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ArribaAbajoEnsayo V

El teatro



ArribaAbajoCapítulo I

Aspecto que ofrecía la escena a partir de 1830. Precio de las localidades. Los teatros del Príncipe y de la Cruz. Los entreactos. Las actrices. Los actores. El público. Ignorancia y pobreza. Evocación.


¡Qué contraste entre la época romántica y nuestros días! El tiempo aguza el sentido de las cosas. Las endurece y espiritualiza a la par, o las desgasta y destruye hasta hacerlas desaparecer por completo. ¡Cuántas mudanzas y vicisitudes a lo largo de esta cadena de años y en tanto se perfila cada cosa de un modo profundamente característico y durable! Hoy se va al teatro en lujoso y veloz automóvil. El foyer o salón de descanso aparece profundamente iluminado, sobre el entillado del suelo una alfombra o tapiz apaga los pasos. Algunos espejos hábilmente colocados en los testeros del salón permiten a las damas admirar su propia hermosura y retocar disimuladamente su atavío. Los amplios cortinajes de las puertas son de terciopelo e incluso de damasco. En la sala es fácil el acceso a las butacas, de blando asiento y cómodo respaldo. Los antepechos de palcos y plateas están ricamente guarnecidos. Cuelga del techo del hemiciclo una gran araña, que derrama su luz cegadora sobre la sala. Las decoraciones del escenario, por su vistosidad o su elegancia, o lo original de su trazado producen en el público una impresión muy agradable. No se olvida un pormenor respecto del mobiliario. Todo conspira a la realización de un ideal estético, en cuya elaboración entran elementos diversos: obra, actores, trajes, decorado... La actriz ha estilizado todo lo posible su figura. Tiene el talle tan sutil, que parece que va a quebrarse al menor movimiento. El vestido es sencillo. Su elegancia depende, precisamente, de la sobriedad de líneas y adornos. Pocas alhajas o ninguna. ¿Hay algo más bello que un brazo mórbido, redondo, nítido, que proclama por sí mismo su hermosura, sin el concurso de la pulsera o brazalete? Durante los entreactos el público invade el ambigú o el foyer. Se disputa apasionadamente sobre el estreno. Si la obra pasa sin pena ni gloria, se trae a colación el último acontecimiento político; se murmura; se intercala alguna ironía o chiste en la charla, y se torna al patio de butacas antes de alzarse el telón. Otros espectadores visitan en palcos y plateas a sus amistades, y desde el antepalco trasciende a la sala el rumor leve de las conversaciones. Las mujeres lucen su toilette, el desnudo de los brazos, del pecho, de la espalda...

Hace un siglo... La calle está sumida en una temerosa penumbra. Mal empedrada y sucia. Faroles muy distantes entre sí. Quizá haya aparecido ya el coche simón. De una larga trotada estamos a la puerta del teatro, que no es un corral, con degolladero, cazuela y patio, sino un coliseo, con paraíso, anfiteatro y platea399. Un pasillo oscuro, angosto, maloliente. Unos quinqués o unos candeleros en los costados de la sala. Un reloj en la embocadura del teatro. Las butacas, llamadas lunetas, son, en verdad, poco confortables. En la estación invernal el frío en estos locales es muy intenso y durante el estío la falta de ventilación hace que la atmósfera sea densa, irrespirable.

¿Qué cuestan las entradas? Palcos bajos, 64 reales; principales, 60; segundos, 48. Por asientos, 10 la delantera, los demás, 8. Lunetas principales, 12. Segundos, 8 y 6. Asientos de patio, 4; sillones, 11 y 10; galerías, 8 y 6. Tertulia delantera, 8, demás asientos, 4; cazuela para mujeres, 8, 6, 5 y 4 reales400.

Un poco antes de la hora anunciada -las siete y media en verano, las seis y media desde 1.º de Noviembre401- se abrirá la puerta del teatro. «El alumbrante» enciende la luz de los pasillos, los actores piden la luz para sus cuartos402 y el público acude sin precisión horaria. No hay el menor impedimento para entrar en la sala después de empezada la representación e incluso de dar un portazo, con objeto de hacerse notar. Este mismo hábito -del que quizá no nos hayamos corregido del todo- persiste tras los entreactos, pues las personas que abandonan el patio para ir al café o a los palcos, vuelven a la sala cuando les place. Al alzarse el telón, del que tiran los llamados arrojes403 se nota una frígida corriente de aire que obliga a los ocupantes de las primeras filas de lunetas a levantarse el cuello del abrigo. No se parten almendras, nueces y avellanas, como hacía el público de los antiguos corrales, pero se tose estrepitosamente, se sube y baja a los palcos y se «come a dos carrillos tortas como ruedas de molino o bollos del diámetro de una libreta»404.

«El teatro es un infierno», exclama Fígaro.

Por aquellos días el conde de San Luis -nuestro primer legislador sobre propiedad intelectual- no había sido exaltado aún a la Presidencia del Consejo de Ministros. El teatro del Príncipe estaba lejos de experimentar las grandes reformas que en él se llevaron a cabo allá por el año 1849, durante el ministerio del citado aristócrata y mecenas. Ni los palcos habían aumentado de número, ni la sala aparecía pintada de color carmesí, como las butacas, con su número respectivo bordado de seda blanca, ni las balaustradas del anfiteatro eran de bronce dorado, ni las Musas de la tragedia y de la comedia resaltaban, merced a una brillante ejecución pictórica, sobre el escenario405. El teatro del Príncipe, como el de la Cruz, ofrecían un aspecto de ramplonería, incluso de sordidez, tanto en cuanto se refiere a la sala, decorado y distribución de las localidades, como en lo atinente a la decoración, guardarropía y maquinaria.

Si queréis saber en qué consiste un entreacto -que suele ser más largo de la cuenta- leed el artículo de este mismo nombre recogido por don Juan Eugenio Hartzenbusch en sus Ensayos poéticos (Madrid, 1843) o Una primera representación, de Larra406. Apenas echado el telón, los violines de la orquesta se disponen para ejecutar una pieza que a todos aburre porque la han oído innumerables veces. Una señora pregunta a otra en qué país ocurre la comedia. Dos espectadores del patio de butacas se enredan en una disputa sobre si el pantalón que lleva puesto el primer galán está hecho por Picón o por Utrilla. Más allá suenan los nombres de Metternicho Wellington y Guizot. Se trata de un grupo de personajes dados a la política y a las cancillerías, pues se les oye decir a cada paso: «equilibrio social, movimiento de las masas y tendencia de los protocolos». Unos hablan de modas, otros de los tiempos de García Parra, y muy pocos de la obra que se está representando. En verdad, que, respecto de estos particulares, no hemos progresado mucho.

Las actrices proceden de Madrid mismo o de provincias, como Matilde Díez, que llega a la corte tras una actuación en las capitales de España, Concepción Rodríguez después de trabajar en Sevilla, Granada y Barcelona, y Carolina del Castillo, que procede de Valencia. Si en la sociedad madrileña había una Paquita Urquijo que, con su gracia y elegancia, tenía sorbido el seso a los pollos407, en la escena, ejercía igual tiranía sobre el público, merced a lo preciosa y simpática que era408, Juanita Pérez. Pero no todas las actrices se le parecían en lo armonioso y gentil de la figura, en la brevedad de los pies, la viveza de los ojos y el picante desenfado de los movimientos. ¿Os imagináis a una mujer de espléndida, exuberante naturaleza, representando el papel de una damisela romántica? Margarita Gautier y la Mimí, de Murger, heridas ambas por cruel e incurable dolencia, requieren los caracteres físicos de una mujer más cerca del espíritu de la golosina, como suele decirse, que de la exorbitancia moceril de Maritornes, o de las que sirvieran de modelo a Rubens. No podemos representarnos una estampa romántica, de luna llena, a través de unos misteriosos tilos, con palabras apasionadas y dulces sollozos o ayes, en la que figure una mujer rolliza, pletórica, exuberante. Quédese esta copiosa carnosidad para hacer la Virginia, de Tamayo, por ejemplo; pero ni la Isabel de Segura, de Hartzenbusch, ni la Doña Inés, de Zorrilla, se avienen en su ardiente espiritualidad desbordada, con lo matronesco y rubicundo. Aquí tenemos, sin embargo, a Matilde Díez, a Concepción Rodríguez y sobre todo a Antera Baus, de vigorosa vitalidad. Fuertes, anchas, crasas, macizas o fofas, pero sin esa delgadez derivada de las restricciones impuestas al buen apetito o del ejercicio macerador y desmesurado. La estética del cuerpo, causa en algunos casos de la destrucción del organismo -que la abstinencia es tan destructora como la gula- no se cultivaba, como hoy, entre las mujeres. En nuestros días, la mujer que ha de servirse de la figura física como de elemento coadyuvante a la realización de un ideal artístico, ha de ser frugal, como los griegos: cultivadora del deporte, ya sea de un modo ostensible y público, ya de un modo privado. Pero por el año 1830 y siguientes, la naturaleza no se doblegaba con la facilidad que hoy. Se comía cuanto se apetecía, y el ejercicio corporal no estaba reglado. De aquí ese desbordamiento o plétora con que la vida se manifestaba en algunas actrices. Sin que se pensara tanto, al menos como hoy en la ecuación que debe existir entre la figura de la actriz y la que atribuimos, como resultante de las características con que aparece en la literatura, al personaje dramático.

Ved aquí a Matilde Díez. La tenemos delante de los ojos, en un grabado de la época. El pelo negro y brillante, tan adosado a la cabeza que parece una peluca, y recogido atrás en un moño. Larga la nariz y arqueadas levemente las cejas. Muy llena la cara, vigoroso el cuello, que emerge de la turgencia y robustez del seno. Encinturado el talle, con la violencia de la carne prisionera, que está como pidiendo una brecha entre las ballenas del corsé para escapar. Los brazos gruesos, carnosos, pandos, adornados de sendas manillas que semejan una serpiente enroscada. Hay en toda la figura un visible descomedimiento de las carnes. Los hombros, el pecho, el torso, la redondez nítida de los brazos, la anchura del rostro, en abierta contradicción con esa geometría femenina de hoy, en que todo es línea o ángulo, sin asomo, no ya de circunferencia, sino de arco siquiera. Lo mismo diríamos de Antera Baus, con su cuello potente, membrudo y el pecho tan abultado y pujante, como el de una matrona romana, que está pidiendo a voces el casco y la lanza de una Valkyria, que recuerda la varonil plenitud de la María Luisa de Parma, pintada por Goya en el cuadro: La familia de Carlos IV409.

En cambio esta arrogante y maciza corporeidad, respecto de un actor al que se le puede confiar el papel de Don Álvaro, del Cid, de La Jura en Santa Gadea, o de Simón Bocanegra, ningún reparo suscitaría. Carlos Latorre, por ejemplo, a quien se atribuía una fuerza atlética, por lo escultural de sus formas varoniles, de grande lucimiento en las obras históricas, y sus proporciones armoniosas, contribuía a la cabal caracterización y ejecución de los tipos dramáticos que se le encomendaban, como el Don Pedro del Zapatero y el Rey410.

Julián Romea, por el contrario, tenía la figura sencilla, elegante, sobria, ponderada, que correspondía a la naturalidad sobremanera típica, de su estilo. El era lo justo, lo mesurado; el equilibrio en escena, el buen gusto -el carrik con que salía en el primer acto de Súllivan, de Melesville, había sido confeccionado por uno de los mejores sastres de Londres- desafinando en aquella orquestación demasiado vibrante y estrepitosa del romanticismo. Parecía un poeta romántico arrancado al Arsenal, de París. Pero sin afectación, sin nada postizo, sin alharacas, ni genialidades, ni rarezas. Un espíritu sensible, ganado de toda emoción íntima o externa, pero que sabe comportarse señorilmente, dentro de una austera pureza de líneas, que abomina de las exorbitancias y de las hinchazones. Se puede ser un verdadero romántico por el espíritu, sin caer en lo extravagante y chillón. ¿Cómo pudo adquirir esta traza de una perfecta naturalidad escénica, el discípulo de Carlos Latorre? Desentendiéndose, con clarividente sentido del arte, de la afectación y ampulosidad de su maestro, que, educado en la escuela de Talma, tenía más de amanerado que de natural y espontáneo. Pero la nitidez interpretativa de Romea, su ingénito desenfado, su porte sencillo y elegante, no sólo pasaban inadvertidos para la mayoría del público, sino que se los tenía por prendas de poco valor, que más afeaban y empequeñecían la acción dramática, que dábanle tono y trascendencia. El gusto de los espectadores estaba embebido por las maneras exageradas, ampulosas, de grande estrépito. Actitudes desaforadas, transiciones violentas, gritos, abultamiento e hinchazón de los caracteres externos del personaje, sin topar al enfrentarse con el papel, con lo íntimo y trascendente de la figura. Improvisadores más que veraces y estudiosos intérpretes. Arte de corazonada o intuición. Pues pese a la afirmación que Zorrilla nos hace en distintos pasajes de sus tantas veces citadas memorias, respecto del cuidadoso esmero que ponían los actores de entonces en la captación del personaje, para lo cual se daban por entero a su examen y comprensión, otros testimonios más autorizados proclaman lo poco estudiosos, desmenuzadores y analíticos que eran.

No nos resistimos a la tentación de reproducir aquí estas palabras de Fígaro que, como casi todas las suyas, no tienen desperdicio: «Hasta ahora se ha creído que bastaba con tener memoria o apuntador para ser cómico, y aún cómicos hemos conocido que por no saber leer se hacían leer por otros sus papeles para aprenderlos. ¿Digamos si gentes de esta especie son los que pueden verter en la escena las bellezas que no saben ni leer, ni apreciar, y tomar, nuevos Proteos, la forma de todos los caracteres y genios posibles, y enseñar los buenos modales y las buenas costumbres? Nadie necesita hacer estudios más prolijos de la historia del hombre y del corazón humano, si ha de ponerse la máscara de todas las pasiones, la apariencia de todas las épocas; nadie necesita tener mejor educación que un actor, si ha de ser en las tablas modelo de ella»411.

¡Pero si el mismo Zorrilla, tras de encarecer la preparación y estudio de Lombia, Latorre, Romea, Barroso y Bárbara Lamadrid, restalla el rebenque de la crítica sobre los actores que «a gritos y sombrerazos» declamaban las décimas famosas de su Don Juan!412

Y no se piense que andando el tiempo y en franca declinación el romanticismo, cambió la escena con la aportación de nuevos talentos o con los mismos actores corregidos de sus vicios y torpezas. El énfasis y la afectación del actor Luna, el amaneramiento y brusquedades de Carlos Latorre, los «aspavientos y visajes» de la señora Lamadrid, la melifluidad y remilgos del actor Pizarro, que saca la lengua al hablar:


«lamiéndose a manera de manteca
la superficie de los labios seca»413



D.ª Matilde Díez

D.ª Matilde Díez

[Págs. 384-385]

los gritos exagerados, el querer destacar a voces el alcance de ciertas frases, el trastrueque de papeles, asignando a Julián Romea el que debiera desempeñar Latorre y viceversa, sin tener, pues, presente, las aptitudes y carácter de cada uno; la falta de lo que pudiéramos llamar especialización escénica, como en el caso del señor Arjona, que representaba todo género de personajes, ya cómicos, ya dramáticos, fueron múltiples manifestaciones de un mal arraigado y endémico que no curó o alivió, al menos, ni la crítica severa o burlesca de Fígaro, ni la polémica entablada cuatro décadas después, en torno del mismo tema414, ni la Escuela de Declamación, ni la intervención del Estado, generalmente incompetente para decidir con éxito en cuestiones de arte. ¿Pues, qué, no podríamos suscribir hoy, al cabo de un siglo muy cumplido, aquellas palabras del autor de «Un periódico nuevo»?415: «De teatro español. No diremos nada, mientras no haya nada que decir. Felizmente va largo. De actores: Aquí seremos malos de buena fe: seremos actores, hablando de actores?»

Zorrilla era poco descontentadizo en sus opiniones, respecto de las cosas del teatro. Rara vez asoma el aguijón de la critica severa o mordaz a través de sus memorias. Se hace lenguas de lo estudiosos e inteligentes que son, a su juicio, nuestros actores; de la riqueza y propiedad de sus trajes; de las decoraciones, concebidas y ejecutadas por Lucini, Aranda, Esquivel y Avrial416. De creerle habría que pensar que nunca, como entonces, alcanzó la escena española tal plenitud artística, dominio tan grande de los personajes, propiedad y casticismo del vestuario y del decorado. No era así por desgracia. A lo largo del siglo, desde Larra hasta Yxart, la crítica trae a la picota del ridículo los graves defectos de nuestros actores, exagerados, enfáticos, aspaventeros, relamidos, vociferantes; lo impropio o inadecuado de la escenografía: 1o anacrónico de algunos indumentos417; la falta de precisión y esmero de la mise en scéne418. Los intérpretes no se saben el papel, gritan horriblemente, como si los espectadores fuesen sordos; subrayan con exceso el sentido de las palabras, temiendo sin duda que de no hacerlo así, el alcance de la frase pase inadvertido; abominan de la naturalidad, que si exceptuamos a Julián Romea, es rara avis entre los demás comediantes; hipan y gimotean, como Teodora Lamadrid419, que de la misma escuela de Rita Luna, tiene siempre a mano un pañuelo en el que enjugar sus prontas y copiosas lágrimas. Se descuida la caracterización y acoplamiento de las cualidades físicas y morales de cada actor respecto del tipo a interpretar. De aquí el constante trastrueque de las hermanas Lamadrid. Si el personaje no es de lucimiento, en cuanto a su exterioridad material: greñas, harapos, suciedad, como la Azucena de El Trovador, se desdeña y opta por el de más rango social, que permita el embellecimiento y acicalado de la figura. Si revela un alma soñadora, ideal, más cerca de lo quebradizo y huidero que de lo vigoroso y permanente, se elige para su representación al actor más opuesto por su físico y por el carácter de su ingenio, a estas cualidades420. Los entreactos son interminables. El público ruidoso, cuchicheante, husmeador de cuanto le rodea, de lo que menos caso hace es de la obra. El telón cae a trompicones, prendiéndose de los lados y desluciendo casi siempre el final del acto. De la ampulosa lucerna que pende del centro del teatro, y cuyo mecanismo para encenderla y apagarla es muy complejo, caerán, con bastante frecuencia, gotas de aceite -de aceite envenenado, en evitación de que los alumbrantes la utilicen en sus casas- sobre las levitas de los espectadores. Y sobre todo -insistamos- se habla por los codos, sin poner sordina a la voz: se coloca el público en sus asientos tras de propinar una buena sarta de pisotones y codazos a los concurrentes que ya estaban sentados; los de las localidades de arriba se meten con los que ocupan las lunetas y palcos; cuchufletas, siseos, risotadas... Y diríamos que hasta el Hado fatal o el diablillo provocador, con sus argucias y travesuras, de la risa, andan a menudo entre bastidores acechando la ocasión de hacer tropezar al actor prosopopéyico, estirado y enfático, de trabarle la lengua en el instante más grave y capital de la representación; de entorpecer la salida de su espada, de la vaina, o el disparo, de su pistola. ¿Cómo se salvaban estas situaciones? Forzando la máquina. Un ademán brioso, una frase campanuda, un grito desaforado, bastaban al auditorio, contentadizo e impresionable de suyo, para pasar de la risa al aplauso.

Y si se nos dijera que somos hiperbólicos; que no corresponde el cuadro que acabamos de pintar a la realidad histórica, opondríamos a este reparo el interés, el afán acucioso, febril, de la crítica conspicua de entonces421 y de posteriores décadas, en corregir tales defectos. ¿A qué tantos aspavientos y remilgos respecto del teatro romántico y post-romántico, si no existían estas torpezas e imperfecciones? ¿Por qué Fígaro reparte los torniscones más despiadados entre el público, los intérpretes, los autores, las empresas y el gobierno? ¿Por qué años después Manuel de la Revilla, Valera, Clarín, Yxart, arremeten con iguales bríos y razones contra la pésima organización de nuestro teatro, sacando a la luz sus deficiencias y errores? El autor de Dudas y tristezas no sólo examina la situación de nuestra escena, apunta los extravíos, irregularidades y torpezas de cuantos en ella intervienen, brinda soluciones al Estado, sino que llega a determinar las materias que, en opinión suya, debe conocer un actor para tener conciencia de su labor artística422.

¿Qué pretende Revilla con los variados y amplios instrumentos de cultura que intenta poner en manos de nuestros cómicos? Desbastar su inteligencia, aguzar su sensibilidad estética, llenar de contenido fundamental y substancioso un alma que obra más por intuición, por corazonada, que por raciocinio; que adviene al arte con su talento natural tan sólo y a impulsos de una afición ardiente e irresistible. ¡Vano empeño! Los actores de entonces, como los de hoy, salvadas algunas excepciones que podrían contarse con los dedos de la mano; sobrarían dedos, continuaron siendo los ignorantones de siempre, con sus resabios, corruptelas y descuidos. Las fronteras de sus conocimientos no se ensancharon lo más mínimo. El teatro clásico, la historia, el arte, la literatura, la indumentaria, la biografía de los personajes célebres que la escena ha recogido en su ámbito: César, Cleopatra, Felipe II, Lucrecia Borgia, Enrique VIII, Ricardo III, María Tudor, Carlos II, el Hechizado, Luis XI, Ana Bolena, siguieron ignorados para ellos, como mundo quimérico del que se habla, pero en el que no se cree, y que por consiguiente no tienta la curiosidad de los hombres prácticos y realistas. ¿Qué falta hace saber la vida de Cleopatra para representar el papel de Isabel de Segura, ni la de Julio César o Luis XI para interpretar el de Don Juan Tenorio o el de Diego Marsilla? No descubrían la ligazón íntima y soterrada que se forja en el espíritu aún respecto de los caracteres o personajes históricos más contradictorios y distantes entre sí; el próspero desenvolvimiento de la sensibilidad estética bajo el influjo del estudio y de la lectura; el fuerte colorido que toman nuestros actos, nuestras palabras, nuestros ademanes, bajo la luz copiosa y encendida del saber; el aguzamiento del sentido íntimo al que se le abren nuevos y recónditos horizontes.

¿Qué sucede como consecuencia de todo esto? ¡Ah, como la ignorancia es muy atrevida, los peor dotados por la naturaleza, los de más escaso talento, los de condiciones más antagónicas respecto de tal o cual personaje, serán los que tomen sobre sí, por propia y espontánea decisión, la responsabilidad de representarlo. Bastará ahuecar la voz un poco, moverse en la escena con desembarazo, dar algún que otro grito a tiempo, ponerse una mano en la cadera y la otra en el pomo de la espada, quitarse el chambergo con gentil desenfado, hacer ceremoniosas reverencias, para salir airosos y triunfantes, incluso. Reconozcamos paladinamente que no andaban muy descaminados al pensar así, pues querer desentrañar con linces ojos la psicología de Don Álvaro, de Don Juan Tenorio, del conde de Luna, de Doña Leonor, hubiera sido como pretender echar un buzo en un charco.

En una época de renacimiento dramático, como la que se inicia en 1835, apenas hay elementos con que formar dos compañías: la del teatro del Príncipe y la del de la Cruz. Entiéndasenos: con que formar dos compañías de verdadera solvencia artística. Actores, actrices, cantantes, hay muchos: Latorre, García Luna, Lombia, Azcona, Pizarroso, Bárbara y Teresa Lamadrid, Julián Romea, Concepción Rodríguez, Arjona, Calvo, Matilde Díez, Nonreal, la Llorente, Alverá, Delgado, Pedro Mata, las hermanas Baus, Norén, Lumbreras, la Sampelayo, Juana Pérez, Valero, Juana Samaniego, González Mate, Cortés, Manuela Ramos, Caltañazor, Concha Ruiz, las hermanas Flores, Manuel Jiménez, la Pamias, etcétera... Pero ¿podían sacarse de tan nutrida lista los componentes precisos para formar dos compañías completas en cada género? Nos tememos que no. Las agrupaciones y elencos constituíanse -lo mismo que ahora, pues el tiempo, gran rectificador de las cosas, no logró corregir tan cardinal torpeza- con una o dos figuras relevantes, y el resto componíase de mediocridades, que eran como ripio o cascote de relleno. Tan es así, que raro es el crítico teatral que no señala este defecto y propina con tal motivo, a directores y empresas, la consiguiente zurribanda.

¿No contaba el Estado con los recursos precisos para remediar esta situación tan precaria, de la escena española? ¿No podía regular las relaciones entre los actores y las empresas y entre éstas y el autor, y extender su acción tutelar al arte para hacerlo más notable, fecundo y vigoroso? ¿Evitar que las alumnas de declamación llegasen a manos de su profesora doña Matilde Díez sin saber leer, a pesar de haberse quejado de ello reiteradamente la ilustre actriz? ¿Que muchos cómicos tuvieran que aprenderse sus papeles oyéndoselos leer a otros compañeros, como afirma Larra? El Estado, cuando quiere, es omnipotente, porque siendo la expresión jurídica y potencial de una colectividad, ha de tener necesariamente más fuerza que cualquiera de los individuos o entidades que representa. Pero gobernar el arte, sobre todo en esta modalidad suya, quizá la más compleja por el número de elementos diversos que la constituyen, no era cosa fácil. Así se dio la singularidad de que formando parte de los gobiernos, incluso algunas notabilidades de la literatura y del teatro, como don Ángel Saavedra, don Javier de Burgos, Martínez de la Rosa, Alcalá Galiano, don Fermín Caballero, ningún cambio importante se nota en el arte escénico. El Conservatorio, fundado por la Reina Gobernadora en 1830, apenas contribuía al mejor desenvolvimiento de nuestra escena, y de influir algo en ella, era en lo lírico. Establecimientos benéficos como el Hospital de Madrid, el Orfelinato de San Fernando y las Niñas de San José423 absorbían una buena parte de los ingresos de taquilla, por lo cual las atenciones propias del teatro: escenografía, sueldo de actores, orquesta, vestuario, habían de constreñirse hasta lo inverosímil, con grave perjuicio de las representaciones, en las que faltaba esa propiedad y riqueza de medios que tanto coadyuvan a la realización del fin estético. Los sueldos de los comediantes no habían aumentado gran cosa desde los tiempos en que Isidoro Máiquez percibía 60 reales por día, y María Maqueda, 26, y José Guzmán, 10. Antes se paga al último espabilador del teatro, como observa Zorrilla, que a los autores. Casi dos siglos antes, según afirma lord Macaulay en su Historia de la Revolución en Inglaterra, el Don Carlos había redimido de la pobreza a Otway y Shadwell había percibido ciento treinta libras por una sola representación de El caballero de Alsacia. «¡Ah, se nos dirá; Inglaterra iba camino de tener un vasto imperio y nosotros lo habíamos perdido!» ¿Pero es que se puede enajenar la propiedad literaria por poco más de un plato de lentejas? Obras que han producido pingües ganancias a los empresarios, devengan al autor cien duros. Así se explica que un actor como Lombia, metido a empresario, invierta unos cuarenta mil duros, aproximadamente, en reformar el escenario y decorado del teatro de la Cruz y regatee la ya mísera soldada a los cómicos de su elenco. Que Fagoaga y Colmenares aporten su numerario, como empresas o patrocinadores del teatro, mientras el autor, paciente y misérrimo, es objeto de todas las mohatrerías imaginables. Y fue en estas circunstancias, precisamente, cuando Bretón de los Herreros, que había quedado cesante en un destino de provincia, acude al teatro como remedio heroico contra su precaria situación económica. Crasísimo error en el que no incurrieron otros autores dramáticos, como don Antonio Gil y Zárate, que compartía las tareas literarias con la enseñanza del francés, Larra con el estudio de la Medicina, y Escosura con un alferazgo de la Guardia Real424.

Para poner en escena El caballo del rey Don Sancho, de Zorrilla, el doctor Avilés presta su «caballo isabelino» y el duque de Osuna facilita las armas y arneses de su casa425. ¿Cómo subvenir si no a las necesidades de la representación? Los papeles, no siempre bien distribuidos, ya que la dirección artística de los teatros falla muchas veces, ora por la incompetencia de quien la ostenta, ya por las ambicioncillas de los actores, son estudiados y ensayados en poco más de tres días. Tiempo insuficiente, a todas luces, para desentrañar el carácter -si lo hay- del personaje o, al menos, sus particularidades externas. Como los cómicos en su mayoría son unos ignorantones de tomo y lomo, y el autor tampoco anda muy versado en historia, ni en heráldica, ni en indumentaria, la caracterización426 y la mise en scéne dejan bastante que desear. Las situaciones, las frases, los gestos, la voz ofrecerían muchos puntos vulnerables a una crítica algo severa y descontentadiza, Anacronismos, errores históricos, ya por desconocimiento del pasado, ya por conveniencia del autor que se permitía estas licencias 427. Al público lo mismo le da que el escuchimizado Felipe II o el hechizado Carlos, que no era tampoco ningún Milón de Crotona, sea representado por el atlético Latorre, o que se atribuyan hechos y circunstancias falsos a Felipe IV y al príncipe de Viana, como hizo Zorrilla. ¿No había puesto Shakespeare palabras de Maquiavelo en reyes anteriores a este escritor florentino?428 Lo que quiere el público es que le sirvan pastos fuertes, de los que dará buena cuenta su zafio y voraz apetito. Está acostumbrado a los trances violentos, desgarradores, que estremecen la espina dorsal y arrancan, incluso, lágrimas a los ojos. ¡Qué importa el medio! Al cabo de un siglo de docta literatura, de crítica reflexiva y sabia, de copiosa erudición, que debieran haber inclinado al público el saboreamiento de frutos más selectos y sazonados, ¿qué hacen los espectadores de hoy sino desternillarse de risa con los disparates de don José de Lucio o de Jardiel Poncela, que dan cruz y raya a las exageraciones del malogrado Muñoz Seca? Impotente fue la crítica de entonces para corregir estos vicios y corrupción del gusto, como lo es hoy la presente, para llevar al público por otros derroteros.

Carlos Latorre

Carlos Latorre

[Págs. 392-393]

Convengamos en que el teatro romántico, dados los defectos que acabamos de enumerar, con la brevedad impuesta por la falta de espacio, no resistiría, sin desmoronarse, la primera embestida de una crítica concienzuda y profunda. Que los actores presentan un frente por demás expugnable; que las empresas son positivistas y codiciosas, y sólo aspiran a enriquecerse con el esfuerzo ajeno; que el público vulgarote y mostrenco no sabe distinguir una traducción de una obra original, y valorar por consiguiente, el impulso creador del poeta; que las decoraciones429, -respecto de algunas de ellas parecía que en nada habían adelantado desde la época en que Navarro430, el actor, las inventase para nuestra escena- el mobiliario y los trajes más cerca están de la pobretería que de la opulencia; que los coliseos son incómodos, oscuros, muy fríos en invierno y exageradamente calurosos en el estío. Pero todo este cúmulo de cardinales defectos, estas terribles calamidades de la escena española en el segundo tercio del siglo XIX ¡qué atrayente, irresistible hechizo constituye para nosotros si los contemplamos con lírico ardimiento! La perspectiva histórica, que es como un halo mágico que circunda las cosas, las embellece y espiritualiza, nos devuelve todo este mundo tan a tras mano, con su valor poético y anecdótico. La crítica, que es principalmente racionalidad y análisis, escalpelo y formón, se detiene ante el sentimiento afectivo, señoreador de las cosas, no por lo que valen real e intrínsecamente, sino por lo que tienen de evocadoras y emotivas. Ya no es el crítico escudriñador, severo, rijoso, el que se coloca ante los hechos con el sentido bien despierto, la mirada abismal, hiriente como la saeta, y la balanza para pesarlo todo hasta el miligramo. Ahora es el poeta, con sus inclinaciones líricas, sentimentales; con sus arrobamientos íntimos y su inquieto e incluso aturdido revolotear sobre las cosas, el que se sitúa de pronto ante este mundo trasolvidado. Las oscuras galerías de los teatros; los ventanucos de los cuartos de los artistas; el espabilador y el farolero y el alumbrante y los arrojes. Todo tiene su encanto, su misterio, en esta lejanía difuminada e incierta. La sala del teatro del Príncipe, del de la Cruz se van llenando, poco a poco, de un público heterogéneo, estrepitoso, carraspearte. Mujeres con manteleta o sombrerillo ocupan las plateas. Los petimetres o currutacos, con sus guantes amarillos y sus pecheras nítidas, se colocan en las lunetas. Hasta la separación de sexos, allá por el 1838, en que los hombres se sientan en la izquierda de la tertulia y el llamado sexo débil, en la derecha, constituye la nota más típicamente contradictoria y picante, de clasificación fundamental en días tan revueltos y algareros. La cazuela es el lugar del teatro destinado a las mujeres. En la puerta que da acceso a esta localidad hay una acomodadora que deja el paso libre y coloca en su asiento respectivo a las de su mismo sexo, y un hombre que impide la entrada a los del suyo. Los violines de la orquesta se afinan y preparan. Un humo espeso sube al techo de la sala, que aparece renegrido y tenebroso. Es el aliento tibio de los quinqués, farolillos y candilones, que asciende en sutiles columnas, que enrarece la atmósfera y hace toser y carraspear a los espectadores. En las filas céntricas toma asiento la fracción, quizá menos numerosa, pero más docta, del teatro: actores que no trabajan aquella noche, críticos, músicos, autores dramáticos... Los políticos, diplomáticos, militares de alta graduación y aristócratas, se distribuyen entre las mejores filas de la platea o los compartimientos llamados palcos. Un público heteróclito, que da fuertes zapatazos en el asalto de sus localidades, que ríe y alborota con el más fútil pretexto: cesantes, botilleros, talabarteros, plomeros, aguadores, alojeros, tablajeros, prenderos y hasta algún oscuro tendero de la calle Mayor o de los Portales de Santa Cruz, ocupan el paraíso -principalmente los domingos por la tarde, días en que se abarata el precio de las localidades para que puedan asistir los artesanos y menestrales- lugar del teatro más asequible a los que no andan muy sobrados de numerario. Dentro del angosto camarín, iluminado por un farolillo o quinqué, el actor retoca, por última vez, su faz pintarrajeada y aguarda el aviso del traspunte para salir a escena. ¡Qué revoltijo de prendas de vestir, de pelucas, de adminículos para la caracterización, sobre el tocador y las sillas! Unos pantalones patincourt, unos gregüescos, una leontina, una barba postiza, de pelo taheño y áspero, un sombrero de copa, un par de botas a la bombé. Y en torno de todo este aparato heterogéneo y disperso, la penumbra inquietante, patética, que opone sus fronteras inexorables, al débil poderío de la luz del candil o del quinqué. Los comparsas llenan los tétricos pasillos de los cuartos: se acercan a los bastidores, cuchichean, tosen, se atan algún cintajo del indumento... Del escenario trasciende la voz campanuda, enfática, tremante, del actor Latorre. Prepáranse los arrojes para bajar el telón y sube de la sala el rumor leve y entrecortado de las conversaciones. Poco después el saloncito del actor Lombía, decorado y guarnecido con más gusto y riqueza que los demás aposentos del teatro, se empieza a llenar de gente: García Gutiérrez, Hartzenbusch, Zorrilla, Isidoro Gil, Tomás Rubí. Una conversación animada, empedrada de agudezas, ironías, chistes, chascarrillos. Lombía, con su semblante un poco inexpresivo, su cuerpo algo contrahecho, de piernas estevadas, interviene en el ameno palique a la par que da a su atavío los postreros toques. Un golpecito a la puerta: «¡Se va a empezar!» Las celebridades del arte dramático, de la literatura, del periodismo, tornan a sus asientos de la platea. Teodora Lamadrid exclama desde la puerta del saloncito: «Juan ¿vamos?» Una enorme rata cruza veloz el pasillo y desaparece en el foso, por una tronera del escenario. Teodora no ha podido contener un grito, uno de esos gritos fuertes, hirientes, que da en la escena -«¡Cuándo se acostumbrará V. a ver estos inofensivos roedores!»- ha observado Lombía, desde la puerta de su antecámara - «A otros roedores venenosos es a los que hay que temer». Y por la mente del actor, y quizá por la de Teodora también, ha pasado la figura recortada, enhiesta, a pesar de su breve estatura, de ese crítico agudo, mordaz, insaciable, que trae a mal traer al público, a las empresas, a los autores y a los cómicos. Los arrojes tiran del telón, que va subiendo perezosamente, con un ritmo asmático. El segundo acto del Zapatero y el Rey ha comenzado. Mientras tanto, en la escalera del teatro, los lacayos, bien arrebujados en sus carricks y metido el sombrero de copa hasta las cejas, toman asiento en los escalones, y esperan la terminación del espectáculo. A las diez de la noche, o cosa así, el público desaloja el teatro. De la sala desierta, hosca, que empieza a entenebrecerse, pues los alumbrantes y despabiladores van apagando las luces, se apodera un frío muy intenso. El tic-tac del reloj de la embocadura suena ahora más fuerte o en razón del silencio se hace más audible. Los medallones de las celebridades del arte dramático -Lope, Calderón, Moreto, Tirso- se desdibujan en las negruras del techo. Los cómicos abandonan sus cuartos, y los comparsas, ateridos bajo el gabán, y los tramoyistas y demás operarios del telar. Y en la calle sombría, callada, solitaria, yerta, se oye, por último, el golpear de los cascos de un caballo matalón, sobre el empedrado pavimento...