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ArribaAbajoRasgos de las dramaturgias jóvenes: Dentro y fuera del texto

Antoni Tordera



Universidad de Valencia

Si ya es difícil hablar de un tema tan cercano como de hecho es el teatro de la década de los 90, aún lo es mucho más si nos proponemos considerar las dramaturgias jóvenes, esto es, el teatro emergente, aquello que se ofrece en estado naciente. Pero precisamente por ello ahí radica la única posibilidad de lo apasionante: ante el panorama de escrituras teatrales que circulan durante un tiempo tan inmediato, lo nuevo se erige como llamativo, aunque no siempre lo nuevo es patrimonio de lo joven, biológicamente hablando.

Sin embargo, y por seguir delimitando nuestro objeto, se ha de advertir que nuestra apuesta ha sido desechar el viejo truco de perseguir en los nuevos textos todo aquello que resuene a continuidad en la tradición, con la reconfortante intención de etiquetar influencias, detectar fuentes y, en fin, aposentarse en la esterilizadora convicción de que nada nuevo hay bajo el sol.

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En lugar de todo ese atrincheramiento, válido para otros menesteres, hemos optado por el camino más estimulante de dejarse interpelar por la sangre joven, con la esperanza de encontrarse, junto a las obvias influencias, con los atisbos de lo nuevo, aspiración lícita, y aún obligatoria, para todo aquél que cree en la Historia. Y más aún si se trata de teatro, arte efímero, esto es, hijo de su época, sea a través del modo de afrontar los temas de siempre desde el acto puntual de la representación: ¿puede el verdadero teatro no hablar de su entorno? Si el modo como vivimos el cuerpo, las emociones, o la manera, por descender a un aspecto concreto, cómo se desarrolla la entonación, si todo eso va variando constantemente más allá de nuestra propia capacidad de teorización, la respuesta es que el teatro, en tanto que arte, sólo se ofrece cuando es resonancia de su rabioso presente.

Para afinar la piel ante esas escrituras es útil ubicarse previamente en cuadros generales de la situación. En este sentido las instancias más atentas son, precisamente, las revistas de teatro, ante la dificultad de asistir a todos los debates o de leer todo. Piénsese por ejemplo que uno de los estudios más recientes y más lúcidos sobre este tema (vid. Pérez-Rasilla, 1996) actualiza y clasifica, para los últimos 25 años (1972-1996), un censo de 260 autores8.

Remitimos pues al lector a ese estudio, mejorable como es lógico, pero inmejorable en su empresa clasificatoria. Y sobre ese telón de fondo elegimos tres autores: Rodrigo García (nacido en 1964), Paco Zarzoso (1966) y Carles Pons (1955-1999).

La opción tiene algo de gratuito: ante la abundancia de textos y autores, uno acaba por elegir lo que le gusta, estimula, dentro de lo que ha llegado a leer. Pero la selección no es caprichosa: de los tres, dos son autores que tenderían a escaparse a «un crítico que ve y lee teatro fundamentalmente en Madrid»9. Pero sobre todo, el criterio y atractivo reside, y éste será nuestro eje, en el modo en el que, en los tres textos seleccionados, se plantea la relación ficción/realidad.

De hecho nuestro interés se centra no en todos los posibles aspectos de estas tres obras, sino en ese tema común, tema no secundario, sino   —109→   fundante, en sí mismo y como generador de novedad: «Si el teatro es capaz de producir un avance epistemológico, un progreso de la crítica del conocimiento, del modo de ver o del modo de ocultarse la realidad, será capaz de ubicar sus nuevas fronteras en la dialéctica realidad-ficción que es su principio y fundamento»10.

En efecto, desaparecidos los rasgos que en otras épocas podían servir como hitos de los períodos, por ejemplo el tipo de espacio escénico predominante o el teatro como un proyecto común, en tanto que cultura e ideología de una sociedad, la dramaturgia, que aquí entenderemos como manipulación de las dosis de ficción inscritas en la realidad, viene a ser un elemento diferenciador que adquiere, reiteramos, valor irrenunciable en tanto que fundante del hecho teatral.

Por eso, las generaciones más jóvenes (por ejemplo, Yolanda Pallín, Itziar Pascual, Borja Ortiz de Gondra, Ignacio García May y muchos más) reivindican el realismo, no la estética relacionada con el realismo, sino la conexión con la realidad a través de referentes casi inmediatos11, lo que implica el intento de hablar de la realidad de hoy.

El problema reside, precisamente, en saber de qué realidad estamos hablando cuando hablamos de la realidad de hoy, o por decirlo con mayor precisión, de qué realidad podemos hablar hoy en tanto que realidad percibida. Los tres textos elegidos dan una triple respuesta, dentro de un mismo cromatismo, tal y como intentaremos concluir en este breve análisis.


Tres textos, tres variaciones sobre lo real

Los tres textos elegidos son Notas de cocina, Cocodrilo y Chapao, respectivamente de R. García, P. Zarzoso y C. Pons (vid. Bibliografía final).

A pesar de nuestra decisión de no entrar en todos los detalles, es necesario detenerse, persiguiendo nuestro tema, en cada obra.

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A) Notas de cocina (1996)

Posee una estructura dramática aparentemente caótica o arbitraria, sin embargo una somera aproximación muestra una voluntad de arquitectura teatral: 14 diálogos/15 monólogos/14 recetas de cocina (incluimos aquí dos textos provistos de la misma frialdad/objetividad de las recetas: la transcripción literal de un blues en inglés y del texto de una carátula de un disco, el de una versión de La flauta mágica).

Esta simetría cuantitativa sólo es un indicio, no pretende ser, por nuestra parte, algo definitorio. La articulación de todos estos materiales se produce, a pesar de la teórica equivalencia distributiva, en una voluntad de opera aperta, al menos en un doble sentido. En primer lugar, reivindicando su ambigüedad/libertad significativa. Aquí merece la pena detenerse un instante para, al menos, señalar un hecho no poco curioso: a lo largo del siglo XX las artes plásticas o la música han gozado de una libertad experimentadora que parece haberle sido vedada (o por la autocensura) al teatro. Todo el arte del siglo XX, desde las vanguardias históricas hasta hoy (y probablemente mañana), una y otra vez han reflexionado activamente, con la producción de obras, sobre su propio lenguaje, su estatuto social y su relación con la realidad. En cambio el teatro, si se lo ha permitido (tal sería el caso del teatro Dada, por ejemplo), ha sido aventura minoritaria, efímera, nada que ver con la expansión, continuidad y reconocimiento de, por ejemplo, la pintura abstracta, cubista, etc., o con la música dodecafónica, contemporánea, etc. Prisionero el teatro de la semántica y de las leyes impuestas por el mercado de la distribución (y también debido a la dificultad del teatro para crear plusvalía), al arte teatral le ha sido difícil, en grado sumo, practicar la misma libertad expresiva, el mismo embate a la contemporaneidad.

En segundo lugar, Rodrigo García extiende a otros directores la libertad que él se toma: «Para otro que quiera poner en escena esta obra los nombres serán indicativos de quien dice cada parte aunque no descarto que encuentre una mejor distribución de las frases o prefiera trabajar con más o menos actores».

Pero obviamente la «apertura» de su obra no se limita a esa especie de generosidad. Lo radical no reside en ese ingenio, sino en la materialidad del texto: lo contradictorio, fragmentario y complejo que caracteriza a la percepción contemporánea de la realidad se localiza en el diálogo (más allá de las acotaciones que se han borrado o de la distribución de las   —111→   réplicas). Un diálogo donde se renuncia a la pretensión de connotar: en un mundo con un lenguaje cada vez más plano, más, diríamos, digital, lo connotado, lo analógico no ha lugar. Se puede esto entender como rechazo del psicologismo, pero no me parece lo más significativo. Sí, en cambio, la materialidad de las palabras, que de tan materiales devienen poesía, espacio vacío donde el espectador, si así lo desea, puede volcar sus experiencias, pero esto no es problema del autor.

Ahí retoma fuerza el sentido de las recetas gastronómicas, se cocinen o no en el escenario, sean reales o fantaseadas. Pues con una manipulación, no exenta de humor (que siempre ha acompañado a la vanguardia teatral, desde Jarry e lonesco a Carles Santos o Brossa), todo el texto, en tanto que simulacro de comunicación, resulta ser una perfecta guía para el diálogo cotidiano, o para la implantación del significado por la gastronomía.

Rodrigo García plantea, se nos antoja, una lucha contra la metafísica, con la herramienta metafísica de lo cotidiano, de lo hiperreal. Ya sé que así estoy cayendo en lo que me había propuesto evitar, el etiquetado, pero, como diría García, «si los entendedores aceptaran nuevos lenguajes no sacarían tajada»12.

B) Cocodrilo (1997)

El argumento es sencillo, incluso convencional, ofreciendo un «esquema» de intriga, que podríamos resumir a modo de reconstrucción por la que empezar13, aunque en Zarzoso el argumento no sea lo principal. En los parques de una gran ciudad, dos jefes «mafiosos» (Cocodrilo y Cerdo) controlan sus respectivos territorios urbanos. El primero de ellos, Cocodrilo, movido, cuando se inicia la acción y hasta el final, por la nostalgia de su amigo muerto (Caimán), mientras que el segundo, Cerdo, tiene su propia problemática en las relaciones con su amante, La Zapatera, cuyo objetivo es que aquél ceda en testamento la Zapatería al hijo de ambos, Búho, personaje desquiciado, con un discurso obsesivo de taxonomía botánica y que identifica a los personajes   —112→   según la marca de tabaco que fuman. Al fondo, en la penumbra, los coches, un emblema reiterativo en Zarzoso, a modo de personajes de la inquietud de la gran ciudad, especie frecuente de deus ex machina en sus obras.

Así descrito, aún con independencia de la exactitud de esta reconstrucción (los textos de Zarzoso siempre marcan un umbral de indefinición), Cocodrilo es una obra que parece cumplir las reglas de la dramática stanislavskiana, pues todos los personajes pretenden un objetivo específico al que se oponen unos determinados obstáculos.

Si apuramos esta primera aproximación podríamos aventurar la idea de que nos encontramos ante una pieza costumbrista con un sabor a sainete. Ya he expuesto esta interpretación en otro lugar14, pero volveremos sobre esta lectura en el apartado final de síntesis; ahora avancemos la impresión de que estamos leyendo una historia de barrio.

La introducción de Sanchis Sinisterra al volumen que nos ocupa15, envuelve, acertadamente, este costumbrismo de base que proponemos con la constatación de que la escritura de Zarzoso se da en términos borrosos, imprecisos. En efecto, las situaciones dramáticas no son abstractas sino indeterminadas, no hay realidad-realismo sino «migajas» de realidad. No hay continuidad causa-efecto, sino contigüidad (en Nocturnos, con siete escenas independientes, todo esto se cumple más radicalmente).

Ambas observaciones, la nuestra y la propuesta por Sanchis Sinisterra, nos permiten volver sobre el tema articulador que nos hemos propuesto, la relación ficción/realidad. Si Rodrigo García pensamos que persigue un realismo grado cero (con todas las matizaciones expuestas), Zarzoso resuelve aquella relación mediante mecanismos de irrealización. Para ello «saca» la acción del texto para situarlo en su plano de irrealidad, podríamos decir de virtualidad, pero en el sentido de suplantar la realidad inmediata por la vivencia de la realidad a través de una delegación. En efecto, bien mirado los personajes   —113→   de Cocodrilo viven el nivel de irrealidad que el género fílmico del thriller les proporciona: los personajes no son ellos sino la fantasmagoría del universo fílmico, su realidad está «fuera», en esa materia de los sueños que es la cinematografía. El barrio del tradicional costumbrismo ahora es un barrio global, en la misma dimensión de la ya aceptada aldea global.

Llegados a este punto de irrealidad, en el que los ciudadanos viven de las migajas de ese otro continuum que son los circuitos de lo audiovisual global, una lectura añadida se impone por lo sugerente, en la medida que supera la simplista aplicación del universo de los «media»: ¿no es, en el fondo, Cocodrilo una parodia del cine, en este caso del género thriller? Pues el texto nos plantea un espacio escénico en el que los personajes arriman (por aplicar el sentido literal de parodia) sus miserias al deslumbrante escenario de la industria cinematográfica, con la idea devaluada del glamour que unos tipos marginados puedan llegar a tener.

Como toda parodia, el sarcasmo o lo grotesco no está ausente. Baste como ejemplo la escena final, en la que Cocodrilo, que al inicio ha narrado una secuencia fílmica (el asesinato del amigo del protagonista), desvela que esa historia es la suya, y tras haber recuperado el cadáver de su amigo Caimán, en un final lírico, al alba (como mandan los cánones del teatro más tradicional) le explica, introduciendo el rasgo paródico, un sueño como proyecto: montarán una cadena de restaurantes de pollos al ast, que se llamará Kirikirí.

En resumen o conclusión, y sin olvidar esa dimensión paródica, querida o no por el autor, lo que nos queda es una ficción dada como realidad fuera de la realidad, como unas migajas, entre lo obvio y lo inverosímil, entre el efecto realidad y la fábrica minimalista de sueños, la vida, en una palabra, vaciada por la delegación.

C) Chapao (1996)

La aventura dramatúrgica de Chapao también se interna en la relación ficción y realidad, pero esta vez por el extremo opuesto. De hecho supone una experiencia no sólo excepcional, dentro de la obra de Carles Pons, sino producida dentro de un proyecto conjunto, cuya primera e irrenunciable apuesta es la de la realidad en estado bruto.

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Todo empezó cuando el Kolectivo de Jóvenes de La Coma, uno de los barrios marginales más conflictivos de los alrededores de Valencia16 aceptaron la propuesta de la Universidad de Valencia de hacer una obra de teatro a partir de su mundo, propuesta que surgió como argumento a una iniciativa de dicho Kolectivo.

La fórmula no es nueva, lo insólito es que se produzca en tiempos de un teatro tan des-ideologizado o, al menos, tan ajeno al hecho social en su rostro más degradado. Por eso la hemos seleccionado, para completar un panorama que podría pecar de exceso de intelectualidad y porque, digámoslo todo, participamos directamente y, sobre todo, porque la aventura cuajó: en cualquier plaza, cárcel o barrio de la Red Europea de la Pobreza un día cualquiera el lector podría encontrarse con una representación de Chapao17.

Para su escritura Carles Pons adoptó el papel de dramaturgo, puliendo las escenas propuestas por los «actores» de La Coma, reescribiendo otras o aportando escenas de su propia cosecha.

Las primeras improvisaciones todas giraban en torno a encuentros, encontronazos, con la policía. Poco a poco, por abreviar esta descripción, la realidad marginada empezó a aceptar otros temas de ese microcosmos, como amor, felicidad, leyendas e incluso el humor o capacidad para mostrar la vitalidad punzante de esa realidad.

No es cuestión de mitificar ingenuamente, por otro lado no es la aventura social lo que aquí queremos exponer, sino el resultado, tanto de escritura como de representación, en la que, en esta ocasión, la ficción es sólo realidad servida por unos actores, los del barrio que nunca han hecho teatro (y sin embargo el espectáculo jamás renunció a su condición de espectáculo artístico, de arte teatral), y que llevan hasta sus últimas consecuencias la memoria afectiva: no personajes, no tipos, sino experiencias brutales en clave teatral. Llamar ficción a todo eso, o al azaroso itinerario de las giras, interrumpidas por deserciones, detenciones o la droga, sería además de un insulto, volver a reproducir el viejo truco del esteticismo o la convención, según la cual para que la realidad suba al escenario debe despojarse, en aras a la ficción, de la condición de lo real18. Pero aquí la ficción está «chapada», cerrada, clausurada.



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Balance provisional, para el despensero

Tratándose de obras tan recientes que avasallan al que pretende ser entendedor19, la única posibilidad es renunciar a una perspectiva imposible, y asumir, en su lugar, la implicación, con todos los riesgos que ello supone, empezando por la misma selección de textos.

De esa única posible estrategia procede también el carácter de anotación breve, de cosecha inmediata, de apuntamiento no forense sino para la despensa de lo que está pasando, a modo de apuesta.

En ese tono sugerimos algunas conclusiones. La primera de ellas viene estimulada por una cuestión colateral, como es la del estatuto de las culturas minoritarias -por respeto a esa futura construcción que tal vez llegue a ser Europa y, por supuesto, al modelo dominante, el anglosajón-, y en esos espacios, sean naciones, regiones o ciudades, la posibilidad de detectar modos distintos de hacer teatro. Añadido ahora al colonialismo político y económico, ni mucho menos superados, el colonialismo mediático, lo que resulta difícil es detectar las diferencias: «el problema no consiste en suprimir o intentar negar las diferencias, sino en saber qué harán los hombres con sus diferencias»20.

De hecho, los panoramas realizados sobre el teatro actual tienden a confirmar la ausencia de diferencias21. Por tanto, la cuestión que queda abierta es cómo se pueda articular, a través del lenguaje teatral, parámetros de orden global o generalista, con lo específico diferenciador, aquello que ancla el teatro a una realidad concreta. Y ahí la única vía que se me ocurre se halla potencialmente en la Historia, en un doble sentido. Por un lado, la escritura teatral como insertada, para continuar, innovar o romper, en la tradición teatral (géneros y lenguaje) y por otro, el teatro como respuesta a la interpelación que suponen las circunstancias históricas de cada momento.

En este sentido es en el que hay que abordar el realismo que es reivindicado por casi todos los autores jóvenes del ahora. No es casual, por citar un ejemplo reconocido, que al teatro de José Luis Alonso de los Santos se le haya definido como nuevo sainete, sin que los críticos   —116→   utilicen esa denominación con intención peyorativa, por la misma razón que para Alfonso Sastre es necesario reivindicar el parentesco estético entre el Naturalismo y la Vanguardia, es decir, por la filiación, en ambos casos, aún con todas las obvias diferencias, que supone entroncar el nuevo teatro español con su propia tradición. En ese marco apuntábamos en otra ocasión22 la propuesta, no exenta de cierto aire polémico, de hablar de «sainete del presente» para caracterizar (manías del estudioso) el joven teatro de los 90. De hecho, por abreviar lo expuesto en la ocasión citada, la historia del teatro español abunda en ejemplos de reformulación de la tradición del sainete con intenciones más ambiciosas -tal sería el caso de los «ensayos dramáticos», que es como Ruiz Ramón define las piezas en un acto de Max Aub-, o bien con manipulaciones de fuerte ímpetu estético, y tal sería el caso de Nieva, relector desde su escritura de la tradición más castiza, por no hablar de Valle-Inclán.

De lo que estamos hablando es del costumbrismo, aunque despojado de nostalgia del pasado y empeñado en hablar de las costumbres del presente. Y para hablar de eso, el joven teatro de esta década se arma de realismo, aunque éste se dé como transformado, con audacia de lenguaje, ajeno al garbancerismo repudiado, por ejemplo, por Yolanda Pallín.

Los tres textos elegidos23, aún no excluyendo otros autores de hoy, ni mucho menos, suponen tres variaciones sobre esta cuestión. Los tres, con sus diferencias, tienen en común dos circunstancias: un desencanto-rechazo frente a la política teatral que hoy las instituciones practican, y la voluntad decidida, se entenderá después de todo lo dicho hasta aquí, por sacar al teatro fuera del teatro, bien sea por la intención de construir teatralidad con materiales que no pertenecen al mundo del teatro (R. García), por vaciar los personajes y su lógica ubicándolos en una realidad inmaterial (P. Zarzoso) o por agredir el teatro con la brutalidad de lo real (C. Pons).

¿Qué queda del teatro entonces? ¿Se le puede llamar a eso teatro? Lo que queda es la pura acción (R. García), la acción de individuos (C. Pons) o todo es teatral si es imprevisible, como dice Sanchis Sinisterra de Zarzoso.

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Sólo resta, llegados a este punto, agradecer al lector que haya compartido este viaje por tres textos, a través de una lectura cuyo único fin ha sido la respuesta a lo que hay de punctum, en la acepción de Barthes de atisbos estimulantes para el crítico y, ojalá, desde la convicción de que, en tiempos de crisis, el teatro, como se suele decir, «se busca la vida» o, como diría Oscar Wilde: «La Humanidad ha encontrado su camino porque nunca ha sabido hacia dónde iba».




Referencias bibliográficas

  1. Estudios
    • CENTENO, Enrique (1996). La escena española actual. Madrid: SGAE.
    • PÉREZ-RASILLA, Eduardo (1996). «Veinticinco años de escritura teatral en España: 1972-1996». ADE 54/55, 149-166.
    • RAGUÉ-ARIAS, María José (1997). El teatro de fin de milenio en España (De 1974 hasta hoy). Barcelona: Ariel.
    • VIEITES, Manuel F. (1998). La nueva dramaturgia gallega. Estudio y antología. Madrid: ADE.
  2. Textos dramáticos
    • GARCÍA, Rodrigo (1996). Notas de cocina. Carnicero español. Madrid: J. García Verdugo.
    • PONS, Carles. Chapao. Texto inédito. Se puede contactar con el Kolectivo de Jovénes La Coma (Tfno. 96-3631516). Existe un vídeo-docudrama, Crónica de un reto, que se puede localizar en el tfno. 900-500100.
    • ZARZOSO, Francisco (1997). Cocodrilo. Nocturnos. Valencia. Valencia: Servei de Publicacions, Colección Teatro Siglo XX.