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Sotileza


José María de Pereda


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Madrid, Impta. y Fundición de Manuel Tello, 1885 y cotejada con la edición crítica de Germán Gullon (Madrid, Espasa Calpe, 1991, 10ª ed.).]


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Prólogo

A mis contemporáneos de Santander que aún vivan


Así Dios me salve como no he pensado en otros lectores que vosotros al escribir este libro. Y declarado esto, declarado queda, por ende, que a vuestros juicios le someto y que sólo con vuestro fallo me conformo.

Perdone, pues, la crítica oficiosa si, por esta vez, le pierdo el miedo . No se fatigue arrastrando el microscopio y metiendo las pinzas y el escalpelo entre las fibras de estas páginas; déjese, por Dios, de invocar nombres de extranjis para ver a qué obras y de quién de ellos y por dónde arrima mejor la estructura de la mía; no se canse en meterme por los ojos la medida que dan ciertos doctores de allende en el arte de presentar casos y cosas de la vida humana en los libros de imaginación; considere, una vez siquiera, que cada cual en su propia casa, siendo hacendosito y cuidadoso, puede arreglárselas con los recursos que tiene a mano, vivir tan guapamente y campar por sus respetos como el más runflante de sus vecinos, sin copiarle el modo de andar ni pedirle un real prestado, y entienda, por último, que este libro, de la misma veta que algún otro que llegó al mundo con muy buena suerte, y mucho antes de que en España se gastaran mares de tinta en encomiar modelos que ya apestan de tanto no venir al caso los encomios, es como es, no por parecerse a otros en su hechura, sino porque no puede ser de otra manera; porque al fin y a la postre lo que en él acontece no es más que un pretexto para resucitar gentes, cosas y lugares que apenas existen ya, y reconstruir un pueblo, sepultado de la noche a la mañana, durante su patriarcal reposo, bajo la balumba de otras ideas y otras costumbres arrastradas hasta aquí por el torrente de una nueva y extraña civilización; porque ciertos toques y perfiles, que desde lejos pudieran parecer alardes de sectario de una escuela determinada, no son otra cosa que el jugo y la pimienta del guisado: lo que da el estudio del natural, no lo que se toma de los procedimientos de nadie; lo que pide la verdad dentro de los términos del arte, los cuales han de estar en la mente y en el corazón del artista y no en las cláusulas de los métodos de escribir novelas (que a estos fines iremos a parar extremando otro poquito la pasión por los modelos); porque lo que se busca, en una palabra, es que reaparezcan aquí aquellas generaciones con los mismos cuerpos y almas que tuvieron.

Y tratándose de esto, ¿a quién, sino a vosotros, que las conocisteis vivas, he de conceder yo la necesaria competencia para declarar con acierto si es o no su lengua la que en estas páginas se habla; si son o no sus costumbres, sus leyes, sus vicios y sus virtudes, sus almas y sus cuerpos los que aquí se manifiestan? ¿Y quién, sino vosotros, podrá suplir con la memoria fiel lo que no puede representarse con la pluma: aquel acento en la dicción pausada, aquel gesto ceñudo sin encono, aquel ambiente salino en la persona, en la voz, en los ademanes y en el vestir desaliñado? Y si con todo esto que yo no puedo representar aquí porque es empresa superior a las fuerzas humanas, y con lo que os doy representado, resultan completas, acabadas y vivas la figuras, ¿quién, sino vosotros, es capaz de conocerlo? Y si lo conocéis y lo declaráis así, ¿qué aplauso puede resonar al fin de mi tarea, que mejor me cure del espanto de haberla cometido?

Ved aquí por qué doy tanta importancia a vuestro fallo en la ocasión presente, y por qué, y a pesar del grandísimo respeto que yo tengo a la crítica y a sus fueros indiscutibles, he de atreverme esta vez a mirarla sereno cara a cara, por muy ceñuda que me la ponga.

Cierto que las obras de arte ofrecen, amén del aspecto indicado, otros muy principales también y cuya apreciación estética, por ser de sentimientos y no de seco raciocinio, cae bajo la jurisdicción de la crítica, por ignorante que sea en el asunto que haya inspirado la obra juzgada; pero si es cosa resuelta ya, a lo que parece, que en la novela, que de seria presuma, no han de admitirse otros horizontes que aquellos a que estén avezados los ojos de la buena sociedad; si no han de aceptarse como asuntos de importancia otros que los que giren y se desenvuelvan en los grandes centros urbanizados a la moderna; si la levita y el boudoir, y el banquero agiotista, y el político venal, y el joven docto en todas las ciencias, pero, desdeñado de la fortuna; el majadero elegante, y el problema del adulterio, y el problema de la prostitución, y el de la virtud con caídas, y tantos otros problemas... y hasta los indecentes galanteos del chulo del Imperial han de ser los temas obligados de la buena novela de costumbres, ¿cómo he de aspirar yo a la conquista del aplauso general y al veredicto de la crítica militante, con un cuadro de miserias y virtudes de un puñado de gentes desconocidas, con accesorios de poco más o menos y fondos de la naturaleza, ya en su grandiosa tranquilidad, ya en sus cóleras desatadas?

Y vaya observando el lector distinguido y elegante, cómo, anticipándome a su fallo y acomodándome a su modo de ver y de sentir, confieso humildemente que no aspiro a escribir un libro al gusto de todos, con materiales sacados de las canteras de mi huerto; y cómo me voy aproximando a declarar, si se me aprieta un poco, que importa menos en una estatua la obra del escultor, que la nombradía del monte en que se arrancó la piedra.

Así, pues, y en virtud de esto y de lo otro y de todo lo demás que se entiende sin que yo lo puntualice, decidme vosotros cuando hayáis leído la última palabra de esta novela: -«Choca esos cinco, porque eres de nuestra calle...», y vengan penas después...

Y hasta puede que me atreviera entonces, con los alientos de ese aplauso, contando con que el público me niegue el suyo, a exclamar para mis adentros, puestos los ojos en las desdeñadas páginas del libro:

-Pues por más que ustedes digan, no es para todos la tarea de hinchar perros de esta catadura.

J. M. DE PEREDA. Santander, diciembre 1884.

POSDATA.-Al reimprimir esta novela, año y medio después de agotada la copiosa edición primera (marzo de 1885), lugar era éste bien a propósito, en mi entender, para decir yo cómo respondieron a la precedente dedicatoria los aludidos, y hasta los no aludidos en ella; pero como la enumeración de los honores tributados a la humilde callealtera en tantas formas, desde tantas partes y por tantas y tan diversas gentes, pudiera traducirse por la malicia en pueril artificio de vanagloria, quédese, bien a pesar mío, esa cuenta sin ajustar en público, y válgales la advertencia a mis acreedores nobilísimos, por la más solemne declaración de lo muchísimo que les debo.

J. M. DE P. Junio de 1888.






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- I -

Crisálidas


El cuarto era angosto, bajo de techo y triste de luz; negreaban a partes las paredes, que habían sido blancas, y un espeso tapiz de roña, empedernida casi, cubría las carcomidas tablas del suelo. Contenía una mesa de pino, un derrengado sillón de vaqueta y tres sillas desvencijadas; un crucifijo con un ramo de laurel seco, dos estampas de la Pasión y un rosario de Jerusalén, en las paredes; un tintero de cuerno con pluma de ave, un viejo breviario muy recosido, una carpetilla de badana negra, un calendario y una palmatoria de hoja de lata, encima de la mesa; y, por último, un paraguas de mahón azul con corva empuñadura de asta, en uno de los rincones más oscuros. El cuarto tenía también una alcoba, en cuyo fondo, y por los resquicios que dejaba abiertos una cortinilla de indiana, que no alcanzaba a tapar la menguada puerta, se entreveía una pobre cama, y sobre ella un manteo y un sombrero de teja.

Entre la mesa, las sillas y el paraguas, que llenaban lo mejor de la estancia, y media docena de criaturas haraposas que, arrimadas a la pared, aplastando las narices contra la vidriera, o descoyuntadas entre dos sillas y la mesa, ocupaban casi el resto, trataba de pasearse, con grandísimas dificultades, un cura de sotana remendada, zapatillas de cintos negros y gorro de terciopelo raído. Era alto, algo encorvado, con los ojos demasiado tiernos, de lo cual, por horror a la luz, era obra la encorvadura del cuello; y tenía un poco abultada y rubicunda la nariz, gruesos los labios, áspero y moreno el cutis y negra la dentadura.

Entre todos aquellos granujas no había señal de zapato ni una camisa completa; los seis iban descalzos, y la mitad de ellos no tenían camisa. Alguno envolvía todo su pellejo en un macizo y remendado chaquetón de su padre; pocos llevaban las perneras cabales; el que tenía calzones no tenía chaqueta, y lo único en que iban todos acordes era en la cara sucia, el pelo hecho un bardal y las pantorrillas roñosas y con cabras. El mayor de ellos tendría diez años. Apestaban a perrera.

-Vamos a ver -dijo el cura, dando un coquetazo al del chaquetón, que se entretenía en resobar las narices contra los vidrios del balcón, el cual muchacho era morrudo, cobrizo, bizco y de cabeza descomunal-, ¿quién dijo el Credo?

Se volvió el rapaz después de largar un hilo sutil de saliva a la vidriera por entre dos de sus incisivos, y respondió, encogiéndose de hombros:

-¡Qué sé yo!

-Y ¿por qué no lo sabes, animalejo? ¿Para qué vienes aquí? ¿Cuántas veces te he repetido que los Apóstoles? Pero ab asino, lanam... ¿Cuántos dioses hay?...

-¿Dioses? -repitió el interpelado cruzando los brazos atrás, con lo que vino a quedar en cueros vivos por delante; porque el chaquetón no tenía botones, ni ojales en que prenderlos aunque los hubiera tenido. Reparó el cura en ello y dijo, echando mano a las solapas y cruzando la una sobre la otra:

-¡Tapa esas inmundicias, puerco!... ¿Y los botones?

-No los tengo.

-Los habrás jugado al bote.

-Tenía una escota y la perdí esta mañana.

El cura fue a la mesa y sacó del cajón un bramante, con el que a duras penas logró sujetar las dos remendadas delanteras del chaquetón, de modo que taparan las carnes del muchacho. En seguida le repitió la pregunta:

-¿Cuántos dioses hay?

-Pues habrá -respondió el interpelado, volviendo a cruzar los brazos atrás-, a todo tirar, ocho o nueve.

-¡Resurge de profundis!... ¡Ánimas benditas, qué pedazo de animal... Y personas, ¿cuántas?

Miró el bizco, a su manera, de hito en hito al cura, que también le miraba a él como podía, y respondió con todas las señales de estar poseído de la mayor curiosidad:

-¡Personas!... ¿Qué son personas, usté?

-¡San Apolinar bendito! -exclamó el sencillo clérigo haciéndose cruces-, ¿conque no sabes qué son personas..., lo que es una persona?... Pues ¿qué eres tú?

-¿Yo?... Yo soy Muergo.

-Ni tanto siquiera, porque los hay en la playa con más entendimiento que tú... ¿Qué son personas? -repitió el cura, encarándose con el muchacho que seguía a Muergo por la derecha, también descamisado, pero con calzones, aunque escasos y malos, menos feo que Muergo y no tan bronco de voz.

Este muchacho, no sabiendo qué responder, miró al más inmediato, el cual miró al que le seguía; y todos fueron mirándose unos a otros, con las mismas dudas pintadas en la cara.

-¿De modo -exclamó entonces el cura volviendo a encararse con el que seguía a Muergo-, que tampoco sabes qué eres tú?

-¡Eso sí, corflis! -respondió el muchacho, creyendo ver una salida franca para sus apuros.

-¿Pues qué eres?

-Surbia.

-¡Eso te diera yo para que reventaras, animal!

-Y tú, ¿qué eres? -añadió el cura, dirigiéndose a otro, de media camisa, pero sin chaqueta y muy poco pantalón.

-Yo soy Sula -respondió el interpelado, que era rubio, y delgadito, por lo cual descollaba en él, más que en el fondo tostado de sus camaradas, la roña de las carnes.

De esta manera, y tratando de responder a la misma pregunta, fueron diciendo sus motes los otros tres muchachos que había en el cuarto, o séanse Cole, Guarín y Toletes. Acaso ninguno de ellos conocía su propio nombre de pila.

El cura, que los tenía bien estudiados, no acabó de perder la paciencia por eso. Les descerrajó cuatro improperios y media docena de latines, y después les dijo en santa calma:

-Pero la culpa me tengo yo, que me empeño en varear el árbol, sabiendo que no puede soltar más que bellotas. El que menos de vosotros lleva dos meses asistiendo a esta casa... ¿A qué, santo nombre de Dios?... Y ¿por qué, Virgen María de las Misericordias? Pues porque el padre Apolinar es un bragazas que se cae de bueno.

«Pae Polinar, que este hijo está, fuera del alma, hecho una bestia; pae Polinar, que este otro es una cabra montuna...; pae Polinar, que esta condenada criatura me quita la vida a disgustos; que yo no puedo cuidar de él; que en la escuela de balde no le hacen maldito el caso...; que éste, que el otro, que arriba, que abajo; que usté que lo entiende y para eso fue nacido... que enséñele, que dómele, que desásnele...» Y tres que me ofrecen y cuatro que yo busco, cata la casa llena de muchachos; y aguanta su peste, y explica y machaca... y cébalos para que vuelvan al día siguiente, porque yo sé lo que sucediera de otro modo...; y házlo todo de buena gana, porque eso es tu obligación, pues eres lo que eres, sacerdos Domini nostri Jesuchristi, por lo cual digo con Él, sinite pueros venire ad me: dejad que los niños se acerquen a mí...; y ríase usted de la vecina de abajo y del padre de éste y de la madre del de más allá, que murmuran y corren y propalan que si salís de mis manos más burros de lo que vinisteis a ellas, como salieron otros muchachos que vinieron a mí antes que vosotros... ¡Lingua corrupta, carne mísera y concupiscente!... Ríase usted de eso, como yo me río, porque debo reírme... Pero vosotros, alcornoques, más que alcornoques, ¿qué hacéis para corresponder a los esfuerzos del padre Apolinar? ¿Cómo estamos de silabario al cabo de dos meses?... ¡Ni la O, cuerno, ni la O se conoce en estas aulas si os la pinto en la pared! Pues de doctrina cristiana, a la vista está... Y como no quiero enfadarme, aunque motivos había para echaros uno a uno por el balcón abajo... vamos a otra cosa, y alabado sea Dios per omnia saecula saeculorum, que lo demás es chanfaina.

Tras este desahogo, pasó fray Apolinar, sin dejar de pasearse, casi en redondo, con las manos cruzadas atrás, a lo que él llamaba lo llano y de todos los días; a preguntar a los granujas las oraciones más usuales y sencillas, para que no las olvidaran, lo único que había logrado meterles en la cabeza, aunque no bien ni del todo. Muergo no necesitó remolque más que tres veces en el Avemaría; Cole dijo tal cual el Padrenuestro, y el que mejor sabía el Credo, entre todos ellos, no pasó, sin apuntador, del «su único Hijo».

En vista de lo cual, fray Apolinar no le dio a Sula más que media galleta dulce; un botón del provincial de Laredo a Toletes y un higo paso a Guarín.

-Del lobo un pelo, hijos -les dijo en seguida el pobre exclaustrado-; otra vez será menos... y peor. Y ahora... ¡hospa, canalla!... Pero aguárdate un poco, Muergo.

Los muchachos, que ya se disponían a salir, se detuvieron. Y dijo el fraile a Muergo, alzándole las haldillas del chaquetón:

-Esto no puede continuar así. Sin camisa, cuando hay chaqueta, vaya con Dios; pero sin calzones... ¿Adónde han ido a parar los tuyos?

-Los puso antier mi madre a secar en las Higueras -respondió Muergo a tropezones.

-¿Y no han secado todavía, hombre de Dios?

-Los royó una vaca mientras mi madre destripaba una merluza que agolía mal.

-¡Castigo de Dios, Muergo; castigo de Dios! -dijo fray Apolinar rascándose el cogote-. Las merluzas que huelen mal, porque están podridas, se tiran a la mar, y no se limpian lejos de las gentes para vendérselas después, a medio precio, a los pobres como yo, que tienen buenas tragaderas. Pero ¿no quedó nada de los calzones, hombre?

-La culera -respondió Muergo-, y ésa, en banda.

-Poco es -repuso el exclaustrado, revolviéndose dentro de su ropa, movimiento que era muy habitual en él-. ¿Y no hay otros en casa?

-No, señor.

-¿Ni barruntas de dónde pueden venir?

-No, señor.

-¡Cuerno con el hinojo!... Pues así no puedes continuar, porque aun cuando te sobra paño para envolverte, a lo mejor se rompe la driza; tú no reparas en ello, y si reparas, lo mismo te da... De modo que lo de siempre, hijo, lo de siempre: tú que no puedes, llévame a cuestas, padre Apolinar. ¿No es eso? ¿No es la purísima verdad? ¡Cuerno si lo es!

Muergo se encogió de hombros, y fray Apolinar se metió en la alcoba. Oyésele pujar allá dentro y murmurar entre dientes algunos latinajos; y no tardó en aparecer, alzando la cortina, con un envoltorio negro entre manos, el cual puso en seguida en las de Muergo.

-No son cosa mayor -le dijo-; pero, al fin, son calzones. Dile a tu madre que te los arregle como pueda, y que no los ponga a secar en las Higueras cuando tenga que lavarlos; y si le parece poco todavía, que se consuele con saber que a la hora presente no los tiene mejores, ni tantos como tú, el padre Apolinar... Conque ¡vira, canalla, por avante!

Otra vez se revolvió el concurso, gruñendo y respingando como piaras de cerdos que huelen el cocino al salir de la pocilga, y se pintaba en todos los roñosos semblantes el ansia de llegar a la escalera para examinar la dádiva de fray Apolinar, la cual conservaba aún el calorcillo que le había chocado a Muergo en ella al entregársela el pobre exclaustrado, cuando se abrió la puerta y se presentaron en el cuarto dos nuevos personajes. El uno era un muchacho frescote, rollizo, de ojos negros, pelo abundante, lustroso y revuelto; boca risueña, redonda barbilla, y dientes y color de una salud de bronce: representaba doce años de edad, y vestía como los hijos de «los señores».

Traía de la mano a una muchachuela pobre, mucho más baja que él, delgadita, pálida, algo aguileña, el pelo tirando a rubio, dura de entrecejo y valiente de mirada. Iba descalza de pie y pierna, y no llevaba sobre sus carnes, blancas y limpias, en cuanto de ellas iba al descubierto, más que un corto refajo de estameña, ya viejo, ceñido a la flexible cintura sobre una camiseta demasiado trabajada por el uso, pero no desgarrada ni pringosa, cualidades que se echaban de ver también en el refajo. Hay criaturas que son limpias necesariamente y sin darse cuenta de ello, lo mismo que les sucede a los gatos. Y no se tache de inadecuada la comparación, pues había algo de este animalejo en lo gracioso de las líneas, en el pisar blando y seguro, y en el continente receloso y arisco de la muchachuela.

En cuanto la vio Muergo se echó a reír como un estúpido; Cole soltó un taco de los gordos, y Sula otro de los medianos. La recién llegada remedó a Muergo con una risotada falsa, poniendo la cara muy fea, sin hacer caso maldito de los otros dos granujas, ni del mismo padre Apolinar, que alumbró un coquetazo a cada uno de los tres.

-¿A qué vienen esas risotadas, bestia, y esas palabrotas sucias, puercos? -dijo el fraile mientras largaba los coscorrones.

-Es la callealtera..., ¡ju, ju, ju! -respondió Muergo, rascándose el cogote, machacado por los nudillos de fray Apolinar.

-La conocemos nusotros -expuso Cole, palpándose la greña.

-Que de poco se ajuega, si no es por Muergo -añadió Sula.

Muergo volvió a reírse estúpidamente, y la muchacha tornó a hacerle burla.

-¿Y por eso te ríes, ganso? -dijo el fraile, largándose otro coquetazo-. ¡Pues el lance es de reír!

-Es callealtera... -repitió Cole-, y estaba haciendo barquín-barcón en una percha que anadaba en la Maruca... Yo y Sula estábamos allí tirándola piedras desde la orilla. Dimpués, allegó Muergo... la acertó con un troncho, y se fue al agua de cabeza.

-¿Quién? -preguntó el fraile.

-Ella -respondió Cole-. Yo pensé que se ajuegaba, porque se iba diendo a pique... Y Muergo se reía.

-Y yo -saltó Sula-, le dije, «¡Chapla, Muergo, tú que anadas bien, sácala, porque se está ajuegando!» Y entonces se echó al agua y la sacó. Dimpués, la ponimos quilla arriba, y a golpes en la espalda, largó por la boca el agua que había embarcao.

-Y eso ¿es verdad, muchacha? -preguntó a ésta el exclaustrado.

-Sí, señor -respondió la interpelada, sin dejar de remedar a Muergo, que volvió a reír como un idiota.

-Corriente-dijo el exclaustrado-. Pero ¿a qué vienes aquí, y a qué vienes tú, Andresillo, y por qué la traes de la mano? ¿En qué bodegón habéis comido juntos, y qué pito voy a tocar yo en estas aventuras?

-Es callealtera -respondió muy serio el llamado Andresillo.

-Ya me voy enterando, ¡cuerno! Tres veces con ésta me lo han dicho ya. ¿Y qué hay con eso?

-La conozco del Muelle-Anaos -continuó Andrés-. Baja casi todos los días allá. Yo no sabía lo de la Maruca... ¡que si lo sé! (y enderezó a Muergo un gestecillo avinagrado), porque también conozco a éstos.

-¿Del Muelle-Anaos? -preguntó fray Apolinar, sin pizca de asombro.

-Sí, señor -respondió Andrés-. Van muy a menudo.

-Y él a la Maruca -añadió Guarín.

-¡Cuerno con el rapaz, y qué veta saca!... Pero vamos al caso. Resulta, hasta ahora, que esta niña es callealtera, y que tú y esta granujería, a pesar de las respectivas vitolas, sois... tal para cual... ¿Y qué más?

-Que esta mañana avisó a mi madre el talayero que quedaba a la vista la Montañesa... y yo salí de casa para ir a San Martín a verla entrar... y llegué al Muelle-Anaos.

-¡Al Muelle-Anaos!... ¿No vivís ya en la calle de San Francisco?

-Sí, señor.

-¡Pues buen camino llevabas para ir a San Martín!

-Iba a ver si estaba allí Cuco y me quería acompañar.

-¡Cuco! ¿También eres amigo de Cuco, de ese raquerazo descortés y grosero, que me canta coplas indecentes en cuanto me columbra de lejos?... ¡Cuerno con la cría!

-Yo nunca le oigo esas cosas... Malo, algo malo, es; pero no hace daño a nadie. Anda en el bote del Castrejo, y me enseña a remar, y a echar coles y tapas, y a descansar de espaldas y de pie...

-Sí, y a birlar los puros a tu padre para regalárselos a él; y a correr la escuela, y a andar en las guerras... y a muchas cosas más que me callo... ¡Pues buenas tripas se le pondrían a tu padre si al entrar hoy con la corbeta te veía en las peñas de San Martín en compañía de tan ilustre camarada! ¡Cuerno, recuerno del hinojo!

Andrés se puso muy colorado, y dijo, con la cabeza algo gacha:

-No, señor... Yo no hago nada de eso, pae Polinar.

-¡Como que te vas a confesar conmigo ahora! -repuso el fraile con mucha sorna-. Pero, ¡a mí de esas cosas, Andresillo!... En fin, ya hablaremos de esto en mejor ocasión. Ahora, sigue con el cuento. ¿Qué te dijo Cuco en el Muelle-Anaos?

-A Cuco no le vi, porque andaba de flete con unos señores. Pero estaba ésta comiendo un zoquete de pan que le habían dado, de pura lástima, unos calafates, y me dijo que había dormido anoche en una barquía, porque la habían echado de casa.

-Y, ¿por qué?

-Porque le gusta mucho la bribia, y la pegaron.

-¡Guapamente, cuerno!... ¡Eso es lo que se llama una escuela de órdago para una mujer! ¿Cómo te llamas, hija?

-Silda me llamo -respondió secamente la interpelada.

-Es callealtera -añadió Andrés.

-¡Dale, y van cuatro! -exclamó el presbítero.

-No tié padre... ¡ju, ju, ju! -graznó el salvaje Muergo.

La niña le remedó, según costumbre.

-Se ajuegó en San Pedro del Mar en la última costera del besugo -dijo Cole.

-Ni madre tampoco tiene -añadió Sula.

-La recogió de lástima un callealtero que se llama tío Mocejón -expuso Andrés.

-¡Ta, ta, ta, ta!... -exclamó el padre Apolinar al oírlo-. Luego esta muchacha es hija del difunto Mules, viudo hacía dos años cuando pereció este invierno, con aquellos otros infelices... ¡Pues pocos pasos di yo, en gracia de la Virgen, para que te recogieran en esa casa!... Hija, no te conocía ya. Verdad que no recuerdo haberte visto más de dos veces, y ésas mal, como lo veo yo todo con estos pícaros ojos que no quieren ser buenos... Corriente; pero, ¿de qué se trata ahora, caballero Andrés?

-Pues yo -respondió éste, dando vueltas a la gorra entre sus manos- la dije, al oír lo que me contó: «Vuélvete a casa.» Y ella me dijo: «Si vuelvo, me desloman; y no quiero volver por eso.» Y dije yo: «¿Qué vas a hacer por aquí sola?» Y dijo ella: «Lo que hagan otros.» Y yo le dije: «Puede que no te peguen.» Y dijo ella: «Me han pegado muchas veces...; todos son malos allí, y por eso me he escapado para no volver.» Y yo, entonces, me acordé de usté, y la dije: «Yo te llevaré a un señor que lo arreglará todo, si quieres venir conmigo.» Y ella dijo: «Pues vamos.» Y por eso la traje aquí.

A todo esto, la niña, cuando no hacía gesto a Muergo, recorría con los ojos suelo, muebles y paredes, tan serena y tranquila como si nada tuviera que ver con lo que se trataba allí entre el padre Apolinar y el hijo del capitán de la Montañesa.

-Es decir -exclamó el bendito fraile, cruzándose de brazos delante del protector y de la protegida-, que éramos pocos, y parió mi abuela. ¡Cuerno con las gangas que le caen al padre Apolinar! Desavénganse las familias; descuérnense los matrimonios; escápense los hijos de sus casas; aráñense los dos Cabildos; enamórese Juan sin bragas de Petra con mucha guinda...; húndase el pico de Cabarga y ciérrese la boca del puerto..., aquí está el padre Apolinar, que lo arregla todo; como si el padre Apolinar no tuviera otra cosa que hacer que enderezar lo que otros tuercen, y desasnar bestias como las que me escuchan. Y, ¿quién te ha dicho a ti, Andresillo, que basta con querer yo que se recoja a esta muchacha en una casa honrada, para darla por recogida ya? Y, ¿qué sabes tú si, aunque eso fuera posible, querría yo hacerlo? ¿No lo hice ya una vez? ¿Ha servido de algo? ¿Me lo han agradecido siquiera? Pues sábete que negocios ajenos matan al alma; y de negocios ajenos estoy yo hasta la corona, ¡hasta la corona, hijo... y más arriba también!... ¡Cuerno con el hinojo de mis pecados!...

Aquí se dio dos vueltas el fraile por el cuarto, mientras las ocho criaturas se miraban unas a otras, o se desperezaban algunas de ellas, o se aburrían las más; y, después de retorcerse dos veces seguidas dentro del vestido, detúvose delante de Silda y de Andresillo, y les dijo:

-De modo que lo que vosotros queréis es que ahora mismo os acompañe a casa de Mocejón, y le hable al alma y le diga: aquí está el hijo pródigo, que vuelve arrepentido al hogar paterno...

-A mí, no -interrumpió Andrés con viveza-; a ésta es a quién ha de acompañar usté. Yo me voy ahora mismo a San Martín a ver entrar a mi padre, que debe estar ya si toca o llega.

-Y yo me voy contigo -dijo Silda con la mayor frescura-. Me gusta mucho ver entrar esos barcos grandes...

-Entonces, cabra de los demonios -repuso fray Apolinar, cuadrándose delante de ella-, ¿para quién voy a trabajar yo? ¿Qué voy a meterme en el bolsillo con ese mal rato? Si a ti no te importa lo que resulte del paso que me obligáis a dar, ¿qué cuerno me ha de importar a mí?... ¡Pues no voy, ea!

-A que sí, pae Polinar -le dijo Andrés, mirándole muy risueño.

-¡A que no! -respondió el fraile, queriendo ser inexorable.

-A que sí -insistió Andrés.

-¡Cuerno! -replicó el otro, casi enfurecido-; ¡pongo las dos orejas a que no, y a retequenó!

Entonces, como si se hubieran puesto instantáneamente de acuerdo los ocho personajes que le rodeaban, gritaron unísonos y con cuanta voz les cabía en la garganta:

-¡A que sí!

Y como vieron al fraile rascarse nervioso la cabeza y alumbrar un testarazo a Muergo, lanzáronse en tropel a la escalera, que, angosta y carcomida, retemblaba y crujía, y no pararon hasta el portal, donde se examinó el regalo del padre Apolinar.

Después de convenir todos en que no era cosa superior, dijo Andrés a Silda:

-Para cuando volvamos de San Martín, ya habrá estado pae Polinar en casa de tío Mocejón, o en otra casa... De un brinco subo yo a preguntarle lo que haya pasado. Tú me esperas aquí, y bajo y te lo cuento. No te dé pena, que ya lo arreglaremos entre todos. Ahora, vámonos.

La niña se encogió de hombros, y Muergo, apretándose el nudo de la driza del chaquetón, dijo enseñando los dientes y revirando mucho los ojos:

-Yo voy también en cuanto deje estos calzones a mi madre.

-Y yo también -añadió Sula.

Silda llamó burro a Muergo; Guarín, Cole y los demás dijeron que se iban, quién al Muelle-Anaos, quién a las lanchas, quién a otros quehaceres, y Muergo a dejar los calzones en su casa, y se separaron a buen andar.

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Todo esto acontecía en una hermosa mañana del mes de junio, bastantes años... muchos años hace, en una casa de la calle de la Mar, de Santander; de aquel Santander sin escolleras ni ensanches; sin ferrocarriles ni tranvías urbanos; sin la plaza de Velarde y sin vidrieras en los claustros de la catedral; sin hoteles en el Sardinero y sin ferias ni barracones en la Alameda segunda; en el Santander con dársena y con pataches hasta la Pescadería; el Santander del Muelle-Anaos y de la Maruca; el de la Fuente Santa y de la Cueva del tío Cirilo; el de la Huerta de los Frailes en abertal y del provincial de Burgos envejeciéndose en el cuartel de San Francisco; el de la casa de Botín, inaccesible, sola y deshabitada; el de los Mártires en la Puntida, y de la calle de Tumbatrés; el de las gigantillas el día 3 de noviembre, aniversario de la batalla de Vargas, con luminarias y fuegos artificiales por la noche, y de las corridas en que mataba Chabiri, picaba el Zapaterillo, banderilleaba Rechina, y capeaba el Pitorro, en la plaza de Botín, con música de los Nacionales; el Santander de los Mesones de Santa Clara, del Peso público y de Mingo, la Zulema y Tumbanavíos; del Chacolí de la Atalaya y del cuartel del Reganche en la calle Burgos; del parador de Hormaeche, y de la casa del navío; el Santander de aquellos muchachos decentes, pero muy mal vestidos que, con bozo en la cara todavía, jugaban al bote en la plaza Vieja, y hoy comienzan a humillar la cabeza al peso de las canas, obra, tanto como de los años, de la nostalgia de las cosas veneradas que se fueron para nunca más volver; del Santander que yo tengo acá dentro, muy adentro, en lo más hondo de mi corazón, y esculpido en la memoria de tal suerte, que a ojos cerrados me atrevería a trazarle con todo su perímetro, y sus calles, y el color de sus piedras, y el número, y los nombres y hasta las caras de sus habitantes; de aquel Santander, en fin, que a la vez que motivo de espanto y mofa para la desperdigada y versátil juventud de hogaño, que le conoce de oídas, es el único refugio que le queda al arte cuando con sus recursos se pretende ofrecer a la consideración de otras generaciones algo de lo que hay de pintoresco, sin dejar de ser castizo, en esta raza pejina que va desvaneciéndose entre la abigarrada e insulsa confusión de las modernas costumbres.




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- II -

De la Maruca a San Martín


Estaba tentadora la Maruca cuando pasaron junto a ella los cuatro muchachos que se encaminaban a San Martín. Salía el agua a borbotones por el boquerón de la trasera del muelle, y regueros de espuma iban marcando el reciente nivel de la marea en el muro de la calzada de Cañadío y en la playa de la parte opuesta, cerrada por la fachada de un almacén que aún existe, y un alto y espeso bardal que empalmaba con ella en dirección al este, espacio ocupado hoy por la casa de los Jardines y la plaza del Cuadro, con cuantos edificios le siguen por el norte, hasta la pared de la huerta de Rábago. Esto era la Maruca de entonces, que comunicaba con la bahía por el alcantarillón que desembocaba en la punta del Muelle, antro temeroso que muy pocos valientes se habían atrevido a explorar, cabalgando en un madero flotante. Cuco aseguraba haber acometido esta empresa; es decir, entrar por el boquerón de la Maruca y salir por el del Muelle, a media marea; pero tales cosas contaba de tinieblas espesas, de ruidos espantosos, de ratas como cabritos y de ayes lastimeros, como de ánimas de pena, que me han hecho dudar después acá que fuera verdad la hazaña. Meter la cabeza en el negro misterio, pero sin abrir los ojos por no ver horrores, eso lo hicieron muchos, y yo entre ellos; pero lo de Cuco... ¡bah! ¿Por qué no citaba testigos cuando lo afirmaba? Y bien valía la pena de acreditarse así tal empresa, por ser la única que podía, ya que no compararse, ponerse cerca siquiera de otra, tan espantable de suyo, que ni en broma se atrevió ningún muchacho a decir que la hubiera acometido: dar cuatro pasos, no más, en la senda misteriosa que conducía al abismo en cuyo fondo flotaba el barco de piedra en que vinieron a Santander las cabezas de sus patronos, los mártires de Calahorra, San Emeterio y San Celedonio; antro cuya puerta de entrada, baja y angosta, manchada de todo género de inmundicias y cerrada siempre, contemplaban chicos y grandes, con serios recelos, en el muro del Cristo, cerca ya de San Felipe, al pasar por la embovedada calle de los Azogues. Según la versión popular, lo mismo era penetrar allí una persona, que caer destrozada a golpes y desaparecer del mundo para siempre. Se habían dado casos, y nadie los ponía en duda, aunque sobre los quiénes y los cuándos no hubiera toda la claridad que fuera de apetecer.

Repito que estaba tentadora la Maruca para los cuatro chicos que caminaban hacia San Martín.

La marea, a más de dos tercios (y eran vivas a la sazón), y todos los maderos flotando; y además de las perchas de costumbre (porque siempre había allí alguna), dos vigas que no estaban el día antes; dos vigas juntas, amarradas una a otra y fondeadas con un arpón, cerca de la orilla del bardal.

-¡Cosa de nada! -como dijo Andrés respingando de gusto cuando las vio-. Descalzarme, remangar las perneras hasta los muslos y en un decir «Jesús», atracar un poco las vigas, halando del cabo del arpón; saltar encima de ellas, y con el palo que tengo escondido donde yo sé, bien cerca de aquí... ¡Recontra, qué barco más hermoso!... ¡Y qué marea!

Lo mismo opinaban Sula y Muergo, y bien le tentaron para que no pasara de allí; pero la fuerza que le movía hacia San Martín era más poderosa que la que trataba de detenerle en la Maruca; y por eso, y porque Silda, acaso recordando el remojón consabido al ver la percha, que ya le había señalado Muergo con sus ojos bizcos y su risa estúpida, le apoyó con vehemencia, fue sordo en las seducciones de sus astrosos compañeros, y ciego a los atractivos que tenía delante.

Así es que duró poco la detención allí, y muy pronto se les vio trepar a los prados en busca del camino de la Fuente Santa. Aunque Andrés había visto, al asomarse al Muelle, el sitio conveniente, que aún no se había puesto el gallardete amarillo sobre la bandera azul en el palo de señales de la Capitanía, prueba de que la corbeta avistada no abocaba todavía al puerto, llevaba mucha prisa; porque resuelto a ver la entrada de su padre desde San Martín, creía que andaba el barco más que su pensamiento y temía llegar tarde.

Mientras caminaba, siempre delante de los demás, éstos le acribillaban a preguntas, o le detenía alguno de ellos para ver cómo se revolcaba Muergo sobre los prados, o se bañaba algún chico entre las peñas cercanas a la Cueva del tío Cirilo, o rendía la bordada un patache buscando la salida con viento de proa, o remedaba Silda el mirar torcido y el reír estúpido de Muergo.

-¡Buenas cosas traerá tu padre! -dijo la muchacha a Andrés.

-A veces las trae tal cual -respondió Andrés sin volver la cara.

-¿Para ti también?

-Y para todos. Una vez me trajo un loro.

-Mejor eran cajetillas -expuso Sula.

-U jalea -añadió Muergo.

-Para él las trae a cientos de Las tres coronas -dijo Andrés respondiendo a Sula.

-¡Bien sé yo qué es jalea, puño! -insistió Muergo relamiéndose-. Una vez la caté... ¡Ju, ju, ju! Se lo dio a mi madre una señora del muelle... Yo creo que lo trincó. ¡Ju, ju, ju! También yo se lo trinqué a ella una noche, y me zampé media caja... ¡Puño, qué taringa endimpués que lo supo!

-Puede que también traiga mantones de seda -dijo Silda, apretando la jareta de la saya sobre su cintura-. Si trae muchos, guárdame uno, ¿eh, Andrés?

Volvióse éste hacia Silda asombrado del encargo que acababa de hacerle, y vio a Sula, cabeza abajo, agarrado con las manos a la hierba, y echando al aire, ora una pierna, ora la otra; pero nunca las dos a la vez. Cabalmente el hacer pinos pronto y bien era una de las grandes habilidades de Andrés. Sintióse picado del amor propio al ver la torpeza de Sula, y alumbrándole un puntapié en el trasero, díjole para que se enteraran todos los presentes:

-Eso se hace así.

Y en un periquete hizo el pino perfecto, con zapateta y perneo, y la Y, y casi la T, y cuanto podía hacerse, sin ser descoyuntado volatinero, en aquella incómoda postura. Y tanto se zarandeó, animado por el aplauso de Silda y de Muergo, que se le cayó en el prado cuanto llevaba en los bolsillos, lo cual no era mucho: tres cuartos en dos piezas, un pitillo, un cortaplumas con falta de media cacha y unos papelejos.

En cuanto Muergo vio el pitillo, le echó la zarpa y se apartó un buen trecho; y antes que Andrés hubiera deshecho el pino y recogido del suelo los cuartos, papeles y navaja, ya él había sacado un fósforo de cartón que conservaba en el fondo insondable en un bolsillo de su chaquetón, y resobando el mixto contra un morrillo, y encendido el cigarro, dándole tres chupadas tan enormes, sin soltarle de la boca, y tan bien tapadas, que cuando se le fue encima el hijo del capitán de la Montañesa reclamando a piña seca lo que era suyo, Muergo, envuelta en humo la monstruosa cabeza, porque le arrojaba por todos los agujeros de ella y hasta parecía que por la mismas crines de su melena, sólo pudo entregar medio pitillo, y ése puerco y apestando. Así y todo, le consumió Andrés en pocas chupadas, pues si a Sula le vencía en hacer pinos, a taparlas no le ganaba Muergo. ¡Como que le había enseñado a fumar Cuco, que era el fumador más tremendo del Muelle-Anaos, lo cual era tanto como decir el fumador más valiente del mundo! Pues todavía alumbró Sula un par de bofetadas buenas a la colilla impalpable que tiró Andrés.

En la Fuente Santa se encaramaron en el pilón y bebieron agua, sin sed los más de ellos, y Silda se lavó las manos y se atusó el pelo. Después echaron por el empinado callejón de la «fábrica de sardinas», y salieron a los prados de Molnedo. Allí intentó Muergo hacer su poco de pino, quedándose rezagado para que no le vieran la prueba si le salía mal. En la brega para enderezar no más que el tronco sobre la cabeza, pues en cuanto a los pies, no había que pensar en despegarlos del prado, se le volvieron las faldas del chaquetón hasta taparle los ojos. En tan pintoresco trance le hallaron dos de sus camaradas, advertidos por Silda, que fue la primera en notar la falta del salvaje rapaz. Llegáronse todos a él muy queditos, y uno con ortigas y otro con una vara, y Silda con la suela entachuelada de un zapato viejo que halló en el prado, le pusieron aquellas nalgas cobrizas que echaban lumbres.

-¡Págame el tronchazo, animal! -le gritaba Silda, mientras le estampaba las tachuelas en el pellejo, cuando le dejaban sitio y ocasión la vara de Andrés y las ortigas de Sula.

Bramidos de ira, y hasta blasfemias, lanzaba Muergo al sentirse flagelado tan bárbaramente; pero sólo cuando imploró misericordia, logró que sus verdugos le dejaran en paz y rascarse a sus anchas las ampollas, que le abrasaban.

Sula, ya que estaba allí, quiso acercarse al Muelluco. Andrés le dijo que hartas detenciones iban ya para la prisa que él llevaba; pero Sula no tomó en cuenta el reparo y se bajó al Muelluco. En seguida empezó a gritar:

-¡Congrio, qué hermosura!... ¡Cristo, qué marca! ¡Madre de Dios, qué cámbaros!... ¡Atracarvos, congrio!

Y no hubo más remedio que atracarse todos al Muelluco. Buena era, en efecto, la marea, mas no para tan ponderada; y en cuanto a los cámbaros, los pocos que se veían, no pasaban de lo regular. Pero Sula estaba en lo suyo, y no podía remediarlo. El sol calentaba bastante; el agua, verdosa y transparente, cubría en aquel sitio más de dos veces, y se podían contar uno a uno los guijarros del fondo.

-Échame dos cuartos, Andrés -le dijo el raquero, piafando impaciente sobre el Muelluco-. ¡Te los saco de un cole!

-No los tengo -contestó Andrés, que deseaba continuar su camino sin perder un minuto.

-¿Qué no los tienes? -exclamó admirado Sula-. ¡Y te los cogí yo mesmo del prao cuando te se caeron de la faldriquera endenantes!

Andrés se resistía. Sula apretaba.

-¡Congrio!... ¡Échame tan siquiera el cuarto! ¡Vamos, el cuarto solo, que tamién tienes!... ¡Anda, hombre!... Mira, le engüelves en uno de esos papelucos arrugaos que te metí yo mesmo en la faldriquera...

Y Andrés que nones. Pero terció Silda a favor del suplicante, y al fin la roñosa moneda, envuelta en un papel blanco fue echada al agua. Los cuatro personajes de la escena observaron, con suma atención, cómo descendía en rápidos zigzags hasta el suelo, y cómo se metió debajo de un canto gordo, movedizo, pero sin quedar enteramente oculta a la vista.

-¡Contrales! -dijo Sula, rascándose la cabeza y suspendiendo la tarea, que había comenzado, de quitarse su media camisa sin despedazarla por completo-. ¡Puede que haiga pulpe allí!

Cosa que a Muergo le tenía sin cuidado, puesto que, en un abrir y cerrar de ojos, desató el bramante de su cintura, largó el chaquetón que le envolvía hasta cerca de los tobillos y se lanzó al agua, de cabeza con las manos juntas por delante. Tan limpio fue el cole, que apenas produjo ruido el cuerpo al caer, y sólo burbujitas y una ligera ondulación en la superficie indicaban que por allí se había colado aquel animalote bronceado y reluciente que buceaba, como una tonina, meciéndose, yendo y viniendo alrededor del canto gordo, con la greña flotante, cual si fuera manojo de porreto; se le vio en seguida remover la piedra, mientras sus piernas continuaban agitándose blandamente hacia arriba, coger el blanco envoltorio, llevárselo a la boca, invertir su postura con la agilidad de un bonito, y, de dos pernadas y un braceo, aparecer en la superficie con la moneda entre los dientes, resoplando como un hipopótamo de cría.

-¿Echas la mota? -dijo a Andrés después de quitarse el cuarto de la boca y sosteniéndose derecho en el agua solamente con la ayuda de las dos piernas.

-Ni la mota ni un rayo que te parta -respondió Andrés, consumido por la impaciencia-. ¡Ni os espero tampoco más!

Y como lo dijo, lo hizo, camino de las Higueras, sin volver atrás la cara.

Cuando la volvió, cerca ya de los prados de San Martín, observó que no le seguía ninguno de sus tres camaradas. En el acto sospechó, no infundadamente, que el cuarto adquirido por Muergo era la causa de la deserción. Sula y la muchacha querrían que se puliera en beneficio de todos.

No le pesó verse solo, pues no le hacía mucha gracia andar en sitios públicos con amigos de aquel pelaje.

Menos le pesó cuando al atravesar, por el podrido tablero, el foso del castillo, vio su batería llena de gente que le había precedido a él con el mismo propósito de asistir desde allí a la entrada de la Montañesa; gente que le era bien conocida en su mayor parte, pues había entre ella marinos amigos de su padre, prácticos libres de servicio aquel día, a quienes había visto mil veces, no sólo en el muelle, sino en su propia casa; el mismo dueño y armador de la corbeta, comerciante rico, que le infundía un respeto de todos los diablos; las mujeres de algunos marineros de ella; el mismísimo don Fernando Montalvo, profesor de náutica, maestro de su padre y de todos los capitanes y pilotos jóvenes de entonces, personaje de proverbial rigidez en cátedra, al cual temía mucho más que al amo de la Montañesa, porque sabía que estaba destinado a caer bajo su férula en día no remoto; Caral, el conserje del Instituto Cántabro, que no perdía espectáculo gratis y al aire libre; su amigo el Conde del Nabo, con su casacón bordado de plata, resto glorioso de no sé qué empleo del tiempo de sus mocedades, y la sempiterna queja de que no le alcanzaba la jubilación para nutrir el achacoso cuerpo, que ya se le quebrantaba por las choquezuelas; don Lorenzo, el cura loco de la calle Alta, tío de un muchacho, amigo de Andrés, que se llamaba Colo y estaba abocado a matricularse en latín por exigencia y con la protección de aquel energúmeno; Ligo, mozo que iba a hacer ya su segundo viaje de piloto, y a cuya munificencia debía él algunos puñados de picadura... y no pocos coscorrones; Aniceto, el sastre inolvidable; Santoja, el famoso zapatero del portal del marqués de Villatorre... y muchos curiosos más de diversas cataduras, algunos con sus catalejos enfundados, y no pocos con sus sabuesos de caza o su borreguito domesticado... Porque en aquel entonces, la entrada de un barco como la Montañesa, de la matrícula de Santander, de un comerciante de Santander, mandado y tripulado por capitán, piloto y marineros de Santander, era un acontecimiento de gran resonancia en la capital de la Montaña, donde no abundaban los de mayor bulto. Además, la Montañesa venía de La Habana, y se esperaban muchas cosas por ella: la carta del hijo ausente, los vegueros de regalo, la caja de dulces surtidos, el sombrero de jipijapa, la letra de cincuenta pesos, la revista de aquel mercado, las noticias de tal cual persona de dudoso paradero o de rebelde fortuna, y, cuando menos, las memorias para media población y algunos indianos de ella, de retorno. La misma curiosidad, y por las mismas razones, excitaban la Perla, la Santander y muy pocas fragatas más de aquellos tiempos. Nadie ignoraba en la ciudad cuándo salían, qué llevaban, adónde iban ni por dónde andaban, como fuera posible saberlo. Sus capitanes y pilotos eran popularísimos, y sus dichos y sus hechos se grababan en la memoria de todos como glorias de familia. ¿Quién de los que entonces tuvieran ya uso de razón y vivan hoy, habrá olvidado aquella tarde inverniza y borrascosa en que, apenas avistada al puerto una fragata, se oyó de pronto el tañido retumbante, acompasado, lento y fúnebre del campanón de los Mártires?

-¡A barco! -exclamaron cientos y cientos de personas que conocían el toque.

-¡La Unión! -añadían consternadas, echándose a la calle, las que aún no habían salido de casa.

Porque no ignoraba nadie, desde por la mañana, que la Unión era la fragata avistada y que venía corriendo un temporal furioso.

Yo me hallaba en la escuela de Rojí al sonar el campanón, y ninguno preguntó allí: «¿Qué fragata es ésa?», cuando se nos dijo: «¡La Unión, que va a las Quebrantas!» Todos la conocíamos, y casi todos la esperábamos. Con decir que en seguida se nos dio suelta, pondero cuanto puede ponderarse la impresión causada en el público por el suceso. Medio pueblo andaba por la calle, y el otro medio se desparramaba desde el castillo de San Martín al del Hano, viendo consternado, primero, cómo se salvaba la tripulación, casi por milagro de Dios, y, después, cómo daba a la costa el hermoso buque, y se despedazaba a los golpes del embravecido mar, y caía sobre sus despojos una nube de aquellos rapaces costeños, de quienes se contaba, y aún se cuenta, que ponían una vela a la Virgen de Latas, siempre que había temporal, para que fueran hacia aquel lado los buques que abocaran al puerto. No cabe en libros lo que se habló en Santander de aquel triste suceso, que hoy no llevaría dos docenas de curiosos al polvorín de la Magdalena. Y aún fue, pasados los años, tema compasible de muchas y muy frecuentes conversaciones; y, todavía hoy, como se ve por la muestra, sale a colación de vez en cuando.

Y con esto, vuelvo a las personas que dejamos en San Martín esperando la llegada de la Montañesa.

A pesar de ser muchas, se hablaba muy poco entre ellas, lo cual acontece siempre que se aguarda un suceso que interesa por igual a todos los circunstantes, o están las gentes a cielo descubierto, delante de la naturaleza, que habla por los codos, sin dejar que nadie meta su cuchara en la conversación... ¡Y qué elocuente estaba aquel día! La mar, verdosa y fosforescente, rizada por una brisa que yo llamaría juguetona, si el término no estuviera tan desacreditado por copleros chirles y por impresionistas cursis que quizá no han salido nunca de los trigos de tierra adentro; el sol, despilfarrando alegre sus haces de luz, que centelleaba entre los pliegues de la bahía y en los rojos traidores arenales de las Quebrantas. Allá, en el fondo del paisaje, los azulados picos de Matienzo y Arredondo, y más cerca, las curvas elevadas y los senos sombríos de la cordillera que iba perfilando la vista desde el cabo Quintres y las lomas de Galizano, hasta los puertos de Alisas y la Cavada, transparentándose en una bruma sutil y luminosa como velo tejido por hadas con hilos impalpables de rocío; y allí, al alcance de la mano, los cerros del Puntal recibiendo en sus cimientos arenosos los besos amargos de la creciente marea. Por todo ruido, el incesante rumor de las aguas al tenderse perezosas en la playa contigua, o al mojar con sus rizos, agitados por el aire, las asperezas del peñasco. No se veía el pulmón bastante henchido nunca de aquel ambiente salino, ni la vista se hartaba de aquella luz reverberante, parlanchina y revoltosa, que se columpiaba en la bruma, en las aguas y en las flores.

No sé si irían precisamente por este lado todos los pensamientos de aquellas personas cuando discurrían de una a otra parte por la explanada del castillo, o se encaramaban en la paredilla del parapeto, o se tumbaban sobre la hierba de la braña exterior, sin hablar más de tres palabras seguidas y con la vista errabunda por todos los términos del paisaje; pero puede apostarse a que, si por arte de hechicería se les hubieran puesto delante, en lugar del miserable castillejo, los mayores prodigios de la industria humana, o las maravillas de los palacios de Aladino, los hubieran contemplado sin el menor asombro; señal, aunque sin darse cuenta de ello, de que, a sus ojos, valían mucho más las maravillas de la naturaleza. Andrés era el único de los espectadores que no paraba mientes en estas maravillas, ni las hubiera parado tampoco en las de la misma Pari-Banú, si allí se hubiera presentado para transformar de repente el castillo en un alcázar de oro con puertas de esmeraldas. Pensaba en la llegada de su padre, y el barco de su padre, y a lo más, en que toda aquella gente estaba allí para ver eso mismo que tanto le interesaba a él, por ser hijo de quien era; es decir, del héroe de la fiesta. ¡Si estaría hueco y gozoso y preocupado! Ligo le había tomado por su cuenta, y después de andar con él de un lado para otro, haciéndole reír o ponerse colorado con las cosas que preguntaba al Conde del Nabo sobre la flojedad de sus choquezuelas, o a Caral acerca de su canoa (sombrero), se habían acomodado juntos en lo más alto y saliente del promontorio.

Al fin se oyeron muchas voces que exclamaron a un tiempo:

-¡Ahí está!

Y allí estaba, en efecto, la Montañesa, que abocaba orzando, cargada de trapo hasta los topes, el pabellón ondeando en el pico de cangreja y con el práctico a bordo ya, pues que llevaba la lancha al costado. Apenas arribó sobre la Punta del puerto, ya se la vio pasar rascando la Horadada por el sur del islote, y tomar en seguida, como dócil potro bien regido, el rumbo de la canal. La brisa la empujaba con cariño, y sobre copos de blandos algodones parecían mecerse sus amuras poderosas.

Cada movimiento del barco arrancaba un comentario de aplauso a los inteligentes de San Martín y producía un tumulto en el corazón de Andrés, que era el más interesado de todos en las valentías de la corbeta y en la llegada de su capitán.

Así se fue acercando poco a poco, siguiendo inalterable su derrotero, como quien pisa ya terreno conocido, que es, además, camino de su casa; y tanto y con tal destreza atracaba a la costa de los espectadores, que cualquier ojo ducho en estas maniobras hubiera conocido que el práctico que la gobernaba se había propuesto demostrar a los contramaestres de muralla que allí no se trabajaba a lo zapatero de viejo, sino que se hilaba mucho y por lo fino. ¡Y vaya si el tío Cudón, que era el práctico que había tomado a la corbeta en el Sardinero, sabía, como el más guapo, meter como una seda el barco de mayor compromiso!

Y en esto continuaba arribando, con un andar de siete millas; y llegó a oírse el rumor de la estela, y el crujir de la jarcia al rehenchirse la lona, y el resonar de la cadena al ser sacada de sus cajas, y plegadas a proa las brazas suficientes de ella para dar fondo en el momento oportuno; algún espectador creía distinguir caras conocidas sobre el puente; llegó a verse claro y distinto al piloto Sama, sobre el castillo de proa, con sus botas de agua, su chaquetón oscuro y su gorra de galón dorado..., y Andrés, exclamando: «¡Mírale!», apuntó, con el brazo tendido, a su padre, de pie sobre la toldilla de popa, junto a la rueda del timón, y la diestra en la driza de la bandera, con la cual, momentos después, y al hallarse la corbeta casi debajo de la visual de los espectadores de San Martín, respondió a las aclamaciones y saludos de éstos, izándola tres veces seguidas, mientras se llenaba la borda de estribor de tripulantes y pasajeros que agitaban al aire sus gorras y jipijapas. Entonces pudieron gozarse a la simple vista todos los detalles de la corbeta... ¡La muy presumida! ¡Cómo había cuidado, antes de abocar al puerto, de sacudirse el polvo del camino y arreglarse todos sus perifollos! Sus bronces parecían oro bruñido; traía las vergas limpias de palletería y sin sus forros de lona, burdas y cantos de cofa; oscilaba en la batayola el catavientos de pluma, que sólo se luce en el puerto, y flameaban en los galopes de la arboladura la grímpola azul con el nombre del barco en letras blancas, la contraseña de la casa y la bandera blanca y roja de la matrícula de Santander.

Otra vez saludó el pabellón de la Montañesa, y otra vez más volvieron a cruzarse vítores, ¡hurras! y sombreradas entre la gente de a bordo y la de tierra; y como si el barco mismo hubiera participado del sentimiento que movía tantos ánimos, haciendo crujir de pronto todo su aparejo, hundió las amuras en el agua hasta salpicar las anclas, que ya venían preparadas sobre el capón y boza, y se tendió sobre el costado de babor, dejando al descubierto en el otro, por encima de las lumbres de agua, más de una hilada de reluciente cobre.

En esta posición gallarda, meciéndose juguetona en el lecho la hervorosa espuma que ella misma agitaba y producía, se deslizó a lo largo del peñasco, rebasó en un instante el escollo de las Tres hermanas, cargáronse en seguida sus mayores y se arriaron gavias, foques y juanetes; y muy poco más allá, a la voz resonante y varonil de ¡fondo! que se dejó oír perceptible y clara sobre el puente, caía un ancla en el agua y se percibía el áspero sonido de los eslabones al filar por el escobén más de cuarenta brazas de cadena. Con lo que la airosa corbeta, tras un fuerte estremecimiento, quedó inmóvil sobre las tranquilas aguas del fondeadero de la Osa, como corcel de bríos parado en firme por su jinete a lo mejor de su carrera.




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- III -

Dónde había caído la huérfana de Mules


Tío Mocejón, el de la calle Alta (porque había otro Mocejón, más joven, en el Cabildo de Abajo), era un marinero chaparrudo, rayano con los sesenta, de color de hígado con grietas, ojos pequeños y verdosos, de bastante barba, casi blanca, muy mal nacida y peor afeitada siempre, y tan recia y arisca como el pelo de su cabeza, en la cual no entraba jamás el peine, y rara, muy rara vez, la tijera. Tenía los andares como todos los de su oficio, torpes y desaplomados; lo mismo que la voz, las palabras y la conversación. El mirar, en tierra, oscuro y desdeñoso. En tierra digo, porque en la mar, como andaba en ella, o por encima o alrededor de ella veía cuanto en el mundo podía llamarle la atención, ya era otra cosa. El vil interés y el apego instintivo al mísero pellejo le despertaban en el espíritu los cuidados; y no hay como la luz de los cuidados para que echen chispas los ojos más mortecinos. En cuanto a genio, mucho peor que la piel, que la barba, las greñas, los andares y la mirada; no por lo fiero precisamente, sino por lo gruñón, y lo seco, y lo áspero, y lo desapacible. Unos calzones pardos, que al petrificarse con la mugre, el agua de la mar y la brea de la lancha, habían ido tomando la forma de las entumecidas piernas; unos calzones así, atados a la cintura, con una correa; unos zapatos bajos, sin tacones ni señal de lustre, en los abotagados pies; un elástico de cobertor, o manta palentina, sobre la camisa de estopa, y un gorro catalán puesto de cualquier modo encima de las greñas, como trapo sucio tendido en un bardal, componían el sempiterno envoltorio de aquel cuerpo, pasto resignado de la roña y muy capaz hasta de pactar alianzas con la lepra, pero no de dejarse tocar del agua dulce.

Pues con ser así tío Mocejón, no era lo peor de la casa, porque le aventajaba en todo la Sargüeta, su mujer, cuyo genio avinagrado y lengua venenosa y voz dilacerante, eran el espanto de la calle, con haber en ella tantas reñidoras de primera calidad. Era más alta que su marido, pero muy delgada, pitarrosa, con hocico de merluza, dientes negros, ralos y puntiagudos; el color de las mejillas, rojo curado; y lo demás de la cara, pergamino viejo; el pecho hundido, los brazos largos; podían contarse los tendones y todos los huesos de sus canillas, siempre descubiertas, y apestaba a parrocha desde media legua. Nunca se le conoció otro atalaje que un pañuelo oscuro atado debajo de la barbilla, muy destacado sobre la frente y caído hacia los ojos, para que no los ofendiera la luz; un mantón de lana, también oscuro y también sucio, y hasta remendado, cruzadas sobre el pecho las puntas y amarradas encima de los riñones; un refajo de estameña parda, y en los pies unas chancletas con luces a todos los vientos.

Sin embargo, hay quien asegura que era más llevadera esta mujer inaguantable, que su hija Carpia, moza ya metida en los diecinueve, tan desaliñada y puerca como su madre, pero más baja de estatura, más morena, más chata, tan recia de voz y tan larga de lengua, y, además, cancaneada. Era de oficio sardinera, y cosa de taparse la gente los oídos y los ojos, y aun las narices, cuando ella pasaba con el carpancho lleno, encima de la cabeza, chorreando la pringue sobre hombros y espaldas, cerniendo el corto y sucio refajo al compás del vaivén chocarrero de sus caderas, pregonando a gañote limpio la mercancía. Ninguna sardinera ponía la nota final más alta ni tan bien sostenida; se llegaba a perder la esperanza de que aquel grito áspero y penetrante tuviera fin. Pero que cualquier transeúnte le diera a entender esa sospecha con el menor gesto, o mostrara su desagrado con la más leve palabra; que cualquier fregona inexperta, después de preguntarle desde el balcón de la cocina «¿A cómo?», no replicara a su respuesta, o replicara de malos modos, o que después de haber replicado, por ejemplo, «A tres», y de haber dicho la sardinera: «Abaja», la fregona no bajara, o tardara en bajar...; ¡era cuando había que oír y que ver lo que decía y hacía Carpia entonces, con el carpancho en el suelo, en mitad de la calle, y la vista unas veces en su agresor, o en el sitio que éste había ocupado, si se retiró prudentemente a lo escondido temiendo la granizada, y otras en el primer transeúnte que cruzara a su lado, o en todos los transeúntes, o en todos los balcones de la calle! Mirándola en aquel trance, se dudaba cuál era en ella más asombroso, entre la palabra, la idea, el gesto, la voz y los ademanes; y todo ello junto parecía imposible que cupiera en una criatura humana, y del mismo sexo en el cual se vinculan el aseo y la vergüenza. Y, sin embargo, Carpia no estaba enfadada de veras: aquello no era más que un ligero desahogo que se permitía entre burlona y despechada, porque cuando se enfadaba, es decir, cuando reñía con todo el ceremonial del caso entre el gremio, que ha llegado a formar escuela y va a la hora presente en próspera fortuna... ¡Dios de bondad!... En fin, casi tan terrible como su madre, de quien tomó el estilo, ora oyéndola en la vecindad, ora aprendiendo con ella a correr la sardina, llevando por las asas el carpancho entre las dos.

Carpia tenía un hermano llamado Cleto, de menos edad que ella. Salía este hermano más a la casta de su padre que a la de su madre. Era sombrío y taciturno, pero trabajador. Andaba ya a la mar, y no se llevaba bien con su hermana. La daba patadas en la barriga, o donde la alcanzaba, cuando llegaba el caso de responder a las desvergüenzas de la sardinera.

No sabía hablarla de otro modo.

Esta apreciable familia habitaba el quinto piso de una casa de la calle Alta (acera del sur), que tenía siete a la vista, y cuya línea de fachada se extendía muy poco más que el ancho de sus balcones de madera. Digo que tenía siete pisos a la vista, porque entre bodega, cabretes, subdivisiones de pisos y buhardillas, llegaba a catorce las habitaciones de que se componía, o, si se quiere de otro modo más exacto, catorce eran las familias que se albergaban allí, cada una en su agujero correspondiente, con sus artes de pescar, sus ropas de agua, sus cubos llenos de agalla con arena para macizo, sus astrosos vestidos de diario y toda la pringue y todos los hedores que estas cosas y personas llevan consigo necesariamente. Cierto que los inquilinos que tenían balcón le aprovechaban para destripar en él la sardina, colgar trapajos, redes, medio-mundos y sereñas, y que tenían la curiosidad de arrojar a la calle, o sobre el primero que pasara por ella, las piltrafas inservibles, como si el goteo de las redes y de los vestidos húmedos no fuera bastante lluvia de inmundicia para hacer temible aquel tránsito a los terrestres que por su desventura necesitaban utilizarle; y en cuanto a los cubiles que no tenían estos desahogaderos, allá se las componían tan guapamente sus habitadores, engendrados, nacidos y criados en aquel ambiente corrompido, cuya peste les engordaba. De todas maneas, ¿cómo remediarlo? No vivían mejor los inquilinos de las casas contiguas y siguientes, ni los de la otra acera, ni todo el Cabildo de Arriba... Lo propio que el de Abajo en las calles de la Mar, del Arrabal y del Medio.

Volviendo a tío Mocejón, añado que era dueño y patrón de una barquía, por lo cual cobraba de la misma dos soldadas y media: una y media por amo y una por patrón; o, lo que es lo mismo (para los lectores poco avezados en esta jerga), de todo lo que se pescara, hecho tantas partes como fueran los compañeros de la barquía, se tiraba él dos y media. Procedía de abolengo esta riqueza (mermada en la mitad en manos de Mocejón, puesto que lo heredado por éste fue una lancha); y nadie sabe la importancia que esta propiedad le daba entre todo el Cabildo, en el cual era rarísimo el marinero que tenía una parte pequeña en la embarcación en que andaba; ni lo que influyó en la Sargüeta y en su hija Carpia para que llegaran a ser las más desvergonzadas y temibles reñidoras del Cabildo.

Como tío Mocejón era bastante torpe en números y se mareaba en pasando la cuenta de la que él pudiera echar con los dedos de la mano, bien agarrados, uno a uno, con la otra, la patrona, es decir, su mujer, era quien cobraba cada sábado el pescado vendido durante la semana al costado de la barquía, al volver ésta de la mar; lances en los cuales había acreditado, principalmente, la Sargüeta, el veneno de su boca, lo resonante de su voz, lo espantoso de su gesto, lo acerado de sus uñas y la fuerza de sus dedos enredados en el bardal de una cabeza de la Pescadería. Por eso, del cepillo de las Ánimas sacara una revendedora los cuartos, si no los tenía preparados el viernes por la noche, antes que pedir a la Sargüeta diez horas de plazo para liquidar su deuda. Aunque patronas se llaman todas las mujeres de los patrones de lancha, cobren o no por su mano las ventas de la semana, en diciendo «la patrona» del Cabildo de Arriba, ya se sabía que se trataba de la Sargüeta. ¡Qué tal patrona sería!

Ya se irá comprendiendo que no le faltaban motivos a la muchachuela Silda para resistirse a volver a la casa de que huyó. En cuanto a las razones que se tuvieron presentes para que la recogieran en ella cuando se vio huérfana y abandonada en medio de la calle, como quien dice, no fueron otras que la de ser Mocejón marinero pudiente, y, además, compadre de Mules, por haber éste sacado de pila al único hijo varón de la Sargüeta. Que costó Dios y ayuda reducir a Mocejón y toda su familia a que se hiciera cargo de la huérfana, no hay necesidad de afirmarlo; ni tampoco que el padre Apolinar y cuantas personas anduvieran con él empeñadas en la misma empresa caritativa, oyeron verdaderos horrores, particularmente de Carpia y de su madre, antes de lograr lo que intentaban; lo cual no aconteció hasta que el Cabildo ofreció a Mocejón una ayuda de costas de vez en cuando, siempre que la huérfana fuera tratada y mantenida como era de esperar. Mocejón quiso, por consejo de su mujer, que la promesa del Cabildo «se firmara en papeles por quien debiera y supiera hacerlo», pero el Cabildo se opuso a la exigencia, y como ya había más de una familia dispuesta a recoger a Silda por la ayuda de costas ofrecida, sin que se declarara en papeles la oferta, tentóle la codicia a la Sargüeta, convenció a los demás de su casa, contando con que a un mal dar, del cuero le saldrían las correas de la muchacha, diole albergue en su tugurio, y poco más que albergue, y mucho trabajo.

Por de pronto, no hubo cama para ella: verdad que tampoco la tenían Carpia ni su hermano. Allí no había otra cama, propiamente hablando, y por lo que hace a la forma, no a la comodidad ni a la limpieza, que el catre matrimonial, en un espacio reducidísimo, con luz a la bahía, el cual se llamaba sala porque contenía también una mesita de pino, una silla de bañizas, un escabel de cabretón y una estampita de San Pedro, patrono del Cabildo, pegada con pan mascado a la pared. Carpia dormía sobre un jergón medio podrido, en una alcoba oscura con entrada por el carrejo, y su hermano encima del arcón en que se guardaba todo lo guardable de la casa, desde el pan hasta los zapatos de los domingos. A Silda se la acomodó en un rincón que formaba el tabique de la cocina con uno de los del carrejo, es decir, al extremo de éste y enfrente de la puerta de la escalera, sobre un montón de redes inservibles y debajo de un retal de manta vieja. ¡Si la pobre chica hubiera podido llevarse consigo la tarimita, el jergón, las dos medias sábanas y el cobertor raído a que estaba acostumbrada en su casa... Pero todo ello, y cuanto había de puertas adentro, no alcanzó para pagar las deudas de su padre. Después de todo, aunque Silda hubiera llevado su cama a casa de tío Mocejón, se habrían aprovechado de ella Carpia o su hermano, y, al fin, la misma cuenta le saldría que no teniendo cama propia. No sé si discurría Silda de esta suerte cuando se acostaba sobre el montón de redes viejas del rincón de la cocina; pero es un hecho averiguado que tenderse allí, taparse hasta donde le alcanzaba la media manta y quedarse dormida como un leño, eran una misma cosa.

Algo más que la cama extrañaba la comida. No era de bodas la de su casa; pero la que había, buena o mala, era abundante siquiera, porque entre dos solas personas, repartido lo que hay, por poco que sea, toca a mucho a cada una. Luego, como hija única de su padre, que no se parecía en el genio ni en el arte a Mocejón, era, relativamente, niña mimada; por lo cual, de la parte de Mules siempre salía una buena tajada para aumentar la de su hija, al paso que, desde que vivía con la familia de la Sargüeta, nunca comía lo suficiente para acallar el hambre; y lo poco que comía, malo, y nunca cuando más lo necesitaba, y, de ordinario, entre gruñidos e improperios, si no entre pellizcos y soplamocos. Siempre era la última en meter la cuchara común en la tartera de las berzas con alubias y sin carne, y todos los de la casa tenían un diente que echaba lumbres; de modo que, por donde ellos habían pasado ya una vez, era punto menos que perder el tiempo intentar el paso. ¡Tenían un arte para cargar la cuchara!... Cada cucharada de Mocejón parecía un carro de hierba. Solamente su mujer le aventajaba, no tanto en cargarla, como en descargarla en su boca, que le salía al encuentro con los labios replegados sobre las mandíbulas angulosas y entreabiertas, y los dientes oblicuos hacia afuera, como puntas de clavos roñosos; luego... luego nada, porque nunca pudo averiguar Silda, que no dejaba de ser reparona, si era la boca la que se lanzaba sobre la presa, o si era la presa la que se lanzaba, desde medio camino, dentro de la boca: ¡tan rápido era el movimiento, tan grande la sima de la boca, tan limpia la dentellada y tan enorme el tragadero por donde desaparecía lo que un segundo antes se había visto, chorreando caldo, a media cuarta de la tartera! No eran tan limpios en el comer Carpia y su hermano, aunque sí tan voraces; pero lo mismo los hijos que los padres, tenían la buena costumbre, antes de soltar en la tartera la cuchara que acababan de tener en la boca, de darla dos restregoncitos contra los calzones o contra el refajo, a fin de quitar escrúpulos al que iba a tomar con ella su correspondiente cucharada, por riguroso turno.

Porque Silda no lo hizo así el primer día que comió en aquella casa, la llamó puerca la Sargüeta y le dio Carpia un testarazo.

Cuando no había olla, cosa que no dejaba de ocurrir a menudo, si abundaban las sardinas, Silda consolaba el hambre con un par de ellas, asadas, con un gramo de sal, encima de las brasas; si no había sardinas o agujas, o panchos, o raya, o cualquier pescado de poca estimación en la plaza (de lo cual le daba la Sargüeta una pizca mal aliñada, o un par de pececillos crudos), una tira de bacalao o un arenque, por todo compaño, para el mendrugo de pan de tres días, o el pedazo de borona, según los tiempos y las circunstancias. Tal era su comida: fácil es presumir cómo serían sus almuerzos y sus cenas.

Entretanto, tenía que andar en un pie a todo lo que se le mandara, si quería comer eso poco y malo con sosiego; y lo que se le mandaba era demasiado, ciertamente, para una niña como ella. Por de pronto, ayudar a las mujeres de casa, dentro o alrededor de ella, en el aparejo de la barquía, es decir, componer las redes, secarlas, hacer otro tanto con las velas y con las artes de pescar, etc. etc...

Cuando toda la familia, hombres y mujeres, iban a la pesca de bahía, especialmente a la boga (pescado que entonces abundaba muchísimo, y que desapareció por completo años después, debido, según dice la gente de mar, a la escollera de Maliaño, porque precisamente el espacio que ella encierra era donde las bogas tenían su pasto), a la pesca de bahía tenía que ir Silda también, y a trabajar allí, aunque niña, tanto o más que las mujeres, o que Carpia, pues la Sargüeta rara vez iba ya a la bahía con su marido; a ella se encomendaba preferentemente la engorrosa tarea de sacar la ujana, hundiendo en la basa las dos manos, con los dedos extendidos, como las layas de los labradores, y virar luego la tajada, y deshacerla en pedacitos para dar con las gusanas, que iba echando en una cazuela vieja, o en una cacerolilla de hoja de lata, con arena en el fondo. Otras veces se la veía con un cestito al brazo, picoteando el suelo con un cuchillo, a bajamar, para dar con las escondidas amayuelas; o en las playas de arena, sacando muergos con un ganchito de alambre. Pero, al cabo, estas tareas y otras semejantes, aunque penosas, sobre todo en invierno, le daban cierta libertad, y a menudo pasaba ratos muy entretenidos con niñas y muchachos de su edad, que también andaban al muergo y a la amayuela y a la gusana y al chicote. Esto fue siempre lo preferible para ella: coger la esportilla y largarse a la Dársena, al arqueo del chicote, de la chapita y del clavo de cobre. Allí conoció a Muergo, y a Sula, y a otros muchachos raqueros de la calle de la Mar, y sobre todo al famoso Cafetera (cuya biografía en libros anda hace años), que aunque de la calle Alta, no asomaba por ella jamás, y a Pipa y a Michero, y a más de una chicuela que andaban con ellos a todo lo que salía. Siguiendo a esta tropa menuda, se aficionó al Muelle-Anaos y a la vida independiente y divertida que hacía en aquel terreno famoso, en que cada cual campaba por sus respetos, como si estuviera a cien leguas de la población y de todo país civilizado. Insensiblemente fue retardando la hora de volver a casa, y volvía casi siempre con la espuerta vacía. En ocasiones no volvió hasta por la noche; y como lo mismo la sacudían el polvo por faltar una hora que por faltar todo el día, optó serenamente por lo último; y al Muelle-Anaos acudía casi diariamente, aunque la mandaran a la Peña del Cuervo, y con los del Muelle-Anaos aprendió a la Maruca. Así la conoció Andrés.

Es de advertir que Silda, aunque asistía a todas las empresas y a todos los juegos de la pillería del Muelle-Anaos, rara vez tomaba parte en ellos más que con la atención; no por virtud seguramente, sino porque era de ese barro: una naturaleza fría y muy metida en sí. Sabía dónde se upaba el cobre y el cacao y el azúcar, y de qué manera, y dónde se vendía impunemente, y a qué precio; sabía dónde se gastaban los cuartos, así adquiridos, en tazas de café con copa, y lo que se daba por un ochavo, y por un cuarto, y por dos cuartos, y hasta por un real; sabía cómo se jugaba al cané... y sabía muchísimas cosas más que se enseñaban en aquella escuela de cuantos vicios pueden arraigar en criaturas vírgenes de toda educación física y moral; pero jamás en su espuerta entró cosa que no pudiera cogerse a vista de todo el mundo; ni vendió en el barracón del tío Oliveros un triste clavo ni una hebra de cáñamo; ni tomó en sus manos un naipe para el cané, ni una piedra en las guerras de Bajamar entre raqueros y terrestres, o entre raqueros de la calle Alta y raqueros de la calle de la Mar. Satisfacíase con asistir a todo y enterarse de todo cuanto hacían los pilletes, impávida e insensible, por carácter, como se ha dicho ya, no por virtud.

Andrés tampoco tomaba parte en las empresas raqueriles de los muchachos del Muelle-Anaos; pero sí en sus pedreas, en sus zambullidas, en sus juegos de agilidad, en sus intentos, casi siempre logrados, de atrapar un perro y arrojarle al agua con un canto al pescuezo. Sus diversiones de preferencia allí eran remar con Cuco en su bote, y pescar con un aparejillo que tenía, desde las escaleras del Paredón. Esto le gustaba mucho también a Silda; y en cuanto Andrés calaba la sereña, ya estaba ella a su lado, muy calladita y con los ojos clavados en el aparejo.

-¡Que pican! -solía decir alguna vez que otra, muy por lo bajo, viendo que la sereña se estremecía.

-Es picada falsa -respondía Andrés sin halar el aparejo.

Y así se pasaban los dos larguísimos ratos. Cuando se trababa algún pancho, Silda ayudaba a Andrés a encamar los anzuelos; y si los panchos eran dos, ella destrababa el uno.

Y a todo esto, calladita, impasible, y siempre con la cara, las manos y los pies limpios como un sol. Era como la señorita de aquella sociedad de salvajes; a Andrés le hacía por eso mismo mucha gracia, y tenía con ella consideraciones y miramientos que jamás usaba con las otras niñas desharrapadas que solían andar por allí. En cambio, ella no mostraba mayor inclinación al vestido y a los modales de Andrés, que a la basura y a la barbarie de los raqueros. Al contrario, el objeto de sus visibles preferencias parecía ser el monstruoso Muergo, el más estúpido, el más feo y el más puerco de todos sus camaradas. Mas estas preferencias no se revelaban en el hecho solo de acercarse a él muy a menudo, pues a otros muchos se acercaba también, siempre que le daba la gana, sino en que con ninguno era tan cariñosa como con Muergo.

-¡Límpiate los mocos y lávate esa cara, cochino! -solía decirle; o-: ¿Por qué no te esquilan esa greña?... Dile a tu madre que te ponga una camisa.

Entre tantos puercos y descamisados como andaban por allí, solamente se dolía de la roña y de la desnudez de Muergo. Y Muergo correspondía a estas relativas delicadezas de Silda, riéndose de ella, dándola una patada, o arrimándola un tronchazo como el de la Maruca. ¡Y la preferencia continuaba, por parte de Silda! ¿Por qué razón? Vaya usted a saberlo. Acaso la fuerza del contraste; la misma monstruosidad de Muergo; un inconsciente afán, hijo de la vanidad humana, de domar y tener sumiso lo que parece indómito y rebelde, y de embellecer lo que es horrible; hacer con Muergo lo que algunas mujeres, de las llamadas elegantes en el mundo, hacen con ciertos perros lanudos y muy feos: complacerse en verlos tendidos a sus pies, gruñendo de cariño, muy limpios y muy peinados, precisamente porque son horribles y asquerosos y no debieran estar allí.

Más fácil de explicar es la inclinación de Andrés al Muelle-Anaos y a la pillería que en él imperaba. Hijo de marino y llamado a serlo, los lances de la bahía le tentaban, y el olor del agua salada y el tufillo de las carenas le seducían; y escogió aquel terreno para satisfacer sus apetitos marineros, porque allí había botes de alquiler, y lanchas abandonadas, y barcos en los careneros, y ocasión de bañarse impunemente y en cueros vivos a cualquier hora del día, y correr la escuela, fumar con entera tranquilidad, y muy principalmente porque otros chicos de su pelaje andaban también por allí muy a menudo: ventajas todas que no podían hallarse reunidas ni en la Dársena ni en los cañones del Muelle. Sólo la Maruca las ofrecía alguna vez; y por eso iba también, de tarde en tarde, a la Maruca.

Por lo que hace a su amistad con los raqueros, no había otro remedio que elegir entre ella y la fatiga de entrar en su terreno por la fuerza de las armas, lo cual era algo pesado y expuesto para hecho diariamente. Por lo común, se hacía la primera vez. Después se firmaban las paces, y se vivía tan guapamente con aquella pillería, cuidando de tenerla engolosinada con cigarros y cualquier chuchería de la ciudad, especialmente a Cuco, que, por su corpulencia y barbarie, era el más temible en sus bromas, aunque, a su modo, fuera sociable y cariñosote.

Y como Silda iba apegándose más y más a la vida regalona del Muelle-Anaos, y sus ausencias de casa eran más largas cada día, y el Cabildo no parecía acordarse de dar la ofrecida ayuda de costas, y la familia de Mocejón estaba resuelta a no mantener de balde a una chiquilla tan inútil y rebelde, ocurrió una noche lo de la tunda aquélla, que obligó a Silda, que tantas había sufrido ya, a largarse a la calle y a dormir en una barquía, por no querer aceptar la oferta que, al bajar, la hizo al oído el bueno del tío Mechelín, marinero que, con su mujer, tía Sidora, ocupaba la bodega, o sea la planta baja de la casa.

Y como es preciso hablar algo de esta nueva familia que aparece aquí, y el presente capítulo tiene ya toda la extensión que necesita, quédese para el siguiente, en el cual se tratará de ese asunto... y de otro más, si fuere necesario.




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- IV -

Dónde la deseaban


Todo lo contrario de Mocejón y de la Sargüeta, así en lo físico como en lo moral, eran Mechelín y tía Sidora. Mechelín era risueño, de buen color, más bien alto que bajo, de regulares carnes, hablador, y tan comunicativo, que frecuentemente se le veía, mientras echaba una pitada a la puerta de la calle, referir algún lance que él reputaba por gracioso, en voz alta, mirando a los portales o a los balcones vacíos de enfrente, o a las personas que pasaban por allí, a falta de una que le escuchara de cerca. Y él se lo charlaba y él se lo reía, y hasta replicaba, con la entonación y los gestos convenientes, a imaginarias interrupciones hechas a su relato. También era algo caído de cerviz y encorvado de riñones; pero como andaba relativamente aseado, con la cara bastante bien afeitada, las patillas y pelo, grises, no precisamente hechos un bardal, y era tan activo de lengua y tan alegre de mirar, aquellas encorvaduras sólo aparentaban lo que eran: obra de los rigores del oficio, no dejadez y abandono del ánimo y del cuerpo. Entonaba no muy mal, a media voz, algunas canciones de sus mocedades, y sabía muchos cuentos.

Su mujer, tía Sidora, también gastaba ordinariamente muy buen humor. Era bajita y rechoncha; andaba siempre bien calzada de pie y pierna, vestida con aseo, aunque con pobreza, y gastaba sobre el pelo pañuelo a la cofia. Nadie celebraba como ella las gracias de su marido, y cuando la acometía la risa, se reía con todo el cuerpo; pero nada le temblaba tanto al reírse como el pecho y la barriga, que, tras de ser muy voluminosos de por sí, los hacía ella más salientes en tales casos, poniendo las manos sobre las caderas y echando la cabeza hacia atrás. Pasaba por regular curandera, y casi se atrevía a tenerse por buena comadrona.

Nunca había tenido hijos este matrimonio ejemplarmente avenido. Tío Mechelín era compañero en una de las cinco lanchas que había entonces en todo el Cabildo de Arriba, en el cual abundaron siempre más las barquías que las lanchas, y tía Sidora estaba principalmente consagrada al cuidado de su marido y de su casa; a vender, por sí misma, el pescado de su quiñón, cuando no hubiera preferido venderlo al costado de la lancha, y acompañar, a jornal, en la Pescadería, a alguna revendedora de las varias que la solicitaban en sus faenas de pesar, cobrar, etc. El tiempo sobrante le repartía en la vecindad de la calle, recetando conocimientos aquí, restañando heridas allá, cortando un refajo para Nisia o frunciendo unas mangas para Conce... o «apañando una criatura» en el trance amargo.

Como no había vicios en casa, ni muchas bocas, tía Sidora y su marido se cuidaban bastante bien, y hasta tenían ahorradas unas monedas de oro, bien envueltas en más de tres papeles, y guardadas en lugar seguro, para «un por si acaso». Los domingos se remozaban, ella con su saya de mahón azul oscuro; medias, azules también, y zapatos rusos; pañolón de seda negra, con fleco, sobre jubón de paño, y a la cabeza otro pañuelo oscuro. Él, con pantalón acampanado, chaleco y chaqueta de paño negro fino, corbata a la marinera, ceñidor de seda negra y boina de paño azul con larga borla de cordoncillo negro; la cara bien afeitada, y el pelo atusado... hasta donde su aspereza lo consintiera.

Todas estas prendas, más una mantilla de franela con tiras de terciopelo, que usaban las mujeres para los entierros y actos religiosos muy solemnes, las conservaron hasta pocos años ha, como traje característico y tradicional, las gentes de ambos Cabildos de mareantes.

Con una moza del de Abajo llegó a casarse (¡raro ejemplar!) un hermano de Mechelín que era callealtero, como toda su casta. ¡Bien se lo solfearon deudos, amigos y comadres! «Mira que eso va contra lo regular, y no puede parar en cosa buena! ¡Mira que ella tampoco lo es de por suyo ni de casta lo trae!... ¡Mira que Arriba las tienes más de tu parigual y conforme a la ley de Dios, que nos manda que cada pez se mantenga en su playa!... ¡Mira que esto y que lo otro, y mira que por aquí y mira que por allá!»

Y resultó, andando el tiempo, lo anunciado en el Cabildo de Arriba; no, a mi entender, porque la novia fuera del de Abajo, sino porque realmente no era buena «de por suyo», y se dio a la bebida y a la holganza, hasta que el pobre marido, cargado de pesadumbres y de miseria, se fue al otro mundo de la noche a la mañana, dejando en éste una viuda sin pizca de vergüenza, y un hijo de dos años, que parecía un perro de lanas, de los negros. Mechelín y su mujer amparaban, en cuanto podían, a estos dos seres desdichados; pero al notar que sus socorros, lo mismo en especie que en dinero, los traducía la viuda en aguardiente, dejando arrastrarse por los suelos a la criatura, desnuda, puerca y muerta de hambre, amén de echar pestes contra sus cuñados, por roñosos y manducones, y de que el chicuelo a medida que crecía se iba haciendo tan perdido y mucho más soez que su madre, cortaron toda comunicación con sus ingratos parientes. Así pasaron cuatro años, durante los cuales creció el rapaz y llegó a ser el Muergo que nosotros conocemos. Muergo, pues, era sobrino carnal de tío Mechelín, en cuya casa no recordaba haber puesto jamás los pies; y su madre, la Chumacera, sardinera a ratos, había obtenido por caridad, de los que fueron compañeros de lancha de su difunto, la peseta diaria que gana una mujer por el trabajo de madrugar para la compra de carnada (cachón, magano, etc.) para la lancha, a los pescadores o boteros de la costa de la bahía. El miedo a perder la ganga de la peseta, la obligaba a ser fiel y puntual en este encargo, único que supo desempeñar honradamente en toda su vida.

¡Con cuánto gusto tío Mechelín y su mujer hubieran llevado a su lado al niño, huérfano de tan buen padre, si hubieran creído posible sacar algo, mediano siquiera, de aquella veta montuna y bravía, y muy particularmente sin los riesgos a que les exponía este continuo punto de contacto con la sinvergüenza de su madre! Porque el tal matrimonio se perecía por una criatura de la edad, poco más o menos, del salvaje sobrino, para que llenara algo de la casa, como la llenan los hijos propios, tan deseados de todos los que no los tienen. Así es que cuando comenzaron las negociaciones del padre Apolinar con tío Mocejón para que éste recogiera a Silda en su casa, los ojos se les iban a los inquilinos de la bodega detrás de la niña que jugaba en la calle; y muy tentados estuvieron más de una vez, viendo bajar al fraile de mal humor, a tirarle del manteo para llamarle adentro y decirle por lo bajo: «¡Tráigala usted aquí, pae Polinar, que nosotros la recibiremos de balde, y muy agradecidos todavía.» Pero el acuerdo era cosa del Cabildo, que bien estudiado le tendría; y, además, no querían ellos que en casa de Mocejón llegara a creerse que el intento de apandarse «la ayuda de costas» ofrecida, era lo que les movía a recoger a la huérfana.

-¡Cuidao -decía Mechelín a tía Sidora-, que ni pintá en un papel resultara más al respetive de la comenencia... ¡Finuca y limpia es como una canoa de rey!

-En verdá -añadía tía Sidora-, que pena da considerar la vida que le aguarda allá arriba, si Dios no se pone de su parte.

-¡Uva! -añadía el marido, que usaba esta interjección siempre que, a su entender, un dicho no tenía réplica.

Cuando Silda fue recogida en el quinto piso, tío Mechelín, que la vio subir, dijo a tía Sidora:

-¡Enfeliz!... ¡No tendrás tan buen pellejo cuando abajes!... ¡Y eso que has de abajar pronto!

-Lo mismo creo -respondió la mujer, muy pensativa y con las manos sobre las caderas-. Pero tú y yo, agua que no hemos de beber, dejémosla correr; y la lengua, callada en la boca, que más temo a esa gente de arriba que a una galerna de marzo.

-¡Uva! -concluyó Mechelín con una expresiva cabezada, guiñando un ojo, dándose media vuelta y poniéndose a canturriar una seguidilla, como si no hubiera dicho nada, o temiera que le pudieran oír los de arriba.

Pero desde aquel momento no perdieron de vista a la pobre huérfana, que, a juzgar por su impasible continente, parecía ser la menos interesada de todos en la vida que arrastraba en el presidio a que se la había condenado creyendo hacerla un favor. Se condolían mucho de ella, viéndola en los primeros meses, de invierno riguroso, entrar en casa tiritando y amoratada de frío, con el cesto de los muergos al brazo, y con la cacerola de gusanas entre manos; o bajar del piso con cardenales en la cara, y con el pañuelo del cuello por venda sobre la frente. Nunca la vieron llorar ni señales de haber llorado, ni pudieron sorprender entre sus labios una queja. En cambio, la lengua se le saltaba de la boca a tía Sidora con las ganas que tenía de sonsacar pormenores a la niña; pero el miedo que tenía a los escándalos de la familia de Mocejón, la obligaba a contenerse. En ocasiones, al sentir que bajaba Silda, se atravesaba el pescador o la marinera, a la puerta de la calle, con un zoquete de pan, haciendo que comía de él, pero en realidad, por tener un pretexto para ofrecérsele.

-¡Bien a tiempo llegas, mujer! -le decía con fingida sorpresa-. A volver iba al arca este pan, porque no tengo maldita la gana. Si tú lo quisieras...

Y se le dejaba entre las manos, preguntándole al oído:

-¿Qué tal andamos hoy de apetito?

-Una cosa regular -decía la niña, revelando, en el afán con que apretaba el zoquete, las ganas que tenía de devorarle.

Pero no podían conseguir que se detuviera allí un instante, ni que al pasar les dijera una sola palabra de las que ellos querían oír. ¿Era miedo que tenía la niña a las venganzas de sus protectores? ¿Era dureza y frialdad de carácter?

Ellos achacaban la reserva a lo primero, y esta consideración doblaba a sus ojos el valor de las prendas morales de aquella inocente mártir.

Vieron, días andando, cómo ésta volvía tarde a casa, y averiguaron la vida que hacía fuera de ella, y los castigos que se le daban por su conducta, y las veces que había dormido a la intemperie, en el quicio de una puerta o en el panel de una lancha.

-¡Y acabarán con la infeliz criatura, dispués de perderla! -exclamaba tío Mechelín al hablar de ello-. Tan tiernuca y polida, déla usté carena por la mañana, lapo al megodía y taringa por la noche, con poco de boquibilis y no digo yo ella, una navío de tres puentes se quebranta... ¡Fuérame yo, en su caso, pa no golver en jamás!

-Como llegará a suceder -añadió la marinera-, si Dios antes no lo remedia. ¡Eso tiene el poner, sin más ni más, la carne en boca de tiburones!

-¡Uva!

Una noche, después de haber resonado hasta en la bodega los horrores que vomitaban en el quinto piso las bocas de la Sargüeta y de Carpia contra la niña, que poco antes había llegado a casa, y dos ayes de una voz infantil, penetrantes, agudos, lamentosos, como si inopinadamente una mano brutal arrancara de un tirón a un cuerpo lleno de salud todas las raíces de la vida; después de haberse asomado a la puerta de cada guarida algún habitante de ella, no obstante lo frecuentes que eran en aquella vecindad, más arriba o más abajo, las tundas y los alborotos, tío Mechelín y su mujer vieron a Silda que bajaba el último tramo de la escalera con igual aceleramiento que si la persiguieran lobos de rabia. La salieron al encuentro en el portal (tía Sidora con el candil en la mano), y observaron que la niña traía las ropitas en desorden, el pelo enmarañado, los ojos humedecidos, la mirada entre el espanto y la ira, la respiración anhelosa y el color lívido.

-¡Déjeme pasar, tía Sidora! -dijo la niña a la marinera, al ver que ésta le cerraba el camino de la calle.

-Pero ¿aónde vas, enfeliz, a tales horas? -exclamó la mujer de Mechelín, tratando de detenerla.

-Me voy -añadió Silda, deslizándose hacia la puerta, no cerrada todavía-, para no volver más. ¡Todos son malos en esa casa!

-¡Métete en la mía, ángel de Dios, siquiera hasta mañana! -dijo el pescador, deteniendo con gran dificultad a la niña.

-¡No, no! -insistió ésta, desprendiéndose de la mano que blandamente la sujetaba-, que está muy cerca de la otra.

Y salió del portal como un cohete.

-¡Pero escucha, alma de Dios!... ¡Pero aguarda, probetuca!...

Así exclamaba tía Sidora viendo desaparecer a Silda en las tinieblas de la calle, sin resolverve a dar dos pasos en ella detrás de la fugitiva; porque el mismo Mechelín, con tener buena vista, entre las mejores de los de su oficio, no pudo saber, por ligero que anduvo, si la niña había seguido calle adelante, hacia Rúa Mayor, o había tirado hacia el Paredón, o por la cuesta del Hospital.

El lector sabe lo que fue de ella aquella noche y a la mañana siguiente, por habérselo oído referir a Andrés y haberla visto, tan descuidada y campante, en casa del padre Apolinar, junto a la Maruca, en la Fuente Santa y en los prados de Molnedo.

No habría llegado a la Maruca con Andrés y su séquito de raqueros, cuando ya el padre Apolinar, con el sombrero de teja caído sobre los ojos, la cabeza muy gacha por miedo a la luz, y los embozos del pelado manteo recogidos entre sus manos cruzadas, restregando, alguna vez que otra, el cuerpo contra la camisa (si es que no la había dado también, desde que salimos de su casa con el relato) y carraspeando a menudo, atravesaba los Mercados del Muelle, con rumbo a la calle Alta.

Sin ser visto, ¡cosa rara!, de la tía Sidora, cuando menos, pues estaba abierta de par en par la puerta de su bodega, llegó al quinto piso, y llamó con los nudillos de la mano, diciendo al mismo tiempo:

-¡Ave María!

Una voz de mujer respondió una indecencia desde allá dentro; pero con tal dejo, que el exclaustrado, sin soltar de sus manos cruzadas los embozos del manteo, se rascó dos veces seguidas las espaldas, por el procedimiento acostumbrado, y murmuró, después de carraspear:

-¡Mucha mar de fondo debe haber aquí!

En seguida volvió a carraspear y a resobarse; empujó la puerta, como la voz se lo había ordenado, y entró.

Mocejón estaba a la mar; pero estaban en casa, destorciendo filásticas de chicotes viejos, la Sargüeta y su hija, las cuales, aunque no esperaban seguramente la visita del bendito fraile, en cuanto le vieron delante sospecharon el motivo que le llevaba allí; porque, con tener todavía entre dientes el suceso de la noche anterior, recordaron las insistencias del padre Apolinar para que se cumplieran los intentos del Cabildo respecto de la huérfana de Mules; las torres y montones que les había ofrecido en cambio del amparo que les pedía; la veces que le habían reclamado infructuosamente el cumplimiento de las ofertas... En fin, que les dio el corazón que venía a lo de Silda; y sin esperar a que acabaran de darle los buenos días, ya temblaba la casa.

Tío Mechelín no había ido a la mar aquel día, porque había pasado la noche con un ladrillo, envuelto en bayeta amarilla, en el costado de estribor, para matar un dolorcillo que se le presentó poco antes de meterse en la cama; obra, en su opinión y en la de su mujer, del disgusto que tomó, en seguida de la cena, con el suceso de Silda. El dolor se calmó mucho a la madrugada, y en dudas estuvo el enfermo, al oír en la calle el grito de ¡arriba! del deputao, que tiene esa obligación, y por ella cobra, de levantarse como todos los demás compañeros; pero no se lo consintió su mujer, y se aguantó en la cama hasta bien entrado el día.

Entonces se vistió; desayunóse con una mediana ración de cascarilla con leche, y, por no aburrirse, se puso a torcer, a la teja, unos cordeles de merluza. No le llenaba del todo este procedimiento, pues era más recomendado, por más seguro, el de torcer a la pierna, es decir, sobre el muslo con la palma de la mano, en lugar de atar un casco de teja al extremo de la cuerda y hacerle dar vueltas en el aire. Pero notó tío Mechelín, al ponerse a trabajar, que al continuo sobar la cuerda con la palma de la mano sobre el muslo, se le despertaba el dolor con más crudeza que del otro modo, y optó por el cascote. Así estuvo trabajando hasta muy cerca del mediodía.

Mientras él remataba la última braza de las noventa que pensaba dar al cordel que tenía entre manos, su mujer colocaba, pues sabía hacerlo primorosamente, un anzuelo grande, el único que lleva el aparejo de merluza, al extremo de la sotileza, o alambre fino en que debía terminar el cordel, y tenía convenientemente dispuesto el chumbao, o peso de plomo que se amarra en el empalme de la sotileza con el cordel, para que el aparejo, al ser calado, se vaya a pique.

Por tales alturas andaba ya este negocio cuando en las de la escalera se oyeron las voces de la Sargüeta y de Carpia, que respectivamente decían a gritos:

-¡Pegotón!

-¡Magañoso!

Y al mismo tiempo, el zumbar de otra voz áspera y varonil, y los golpes sonoros en los inseguros peldaños, como de zancas torpes que bajaran por ellos, saltándolos de tres en tres.

El matrimonio de la bodega salió despavorido al portal, adonde no tardó en llegar, haciéndose cruces con una mano, agarrándose con la otra a la sucia barandilla y murmurando latines y fulminando conjuros, el padre Apolinar.

-¡De ira proterva... de iniquitatibus corum... libera me... libera me. Domine, et exaudi orationem meam!... ¡Jesús, Jesús... Jesús, María y José!... ¡Furias, furias del averno!... ¡Ufff!... ¡Fugite... fugite!... ¡Carne mísera!... Tu palabra impía escandalizará a la Tierra; pero el Señor te confundirá... te confundirá... ¡Alabado sea su santísimo nombre!

Así bajaba exclamando el aturdido fraile, y así llegó al último peldaño, sin dejar de oírse las otras voces que desde allá arriba le apedreaban con amenazas y con improperios.

-¡Farfallón!

-¡Piojoso!

Esto fue lo más blando y lo último que se le dijo al pobre hombre... desde lo alto de la escalera; porque, apenas callaron allí las voces, aparecieron en el balcón, más venenosas y desvergonzadas, contando las voceadoras con dar al fraile una corrida en pelo a todo lo largo de la calle. Mirándolas con espanto se quedó el infeliz, al oírlas de nuevo por allí, con los pies clavados en el portal y un latín cuajado en la entreabierta boca. ¡Salir entonces! ¡Quién se lo mandara!

Pero no hubiera salido de ningún modo, porque para que no saliera sin hablar con ellos, se le habían puesto delante tía Sidora y su marido; los cuales, haciéndole señas para que callara, le cogieron cada uno por un embozo del manteo y le condujeron a la bodega, cuya puerta cerraron después de entrar.

Tenía esa habitación una salita con alcoba, a la parte del sur, con una ventana enrejada que las llenaba de luz, y aún sobraba algo de ella para alumbrar un poco una segunda alcoba, separada de la primera por un tabique con un ventanillo en lo alto, y entrada por el carrejo que conducía a la sala desde la puerta del portal. Cuando esta puerta se abría, se notaban ciertas señales de claridad en la cocina y dos mezquinas accesorias que caían debajo de la escalera. Cerrada la puerta, todo era negro allí, y no tenía otro remedio tía Sidora que encender un candil, aunque fuera al mediodía. Las puertas de las alcobas tenían cortinas de percal rameado; las paredes estaban bastante bien blanqueadas, y en las de la sala había tres estampas: una de la Virgen del Carmen, otra de San Pedro, apóstol, y otra del arcángel San Miguel, con sus marcos enchapados en caoba. Debajo de la Virgen del Carmen había una cómoda, con su espejillo de tocador encima, algo resobado todo ello y marchito de barniz, pero muy aseado; como las cuatro sillas de perilla y los dos escabeles de pino, y el cofre de cuero peludo con barrotes de madera claveteada, y hasta el cesto de los aparejos, que estaba encima de uno de los escabeles, y el suelo de baldosas que sostenía todos estos muebles y cachivaches. La cama, que se veía por entre las cortinas recogidas sobre sendos clavos romanos, algo magullados ya y contrahechos, llenando dos tercios muy cumplidos de la alcoba, no estaba mal de mullida, a juzgar por lo mucho que abultaba lo que cubría una colcha de percal, llena de troncos entretejidos, de gallos encarnados y azules, y de otros volátiles pintorescos. El tufillo que se respiraba allí, algo trascendía a dejo de pescado azul y humo reconcentrado; pero, así y todo, una tacita de plata llena de pomada de rosas parecía aquella bodega, comparada con todas y cada una de las viviendas de la escalera.

Y vamos al caso. Fray Apolinar fue conducido, del modo susodicho, hasta la salita. Allí se dejó caer en una silla que le preparó muy solícito tío Mechelín, y después de quitarse el sombrero, que puso sobre otra silla, y de pasarse por la cara un arrugado pañuelo de hierbas, continuó así sus interrumpidas lamentaciones.

-¡Carne..., carne mísera, frágil y pecadora! ¡Buff!... ¡Qué sinvergüenzas!... ¡Ni consideración al hombre de bien, ni respeto al sacerdote..., ni temor de Dios! ¡Y seguirá el improperio a la luz del día! ¡Lenguas de serpiente! A bien que yo nada debo y con nada pago. ¡Magañoso!... Corriente: el hombre más honrado puede serlo como yo lo soy... y como lo es ella, cuerno; que bien magañosa es... ¡Farfallón!... porque ofrezco, en nombre de otro, lo que otro se resiste a dar... porque no debe darlo... ¿Es merecido el epíteto? Pues dígote ¡pegotón! ¡Pegotón! ¿Por qué? ¿De quién? Cierto que nadie lo creerá del padre Apolinar... pero los que no le conozcan... ¡Y en qué ocasión! Mira, hombre..., ¡y Dios me confunda si lo hago por bambolla!... (Y se levantó la sotana hasta más arriba de las rodillas, dejando ver que sólo cubrían sus largas piernas unos calzoncillos de algodón y unas medias negras y recosidas, de estambre.) Y perdona el modo de señalar, Sidora; pero una hora hace tenía yo pantalones, aunque malos... ¡Mira si he prosperado de entonces acá!... ¡Si seré pegotón!... ¡Carne, carne concupiscente y corrompida!... Pero, en fin, más pasó Cristo por nosotros, con ser quien era..., ¡Desvergozadas!... Et dimite nobis, Domine, debita nostra, sicutnos dimitimus debitoribus nostris... Porque yo os perdono con todo mi corazón, y si otra me queda, que con ella reviente... ¡Picaronazas! ¿Sigue el infierno vomitando escorias todavía, Miguel?... ¡Oyes sus voces protervas en el balcón, Sidora, tú que tienes buen oído?

-Y a usté ¿qué le importa que griten o que se callen? -respondió la marinera, queriendo echar a broma aquel paso, que trascendía a prólogo de tragedia-. Hágales la cruz como al demonio y témplese los nervios; que cuanto más solimán echen ahora, menos tendrán en el cuerpo para la otra vez.

-¡Uva! -añadió tío Mechelín, que no quitaba ojo al exclaustrado, ni perdía una palabra de las pocas, pero buenas, que llegaban a sus oídos desde el balcón del quinto piso, no obstante estar cerrada la puerta de la bodega-. ¡Esa es la fija: proba a la cellisca, y vira por avante!

-Es que, si declaro mi verdad, ni en este puerto cerrado me creo seguro contra esos huracanes... ¡Si huelen que estoy aquí!... ¡Cuerno!... Y no es que tiemble mi carne flaca, sino que temo a más de una mala lengua que a un bote de metralla.

-Si agüelen que está usté aquí, pae Polinar -repuso en voz solemne tío Mechelín, preparándose como para decir una gran cosa-; si agüelen que está uste aquí...sera como si no lo agolieran; porque a mi casa no atraca nadie cuando yo hago una raya en la puerta.

-¡Bah!... -añadió tía Sidora con muchísimo retintín-. ¿No hay más que querer asomar el hocico en casa de naide, pa salirse con la suya?... Échese, échese a la espalda, pae Polinar, esos cuidados, díganos, con dos pares de rejones que las entren de pecho a espalda, ¿qué mil demonios ha tenido con ellas? ¿Qué mala ventisca le llevó hoy, santo de Dios, a caer entre las uñas de esas gentes?

-¡Uva, uva!... Eso es lo que hay que saber.

-Pues, hijos de mi alma -dijo el exclaustrado después de enjugar blandamente los sanguinolentos bordes de sus párpados con un retal de lienzo fino que traía guardado para esos lances-, con dos palabras os mataré la curiosidad... que se presenta en mi casa la niña...

-¿Qué niña?

-La del difunto Mules.

-¿Silda?

-Así creo que se llama.

-¿Cuándo se presentó?

-No creo que hace una hora todavía.

-¿De aónde venía?... ¿Ónde está?

-Cállate la boca, hombre; que todo irá saliendo cuando deba salir... Y dempués, pae Polinar, ¿qué resultó?

-Digo que se me presenta la niña, o, para que el demonio no se ría de la mentira, me la presentan y se me dice: «Padre Apolinar, que anoche la golpearon y la maltrataron en su casa y se escapó de ella, y durmió en una barquía, y que ya no tiene más casa que la calle, con el cielo por tejado... y que a ver cómo arregla usted este negocio...» Porque ya sabéis, hijos míos, que al padre Apolinar se le encomienda, en los dos Cabildos, el arreglo de todas las cosas que no tienen compostura... Ésa es mi suerte. No es cosa mayor; pero las hay peores... y, sobre todo, a mí no me toca escoger... Que el padre Apolinar oye esto, y que, en bien de la niña desamparada, piensa acudir a casa de Mocejón, para oír..., para saber..., para implorar, si convenía... Y que vengo, y que llamo, y que me mandan entrar, y que entro... y que, en lugar de oírme, me injurian y vilipendian, porque intercedí para que recogieran a la muchacha y el Cabildo no les ha dado lo que les ofreció por otras bocas y por la mía; y que me lo habré comido yo, y que me harán y que me desharán... Y ¡cuerno!, que tuve que salir ahumando, por que no me devoraran aquellas furias... Y ya sabéis del caso tanto como yo.

Tía Sidora y su marido cambiaron entre sí una mirada de inteligencia; y no bien acabó el padre Apolinar su relato, díjole aquélla:

-¿De modo que, a la hora presente, Silda está sin amparo?

-Como no sea el de Dios... -respondió el fraile.

-Ése a naide falta -replicó la marinera-; pero ayúdate y te ayudaré... ¿Y qué es de ella, la infeliz?

-No te lo puedo decir. De mi casa salió... para ir a ver entrar la Montañesa, con el hijo del capitán... ¡Mira si la acongoja bien lo que le pasa! ¡Recuerno con la cría!

-Cosas de inocentes, pae Polinar. Dios lo hace. Y usté ¿qué rumbo piensa tomar?

-El de mi casa en cuanto salga de aquí.

-Digo yo respetive a la muchacha.

-Pues respetive a la muchacha digo yo también. Después, daré cuenta de todo al alcalde de mar de este Cabildo, para que sepa lo que ocurre; y allá se descuernen ellos... Yo, lavo inter inocentes manos meas.

-Y si en tanto le saliera a la pobre desampará un buen refugio -preguntó tía Sidora, mientras su marido confirmaba las palabras con expresivos gestos y ademanes-, ¿por qué no le había de aprovechar?

-¡Uva! -concluyó el tío Mechelín acentuando la interjección con un puñetazo al aire.

-¡Un buen refugio! -exclamó el fraile-. ¡Qué más quisiera ella! ¡qué más quisiera yo! Pero ¿dónde está él, Sidora de mis pecados?

-Aquí -respondió con vehemencia cordialísima la marinera, sacando más pecho y más barriga que nunca-. En esta misma casa.

-¡Uva! -añadió tío Mechelín-. En esta misma casa.

-¡Aquí! -exclamó asombrado fray Apolinar-. Pero ¿estáis dejados de la mano de Dios? ¡Tenéis la paz y buscáis la guerra!

-¿Por qué la guerra?

-¿Sabéis que es una cabra cerril esa chiquilla?

-Porque no ha tenido buenos pastores; ahora los tendría.

-¿Y las del quinto piso?... ¿Pensáis que os darán hora de sosiego?

-Ya nos entenderemos con esas gentes: por buenas, si va por las buenas; y si va por malas... hasta para la mar hay conjuros, bien lo sabe usté.

-Pues hijos -exclamó fray Apolinar, levantándose de la silla y calándose el sombrero de teja-, con tan buena voluntad, no ha de faltaros el auxilio de Dios. Mi deber era poneros en los casos; y ya que os puse y no os espantan, digo que me alegro por el bien de esa inocente; y como no digo más que lo que siento, ahora mismo me largo en busca de su rastro, sin más miedo a los demonios del balcón que a los mosquitos del aire... Bofetones, afrentas y cruz sufrió Cristo por nosotros... Ánimo, y a sufrir algo por Él.

Y salió acompañado del honradote matrimonio. Al pasar por delante de la alcoba del carrejo, tía Sidora, alzando las cortinillas de la puerta, dijo deteniendo al fraile:

-Mire y perdone, pae Polinar. Aquí pensamos ponerla. Se llevarán estas ropas de agua y todos estos trastos de la mar, que ocupan mucho y no agüelen bien, al rincón de adjunto la cocina; se arreglará como es debido la cama, que ahora no tiene más que el jergón; y hasta el dormir la oiremos nosotros desde la otra alcoba. ¡Verá qué guapamente va a estar!... Como hubiera estado el lichón de mi sobrino si fuera merecedor de ello.

-¿Qué sobrino? -preguntó el fraile andando hacia la puerta del portal.

-El hijo de la Chumacera, de allá abajo.

-¡Ah, vamos..., Muergo!... ¡Buen pez! Si va de la que va, te digo que hará buena a su madre. Carne, carne también, mordida del gusano corruptor... ¡Buen pez!... ¡bueno, bueno, bueno! Conque hasta luego: vaya, adiós, Miguel; ea, adiós, Sidora.

Los cuales le oyeron claramente murmurar estas palabras, en cuanto puso los pies en el portal:

-¡Domine, exaudi orationem meam!

Porque sin duda iba pidiendo al Altísimo que le librara de las injurias que las del quinto piso quisieran lanzarle desde el balcón.

Si hace la salida un minuto antes, el haber pasado, como pasó, desde aquel punto de la calle hasta la esquina de la cuesta del Hospital, sin oír una injuria, hubiera sido un verdadero milagro; pues aún estaban entonces, de codos sobre la barandilla, echando pestes por la boca, la Sargüeta y su hija Carpia.




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- V -

Cómo y por qué fue recogida


No se le olvidaban a Andrés, con las glorias, las memorias. Había prometido a Silda ver al padre Apolinar al volver de San Martín; y para cumplir su promesa, dejó el camino derecho que llevaba, un poco después del mediodía, por detrás del Muelle, y se dirigió a la calle de la Mar, atravesando una galería de los Mercados de la plaza Nueva.

Sentada en el primer peldaño de la escalera del padre Apolinar, halló a Silda, muy entretenida en atarse, al extremo de su trenza de pelo rubio, un galón de seda de color rosa. Tan corta era la trenza todavía, que después de pasada por encima del hombro izquierdo, apenas le sobraba lo necesario para que los ojos alcanzaran a presidir las operaciones de las manos; así es que éstas y la trenza y el galón y la barbilla, contraídos para no estorbar al visual de los ojos entornados, formaban un revoltijo tan confuso, que Andrés no supo, de pronto, de qué se trataba allí.

-¿Qué haces? -preguntó a Silda en cuanto reparó en ella.

-Ponerme esta cinta en el pelo -respondió la niña, mostrándosela extendida.

-¿Quién te la dio?

-La compramos con el cuarto que le echaste a Muergo. Él quería pitos y Sula caramelos; pero yo quise esta cinta que había en una tienda de pasiegas, y la compré. Después me vine a esperarte aquí, para saber eso.

-¿Está en casa pae Polinar?

-No me he cansado en preguntarlo -respondió Silda con la mayor frescura.

-¡Vaya contra! -dijo Andrés, puesto en jarras delante de la niña, dando una patadita en el suelo y meneando el cuerpo a uno y otro lado-. Pues ¿a quién le importa saberlo más que a ti?

-¿No quedamos en que subirías tú y yo te esperaría en el portal? Pues ya te estoy esperando; conque sube cuanto antes.

Andrés comenzó a subir de dos en dos los escalones. Cuando ya iba cerca del primer descanso, le llamó Silda y le dijo:

-Si pae Polinar quiere que vuelva a casa de la Sargüeta, dile que primero me tiro a la mar.

-¡Recontra! -gritó desde arriba Andrés-. ¿Por qué no se lo dijiste a él cuando estuvimos en su casa antes?

-Porque no me acordé -respondió Silda de mala gana, entretenida en la tarea de poner el lazo de color de rosa en su trenza de pelo rubio.

No habría transcurrido medio cuarto de hora, cuando ya estaba Andrés de vuelta en el portal.

-Estuvo en casa de tío Mocejón -dijo a Silda jadeando todavía-, y de por poco no le matan las mujeres.

-¿Lo ves? -exclamó Silda, mirándole con firmeza-. ¡Si son muy malas!... ¡Pero muy malas!

-Te van a llevar a una buena casa -continuó Andrés en tono muy ponderativo.

-¿A cuál? -preguntó Silda.

-A la de unos tíos de Muergo.

-¿Cómo se llaman?

-Tío Mechelín y tía Sidora.

-¿Los de la bodega?

-Creo que sí.

-¿Y ésos son tíos de Muergo?

-Por lo visto.

-Buenas personas son... pero ¡están tan cerca de los otros!

-Dice pae Polinar que no hay cuidado por eso.

-¿Y cuándo voy?

-Ahora mismo bajará él para llevarte. Yo me marcho a casa a esperar a mi padre, que desembarcará luego, si no ha desembarcado ya... ¡Contra, qué bien entraba la Montañesa!... ¡Lo que te perdiste!... ¡Más de mil personas había mirándola desde San Martín!... Adiós, Silda; ya te veré.

-Adiós -respondió secamente la niña, mientras Andrés salía del portal y tomaba la calle a todo correr.

Bajó pronto fray Apolinar; pero antes de que Silda le viera, ya le había oído murmujear entre golpe y golpe de sus anchos pies sobre los escalones.

-¡Cuerno del hinojo con la chiquilla! -decía al bajar el último tramo de la escalera-. ¡Muy tumbada a la bartola, como si no la importara un pito lo que a mí me está haciendo sudar sangre!... Corra usté medio pueblo en busca de ella para que se averigüe que no ha ido a San Martín, sino que la han visto en la Puntida con dos raqueros...; vuélvase usted a casa, y fáltele el apetito para comer la triste puchera de cada día, y díganle a lo mejor que lo que busca y no halla, y por no hallarlo se apura, lo tiene en el portal, rato hace, sin penas ni cuidados... ¡Cuerno con el moco éste!... ¿Por qué no has subido, chafandina?

-Porque esperaba a Andrés, que era quien había de subir.

-¡Había de subir!... ¿Y quién es la que está a la intemperie de Dios y necesita de un mendrugo de pan y de una familia honrada que se lo dé con un poco de amor? ¿No eres tú?... Y siéndolo, ¿a quién le importa más que a ti subir a mi casa y preguntarme: «Pae Polinar, ¿qué hay de eso?...» ¡Moco, más que moco!... Vamos, deja ese moño de cuerno y vente conmigo.

Mientras caminaban los dos hacia la calle Alta, el padre Apolinar iba poniendo en los casos a la chiquilla. Entre otras cosas, la dijo:

-Y ahora que has encontrado lo que no mereces, poca bribia y mucha humildad... Se acabó la Maruca y se acabó el Muelle-Anaos..., porque si das motivo para que te echen de esa casa, pae Polinar no ha de cansarse en buscarte otra. ¿Lo entiendes? Tu padre, bueno era; tu madre no era peor; conmigo se confesaban. Pues tan buenas o mejores que ellos son las personas que te van a recoger... De modo que si sales mala, será porque tú quieres serlo, o lo tengas en el cuajo... Pero conmigo no cuentes para enderezar lo que se tuerza por tus maldades..., ¡cuerno!, que harto crucificado me veo por ser tan a menudo redentor... Porque ¡mira que lo de esta mañana!... Y escucha a propósito de eso; iremos por Rúa-Menor a la cuesta del Hospital. En cuanto lleguemos al alto de ella, te asomas tú a la esquina con mucho cuidado y miras, sin que te vean, a la casa de la Sargüeta. Si hay alguno asomado al balcón, te echas atrás y me lo dices; si no hay nadie, pasas de una carreruca a la otra acera; yo te sigo, y, pegados los dos a las casas, y a buen andar, nos metemos en la de Mechelín, que nos estará esperando... ¿Entiendes bien?... Pues pica ahora.

No sospechaba Silda que se quisieran tomar tantas precauciones por lo que al mismo fray Apolinar interesaban, pues no tenía otra noticia que la muy lacónica que le había dado Andrés de lo que le había ocurrido en casa de Mocejón; pero como a ella le importaba mucho pasar sin ser vista, cuando llegó el momento oportuno cumplió el encargo del fraile con una escrupulosidad sólo comparable al terror que la infundían las mujeres del quinto piso; y no hallándose éstas en el balcón ni en todo lo que alcanzaba a verse de la calle, atravesáronla como dos exhalaciones el exclaustrado y la niña, y se colocaron en la bodega de tío Mechelín, cuya mujer barciaba la olla en aquel instante para comer, creyendo, pues era ya muy corrida la una de la tarde, que Silda no parecería tan pronto como había creído el padre Apolinar.

No podía llegar la huéspeda más a tiempo. Recorrió serenamente con la vista cuanto en la casa había al alcance de ella, y se sentó impávida en el escabel que le ofreció con cariño tía Sidora, delante del otro sobre el cual humeaba el potaje de una fuente honda, muy arranciada de color, y algo cuarteada y deslucida de barniz, por obra de los años y del uso no interrumpido un solo día. Tío Mechelín, por su parte, y mientras le bailaban los ojos de alegría, ofreció a Silda un buen zoquete de pan y una cuchara de estaño, porque en aquella casa cada cual comía con su cuchara; la oferta fue aceptada como la cosa más natural y corriente, y se dio comienzo a la comida sin que se notara en la muchachuela la menor señal de extrañeza ni de cortedad; aprovechaba rigurosamente el turno que le correspondía para meter en la fuente su cuchara, y oía, sin responder más que con una fría mirada, las palabras cariñosas de aliento que tía Sidora o su marido la dirigían.

Fray Apolinar creyó muy oportuna la ocasión para repetir a Silda lo que le había dicho por el camino, y aun para añadir algunos consejos más, y comenzó a ponerlo por obra; pero tía Sidora le cortó el discurso diciéndole:

-Todo eso y otro tanto hará ella, sin que se lo manden, por la cuenta que la tiene. ¿No verdá, hija mía? Ahora, come con sosiego; llena esa barriguca, que bien vacía debes de tenerla; duerme en buena cama y dispués ya habrá tiempo para todo: tiempo pa trabajar y tiempo pa divertirte como Dios manda.

-¡Uva! -exclamó tío Mechelín-. Al cuerpo no hay que pedirle más rema que la que puede dar de por sí... Y usté, pae Polinar, que tiene buen pico y mano en todas partes, bueno sería que diera cuenta, a quien debe tomarla, de los mases y los menos que ha habido en este particular.

-¡Vaya si estoy yo en eso, por la responsabilidad que me alcanza! -respondió el fraile-. ¡Si me mamaré yo el dedo!

-¡Uva!... Hoy es sábado... Mañana habrá Cabildo motivao a socorros y otros particulares.

-Mejor entonces -dijo padre Apolinar-; yo pensaba ver solamente al Sobano cuando volviera de la mar esta tarde; pero ya que tú me haces ese recuerdo, me acercaré mañana por acá y haré que el caso sea tratado en Cabildo.

-¡Uva!... Pero na de sustipendio ni de socorro pa el caso; aquí no se quiere más que autoridá y mano contra todo mal enemigo de lo que se hace con buen corazón...

-Entendido, Miguel, entendido... ¡Recuerno!... ¡Pues no me va a mí parte en ello! Cuando a ti te desuellen por lo que haces, buena me pondrían a mí la pelleja... ¿Tantas horas hace que lo has visto?... ¿Eh?... ¿Lo olvidaste ya? Pues a mí todavía me tiemblan las carnes y me zumban los oídos. ¡Lenguas, lenguas de sierpe y almas de perdición!

-Vaya -dijo medio en broma tía Sidora-, que tiene usté menos correa de lo que yo creía, pae Polinar. ¿Quién se acuerda ya de eso, si no es para hacerle la cruz y pensar en otra cosa?

-Cierto, Sidora, cierto -respondió apresuradamente el fraile-, que ni por lo que son ellas ni por lo que yo soy, debiera haber vuelto a tomarlas en boca. Pero somos barro frágil, carne mísera, y se cae, se cae cien veces cada hora. Mi ejemplo debiera ser de fortaleza, y lo es de... de chanfaina, Sidora, de chanfaina, porque no valemos un cuerno... ¡Domine, ni recordaris pecata mea! Y con esto, si no mandáis otra cosa, me vuelvo a mis quehaceres... Silda, lo dicho, dicho: has caído de pie; te ha tocado la lotería. Si lo arrojas por la ventana, no merecerás perdón de Dios, ni cuentes conmigo, por mal que te vaya... Conque, Miguel; conque, Sidora, a la paz de Dios... Creo que se podrá salir..., digo yo, sin avería gruesa, ¿eh?... ¿Os parece a vosotros?

Tía Sidora se levantó, sonriéndose maliciosamente; salió, llegó a la misma puerta de la calle, miró y escuchó desde allí y volvió a la salita diciendo al padre Apolinar:

-No se ve un alma ni se oye un mosquito.

-No tomes tan a pechos mi pregunta, mujer -dijo el fraile algo pesaroso de haberla hecho-, porque ya sabes que, cuando llega el caso, fray Apolinar tiene piel de hierro para las injurias; pero, de todos modos, se te agradece la precaución, y Dios te lo pague.

Tornó a despedirse, y se marchó.

Momentos después preguntaba tía Sidora a Silda:

-Y de equipaje, ¿cómo estás, hijuca? ¿No tienes más que lo puesto?

-Y otra camisa limpia que se quedó allá -respondió Silda.

-Pues no hay que pensar en sacarla, aunque juera de rasolís. Pero ya parecerá otra, ¿no verdá, Miguel?

-Y lo que de menestes juere -respondió tío Mechelín-, que para cuando llegan los casos son los agorros.

De pronto dijo Silda:

-El que no tiene hilo de camisas es Muergo.

-Buena la tendría si la mereciera -respondió tía Sidora.

-Esta mañana -añadió Silda- tampoco tenía calzones, y pae Polinar le dio los suyos.

-¡Bien de sobra los tenía! -dijo la marinera con enojo visible hacia su sobrino.

A lo que replicó en seguida la chica:

-Le dio los que llevaba puestos, y yo creo que no le quedaron otros.

Tía Sidora y su marido se miraron, recordando haber visto al fraile en calzoncillos.

-Y bien, ¿qué? -preguntó a la niña tía Sidora.

-Que más falta le hace a Muergo la camisa que a mí.

Volvieron a mirarse Mechelín y su mujer, y preguntó aquél a la niña:

-¿Y cuando te laven ésa, que buena falta le hace ya?...

-Me estaré en la cama hasta que seque -respondió Silda, encogiéndose de hombros.

-Pero ¿de qué conoces tú a ese lichón de Muergo? -preguntó la marinera.

-De allá abajo.

-¿Y por qué me cuentas a mí que anda sin camisa y sin calzones?

-Porque me dijo Andrés que era sobrino de usté.

-¿Quién es Andrés?

-Un c... tintas, hijo del capitán de la Montañesa.

-¿Le conoces tú?

-El me llevó a casa de pae Polinar cuando yo estaba sola en el Muelle-Anaos esta mañana.

-¿Para que te llevó?

-Para que hiciera por mí lo que ha hecho. Es bueno ese c... tintas de Andrés.

-¿Conoce él a Muergo?

-Mucho le conoce.

-¿Y por qué no le da la camisa, ya que es rico?

-Le tiene enquina porque me tiró a mí a la Maruca de un tronchazo.

-¿Quién te tiró?

-Muergo.

-¿Y cómo saliste?

-Me sacó Muergo, porque se lo mandaron Sula y otro que se llama Cole.

-De modo que si no se lo mandan ésos, ¿te ahogas?

-Puede que sí.

-¿Y con too y con eso pides camisa para él? ¡Un rejón que le parta!

-¡Da asco verle, de cómo anda! Pero si le dan aquí camisa, que no la lleve si no se corta las greñas y se lava las patas. Es muy lichón, ¡muy lichón!... ¡y muy burro!... ¡Y muy malo!

-Entonces, ¿por qué mil demonios te apuras tanto por él?

-Por eso, porque da asco verle... y su madre no tiene vergüenza...

Al llegar aquí Silda con la respuesta, una voz que de pronto se dejó oír hacia el extremo del carrejo, como si tuviera la fuerza material de una catapulta, la arrojó hasta lo más escondido de la alcoba. La voz era vibrante, desgarrada, con unos altibajos y unos retintines que estaban pidiendo camorra.

-¡Ahí va! -decía-. Para que se mude los piojos mañana, que es domingo..., o pa rueños del carpancho, que en mi casa están de sobra..., o pa gala del día que la caséis con un marqués de cadenas de oro..., ¡caraspia!... Porque las Indias nos van a caer en la bodega con esa inflanta que echemos ayer a la barredura con la escoba... ¡Puaa!... ¡Toma, pa ella y pa el magañoso que vos vino con la princesa y con el cuentoooo!... ¡Indecenteees!

Cuando la voz se fue alejando hacia la calle, salió de su escondite tía Sidora, con muchas precauciones, y halló en mitad del carrejo un envoltorio blanco. Recogióle, le deshizo, y vio que era una camisa de niña; sin duda, la de Silda. Atreviéndose después a llegar al portal y a sacar la cabeza fuera de la puerta, vio a Carpia que se alejaba por el medio del arroyo, hacia abajo, los brazos en jarras, descalza de pie y pierna, cerniendo el refajo y con dos carpanchos vacíos sobre la cabeza.

-¡Ya lo saben! -dijo para sí-. Mejor que mejor; eso tenemos adelantado. Les pica y empiezan a morder. Pues que muerdan. Ellas se cansarán. ¡Bribonazas! ¡Borrachonas! ¡Sinvergüenzas!




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- VI -

Un Cabildo


Lo que entonces se llamaba Paredón de la calle Alta, existe todavía con el mismo nombre, entre la primera casa de la acera del sur de esta calle y la última de la misma acera de Rúa-Mayor. Solamente faltan el pretil que amparaba la plazoleta por el lado del precipicio y la ancha escalera de piedra que descendía por la izquierda hasta bajamar, atracadero de las embarcaciones de aquellos mareantes, hoy parte de un populoso barrio, con la estación del ferrocarril en el centro. Allí, en el Paredón, celebraba sus cabildos el de Arriba, al aire libre, si el tiempo lo permitía, y, si no, en la taberna del tío Sevilla, que era, como su holgadero, su lonja, su banco, su fonda, su tribuna y, más tarde o más temprano, el pozo de sus economías.

Ya se sabe, porque lo dijo tío Mechelín en su casa, que al día siguiente habría Cabildo, «motivao a socorros y otros particulares». Y le hubo, en efecto, concurridísimo. No faltaba un mareante con voz y voto, al sonar en el reloj del Hospital las nueve y media de la mañana. El Sobano, alcalde de mar, o, si se prefiere, presidente del Cabildo, dio el ejemplo, acudiendo de los primeros. Era hombre de pocas palabras y mucha sentencia; y como había sido dos veces regidor del Ayuntamiento de la ciudad, en representación de ambos gremios de mareantes, aunque iba a la mar como cualquiera de ellos, y no los aventajaba mucho en rentas ni en calzones, había adquirido ese desparpajo o aire de suficiencia que da, entre ignorantes y pelones como él, el roce frecuente con personas de viso y de pesetas; y más si estas personas están constituidas en autoridad; y mucho más todavía si, como le ocurría al Sobano, había sido tan autoridad como cada una de ellas y participado de sus honores y magnificencias. Cierto que cuando los gremios le diputaron para tan alta magistratura, ya habrían visto en él prendas de entendimiento y de juicio y modales que no abundaban entre la gente de mar. Pero ¿y lo que había observado y aprendido aquel hombre mientras ejerció dos veces, a dos años cada una, el cargo de regidor? ¿Quién de los mareantes santanderinos dejó de verle en la procesión del Corpus o en las de Semana Santa, o en los bancos curules de la catedral, con su traje negro, de rigurosa etiqueta, y con su medalla de concejal sobre el pecho, y sus guantes blancos..., de algodón, porque no hubo modo de calzarle los de cabritilla en sus manazas encallecidas por el remo?

Pues, ¿y cuando, durante la semana de su turno, presidía el teatro, desde aquel palco con colgaduras de terciopelo y oro, arrellanado en su sillón de seda, con sus policías de respeto detrás de la cortina del antepalco, y era dueño de enviar a la cárcel al primer caballerete que hiciera méritos para ello, y de complacer o no a aquella muchedumbre de gentes principales, volviendo o no volviendo cara abajo, sobre la barandilla del palco, el cartel de la función, para que se repitiera o no se repitiera alguna parte de ella muy aplaudida por el público? ¿Qué mareante de Arriba no vio esto desde la cazuela alguna vez, o no lo supo, siquiera, por relatos de los dichosos que lo habían visto?

Pero quizá diga algún boquirrubio de los de hogaño, imberbe aspirante a gobernador, si no a ministro, que ninguna de esas prerrogativas es cosa del otro jueves. Cierto; y bien sé yo que, por ver, se han visto, como dice Mesio, hasta sastres con reloj; pero véngase acá ese boquirrubio; acérquese al Cabildo, que yo le resucito ahora en el Paredón de la calle Alta; fíjese en aquel hombre atezado, áspero de barba, rudo de greña, cargado de espaldas, torpe de movimientos, abultado y velloso de manos, y no muy aventajado de calzones; que le diga yo, apuntando al hombre aquél: «Ése es el que ha hecho todas esas cosas que a ti no te parecen del otro jueves», y a ver si no hay motivo sobrado para que se asombre y para que las personas del mismo pelaje del héroe, que le rodean, se juzguen diez codos por debajo de él. Que es adonde íbamos a parar con el propósito, aunque el camino haya sido algo más largo de lo conveniente a la impaciencia de los lectores boquirrubios.

Se reunía el Cabildo de Arriba:

Porque de un momento a otro iba a sacarse una leva, y sacándose una leva, había que socorrer con ciento cincuenta reales a cada matriculado de los comprendidos en ella, por orden riguroso de matrícula.

Porque el reparto de cuarenta reales por mareante cabeza de familia, y de diez por cada viuda, que debió haberse hecho en la semana anterior, a causa de no haber podido salir las lanchas a la mar en cerca de quince días de temporales, no se hizo en ocasión oportuna, ni por completo.

Porque, de dos meses a aquella parte, había muchos descubrimientos en el tesoro del Cabildo, a consecuencia de no haber ingresado en él todas las soldadas que semanalmente habían de ingresar, a razón de una por cada lancha de pesca o de pasaje, pinaza, barquía, etcétera...

Porque el boticario del gremio había advertido que no admitiría nuevo asalareao, cuando terminara el vigente, si no se le daban cuarenta duros más al año, o se asalariaba el Cabildo con otro médico que recetara menos.

Porque se acercaba el día de San Pedro, y urgía saber si, por la primera vez, desde tiempo inmemorial, dejaba el Cabildo de pagar el gasto de las fiestas, así religiosas como profanas: misa de tres, con música y sermón, y, entre otras menudencias de rúbrica, novillo de cuerda y el tamborilero de la ciudad durante dos días y tres noches.

Porque había cinco enfermos socorridos por el Cabildo, que ni sanaban ni se morían.

Y, por último, y sobre todo, porque el tesorero se declaraba incapaz de acudir a tantas necesidades, si los que más gritaban por no cobrar a punto los socorros no pagaban lo que debían al tesoro, o no se le autorizaba para meter mano a las reservas existentes para los grandes apuros y necesidades del gremio.

Tales eran los principales puntos que iban a tratarse aquel día en Cabildo. La Junta, digámoslo así, compuesta de dos alcaldes de mar (primero y segundo), tesorero y recaudador, ocupaba el sitio más visible, esparrancada en lo alto de la plazoleta, cerca del pretil, en cuyo lomo cabalgaban raqueros, o apoyaban ligeramente sus posaderas los congregados más viejos o más perezosos. Los demás se extendían en grupos por la explanada; grupos que se hacían o se deshacían, según que no hablara o que hablara la presidencia, o fuera menos interesante o más interesante lo que expusiera un orador de la masa.

Entretanto, se oía un rumor incesante de conversaciones a media voz, y sobre este rumor, el zumbido de Mocejón, que parecía un tábano por lo tenaz y molesto. Todo cuanto allí se decía o se acordaba, provocaba sus gruñidos; y con su pipa rabona entre los dientes, los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza gacha y torcida, el gesto de ira y de tedio, y puerco y sin afeitar, iba, torpe y perezoso, de acá para allá, respondiendo a todo sin hablar con nadie y renegando hasta del sol que caldeaba la escena.

Aunque no con la brusquedad salvaje de este hombre, abundaban allí los recelosos y descontentadizos; y era muy curioso observar cómo aprovechaban precisamente la ocasión en que debían ser explícitos y dar la cara, para volverse de espaldas o, cuando menos, de costado, y murmurar una excusa maliciosa o una barbaridad cualquiera, hacia un colateral que no había desplegado sus labios.

Decía el Sobano, por ejemplo, que blanco.

-¡Yo digo que negro! -respondía, empeñándose, un vejete.

-¿Por qué? -replicaba el alcalde de mar.

-¡Porque sí! -decía el otro, virando de costado; y luego, haciendo un poco de barquín-barcón con la encorvada espalda, añadía, encarándose con los de atrás-. ¡A mí con ésas!... ¡Si cuando tú vas, ya estoy yo de vuelta, probetuco... rasolís!

Otra vez era un mozo de piel lustrosa, pelo encrespado, corto de labio y largo de dientes, que se había atrevido a apuntar un reparo, con voz airada, desde lo más trasero del concurso.

-¿Y qué hay con eso? -le preguntaba desde la paredilla alguien de la junta.

-Pos... ¡lo dicho! -respondía el mozo volviendo la cara a su derecha.

-¿Y qué es lo dicho? -le replicaban.

-Pa saberlo está usté ahí -respondía el del labio corto y los dientes largos, acabando de dar la media vuelta hacia atrás-; pa eso, pa saber lo que yo digo y hacer lo que nusotros quieramos, que pa eso semos Cabildo.

Palabras que recogía con gusto un cincuentón desaliñado, diciendo, con la cara vuelta al costado de babor:

-Pa largar sereñas semos Cabildo nusotros; que pa comerse la ujana, como si no juéramos naide.

-Ande va eso -exclamaba, un poco más allá, un mareante caído del hombro derecho y guiñando un ojo al preopinante-; ande va eso, bien lo sé yo... Angunos güen pellejo van echando de un tiempo acá... Mejor que el mío, ¡zonchos!

Por donde se murmuraba tan recio solía andar Mocejón.

-La barredera... ¡la barredera, hijos! -añadía por su parte, con la cabezona gacha y el ojo de cerdo-. ¡La barredera!... Aquí no se gasta menos..., a pie ensuto y cuerpo regalón; y tú, probe mareante, arrevienta allá juera jalando del remo, ¡y vengan julliscas...! Siempre largando lastre y nunca mus sale la cuenta...

¡Cómo ha de salir, ñules, si angunos hombres no tienen calo!

No era opinión muy corriente ésta del malévolo Mocejón en el concurso, ni, en honor de la verdad, existían razones para que lo fuera; pero, en cambio, abundaba, entre los que nunca habían podido lograr la tesorería, la de que el tesorero no sabía serlo; que todos los achaques del tesoro consistían en la falta de un hombre que supiera administrarle como era debido, y que el Sobano, con todo su saber, no alcanzaba a enderezar lo que torcían otros en punto a intereses del gremio.

Éstas eran las notas de color sombrío que salpicaban aquel cuadro tan alegre y pintoresco, y la base del rumor incesante que se observaba entre sus personajes. Porque el verdadero peso de la discusión le llevaban, en nombre de la junta, el Sobano; y entre el concurso, hombres de buena voluntad, como tío Mechelín y otros compañeros, que, aunque también trataban los puntos de medio lado, al fin los trataban racionalmente. Por lo común, el alcalde de mar era quien encauzaba y dirigía los discursos; cortando extravíos ociosos y razones impertinentes, llevaba los remates adonde debían y cuando debían llevarse, y formularse los acuerdos a los cuales no se oponían, al cabo, ni los más díscolos. Sin esta especie de dictadura, jamás hubiera sido posible en aquel Cabildo, ni en el de Abajo, ni en ningún concurso por el estilo, resolver cosa alguna.

Y se resolvió entonces, al cabo de hora y media de sesión al aire libre, bastante respetada de curiosos y transeúntes, y, lo que es más raro, de las hijas y mujeres de los congregados allí, hembras capaces de todo menos de desacatar los preceptos tradicionales que eran leyes para el gremio; se resolvió, digo:

Primero. Que pagaran, a contar desde aquel día, soldada y media por semana las embarcaciones deudoras, en este concepto, al tesoro del Cabildo, hasta la extinción de las respectivas deudas.

Segundo. Que se advirtiera al boticario del gremio que no se le darían los cuarenta duros de aumento que pedía para el nuevo asalareo, ni se despediría al facultativo, ni se pondría coto a sus recetas.

Tercero. Que cuando llegara el caso de marchar al servicio de la Armada los matriculados comprendidos en la leva, cobrarían puntualmente cada uno los ciento cincuenta reales de socorro a que tenían derecho.

Cuarto. Que en la taberna del tío Sevilla se pondría de manifiesto, acabado el Cabildo, las cuentas de la tesorería, y que con el remanente que arrojaran, y a medida que fueran recaudándose los créditos, se irían levantando todas las cargas pendientes, sin tocar al fondo de reserva; pues si sagrada era la obligación que tenía el Cabildo de dar socorro a los pescadores en épocas de temporal, no lo era menos la de pagar los pescadores las soldadas semanales al tesoro del Cabildo.

Quinto. Que se gastara la cantidad de costumbre en las fiestas de San Pedro.

Y, por último. Que los enfermos que ni sanaban ni se morían, continuaran percibiendo el socorro que se les pasaba, hasta que Dios dispusiera de ellos, según fuera su santísima voluntad.

Proclamados estos acuerdos a la luz del sol, y estampados en el fondo azul de los cielos, bajo la fe de la palabra honrada de los mareantes constituidos en Cabildo, libro que no admite raspaduras ni malicias de redacción, y por eso nunca dieron que hacer sus cláusulas a la Justicia, tosió el Sobano cuando ya el concurso comenzaba a disgregarse, alzó el brazo derecho y la cabeza, y dijo así, sobre poco más o menos:

-¡Alto, señores!... que falta un punto por arreglar, y hay que arreglarle antes de irnos de aquí.

La curiosidad movió a todas las gentes aquellas, y poco a poco fueron acercándose al alcalde de mar, hasta encerrarle en compacto círculo. Mocejón y el otro mareante, el mozo del labio corto y los dientes largos, se quedaron fuera de la línea, pero con mucho oído y refunfuñando.

El Sobano comenzó a hablar entonces, con gran parsimonia y pulsando mucho las palabras para que ofendieran menos, de cierto compromiso adquirido siete meses antes por el Cabildo, pero fuera de junta, de socorrer con una ayuda de costas a la familia que recogiera y tratara como era debido en josticia y caridá (esto lo recalcó mucho) a la huérfana del llamado Mules, «perecido en las rompientes de San Pedro del Mar, con todos sus compañeros, en la última costera del besugo».

Tío Mocejón, barruntando que aquel asunto iba con él, recibió las palabras del Sobano y las miradas codiciosas de la gente como un mastín el palo con que le hurgan los muchachos por debajo de la puerta.

Añadió el alcalde de mar que si el Cabildo no había cumplido lo que ofreció por boca de hombres de bien, era porque no se creía obligado a ello, visto que de sobra estaban pagados el escaso alimento que recibía la huérfana y el montón de guiñapos que se le daba por cama, con el trabajo y los castigos bárbaros que se le imponían por la familia que la había recogido.

-¡Uva! -exclamó una voz.

-¡Chova... ñules! -bramó la aguardentosa de Mocejón-. ¡Que se haga bueno eso!

-¡Se hará! -dijo con firmeza el Sobano-. Y todo lo que sea de menester. Pero más le valiera a anguno que me oye, aguantarse al remo mientras pasa esta noruestá, que isar tanta vela.

-¡Uva! -volvió a exclamar la voz de Mechelín.

-Y ése que me provoca -gruñó Mocejón-, ¿isa vela o no la isa? ¿Sopla aquí el nuroeste pa toos por igual, u sopla de otro modo?... ¡Ñules!... Y miá tú, chaquetín de la bodega, si quiés decir algo, lo dices claro y a la cara, y no escondío entre el porreto como los pulpes..., ¡ojo!

Hubo un poco de movimiento, como hervor de resaca, en el concurso, al oír a Mocejón, cuyo desconocimiento animó al Sobano, curado de escrúpulos ociosos, a contar en pocas palabras lo acontecido a Silda en casa de la Sargüeta, hasta que fue recogida en la de Mechelín.

Se preguntó al Cabildo si consideraba bastante aquella casa para refugio y amparo de la huérfana; y el Cabildo respondió que sí, entre los gruñidos, bandazos y manoteos del salvaje Mocejón, que no cerraba la boca ni paraba un punto, mientras el mozo de pelo crespo, de labio corto y de los dientes largos, iba con los ojos airados de Mocejón a los de adentro, y de los de adentro a Mocejón, sin saber a quién arrimarse con su parecer.

Tío Mechelín tomó entonces la palabra, y dijo:

-Se hace saber que por el amparo de la desvalida no se quiere sustipendio ni cosa anguna de naide; pero se pide al Cabildo mano y autoridá para que se deje hacer por ella, a quien quiere hacerlo de buena voluntá, lo que otros no han querido o no han podido hacer. ¿Vale, u no vale esto que se dice? ¿Se me entiende, u no se me entiende? ¿Hay seguranza, u no hay seguranza de que la cosa se haga como se pide?

-¡La hay! -respondieron muchas voces.

Y el Sobano añadió en seguida, con la proa puesta a Mocejón:

-El Cabildo ampara a esa muchacha... ¿Se oye bien lo que se dice?... Pues no se dice más, porque no es de menester más para que angunos entiendan lo que se quiere decir.

Mocejón, que no cesaba de rutar, protestando de todo y contra todo, al ver que el concurso se deshacía, fue soltando voz según iban creciendo los rumores de los que se dispersaban; y todavía cuando, arrollado por ellos y estorbando a la mayor parte, estaba cerca de la taberna del tío Sevilla, se le oía decir:

-¡Pos míate el otro... piojucos... chumpaoleas! ¡Ñules!... Se ha de ver si sirve ser un cuentero, lambecaras, como tú, pa disfamar a naide que vale más que tú, y la perra sarnosa que ha de volver a parirte a ti y a toa esa gatuperia que saca la cara por ti... ¡reñules!...




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- VII -

Los «marinos» de entonces


Aunque el lector de ultrapuertos quisiera permanecer un ratito en el Paredón, después de terminado el Cabildo, para dar recreo a los ojos contemplando el panorama que se descubre desde allí, describiendo con la vista un arco desde el monte Cabarga hasta el llano de las Presas; deteniéndola en el cercano fondeadero del Pozo de los Mártires, verdadero bosque de arboladuras, o en el más próximo aún del Dueso, salpicado de lanchas y barquías del Cabildo, bien ajeno éste a creer que su axioma tradicional de por mucho que apañes no fundarás en el Dueso, había de ser desacreditado por el genio emprendedor de las siguientes generaciones, plantando en el Dueso mismo la estación del ferrocarril, emblema del espíritu revolucionario y transformador de las modernas sociedades; haciendo, por curiosidad, desde lo alto de la escalera, algunas preguntas (que no quedarán sin sabrosa respuesta) a los muchachos de lancha, que canturrian o vocean debajo del Paredón mientras achican o desatracan las que están a su cuidado; o dando un vistazo, desde el crucero del alto de la cuesta del Hospital, a las dos filas de casas altas, angostas, desvencijadas, adheridas unas y otras, para sostenerse mejor, cargadas de balcones, de redes y de trapajos, con rabas de pulpo y artes de pescar secándose en las paredes del fondo; y tripas de sardinas y piltrafas de bonito por los aires; y madres desgreñadas y sucias, espulgando a sus hijos, medio desnudos, a la puerta de la calle; que todo eso y mucho más que no digo, porque se adivina, y porque no cabe en la pulcritud del arte, era el barrio de los mareantes de Arriba, y en la misma forma continuó siendo durante muchos años; aunque en la contemplación de éste y del otro espectáculo quiera detenerse, repito, el susodicho lector de ultrapuertos, y aunque se pare un instante a la puerta de la taberna del tío Sevilla, atestada de marineros, que más se ocupan en tomar la mañana que en examinar las cuentas del Cabildo, aún nos queda tiempo sobrado para llegar, poco a poco, a la calle de San Francisco, por la cual discurrían los elegantes de entonces, con sus tuinas de mezclilla verdosa, prenda recién introducida en la indumentaria al uso, y penetrar, con la debida licencia, en casa del capitán de la Montañesa, don Pedro Colindres, más conocido entre la gente de mar por su mote de Bitadura, en el instante de llegar, con su señora y su hijo, de la misa de once de la Compañía.

Y quiero que sea éste el momento de nuestra presentación a él, para que le vean con todas sus empavesadas de señor los que hayan podido verle a bordo, o desembarcar al día siguiente, con su ropaje del oficio sin arrastraderas, macizo y basto.

No era este personaje de mucha talla; quizá no pasaba de la regular; pero, en cambio, era doble, sobre todo de espaldas, de brazos y de manos...

Perdone la impaciencia del lector; pero necesito tomar esta figura desde más atrás, ab ovo casi, para que resulte con todo el relieve que debe tener en el momento de aparecer en el cuadro. Procuraré ser breve; pero, aunque no lo consiga, no se apure, pues esta digresión, además del fin inmediato que lleva, ha de ahorrarnos otras por el estilo, despejándonos el terreno en que vamos a entrar, porque la especie abunda en ejemplares, y ab uno disce omnes.

De cepa marinera por todos sus cuatro costados, apenas salió de la escuela de don Valentín Pintado, ingresó a estudiar náutica en el Consulado con don Fernando Montalvo; pero ya desde entonces, aunque sólo contaba trece años, fumaba valientemente de lo pasiego, si no había tabaco más suave a sus alcances; nadaba de espaldas y se sostenía derecho en el agua sin mover los brazos; se hacía el muerto, y, en fin, echaba un cole desde el paredón del Muelle-Anaos; daba torno a cualquiera de su parigual remando en un bote, había capitaneado dos guerras, y en la bofetada limpia era una reputación en la plaza de las Escuelas, en la Maruca, en el prado de Viñas y en otros holgaderos por el estilo; le temían de lumbre muchísimos zapateros de portal; tenía buenas amistades en el Paredón de la calle Alta, y en la mesa de la Zanguina llegó a dar las tres bolas y el cangrejo a un cabo de la guarnición, que había sido pinche de billar en su tierra, y así y todo, le ganó la partida.

Pero todavía conservaba en el vestir, y en el andar y en el decir, el aire terrestre; todavía era vivaracho, desorejado de borceguíes, gastaba cachucha, tiraba a rubio, decía ¡coila! cuando se enfadaba, y comía mucho pan, pellizcando, sin sacarle, el zoquete que llevaba siempre en el bolsillo.

En cuanto fue náutico, se asimiló poco a poco los aires y el estilo de aquella raza especialísima de estudiantes que no parecían nacidos de madre, como toda la descendencia de Adán, sino construidos de roble en las gradas de un astillero. De ello tomó la rudeza del acento, el apóstrofe crudo, el mirar osado, la falta de respeto a todo profesor que no fuera el suyo, el andar oscilante, con los hombros levantados, el horror a los faldones, la chaqueta abrochada, la gorra con galón dorado y visera de charol, muy pegada a la frente... y hasta la tez empañada.

Cuando concluyó los cursos de náutica necesitó hacer, en calidad de agregado, dos viajes redondos a la isla de Cuba. Y los hizo en un barco que mandaba un amigo de su padre. En estos viajes tuvo la categoría de mozo de a bordo, es decir, la de marinero principiante. Después se examinó en El Ferrol y allí, aprobados sus ejercicios, obtuvo el título de tercero, con el cual se embarcó en Santander en una fragata para hacer los tres viajes que se le exigían en aquella segunda etapa de su carrera. Los hizo también, en poco más de un año, a ratos navegando como en una palangana y a ratos con la vida en un hilo.

Del último de estos viajes volvió, aunque crisálida todavía, apuntándole las alas de mariposa. Ya el espeso pelambre de su cara, afeitada de quijadas arriba, era algo más que sombra de patilla a la catalana; sus manos comenzaban a ponerse velludas, su voz a embronquecerse y sus espaldas a encorvarse; era muy atezado, y formaba con «los marinos» en sus parrandas y rumantelas.

Preparóse, repasando con Montalvo una temporadita; fuese a El Ferrol por segunda vez, aprobáronle en el rígido examen a que fue sometido, y se le extendió su título, en toda regla, de segundo, o sea de piloto de derrotas, que es lo que iba buscando Pedro Colindres, ya, para entonces, conocido entre la gente del oficio con el nombre de Bitadura, no sé por qué... Y aprovecho esta oportunísima ocasión para advertir a los lectores de tierra adentro, persuadidos, quizá, de que es un capricho mío la coincidencia de que casi todos los personajes que van apareciendo hasta ahora en este libro tengan un mote por nombre, que no hay tal capricho ni cosa que lo parezca. Tan frecuente es el mote entre las gentes de mar de este puerto, y tan avezadas están a oírse llamar por él, que en el gremio de pescadores ha habido quien desconocía su propio nombre de pila, y muchos que no le conocieron hasta que le necesitaron para inscribirse en el libro de matrículas de mar. Lo mismo entre estas gentes ignorantes y zafias que entre las más elevadas y cultas, de carrera, el mote aparece sin saberse por dónde ni cómo. Generalmente procede de un dicho o de un hecho, o de una circunstancia cualquiera, de la persona, que se halla encima de la noche a la mañana; pero quién se lo puso y cuándo, no es fácil de averiguar. Bitadura tardó bastante en colocarse, después de recibir el título de segundo, porque estas plazas no abundaban, con ser entonces tan numerosa la marina mercante de vela; pero, al fin, halló barco, y en él hizo su primer viaje de piloto.

A la vuelta de este viaje fue cuando apareció en Santander en perfecto carácter de «marino»; ya era... como todos. Porque, yo no sé cómo diablo sucedía eso; pero sucedía: que fueran rubios o delgados, o altos, o bajos, los náuticos del Instituto o los agregados en su primer viaje, poco a poco iban transformándose; y cuando volvían de segundos, todos eran iguales: todos tenían mucha espalda, mucha mano y muy velluda; todos eran morenos, con patilla corrida, muy espesa; abierto de brazos, ásperos de voz, lentos en el andar, duros de ceño, secos de frase, pero pintorescos de palabra y de gustos pueriles y espíritu regocijado. Por último, todos vestían el mismo traje: la gorra con galón de oro y botón de ancla sin corona, el chaquetón pardo, las botas de agua sobre pantalón pardo también, y la corbata negra a la marinera; y acaso esta rigurosa uniformidad de vestido y de modales contribuyera a darles la extraordinaria semejanza que se notaba entre ellos.

Bitadura fue uno de los más populares de su tiempo, y cuando, después de haber corrido borrascas en todos los mares de los dos mundos, dio en antojársele que no le llenaban, por entero, al llegar a Santander, los entretenimientos del café de la Marina, las parrandas nocturnas, las culebras en la romerías y otras hazañas de rigor en el gremio, algunas de ellas harto pueriles, se armó un día de valor, él, que no se amilanaba entre los abismos del mar embravecido; se atusó un poco la greña, se puso camisa limpia y unas botas de charol debajo de las perneras y se fue a pedir a un piloto jubilado, más por falta de salud que por sobra de años, la única hija que tenía, moza a la sazón, en la flor de su primavera, y, como decía el mismo Bitadura, al describírsela a un amigo, después de confesarle su proyecto, «bien corrida de eslora, recia y levantada de amuras, airosa de raseles y alta de guinda».

Estaba hecha a poco la pretendida, porque en aquel tiempo aún había clases, y apenas gastaban seda las chicas solteras de más de siete familias de Santander; era bien afamado el pretendiente, porque no se tomaban a pecado las calaveradas temporeras, digámoslo así, de aquellos mozos tan honrados en el fondo de sus almas y tan valientes y sufridos en la mar; le estimaba mucho el padre, y la hija le había visto, por tres veces, barrer a bofetadas la acera de enfrente para quedarse él solo echándola requiebros, mentalmente, desde allá; de modo que, aunque todavía no había pasado de piloto y era tan desmañado en finiquituras y voquibles, que sudó brea para dar a entender lo que quería en aquel trance (porque claro del todo no acertó a decirlo), concediéronle la chica, que se llamaba Andrea, y tenía dos ojos como dos soles; un pelo que relucía de negro, y tan abundante, que no le cabía en la cabeza; y una boca y un color...; en fin, una buena moza en toda la extensión de la palabra.

Casóse con ella andando los días; y antes de un mes de casado, se embarcó para hacer su último viaje de piloto. Porque a la vuelta, habiéndose desembarcado el capitán por una larga temporada, le dieron a él el mando del buque, que era un bergantín bien afamado. Y hete aquí ya a Periquito hecho fraile. Ya era capitán; ya tenía una paga de sesenta pesos al mes, y no tardaría en disfrutar de los beneficios que generalmente conceden los fletadores o dueños del barco al capitán que le manda con celo e inteligencia... Pero, en cambio, ¡qué peso tan molesto el de los deberes que le imponía su repentina transformación! ¡Cómo le costaba amoldarse al ritual de su nueva categoría! Por de pronto, fuera chaquetones y botas de agua, y todo cuanto ésta y las demás prendas del hábito de un piloto representaban en su vida pública; la independencia, la holgura, la vida alegre de mozo descuidado, el lenguaje convencional y pintoresco... y hágase usted hombre formal, y hable en serio con mercaderes y corredores, y, sobre todo, vístase usted de paño fino, con alas y arrastraderas... y meta el corpachón macizo debajo de una levita; los pies dentro de una botas de charol; las manazas, gruesas y velludas, en guantes de cabritilla, y... ¡horror de los horrores!, sobre la cabeza arreglada por la hoz del peluquero, encájese el oprobio de la castora..., y échese usted con ese aparejo a la calle, sin atreverse a andar ni a revolverse las costuras, y salude a la moda en los escritorios y consulados, y mientras habla o le despachan, siéntese, por lo fino, en una silla, y mátele la duda de si pondrá la canoa en el suelo o la tendrá entre las manos, ¡o la arrojará por el balcón, que es lo que él preferiría!

La primera vez que se vio ataviado así delante de un espejo, soltó la carcajada.

-Con esto y un bastón -exclamó-, un matasanos de aldea.

-¿Por qué no le compras? -le dijo su mujer.

Bitadura la miró con el asombro pintado en la cara.

Decir a un capitán de aquellos que saliera con bastón equivalía a aconsejar a un coracero que llevara en la mano un abanico.

Pero, en fin, se fue acostumbrando a la librea, aunque no la usaba más que en actos oficiales, digámoslo así, o en momentos muy solemnes; fuera de esos casos, un traje holgado, de medio aparejo, entre piloto y capitán; cómodo, sin dejar de ser serio.

Cuando ya tenía un hijo de tres años, le dieron el mando de la Montañesa, uno de los mejores barcos de la matrícula de Santander. Como no era lerdo, se acostumbró primero al trato de gentes que al uso de las prendas finas; llegó a ser un capitán de los más atractivos para los pasajeros, y el armador de la Montañesa no tuvo motivos para arrepentirse de haberla puesto bajo su mando. Como, además, era un marino consumado y un administrador celosísimo, abriósele ancha mano, comenzando por concedérsele los abarrotes, con lo cual, llevando por su cuenta pacotillas de frutos peninsulares y trayéndolas de ultramarinos, se granjeó muy buenas ganancias en pocos viajes, y señalósele más tarde un buen interés en los cargamentos que se le encomendaban. A pesar de ello y de tener muy rebasados los cuarenta cuando el lector le ha conocido, continuaba siendo, fuera de servicio, el Bitadura de siempre, el muchacho grande, dado con pasión a las cosas chicas de su tierra, a los placeres sencillos, a la frase pintoresca y al vestido cómodo.

Andrea, que no tuvo más hijos que el que conocemos, se había ido ajamonando poco a poco, y era, en la ocasión en que aparece aquí, una mujer de gran estampa: blanca y apretada de carnes, rica en formas, y de rostro alegre y bello.

Había ido a misa de once aquel día del bracete de su marido, con vestido de gro negro, chal de Manila, mantilla de blonda, abanico de nácar y mitones de seda calados. Él, con levita y pantalón de paño negro finísimo, con trabillas de botín, chaleco de raso, sobre el cual serpenteaban dos enormes ramales de la cadena de oro de su reloj; chalina de seda, de cuadros oscuros, con dos alfileres de brillantes, unidos por una cadenilla de oro; sombrero de copa, muy reluciente; botas de charol y guantes de seda de color de ceniza. Sudaba el hombre de calor y de molestia, debajo de aquellas galas que le oprimían por el cuello, por la cintura, y por las manos, y por los pies; y relucía su atezado rostro, encuadrado entre las patillas, algo grises ya, y las alas del sombrero, mientras el almidonado cuello de la camisa se reblandecía y arrugaba con el sudor del pescuezo.

Todo aquello lo esperaba él, y bien sabe Dios lo que le desazonaba; pero la salida era de necesidad, porque su mujer había estado soñando con ella meses enteros: no conocía satisfacción más grande, y él quería demasiado a su mujer para no complacerla, sin regatear, en cosa tan hacedera. Por otra parte, ¿a qué negarlo?, si Andrea se creía más alta que una corregidora por ir del brazo de un marido como el suyo, Bitadura pensaba que, en opinión de cuantos pasaban a su lado, no había princesa que valiera en estampa lo que su mujer.

Y así marchaban los dos, calle de San Francisco arriba y plaza Vieja adelante, recibiendo a cada paso bienvenidas y apretones de manos él, y felicitaciones y saludos ella, mientras Andrés, que caminaba a la derecha de su madre, con su vestido de los domingos, compuesto de chaqueta entallada, con cuello de moaré, pantalón de mezclilla de lana, chaleco jaspeado, corbata de mariposa, borceguíes nuevos y gorra de felpilla imitando piel de tigre, saludaba muy ufano a los amigos de su mismo pelaje, o se hacía el desconocido cuando le guiñaba el ojo algún granuja, su camarada de hazanas del Muelle-Anaos. Al salir de misa, nuevos y más numerosos saludos, nuevas detenciones y bienvenidas; y vuelta a casa con el posible apresuramiento, porque no faltarían visitas que recibir en ella, amén de que había convidados a la mesa, se comía a la una en punto, y Andrea no se fiaba de la guisandera que había tomado para aquel lance, superior a los recursos culinarios de su criada.

El lector y yo llegamos en el momento en que el capitán largaba los guantes y la cacimba sobre una cómoda, y su mujer, después de plegar la mantilla y el pañolón de seda, los guardaba en un tirador del propio mueble. De buena gana hubiera cambiado Andrea su vestido de gro por otro más modesto, de raso de lana, y el capitán sus arreos de «señor del Ayuntamiento» por el atalaje de a bordo; pero como ya se ha dicho, aguardaban visitas, por ser el rigor en aquellas circunstancias, y las visitas de entonces no las recibía un recién llegado como Bitadura sin echarse encima el fondo del baúl, máxime siendo día de fiestas y teniendo una mujer tan escrupulosa en estos particulares, y tan guapota y apuesta como la que él tenía.

Mientras ésta se daba una vuelta por la cocina, se oyeron golpes a la puerta de la escalera y Bitadura salió corriendo a la sala..., sala de capitán de entonces, con los retratos de todos los barcos en que había navegado, desde piloto inclusive; un espejo con marco de papel dorado y dos o tres cuadritos de bordados de felpilla, obras de la capitana cuando iba al colegio, colgado en las blancas paredes; sobre las rinconeras y la consola de caoba, caracoles de la China, ramilletes de coral, monigotes de especias, una bandeja grande, puesta de canto, detrás de una caja de música, y entre dos fruteros de cera, con sendos fanales, y debajo de otro ovalado, un barco que se bamboleaba sobre una mar contrahecha, en cuanto se tocaba un resorte que tenía la peana; sillería de cerezo, una alfombra delante del canapé; cortinillas de muselina rameada en las vidrieras del balcón, en las de la alcoba, carrejo y gabinete; el suelo de tabla de pino, muy fregado..., y paren ustedes de contar. Las sillerías, de caoba, con embutidos de limoncillo y asientos de tejidos de cerda; el reloj de sobremesa, los candelabros de plata, dorada; el retrato de cuerpo entero, obra del pincel de Salvá o de Bardeló; el papel aterciopelado en las paredes, las cortinillas de tafetán encarnado en las vidrieras de las alcobas, y la alfombrita delante de cada puerta y de cada mueble importante de la sala, quedaban para un puñadito de familias, cuyas mujeres torcían el gesto cuando se rozaban con el vulgo de los mortales, y cuyos muchachos gastaban las únicas levitas forradas de seda que se vieron entre sus coetáneos, no bebían agua en las fuentes públicas aunque se murieran de sed, jugando finamente al marro con sus congéneres, y antes se hubieran dejado desollar que descalzarse en la Maruca para navegar un poco en sus flotantes perchas.

Y perdone otra vez el lector al ver que me marcho por los trigos nuevamente: puede más que mi propósito de no extraviarme en el relato, la fuerza de los recuerdos que vienen enredados a cada detalle que apunto de aquellas gentes y de aquellos tiempos que se grabaron en las tablas vírgenes de la memoria.

Vuelvo, pues, al asunto, y digo que la primera visita al recién llegado capitán fue la del matrimonio del cuarto piso, con la mayor de sus hijas, apreciable familia de tenderos por juro de heredad, pero harto insípida para unos gustos tan especiales como los de Bitadura. Algo más le entretuvo después el jubilado capitán Arguinde, con sus alegrías de carácter y su desatinada sintaxis de vizcaíno impenitente; no tanto doña Sinforiana Cantón, viuda desde muy joven, y ya pasaba de los cuarenta y cinco, de un piloto que murió de calenturas en la costa de África; mucho menos la señora y las hijas de un comandante retirado, amigas de su mujer, y menos todavía otras personas que acudieron a verle por razón de parentesco remoto, o de gratitud o de interés. Porque con los amigos y camaradas, con la gente del aligote, como él llamaba a los del oficio, ya se había visto despacio y en lugar conveniente para hablar sin trabas y reír sin medida.

De esta gente eran los tres convidados que aguardaban, además de su piloto Sama, y fueron llegando uno tras otro. Uno solo de ellos era capitán. De los dos pilotos, sin contar a Sama, uno se llamaba Madruga, prototipo de la especie; el otro era Ligo, el mozo que vimos en San Martín con Andrés. Éste era el más joven de todos, y quería ser el más elegante y culto; desde luego era el más aparatoso y el más desatinado. Madruga y él formaban un delicioso contraste. Madruga era impasible de fisonomía, hablaba bajo, poco y como de mala gana; pero lo que hablaba salía forrado en cobre de sus labios, cuya expresión de burla estaba tan cerca de la del enojo, que se confundían muy a menudo: de aquí el interés singularísimo de su pintoresca palabra. Ligo, al contrario, era locuaz, con grandes presunciones de hombre de mundo, o de ser capaz de serlo. Hablaba de todo en el estilo y con la brusquedad de lo que era, con términos finos, que él fabricaba a su gusto cuando la necesidad se lo exigía. De este modo, resultaban unos potajes, unas finezas tan burdas, unas groserías tan finas, que era todo lo que había que oír.

Había todavía señoras en casa de Bitadura cuando él llegó, y llegó el último. Madruga se había portado tal cual, quitándose la gorra y haciendo un poco de reverencia antes de sentarse. Sama tampoco se había metido en muchos dibujos, porque no los conocía, y se había achantado, muy calladito, en un rincón, donde se entretenía en dar vueltas a la gorra entre sus manos, mientras silbaba, casi mentalmente, una sopimpa de allá.

El capitán Nudos, algo más joven que Bitadura y tan bien vestido como él y cortado por el mismo patrón que él, no le aventajaba un ápice en perfiles de cortesía y ceremoniales de sociedad: verdaderamente estaba casi rapado a navaja en esos particulares; pero, al cabo, había tenido tratos de gentes por razón de su empleo, y tenía oído que, en una casa, la señora debe ser siempre la persona más atendida de propios y extraños; por lo cual, viendo desocupado un hueco en el canapé donde se sentaba entre otras amigas la capitana, allá se coló, y allí dio fondo junto a ella, sin más trabajo que el de removerse algo para agrandar la plaza en que no encajaban bien sus anchas posaderas. Y allí estaba, algo oprimido y molestando un poco a sus colaterales; pero, al cabo, como un señor y sin meterse con nadie.

Cuando entró Ligo, con gran estruendo de tacones y resoplidos y mucho zarandeo de arboladura, el amo de casa entretenía como Dios y su impaciencia le daban a entender aquellos fastidiosos; Andrea hablaba con las señoras; Sama, cansado de voltear la gorra, se había puesto de codos sobre los muslos, y se divertía en meter escupitinas, a plomo, por la juntura de dos tablas del suelo; Madruga, con el pie izquierdo descansando sobre la rodilla derecha, muy tirado el cuerpo hacia atrás, con una mano entre las solapas del chaquetón y en la otra la gorra, escuchaba, con una atención tan afectadamente grave que resultaba cómica, lo poco que en serio se le ocurría a Bitadura; y el capitán Nudos, a juzgar por la cara que ponía, le estaba pidiendo a Dios que le inspirara un modo de salir cuanto antes de aquellas estrecheces.

Al entrar Ligo y observar el cuadro, se ratificó en su creencia de que aquellos hombres no valían para el trance en que estaban metidos, y sospechó que las señoras se aburrían. Él lo iba a arreglar todo dando una lección de cortesía y travesura elegante a sus camaradas, y un poco de amenidad a la visita, para recreo de las señoras. ¡Y allá va! Apóstrofe a éste, palmoteo sobre la espalda del otro, indirectas a Bitadura, chicoleos a la capitana, fineza por aquí, galantería por allá, cómo se las arreglaría el bueno de Ligo, y de qué calidad serían sus discreciones y amenidades, que antes de que pensara en sentarse en la silla que arrastraba de un lado para otro, mientras hablaba y se revolvía dentro del corro, ya no quedaba en la sala una señora, y salía detrás de la última la capitana con las mejillas muy coloradas y mordiéndose los labios de risa.

En cuanto se vieron solos los cinco marinos, Bitadura cayó sobre su compañero, el del sofá, que comenzaba a desarrugar la faz y desentumecerse, diciéndole mientras le abrumaba a resobones:

-¡Osio, Macario!... ¡Desínflate ya, hijo, que tienes la cara como una ufía!

A lo que añadió Ligo:

-¡Si él no se metiera en manipulencias que no entiende!...

-Para manipulencias y pitiflanes, tú -dijo Madruga muy serio.

-Ya se ve que sí -repuso Ligo-. Aquí hay aparejo para navegar en todas aguas, lo mismo de aligote que de pitiminí. Y si no, ¡mira como se desguarnían de risa las señoras, que estaban, cuando yo entré, como en el cuarto de oración!... ¡Na, hombre, que sois toninas de la mar, y no más que eso!...

Y por aquí siguió la porfía; y al ruido del tiroteo y de las carcajadas, perdió Sama el respetillo que le infundía la presencia de Bitadura, que, al cabo, era su capitán; largó una sopimpa de cornetín, remedándole con los puños y con la voz, y cata a los cuatro restantes bailándola como los mismos negros de Cuba. Y no jugaron después a paso o al soleto, porque llegó la capitana, avisó que estaba la sopa en la mesa, y se fueron todos al comedor.

Cinco meses había estado fuera de su patria Bitadura, y cerca de dos de ellos acababa de pasarlos en la mar, sin comunicación alguna con el mundo. Lo primero que se le ocurriría hoy a un hombre en esas mismas condiciones, al volver a su casa y sentarse a la mesa entre amigos, sería preguntarles:

-¿Quién manda en España? ¿Qué hay de política? ¿Cuándo se hizo el último pronunciamiento? ¿Qué revolución se prepara? ¿Qué gobernador tenemos?...

A Bitadura, y a todos los Bitaduras de entonces, les tenían estas cosas sin cuidado. Lo que preguntó con grandísimo interés, tan pronto como se sentaron todos a la mesa y mientras servía a Madruga un plato de fideos encogollado, porque acababa de oírle decir que todavía estivaba tal cual en la bodega, fue del tenor siguiente:

-¿Y qué hace Nerín?... ¿Y Caparrota?... ¿Cómo está la Sietemuelas? ¿Y Tumbanavíos?

Éstos y otros tales fueron los temas de conversación, interrumpida a menudo para decir, por ejemplo, Madruga a Sama, que estaba enfrente de él: «atraca esos abarrotes», señalando unas aceitunas que deseaba; o Ligo a Andresillo: «pica esa bomba, motil», para que le escanciara el vino de una botella en la copa que le presentaba; y así por el estilo.

Hacia los postres se habló un poco, casi en serio, de los propósitos del capitán con respecto a la carrera de su hijo. Ya iba siendo éste muy grandullón, y deseaba su padre que se matriculara en náutica en pasando un año, para que hiciera a su lado todas las prácticas, antes que él se cansara de navegar, o le recogiera el mismo Dios la patente, dándole sepultura en el «campón de las merluzas»; con lo que a la pobre madre, cuya cruz más pesada era pensar incesantemente en ese mismo riesgo mientras su marido andaba navegando, se le oprimió el corazón. No podía resignarse, sin protesta, a que su hijo siguiera la carrera azarosa de su padre.

Viendo Bitadura que por aquel lado se enturbiaba el horizonte, torció el rumbo de la conversación; y con esto y con haberse acabado los postres y con aparecer en la mesa la ginebra y el marrasquino y los avíos de hacer café, como se hacía allí, a taza de polvo por barba, colado con agua hirviendo por manga de franela; y con retirarse Andrea y su hijo con sus correspondientes raciones en una bandeja, «para no estorbar a nadie», quedáronse los marinos mejor que querían.

Una hora después, Madruga bailaba el Cucuyé con Ligo; y, un poco más tarde, a instancias del anfitrión, su piloto, provisto de un cuchillo y una servilleta retorcida, cantaba y representaba el Sama-la-culé... (precisamente por representar esto tan a la perfección, se le había puesto el mote que llevaba), haciéndole el coro y ayudándole en la escena todos los demás...

Y en éstas y en otras tales, hasta la hora de irse a correr un largo a la Alameda de Becedo.

¡Y aquellos niños grandes eran los hombres que sabían conducir un barco a todos los puertos del mundo, y, con una plegaria ferviente y una promesa a la Virgen, afrontar cien veces la muerte, con faz serena y corazón impávido en medio del furor de las tempestades!

¿Ha cantado jamás la poesía cosa más grande y más épica que aquellas pequeñeces?



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