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ArribaAbajoLa escritura y la voz en la narración literaria

María Isabel Filinich


Universidad Autónoma de Puebla (México)

Como todo ejercicio de discurso, el relato literario está sostenido por una voz, un sujeto de la enunciación, cuya perspectiva configura la historia y, a la vez, modela una instancia equivalente en posición de oyente de su voz a la cual el sujeto dirige la narración.

El análisis de la representación de la situación comunicativa en el relato literario, cuyos interlocutores son narrador y narratario (Genette, 1972), remite, como toda situación ficcional de enunciación, al proceso «real» de enunciación cuyos realizadores son autor y lector.116

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Este doble proceso de enunciación hace necesario distinguir las figuras implicadas en cada situación comunicativa.

Comencemos por el proceso real de enunciación, aquél que pone en escena a autor y lector.


1. La enunciación literaria: autor y lector

La enunciación literaria comporta ciertas características que la distancian tanto de las enunciaciones coloquiales como de otras situaciones comunicativas escritas. Una de tales características, la más general, es que se trata de una enunciación en la cual no hay, estrictamente hablando, comunicación. Autor y lector no se comunican mediante el texto literario, la relación es más compleja y mediatizada. Martínez Bonati (1972), refiriéndose al carácter específico de las frases imaginarias que conforman la obra literaria, afirma que el autor no se comunica por medio del lenguaje, sino que nos comunica lenguaje. La relación del autor con su obra es diversa de la relación del hablante con sus frases: la obra no expresa al autor.

¿Cuál es, entonces, la relación del autor con la obra y con el lector? Evidentemente el autor es responsable del conjunto de la obra, y cada elección, temática y formal, cada decisión, sobre el destino de los personajes, sobre el curso de los acontecimientos, sobre la disposición gráfica de lo escrito, cada innovación o aceptación de las convenciones literarias, incluso cada giro expresivo, cada palabra, son atribuibles, en tanto manifestaciones de la escritura literaria, al autor. El autor, diríamos, no se expresa en la obra en tanto subjetividad, sino que se manifiesta en tanto escritor.

Aquello que hace de una individualidad polifacética algo específico como es ser, entre otras cosas, un autor, sólo puede ser la obra que se le atribuye, y lo que es pertinente asociar a un nombre propio de   —205→   autor se sustenta en el conjunto de rasgos de su escritura (Foucault, 1984).

En este sentido, la noción de autor no designa algo que va del interior del discurso al exterior de quien lo produce, pero tampoco se consuma en el interior de una obra. El autor es al mismo tiempo una exterioridad y una interioridad, se sitúa en la intersección entre hombre y obra, constituyéndose, autor y obra, de manera recíproca. Concebimos al autor, entonces, como una función, como una articulación entre dos términos (hombre-obra) que posibilita la emergencia de un tercero (autor).

La obra, sabemos, constituye un universo dotado de autonomía, un mundo con sus leyes propias, del cual quedan excluidos autor y lector, quienes no pueden interferir en el curso de los sucesos que configuran la obra. Esto no quiere decir, sin embargo, que la obra no presente manifestaciones de uno y otro. ¿De qué manera puede manifestarse el autor en la obra? ¿Cuáles son las posibilidades de hacer aparecer su figura en el universo creado?

Las manifestaciones del autor en la obra pueden ser de diversa naturaleza, ya sea que se trate de una manifestación explícita, implícita o ficcionalizada.

Entendemos por manifestación explícita toda intervención mediante la cual el autor habla en su propio nombre, en tanto creador de un universo de ficción que reflexiona acerca del mismo. Diremos que son manifestaciones explícitas las dedicatorias, los prólogos, las notas al texto, los comentarios insertos en la obra que aluden a ésta como mundo ficcional, con un estatuto de existencia diferente a aquél en que vive su creador y que se refieren a los personajes como entes de ficción no como entidades reales.

Así por ejemplo, al abrir las páginas de la vigésima edición de El mundo es ancho y ajeno (Alegría, 1968 [1961]), encontramos un prólogo en el cual se vierten frases tales como:

La intención de llevar el indio a la novela, pese a las obras que ya tenía publicadas, me hacía confrontar dos problemas difíciles. El primero: mostrar el espíritu indígena, lo que implicaba un tratamiento novelístico de personajes. El segundo, según el tema que me había propuesto: presentar a un pueblo entero sin que se debilitaran los personajes.


Es claro que estas frases, en tanto enunciados metatextuales referidos al proceso de creación de la novela, no pueden sino ser proferidas   —206→   por el propio autor, quien hace explícitas sus intenciones y preocupaciones a la hora de bosquejar un relato literario. El autor, en este tipo de textos, habla de su propio quehacer, reflexiona sobre su práctica.

La segunda forma de manifestación del autor en la obra es la que hemos llamado manifestación implícita, adaptando el concepto de «autor implícito» de Booth (1983: 70 y ss.). Entendemos por manifestación implícita el conjunto de rasgos de la escritura, presentes en la configuración general de todos los textos: las elecciones estilísticas,117 el destino de los personajes, la disposición gráfica (las marcas de finalización y comienzo de capítulos, encabezados, numeración de partes, títulos, puntuación), las convenciones del género, en fin, todo aquello que dé cuenta de las estrategias de composición de la obra constituyen el autor implícito.

Este conjunto de rasgos de autor interiorizados en la obra, esta versión de sí que el autor ofrece, varía de una a otra obra dependiendo del propósito y necesidades específicas de cada obra. Booth se refiere a las diversas versiones del autor implícito como las «diferentes combinaciones ideales de normas» (1983: 71).

Una tercera forma de representación del autor es la que hemos denominado manifestación ficcionalizada. El autor puede introducirse en el universo por él creado a condición de asumir el mismo estatuto de existencia que los demás entes que pueblan ese universo. Así, el autor puede ficcionalizarse como narrador, como personaje o como narratario. Al asumir alguno de estos papeles podrá realizar las acciones propias de cada entidad ficcional: narrar (si se representa como narrador), dialogar con los demás personajes y efectuar otras acciones propias de su papel en tanto personaje-autor (si se ficcionaliza como personaje), o escuchar la historia que un narrador le cuenta (si se presenta como narratario).

Estas apariciones del nombre propio del autor atribuido a un narrador, a un personaje o a un narratario, no pueden confundirse ni con la figura del autor explícito ni con la del autor implícito. La ficcionalización del autor tiene la función de borrar las fronteras entre enunciación real o literaria, en la cual están implicados autor y lector, y enunciación ficticia, cuyos protagonistas son narrador y narratario. Como otros procesos de ficcionalización de entidades reales (piénsese en la mención de ciudades reales o de personas históricas en el interior de   —207→   un relato literario), el nombre propio del autor no tiene simplemente una función designativa sino que articula aquellos significados emanados del conocimiento previo que el lector posee del autor a través de otras obras.118

Así, por ejemplo, sucede frecuentemente en los textos de Borges, en los cuales Borges es receptor de una historia que él se limita a transcribir. Al final de «La forma de la espada» (Borges, 1989 [1944]), Vincent Moon, narrador de su propia historia, dice: «Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio.» Este Borges a quien Moon le cuenta la historia no puede ser confundido con el propio Borges, quien en tanto entidad perteneciente a un universo real no puede entablar un diálogo con sus personajes, los cuales pertenecen a otro universo, el de la ficción. Pero tampoco puede ser confundido con el autor implícito pues se le atribuyen frases y acciones que escapan a su competencia, tales como el encuentro con Moon, la conversación de sobremesa entablada con el Inglés de La Colorada, las preguntas formuladas. Aquí, el autor (o, mejor dicho su nombre) aparece ficcionalizado en la figura de un narratario, y en tanto tal es comprensible que dialogue con Moon y efectúe las acciones propias de un ente de ficción.

Estas tres posibles manifestaciones del autor en la obra, explícita, implícita y ficcionalizada, se diferencian también por otros rasgos.

Tanto en la forma de representación explícita como la ficcionalizada, el autor se expresa mediante una voz: en el primer caso, por ser un hablante que produce «frases auténticas reales», en el sentido que Martínez Bonati (1972) le atribuye, esto es, se trata de un hablante que realiza una comunicación efectiva; y en el segundo caso, por ser un ente de ficción, el cual sólo puede hacerse presente en el espacio narrativo mediante una voz propia.

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En cambio, en la forma de representación implícita, el autor no habla sino que escribe: son los rasgos de la escritura los que acusan la presencia de una inteligencia narrativa que dispone las partes de una obra, realiza elecciones estilísticas, selecciona estrategias narrativas, compone la obra entera.

El autor explícito y el autor implícito no intervienen en el mundo ficcional creado. Incluso cuando el autor explícito produce un comentario en el interior de un relato, su voz quiebra el universo de ficción, por no estar inmerso en él y ser una voz intrusa. Tampoco el autor implícito puede interferir en el mundo ficcional, puesto que la escritura es un nivel textual diferente, subyacente a lo largo de toda la obra, que no se confunde con las voces que configuran la historia.

En cambio, el autor ficcionalizado, en tanto ha asumido las características de un ente de ficción, interviene en el universo ficcional a la par de las otras entidades.

Por otra parte, pueden darse casos híbridos, esto es, que la figura del autor se manifieste mediante dos formas a la vez. Es lo que sucede, por ejemplo, en El Periquillo Sarmiento (Fernández de Lizardi, 1972 [1832]), al comienzo del segundo tomo, el cual se inicia con un «Prólogo en traje de cuento». El título que encabeza estas paginas ya enuncia la hibridez del texto: se trata de un prólogo (por lo tanto, está sostenido por la voz del autor explícito), pero revestido de una forma literaria, el cuento (por lo tanto, la voz del autor se ficcionalizará mediante voces de personajes).

Leemos al comienzo de este Prólogo:

Ha de estar Usted para saber, señor lector, y saber para contar, que estando yo la otra noche solo en casa, con la pluma en la mano anotando los cuadernos de esta obrilla, entró un amigo mío de los pocos que merecen este nombre, llamado Conocimiento...


El diálogo que a partir de aquí se desarrolla pone tanto en boca del autor como del Conocimiento, afirmaciones sobre los lectores, los problemas de edición, el estilo, las críticas de la obra, que manifiestan la actitud del autor explícito hacia su propia obra. Son una especie de enunciados metatextuales (en tanto se trata de un tipo de texto como es un prólogo referido a otro tipo de texto, la novela), reflexiones del autor acerca de su propio quehacer, presentadas, como aclara el título, «en traje de cuento». Como si fuera consciente el autor de que la presentación de sus propias preocupaciones, sin ningún ropaje literario, quiebran   —209→   demasiado la continuidad del universo de ficción y entonces necesita disfrazar su voz de autor con la máscara de la voz de los dos personajes del prólogo, el autor y el Conocimiento, desdoblamiento de una misma figura: el autor explícito. Éste, al asumir características de personaje, adopta el carácter híbrido de ser un autor explícito ficcionalizado.

Estas tres modalidades de manifestación del autor, explícita, implícita y ficcionalizada, nos permiten concebir, de manera análoga, la figura del lector.

Sin embargo, es necesario señalar que estas dos figuras no son simétricas. El autor siempre tendrá una posición en cierto modo privilegiada frente al lector, en el sentido que es él quien puede realizar operaciones de manipulación sobre el lector, y no a la inversa. El lector ocupará un lugar previsto por otro de antemano en el texto, y el rol que cumpla será aquél que le sea asignado. El autor, diríamos, adopta el lugar de sujeto, y en tanto tal, su posición, en términos de Benveniste (1978 [1971]), es trascendente con respecto al otro. En este sentido general, el lector siempre será un lector implícito, puesto que cualquiera sea la forma de manifestación que adopte el autor (explícita, implícita o ficcionalizada) siempre convocará al lector en tanto destinatario del texto literario por él creado.

Ahora bien, teniendo en cuenta que, en un sentido profundo, la presencia del lector es siempre implícita, podemos, sin embargo, considerar que hay diferentes modos de apelación, por parte del autor, de esa presencia.

Si el autor hace explícita su presencia en el texto (sea en la dedicatoria, el prólogo, las notas o los comentarios) las apelaciones al lector instaurarán una figura también explícita, y así como el autor, en estas intervenciones, habla en su propio nombre y se refiere a la historia como un universo de ficción, así también el lector es nombrado para explicitar el rol que se pretende que asuma en la lectura del texto.

Diferente es la presencia del lector supuesta por el autor implícito. El autor implícito postula un lector implícito, sin aludir explícitamente a él, en tanto modela un destinatario de sus estrategias de enunciación y composición.

Si el autor implícito ofrece una versión de sí y, con ella, una perspectiva desde la cual observa el mundo narrado, instaura un punto de mira que no sólo es el suyo sino también el del lector previsto por el texto (Iser, 1978).

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El lector implícito es, decíamos, el destinatario de las estrategias enunciativas del autor implícito, una competencia supuesta para descifrar los significados posibles del texto, un cómplice del autor implícito en la exhibición de discursos y perspectivas ajenas.

Y de manera análoga, así como el autor puede ficcionalizarse en el texto como narrador, personaje o narratario, así también el lector puede adquirir un carácter ficcional y asumir frente a un autor-narrador el papel de un lector-narratario, o bien, frente a un autor-personaje el papel de un lector-personaje.

En la novela de Manuel Payno, Los bandidos de Río Frío (1991 [1959]), el autor aparece ficcionalizado como narrador y asume las funciones de éste último, situándose a la vez como autor del libro y como narrador testigo de la historia que narra. En su carácter de autor-narrador instala frente a sí a un lector-narratario, al cual dirige tanto el texto literario creado como la historia que narra. Veamos algunos pasajes:

De las fatigas, viajes y trabajos de tan apreciables publicistas, nos aprovechamos para dar a concer a los lectores el rancho de Santa María de la Ladrillera y la familia que lo habitaba; porque es muy posible que tengamos que volver, después de algunos años, a esta propiedad, que acontecimientos imprevistos hicieron hasta cierto punto célebre.


(p. 2)                


Mientras duermen, se levantan, se desayunan y don Espiridión va a la villa a buscar al canónigo, daremos a conocer al lector a las brujas, con las cuales, antes que don Espiridión, teníamos las mejores y más cordiales relaciones.


(p. 10)                


A las nueve de la mañana todo el mundo podía verla, dos o tres días por semana -y muchos de los que lean este libro la recordarán-, sentada junto al poste [...].


(p. 14)                


Como vamos presentando sucesivamente al lector familias enteras de personajes que sabe Dios (pues nosotros mismos no lo sabemos) el paradero que tendrán, fuerza es que digamos dos palabras acerca de Gertrudis.


(p. 70)                


Estas apelaciones al lector son proferidas por un autor-narrador que tanto alude a su narración como universo de ficción («daremos a conocer al lector», «familias enteras de personajes») que como historia de la cual ha sido testigo tanto él mismo como posiblemente el lector («las brujas, [...] con las cuales teníamos las mejores y más cordiales relaciones», «y muchos de los que lean este libro la recordarán»). Al lector aquí aludido se le atribuye no sólo el papel de destinatario de la novela sino también de oyente de una historia de la cual pudo haber sido testigo.

Este autor-narrador se expresa mediante la forma pronominal de primera persona plural, involucrando en ella al destinatario de sus frases,   —211→   el cual, mediante la figura del itinerario recorrido bajo la guía del autor-narrador, es apelado para cumplir una doble función: realizar, por una parte, el recorrido de la lectura del texto, y, por otra, el recorrido ficcional, espacial y temporal, («... porque es muy posible que tengamos que volver, después de algunos años, a esta propiedad») en el interior de la historia.

El lector, entonces, si bien se define como una presencia implícita, puede ser objeto de apelaciones explícitas, implícitas o ficcionalizadas.




2. La enunciación ficcional: narrador y narratario

La enunciación narrativa o el acto de narrar por el cual el narrador asume la posición de sujeto de la enunciación para dirigirse a otro, al narratario, determina la configuración del universo ficticio. Esta representación de la situación narrativa pone en escena a dos figuras: narrador y narratario.

Ambas figuras actualizan la relación polarizada de las personas gramaticales: la relación yo-tú, expresión lingüística de la subjetividad (Benveniste, 1978 [1971]). Para el narrador, como para todo hablante, sólo es posible hablar en primera persona: el ejercicio discursivo instala al hablante en el lugar del sujeto de la enunciacion y, como tal, es el que sostiene, mediante un Yo digo que..., todo discurso. El narrador, en tanto figura del sujeto de la enunciación, se reconoce, entonces, por ser quien asume el yo subyacente a todo enunciado, así como el narratario se reconoce por ser quien asume el al cual se dirige implícitamente todo enunciado. En el nivel de la narración o enunciación ficcional sólo dos personas gramaticales entran en juego: yo, narrador, y , narratario. El nivel de la historia está ocupado por la tercera persona gramatical (él), la no-persona, el objeto del discurso. En el nivel del relato, en tanto discurso narrativo, virtualmente todas las personas gramaticales pueden aparecer; con todo, el relato canónico, por estar centrado en los acontecimientos, en la historia, ha privilegiado la tercera persona, de ahí que la aparición de la primera y de la segunda persona en el relato sean percibidas como variantes de la tercera personal.119

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La distribución canónica de las personas en el relato reserva el yo para el narrador, el él para aquello de lo que se habla y el para el destinatario de la narración. Sobre la base de este modelo el discurso narrativo literario realiza todo tipo de torsiones que hacen que el lugar de la tercera persona, inherente al relato tradicional, sea ocupado por la primera o la segunda, remitiendo así a otros tipos de texto en los cuales este modo de referir es dominante (la carta, el diario, la conversación íntima, el monólogo).

El yo de la enunciación ficcional no se confunde con el yo (explícito o implícito) de la enunciación literaria. El narrador adopta el lugar del sujeto de la enunciación en el interior del universo de ficción, por fuera queda la función-autor cuya manifestación en el texto pertenece a otro dominio de estudios.

Considerada en sí misma, la instancia narrativa puede realizar su función de narrar asumiendo diferentes grados de presencia en el relato, presencia marcada por aquellas huellas en su discurso que lo develan o lo ocultan. En este sentido, el narrador puede aparecer de manera explícita, implícita o virtual.

Para reconocer las diferencias entre estos tres modos de presencia nos basamos en dos rasgos que a nuestro juicio caracterizan la figura del narrador: la destinación (o función narrativa de dirigir a otro su discurso) y la verbalización (o voz). De estos dos rasgos, el primero es inalienable, permanece fijo asegurando la estructura narrativa de un texto; el segundo, en cambio, puede desplazarse, y entonces, la verbalización puede correr por cuenta del personaje.

Así, la presencia explícita del narrador se catacterizaría por dos rasgos: el primero, inherente a su estatuto de narrador, es el desempeño de su función de destinar a otro su discurso, y el segundo, la realización de tal función mediante una voz plena, identificable, distinta de las voces de los personajes. Por lo general, los relatos en tercera persona en los cuales el pronombre refiere de manera transparente a un tercero distinto de narrador y narratario, permiten distinguir claramente entre el discurso del narrador y el discurso de los personajes. Los segmentos pertenecientes a la voz del narrador manifiestan su estilo, su perspectiva, el grado de información. En la novela Los de abajo, de Mariano Azuela (1969 [1960]), por ejemplo, podemos observar claramente la distinción de voces:

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- Señá Remigia, emprésteme unos blanquillos, mi gallina amaneció echada. Allí tengo unos siñores que queren almorzar.

Por el cambio de la viva luz del sol a la penumbra del jacalucho, más turbia todavía por la densa humareda que se alzaba del fogón, los ojos de la vecina se ensancharon. Pero al cabo de breves segundos comenzó a percibir distintamente el contorno de los objetos y la camilla del herido en un rincón, tocando por su cabecera el cobertizo tiznado y brilloso.


(p. 30)                


El estilo cuidado del narrador contrasta con las formas coloquiales del habla del personaje. Ambas voces se diferencian también por las marcas gráficas que separan los discursos: la voz del personaje, presentada en estilo directo, es introducida por el guión de diálogo, la voz del narrador, separada por un blanco de la del personaje, muestra su distancia y su independencia del discurso de este último. Cada vez que el narrador cede la voz al personaje hay marcas gráficas que señalan este tránsito. Los relatos que realizan el modelo canónico presentan una distinción clara entre las voces pues el narrador se muestra de manera explícita en su función de narrar.

La presencia implícita del narrador se caracteriza, por una parte, por desempeñar la función de destinar a otro su discurso, y por otra, por tener una voz ambivalente que tanto puede mezclarse con la del personaje como representar la supuesta voz del narratario. Una de las formas de narrador implícito es el llamado discurso indirecto libre, en el cual se funden las voces de narrador y personaje de tal suerte que no se puede señalar puntualmente dónde termina una y comienza la otra. El discurso del narrador se contagia de las formas expresivas del personaje, asume su perspectiva temporal y espacial (el aquí y el ahora del personaje) pero mantiene la tercera persona gramatical como marca de su distancia. Así, en Conversación en La Catedral, de Vargas Llosa (1983 [1969]), frecuentemente la voz del narrador se funde con la de algún personaje, como en el pasaje siguiente:

Gracias a las ocurrencias de Ludovico la espera se les hacía menos aburrida, don. Que su boquita, que sus labios, que las estrellitas de sus dientes, que olía a rosas, que un cuerpo para sacudir a los muertos en sus tumbas: parecía templado de la señora, don. Pero si alguna vez estaba en su delante ni a mirarla se atrevía, por miedo a don Cayo. ¿Y a él le pasaba lo mismo? No, Ambrosio escuchaba las cosas de Ludovico y se reía, nomás, él no decía nada de la señora, tampoco le parecía cosa del otro mundo, él sólo pensaba en que fuera de día para irse a dormir.


(p. 349)                


Los rasgos que tipifican el discurso del personaje, como el empleo del vocativo («don»), las expresiones idiomáticas de la   —214→   región («templado», «en su delante»), las interrogaciones, el adverbio de negación como respuesta, se entremezclan con los rasgos propios del discurso del narrador: los personajes son nombrados con el pronombre de tercera persona o con su nombre propio, lo cual acusa la presencia de una voz ajena que relata las palabras del personaje. En estos casos, decimos que hay un narrador implícito con una voz ambivalente, puesto que tanto remite al propio narrador como al personaje.

En los relatos en segunda persona, hay también un narrador implícito pues su voz ambivalente remite, por un lado, al personaje en tanto actor de los acontecimientos, y por otro lado, esa voz proviene del narrador (en tanto el pronombre de segunda persona lo implica) y remite al narratario (representado por antonomasia mediante la segunda persona gramatical). La voz narrativa se halla desplazada al nivel de la historia. Así el narrador de Aura, de Carlos Fuentes (1984 [1962]), se expresa de la siguiente manera:

Lees ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de té que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato.


(p. 11)                


La segunda persona, presente en las desinencias verbales y en el pronombre personal, por una parte, designa al personaje, en tanto actor de los hechos que se narran, y por otra, representa implícitamente la situación comunicativa, señalando al narrador y al narratario. Designa al personaje (como instancia del nivel de la historia) pues los enunciados, al poseer carácter asertivo, configuran el universo de ficción; y desplaza la situación comunicativa (del nivel de la narración al nivel de la historia) pues hay marcas de ambos participantes (saber, valoraciones y perspectiva del narrador, saber supuesto del narratario). Sin embargo, no podemos dejar de percibir la ambigüedad que provoca una narración en segunda persona, siendo ésta la persona gramatical del interlocutor por antonomasia. La voz narrativa, que proviene de la conciencia del personaje, sigue todos los movimientos de ésta y relata tanto sus percepciones y meditaciones como las acciones que el personaje lleva a cabo. Si la voz del yo de la narración se desplaza a ese yo que supone el uso del tú y que es, digamos así, una parte de la conciencia del personaje, el tú de la narración se desplaza y constituye la contrapartida del yo en ese desdoblamiento que implica todo diálogo consigo mismo. Se trata de la representación de un diálogo interior en la conciencia desdoblada de un personaje.

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La presencia virtual del narrador se caracteriza por desempeñar su función de destinar a otro su discurso careciendo de una voz que lo manifieste. Se trata de un narrador cuyo silencio es elocuente. El narrador calla para que los personajes se expresen, pero su función narrativa permanece y se evidencia en el recorte de los discursos de los personajes, la perspectiva adoptada en la selección de los parlamentos, el saber limitado del narrador frente al de los personajes. El narrador no habla sino que muestra. Es el caso de aquellos relatos en los cuales, a la manera de la representación dramática, asistimos a los diálogos de los personajes sin mediación aparente del narrador. Una novela como El beso de la mujer araña, de Manuel Puig (1976), es un claro ejemplo de este tipo de presencia del narrador.

También hallamos un narrador virtual en los relatos en primera persona, en los cuales el personaje realiza algún acto discursivo que suplanta la voz del narrador. Por ejemplo, El Periquillo Sarmiento (Fernández de Lizardi, 1972 [1832]), presenta a un personaje que escribe unos cuadernos destinados a moldear la conducta de sus hijos; en este caso, decimos que el personaje escribe y el narrador virtual muestra, sin hablar, a un personaje en el ejercicio de la escritura. (Excepto al final del relato, cuando el personaje ya no escribe sino que habla para hacer entrega de los cuadernos: de todos modos, el narrador sigue siendo de carácter virtual, pues es el personaje el que cita sus propias palabras: «... le dije: Toma estos cuadernos...»). Aquí el yo de la enunciación, el narrador, destina como relato la historia del Periquillo que él mismo escribe a sus hijos, a un narratario, el tú de la enunciación, que recibe esta historia como verídica y a la cual accede de manera furtiva por no estar dedicada a su conocimiento.

Lo mismo puede suceder en un relato en segunda persona, en el cual se presenta también al personaje realizando algún acto discursivo. En todos estos casos, diremos que el relato presenta un acto de enunciación compuesto: así como hay relatos con un acto de enunciación simple (aquel en el cual el narrador destina y verbaliza la historia para un narratario) hay también relatos que entrañan un acto de enunciación compuesto, pues el narrador efectúa el acto de destinar una historia al narratario, y es el personaje el que verbaliza la historia mediante la realización de algún acto discurivo como pensar, decir, escribir o dejar fluir su conciencia, actos que pueden estar dirigidos a otro personaje o a sí mismo.

La novela epistolar o aquella que asume la forma del diario íntimo de las memorias, sin intervención verbal del narrador, serían otros   —216→   tantos ejemplos de narrador virtual con un acto de enunciación compuesto.




3. A modo de conclusión

A lo largo de este trabajo, hemos intentado mostrar que el yo de la enunciación ficcional no se confunde con el yo (explícito o implícito) de la enunciación literaria. El análisis detallado del problema nos ha permitido tanto discernir claramente los niveles literario y ficcional como considerar los casos de colisión entre ambos. En el interior del universo de ficción, el narrador adopta el lugar de sujeto de la enunciación, por fuera queda la función-autor cuya manifestación en el texto pertenece a otro dominio de estudios. Así, la estética, la estilística, la teoría de la recepción, han tomado como objeto de reflexión los aspectos implicados por lo que aquí hemos llamado la enunciación literaria. Para los fines de una perspectiva teórica del discurso narrativo -como la que aquí adoptamos- interesa fundamentalmente la enunciación ficcional, esto es, los modos de configuración del proceso enunciativo del universo de ficción. Si nos hemos referido a las figuras del autor y del lector es, por una parte, para deslindar un tanto el campo -de fronteras lábiles- entre las perspectivas estética y teórica del fenómeno literario; y por otra, para observar en qué medida ambas figuras pueden interferir en el universo de ficción.




Referencias bibliográficas

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