en la carencia absoluta de verdad interna, y por cierto más dramática que todo aquel aparato teatral. El oro macizo de la crónica se convierte en doublé, y en talco, la púrpura, en la trusa de guardarropas, y los más patéticos sucesos, vivos y grandes en la historia, pasan a ser las mezquinas representaciones en que el pueblo se halla reducido a un hombre 1.º y un hombre 2.º y comparsas. Reyes, soldados, aventureros, damas, familiares, monjes, no recuerdan nada de su tiempo, aunque lo pretendan, si es que lo pretenden. Aquél no es el arte de los grandes dramaturgos, es de segunda y de tercera calidad...»438.

¿Para qué seguir? No estamos en presencia del modo conciliador, transigente y benévolo de Valera. El látigo continúa restallando en el aire.

Un cuarto de siglo después, suenan las mismas lamentaciones. La crítica cada vez más reflexiva, exigente y dura, reanuda el análisis del teatro romántico. La perspectiva histórica en que está ya situado, permite un mayor encarnizamiento. Ha pasado no sólo el estrépito directo, la ruidosa celebridad de aquellos autores y el hervor del público entusiasmado, sino hasta el recuerdo del estruendo, y la crítica, ante el cadáver insepulto del romanticismo, e incluso del neorromanticismo de Echegaray, Cano y Sellés, se decide a hacer la disección.

Aquí tenemos a Cejador, que no es más blando en sus arremetidas contra el drama romántico.

«El teatro romántico encierra no pocas cosas más falsas todavía que el teatro clásico español, del cual cabalmente se diferencia por su exageración en todo, que lo aparta todavía más de la realidad, convirtiéndolo en un teatro ideal y fantástico. Aliméntase de asuntos extraordinarios, sangrientos, espeluznantes: sus caracteres son tipos donjuanescos o donalvarescos, esto es, tan extraordinarios que pasan hasta de la raya del ideal, espadachines, enamoradizos, pundonorosos, hasta las quisquillas; las situaciones, estupendas, inesperadas; los recursos y el medio, todo lo misterioso y raro, sombras, sotarreños, castillos roqueros, brujas, venenos, cementerios, etc. En suma: asuntos, caracteres, situaciones y recursos llamados románticos, con lo cual queda todo dicho y dicho queda que se apartar de los asuntos reales, de los caracteres reales, de las reales situaciones y recursos. Todo en este teatro es exorbitante... Es el teatro romántico, la gitanería teatral, los chillones faralaes de la rebeldía que rompe por todo, pisoteando el sentido común, meollo de toda obra artística perfecta»439.

Cerramos esta serie de juicios fragmentarios, pero muy sustanciosos, de nuestros críticos, con lo que pensaba Azorín del Don Álvaro:

«En general, el drama del duque de Rivas es una lógica, natural continuación del drama de Calderón y de Lope. Son los mismos procedimientos, la misma falta de observación, la misma incoherencia, la misma superficialidad. ¿Cómo en 1835 no se vió esto? ¿Cómo los que gritaban revolución y escándalo no vieron que el Don Álvaro estaba en todo y por todo dentro de la tradición española? Les desorientó la mezcla de verso y prosa y la intercalación de cuadros breves de costumbres (la posada, el aguaducho, etcétera) en la corriente lírica del drama. No había revolución ninguna, sin embargo: todo era igual, todo lo mismo...»440.

Como acabamos de ver, todos coinciden, y no podía ser menos, en la superficialidad, incoherencia, abultamiento y estrépito del teatro romántico. Está ausente de él la verdadera fibra del corazón humano, la psicología compleja y profunda del individuo, y representa en sus recursos y modos de ejecución, como la prolongación del teatro clásico español, si bien con evidentes señales de su tendencia desmedida a lo fantástico e ideal.

No se redujo este teatro a las obras que quedan enumeradas. Fueron las más notables, pero no las únicas. Junto a estas grandes figuras de la dramática florecen también otros autores, como Gil y Zárate, la Avellaneda, Rubi, Navarrete y Valladares. Son los mismos recursos puestos al servicio de inspiración menos robusta. Variantes de una misma modalidad, pero sin la bizarría y el ímpetu de Rivas y García Gutiérrez. Tampoco éstos, ni Hartzenbusch y Zorrilla lograron superarse. Solos están en la escena, ocupándola de arriba abajo, sin admitir competencia, ni siquiera parecido; el Don Álvaro, El Trovador, Los Amantes de Teruel y Don Juan Tenorio. Cuantas obras vinieron después, quedaron a grande distancia. La inspiración vigorosa, el estruendo de las pasiones y de los hechos extraordinarios, la fantasía, libre de toda restricción, y el lirismo exaltado y caudaloso, corresponden a aquellos dramas, que vienen a ser como la meta del genio creador de sus autores.

Más tarde, y disminuida la fiebre romántica, comenzaron a titubear nuestros dramaturgos respecto de la elección de recursos y plan escénicos, y se inició, más o menos tímidamente, la transición del teatro romántico al realista y docente.

A nadie puede sorprender que siendo tan impetuoso y exorbitante el teatro romántico, tarde mucho en desaparecer su influencia. Como tentativas y ensayos de un arte nuevo, mejor avenido con la realidad y atento a los graves problemas morales que afectan a la sociedad moderna, tendremos que considerar las primeras obras de Tamayo, Ayala, Vega y Larra, hijo. No están limpias, como es lógico, de los defectos del drama anterior. Es todavía pronto para que aparezcan en la escena los acontecimientos de la vida real tal como los vieron y sintieron los autores de fines del siglo XIX y principios del actual, y surge, de otra parte, el peligro de caer en un arte mediatizado por el afán moralista y educativo. La falta de decisión y empuje de nuestros dramaturgos para afirmarse en terreno propio y original, y los gustos averiados de un público propenso a los extravíos enfermizos y sensibleros del teatro francés de aquellos días, torció la inspiración y el talento de los autores españoles, que tiraron a lo exótico, poco seguros del valor dramático de nuestra sociedad, esto es, de sus conflictos, pasiones y costumbres.

Nota simpática y peculiar del romanticismo, fue la heterogénea condición social de sus autores. Pormenor es éste muy propio de una revolución literaria. Las grandes transformaciones se producen más fácilmente merced a la ayuda colectiva y diversa, que al concurso de un grupo selecto de coadyuvantes. En una revolución política, pongo por caso, se establece una afinidad ideal entre las profesiones y los estados menos homogéneos. Así advertimos al militar junto al tribuno, a la clase media y al pueblo mezclados, al filósofo y al poeta, al hombre de carrera y al menestral o jornalero, en abigarrada y pintoresca confusión. Aquel romanticismo escénico, fruto de una radical transformación literaria, asoció también al ilustre prócer don Ángel Saavedra con el oscuro soldado y poeta García Gutiérrez, y el hijo de un ebanista, don Eugenio Hartzenbusch. ¡Qué circunstancia más simpática ver el origen modesto, la oscuridad y sencillez nativas de un escritor! Aunque el talento y la inspiración artística no sean patrimonio de los potentados, parece que es más difícil que triunfen en las clases humildes. Y es consolador seguir desde la nada a la posteridad, a estos oscuros y sencillos artesanos de la palabra escrita.

Paralelamente al drama romántico, que Milá y Fontanals llamó histórico, aunque en él aparezca muchas veces adulterada la verdad histórica, dejando libre el paso a la fantasía, floreció otro teatro más juicioso y encajado en los límites de la realidad. Fue su principal representante Bretón de los Herreros, singularísimo versificador y aunque de escasa imaginativa, de espíritu ecuánime y de mucha vis cómica y desenfado. Adoptó, respecto del estentóreo movimiento romántico, la misma actitud desapasionada e indiferente de Mesonero Romanos, riéndose también de las exageraciones de la nueva escuela, a la que a pesar de todo rindió tributo en su drama Elena.

No era éste el camino de su musa, más retozona, satírica, sin hiel, y amiga de la vida real, que sombría, abultada y estrepitosa, cual conviene al poeta romántico, por eso a nadie debe sorprender el olvido en que aparece sumida aquella obra, que el padre Blanco García llama «fruto a medio madurar, agreste y desnaturalizado»441.

Otro era el rumbo que correspondía a este fecundísimo autor, y así que lo siguiera, logró prestamente fama y renombre, que no se han desvanecido, ni empañado con el implacable transcurso del tiempo. Pero, ni Marcela, ni Muérete y verás, ni La escuela del matrimonio, ni tantos otros frutos de su copioso ingenio -175 piezas dramáticas dio a la luz- aportan ningún elemento al acervo del romanticismo.