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Solaces del yo distinto (Estimación de «Juventud, egolatría»)

Gonzalo Sobejano





Como libro en particular, corno ejemplo de un género de literatura no bien definido y como testimonio de una actitud personal ante el mundo, Juventud, egolatría puede ser, lo es para quien esto escribe, una de las obras más atractivas y perennes de Pío Baroja.

Percibir un libro como tal, en su materia gráfica, en su composición, en su lenguaje, en su unidad de objeto, representa un placer (o un disgusto) al que no debiéramos renunciar nunca por descuido. Juventud, egolatría, publicado por Rafael Caro Raggio en Madrid, año de 1917, y en segunda edición (la que tengo a la vista) en 1920, reúne, como libro, muy buenas cualidades: pequeño de formato y, en consecuencia, además de manuable, corto de páginas, aunque éstas sumen 350. Cubierta roja, con el pequeño grabado de Erasmo en el centro, y buena letra titular. Agrada tomar en la mano el leve volumen, su honrada rústica flexible, y agrada no menos comprobar, al hojearlo, que todo él está compuesto de pasos, pasajes, fragmentos o segmentos de media página, de una, dos, tres, nunca más de cuatro. Es un libro que, considerado de este primer modo exterior, como objeto de uso, invita a simpáticas evocaciones: parece un catecismo obrero, el compendio de la asignatura predilecta, o una guía servicial sin ilustraciones. A memoria más matizada por la historia le recordará el ámbito de donde procede: aquellos años de entreguerras en que era costumbre estimular al lector mediante ediciones manejables, ligeras y bonitas, lejos de la aburrida uniformidad de las actuales series de bolsillo.

Pero pasemos al contenido en su disposición. Suele decirse que las obras de Baroja son desordenadas, pero mejor sería calificarlas de «poco construidas». Aquellos pasajes o segmentos, según comprobamos, no van numerados, nuevo motivo de agrado; llevan, eso sí, títulos interesantes, como, por ejemplo: «Sin embargo, nos decimos materialistas», «Para el lector de dentro de treinta años», «Baroja, no serás nunca nada», «Mis inclinaciones literarias y artísticas», «Unas palabras del japonés Kuroki». Títulos que espolean la curiosidad, sea porque nos intriguen la ilación del «sin embargo», porque podamos situarnos de hecho más allá de los treinta años pensados, porque nos solidaricemos con el autor en la nada del valer, porque deseemos averiguar las preferencias culturales de un novelista inteligente, o porque ignoremos la identidad de Kuroki: respectivamente. Sin embargo, estos pasos o fragmentos, denominados por lo común de manera tan curiosa, se agrupan bajo epígrafes, del I al XVII, titulados en versalitas con estas rúbricas: I-III: «Las nociones centrales», «Yo, escritor», «El extra-radio». (Hasta aquí habla Baroja de su Alma.) IV-VI: «Admiraciones e incompatibilidades», «Los filósofos», «Los historiadores». (Hasta aquí Baroja emite sus opiniones sobre Cultura.) VII-XIV: «Mi familia», «Recuerdos de la infancia», «De estudiante», «De médico de pueblo», «De panadero», «De escritor», «Temporadas en París», «Enemistades literarias». (Hasta aquí se ocupa Baroja de sí mismo como sujeto de una Vida.) Y, en fin, XIV-XVII: «La prensa», «La política», «El prestigio de los militares». (Hasta aquí el autor comenta ciertos aspectos actuales del Mundo, y téngase presente que éste se hallaba entonces en plena guerra «mundial».)

Hay, pues, un orden en el vademécum barojiano: el escritor avanza desde el centro de su personalidad por el radio de la cultura, dibuja después su biografía y termina concediendo alguna atención a lo que pasaba entonces en el mundo. Pero no hay que olvidar el prólogo: en él desecha Baroja la preocupación general con la guerra para ocuparse de sí mismo por amor intelectual y por egotismo higiénico (higiénico porque trata de combatir el mal de la gravedad); ni hay que olvidar el epílogo: hombre en fin responsable, Baroja pensaba al concluir su libro si éste no resultaría demasiado agresivo, y casi estaba arrepentido de haber tomado postura de reto; pero cuando notó a su alrededor la insensibilidad, la crueldad de tanto y tanto necio, vino a deplorar que el libro recién acabado no hubiese sido más violento. Ahí queda retratado Baroja: en esa duda irónica acerca de si debió ser más piadoso o más duro.

La disposición y composición de Juventud, egolatría no es caprichosa, pero admite arbitrariedades. Cualquier lector hallará ocasiones de perplejidad si presupone un orden absoluto. ¿Por qué opinar sobre Wagner bajo el epígrafe «Las nociones centrales»? ¿Por qué menospreciar a los sudamericanos bajo el epígrafe «La prensa»? Y otras posibles preguntas. No es difícil rastrear la razón implícita. Por ejemplo, opinar sobre Wagner supondría para Baroja un intento de determinar su actitud ante una forma de arte cuya controversia seguía siendo actual en 1917. Denostar a la América hispánica equivaldría a condenar la adulación de ciertos periodistas españoles, orientada hacia Buenos Aires. Pero estos u otros desajustes superficiales no dejan de ser amables: ¿habría de acomodarse siempre el flujo del pensamiento a pautas estrictas?

Fortalece el ademán espontáneo de este libro, como de todos los de Baroja, la despreocupación frecuente respecto al ornato del idioma. Torpeza de vascongado, o rasgo sutil de escritor que no se resigna a ser escribidor, Pío Baroja prefirió siempre, por sencillez, o sea, por elegancia, escribir «mal» a escribir con aliño. He aquí un ejemplo (la cursiva es mía): «Una de las cosas de estudiante que me ha faltado ha sido tener una biblioteca pequeña. Si la hubiese tenido creo que me hubiera detenido más en las cosas y en los libros, pero no la tuve». Esta frase está en la página ciento once, y vale por muchas. En premiosidad y falta de oído para las repeticiones, nada deja que desear. Pero si el pensamiento es genuino y vivo, tal dejadez puede incluso resultar seductora. Los «claro que», «yo, algunas veces», «ahora, que», «al último», «no, ¡cá!», y otras llanezas de la prosa barojiana, son capaces de fascinar como la parla de un rústico tranquilo y franco, superior siempre al tipo medio de la gente de letras. Lo reprobable en un escritor no es ser premioso o algunas veces incorrecto (seguramente la dificultad de escribir es la mejor señal confirmativa del artista de la palabra); lo reprochable y pésimo es la inercia, el remedo de otros, la fácil caída en el fraseo mostrenco y en la jerga de moda.

Como libro, en su presentación, en su desordenado orden, en la naturalidad directa de su lenguaje y en el total que como volumen integra, Juventud, egolatría arrebata al lector, aunque sea con esa simpatía que sentimos hacia familiares o amigos a quienes perdonamos previamente cualquier defecto menudo.

Tratar de Pío Baroja como ensayista no es fácil. Vicente Gaos, que lo hizo muy dignamente, no pudo disimular su extrañeza1. Hay tomos ensayísticos de Baroja, como el primero y el segundo, Tablado de Arlequín, que son misceláneas de artículos; y estos libros de recopilación, cuyo elogio trazó finalmente el desaparecido Guillermo de Torre, son inútiles casi siempre y poseen su alcance histórico, pero no brotan de un aliento unitario: se hacen después. Juventud, egolatría es otra cosa. Ninguna página del libro tiene aptitud de artículo, ni aún como embrión. Esto lo diferencia de obras acaso comparables: Sintiéndome vivir (1906), de «Fray Candil», o bien La lámpara de Aladino (1915), de Rufino Blanco-Fombona, con la que se quiso relacionar estrechamente la de Baroja2. Tales libros pudieron influir en él, por qué no. Personalidad extraña y olvidada, «Fray Candil» fue uno de los ídolos juveniles de Martínez Ruiz, temprano y permanente amigo de Baroja3. Aún más radical y exento de prejuicios que «Fray Candil», Rufino Blanco-Fombona publicó su Lámpara de Aladino dos años antes de Juventud, egolatría, y el parentesco no es improbable4. Pero tanto «Fray Candil» como Blanco-Fombona hubiesen podido fácilmente convertir la mayoría de sus apuntes en artículos, y algunos son artículos cabales (otros derivan hacia el aforismo o la nota suelta). En Juventud, egolatría lo que hay es una autobiografía in nuce: le habían pedido al autor diez o quince páginas sobre su vida y, pareciéndole demasiadas para los hechos y pocas para el comentario, resolvió escribir lo que escribió: una especie de autobiografía esquemática en el seno de un coloquio de ideas y sentimientos con su yo y con sus proximidades. Los siete capítulos centrales que tratan de la familia, el niño, el estudiante (ocho años), el médico de pueblo (dos años), el panadero (seis años), el escritor, sus viajes y sus enemistades, quedan armoniosa si no simétricamente albergados entre los seis primeros (ideario personal, cultura) y los tres últimos (mundo actual). En otra parte indiqué la relación evidente de Juventud, egolatría, con el Ecce Homo y El crepúsculo de los ídolos de Nietzsche. Ahora me parece discreto relacionar también sus reflexiones de psicología y moral del fondo, con Humano, demasiado humano. Más cerca están de estos libros de Nietzsche que de las citadas misceláneas de «Fray Candil» o Blanco-Fombona.

Juventud, egolatría es una serie de impresiones indirecta o directamente autobiográficas que, en su intención y en su tono divagatorio, recuerdan la Vie de Henry Brulard y los Souvenirs d'égotisme, de Stendhal: «Je ne prétends nullement écrire une histoire, mais tout simplement noter mes souvenirs afin de deviner quel homme j'ai été: bête ou spirituel, peureux ou courageux, etc., etc. C'est la réponse au grand mot: Gnoti seauton» (Henry Brulard, cap. XXII). Baroja no se propuso encuadernar hojas de diario, tampoco reunir instantáneas líricas (como Martínez Ruiz en Las confesiones de un pequeño filósofo) ni, desde luego, coleccionar artículos dispersos o redimir esquemas de artículos futuros. Logró exponer su silueta personal rodeada, y casi entrecortada, por comentarios que giran alrededor del núcleo de su yo. Recuerda esto a Stendhal, y aún más a Nietzsche por algunos de los fines perseguidos: química del alma, impresionismo de las valoraciones, descubrimiento de los estratos demasiado humanos, nueva higiene moral.

Aunque el libro lleve tal título, si por egolatría se entiende «culto del yo», poco hay de esta adoración. Hay, claro está, una ocupación dominante con la propia persona, pero no para ostentarla, sino para distinguir los fundamentos de su conducta y poner al desnudo sus emociones.

Egolatría es un término acuñado a semejanza de «idolatría». Inglesa es la voz egotism y francesa égoïsme, ambas modernas (siglo XVIII) y pronto universalizadas. Pero egolatría no existe, que yo sepa, en esos dos idiomas, ni tampoco en alemán, lengua en la cual Max Nordau hubo de recurrir al neologismo Ichsucht para traducir egotism como concepto distinto de égoïsme (en alemán, Selbstsucht). Pompeyo Gener pronto se hizo eco de Nordau, vacilando entre egotismo e ipsuismo5. No cabe precisar ahora la aparición de egolatría en castellano, pero sin duda en la literatura de la época (fines del siglo XIX y principios del XX) aquella palabra no es tan usual como egoísmo y egotismo. Como ejemplos orientadores señalaré que, en 1884, describiendo el carácter del Magistral de Vetusta, Leopoldo Alas lo evocaba «en éxtasis de autolatría» («La Regenta», cap. I), mientras ya en 1901 el mismo Pío Baroja, en un artículo acerca de Nietzsche, escribía que «a pesar de querer atrincherarse en la egolatría, este filósofo que cantaba la crueldad, era tímido en la vida, caritativo y piadoso»6. Autolatría no prosperó; egolatría se abrió camino.

A fines de 1915 publicaba Francisco de Cossío, en El Norte de Castilla, un artículo titulado «Egolatría», al cual replicó Unamuno, en El Imparcial (31 de enero 1916), con el suyo, «Nuestra egolatría de los del 98». Concedía Unamuno a su destinatario de Valladolid que, en efecto, la egolatría era una característica de Baroja, Azorín, Valle-Inclán y de él mismo, y la justificaba como consecuencia hipertrófica del «descubrimiento moral de la personalidad individual, hasta entonces vejada, abatida y olvidada en España». Según él, aquel movimiento de personalismo frenético, de adoración del propio yo, había sido una manera de reaccionar contra la modorra, el espíritu rebañego y el atropello de los caciques. «¡Ah -terminaba Unamuno-, si el joven Cossío se hubiese podido ver a solas consigo mismo en las yermas tinieblas de aquel desplome del 98! Comprendería cómo la desnudez puede, a raíz de la caída, y oyendo a la serpiente tentadora, llevar a la egolatría»7.

Traigo esto a cuento para hacer notar que el término egolatría debió de cobrar realce, mediante esta breve discusión, por aquellos años de forja del concepto (hoy ya por algunos despreciado) «generación del 98», años inmediatamente anteriores a la salida de Juventud, egolatría. Este título, por cierto, habría de extrañar a muchos lectores: por esa yuxtaposición de dos sustantivos, molde titular insólito, y por lo raro del segundo sustantivo. Julio Casares, en una reseña de la obra de Baroja, todas las veces que menciona su título lo menciona como Juventud y egolatría, descuido que atestigua la extrañeza8.

Pero también he aludido a la réplica de Unamuno porque considero justo advertir la específica diferencia del egotismo barojiano frente a otras modalidades dentro de su época. Es posible o, más bien, seguro que en todos los escritores representativos de aquel tiempo el afianzamiento radical de la persona se debiese en gran parte a una misma voluntad de rebeldía contra el abatimiento político de España, la civilidad gregaria de la Restauración, las tendencias niveladoras, las humillaciones del caciquismo imperante, etc. Sin embargo, en todo el mundo se dio ese fenómeno de exacerbación de los valores individuales (Barres, Gide, Wilde, Shaw, D'Annunzio...) y en cada individuo adoptaba peculiares matices: ¿cómo, de no haber sido así, se hubiese podido hablar de individualidades? Por ejemplo, la supuesta egolatría de los cuatro españoles antes citados ofrece notas muy distintas según el caso. Unamuno buscaba en sí propio el yo de invasora proyección, como cifra del ansia trágica de inmortalidad. Azorín, a pesar de la ubicuidad de su primera persona gramatical, más que exhibir su íntima esencia tendió siempre a transmitir la imagen monótona de un mundo preferido, a través del tamiz de su sensorio. El yo de Valle-Inclán casi nunca fue objeto directo de sus obras -mediadoras demasiado alegóricas-, quedando circunscrito a la contemplación sublimada de La lámpara maravillosa o a aquella exaltación fisonómica y anecdótica del fantasma en la corte de los milagros. El egotismo de Pío Baroja, en fin, no es arquetípico (Unamuno), ni estético (Azorín), ni místico y figurativo (Valle-Inclán): es el egotismo del experimentador que toma como objeto de su faena de laboratorio la propia persona; un egotismo sencillo, sincero, curioso, experimental, a mi modo de ver el más justificable y el más útil, aquel que puede resultar para nosotros más estimulante. Porque es innegable que en estos últimos años está resurgiendo la preocupación por el núcleo de la persona, y que se trata ahora de un yo confuso y agónico aventurado en la busca de sus problemáticas señas de identidad; un yo indistinto, casi moribundo, cuyas angustias pueden encontrar, siquiera por comparación, algún alivio en esos solaces del yo distinto que Baroja, buen humanista, proponía.

Conocerse a sí mismo es uno de los más viejos principios de la sabiduría, pero ni es fácil ni puede el hombre dedicar a esta contemplación mucho tiempo, so pena de incurrir en narcisismo. Hay un modo fecundo y dinámico de enriquecer este conocimiento: mirarse a través del juicio de los otros, aunque sea erróneo, aunque sea negativo (más edificante si es negativo). Novelista experto, Baroja sabe aplicar a sí propio ese arte de definir a un sujeto desde plurales y diversas perspectivas. Y así, el primer fragmento de Juventud, egolatría presenta al protagonista como «el hombre malo de Itzea», juicio portado por un chico del pueblo, que acaso lo había oído a su hermana, y ésta a su madre, y la madrera la sacristana, y la sacristana al cura; o juicio, tal vez procedente de alguna dama devota, o del libro Novelistas buenos y malos, del padre Ladrón de Guevara, repartido aquel día en la vecindad, y donde se calificaba a don Pío de «impío, clerófobo, deshonesto» (y a Camino de perfección, añadiré de pasada, con este simple y tajante predicado: «muy mala»). Precisamente es éste el punto de arranque de Juventud, egolatría: «Estudiar y poner en claro los instintos, el orgullo, las vanidades del hombre malo de Itzea», y no se pierda de vista el punto de llegada: «Ahora, al leer las pruebas de mi libro, me parece poco estridente y me gustaría que fuera más violento, más antiburgués».

Este perspectivismo de las opiniones funciona en el libro de dos maneras principalmente: o el autor se observa desde la opinión ajena mediante una especie de estilo indirecto de análisis, o el autor es impelido a formular impresiones sobre su persona o sobre distintos temas a partir de un supuesto diálogo con otros.

La primera manera conduce a Baroja a aquilatar sus verdaderas cualidades o a sopesar las dudosas. Una señora francesa le dijo que parecía un abate cínico y malhumorado propenso a sentirse selvático en un confortable ambiente de salón, y esto le sirve al interesado para reconocerse más apolíneo de lo que él pensaba. Salaverría había escrito que veía vacilar a Baroja en su auroral anarquismo y usar de éste como de un pretexto para conservar la clientela literaria, y aunque el escritor admite su alejamiento de Dionysos (o «Dionysios», según negligentemente transcribe), afirma que él no se rinde, como Salaverría, a las tradiciones semíticas ni al prestigio del dinero.

Varias veces se observa a sí propio a través de los pareceres de Ortega: «Ortega y Gasset dice de mí que estoy constituido por un fondo insobornable; yo no diré tanto, pero sí que no me siento hombre capaz de dejarme sobornar en frío por cosas exteriores» (p. 67); «Ortega y Gasset, en un artículo de La Lectura como para hacer recalcar mi tendencia al improperio, cuenta que una tarde...» (p. 116), y no hay tales improperios, sino un modo radical de opinar; «Ortega y Gasset dice que para mí la gloria se presenta reducida a las proporciones de una grata sobremesa» (p. 120). Otras veces la refracción ocurre a través de Azorín: «En un artículo de Azorín sobre un libro mío, dice que para mí existen dos absurdos enormes, intolerables: la estupidez y la crueldad» (p. 76); «Alguna vez mi amigo Azorín ha intentado someter mis afirmaciones al análisis» (p. 105); «Azorín ha hablado de mí algunas veces como de un aristócrata de la literatura y como de un espíritu fino y comprensivo» (p. 113).

Los enemigos le son todavía más útiles que los amigos, si no para mirarse al espejo, para definirse por oposición, que es una óptima forma de autorretrato. Baroja se retrata antiacadémico: «El señor de Loyarte dice que soy un hombre cadavérico, plagiario, ateo, antirreligioso, antipatriota, etc., etc. No digo que no», pero: «El sino del señor de Loyarte es ser miembro, miembro de varias academias toda la vida» (p. 129). O se retrata revolucionario por contraste con los prejuicios de Dicenta sobre la honra, antirretórico por aversión a la teatral arrogancia de Alejando Sawa, o clarividente y casi sensato por comparación con las frases aparatosas y vandálicas de Silverio Lanza. La actitud podrá parecer egolátrica, a vista de superficie, pero en el fondo se trata de la actitud de quien aspira a conocer su modo, los límites de la propia moderación y, por tanto, a ser sabiamente «modesto». Baroja mismo declara en este libro: «Yo oigo siempre con curiosidad la opinión de las gentes no literarias sobre mis libros» (p. 113), la «enemistad, con relación a mí, si es sincera, si es sentida [...], la tengo en cuenta y no me molesta» (p. 125), o bien, acerca de Ortega: «Para mí todo el que sabe más que yo, es mi maestro» (p. 247).

No, de egolatría hay bien poco en este libro. El yo es su asunto, pero no como foco de adoración, sino como campo de experimentación. Lo prueba ese vario perspectivismo al que el autor recurre no por falsa humildad, sino por curiosidad agradecida. Lo prueba también aquel otro procedimiento indicado: el supuesto diálogo con distintos sujetos. Invitado a escribir su nombre en el álbum de un museo, cuajado de firmas condecoradas, Baroja pone junto a su nombre y apellido: «hombre humilde y errante», sólo para despegarse de la rutina, sin creerse más humilde y errante que «orgulloso y sedentario». O bien finge dialogar con frailes a propósito de materialismo, o con un literato y un impresor acerca de anarquismo. O escucha la melopea de voces agoreras que, desde el maestro de escuela, el profesor del Instituto y el catedrático de la Universidad, pasando por las mujeres y algún amigo, hasta llegar a Ortega y Gasset, le dicen y le repiten: Este chico «nunca será nada», «Usted no será nunca nada», «Tú no serás nunca nada», «Baroja no es nada». O, como el que cuenta un cuento, recoge diálogos cortos con Azorín, Paul Schmitz, Lerroux, Sánchez Guerra y otros. O, en fin, imagina fragmentos de conversación posibles: «Yo. -Yo, que casi me hubiera alegrado de ser impotente... Los que me oyen. -¡Qué barbaridad! ¿Cómo puede usted decir eso? Yo. -¡Qué quiere usted! Para mí...», etc. Inútil advertir cuán constante y fructuoso diálogo establece Baroja con libros y autores de todas las épocas, y sobre todo con sus predilectos.

La prismática revelación paulatina del yo a través de los otros, y la animación del discurso autobiográfico por medio de ese anecdotario en coloquio con interlocutores diversos, a veces fantásticos, explica que Juventud, egolatría, a pesar de su título y de su asunto, deje la impresión menos egolátrica que cabe en semejante género, y, al mismo tiempo, constituya una lectura ejemplar por lo mucho que nos enseña a apreciar la fertilidad de un yo tan despierto y ágilmente relacionado.

Pero, además, es Juventud, egolatría un libro sembrado de atisbos psicológicos e inspirado en una voluntad de higiene moral, y es en esto en lo que más se aproxima a los libros de Nietzsche, por Baroja frecuentados con tan descubierta preferencia. Tres me parecen las actitudes cardinales del autor en esta búsqueda de la salud del alma: la limpia veracidad del conocimiento, la enfática negación de cualquier engaño y la cálida afirmación del movimiento y del límite.

Juventud, egolatría es un libro concebido por amor intelectual e inactual, alejado de lo que parece presente y atento a lo que, más que saltar por encima de las contingencias, las sostiene y penetra. «Para mí es ésta una obra de higiene», leemos en el prólogo. Y esa higiene la proporciona primeramente el intelecto lúcido que, para airear los trastos viejos del desván de la intimidad y eliminar fiebres acumuladas, saca a la luz sus opiniones y sus dudas; ese intelecto que explora «la raíz de la maldad desinteresada» (p. 38), «el tormento de la sensibilidad excesiva» (p. 60) o «la tragicomedia sexual» (p. 81), a veces, como en este último punto, inspirado por Freud, otras veces, las más, por los psicólogos más de su gusto, Nietzsche y Dostoyevsky, de acuerdo con los cuales acierta Pío Baroja a esbozar la genealogía de algunos sentimientos morales y mecanismos psíquicos, haciendo percibir el sustrato de egoísmo, de necesidad, de irresponsabilidad o de inocencia, y los móviles demasiado humanos.

El engaño es lo más aborrecido por Baroja. Si el engaño aparece como dogma, o sea, demasiado seguro de imponerse bajo disfraz de sentencia infalible, su primera reacción será devolverlo a riesgo de quedar para siempre dispépsico («Dogmatofagia»). Si se llama prejuicio y consiste en anteponer a la inmediata experiencia de la realidad una imagen previa que estorba y desfigura la observación personal, Baroja se manifestará con la indignación del buen lector de Claude Bernard que siempre fue («La imagen anterior»). Si el engaño se produce como imitación, por ello condenará a medio continente («Los americanos»). Si estriba en decoraciones o en pompas oficiales, sólo tendrá desprecios para Wagner («Sobre Wagner») o lástimas para Guimerá («Cómo se desea la gloria»). Por su histrionismo y desaprensión habituales los políticos y la política le forzarán a una metódica huida que, se apruebe o repruebe, nadie debería negarse a comprender. Pero cuando Baroja afecta con más apasionamiento el instinto de justicia que todos compartimos es cuando ataca, contundente, al estafador material: «No le saludo a usted, porque le considero como un miserable» («Las desilusiones de mi padre»), o al pastor de almas, que, debiendo ser manso como Jesucristo, amedrenta a un niño con traumatizante ferocidad: «Don Tirso, eres una mala bestia» («Don Tirso Larequi»).

Bien conocido es el amor de Baroja a la verdad, siempre más digna de él que la mentira, por vitalmente consoladora que ésta sea; y aún más divulgada en su alabanza de la acción, perseguida fervorosamente por tantos protagonistas de sus novelas. La verdad, la acción, la sabiduría bondadosa, el patriotismo de desear para el pueblo propio cuanto haya de mejor, el limpio juego de las labores desinteresadas, son instancias definidas en este libro y en todos los del autor. Quizá no sean tan frecuentes en la obra restante de Baroja otras afirmaciones, más entrañadas en la peculiar consistencia de Juventud, egolatría.

Una es la afirmación de la juventud, no en balde ni sólo autobiográficamente anunciada en el título: «Hay en mi alma, entre zarzales y malezas, una pequeña fuente de Juvencio. Diréis que el agua es amarga y salitrosa, que no es limpia y cristalina. Cierto. Pero corre, salta, tiene rumores y espumas. Eso me basta. No la quiero conservar; que corra, que se pierda. Siempre he tenido entusiasmo por lo que huye» («Obras de juventud»). ¿Qué juventud no es amarga? Esa estela de turbio ímpetu adolescente la guardan muchas páginas de Baroja, y en particular las que comentamos.

Otra afirmación importante no se refiere al movimiento, como la anterior, sino al límite. «Unas palabras del japonés Kuroki» es el título que lleva el último -precisamente el último- fragmento del volumen, y allí se indica lo que aquel general japonés declaró en una reunión celebrada en Nueva York: «Yo, señores, no puedo aspirar al precio del mundo; no he creado nada, no he inventado nada. No soy más que un militar». Y concluye Baroja: «Lo que había comprendido este mongol, victorioso, de cabeza cuadrada, no lo han comprendido todavía, ni el dolicocéfalo rubio de Germania, el tipo superior de Europa, según los antropólogos alemanes, ni el braquicéfalo moreno de las Galias, ni el latino, ni el eslavo. ¿Lo comprenderán alguna vez? Es posible que no». Escribía esto Pío Baroja cuando todavía Europa estaba en guerra y España veía subir la marea del militarismo. Su llamamiento al límite era muy altruista y pertinente forma de terminar el libro Juventud, egolatría, y quizá sea también un modo no impertinente de acabar esta glosa.





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