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- VIII -

El armador de la «Montañesa»


-Perfectamente, señor don Pedro; todo lo que usted me cuenta, todas las noticias que me da, junto con los resultados obtenidos, prueba de nuevo que la Montañesa es una finquita más que regular; en lo que no tiene poca parte la mano de su administrador, que la trae y la lleva por esos mares de Dios con una suerte rara. Verdaderamente, tiene usted mano de ángel. Hasta los huracanes, una vez empujándole y otras deteniéndole, parece que están a su servicio, a fin de que el buque llegue a puerto en hora de sazón para el negocio de la casa... Que siga unos cuantos años todavía alumbrándole tan buena estrella, y... a propósito de azares de la mar: ¿persiste usted en hacer marino al único hijo que tiene?

Decía así don Venancio Liencres, comerciante rico y armador de la Montañesa, hablando con su capitán al día siguiente de lo narrado en el capítulo anterior, en el triste y empolvado departamento señorial del mezquino escritorio que tenía en el entresuelo de una casa del Muelle. Rato hacía que estaban solos allí los dos: el comerciante, mal vestido y peor sentado en el sillón de paja de su pupitre, sobrecargado de fajos de cartas sin contestar y muestras de azúcar, harinas y cacao, y el capitán en el sofá roñoso de enfrente, debajo del retrato de la Montañesa, igual al que tenía él en su casa, y de un papel con los Días de correo a la semana, clavado en la pared con tachuelas amarillas, sobre un ribete de ligueta encarnada.

Mientras el comerciante hablaba así, manoseaba, con notorio cariño, después de haberle plegado cuidadosamente, el extracto de cuentas del último viaje de la fragata, que apresuradamente, y para gobierno suyo, le habían hecho en el contiguo departamento, cuya puerta de comunicación había cerrado el capitán, por encargo de don Venancio, después de entrar por ella.

Bitadura se quedó un poco suspenso por la pregunta del comerciante, tan inesperada como extraña para él. Inesperada, porque era la primera vez que aquel hombre le hablaba de su hijo; extraña, porque jamás se le había ocurrido que Andrés pudiera seguir otra carrera que la de marino. Por eso, sin salir de su medio asombro, respondió con esta otra pregunta:

-Y si no le hago marino, ¿qué va a ser?

-Cualquier cosa... Todo es preferible a esa carrera de azares, en que el hombre de mejor corazón y de más suerte no puede conseguir jamás lo que logra sin esfuerzo cualquier perdulario que no sea marino: la vida de familia. Bien lo sabe usted.

-Cierto es eso -respondió el capitán, devorando un suspiro y frunciendo el entrecejo, como si el comerciante le hubiera acertado en el rinconcito en que él guardaba el único secreto de su corazón.

-Además -añadió don Venancio Liencres-, no se halla usted, con respecto al porvenir de su hijo, en el caso de otros compañeros de profesión: usted, por haber obtenido buenos frutos de su carrera y por no tener más que un hijo, puede darle a escoger entre lo que más le guste.

-Nada le gusta tanto como la carrera de marino -se apresuró a replicar el capitán.

-O escoger usted mismo -continuó el comerciante, fingiendo no haber oído la réplica- lo más conveniente para él; porque las inclinaciones de los niños obedecen por lo común a caprichos del momento... a fantasías pasajeras de la imaginación, al contagio de los entusiasmos de otro... Ya usted me entiende.

-Sí que le entiendo, señor don Venancio -dijo Bitadura con una fuerza de atención y una seriedad poco imaginables en el descuidado marino que el día antes bailaba la sopimpa en su casa con Madruga-; pero puesto a escoger carrera para Andrés, ¿qué escojo? ¿La de picapleitos?

-¡Bah!

-¿La de matasanos?

-¡Puf!

-¿La de procurador?... ¿La de escribano?... ¿La de catedrático?...

-¡Horror!... Nada de eso, don Pedro amigo, nada de eso: es la peste del mundo, y, además, una miseria... ¡Abogados, médicos... curiales, literatos! ¡Pu! Bambolla y hambre... A cosa más sólida debe aspirar un padre para su hijo... Y ríase de los que le digan que no sólo de pan viven las gentes; que esto suelen decirlo los que nunca han logrado hartar el estómago. ¡Pan, pan ante todo, mi señor don Pedro!; es decir, ¡pesetas, muchas pesetas!, que lo demás, ello solo se viene a la mano. Mire usted, hombre: mi padre guardaba ganado en el monte, y mi madre sallaba maizales a jornal; yo no tuve otros estudios que los que pudo darme el maestro del pueblo: las cuatro reglas, una bastardilla mediana y el Catecismo. Pues con esto solo y mucha paciencia, y hoy barriendo el almacén y andando a escobazos con los ratones que mordían los sacos de harina, y después haciendo casi lo mismo en el escritorio, y luego corriendo las hojas, y copiando algunas cartas y llevando muchas al correo, y ¡aguantando y aguantando! y ¡adelante y adelante!, hoy dependiente, mañana un poquito más, al otro día mucho más alto... y en fin, aquí me tiene usted. Me dieron la mujer que pedí cuando se me antojó casarme; cónsul del Tribunal de Comercio he sido, no sé cuántas veces; alcalde, siempre que me ha dado la gana, y no gasto coche porque no le necesito, y el único que hay en el pueblo no sale más que los días que repican fuerte. ¿En qué se me conoce que no he resobado de muchacho los bancos de las aulas con el trasero?; o, por lo menos, ¿qué diferencia de cultura halla usted entre las dos docenas de personas que pasan aquí por principales, y yo? Quiero decir con esto que el comercio es el alma de los pueblos, la miga de todas las cosas, la mejor y más digna carrera para la juventud, con doble motivo cuando ésta no necesita pasar por las estrecheces por que yo pasé para llegar adonde he llegado. ¿Me entiende el señor don Pedro?

El señor don Pedro entendía perfectamente al señor don Venancio; y, porque le entendía, se permitió apuntar algunas observaciones no desprovistas de fundamento, tales como la del riesgo de pasarse la vida empeñado en las ingratas tareas del escritorio, y llegar a viejo sin haber salido de pobre, ni visto el mundo ni aprendido cosa alguna de lo que hay o de lo que se enseña en él.

-¡Desatinos, desatinos! -decía don Venancio Liencres a cada reparo que, a su manera, le hacía Bitadura, deseoso, evidentemente, de ponerse de acuerdo con el modo de discurrir del comerciante; el cual remachó sus argumentos con la fuerza de este otro-: El comercio de Santander es, hoy por hoy, pan de flor; poco, pero bueno; y oro molido llegará a ser si la codicia no nos ciega, si no hacemos locuras... como esa que se ha echado a volar estos días, con referencia a no sé quién que habló del caso no sé dónde: la de que podrían ser convenientes un camino de hierro entre Alar y Santander, a imitación del que se está haciendo entre Aranjuez y Madrid, y una línea de vapores entre este puerto y la isla de Cuba. ¡Caminos de hierro! ¡Vapores! Aventuras de loco; calaverada de gente levantisca que tiene poco que perder, y quiere probar fortuna con caudales de los incautos, para venir a parar a aquello de «aquí yace un español que, estando bueno, quiso estar mejor». Y vuelvo a mi tema: si nos arreglamos con lo que tenemos, y no nos lanzamos en aventuras descabelladas, como esa del ferrocarril y de los vapores (que, a Dios gracias, no pasa de una idea de estrafalario, comentada por cuatro desocupados), el maravedí que aquí se siembre en el comercio, con un poco de cariño y de inteligencia, da la peseta bien cumplida en el primer agosto. ¿Se va usted enterando, señor don Pedro?

Don Pedro se iba enterando, en efecto, y, por lo mismo, se atrevió a decir al comerciante, que, aun aceptando como el Evangelio todo lo que exponía, quedaba la dificultad material de poner a Andresillo en ese rumbo. ¿Qué entendía Bitadura de esas cosas, aunque andaba tan arrimado a ellas por razón de su oficio? ¿Quién le daba la mano? ¿Qué valedores tenía? ¿Adónde se arrimaba su hijo? ¿Por qué puerta le metía?

-Vamos a eso -respondió don Venancio, que hablando de aquellas cosas estaba en su púlpito natural, porque no entendía pizca de otras, amén de que, por las trazas, había tomado con empeño el asunto de la carrera de Andrés-. Entrégueme usted su chico. Yo no tengo más que dos hijos: el varón será de su edad, próximamente: pienso traerlo al escritorio en cuanto pase el verano. Que trabajen juntos y se hagan buenos amigos: un mismo estímulo puede animar a los dos, pues si el hijo de don Venancio Liencres trabajaría en la viña de su padre, en esa vida tiene muy buenas cepas en producto el padre de Andrés Calandres. Que pasaba los años, y los niños aplicados llegaban a comerciantes entendidos, y usted y yo a retirarnos a descansar: aquí quedaba su caudal de usted, acrecentado por los intereses o por el beneficio de los negocios, si había preferido usted que ese caudal pasara de la humilde categoría de una cuenta corriente con interés, a la más respetable de un socio comanditario... ¿Acaba usted de comprenderme, señor don Pedro?

-Sí, señor -respondió éste, sin disfrazar el vivo interés con que trataba el punto-. Pero y si, después de metido en el comercio, resulta que no le toma ley o no sirve para el paso, ¿qué hago yo con mi hijo?

-Pues, ¡canastos! -replicó el comerciante-, si después de hecho marino resulta que se marea, o se ahoga, o sale un perdido y vende el barco, ¿hará usted de él cosa mejor que un pinche de escritorio, holgazán y torpe, como hay muchos?...

-Tiene usted razón, señor don Venancio -respondió con prontitud Bitadura, que no disimulaba jamás sus impresiones.

-¡Vaya si la tengo! -exclamó el comerciante, repantigándose en el sillón, completamente satisfecho de su triunfo, aunque sin extrañarse de él.

-Creo que hemos de entendernos -añadió Bitadura, levantándose-. Por lo pronto, le agradezco a usted con todo corazón el interés que se toma por la suerte de mi hijo, y la oferta que me hace... No tardaré en responderle con mayor claridad... No lo extrañe usted. Las cosas que mejor me suenan son las que más quiero yo ver de lejos: se marca mejor así el rumbo que traen, que atracándose a ellas.

En esto, oprimía con su diestra la mano que le había tendido el comerciante; y, como estaba algo conmovido, al decir por despedida: «a la orden de usted, señor don Venancio», don Venancio vio las estrellas, por una razón que se le alcanzaría al más torpe al observar cómo, momentos después de salir Bitadura, se soplaba el comerciante los dedos, cárdenos y como pegados unos a otros; detalle que prueba, a lo sumo, que es un poco peligroso dar la mano a hombres como aquél, si están algo conmovidos.

Pero ¿por qué mil demonios se interesaba tanto el señor don Venancio Liencres por la suerte de Andresillo? ¿Qué se le daba al rico comerciante, duro de epidermis, como las talegas que amontonaba en su caja de hierro, de que al hijo del capitán Bitadura le tocara la lotería o se le comieran los tiburones? ¿De cuándo acá reparaba tanto el hombre del daca-y-toma en que los marinos gozaban poco las delicias del hogar doméstico? ¿Por qué se mostraba ahora tan sensible a esas pequeñeces, de las cuales jamás le había oído hablar, como si las considerara género de mal comercio para su corazón? ¿Por qué en lo referente a ellas discurría lo mismo que Andrea?... ¡Tate!... ¡Andrea!... Este nombre fue un punto luminoso en la oscuridad de los razonamientos del capitán, mientras iba camino de su casa... «¿Apostamos dos cuartos -se dijo- a que mi mujer ha andado conspirando por aquí? ¿Serán de ella también las razones de conveniencia que don Venancio me ha expuesto, combatiendo mi propósito de hacer marino a mi hijo? De cualquier modo, y sean de quienes fueren esas razones, están muy en su lugar y yo no debo desatenderlas porque no se me hayan ocurrido a mí.»

Efectivamente, la capitana había conspirado contra los planes de su marido en el escritorio de don Venancio Liencres. Cada pena negra que pasaba, y pasaba muchas la infeliz durante las larguísimas ausencias de su marido, temiendo por su vida entre las veleidades del mar o los rigores de extraños climas, y, ¿por qué ocultarlo?, por su cariño de esposo amante (que lo era en verdad, y a toda prueba, el bueno de Bitadura), cada pena de éstas, repito, que pasaba Andrea, volvía los ojos del alma a su hijo, y otra pena mayor le resultaba de ello, al considerar que a las ausencias del capitán habría que añadir pronto las del agregado... ¡y las dos ausencias a un tiempo!..., ¡y ella sola, enteramente sola, en su casa, temiendo por la vida de los dos! Muchas veces había intentado hablar con este tema a su marido, y hasta conseguido fijar su atención por unos instantes; pero de allí no pasó nunca, porque Bitadura, que todo lo metía a barato, le salía al encuentro con una cuchufleta, pegándole una papuchadita y mordiéndole luego los carrillos, o tapándole la boca con un beso, después de haberla dado tres vueltas en el aire, entre sus brazos de hierro, en la misma postura que coloca un padrino a su ahijado mientras el cura le pone la sal en los labios. Pero Andrés iba creciendo, se acercaba la hora de decidirse, y Andrea seguía temiendo lo peor. Se armó de voluntad después de meditarlo mucho, y tres días antes de la llegada de su marido pidió una audiencia en el escritorio a don Venancio Liencres; y con esa sencilla y poderosa elocuencia del corazón, tan común en todas las madres cuando abogan por la causa de sus hijos, expuso al comerciante sus temores, sus deseos y sus fervientes súplicas para que, guardando, mientras fuera posible, el secreto de aquellas gestiones, tratara de desarraigar en su marido la idea que tanto la atormentaba a ella.

Don Venancio Liencres era un hombre completamente insignificante; intus et foris; pero en los casos dudosos, tenía el buen instinto de inclinarse a lo mejor, porque su madera, aunque tosca, era sana; además, como todas las nulidades de suerte, que son hechas de esta manera, careciendo de materiales propios para hacer algo regular siquiera, tomaba los que le ofrecían en cualquier parte; y los tomaba con amor, porque se pagaba muchísimo de que las gentes le tuvieran en algo, haciendo algo que no hicieran los demás. Estimaba cordialmente al capitán; conocía de vista a su hijo, y hasta le parecía guapo y dispuesto; tuvo en mucho aquel acto de consideración hacia él, de una mujer tan guapota y honrada como la capitana; pareciéronle naturalísimos sus temores y muy fundados sus deseos, y aun se conmovió un poquillo con sus sentidas palabras; y no sólo la prometió, de todas veras, servirla en cuanto deseaba, sino que, de cuenta propia, llegó con su amparo hasta donde ha visto el curioso lector; y todavía hubiera llegado más allá, si mayor esfuerzo se hubiera necesitado para conseguir, con la virtud sola de sus razonamientos (pues cabalmente el razonar bien era la manía del señor don Venancio Liencres), el triunfo sobre la obstinación del capitán.

Esta vez fue Bitadura quien sacó, tan pronto como llegó a casa, la conversación sobre la carrera de Andrés; y como la capitana no ignoraba de dónde venía su marido, a las primeras palabras de éste se le puso la cara que ardía. Esto la delató, y Bitadura se hizo el enfadado; pero se le veía la mentira por el rabillo del ojo y por los extremos de la boca. Andrea, haciendo como que no veía nada, confesó el hecho con todos sus pormenores, y un aire de resignación bastante falsificado también.

-¡Nos veremos sobre ese particular! -exclamó Bitadura, paseándose por la sala, siempre de espaldas a su mujer, braceando mucho y taconeando más-. ¡Ir con los secretos de familia a casa de los vecinos!... ¡Eso no se hace!

Andrea, que le miraba a hurtadillas y le vio tan empeñado en no dar la cara, comenzó a pasear detrás de él, pero muy cerquita, y le dijo, según iba andando, con acento de estudiada humildad:

-Pues, hijo, si tan mal he obrado creyendo acertar, ya lo sabes: el cuchillo eres y la carne soy; conque corta por donde quieras.

-¡Sí, señora! -respondió Bitadura volviéndose de pronto-. ¡Sí que cortaré!... ¡Y ahora mismo! ¡Y mucho! ¡Venga usted acá! ¡Siéntese usted aquí!

Y sentándose él en el sofá, la sentó a ella sobre sus rodillas.

-¡Míreme usted a la cara!... ¡Venga esa pitorruca!

Y le dio un mordisco en la nariz.

-¡Vengan esas orejinas!

Y se las mordió también.

-Y ahora, para acabar primero, vaya todo este brazado de carne por el balcón abajo.

Y tomó a su mujer en brazos, como solía. Púsose enfrente del balcón, y diciendo: «¡a la una!, ¡a las dos!, ¡a las tres!», columpiándola al mismo tiempo, giró de pronto sobre sus talones hacia adentro, y la estampó en la cara media docena de besos.

-Toma..., por habladora..., por cuentera... y porque me da la gana.

Andrea se reía como si la hicieran cosquillas, y tomaba aquellos castigos tan dulces por señales de buen agüero... hasta que Bitadura le dijo que todo se haría como ella deseaba; y se trocaron los papeles. No tenía las fuerzas de su marido para columpiarle en sus brazos; pero la intención era buena y, en fin, hizo lo que pudo en testimonio de su agradecimiento.




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- IX-

Los entusiasmos de Andrés


Andresillo, entretanto, caminaba hacia la calle Alta, deteniéndose con todos los conocidos que hallaba al paso para hablarles de la llegada de su padre, de lo que había oído contar sobre su viaje, y algo también de la comida del día antes, y muy particularmente de las cosas de Sama, Ligo y demás comensales. ¡Muchísimo se había divertido con ellos! Iba a la calle Alta para ver qué tal se las arreglaba Silda en su nueva casa. Consideraba a la huérfana como protegida suya, y se interesaba por su suerte.

Al llegar enfrente del Paredón, vio a Colo que subía de bajamar con dos remos al hombro, y en una mano un balde a medio llenar de macizo. Colo era aquel sobrino de don Lorenzo, el cura loco, de quien ya se ha hecho mención. Andrés le preguntó por la casa de tío Mechelín, y notó que Colo estaba de muy mal humor. Antes que él pensara en preguntarle por la causa de ello, le dijo el marinero, echando abajo los remos:

-Hombre..., ¡si esto no es pa que uno pierda hasta la salú!...

-¿Qué te pasa? -le preguntó Andrés.

-Este hombre, ¡toña!..., mi tío el loco, que no hay perro, ¡toña!, que le saque de la bodega ese hipo,¡mal rayo!; y esta mañana, malas penas, me voy pa la lancha, me coge a la puerta de casa, y, ¡toña!, que me ha de manipular en el sostituto... ¿no es eso, tú?; ¿no se dice asina?... Ello es lo que hay que hacer pa atracarse a ese colegio en que enseñan esos latines de... ¡mal rayo!... ¡Miá tú, hombre, qué sé yo de eso ni pa qué me sirve!

-Pa maldita la cosa -dijo Andrés.

-Pus dale que ha de ser; y sin más tardanza, en cuanto se acabe este verano... Conque yo me cerré a la banda..., y sin más ni más, el burro de él, ¡toña!, me largó dos estacazos con aquel bastón de nudos que él gasta... ¡Mal rayo! Pero ¿pa qué, hombre? Vamos a ver, ¿pa qué quiero yo eso?; ¿no juera mejor que me echara el coste del estudio en unos calzones nuevos?... Pues porque le dije esto mesmo, me alumbró otro estacazo. ¿No es animal?... Dice que hay una..., ¿cómo dijo?..., ello es cosa de iglesia... ¡Ah!, capellanía... Una capellanía que es de nusotros; y que si yo allego a ser cura, me embarbaré de betún. ¡Cómo no me embarbe, toña! De palos me embarbaré yo; porque ahora resulta que el señor que enseña esos latines da más leña entodía que el animal de mi tío... ¿Cómo dicen que se llama ese maestro?... Don, don...

-Don Bernabé -apuntó Andresillo, que ya le conocía de oídas.

-Eso, don Bernabé...

-¡Mucho palo te espera allí! -dijo Andrés con candorosa ingenuidad-. ¡Mucho palo!

Con esto y poco más, siguieron los dos chicos hacia arriba; y al pasar por delante del portal de tío Mechelín, dijo Colo a Andrés:

-Ésta es la casa.

Y como la suya estaba en la otra acera y al extremo de la calle, despidióse y apretó el paso.

En esto salió de hacia la bodega Silda, acompañando a Muergo. Muergo llevaba ya puestos los calzones del padre Apolinar; pero sin otro arreglo que haberlos recogido él las perneras a fuerza de remangarlas; y así y todo, le bajaba la culera hasta los tobillos. Con esto, el chaquetón de marras por encima y las greñas revueltas coronando el conjunto, el hijo de la Chumacera parecía un fardo de basura que andaba solo.

-Aquí llevo una camisa..., ¡ju, ju! -dijo a Andrés el monstruoso muchacho, golpeándose con la mano derecha una especie de tumor que se le notaba en el costado izquierdo.

Andrés lo miró asombrado, y Muergo apretó a correr calle abajo. Silda dijo a Andrés en seguida, aludiendo a Muergo:

-Quería yo que le dieran una camisa, y ellos no querían, porque Muergo no la merece y su madre no tiene vergüenza; pero le encontré esta mañana cerca del Paredón, y le traje a casa para que le viera su tía sin camisa, y le diera una vieja de su tío. Él no quería venir; pero luego vino, y entonces no le querían dar la camisa; pero yo me empeñé, y se la dieron; pero si la echa en aguardiente y le ven sin ella, no le darán más ni le dejarán volver aquí... Su madre es una borrachona, y él también sorbe mucho aguardiente. ¡Qué feo y qué puerco!, ¿verdá, tú?... Entra un poco, verás qué bien se está aquí... Ya no pienso volver a la Maruca tan pronto, ni al Muelle-Anaos... Se hace una allí muy pingona... Pasa luego este portal, para que no te encuentren las del quinto piso si bajan; y no te pares nunca mucho a esta puerta de la calle, porque te tirarán inmundicias desde el balcón. Son muy malas, ¡pero muy malas!... Ayer armaron bureo porque a tío Mocejón le dijeron en el Cabildo que me había castigado mucho, y que si no me dejaban en paz los de su casa, se verían con la Justicia... Son muy malas, ¡pero muy malas!

Tía Sidora, que andaba trajinando por adentro, salió al rumor de la conversación, hasta la mitad del carrejo, y Silda la dijo señalando a Andrés:

-Este es el c... tintas bueno que me llevó a casa de pae Polinar.

Se alegró mucho la marinera de conocerle, y le ponderó la acción; y como el muchacho le pareció muy guapo, le dijo lo que sentía, con lo que Andrés formó un gran concepto de tía Sidora, aunque se puso muy colorado con los piropos. Ella no conocía personalmente al capitán de la Montañesa; pero su marido sí, y muchas veces la había hablado de él, ponderando sus prendas de marino y su parcialidá de genio: era gran persona el señor don Pedro, y, además, callealtero de origen, otra condición muy digna de tenerse en cuenta por la tía Sidora para estimar al capitán y alegrarse de que hubiera sido su hijo quien se apiadó de la niña desamparada en el Muelle-Anaos y la llevó a casa de persona capaz de hacer por ella lo que hizo pae Polinar. Le trataron mal, muy mal, las desvergonzadas de arriba, cuando fue a hablarlas sobre la niña que ella y su marido recogieron después, como la hubieran recogido antes, si no hubieran mirado más que al buen deseo; pero había otras cosas que considerar, y se aguantaron. Ahora, gracias a Dios, estaba Silda en puerto seguro, y el Cabildo había puesto en los casos a las deslenguadas sin vergüenza, para que no intentaran impedir con sus malas artes que hicieran otros por la desdichada lo que ellos no quisieron hacer...

-Mira la mi alcoba -dijo Silda a Andrés, interrumpiendo la retahíla de tía Sidora.

La alcoba, libre de estorbos y muy barrida, contenía una cama muy curiosa y una percha vieja con algunas prendas de vestir de tía Sidora.

-Aquí se colgarán también los sus vestiducos -dijo ésta- en cuanto los tenga listos. Ahora le estoy arreglando uno de una saya mía de percal, casi que nueva; y, si Dios quiere, hemos de mercar algo de tienda cuando se pueda, porque no se puede todo lo que se quiere. En remojo tengo lienzo para dos camisucas, que es lo que más falta le hace, porque vino la infeliz, pa el cuasi, en cuerucos vivos.

Desde allí pasaron a la salita, donde estaba la saya de tía Sidora hecha pedazos, sobre una silla cerca de un montón de filástica deshilada. Aquellos retazos eran las piezas del vestido de Silda, que había cortado y se disponía a coser tía Sidora. Silda había asistido con mucha atención a aquellas operaciones, y tía Sidora esperaba hacerla tomar apego a la casa; enseñarla, poco a poco, a coser y el Catecismo, hacer lumbre, arrimar siquiera la olla, barrer los suelos, en fin, lo que debía aprender una hija de buenos padres, que había de ser mañana una mujer de gobierno. En opinión de tía Sidora, Silda se había dado a la bribia desde la muerte de su padre, porque malas mujeres le habían hecho la casa aborrecible. No sucedería eso en adelante: la niña saldría cuando y como debiera salir, y pasaría en casa el tiempo que debiera pasar; pero ni en casa ni en la calle tendría otras ocupaciones que las propias de sus años y de su sexo.

Mientras decía todas estas cosas, a su manera, la tía Sidora encarada con Andrés, Silda con su faz impasible, miraba tan pronto a éste como a la marinera, y Andrés, atentísimo y hasta impresionado con la locuacidad expansiva y noblota de la pescadora, no apartaba los ojos de ella sino para fijarlos un momento en los serenos de Silda, como diciendo: «¿Lo oyes bien?» Al fin, no se contentó con la elocuencia de su mirada, y acudió a la de las palabras, enderezando a la niña, muy serio y con gran energía, las siguientes:

-Te digo que no tendrás vergüenza si vuelves al Muelle-Anaos y a arrimarte a ese indecente de Muergo.

-Al Muelle-Anaos -le interrumpió tía Sidora-, ya está ella en no volver..., ¿verdá, hijuca?... Y por lo tocante a Muergo, según él se porte, así nos portaremos con él... ¿No es eso, venturaúca de Dios?... Pero ¿qué mil demontres habrá visto esta inocente en ese espantajo de Barrabás, pa tomarse tantos cuidados por él?... Pa mi cuenta, es de puto móstrico que le ve... ¿Verdá, hijuca?

Silda se encogió de hombros, preguntó a Andrés si iría a la calle Alta cuando las fiestas de San Pedro. Andrés respondió que puede que sí, y tía Sidora le ponderó mucho lo que había que ver entonces y lo bien que se veía desde la puerta de su casa. Habría hogueras y peleles, y mucho bailoteo; tres días seguidos, con sus noches, así; y en el del Santo, novillo de cuerda. Sartas de banderas y gallardetes de balcón a balcón. Las gentes del barrio, sin acostarse en sus casas, comiendo en la taberna o a la intemperie, y triscando al son del tamboril. La calle, atestada de mesas con licores y buñuelos. La iglesia de Consolación, abierta de día y de noche; el altar de San Pedro, iluminado, y la gente entrando y saliendo a todas horas. Pero tan bien enterado estaba Andrés de lo que eran aquellas fiestas, como la tía Sidora, porque no había perdido una desde que andaba solo por la calle.

Después examinó con muchas ponderaciones una sedeña de bahía, que estaba colgada de un clavo. ¡Aquello se llamaba un aparejo de veras y no el cordelillo que él tenía, con unas tanzas de poco más o menos y unos anzuelos de chicha y nabo! Tía Sidora, que le vio tan admirado de aquello poco, fue por el cesto de las artes, que su marido no había llevado a la mar, porque estaba a sardinas, que se pescan con red. Andrés había visto muchas veces aquellos aparejos secando al balcón o amontonados en el cesto, pero devanados. Tía Sidora le explicó el destino y el manejo de cada uno. Los cordeles de merluza, del grueso de la cabeza de un alfilerón gordo, con su remate fino y un anzuelo grande a la punta. El palangre para el besugo: más de ochenta varas de cordel lleno de anzuelos colgando de sus reñales cortos; de palmo en palmo, un reñal. Las cuerdas de bonito, compuestas de tres partes: la primera, y la más larga, un cordel que se llamaba aún, doble de gordo que el de la merluza; después, una cuerda más fina, y después la sotileza de alambre, con un gran anzuelo. Se encarnaban los anzuelos del besugo y el de la merluza, con carnada de sardina, generalmente, y en el del bonito se ponía un engaño cualquiera: por lo común, una hoja de maíz, que no se deshacía en el agua, como el papel. Para llevar a la pesca las cuerdas del besugo había una copa, especie de maserita, aproximadamente de un pie en cuadro, con las paredes en talud muy abierto, como la que tía Sidora enseñó a Andrés, porque la tenía a mano. A medida que se encarnaban los anzuelos, se iban colocando en el fondo de la copa con los reñales tendidos sobre las paredillas, y el cordel recogido sobre los bordes. Así se llevaba a la mar este aparejo, cuya preparación exigía bastante tiempo, porque los anzuelos no bajaban de doscientos. A veces se trababan cien besugos de un golpe. La merluza se pescaba al garete, casi a lancha parada, y a una profundidad de cien brazas poco más o menos; el besugo, pez bobo, se traba él por sí mismo, dejando tendida la cuerda con los anzuelos colgando; el bonito, a la cacea, a todo andar de la lancha a la vela. Era un animal voraz, y se tragaba el engaño con tal ansia, que a veces salía trabado por el estómago. Para todo esto, había que salir muy afuera, ¡muy afuera!, y se daban casos de no volver los pescadores al puerto en dos o tres días, bien por tener otros más próximos para pasar la noche, o por obligarles a ello algún repentino temporal. La sardina, que venía en manjuas enormes, se ahorcaba por las agallas en la red, atravesada delante. Esto bien lo sabía Andrés, igual que el manejo de la guadañeta para maganos en bahía; por lo que la afable marinera no se le explicó.

Andrés no pestañeaba oyendo a tía Sidora, que, por su parte, se gozaba en el efecto que sus relatos causaban en él.

-¡Dará gusto eso! -exclamó, relamiéndose, el muchacho.

Y confesó a tía Sidora que siempre le había encantado el pescar; pero que nunca había pescado mar afuera, ni siquiera entre San Martín y la Horadada. Las más de las veces, en el paredón del Muelle-Anaos; pero, que fuera en el Paredón, que fuera en bahía con el bote de Cuco, siempre panchos, ¡en todas partes, panchos!... ¡Nunca una llubina, ni siquiera una porredana que pesara un cuarterón! Así es que tenía muchas ganas de ser mayor para poder alquilar, a cara descubierta, con otros amigos una barquía y hartarse de pescar de todo. Esto, mientras no empezara a navegar, porque, en navegando, tendría un bote y marineros de sobra con los de su barco, cuando estuviera en el puerto. Porque él iba a matricularse en náutica muy pronto, como había vuelto a decírselo su padre el día antes, mientras comían. En fin, todo lo que sabía y pensaba lo dijo allí, correspondiendo a las bondades que tía Sidora había tenido con él, y persuadido de que, tanto la marinera como Silda, le escuchaban con sumo interés, y era la verdad... Como que tía Sidora le ofreció de corazón, un poco después, pan del día y una sardina asada, lo cual rehusó Andrés muy cortésmente. Pero, al despedirse, ofreció volver a menudo por allí.

Cuando llegó a su casa, le dijo su madre, comiéndole a besos, que ya no sería marino. La noticia, por de pronto, le dejó estupefacto; pero antes de averiguar si le alegraba o le entristecía y de preguntar a qué pensaba dedicarle su padre, pensó si debería volver inmediatamente a casa de tía Sidora para contar el suceso o dejarlo para otro día.

Porque ¡como él había dicho allí que iba a ser marino!...




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- X -

Del patache y otros particulares


El negocio de Andrés caminaba en posta por la nueva senda en que le habían encarrilado la conspiración de la capitana y la elocuencia del señor don Venancio Liencres. Bitadura emprendería otro viaje a la isla de Cuba en todo el mes de julio, y Andrea había propuesto que, para cuando se ausentara su marido, estuviera preso Andrés con algún compromiso por pequeño que fuera, a los planes del comerciante, aceptados al fin terminantemente por el capitán. Con los aires de la ausencia cambian mucho los pensamientos de los hombres, que son mudables de suyo, y, «por si acaso», desde el mismo día en que quedó acordado entre Bitadura y su mujer que Andresillo sería puesto a las órdenes de don Venancio Liencres para que fuera haciendo de él un comerciante, se le dio un maestro que en lección particular le repasara las cuentas y le enseñara a escribir con soltura la letra inglesa, lo cual sería obra de dos o tres meses y de un par de horas de trabajo cada día. Lo demás lo iría aprendiendo en el escritorio; pues, en opinión del comerciante del Muelle, medio día de práctica sobre el atril enseñaba más que un curso de partida doble en la cátedra de un maestro.

Entre los muchos consejos buenos que al neófito dio su madre, le encareció particularmente el de procurarse la compañía y el trato íntimo del hijo del comerciante, con quien, según éste había dicho y repetido el capitán, trabajaría en el escritorio y caminarla hasta el pináculo de su infalible prosperidad. Este preliminar le consideraba ella de mucha importancia, pues una amistad íntima, a la edad de los dos muchachos, se convierte años después en vínculo inquebrantable.

Bien conocía Andrés al hijo del comerciante. Se llamaba Tolín (Antolín) y era, en lo físico, poca cosa: delgaducho y pálido, aunque animoso. No le convenían, al paso, más de tres pies y medio desde la raya, y hacía muy mala jaliba cuando le tocaba ponerse; jugando al marro le atrapaba cualquiera, sin más trabajo que cortarle el atocadero, porque se cansaba pronto de correr. A las canicas era algo más diestro, pero poco lucido: sacaba mucha cuarta, y, además, la lengua. Dos veces había ido a la Maruca; pero no volvió allá, porque cada vez le había costado dos días de cama el descalzarse, e ir a la Maruca para no descalzarse era como no ir. Por lo demás, torcía bastante bien los tacones de los borceguíes; tenía el charol de la visera tan roído y agrietado como el de la del mayor adán, y el pañuelo del bolsillo bien empapado en barro de todos los colores, la mejor señal de que Tolín, aunque por la categoría de su padre pudiera, y aun debiera serlo, no era de los pinturines ya mencionados, que jugaban a compás, con canicas de vidrio, en los Arcos de Dóriga o en los de Bolado, después de barrerles el suelo un almacenero.

Todo esto sabía Andrés, porque Andrés conocía a todos sus coetáneos de Santander, altos o bajos, y, por saberlo muy bien, no le era antipático Tolín, aunque jamás se le hubiera ocurrido echársele por camarada de su preferencia; mas ya que se le encargaba tanto asociarse a él, trató de hacerlo sin la menor repugnancia, y lo consiguió bien pronto, porque la intimidad de Andrés era de las más codiciadas entre los chicos de su tiempo, prestigio que se explica sabiendo, como sabemos, que el hijo de Bitadura era tan apto para un fregado como para un barrido, y unía a la estampa distinguida y hasta gallarda de un señorito, la fortaleza y la soltura de un pillete de la calle.

¡Y vea usted lo que es juzgar por las apariencias! La amistad de Tolín le procuró uno de los placeres que jamás había gustado. Tolín tenía grandísima privanza en el Joven Antoñito de Ribadeo, patache que se atracaba junto a la escalerilla de la Pescadería, porque casi siempre llegaba cargado de carbón. Esta privanza de Tolín tenía por motivo los muchos favores que debía el patrón del patache al señor don Venancio Liencres, cuyas relaciones mercantiles en los puertos de Asturias eran muchas y buenas; y no solamente proporcionaba con ellas buenos fletes al Joven Antoñito, sino que le distinguía con señaladísimas preferencias, y jamás negaba a su honrado patrón un anticipo de dos o tres mil reales en días de apuro; es decir, un viaje sí y otro no, cuando mejor andaban las cosas...

Y aquí se hacen de necesidad unos cuantos párrafos consagrados a la especie patache, para que se tenga una idea bastante exacta de esos apuros del Joven Antoñito de Ribadeo; de la importancia de los favores de don Venancio Liencres al patrón, y, por consiguiente, de lo arraigada que estaría la privanza de Tolín a bordo de aquel patache.

Se ha porfiado mucho, entre ociosos y entrometidos, sobre si fueron o no más valientes y arriesgados que Colón y que Blondín los hombres que se embarcaron con el primero para ir en busca de un nuevo mundo y el que montó en las espaldas del segundo para pasar por una cuerda tendida sobre los abismos del Niágara. Que si a Colón le alentaba la fe científica y la pasión de la gloria, y que si a Blondin le sostenía la confianza en su serenidad y en su experiencia bien probadas: que si los otros, tras del temor que podía caberles, sin ser muy aprensivos, de que entregaban sus vidas al capricho de dos locos, solamente iban impulsados por la esperanza de una buena recompensa... Cabe, en efecto, la disputa acerca de estos graves particulares, y me guardaré yo muy bien de terciar en ella con la pretensión de ponerme en lo cierto. Lo que hago en sacar a colación el caso para afirmar, como afirmo, teniéndole presente los lectores, que se necesita mucho más valor que para todo eso, y aun estar mucho más dejado de la mano de Dios, para entrar, con deliberado propósito, a navegar en un patache, lo mismo de patrón, que de marinero, que de motil; porque allí todo es peor en lo sustancial, con ligeras diferencias de detalle. Allí no caben la fe científica, ni la pasión de la gloria, ni la confianza en la serenidad, ni la esperanza de lucro; allí no hay nada de lo bueno, pero sí todo lo malo de las carabelas de Colón y de la cuerda de Blondin. Entrar allí para buscarse la vida es tirar a matarse poco a poco y con mala herramienta.

El patache es un barquito de treinta toneladas escasas, con aparejo de bergantín-goleta. Supónese que estos barcos han sido nuevos alguna vez; yo nunca los he conocido en tal estado, y eso que no los pierdo de vista, como lo pueda remediar. Por tanto, puede afirmarse que el patache es un compuesto de tablucas y jarcia vieja. Le tripulan cinco hombres; a lo más, seis, o cinco y medio: el patrón tiene a popa su departamento especial, con el nombre aparatoso de cámara; la demás gente se amontonan en el rancho de proa, espacio de forma triangular, pequeñísimo a lo ancho, a lo largo y a lo profundo, con dos a modo de pesebres a los costados. En estos pesebres se acomodan los marineros para dormir, sobre la ropa que tengan de sobra, y debajo de la que vistan, pues son allí tan raras como las onzas de oro las mantas y las colchonetas. Para entrar en el rancho hay, entre el molinete y el castillo de proa, un agujero, poco mayor que el de una topera, el cual se cubre con una tabla revestida de lona encerada; tapa unas veces de corredera y otras de bisagras. De cualquier modo, si el agujero se cubre con la tapa, no hay luz adentro, ni aire, y si la tapa se deja a medio correr o levantada, entran la lluvia y el frío, y el sol, y las miradas de los transeúntes; porque el patache, en los puertos, siempre está atracado al muelle. Cada tripulante, incluso el patrón, compra y guarda su pan (tortas de mucho diámetro, que duran cerca de seis días cada una). Con este pan, unas patatas o unas alubias o unas berzas, con un escrúpulo de tocino o de manteca o de aceite para ablandarlo, todo ello a escote, y condimentado por el motil, cuyas manos no tocan el agua dulce como no sea para revolver, dentro de la que echa en un balde, las patatas recién partidas, o la berza después de haberla picado sobre el tejadillo de la cámara, a veces con el hacha; con este potaje, repito, y aquel pan come la tripulación, en el santo suelo, alrededor de la cacerola, en la cual va cada uno, incluso el patrón, metiendo su cuchara cuando le toca. Así cena también las mismas patatas, las mismas alubias y las propias berzas. En ocasiones, en lugar de las patatas, o de las berzas, o de las alubias, hay bacalao, que el motil guisa en salsa roja, después de haberlo desalado dándole dos zambullidas en el agua de la Dársena, desde la borda, atado con un cordel. Para almorzar, un poco de cascarilla en un tanque... Y siempre lo mismo, cuando los tiempos marchan bien.

Ningún tripulante de patache gana sueldo fijo; todos van a la parte. Pero ¡qué parte! Por de pronto, el flete en viaje redondo, aunque se abarrote la bodega y se encogolle el puente con barricas y tablones, no pasa mucho más de dos mil reales. De este flete, gana el cuarenta por ciento el barco; el patrón, soldada y media, y además el cinco por ciento de capa o sobordo, o, lo que es lo mismo, sobre el flete cobrado. El resto se reparte entre los cinco tripulantes: seis, ocho, doce duros, o quince lo más, a cada uno, cantidad que significaría algo, a pesar de su pequeñez, si el ir y venir y el fletarse de un patache fuera coser y cantar; pero ya se verá lo que hay sobre estos particulares.

Con alguna que otra excepción vascongada, el patache es siempre gallego o asturiano, y si no hay carbón, o manzanas, o tabales de arenques que traer, llega a Santander en lastre; esto es lo más corriente. Ya está en la Dársena, atracado al muelle. Allá va el patrón, hombre ya picando en viejo, calmoso y de triste mirar, de escritorio en escritorio, de almacén en almacén, llamando a cada dueño por su nombre, saludándolos a todos finísimo y cortés, y acabando en todas partes con la misma pregunta:

-¿Hay algo para Ribadesella?

Una mañana, un día entero de gestiones así, le dan por resultado veinte sacos de harina, dos cajas de azúcar, ocho coloños de escobas, un catre viejo y dos fardos de papel de estraza. Los sucesivos correos van trayendo algunos pedidos nuevos; pero tan pocos y tan lentamente, que con una suerte loca llega a abarrotarse la bodega en poco más de mes y medio. Lo común es que el patache no complete su carga en menos de dos meses, o que cierre el registro a media carga. Pero, en fin, ya está despachado y se pone en franquía, es decir, se desatraca del muelle y se fondea en medio de la Dársena, para salir a la marea de la tarde o al Nordeste de la mañana. Pues entonces, precisamente entonces se le antoja al tiempo dar un cambio al Noroeste y armar una marimorena que no se acaba, en invierno sobre todo, en menos de tres semanas, cuando no dura dos meses cumplidos; dos meses que, con los otros dos, suman cuatro. Pongamos tres, por término medio... ¡Tres meses de patatas, de pan y de tocino para seis hombres de buen diente y con un puñado de pesetas entre todos, para comer y vestir ellos y las familias de los más de ellos!

Ya amainó el temporal y apuntó el Nordeste, y el barómetro sube. Lleva el patache, y la propia lancha, con el esfuerzo de los propios marineros, le remolca hasta la canal. Iza allí toda su trapajería, comienza a desentumecerse y a inflarse, y luego a virar por avante, y bordada va, bordada viene, en cosa de medio día está fuera del puerto. Si es muy afortunado, en treinta horas llega al punto de su destino; si es de mediana suerte, le coge una calma enfrente de Cabo Mayor, y allí se pasa las horas muertas hecho una boya; o una serie de vientos redondos que le tienen seis u ocho días atolondrado en la mar, sin saber adónde tirar ni por dónde meterse, y entretanto, la gente de a bordo, que no contaba con aquello, mano a la harina, o a las conservas, o a los fideos del flete, porque no es cosa de morirse de hambre llevando la casa llena de provisiones. Si es algo desgraciado, arriba dos o tres veces durante el viaje, lo cual supone otro mes de retraso; si es desgraciado más que algo, cada una de estas arribadas le cuesta un quebranto serio en el casco o en el aparejo, y pone a los tripulantes en gravísimo riesgo de perder la vida. Pero, de todos modos, venturoso o infeliz, más tarde o más temprano, le coge un vendaval entre Tinamayor y Suances, que le trae en vilo hasta el Sardinero, si no le da la gana de estrellarle antes contra una pena. Desde allí me lo planta de otro voleo en la boca del puerto, con rumbo a las Quebrantas. Unas veces le arroja en ellas de un tirón; otras le permite detenerse un poco, echando el ancla a medio camino de las fieras rompientes. En esta situación horrible, raro es el ejemplar que se aguanta hasta que cesa el temporal... Y, entretanto, es la única ocasión que tienen los infelices tripulantes para abandonar el barco, que cabecea y tumba y danza, con las velas desgarradas y tremolando en su arboladura la jarcia hecha pedazos, juguete de las olas, que le envuelven y meten el gigantesco lomo por debajo de su quilla.

Lo ordinario es que el ancla roñosa garree, o se rompa la cadena, y que el mísero barco vaya a las rompientes, donde en breves instantes le convierte en astillas la fuerza incalculable de aquellas embravecidas mares.

Todos los inviernos devora este monstruo su ración de patache. En una sola tarde, no hace muchos años, he visto yo perecer cinco. Los cinco, después de entrar acosados por el temporal y de faltarles la virada suprema, la de la salvación, la que les aleja del abismo, habían tenido que fondear delante de las rugientes fauces del monstruo. Cuatro tripulaciones se habían salvado ya a duras penas, y la lancha de un práctico recogía la quinta, con heroicos esfuerzos, cuando yo llegué al castillo de la Cerda. Momentos después, rotas las débiles amarras, desfilaban uno a uno hacia las Quebrantas, y, para llegar más pronto, a brincos, como cabra entre malezas, y desaparecían todos ellos en aquel infierno de espuma, de golpes y de bramidos.

También ha probado barcos grandes el paladar del monstruo aquél; pero muy de tarde en tarde, porque el barco grande huye de la costa cuando cerca de ella le coge un temporal; y si la necesidad le obliga a tomar el puerto y a fondearse en sitio peligroso, tiene buenas cadenas y mejores cables; y, por último, desde que los hay disponibles, pide un remolcador que le saque del apuro. El pobre patache navega a la costa, en la costa le cogen los malos tiempos, y en la costa los aguanta, porque no sabe ni puede andar por otra parte; sus cables y sus cadenas son, relativamente, débiles, y un remolque de vapor le cuesta lo que él no puede pagar.

Tal es su triste condición; la cual no ahorra, sino más bien duplica, con relación a otro barco más grande, las faenas de los tripulantes a bordo, donde todo es escaso y flaquea, y exige, por ende, mayores desvelos y más grandes sacrificios a cada uno.

En suma: trabajo incesante, comida misérrima, un pesebre por lecho, un mechinal por dormitorio, todos los riesgos de la mar, todas las desventajas para correrlos, y la conciencia de no mejorar nunca de fortuna por aquel camino. Todo esto acepta, a sabiendas y de buena gana, un hombre que se decide a formar parte de esa legión de héroes de la miseria, de las angosturas y de las fatigas, que ni siquiera tienen por estímulo la triste esperanza de que al acabar su carrera estrellados contra un peñasco, o arrastrados por torbellinos de arena y ondas amargas, se grabe su martirio en la memoria de las gentes, o merezca siquiera su conmiseración, pues hasta la que se siente por los náufragos de alto bordo, se regatea a los de un mísero patache. ¡Tan necesario e inevitable se conceptúa su desastroso fin!

Y ahora pregunto: ¿Es comparable este valor pasivo y desinteresado con la fiebre ambiciosa de los hombres que acompañaron a Colón en su primer viaje, y del que pasó el Niágara sobre una cuerda, encaramado en las espaldas de Blondín?

Y también caigo en la cuenta de que ni esta pregunta, ni mucho de lo que la precede, eran de necesidad para el fin que me propuse sacando a relucir el patache en este cuento; pero no siempre se corta por donde se señala, ni es fácil hablar con interés de un desdichado sin hacer una excursión por todo el campo de sus desdichas. Achaque es éste del corazón humano, y ¡ojalá no adoleciera de otros más graves!

Perdone, pues, el lector las sobras, si le molestan, y aténgase a lo pertinente al caso, para comprender la importancia de los favores que hacía el señor don Venancio Liencres al patrón del Joven Antoñito de Ribadeo, sacándole del apuro de sus largas estancias junto al Muelle, una vez con fletes de preferencia y otras con generosos anticipos de dinero.

Tolín sabía algo de esto, porque estaba cansado de hallarse con el patrón en la escalera y de oír hablar de él a su padre, y como no hay patache que, por malo que sea, no tenga una lancha bastante buena, la del Joven Antoñito de Ribadeo era, casualmente, de las mejores en su clase: ligerita y esbelta, no mal pintada, ni muy sucia. Tolín vio esto, y, por verlo, se acordó de los vínculos que unían con su padre al patrón del patache; y, acordándose de ello un día se coló en el Joven Antoñito de Ribadeo, en el cual no lo recibieron con palio porque no le había; pero, en su defecto, el patrón se le presentó a sus marineros para que se le tratara allí como quien era, concluyendo por advertirles, pues barruntaba lo que iba buscando el chicuelo, que siempre que pidiera la lancha, se la dieran, y hasta la ayuda del motil cuando tratara de salir de la Dársena.

Desde aquel día mandaba Tolín a bordo del patache más que el mismo patrón. Pero no abusaba. Su único entretenimiento era bajarse a la lancha, siempre ociosa, puesto que el barco estaba atracado al Muelle, y, desde que el motil le había enseñado a cinglar, andar voltejeando por la Dársena, o corretear de aquí para allí agarrado a las estachas de los quechemarines y lanchones. Tolín habló de estas cosas con Andrés en cuanto fue amigo; y Andrés, asombrado de la fortuna de Tolín, quiso que le presentara en el patache aquel mismo día; y Tolín le presentó, no solamente como un amigo, sino como un futuro consocio en la casa de comercio, y además como hijo del capitán de la Montañesa. Un solo título de éstos hubiera bastado para merecer toda la consideración de los tripulantes del Joven Antoñito de Ribadeo; con los tres juntos, casi le admiraron. Después trepó por la jarcia hasta los tamboretes y bajó hasta el fondo de la bodega con la agilidad y firmeza de un grumete; y, por último, saltó a la lancha, armó uno de sus remos a popa, y cinglando con una sola mano y con la otra en la cadera, llegó, sorteando lanchas y cabos tendidos, hasta la Rampa Larga en un periquete, y en otro volvió. Aquello acabó de ganarle las simpatías de la tripulación del patache, y desde entonces ya tuvo barco donde holgar a su antojo, y hasta lancha buena y de balde con que salir a bahía, solo o acompañado, a correr las aventuras de remero y de pescador. ¡Nunca pudo imaginarse Tolín, poco dado a las emociones marítimas, el valor de la ganga que proporcionó a su amigo al partir con él su privanza a bordo del Joven Antoñito de Ribadeo!

Andrés, en cambio de este favor, quiso hacer partícipe a Tolín de todas sus amistades y entretenimientos, que pudieran llamarse de contrabando. Pero las diversiones de Muelle-Anaos no eran para el hijo de don Venancio Liencres. Las bromas de Cuco le asustaban; los Cafeteras, Pipas y Micheros, grandullones ya, le inspiraban poca confianza, y los Surbias, Coles, Muergos y Guarines, tropa menuda, con sus hembras y todo, le olían muy mal y le daban asco. De la Maruca ya había probado bastante para convencerse de que no debía volver allá. En la calle, adonde también le llevó su amigo, le pareció bien la gente de la bodega; pero la bodega y el resto de la casa, no tanto; el resto de la casa sobre todo. La curiosidad le arrastró a explorarla un poco por la escalera. No pasó del tercer piso. Tramos inseguros, escalones desclavados o carcomidos, ramales inesperados a derecha e izquierda, y dondequiera que fijaba la vista, una puerta negra, mal cerrada y llena de rendijas..., ¡muchas puertas!... ¡Y unas caras asomando, a veces!... ¡Con unas greñas!... ¡Y unos rumores adentro, y unos gritos!... Luego, mugre en las paredes, mugre en la barandilla, mugre en los peldaños..., ¡y una peste a parrocha, y como a espinas de bonito chamuscadas!... Llegó a creerse perdido y enfermo en un laberinto de horrores inmundos; dudó un instante si aquello era realidad o una pesadilla, y retrocedió espantado, llamando a Andrés, que ya subía en busca suya.

-Pues todas las casas de la calle son por el estilo..., o peores -le dijo, para tranquilizarle.

Y Tolín, al saberlo, cogió miedo a toda la calle, por la cual no había pasado dos veces en su vida.

No le faltaban agallas, ni era dengoso; pero su parte física era débil, y el espíritu mejor templado flaquea dentro de un cuerpo enfermizo. Además, su educación había sido exclusivamente terrestre, y la tierra era su elemento para las pocas valentías que podía permitirle su naturaleza. Jamás se le hubiera ocurrido andar en bote por la Dársena, sin ser el bote de un amigo de su padre y capitán de un barco atracado al Muelle; conjunto de circunstancias que, cuando voltejeaba cerca del patache, le permitían considerarse en el portal de su casa, entre amigos de la familia. Lo menos marítimo de lo marítimo, en punto a recreaciones, era la Maruca, por abundar en ella la pillería terrestre, y por eso, y por estar cerca de su casa y conocerla mucho de vista, intentó, con mal éxito, acercarse allá.

De modo que le dijo a Andrés, después de la prueba de la calle Alta, que contara con él para todo menos para esas cosas; y como habiéndole acompañado un día a pasear en el bote del patache, y yendo los dos solos remando les arrastrara la marea y los aconchara contra la cadena de una fragata, poniéndolos el bote casi quilla arriba, trance en el cual hubieran perecido sin el socorro de una barquía que pasaba, también le advirtió que no volviera a remar con él otra vez si salían fuera de la Dársena.

Andrés se admiró de que hubiera un muchacho a quien no le gustaran esas cosas, y procuró complacer a su amigo acomodándose a sus gustos siempre que podía; apartóse algo de la Maruca y del Muelle-Anaos; pero no de la calle Alta, adonde iba con bastante frecuencia a echar largos párrafos con la gente de la bodega, porque además de que tío Mechelín, a quien había caído muy en gracia, le encantaba con sus relatos de la mar, con sus cuentos y, sobre todo, con su buen humor, y tía Sidora se gozaba mucho de verle por allí, al despedirse de todos nunca dejaba Silda de decirle, con su acento imperioso y su ceño duro:

-Vuelve.

¿Y cómo no había de volver Andrés, si le daba gloria ver a aquella chiquilla, poco antes medio salvaje, sentadita al lado de tía Sidora, tan limpia, tan peinada, tan aliñadita de ropa, tan juiciosita, pasando un hilo por dos remiendos para soltarse a coser, o manejando el juego de agujas para aprender los crecidos en una media de algodón azul? Además, le había afirmado tía Sidora que sacaba mucho arte para la cocina y para el arreglo de la casa, y cuando la llevaba consigo a las faenas de la Pescadería, de todo se enteraba y de todo le daba cuenta después; y eso que parecía que en nada paraba la atención. No quería ni que la hablaran de la vida que había hecho hasta allí desde la muerte de su padre. Por lo que toca a tío Mechelín, todo se le volvía contar a Andrés las habilidades de Silda en cuanto ésta daba media vuelta, y enseñarle los botones que le había pegado, ella sola, en el chaleco, o el remiendo que le había cosido en el elástico. En fin, que la chiquilla era otra ya, y el honrado matrimonio estaba chocho con ella. A mayor abundamiento, las del quinto piso andaban calladitas como unas santas, cansadas de provocaciones y chichorreos inútiles desde el balcón y siempre que, entrando o saliendo, pasaban por delante de la bodega, porque cuando uno no quiere dos no riñen, sin contar con lo que las refrenaba y contenía la declaración del Cabildo, que, desatendida, podía dar en qué entender hasta a la autoridad de Marina, cuyos fallos no admitían réplica. ¿Qué más? Hasta Muergo parecía influido benéficamente por la transformación de la chicuela. No solamente no había vendido la camisa, sino que andaba a la conquista de otra, o de cosa mejor, presentándose a menudo en la bodega, con el poquísimo aseo que cabía en un puerco como él, y triscándose, en tanto, los zoquetes de pan que, no de muy buena gana, le regalaba su tía.

¿No era harto justificable el placer que experimentaba Andresillo viendo tales cosas en aquella pobrísima morada? ¿No era el bienestar que reinaba en ella, alrededor de Silda, obra suya, hasta cierto punto?

¿Quién, sino él, había cogido a la desamparada criatura en medio del arroyo y la había puesto en camino de llegar donde había llegado? Que no pensara Tolín en apartarle de la bodega de la calle Alta, porque eso no podía ni debía hacerlo él, aun sin lo mucho que le tiraban hacia allá sus aficiones marineras, los relatos del campechano tío Mechelín y las cariñosas deferencias de la tía Sidora.




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- XI -

La familia de don Venancio, dos puntapiés, un botón de asa y un mote


No tomaba con tanto calor el asunto de la letra inglesa y del repaso de cuentas; pero no le desatendía. Su madre pedía a menudo informes al maestro, y éste se los daba bastante buenos; su padre, descansando en el interés que su mujer tenía en que Andrés navegara en popa por sus nuevos derroteros, sólo se ocupaba en los últimos menesteres para la habilitación de su barco, próximo a dar vela para la isla de Cuba; don Venancio parecía complacerse mucho en ver tan unidos a su hijo y al del capitán, y hasta la encopetada señora del comerciante había dado algún testimonio (no se sabe si espontáneo o aconsejado por su marido) de que no le desagradaba el nuevo camarada de Tolín.

Al llegarse éste una tarde a merendar, muy de prisa, porque le aguardaba Andrés en el portal, le dijo su madre:

-Dile que suba a merendar contigo.

Y subió el hijo de Bitadura, después de hacerse rogar mucho, no de ceremonia, sino porque verdaderamente le imponían y amedrentaban más una señora y una casa como las de don Venancio Liencres, que la lucha, solo y a remo, contra el tiro de la corriente en mitad de la canal. Por eso entró algo acobardado: y también porque, no contando con aquel compromiso, llevaba los borceguíes sin correas, la camisa de cuatro días, un siete en una rodillera y el pellejo muy poroso, por haber bajado de una sola cataplera desde la calle Alta al portal de Tolín.

La señora de don Venancio Liencres era uno de los ejemplares más netos de las Mucibarrenas santanderinas de entonces. Hocico de asco, mirada altiva, cuatro monosílabos entre dientes, mucho lujo en la calle, percal de a tres reales en la casa, mala letra y ni pizca de ortografía. De estirpe, no se hable: la más vanidosa; en cuanto se empinaba un poco sobre los pies, columbraba el azadón, o el escoplo..., o el tirapié de las mocedades de su padre... ¡Ah, los pobres hombres! ¡Y cómo las atormentaban sin querer, cuando, ya encanecidos, se gloriaban, coram populo y de ellas, de haber sido lo que fueron antes de ser lo que eran! ¡Groserotes! ¡Tener a título de honra el haber hecho un caudal a fuerza de puño, y el atrevimiento de contarlo delante de las hijas, que no habrían nacido, o gastarían abarcas y saya de estameña, sin aquellas oscuras y crueles batallas con la esquiva suerte! En fin, miseriucas de pueblo chico, de las que apenas queda ya rastro, en buena hora se diga. Don Venancio Liencres era muy tentado de esas sinceridades delante de su mujer, que se ponía cárdena de ira al oírlas, después de haberse puesto azul, tiempo atrás, con otras idénticas de su padre. Pues ni por esos sempiternos testimonios de su vulgar alcurnia, que parecían providencial castigo de su vanidad, se curaba de ella. Por lo demás, era una pobre mujer que lo ignoraba todo; desde la tabla de multiplicar, hasta la manera de hacer daño a nadie, sino con el gesto.

Recibió a Andrés con la boca llena de frunces y una mirada que parecía pedirle cuenta de su desaliño. Cierto que Tolín no estaba mucho mejor aliñado; pero Tolín era Tolín, y Andrés era el hijo de un capitán de un barco «de la casa». Mientras se dirigía a abrir las vidrieras de un aparador que ocupaba media pared del fondo del comedor, alzó la voz indigesta lo indispensable para que fueran oídas estas palabras desde un cuarto del carrejo:

-¡Niña!... ¡A merendar!

Y apareció en seguida la hermanita de Tolín, muy emperejilada con rica falda de seda, grandes puntillas en los pantalones y todo lo mejor y más caro que podía llevar encima, a la moda rigurosa de entonces, la hija de un don Venancio Liencres en un pueblo en que siempre ha sido muy de notar el lujo de las niñas pudientes. Su madre la miró de arriba abajo, desarrugando los párpados y el hocico; y en seguida, volviendo a arrugarlos, le dijo a Andrés en una ojeada rápida y vanidosa:

-¡Mira esto... y asómbrate, pobrete!

La niña, que se llamaba Luisa, era un endeble barrunto de una señorita fina: manos largas, brazos descarnados, talle corrido, hombros huesudos, canillas enjutas, finísimo y blanco cutis, pelo lacio, ojos regulares y regulares facciones. Con esto y con el espejo de su madre, resultaba una niña finamente insípida, pero no tanto como la señora de Liencres; al cabo, era una niña, y podía más en ella la sinceridad propia de sus pocos años, que la confusa noción de su jerarquía, inculcada en su meollo por los humos y ciertos dichos de su madre.

Mientras ésta colocada sobre la mesa tres platos, uno con higos pasos para Luisa y los otros dos con aceitunas, la niña se fijó en Andrés, que cada vez se ponía más encendido de color y más revuelto el pelo.

-Y es guapo -le dijo a su madre, mordiendo un higo.

-Vamos, come y calla -le respondió ésta a media voz, colocando un zoquetito de pan junto a cada plato. Y luego, dirigiéndose a los chicos, añadió, señalando a las aceitunas-: Vosotros, aquí; y en seguida a la calle. ¡Pero cuidado con lo que se hace, y cómo se juega y a qué! No parezcamos pillos de plazuela. ¿Me entiendes, Antolín?

Tolín no hizo maldito el caso de la advertencia; pero Andrés se puso todavía más encendido de lo que estaba, porque pescó al aire cierta miradilla que le echó la señora al hablar a su hijo. El cual agarró con los dedos una aceituna. Andrés, al verlo, agarró otra del mismo modo, y armándose de un valor heroico, le hincó los dientes. Pero no pudo pasar de allí. Había comido, sin fruncir el gesto, pan de cuco, ráspanos verdes y uvas de bardal; pero jamás pudo vencer el asco y la dentera que le daba el amargor de la aceituna.

-Mamá, no le gustan -dijo Tolín en cuanto vio la cara que ponía Andrés.

-No haga usted caso -se apresuró a rectificar Andrés, sin saber qué hacer con la aceituna que tenía en la boca-. Es que no tengo ganas.

-Es que no te gustan -insistió Tolín, mondando con los dientes el hueso de la tercera.

-También yo creo que no le gustan -añadió la niña, estudiando con gran atención los gestos de Andrés-. Puede que quiera higos como yo.

-¡Quiá!... Muchísimas gracias -volvió a decir Andrés, echando lumbre hasta por las orejas-. Si es que no tengo ganas... porque he comido cámbaros..., digo cambrelos... de esos de a cuarto.

La señora le puso higos en lugar de las aceitunas, y dejó solos en el comedor a los tres comensales después de recomendar a Luisilla que despachara pronto su ración, porque la esperaba «la muchacha» para llevarla a paseo.

Desde aquel día merendó Andrés muy a menudo en casa de Tolín, y fue muchas tardes con éste, y a expensas de éste, a los volatines de la plaza de toros, donde Barraceta hacía la rana a las mil maravillas, y la famosa Mad. Saqui, la Ascensión al Monte de San Bernardo, por una cuerda inclinada desde la sobrepuerta de los chiqueros al tejado de enfrente. Andrés llegó a remedar tal cual a Barraceta, y Luisilla le mandaba hacer la rana casi todas las tardes que merendaban juntos, en cuanto se quedaban solos en el comedor. Tolín se descoyuntaba mejor que él; pero carecía de fuerza muscular para sostener todo el peso de su cuerpo sobre las manos, y no lograba dar un solo brinco con ellas; mientras que Andrés llegó a dar hasta ocho saltos seguidos, con gran admiración y aplauso de la niña. Se divertían mucho los tres. Después se separaban. Luisilla se iba con sus amigas a los Jardines de la Alameda segunda, y Andrés y Tolín a correrla donde mejor les parecía; como valiera el voto del primero, al Muelle de las Naos o a la calle Alta o al Joven Antoñito de Ribadeo, mientras estuvo atracado a la Pescadería.

Así pasó el verano y llegó el otoño, y Andrés y Tolín fueron arrimados, frente a frente, a un doble atril del escritorio de don Venancio Liencres, donde hacían poco más que voltear las piernas, colgantes de las altísimas banquetas; roerse las uñas de las manos o dibujar barcos y volatines con la pluma; ingresó Colo en el Instituto, más que a aprender latín, a llevar leña sobre sus desdichadas carnes, por mañana y tarde; Bitadura andaba por los mares de las Antillas; Ligo, Madruga, Nudos y otros tales, emprendieron largos viajes también; pae Polinar continuaba en sus ímprobas tareas de desasnar raqueros bravíos y de avenir voluntades incongruentes, sin curarse una miaja de su vicio arraigado de dar la camisa, cuando la tenía, al primero que se la pidiera.

Muergo no iba ya a su casa, porque a medio verano y por gestiones del fraile, a instancias de tía Sidora, fue colocado de muchacho de lancha en la de tío Reñales, patrón del Cabildo de Abajo. Costó mucho trabajo sujetarle a las diarias tareas de desenmallar la sardina, achicar el agua y otras semejantes de su obligación; pero algunos chicotazos y bofetones, aplicados de firme y a tiempo, le hicieron entrar por vereda, hasta que notó que cuando no iba a la mar con la lancha, se pasaba bien el rato entre los camaradas del oficio, esperándola en el Muelle, o durmiendo sobre el panel para custodiarla hasta la madrugada, ocasiones en que la necesidad les inspiraba recursos de gran entrenamiento, brutales casi siempre y hasta feroces, en relación con los gustos y naturaleza moral de cualquier hijo de familia; mas no para aquella casta de seres excepcionales, amamantados por las intemperies, que, descalzos y medio desnudos, se duermen tan guapamente, hechos un ovillo, si tiritar y cantando, en el hueco de una puerta cerrada del Muelle, durante las más frías y lluviosas horas de una noche de invierno.

Por razón de este empleo, dejó de frecuentar la calle Alta; pero subía allá siempre que le era posible, porque nunca volvía de la bodega sin haber sacado de ella, cuando menos, un buen zoquete de pan, que muy de buena gana le daba tía Sidora desde que le veía sujeto al yugo de una obligación. Silda había conseguido que se esquilara la greña una vez al mes y se lavara un poco la cara cada ocho días, con lo cual antes ganaba que perdía la natural monstruosidad de Muergo, pues cuanto más se la desmochaba de accesorios y adherentes, más de relieve se ponía, lo cual no le extrañaba a la chica, ni la desencantaba lo más mínimo, puesto que no trataba ella de hermosear al hijo de la Chumacera, sino de someterle un poco a la disciplina y al aseo: un empeño como otro cualquiera.

En cambio, ella, ¡cómo esponjaba y se desconocía de hora en hora! ¡Oh! El pan sin lágrimas y el sueño sin sobresaltos, ¡qué prodigios obran en los niños desvalidos... y en los hombres desdichados! Ya cosía sin que tía Sidora le preparara la labor; menguaba una media sin contar en voz alta los puntos, y tejía malla de red con mucha soltura; era limpia como una plata, y poseyendo el instinto del aseo, los polvos y la mugre de aquella angosta y probrísima morada huían delante de ella. El Muelle-Anaos, la Maruca, el Paredón... No había que mentárselos. Coles, Guarín y tantos otros camaradas de bribia y mosconeo, sólo quedaban en su memoria para recrearse en el bienestar presente con el recuerdo de las amarguras pasadas. No los aborrecía, porque ellos no tenían la culpa de los azares que la habían arrojado a aquella vida desastrosa, pero huía de encontrárselos en su camino cuando iba a la Pescadería o a bajamar con tía Sidora, para ayudarla en sus faenas. Fuera de estas ocasiones, rara vez ponía los pies en la calle; no porque se lo prohibieran, sino porque no mostraba el menor afán por salir de su covacha. Por estos solos testimonios había que juzgar de su bienestar, porque jamás le revelaba de otro modo más elocuente. Era obediente y dócil sin esfuerzo aparente; pero no afable ni expansiva. Ya se la ha comparado con el gato por su instinto y natural aseo; pues también, como el gato parecía sentir más apego a la casa que a sus habitantes, aunque, en honor a la verdad, debe declararse que, por esta vez, las apariencias engañaban; yo sé que había en su corazoncillo una buena dosis de gratitud a los favores que recibía del honrado matrimonio de la bodega; sólo que no se tomaba el trabajo de manifestarle en una frase, ni en una palabra, ni siquiera en un gesto; tal vez porque no se daba cuenta de lo que sentía, ni se cansaba en averiguarlo. Ni, después de todo, había para qué, pues tal como era y se conducía, dejándose llevar de la fuerza de sus propias conveniencias, estaban contentísimos de ella sus cariñosos protectores. Lo que yo no me atrevo a asegurar es que se hubiera doblegado, sin quebrarse, la natural esquivez de su carácter, en el supuesto de no andar tan a la medida como andaba lo que se le pedía y lo que ella podía dar de buena gana y sin el menor esfuerzo.

Cleto, el hermano de Carpia, volviendo un día de la mar con toda la ropa de agua encima, dos remos al hombro y el cesto de los aparejos en el brazo desocupado, la halló acurrucada junto al primer peldaño de la escalera, limpiando la basura del portal. Como estaba vuelta de espalda, no vio entrar al pescador; el cual, sobrio y económico de palabras hasta la avaricia, en lugar de mandar apartarse a la chiquilla, que le obstruía el camino, la dio una patada que la hizo perder el equilibrio.

-¡Burro! -exclamó Silda en cuanto alzó la mirada y conoció a Cleto.

Detrás de éste iba Mocejón, renqueando, también cargado de ropa embreada, porque había llovido y seguía lloviendo, con el balde macizo en una mano y la otra sujetando la lasca y una orza que llevaba al hombro, hechas un haz con los cabos de la primera. Pues entre las patazas del padre se vio la muchachuela cuando la dejó medio tendida en el suelo la agresión brutal del hijo. De modo que apenas había intentado incorporarse, cuando ya estaba dando con las narices en el peldaño, en gracia de otro puntapié más fuerte que el primero, acompañado de estas palabras, que más parecían gruñidos:

-¡Fila, reñules!...

Silda no dio un grito ni lanzó un solo quejido, aunque después de llevarse las manos a la cara, se las vio teñidas en sangre. Alzóse del suelo muy serenamente y se volvió a la bodega, donde estaba tía Sidora, que nada había visto ni oído.

-Me desborregué -dijo al entrar-, y me caí contra el escalerón.

Así explicó el suceso, quizá por horror a otros más graves de la misma procedencia. Tía Sidora dejó apresuradamente la obra que traía entre manos; colocó a Silda con la cabeza inclinada sobre el primer cacharro que halló a sus alcances y le puso sobre la nuca la llave de la puerta, remedio acreditadísimo para contener la sangre de las narices. No tuvo el lance más consecuencias, ni extrañó a la muchacha lo más mínimo por lo que respecta a Mocejón. Por lo tocante a Cleto, ya era otra cosa. Cleto no era malo, ni jamás la dio un golpe mientras con él vivió. Cierto que no le había puesto en ocasión de ello, y que harto tenía que hacer el muchacho con la guerra en que vivía con su hermana, y que ni por casualidad la amparó con sus fuerzas para librarla, una vez siquiera, de las infinitas agresiones de aquellas mujeres tan infernales. Pero, así y todo, Cleto no era malo, de la maldad de toda su casta. Cleto era muy bruto, muy seco, nada más que muy bruto y muy seco; y ella no le ofendía en nada, ni se metía con él cuando él la tumbó de un puntapié. Y he aquí por qué sintió ella el puntapié de Cleto más que todos los martirios que la habían hecho sufrir las mujeres de su casa y el animal de Mocejón.

Otro día, muy pocos después de este percance, estaba Silda recostada contra el marco de la puerta de la bodega, acabando de echar un remiendo al chaleco de tío Mechelín. A menudo trabajaba en aquel sitio, porque desde él veía lo que pasaba por la calle, sin exponerse a que las del quinto piso la sorprendieran en el portal. Como la tarde caía y la luz iba escaseando en aquel crucero, atrevióse a salir hasta la puerta de la calle para dar desde allí las últimas puntadas a su gusto. A tal tiempo bajaba Colo por la acera, con las manos debajo de los sobacos y los ojos hinchados de llorar. Encaróse con ella en cuanto la vio a la puerta, y la preguntó, muy angustiado, por Andrés.

-Tres días hace que no viene por aquí -le respondió Silda-. ¿Para qué le querías?

-Pa contarle lo que me pasa, ¡Dios!, y ver si en un apuro puede hacer algo por mí, él, que es rico... ¡Paño, qué somantas!... Mira, Silda.

Y le mostró las palmas de las manos y las canillas de las piernas cruzadas de rayas cárdenas y sarpullidas de ronchones morados.

-¿De qué es eso, tú? -le preguntó la niña.

-De los varazos que me alumbran en el latín.

-¿Quién?

-El maestro, ¡toña!, porque no embarco bien aquellas marejás de palabronas en judío... ¡Mal rayo! Mira: estas rayas más oscuras son de hace cuatro días; estas otras, de ayer y antier; estas gordas, de esta mañana, y de estos dos bultos encarnaos saltó esta tarde la sangre al alumbrarme el varazo... ¡Dios!... Entonces ya no pude más, Silda.., porque toos los días hay leña para mí; y según tenía el libro en esta mano, mientras me rajaba a varazos esta otra, se le tiré a los morros, con toa mi fuerza, a aquel piazo de bárbaro. Escapéme, y primero me llevaran a presidio que al latín, ¡Dios!...; y al que se empeñara en esto, sería capaz de abrirle en canal, y me abriría a mí mismo tamién, ¡toña!... Pus güeno, ¿ves las manos y las patas cómo las tengo? Pus pior debo tener las espaldas...

-¿También te pegaba en las espaldas?

-No; me pegaba tamién gofetás en la cara y con el puño del bastón en el cogote, y hasta patás en la barriga. Lo de las espaldas es de mi tío el loco, y de ahora mesmo, porque al venir escapao, le dije que ésta y no más, y aquello, Silda, aquello fue una granizá de leña sobre mí, con el bastón de nudos; que Cristo, con serlo, no la hubiera aguantao sin rendir el aparejo... Conque... ¡Mírale!...

Y exclamando así, Colo apretó a correr hacia la cuesta del Hospital, porque vio venir hacia él, por lo alto de la calle, al temible cura loco, con los largos faldones de su levita ondeando al aire que movía su veloz andar; el bastón de nudos enarbolado en su diestra; el sombrero derribado hacia la coronilla y los ojos relucientes, porque ésta era la particularidad más llamativa del famoso don Lorenzo.

Silda, al verle acercarse a ella, se retiró atemorizada al portal, precisamente en el instante en que bajaba Cleto de su casa. Sujetábase los calzones con ambas manos por la cintura, y murmuraba entre dientes algo como maldiciones y reniegos. Pero esta vez, aunque halló a Silda atravesada en su camino, no la apartó a un lado con los pies. Observando que cosía, detúvose y díjola:

-¿Me empriestas la uja un poquitín? A mercar una salía ahora mesmo.

A Silda no le pesó ver tan manso delante de ella a un sujeto del quinto piso, y particularmente a Cleto, por lo que ya se ha dicho.

-¿Para qué la quieres? -le preguntó a su vez.

-Pa pegar este botón... No tengo más que él en los calzones... La bribona de Carpia me robó la escota pa amarrarse el refajo; de modo que si arrío las manos, se me va a fondo la braga.

-¿Por qué no te pegan los botones en casa?

-Porque allí no sabe naide tanto como eso.

-Pues ¿quién te los pegaba otras veces?

-Yo, cuando tenía uja... hasta que se me perdió.

-Y ¿quién te arremienda?

-En mi casa no se arremienda na, bien lo sabes tú. Cuando allí se rompe algo, se deja hasta que se cae, si no se pué contener con una carena de puntás. Ca uno se da las pirtinicientes... y al sol endimpués. ¿Me empriestas la uja? ¿Sí u no?

-¿Quieres que te pegue el botón yo mesma?

-Mejor que mejor... Tómale: es de asa. De hormilla le tengo también arriba. Si te paece mejor, pico a traerle.

-Bueno es el de asa.

Silda le tomó en sus manos; rompió con los dientes, menudos, apretados y blanquísimos, la hebra de hilo negro que empleaba en remendar el chaleco de tío Mechelín; diola al extremo resultante un nudo, solamente con el pulgar y el índice de su mano izquierda, operación en que la había ejercitado con gran empeño tía Sidora, porque decía que mujer torpe en anudar la hebra, nunca parecía buena cosedora; taladró, a duras penas, con la aguja, el empedernido paño de la cintura del pantalón de Cleto, mientras éste le sujetaba apretando las manos contra la barriga; metió la aguja por el asa del botón, dejándole deslizarse hebra abajo dando volteretas, y comenzó a coser y estirar la puntada, poniendo los cinco sentidos en aquella obra, la primera que hacía para fuera de casa.

Cleto no era feo. Había cierta dulzura y mucha luz en sus ojos negros; eran muy regulares sus facciones, y bien aplomadas y varoniles todas las líneas de su cuerpo. Pero andaba muy sucio, y las greñas indómitas de la cabeza le cubrían media cara, curtida por las intemperies y jaspeada por manchones de espeso y negro bozo que comenzaba a ser barba nutrida. Hasta la respiración contenía mientras Silda empleaba las escasas fuerzas de su manecilla, rechoncha y blanca, para hacer pasar la aguja por las durezas de aquel paño, que más parecía cartón embreado. En esta faena y aquella actitud les sorprendió tío Mechelín, que volvía de la calle con la pipa en la boca.

Detúvose unos instantes a la puerta, contemplando fijamente y con cara de pascua el inesperado cuadro, y exclamó luego, sin poder contenerse más:

-¡Arrepara bien, Cleto!..., ¿arrepara bien!... ¡Mira ese saque de mano!..., ¡mira ese cobrar de veta... y ese atesar de puntá!... ¿Qué hay que pedir a ello en josticia de ley?

Volvió Cleto los ojos hacia tío Mechelín, y apartóles de él en seguida sin responder una palabra. Silda no se dio por entendida de aquellos piropos, ni siquiera con una sonrisa.

El regocijado pescador continuó soltando apóstrofes a Cleto y alabanzas a la costurera.

Acabóse la tarea; metióse en la bodega Silda, mientras Cleto, sin despegar sus labios, se daba el botón recién pegado, y tío Mechelín no cerraba boca dirigiéndose a Cleto; y Cleto se largó sin despedirse, y el locuaz marido de tía Sidora todavía hablaba hacia él; y tras él salió hasta la puerta de la calle, y desde allí le siguió con los ojos... y con la palabra; y se arrimó al podrido marco cuando perdió de vista al mozo del quinto piso; y entonces, tentado de la pasión de locuacidad que solía acometerle, como ya se ha dicho, comenzó a pasear la mirada por la acera y los balcones y las ventanas de enfrente y sobre los transeúntes, diciendo al propio tiempo y en la más rica y pintoresca variedad de tonos y registros:

-¡Hay que verlo!... ¡vos digo que hay que verlo pa saber lo que son las sus manucas, y aquel dir y venir como la pluma por los aires!... Ni pisa ni mancha... Le dice usté una vez la cosa: ya está entendía... Ella, la media azul; ella, la calceta blanca; ella, el remiendo fino; ella, el botón de nácara lo mesmo que el botón de suela; ella, la escoba; ella, la lumbre; ella, la puchera... Vamos, que pa too lo que Dios crió hay remo allí, con una gracia y una finura que lleva los ojos de la cara... Si me da el dolor en esta banda, ella calienta el ladrillo, y en un verbo me le lleva, engüelto en la baeta, a la cabecera de la cama. Si la mi Sidora cae de sus males, el angeluco de Dios la adevina los pensamientos pa que na le falte, desde la onza de chocolate, bien hervía, hasta el reparo pa la boca del estómago... ¿De alimento, dices tú?... Tocante al alimento, es poca cosa; pero es de buen engordar de suyo, como la den trabajo llevadero y un dormir sin pesaúmbres... Oír, no se la oye palabra, si no es pa responder a lo que se la pregunta, u preguntar lo que ella buenamente no puede saber... ¿De vestir?... ¡Pues no da gloria de Dios ver cómo le cae hasta un trapuco viejo que usté le ponga encima! Si vos digo que, a no saber quién fue su madre, por hija se la tomara de anguna enfanta de Inglaterra..., cuando no de una señora de comerciante del Muelle... Pos ¿y el arte pa el deletreo de salabario, en primeramente, ya pa la letura en libro dimpués?... Y ¿qué me dices tú de los rezos que ha aprendío en un periquete, que hasta el pae Polinar se asombra de ello?... Na, hijos, que si la enseñan solfa, solfa aprende... ¡Uva!... Y a too y a esto, finuca ella; finuco el su andar; finuco el su vestir, aunque el vestío sea probe; la mesma seda cuanto hacen sus manos, y limpio como las platas el suelo por onde ella va y el rincón en que se meta... Que es asina de natural, vamos. Y lo que yo le digo a Sidora cuando me empondera la finura de cuerpo y la finura de obra del angeluco de Dios: «esto, Sidora, no es mujer, es una pura sotileza...». ¡Toma!, y que así la llamamos ya en casa: Sotileza arriba y Sotileza abajo, y por Sotileza responde ella tan guapamente. Como que no hay agravio en ello, y sí mucha verdá...¡Uva!

Y por eso, y desde aquellos días, se llamó Sotileza la huérfana del náufrago Mules, no solamente en casa de tío Mechelín, sino en todas las demás casas de la calle, y en la calle misma, y en el Cabildo entero, y en el Cabildo de Abajo también, y en todas partes donde fue conocida su afamada belleza, con lo que de ésta se siguió fácilmente y verá el curioso lector, entre otras cosas igualmente vulgares y de todos los días, si se arma de pacienda para acompañarme en el relato otra jornadita más.




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- XII-

Mariposas


Entre las gentes marineras (y no se ofendan las de acá, porque el oficio que traen no es para otra cosa), una persona limpia es punto más rara que las peras de a tres libras. En Sotileza fue creciendo con los años el instinto del aseo; y, a mi modo de ver, de la fuerza del contraste que formaba aquella su inverosímil pulcritud de carnes y de vestido con la basura de lugares y personas en medio de la cual vivía (y he aquí cómo el diablo me arrastra por tercera vez a la comparación del gato con la huérfana de Mules); a mi modo de ver, repito, de la fuerza de este contraste, tan singular y llamativo, debió nacer en el Cabildo de Arriba la fama de la hermosura de Sotileza, confundiendo la torpe percepción de los sucios marineros el atributo con la esencia, o mejor dicho, los colores con la forma. Porque yo recuerdo muy bien que lo primero que se echaba de ver en aquella garrida muchacha cuando estaba, a los veinte años, en la flor de su galanura, era la limpieza extremada de su atavío, en el que dominaban siempre las notas claras, como si esto fuera un alarde más de su pulcritud a prueba de peligros; y no emperejilada para las fiestas de la calle, o las bodas de la vecindad, o la misa o el paseo de los domingos, que esto probaría bien poco; sino todos los días, a la puerta de la bodega, en lo alto del Paredón, atravesada en la acera, tejiendo la red en el portal, sacando la barredura a la mitad del arroyo, o remendando los calzones de tío Mechelín; en refajo corto, descubriendo por debajo tres dedos de lienzo más blanco que la nieve; con justillo de mahón rayado de azul; pañuelo de mil colores sobre el alto, curvo y macizo seno; a medio brazo las mangas de la camisa, y otro pañolito de seda, claro también, graciosamente atado, a la cofia, sobre el nutrido moño de su pelo castaño con ondas tornasoladas de oro bruñido. La curiosidad que excitaban estos llamativos pormenores movía los ojos del observador a hacer otras exploraciones; y entonces se reparaba en los aplomos admirables y en los lineamientos finos y gallardos de la pierna y del pie; desnudos y blanquísimos, que asomaban por debajo de la tira de lienzo; en el torneado brazo, desnudo también; en el cuello redondo y escultural, que se alzaba sobre los anchos hombros, y, por fin, en la cara saludable, fresca, verdaderamente primaveral, la porción más envidiable de la valiente cabeza que el cuello sostenía, y sobre el cual centelleaban, al bambolearse, los anchos anillos de oro colgando de las menudas orejas.

Tal era lo que, en el orden señalado, iba saltando a los ojos de un observador algo adiestrado en los intríngulis del arte, al contemplar a Sotileza por primera vez en su propio natural terreno; con los cuales elementos, si hay para construir lo que se llama toda una buena moza, se puede estar muy lejos de llegar a la hermosura que atribuyó la fama indocta a la memorable callealtera. Examinándola todavía más al pormenor, las líneas de su cara distaban mucho de estar ajustadas a los buenos modelos de la belleza clásica: la frente pecaba de angosta; la boca, aunque pequeña y fresca, era durísima de expresión; la mirada de sus rasgados ojos, demasiado cruda; el entrecejo muy acentuado, y el contorno general no daba la corrección de los trazos atenienses. Aunque separadamente fuera intachable cada porción de su cuerpo, éste, en conjunto, si bien flexible y gracioso, no era un modelo escultórico. En una palabra, Sotileza no era una hermosura en el sentido artístico de la expresión; pero reunía todos los atractivos necesarios para ser la admiración de los mozos de su calle, y excitar la curiosidad y luego hasta el frenesí de los antojos en los hombres cultos, más esclavos de las malas pasiones que del sentimiento estético. Su voz era de hermoso timbre, con unas notas graves que acentuaban poderosamente el vigor de su frase lacónica y entonaba muy bien con la expresión de su semblante. Lejos de corregirse esta su nativa esquivez, había ido afirmándose con los años; y aunque esta cualidad no la arrastraba jamás a ser chocarrera ni provocativa, cuando se le buscaba la lengua por las envidiosas o por los atrevidos, sus aceradas sequedades la hacían verdaderamente temible.

Con el poder de su rica naturaleza, y acaso con la conciencia de su hermosura, había adquirido el valor que no tuvo de niña para arrostrar de frente ciertos peligros, y logrado imponerse, hasta con la mirada, a las hembras de la familia de tío Mocejón, triunfo de que se ufanaba Sotileza, por ser de los poquísimos en que había puesto todo su propósito desde que comenzó a comprender que para conseguir ciertas cosas una mujer de su carácter no necesitaba más que empeñarse en ello. Por supuesto que no ignoraba que las del quinto piso, más que corregidas, estaban domadas a la fuerza, ni que, por consiguiente, no dejarían de aprovechar la primera coyuntura que se les presentara para herirla impunemente; pero, por de pronto, la fiera, aunque gruñendo, estaba enjaulada, y ella tenía, en el prestigio de que gozaba en la calle, el arma con qué atormentar su espíritu envidioso, y en el temple de su carácter, la fuerza necesaria para imponerse.

Cleto la había dicho varias veces, desde aquello del botón:

-Cuenta conmigo hasta pa darlas una paliza, si te conviene..., ¡porque son muy malas!

Y Sotileza se había sonreído, por conocer la calidad del motivo que arrastraba a Cleto a proponerle aquella ociosa barbaridad.

Porque Cleto frecuentaba mucho la bodega. El pobre muchacho, que era de un natural candoroso y bonachón, desde que nació no había cultivado otro trato que el de las gentes de su casa, gentes puercas y feroces, sin arte ni gobierno, reñidoras, borrachas y desalmadas; y no sabía que un mozo como él, que no sentía la necesidad de ser malo ni hallaba placer en vivir como se vivía en el quinto piso, podía encontrar en otra parte algo que echaba de menos, cierto aquel, a modo de entraña, que le escarbaba allá adentro, muy adentro de sí mismo, como lloroso y desconsolado. Y este algo pareció en la bodega, en la jovialidad de tío Mechelín, en la bondadosa sencillez de tía Sidora, y hasta en la limpieza y el buen orden de toda la habitación. Allí se hablaba mucho sin maldecir de nadie; se comían cosas sazonadas, a horas regulares, se rezaban oportunamente oraciones que él jamás había oído, y si se quejaba de algún dolor, se le recomendaba con cariño algún remedio, y hasta se lo preparaba la misma tía Sidora... En fin, daba gusto estar allí donde se hallaban tantas cosas que le alegraban aquella entraña «de allá dentro», que antes siempre estaba engarruñada y triste; y le hacían coger apego a la vida, y distinguir los días nublados de los días de sol, y los ruidos ásperos de los sonidos dulces; y hablar, hablar mucho sobre todo lo que le hablaran, y recordar lo que había sido antes para recrearse un poco en lo que iba siendo.

Porque, al mismo tiempo, crecía Sotileza; y según iba creciendo, reparaba él cómo se transformaban las líneas de su cuerpo y se acentuaban la redondez y tersura de sus carnes, el poder y la luz de su mirada y las armonías de su voz; y cómo iba llenando ella sola la bodega con todas estas cosas y su remango de mujer hacendosa, y hasta con su luz; porque hubiera jurado el pobretón de Cleto que de ella, y no del sol de los cielos, eran aquellos resplandores que se esparcían por la casa... Después se volvía a la suya, donde no hallaba qué cenar ni cama en que acostarse, y oía maldiciones y blasfemias, y le querían devorar aquellas mujeres infernales, porque tomaba tanta ley «a los pícaros de abajo». Y estas cotidianas escenas le hacían acordarse con nuevas ansias de la bodega, y en cuanto hallaba un rato desocupado, tornábase a ella; y más de una vez, considerando lo que arriba le esperaba, tuvo los labios entreabiertos para decir a tío Mechelín, puesto de rodillas delante de él:

-¡Déjeme vivir aquí para siempre!... No quiero cama ni comida. ¡Yo dormiré sobre los ladrillos de la cocina y comeré un mendrugo en la taberna, de lo que gane trabajando para usté!

Y es de advertir que el matrimonio de la bodega no miraba con malos ojos la bien notoria afición que iba tomando Cleto a Sotileza. Cleto era trabajador, honradote, sano y robusto como una encina, y hasta sería guapo y buen mozo el día en que cayera en manos que cuidaran de él y le asearan con cariño.

Demás de esto, estaba abocado a una herencia de media barquía, si Mocejón no malvendía la suya antes de morirse. ¿Qué mejor acomodo para Sotileza, si Sotileza llegara a aceptarle un día sin repugnancia? ¡Repugnancia! ¿Y por qué había de sentirla la desvalida huérfana? Cierto que, en opinión de los cariñosos viejos, puesta Sotileza a valer, no había oro con que pagarla, ni marqués que la mereciera; pero la pasión no les cegaba hasta el punto de desconocer que los marqueses cargados de oro no habían de llamar jamás con buen fin a la puerta de la bodega. Y no contando ni debiendo contar con una ganga semejante, ¿las había mucho mejores que Cleto para Sotileza en el Cabildo de Arriba? Por supuesto, que ellos no pellizcarían la lengua de Cleto para que rompiera a cantar lo que el mozo sentía, ni hurgarían el oído de la muchacha con alabanzas de su pretendiente, para conquistarla la voluntad; pero se guardarían muy bien de ponerle estorbos en la puerta, y mucho más de írsela cerrando poco a poco.

De modo que si aquella súplica reverente que tantas veces tuvo Cleto entre los labios, llega a salir de su boca, tal vez no hubiera sido desairada por tío Mechelín, ni quizá por su mujer, dejándose arrastrar éstos solamente del impulso de sus propios corazones. Pero había otros miramientos a que atender; y uno de ellos, no el de menor importancia, era el haberse negado tenazmente a la misma pretensión insinuada por Sotileza más de dos veces a favor de Muergo, desde que éste, apenas matriculado en el gremio y ya rayando en los dieciséis años, perdió a su madre, de resultas de una caída en la Rampa Larga, subiendo cargada de sardinas... y de aguardiente. Sotileza, pues, perseveraba en los mismos propósitos de Silda, de amparar al hijo de la Chumacera, tan necesitado, en opinión de la caritativa muchacha, de una voluntad que le rigiera y le apartara del mal camino adonde podían llevarle los resabios que heredaba de su madre, y la soledad y el abandono en que últimamente vivía.

Y el bruto de Muergo explotaba bien estas inexplicables blanduras de la antigua víctima de sus barbaridades en el Muelle de las Naos y en la Maruca. Particularmente desde que era huérfano de padre y madre, no se pasaba día sin hacer una visita, bien larga y aprovechada, a la bodega de su tío. Como pudiera remediarlo, la visita era a las horas de comer o de cenar, porque en estas ocasiones siempre sacaba mendrugo para su estómago insaciable. Vivía en la calle del Medio, arrimado a una familia que le daba un jergón y la comida por poco menos de lo que él ganaba de compañero en una lancha del Cabildo de Abajo; la tercera que había conocido desde que fue colocado de muchacho, como ya se dijo, en la de tío Reñales.

En sus visitas a la bodega de la calle Alta, se encontraba muy a menudo con Cleto. Se aborrecían de muerte; y estaban ambos allí como dos mastines delante de una sola tajada. Para Muergo, la tajada era todo cuanto encerraba la casa, por el temor de que el otro sacara de ella, aunque fuera en buenas palabras, lo que no alcanzaba para satisfacerle a él. Para Cleto, la tajada parecía ser la grosera monstruosidad del hijo de la Chumacera, que le hacía aborrecible, y mucho más en aquel sitio. Cierto que le consolaba un poco la no disimulada complacencia con que el viejo matrimonio le ayudaba a contradecir el menor conato de dictamen que apuntara, entre gruñidos, el estúpido marinero; mas este consuelo se le amargaba el decidido tesón de Sotileza en amparar a Muergo siempre, con razón o sin ella; y ésta era la verdadera causa de la aversión que sentía hacia el hijo de la Chumacera el mozo del quinto piso.

Porque por sí solas la grosería y la monstruosidad de Muergo... ¡Oh, la monstruosidad de Muergo! ¡Había que considerarle bien a la edad de diecinueve años, época en que vuelve a aparecer Sotileza tal y como se ha presentado al comienzo de este capítulo! Desde que le perdimos de vista, todo había crecido en él a un mismo tiempo: la gordura de sus labios; el estrabismo de su mirada; la anchura y remangamiento de su nariz; la espesura de sus crines; el vuelo de sus orejas; la blancura de sus dientes ralos; la bóveda de sus espaldas; la intensidad del color cobrizo de su piel; su natural obesidad adiposa, que había llegado a relucir como cuero de etíope; la aspereza salvaje de su voz; su estupidez..., todo, en suma, tanto físico como moral, se había agrandado y robustecido en su persona; y para que nada faltase a la armonía de este conjunto de monstruosidades, todo él iba envuelto, de ordinario, en una flotante camisa de bayeta verde muy peluda; unos calzones pardos y un gorro catalán, verde también, con la vuelta encarnada. Con este atavío lanudo y tieso, y su andar lento y oscilante, parecía un oso polar, suponiendo que en el Polo hubiera osos verdes de medio arriba, y pardos de medio abajo. No había cosa más decente a que compararle.

Sotileza le había predicado mucho que ahorrara para echarse un vestido bueno de día de fiesta, y ya tenía parte de él; pero no quería estrenarlo sin la chaqueta y la boina, que le faltaban y contaba tener dentro de mes y medio, allá por la fiesta de los Mártires, patronos de su Cabildo. Antes pudo haberle estrenado; pero le tiraba mucho la Zanguina, famosa taberna de los Arcos de Hacha, y en la Zanguina quedaban casi todos los ahorros de Muergo; y no todos, porque no se le cobraba su deuda entera de repente. Muergo era bebedor; pero con el miedo de perder el amparo de las gentes de la bodega, dominaba bastante el vicio. Aguantaba sereno medio barril de aguardiente; pero cuando se emborrachaba era una fiera. Por eso, los mismos camaradas, que cuando estaba en sus cabales le acribillaban a burlas impunemente, en cuanto le veían borracho huían de él. Entonces era capaz de las mayores barbaridades, por sangrientas que fueran.

Por lo demás, era alegrote, fuerte en el trabajo, bastante placentero, y duro de salud.

¡Y qué lejos estaba de maltratar a Sotileza como había maltratado de muchacho a la niña Silda! La poca razón que cabía en su moliera, algo de vil interés, y mucho del influjo necesario de la naturaleza misma, que iba hablando a sus carnazas a medida que la huérfana de Mules crecía y se hermoseaba y le ofrecía con incansable perseverancia los únicos testimonios de cariño que había gustado en su vida, le habían ido amansando, y abatiendo poco a poco, hasta sentirse esclavo de la voluntad de la garrida muchacha, como se rinde fascinada una bestia bravía a las caricias de la gentil domadora.

Con este símil, y no de otro modo, hay que explicar el mutuo afecto de estos dos seres tan distintos entre sí. En él obraban, como causa, el interés egoísta y el poder incontrarrestable de una ley misteriosa; en ella, la fuerza de un propósito temerario, primero; y después, la satisfacción o la vanidad del triunfo conseguido.

-¡Mira, hijuca -la dijo un día tía Sidora-, que ese mimo con que tratas a esa bestia te ha de costar caro..., porque la cabra siempre tira al monte, y de jugar con lobos no se saca más que arañazos y mordiscos!... No lo digo por el pan que me come, porque tú lo deseas y eso me basta... Pero ¿por qué no me mandas que se le dé a otra boca que más le merezca?

-Muergo lo merece -contestó la muchacha.

-¡Merecerle ese móstrico de Satanás!... ¿por qué? -exclamó la marinera.

-Porque sí -respondió secamente la otra.

-Mejor razón que ésa deseara yo; pero aunque valga lo que tú quieras, mejores las hay en contrario, y ciego será quien no las vea... Sólo que hay que nacer con suerte, y ese animal la tuvo contigo dende que debiste aborrecerle... ¡Mal año pa las enjusticias contra la ley de Dios! Y mira que no me llegara la tuya tan al alma, si no te viera negar hasta los «buenos días» al venturado de arriba, que es un peazo de pan, de pies a cabeza, cuando na te paece bastante para el cerdo de mi sobrino.

-Cleto es de mala casta.

-¡Pues mira que el hijo de la Chumacera!...

-Cada uno tiene sus gustos.

-Y los viejos mucha experiencia, hijuca, hasta la obligación de aconsejar a los mozos, cuando los mozos no van por el camino derecho.

-¿Y qué mal hago yo en mirar con caridá por quien es aborrecible a todos?

-El mal de dar alas a quien no debe volar con ellas.

-¡Porque es feo!

-Porque no es bueno.

-No roba ni mata.

-No le ha dao por ahí; que si le da, no será el entendimiento quien se lo estorbe. Y ten entendido que a Muergo, más que por feo, se le aborrece por burro con zunas.

-Otros las tienen y son bien vistos.

-Porque también tienen prendas de estima. Y mira, hijuca, no te ofendas ni te me enfades; pero más te dijera sin el temor de que pienses que lo que ese animal nos come, por tus blanduras, es lo que a mí me duele para hablar como hablo.

Y tras estas palabras, como Sotileza callara, sentáronse ambas, por mandato de tía Sidora, a concluir de pegar un paño a una saya vieja de ésta, porque al día siguiente era domingo, a la luz del candil, colgado de un clavo en la pared, junto a la alcoba matrimonial.

En esto bajaba Cleto de su casa, y tropezó con Muergo, que entraba en el portal; y como si el primero hubiera estado oyendo las amonestaciones de tía Sidora a Sotileza y ellas le inspiraban tan súbita resolución, dijo a Muergo muy calladito, pero con suma vehemencia, mientras le agarraba con ambas manos por la pechera del elástico peludo:

-¡Quiero que no güelgas por aquí más!

-¡Puño! -respondió Muergo, también por lo bajo-. ¿Y quién eres tú pa mandar esas cosas?

-Je güelves o no te güelves por onde has venío? -insistió Cleto sin soltar al otro.

-¡No, puño! -respondió el del Cabildo de Abajo.

-Pues te voy a dar dos morrás... Pero no grites aunque te salte las muelas... Tampoco yo gritaré.

Y como lo dijo lo hizo. Sonaron dos golpes secos, y después otros dos por el estilo, entre un rumor confuso de interjecciones groseras y de jadeos de la respiración; luego otro golpe más recio y sonoro, como el de una cabeza contra el portón de la calle; casi al mismo tiempo, una blasfemia de Muergo, medio en falsete..., y todo volvió a quedar silencioso en las tinieblas del portal, entre las cuales escupía Muergo más sangre que saliva, y se palpaba los dientes uno a uno, para ver si los conservaba enteros; mientras Cleto, después de haber desahogado un poco su veneno, se largaba calle abajo, temoroso de lo que pudiera ocurrirle en la bodega, si entraba en ella a la vez que el otro, y el otro contaba lo sucedido, o lo adivinaban las de adentro sin que lo contara nadie.

Pero Muergo no estaba de humor de referir cosa alguna de esa especie; y como en una cara como la suya significaban muy poco unos cuantos flemones de más o de menos, nada le preguntaron las mujeres por los tres que se alzaban bien altos alrededor de la bocaza. Dio las buenas noches en un gruñido, y preguntó por su tío.

-Salió a por tanzas pa la sereña -respondió su mujer.

-¿Hay ujana?

-Se sacó por si acaso.

-Pus que apareje temprano la barquía, porque mañana iremos a barbos dempués de la primera misa, antes que apunte la marea. Si él no puede, que se quede en la cama, porque tamién vamos yo y Cole. Ese recao traigo..., ¡ju, ju, ju!

-¿Cómo no vino el mesmo don Andrés? -preguntó la marinera.

-Dijo que estaba muy ocupao... ¡Puño, qué pilás de duros encima de aquella mesa!... ¡Me valga!... ¡Se podía anadar entre ellos... y ajuegarse tamién!, ¡ju, ju, ju!

Llegó en esto tío Mechelín. Andaba más perezoso y abatido que años atrás. Faltábale también en el rostro aquella expresión de regocijo con que le conocimos. Repitiéronle el recado que había traído Muergo, y añadió su mujer:

-Si no estás pa ello, quédate en la cama. Muergo y Cole han de ir de toas maneras.

-Estoy pa ello -respondió el pescador mirando a Sotileza, que parecía animarle con los ojos-. Lo que siento es, dicho sea sin agravio de naide, que pa estas cosas se alcuerde más don Andrés de los de Abajo, que las mesmas gentes de acá que andan con uno en la barquía... Los hombres lo sienten: la verdá sea dicha. Pero son fantesías de aprecio a otros, que hay que respetar.

-Pues si a respetos no fuéramos, Miguel -repuso la marinera-, y a respetos de otra clase, ¿quién mejor, para ayudarvos en tales días que ese venturao de Cleto?

-¡Uva! -respondió tío Mechelín.

Al oír el nombre de Cleto se revolvió Muergo sobre el escabel, como un oso hurgado por el espinazo.

-¿Qué tienes, burro? -le preguntó su tío.

-Na que le importe -respondió Muergo.

Cole era un pescador valiente y entendido, que años antes fue un pillete que el lector conoció, con el mismo nombre, en casa del padre Apolinar. No son raros tales casos entre los mareantes santanderinos. Díganlo, sin salirnos del término de nuestro relato, Guarín, Toletes y Surbia, otros tres raqueros transformados con los años en pescadores de empuje y de vergüenza. También salió cosa buena para el oficio, Colo, el de la calle Alta, después que dejó el latín y fue recogido en la Casa de Caridad el energúmeno de su tío.

Entretanto, Cafetera, Pipa y Michero estaban en la Carraca, purgando la equivocación de tomar por objeto de lícito raqueo un cronómetro de bolsillo, perteneciente a un barco atracado al Paredón de la Dársena, e imperaba en el Muelle-Anaos otra generación de raqueros, capitaneada por cierto Runflas y un tal Cambrios, fatalmente destinados a recoger las llaves de aquel memorable holgadero; porque ya algún trozo de la escollera de Maliaño comenzaba a asomar el lomo por encima de las más altas mareas, con espanto de las bogas, que huían de aquellas playas, sabe Dios adónde, para no volver más a colmar con sus rebaños las barquías de los pescadores santanderinos; los terraplenes del ferrocarril llegaban a mucho andar y amenazaban ya al mismo Muelle de las Naos por la casa de baños de Calderón, desde cuyos balcones, los que esperaban turno para zambullirse en las marmóreas pilas, entretenían sus impaciencias escupiendo por última vez sobre el agua del mar que lamía las paredes del edificio por aquella fachada y la del nordeste, y golpeaba a menudo las repisas; porque se barruntaba la locomotora asomando por la peña del Cuervo, tendidas al aire sus largas, serpeantes y blanquecinas guedejas, conduciendo en sus entrañas de fuego los gérmenes de una nueva vida, y barriendo al pasar los usos y costumbres que habían imperado aquí durante tantos, tantísimos años de un no interrumpido y patriarcal sosiego, y al Cabildo de Arriba sólo le quedaba una charca para fondear sus embarcaciones, y un boquete en el terraplén para sacarlas a bahía.

En la misma calle Alta se habían sustituido más de tres de sus edificios vetustos con otros tantos flamantes de balcones de hierro y paredes blancas; y allí se estaban, opresos y reventando, y haciendo tan triste papel como los dientes de porcelana en una dentadura podrida. Para el castizo gremio de pescadores, todas estas cosas eran motivo de serias cavilaciones y barruntos de un temporal deshecho que se les iba encima; pero se anticipaban a capearle, dando la cara a otro viento y haciendo como que no veían el peligro; no hablando una palabra de él, y extremando su añeja costumbre de vivir encerrados en sus conchas, sin tratos con lo terrestre y sin ver ni saber más de positivo del centro de la población, que de la cueva del Ojáncano o de las «Serenitas del mar».

Y de todo ello y mucho más tenían la culpa aquellas «aventuras de loco», de que nos hablaba don Venancio Liencres, incrédulo y asombrado, y en las cuales se había ido metiendo hasta el cogote el comercio santanderino... ¡Mayor pobre hombre!...




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- XIII -

La órbita de Andrés


Bastó con que le buscaran con arte las cosquillas de sus debilidades, para ser el primero en acudir a las juntas preparatorias y el primero en hablar en ellas para ponderar las ventajas incalculables de la atrevida empresa, y no de los últimos entre los principales accionistas, y de los más apasionados en la memorable batalla que se libró más tarde sobre si el camino había de ir por la derecha o por la izquierda; y hasta se presume que metió una vez la pluma en el Despertador Montañés, para contestar a ciertas agresiones embozadas que creyó ver en El Espíritu del Siglo, cuando estos dos periódicos, órganos respectivos de los dos bandos beligerantes, andaban tirándose los trastos a la cabeza. Aplaudió el establecimiento de las líneas de vapores entre este puerto y otros franceses del Atlántico... y, en fin, hasta mordió después el cebo de las primeras sociedades de crédito que se colaran en la Montaña detrás del ferrocarril. Perdió bastante el apego al viejo sillón de su escritorio, y se dio con entusiasmo al negocio ilustrado con peroraciones elocuentes y escolios luminosos en las aceras del Muelle y en el Senado del Círculo de Recreo.

Su hijo y Andrés le reemplazaban en el banco de la paciencia (así llamaba él al escritorio a la antigua). Tolín había salido muy dispuesto para lo que pudiera llamarse gerencia del departamento: los corredores, la correspondencia, el buen orden y la disciplina de arriba y de abajo, es decir, del escritorio y del almacén; tenía una excelente nariz, delicado paladar y admirable sutileza de tacto en las yemas de sus dedos para examinar muestras de harina, azúcar y cacao; y sobre todo, afición, que es el misterio de todos estos tiquismiquis. Andrés le ayudaba muy poco, y tenía a su cuidado la caja. Carecía de verdadera vocación de comerciante. El pundonor, una gran fuerza de voluntad, primero, y ya, últimamente, la costumbre, hicieron que se acomodara sin disgusto a aquellas tareas tan ingratas para quien no las penetre con verdadero amor a los fines a que se enderezan. Bastaba ver a los dos amigos, para comprender sin esfuerzo esta diversidad de gustos y de aptitudes entre ambos. Tolín era un jovenzuelo de pobre naturaleza, de serena fisonomía, reparón y hasta minucioso en la mirada; escogido, o más bien preciso en la frase, metódico en su labor, y muy ordenado en los accesorios de ella; su letra era clara, de la mejor ralea española; aprovechaba las tiras sobrantes de papel, por diminutas que fueran, para hacer sus cálculos numéricos, en guarismos que parecían de molde; sabía repartir la atención convenientemente y sin embarullarse entre varios asuntos a la vez; y aunque era ágil en sus movimientos y poco dengoso, no había en su vestido correcto ni una mancha ni una arruga. En fin, que caía en el escritorio como santo en su peana.

Andrés era un mocetón sanguíneo, frescote, de mirada voraz, pero rápida y versátil; esbelto, varonilmente hermoso en cualquiera de sus actitudes. Sentado a media nalga, delante del atril, crujía la banqueta a cada rasgo de su pluma; y mientras los rizos brillantes de su pelo negro se le bamboleaban delante de los ojos, su boca no cesaba de murmurar alguna palabra, o de silbar muy bajito los aires más corrientes. Una equivocación de pluma le hacía prorrumpir en las más lamentosas exclamaciones, y por un borrón insignificante se decía a sí propio las mayores atrocidades, olvidado de que había gentes que le escuchaban; y, sin embargo, el volar de una mosca le distraía, y al menor ruido de la calle se plantaba de un salto a la ventana del entresuelo. En los cobros y pagos que tenía a su cargo, como cajero de la casa, armaba un estruendo de dos mil demonios al contar las monedas que le entregaban, o al derramar encima del mostrador los talegos de napoleones, y al probar la ley de los sospechosos haciéndoles rebotar sobre el tablero. Por lo demás, era puntual asistente a las horas de trabajo, y placentero y servicial para todo y para todos; pero no le cabía la vida en el pellejo, y necesitaba todas aquellas inquietudes y los otros estruendos para no ahogarse dentro de la envoltura. Como se ve, no podían darse dos naturalezas más distintas entre sí que las de Andrés y Tolín. Lo único en que se parecían los dos mozos era en el cordialísimo cariño que mutuamente se profesaban.

A los pocos meses de ingresar en el escritorio, enfermó Tolín. La fiebre duró muchos días, y la convalecencia fue larga. Andrés, como ya se ha dicho, sabía pintar barcos con tinta, añil y botabomba. Tolín salió algo mañoso de la enfermedad, y quiso que su amigo le entretuviera de día y de noche pintando barcos y muñecos a su lado; y Andrés tuvo la santa paciencia de estar cerca de quince días pinta que pinta, sobre un velador que se arrimaba a la cama de su amigo, mientras éste no pudo levantarse, y luego en la mesa del comedor. A todas estas sesiones de arte casero asistía Luisa cuando no estaba en el colegio, siguiendo sin pestañear los rumbos del pincel y de la pluma de Andresillo, que ya sabían trazar, respectivamente, sin que la mano los moviera, una mar borrascosa con cuatro descargas de añil, un velamen de polacra con una inundación de botabomba, y un casco y su aparejo con dos docenas de rayas hechas «en un decir Jesús».

-Pinta ahora el capitán -le decía Tolín alguna vez.

Y Andresillo pintaba un muñeco, que daba en las vergas con la gorra.

-Ahora el piloto -añadía Luisa.

Y el piloto se pintaba junto al capitán; y luego todos los tripulantes, y el perro de a bordo, y el gallinero, y la rueda del timón, y un lechoncillo, y media docena de gallinas..., hasta que decía Andrés:

-Ya no caben más cosas.

Tolín quiso, al cabo de los días, echar también su cuarto a espadas, y como en sus buenos tiempos de granuja había cultivado algo el dibujo franco en las paredes de los portales, y era, por naturaleza, bastante dispuesto para las obras de imitación que no exigieran otras virtudes que la paciencia, en fuerza de disolver terrones de añil y de botabomba, y de pringarse los dedos y los labios, llegó a pintar tan a la perfección como su maestro, aunque éste no lo creía así, y se lo decía, por lo bajo y a la disimulada, a la niña, cada vez que ésta, dando con el codo a Andrés, le señalaba, con el asombro en los ojos, lo que iba pintando su hermano.

El cual se aficionó tanto al arte, que después de volver a sus tareas de escritorio, continuó pintando por su cuenta en los ratos desocupados; y como su padre le comprara una caja de pinturas de las mejores (cinco reales y medio, o seis a lo más, valían), de las mejores, repito, que se vendían en los Alemanes de la calle de San Francisco (negras, con tapa carmesí, barnizada), se dio a pintar cuanto Dios crió y se le metía por los ojos. Entonces pintó a don Venancio Liencres, de perfil, con saco negro, sombrero de copa y bastón; a su madre (a la del pintor), con manteleta flecuda, gorra con plumajes y vestido rayado, de perfil también; a Luisilla, en adecuado atalaje, igualmente de perfil, y a la cocinera y a la doncella y al tenedor de libros..., a todos de perfil y encarados a la izquierda, por no saber arreglárselas por el otro lado, y mucho menos con las figuras de frente. Después pintó sillas y bancos y mesas y el gato, y copió las flores del papel del comedor y las figuras de la baraja; hasta que, viéndole su padre con vocación tan decidida, trató de ponerle a aprender el dibujo, por principios, con Cardona, que daba lecciones en su taller del teatro; pero Tolín no estaba por retroceder a los enojosos y lentos preliminares de escuela, después de llegar hasta donde él había llegado en el arte, y quiso continuar cultivándole sin más guía que su pertinaz inspiración. Proveyóse de papel de marquilla, que nunca había tenido, y se lanzó al paisaje. Entonces copió, a trozos y en detalles, cuanto se alcanzaba a ver desde su casa por delante y por detrás. Esta obra duró años; porque al mismo tiempo trabajaba con afición y aprovechamiento en el escritorio de su padre, y el panorama era enorme, y sus detalles eran infinitos. Solamente la casa de Botín con los sillares de sus arcos, uno a uno, y con las tabletas de sus persianas verdes, una a una, le llevó cerca de tres meses: háganme ustedes el Muelle, losa a losa, y la Catedral, canto a canto y teja a teja, y así la había con sus barcos y sus montañas del fondo; y el Alta, con su Atalaya y sus árboles; y la Maruca, y San Martín; y a ver quién es el guapo que se compromete a pintarlo en menos tiempo.

Cuando volvemos a hallarle sustituyendo a su padre en el escritorio, ya la manía iba cesando: solamente pintaba algunas cosillas de tarde en tarde; pero el fuego de su amor al arte adentro le ardía aún, puesto que para recreo de su espíritu, quebrantado por el peso de las tareas del entresuelo, se encerraba en su cuarto tan pronto como entraba en casa, y se pasaba media hora en la contemplación extática de dos docenas largas de obras de su pincel, que, «puestas en cuadros», como lo mejorcito de la colección, adornaban las paredes. Allí estaban, años hacía, siendo la admiración de todos los que en la casa moraban y a la casa concurrían, con el respectivo rótulo al pie, en letras como cerojas, que decía así:

LO HIZO ANTOLÍN LIENCRES (DE AFICIÓN) EL AÑO DE MIL OCHOCIENTOS Y TANTOS

Y por si no era bastante el paréntesis del rótulo para ponderar el mérito de la obra, don Venancio, su señora, su hija, la doncella..., cualquiera persona que con cualquier pretexto (y entonces abundaban) introdujera a un visitante en aquel cuarto, tenía muy buen cuidado de decir, señalando cuadro por cuadro:

-Ésta es la Capitanía del puerto; ésta es la casa de Botín; éste es el castillo de San Felipe, con su catedral detrás; ésta es la lancha del Astillero, cargada de pasaje, a remo y a vela a un mismo tiempo... ¿Qué propio está todo, eh?... ¡Parece que está hablando cada cosa de por sí!

Y de añadir en seguida:

-Pues mire usted, todo lo pinta de afición. Jamás ha tenido maestro ni le ha querido... ¿Para qué, haciendo lo que él hace y sabiendo lo que sabe?

Andrés se dio muy pronto por vencido. Verdad que no le hurgaba mucho las entrañas el pundonor artístico. Cuando Luisilla vio a su hermano pintar barcos por debajo de la pata, y hasta despilfarrarlos como detalles decorativos de sus paisajes, dijo una noche a Andrés:

-Aprende, aprende, hijo. ¡Esto se llama pintar barcos... y botes!

-Mejor es manejar bien los de verdad, como yo los manejo -respondió Andrés.

-Y andar con marinerotes... ¡y con marinerazas -replicó Luisa con mucho retintín.

Andrés se puso muy colorado, porque era la verdad que se alampaba por la compañía de esas gentes y por aquellas diversiones.

Las que absorbían el seso a Tolín, juntamente con el cambio operado en sus costumbres públicas, por obra del tiempo que iba corriendo y de las condiciones enclenques de su naturaleza, fueron apegándole de tal modo al rincón de la casa, que aquellas tertulias nocturnas del tiempo de su convalecencia llegaron a ser para él una verdadera necesidad. Ni con agua hervida se le podía echar a la calle en cuanto se encendían los faroles públicos.

El núcleo de su tertulia le componían Luisa y Andrés. Algunas veces se arrimaban allá tres o cuatro amiguitos y amiguitas de la vecindad; pero esto ocurría pocas veces, sin pena alguna de los otros, que se encontraban muy a su gusto estando solos. Por lo común, mientras Tolín pintaba, Andrés refería lo referible de sus aventuras marítimas, y Luisa atendía a la pintura y a los relatos, sin perder una pincelada ni una frase.

Algunas veces metía su cucharada en las dos cazuelas, y decía, por ejemplo, a su hermano:

-Me parece que ese verde es más de lechuga que de mar.

O interrumpía a Andrés con estas palabras:

-Pues eso no le cae bien a un muchacho decente como tú. A lo mejor, hueles a esas pringues de lancha... y puede que tú también digas cosas feas cuando nosotros no te oímos.

Andrés, porque quería de veras a Tolín, concurría con asiduidad a aquella tertulia, en la cual se complacía mucho su madre (la capitana) y don Venancio Liencres, a quien el hijo de Bitadura estaba más obligado cada día. Porque si le hubiera dicho quien tenía autoridad para ello: «pásate esas dos o tres horas que se te conceden de libertad por la noche, donde más te agrade», ¡oh, entonces!..., entonces, sin abandonar por completo a Tolín, no frecuentara tanto su casa, con la pejiguera de mudarse la camisa un día sí y otro no, y el riesgo, entre otros, siempre gravísimo para él, de tropezarse a lo mejor con la señora de don Venancio, tan seria y estirada, y tener que saludarla muy atento y cortés, en la seguridad de no ser respondido más que con una palabra, y ésa corta y seca. Bastante más le consideraban y se divertía en la bodega de la calle Alta, y junto a la Capitanía del puerto, o en la punta del Muelle, o en los Arcos de Hacha; dondequiera que hubiera marineros desocupados y en corrillo. ¡Conocía y trataba a tantos de ellos!...

Según fue creciendo, las llamadas conveniencias sociales le obligaron a guardar un poco más la distancia; pero no por eso perdieron una pizca de fuerza sus inclinaciones: antes bien, se afirmaban y crecían con él, lo cual era crecer mucho, porque Andrés crecía y ensanchaba que era una bendición de Dios. A los diecisiete años rebajó de la talla más de dos dedos, y alzaba en el almacén una quintalera en cada mano hasta más arriba de las caderas. Remando, daba torno al marinero más forzudo, y gobernaba el aparejo de un bote o de una lancha con singular destreza. Ni sures ni vendavales le imponían; y contra vientos y mareas bregaba triunfante, y no sólo impávido, sino gozoso. Yo no sé qué demonio tenía la mar para aquel muchacho; parecía de la naturaleza de los perros de lanas: en cuanto la veía, ya estaba buscando un pretexto para arrojarse a ella. Conocía las corrientes, las puntas de arena y todos los misterios de la bahía, como el mejor práctico, y había corrido en ella cuantos riesgos y temporales pueden correrse por nieblas, varaduras y vientos desencadenados... En fin, que se la sabía de memoria. Entróle comezón de ir aprendiendo algo de mar afuera, y para lograrlo no desperdiciaba ocasión. La primera se la ofreció la casualidad.

Las lanchas de práctico no tienen tripulantes fijos, y se echa mano de los primeros que se presentan. La remuneración es tal cual. Por un limonaje a un barco que pase de ciento cincuenta toneladas, se le cobran doscientos veinte reales, de los cuales ciento son para el práctico, soldada y media para la lancha, y el resto para repartir entre los marineros. Cada día entran dos prácticos de servicio, los cuales deben estar, una hora antes de amanecer, en la boca del puerto, y no pueden retirarse hasta otra hora después de anochecido. Si el servicio de estas lanchas no alcanza, avisa el práctico mayor, para los casos extraordinarios, al patrón o a los patrones que se necesiten, por riguroso turno.

Al ocurrir un caso de éstos, una tarde de día festivo, se hallaba Andrés echando un párrafo con algunos mareantes a la puerta de la Zanguina. Faltaban dos hombres para completar la tripulación de la lancha, que debía salir a tomar el barco en el Sardinero; el caso era de urgencia, y el práctico se impacientaba. «Ésta es la mía para ver algo de eso», pensó Andrés. Y se brindó generosamente a tener por un lado. Considerábanle allí mucho por ser hijo de quien era y por la veta que sacaba, y con todos los miramientos y salvedades de rigor y de cortesía, se aceptó la proposición con entusiasmo. Como si al mozo le hubiera tocado la lotería, corrió al muelle delante de los que corrían más; saltó a la lancha el primero, armó su remo en la banda más floja, largó la tuina debajo del banco, afirmó los pies en el delantero... y ya estaba en sus glorias. La lancha, boga que boga, salió del puerto; tomó el barco al oeste de la Peña de Mouro, y después de quedar amarrada al costado, Andrés subió a bordo con el práctico. ¡Otro cachito de gloria, enteramente nueva, para el animoso muchacho! ¡Abocar al puerto sobre el puente de un bergantín con toda su lona al viento y presenciar las maniobras de a bordo, y las ansiedades del capitán, con el ánimo esclavo de los mandatos y las señales del práctico, y oír el áspero rechinar de la garrucha, y el cántico triste y cadencioso de los hombres que cobran la escota, y el ruido de los que corren, y la voz que los manda, y el rumor de la estela, y sentir en la cara el aire que mueve una vela al ser braceada, y en los pies el efecto engañoso del lento cabeceo del bergantín al deslizar su quilla entre las ondas que él mismo agita siguiendo el rumbo que le traza el diestro timonel; y saborear, en la misma colmena, las dulzuras de la inexplicable, misteriosa armonía que llega a producir este conjunto de ruidos, colores y movimientos!

El lance le engolosinó de tal modo, que le repitió en adelante muchas veces: siempre que tuvo ocasión de ello, ya que no remando en la lancha del práctico, como curioso agregado a su tripulación.

He vuelto a citar la Zanguina, la famosa taberna marinera del Cabildo de Abajo, cuya procedencia ignoran hasta los mismos viejos que la frecuentan todavía, y no llegaron a conocerla en los Arcos de Dóriga, donde se dice que la estableció por vez primera, y con el mismo nombre, un capitán negrero que con los relatos de sus aventuras crispaba las greñas de los rudos mareantes que le escuchaban. Pues para asistir a la Zanguina, siquiera dos veces por semana, a las horas de sesión, cercenaba Andrés el tiempo necesario a la tertulia de Tolín, al fin o al comienzo de ella, según las estaciones y las costeras. Tolín lo sabía; su hermana no. Pero a ésta le engañaban entre los dos con una mentirilla cualquiera, a fin de que don Venancio ignorase el suceso. Porque el demonio de la muchacha, que ya iba pasando de niña, había dado en la flor de meterse en las cosas de Andrés, como si le importaran mucho; y con unos reparos y unos aspavientos y unas advertencias, tan escrupulosas y tan encarnecidas, que solamente podía explicárselo el hijo del capitán Bitadura por la razón de ser Luisa hija de su madre, tan celosa del lustre de su casa y del bien parecer de los que andaban en ella.

A la Zanguina iba Andrés, porque en la Zanguina vivían, más que en sus propios domicilios, los mareantes del Cabildo de Abajo. Por allí pasaban para ir a todas partes, y por allí volvían; y allí descansaban y allí departían; allí tomaban la mañana, y las nueve, y las diez, y las once, y la sosiega; y torcían sus aparejos, y compraban la parrocha, y levantaban empréstitos, y dejaban sus ahorros; y allí al volver de la mar, cargados con las artes y las ropas de agua, aguardaban las mujeres a sus maridos; las de los malos, para llenarlos de improperios a cambio de algunos bofetones; las de los buenos, con la comida en la cesta y el hijo más chiquitín en el otro brazo; porque estos marinerotes, aunque no tan finos de piel ni tan pulidos de palabra como los pescadores de poema, también gustan de tener sobre las rodillas al retoño más menudo y darle el bocadillo más sabroso, a la vez que ellos se zampan, aunque en lugar extraño, la puchera doméstica, sobre todo cuando cuentan con no cruzar las puertas de su casa en dos o tres días, lo cual acontece durante las campañas de mucha brega, como las del besugo. Allí preparaban sus artes para la madrugada siguiente, y allí, por tanto, encarnaban los innúmeros anzuelos de sus cordeles besugueros, y allí se embobalicaba Andrés viendo con qué primor iban los pescadores colocando en el fondo de la copa los anzuelos ancarnados, contra las paredes los reñales, y sobre los bordes el cordel. Ya había estudiado esta materia en la calle Alta; pero no es lo mismo vérselo hacer a un hombre solo, en el silencio de su hogar, que a muchos hombres a la vez, entre el ruido de las conversaciones, el interés de los relatos, el tufillo de la taberna y a la luz de los reverberos.

¡Cuánta gente conoció allí; cuántos caracteres estudió; cómo fue aprendiendo el nombre y la aplicación y el manejo de cada cosa; las zunas y las virtudes de cada mareante, la constitución del gremio, su tesoro, sus deudas, los intríngulis de cada familia, sus alegrías, sus pesadumbres!... ¡Porque aquéllas sí que eran cosas de cristal, y no las que habitan y nos encarecen esos señores públicos, cuyas vidas son un misterio indescifrable, a pesar de la imaginada trasparencia de sus conchas! Aquello era propia y materialmente vivir y pensar a gritos, en mitad del arroyo.

Allí conoció también al Falagán reinante a la sazón, de la tradicional dinastía de los Falaganes de Cueto, en la cual venía vinculado, y aún viene en estos tiempos, el servicio de vigías de cabo Mayor, servicio que se reduce a encender en él hogueras cuando hay Sur en bahía o rompe la mar en la costa, para advertírselo con el humo, si es de día, y con la luz, si es de noche, a las lanchas que están pescando afuera.

Aunque no con todos estos pormenores que se van narrando, Bitadura y su mujer conocían las geniales aficiones de Andrés, y estaba muy distante el capitán de condenarlas. Pero la capitana las tenía entre ceja y ceja a todas las horas de Dios.

-Ya lo ves -le decía su marido-. La veta de ese muchacho es de la casta: pez de la mar, desde los pies a la cabeza. ¡Mira si tenía yo razón cuando quería enseñarle a navegar!

-Cierto -respondió la capitana-. Pero, por de pronto, le tengo a salvo de borrascas y tiburones; y eso vamos ganando.

-Ni siquiera eso... ¡ni tanto como ello! -replicaba Bitadura-. Que puede el mejor día ponérsele el bote por montera... ¡Y mira que es gloria el acabar ahogado en una palangana, cuando se pudo morir entre los huracanes de la mar! Pero, en fin, lo quisiste, y ya que te saliste con la tuya, no me pesa verle como le veo. Es fuerte, es guapo, tiene corazón..., y para eso son los hombres, mejor que para zarandear las arrastraderas, con las manos enguantadas y el pescuezo entre dos foques almidonados, en los salones y paseos... No falte él a sus deberes, como no falta, y, te lo repito, me gusta la hebra que va sacando. Lo que siento es que, por andar a escondidas para muchas cosas, las haga de prisa y mal; y hacerlo mal y de prisa donde él lo hace, es muy peligroso, porque puede irle en ello la vida... ¡Sobre esto hay que hablar, Andrea!

-Y sobre lo otro también -replicó la capitana con ahínco.

-¿Y cuál es lo otro?

-Lo otro es que no hay quien le despegue de esa condenada bodega de la calle Alta.

-¿La de Mechelín?... ¡La casa más honrada y pacífica de todo el Cabildo de Arriba! Allí bien está..., mejor que en la Zanguina, donde le he visto yo una noche al pasar por delante de la taberna.

-¡También a la Zanguina!... ¡Y por la noche! Pues ¿no va a casa de don Venancio?

-Por lo visto hace a todo el ángel de Dios. ¡Si te digo que saca una filástica!... Pero no te apures por lo de la Zanguina, porque eso corre de mi cuenta.

-Pero ¿qué dirán en casa de ese señor?

-No saben nada del caso... Y si lo supieran, ¡qué demonio!... ¿Les he entregado yo el hijo para que les haga la corte a todas horas? Pues mírate: entre los dos extremos, más le quiero con resabios de Zanguina, que plagando la casa y la ciudad de mascarones pintados con añil y yema de huevo, como hace el otro.

-Yo me entiendo, Pedro.

-También me entiendo yo, Andrea... Y también te entiendo a ti: sólo que tampoco en eso vamos conformes. Lo que esté de Dios, a la mano ha de venirse; y lo que no venga de ese modo, ni debe buscarlo él, ni debes forzarle tú para que lo busque, porque ni lo necesita, ni, si me apuras un poco, le conviene... Y basta de conversación.




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- XIV -

El diablo en escena


Precisamente muy pocas horas después de ella, fue cuando Andrés se decidió a manifestar a su padre uno de los deseos, de los pocos deseos más voraces que sentía: tener un bote suyo, o la mitad siquiera, como muchos jovenzuelos de su edad. Porque entonces había una escuadrilla de elegantísimos esquifes particulares (que se fondeaban enfrente del café Suizo), como ahora hay caballos de regalo y coches de fantasía. Procuró suavizar las asperezas que pudiera llevar consigo la pretensión, declarando a su padre que arrimaría a la compra todos los ahorros que había hecho de los sueldos y gratificaciones ganados en el escritorio. Sonrióse el capitán y le ofreció el regalo de un esquife nuevo, a condición de que no volviera a la Zanguina más que de tránsito y en los casos de necesidad; porque necesidad de darse una vuelta por la Zanguina la tenían cuantas personas de abajo eran dueñas de bote o aficionadas siquiera a los placeres de bahía. Andrés aceptó de buena gana la condición, y con las instrucciones del mismo Bitadura, le construyó Lencho un esquife, aparejado de balandro, tan bello y sutil, que navegaba solo.

Por entonces empezó tío Mechelín a adolecer de muchos achaques que a menudo le impedían salir a la mar, y aun le postraban en la cama. Los míseros ahorros se agotaron, y en la bodega comenzaron a sentirse varias necesidades, porque la labor de las mujeres no daba para cubrirlas todas. Andrés lo observó con mucha pena, sobre todo cuando se convenció de que los achaques del honrado pescador eran lacras del oficio, enconadas por el peso de los años; es decir, de las que no tienen cura y piden grandísimos cuidados para ir pasando el enfermo poco a poco el último y breve tramo de la vida.

-Yo no sé -decía una tarde tía Sidora a Andrés, con los ojos empañados, mientras su marido se quejaba, tendido en la cama- cómo, mirándose en este espejo, hay hombre tan dejao de la mano de Dios que se mete en este oficio. ¡Infeliz! ¡Cincuenta años largos de bregar en esos mares, con fríos que aterecen, con soles que abrasan, con vientos, con lluvias, con nieves; poco descanso, una pizca de sueño y vuelta a la lancha antes de romper el día, y cierre usté los ojos para no ver la estampa de la muerte, que se embarca primero que naide, y va siempre allí, allí, con los infelices, pa acabar con toos ellos cuando menos lo esperan y onde no hay otro amparo que la misericordia de Dios! Mire usté, don Andrés: yo no sé qué me pasa cuando me regatean cuarto a cuarto una libra de merluza en la plaza, gentes que tiran un duro por un pingajo que no necesitan. ¡Si supieran lo que cuesta sacar aquel pescao de la mar! ¡Qué peligros! ¡Qué trabajos!... ¿Y pa qué, Señor? Pa que el primer día que el infeliz mareante se quede en la cama no tenga su familia qué comer..., por honrao y trabajador que sea, como este venturao, que no tiene un mal vicio... ¡Si hubiera habido ahorros pa una barquía tan siquiera!... Ya ve usté, dos mil reales en cincuenta y más años de brega no es mucho pedir... Si hoy tuviéramos esa barquía, en días de salú saldría Miguel con ella a la badía, si no le era posible salir más ajuera; y cuando no, el barco mesmo lo ganara pescando otros en él, y de ese quiñón comeríamos en casa. ¡Pero ni eso, don Andrés, ni eso! Y yo no tengo jornal toos los días; me faltan los ojos para la costura, y la poca que dan en la calle a esta desgraciá, que es mi consuelo y mi ayuda, la pagan mal y cuando los paece...

Sotileza, que se hallaba presente, no apartaba los ojos de tía Sidora sino para ponerlos en los humedecidos de Andrés.

El cual, tan pronto como salió de allí, habló larga y elocuentemente con su padre, que conocía mucho a tío Mechelín y estimaba de veras sus honrosas cualidades.

Por conclusión de lo que trataron padre e hijo, dijo al segundo el primero:

-Que no lo sepa tu madre, porque no mira esas cosas por el lado que nosotros; pero hay que proporcionarle a Mechelín la barquía que necesita.

Y tío Mechelín la tuvo muy pronto, y desde aquel día reverdecieron las mustias alegrías de la bodega de la calle Alta, y fueron en ella Andrés y el nombre de su padre hasta venerados. Por entonces dijo a Sotileza tía Sidora:

-Mira, hijuca, haz por ser desde hoy un poco placentera de semblante y de palabra con esa persona, que es una onza de oro de por sí, siquiera porque no piense que somos ingratos. No es que tú le quieras mal, que bien sé yo que no hay na de ello; pero la cara no debe tapar nunca lo que pasa por dentro, ni aunque lo de adentro sea malo, cuanto más siendo bueno.

Porque es de saberse que, aunque entre Andrés y Sotileza había grande intimidad, era ésta casi toda a expensas del carácter franco y comunicativo del primero. Sotileza no era mucho más expresiva con él que con las demás personas que la trataban, con la monstruosa excepción de Muergo; pero como, con respecto a Andrés, ningún mal querer tenía que disimular la arisca rapaza, que ya iba tocando en los límites de la belleza a que llegó poco después, se prestó de buena gana a hacer el esfuerzo que le reclamaba la más agradecida que experta marinera. Cuyo asombro no tuvo medida cuando reparó que, según iba subiendo la afabilidad de Sotileza con Andrés, bajaba la de Andrés con Sotileza, y hasta iba cercenando poco a poco sus visitas a la bodega. ¿Qué demonios pasaba allí? ¿De qué se había resentido un mozo tan caballero y tan campechano, en quien todos adoraban? ¿No los juzgaría ya merecedores del bien que les había hecho? ¿Pues no veía cómo le saboreaban y se nutrían de él, y a su amparo conllevaba alegre todo el peso de sus plagas el achacoso marinero, sin que le robara el sueño la visión del hospital para remate de sus días, y cómo aprovechaba la menor tregua en sus dolores para ganar un quiñón más con el trabajo de su persona, porque ése era su deber? ¿No iba a menudo desde la humilde bodega a la casa del capitán, poco, pero lo mejor de lo escogido entre lo mejor de la pesca del día, no en pago del beneficio recibido, pues éste no tenía precio, ni el bienhechor le hubiera cobrado jamás, sino en testimonio de que el pedazo de pan no había caído en estómagos ingratos? Y si no era esto o algo que pudiera parecérsele, ¿qué era? Y en vano se consumía y se devanaba los seso tía Sidora, y entretanto, cuanto más reparaba en Andrés, más cambiado lo encontraba.

Llegó a consultar el caso con su marido, y luego con Sotileza; mas como el primero la echó enhoramala, jurando y perjurando que él no había visto señales de semejante cambio, y la segunda, encogiéndose de hombros, opinó lo propio que tío Mechelín, la buena mujer, comenzando a dudar si había visto visiones, fue, ya que no olvidándolas, acostumbrándose a ellas, que era todo cuanto podía hacer con el clavo que tenía allá dentro.

Y el caso es que tía Sidora estaba en lo firme; lo que ignoraba, por fortuna suya; era la causa del retraimiento de Andrés, y esta causa va a conocerla el lector.

El mismo día en que tío Mechelín se halló en posesión de la barquía, subió a su casa Mocejón, que ya estaba hecho un carcamal, vomitando por aquella bocaza las mayores tempestades entre vahos de veneno.

-¡Ñules..., reñules! -exclamaba mientras, dando bandazos y cabezadas, iba desde la puerta de la escalera con rumbo a la sala, donde destorcían chicotes viejos la Sargüeta y Carpia, y fumaba Cleto, silencioso, mustio y arrimado a la pared-. ¡Lo que se corría salió! Pero, ¡ñules!, ¿onde está la vergüenza de las gentes? ¿Con qué cara toman eso? ¿Hay ley de Dios, u no hay ley de Dios? Esta casa, ¿es casa..., u qué es? Si de la mía se la sacó porque la maltrataban..., ¿cómo se consiente, ñules, que se la tenga en ésa... pa esos timinejes?... Porque, ¡reñules!, la cosa es clara, y en cuanti me la apuntó al oído endenantes quien las pesca al vuelo..., la pesqué yo también. ¡Reñules, qué sirvergüenzas!

Se le pidieron explicaciones, y comenzó a enlazar, a su brutal manera, el donativo de la barquía con el apego de Andrés a la bodega y con la fresca juventud de su inquilina. Y digo que comenzó; tío Mocejón a hacer este enlace, porque a medio camino de su tarea le salieron al encuentro las mujeres de su casa y llevaron los supuestos apuntados a los extremos más escandalosos. Cleto tardó en enterarse, por lo perezoso que era de comprensión; pero en cuanto vio de qué se trataba, saltó como un tigre y exclamó indignado:

-¡Paño! ¡To eso es una pura mentira! ¡Tos ustés mienten aquí! ¡Y tú más que denguno, bribona! ¡Yo conozco a ese c... tintas! ¡Yo sé bien quién es ca uno de los de abajo..., y sé también quién es ca uno de los de aquí!... Y digo que eso es mentira, ¡paño!, y güelvo a decir que miente usté, porque chochea... y usté, porque nunca ajuntó boca con verdá.... y tú, por envidiosa y cancaneá... ¡Repaño!

Según iba Cleto vociferando así, su madre le tiraba a la cara el escabel; Carpia, los chicotes embreados, y Mocejón, sin fuerzas para arrojarle cosa alguna, ni para darle dos bofetones, lanzaba interjección y el improperio, que retinglaban. Entre golpe y golpe, la Sargüeta y su hija tampoco cerraban boca ni se cedían el turno.

-¡Anda, bragazas! ... ¡Mal hijo!...

-¡Toma, indecente..., pa que la lleves el regalo!

-¡La han vendío, sí!

-¡Y se ha dejao vender!

-¡Y no por la barquía, que por menos se vendió primero!

-¡Así se echan ropajes de lo mejor!

-¡Y se vive a la sombra, sin trabajar!

-¡Vete a buscarla ahora!... ¡Carga con ella, lichón!

-¡Pero mira bien ónde la metes, porque si aquí la asomas, arde la casa! ¡Puáa!

Esto, sin contar lo de Mocejón, que no puede contarse, es una compendiadísima muestra de lo que se gritó en el quinto piso en menos de medio minuto, entre feroces manoteos y gestos espantables. Cleto echaba espumarajos por la boca; y, no pudiendo tomar el desquite de su padre ni de su madre, arremetió con Carpia y le dio la tunda más soberana que había llevado en todos los días de su vida. Después salió de casa como un cohete; pero las hembras de ella no le injuriaron desde el balcón, como solían, porque, como reñidoras de oficio, sabían muy bien que el asunto era peligroso para echarlo a la calle desde tan alto. Sabían, igualmente, que Sotileza no tenía el aguante de la atemorizada Silda, y tampoco ignoraban que el amparo del Cabildo y la estimación de las gentes de la calle, más se arrimaban a la huérfana de Mules que a ellas, hasta en cuestiones de escasa monta. ¿Qué no sucedería en un punto tan escandaloso? Pues si no fuera así, ¿cuánto haría ya que sus lenguas habrían estampado el sello afrentoso en la puerta de la bodega? ¿Para qué se necesitaba el testimonio de lo de la barquía? Desde que Andrés y Sotileza habían dejado de ser muchachuelos impúberes, ¿no era cada visita del uno a la casa de la otra fundamento bastante para alzar sobre él una cordillera de infamias dos bocas tan venenosas como las suyas? El sello se estamparía, ¡pues no faltaría otra cosa!... Y a fuego, no solamente en la puerta de la casa, sino en el rostro de todos y cada uno de sus moradores; pero cuando las circunstancias les ofrecieran una ocasión que las eximiera a ellas de toda responsabilidad; cuando la apariencia de los hechos confirmara la justicia de la denuncia. A eso iban caminando con heroica perseverancia, con ojo avizor y trabajando a la sordina.

Cleto, por de pronto, salió henchido del horror de aquel cuadro de abominaciones satánicas; mas, en cuanto el aire de la calle oreó su rostro enardecido, y su pobre razón fue entrando en caja, y latiendo al ordinario compás su corazón honradote, observó que en lo más hondo de él había una espina que le punzaba, al mismo tiempo que en su cabeza andaba aporreándole las paredes, como moscardón encerrado entre cristales, una terrible sospecha. ¡Ah!, si la calumnia deja siempre alguna señal de su paso, aun en las inteligencias más sutiles y en los corazones mas aguerridos, ¿cómo habían de librarse la rudimentaria razón y el pecho desapercibido de Cleto, del veneno que destilaron allí las palabras de toda su familia?... ¿Por qué no había de ser verdad lo que él rechazó como calumnioso, por oírlo de tales bocas? Andrés, pudiente y guapo mozo; Sotileza, huérfana y menesterosa, robaba los ojos de la cara; tío Mechelín y su mujer, dos «aventuraos de Dios» y muy agradecidos al otro. Y si el otro se empeñaba, ¿qué había de resultar de todo esto? Y si no era para empeñarse, ¿a qué iba allí tan a menudo el otro?

¡Qué días y qué noches pasó el infeliz entre este batallar de sus cavilaciones! Todo se le volvía observar a Andrés cuando le encontraba en la bodega, y vigilar la calle para sorprenderle en ella a horas desusadas, y reparar en Sotileza cuando estaba al lado de Andrés... Y peor lo ponía así; porque las miradas más inocentes y las palabras más sencillas, le parecían testimonios irrecusables de la causa de sus recelos; y el menor ruido por la noche, en la escalera o en el portal, le hacía saltar del empedernido lecho y salir a escuchar por una rendijilla de la puerta. Por fortuna para todos, no se atrevió a decir una palabra, aunque muchas veces las tuvo entre los labios, al matrimonio de abajo, siquiera por vía de desahogo, ya que no sirvieran a nadie de escarmiento. Pero, en cambio, detuvo una noche a Andrés en mitad de la acera, y llevándole, previa su venia, hacia el Paredón, cuya explanada estaba solitaria en aquel momento, le expresó, muy bajito y a su modo, cuanto le escocía y le atormentaba adentro, robándole el apetito y el descanso.

Andrés se quedó espantado, porque ignoraba los verdaderos motivos de las alarmas de Cleto. Cleto le había asegurado que sólo la buena fama de aquella honrada familia le movía a contarle lo que le contaba, y para que un mozo tan rudo como Cleto se parara en pequeñeces tales, mucho debían haber trascendido los supuestos. Indagó sobre este punto; y aunque Cleto le aseguró que solamente se lo había oído a las gentes de su casa, como éstas se sobraban para propagarlo por todo el pueblo, no le tranquilizó cosa mayor. Pero negó con solemne entereza; y, estrechando la diestra de Cleto con la suya, le juró, delante de la cara de Dios, que en su vida le había cruzado por las mientes un pensamiento tan infame como el que la calumnia le atribuía. El hijo de Mocejón, ante una sinceridad como aquélla, vio rasgarse la bóveda celeste y asomar por allí el Sol y la Luna y legiones de ángeles con las alas de oro. Ni rastros le quedaron en el alma de aquella sospecha que tan bárbaramente le había atormentado.

Andrés comprendió que le era preciso hacer algo para atajar en su camino los calumniosos supuestos, y, por de pronto, aquella noche ya no fue de tertulia a la bodega.

Pero ¡qué frágil y mísera y concupiscente, como diría el padre Apolinar, es la condición humana! Aquel Andrés tan escrupuloso, tan hidalgote, tan precavido, tan prudente y abnegado, al oír las negras confidencias de Cleto en la explanada del Paredón, en las angosturas de su cuarto, en el silencio y oscuridad de la noche, escrupulizando en el laboratorio de su razón las que él había tenido para proceder como procedía en su trato con la familia de tío Mechelín, ya comenzó a ser muy otra cosa, aunque, en honor de la verdad, sin darse la menor cuenta de ello. La conciencia más recta adolece de cierta elasticidad, que si no se la pone coto con la fuerza de una voluntad de hierro y de una razón bien maciza, llega a los extremos más peligrosos. Esto, en general. Pues si a favor de la ingénita flaqueza conspira la inexperiencia de los pocos años, el ímpetu de las veleidades de una naturaleza virginal y poderosa, la ignorancia, la pasión, el entusiasmo, como acontecía en el caso de Andrés, ayúdenme ustedes a sentir. Andrés había visto crecer a Sotileza y transformase poco a poco, de niña vagabunda y medio encanijada, en apuesta y garrida moza; pero jamás le había pasado por las mientes una idea que tuviera la conexión más lejana con los propósitos que le atribuían las maldicientes sardineras de la calle Alta. De aquí su sincera indignación al enterarse de la confidencia de Cleto, y su propósito instantáneo de irse retirando paso a paso de la humilde casa donde su presencia comprometía el honor de una doncella. Pero, disipada la luz de este relámpago, y examinando luego las cosas a la débil claridad de su razón, lo primero que ésta le presentó delante de los ojos fue el cuerpo mismo de la supuesta delincuencia; no en los atavíos insustanciales de la inocente compañera de juegos infantiles, o de la buena amiga de su incipiente mocedad, sino con todos los incentivos que puede ir acumulando una fantasía soñadora sobre un lujo de formas juveniles, como el de la hermosa callealtera. En seguida, recordando otra vez los supuestos calumniosos de las hembras, de tío Mocejón, se dijo en sus adentros: «Luego esto era posible.» Y por un contrasentido bien usual y corriente en todos los aprietos del humano discurso, volvió a indignarse de que se le hiciera capaz de cometer un delito cuya hipótesis estaba saboreando rato hacía.

Después volvió sobre su propósito de ir alejándose poco a poco de la bodega, y sin echar un punto de la memoria a la huérfana amparada allí, pensó en lo que juzgarían de su conducta tío Mechelín y su mujer, tan bondadosos, tan campechanos. Declararles el motivo era darles una puñalada en el corazón; ocultársele, era hacerse reo de una falta, cuando menos de consecuencia, en su cariño y buena amistad. Y todo ello, ¿por qué? Porque a dos sinvergüenzas del quinto piso se les había ocurrido dar a un acto noble y generoso una interpretación inicua. ¿Y había de estar la tranquilidad de una conciencia limpia a merced de los juicios de dos mujeres desenfrenadas? ¿Y había de subordinar él sus gustos lícitos, sus placeres honrados, a los dictámenes de dos calumniadoras? ¡Jamás! Por consiguiente, tomaría el aviso en cuenta, eso sí; pero no daría a la hedionda familia de Mocejón el placer imperdonable de someterse a sus deseos. Tomaría ciertas precauciones decorosas para alejar de los suspicaces todo pretexto a la murmuración; frecuentaría menos que antes la bodega, pero volvería a ella, ¡vaya si volvería! ¡Y que se atreviera nadie a preguntarle «para qué»! ¡Que intentara algún deslenguado poner en duda su honradez, su lealtad, la nobleza de sus propósitos!... ¡Sería capaz de hacer y de acontecer!... ¡Consumar él un atentado semejante contra el honor y el sosiego de una familia honrada!...

Y si le hubieran puesto un Cristo delante para jurar que en todo esto que afirmaba de sí propio no había un atisbo de mentira, lo hubiera jurado hasta con entusiasmo. Y habría jurado verdad.

Y, sin embargo, escarbando bien en su corazón, ¡qué pronto se hubiera hallado escondido en el fondo de él algo que acreditara la inconsciente falsedad del juramento! Porque lo cierto es que desde la primera vez que volvió a la bodega después de haberse entregado a aquellas meditaciones, aunque resuelto a combatir heroicamente contra todo mal pensamiento que el demonio pudiera sugerirle, y contra las facilidades tentadoras de inesperada ocasión, si sus ojos se apartaban muy a menudo de Sotileza, en cambio, cuando la miraban, ¡de qué distinto modo que antes la veían!

Lo cual demuestra, por de pronto, tres cosas:

Que Andrés, pensando y obrando así, sentía menos honrada e hidalgamente que en la explanada del Paredón al escuchar las confidencias de Cleto (tesis de estos últimos párrafos).

Que en el conflicto en que estas confidencias le habían colocado, lo más discreto y menos peligroso para él y para las gentes de la bodega hubiera sido retirarse de ella poco a poco y para siempre.

Y, por último, que tía Sidora tenía mucha razón al afirmar que en Andrés había habido un cambio repentino.

¡Si la mujer de tío Mechelín hubiera sabido qué esfuerzos de voluntad costaba este cambio al resuelto muchacho, precisamente cuando a Sotileza le daba por atenderle y agasajarle como nunca lo había hecho!

Y así fue pasando más tiempo, y con él llegando Sotileza a la plenitud de su desarrollo, y Andrés haciéndose un mozo cabal, fornido y gallardo; diestro, valiente y forzudo en la mar, donde consumía todas las horas de huelga, ya voltejeando con su Céfiro (nombre del esquife de su propiedad), ayudado de Cole y de Muergo, que ordinariamente se lo cuidaban; ya pescando por todo lo alto en la barquía de Mechelín, cuyo flete pagaba escrupulosamente con notorio disgusto del achacoso mareante, que tenía a cargo de conciencia recibir aquellos dineros de tales manos. Gozaba de gran prestigio en los dos Cabildos; en ambos eran muy escuchados sus pareceres, y el mejor patrón de lancha le hubiera cedido gustoso el gobierno de ella en momentos apurados.

De cuanto pescaba iba lo mejor a casa de don Venancio Liencres; y de propio intento lo mandaba a menudo por Sotileza, que también llevaba a la capitana lo que le regalaba Mechelín a cada instante, y aun al mismo don Venancio, por insinuación de Andrés. Porque es de advertir que, cabalmente desde que se propuso tomar en la bodega de la calle Alta aquellas «precauciones decorosas», le entró la comezón, que jamás había sentido, de que en su casa y en la de don Venancio Liencres se conocieran y se admiraran las prendas excepcionales de la rozagante muchacha.

Y sucedió que la capitana llegó a decir a Andrés un día, que si aquella tal y cual volvía a poner los pies en su casa, haría con ella esto y lo de más allá; y que la distinguida hermana de Tolín le dijo una noche más de otro tanto con igual motivo. Y Andrés se quedó como quien ve visiones, porque no atinaba con la razón de tales aspavientos.

Porque Andrés, a pesar de estas y otras cosas, por las cuales se perecía, levantaba muy holgadamente todo el peso de sus obligaciones en el escritorio, y el de sus deberes de amistad y cortesía al lado de su compañero Tolín. Para entonces era Luisa lo que prometió ser de pequeña: una señorita fina, muy compuesta y muy escrupulosa en el ceremonial de su mundo. Era bastante sosa de palabra; pero no tanto en el mirar de sus ojos, negros y grandes, ni en el caer de sus labios húmedos sobre la dentadura blanca y apretada. Se pagaba mucho de guardar las distancias de clase, como su augusta madre; pero hacía una excepción con Andrés, con cuyo trato se había ido familiarizando desde niña. Continuaba siendo incansable fisgona de la vida y milagros de este mozo, y como aquélla era tan contraria a sus gustos e inclinaciones, rara vez estaban juntos sin que ella le calentara las orejas. Andrés solía amoscarse de tarde en tarde con estas libertades; Luisa se ponía nerviosa de ira al ver que se le negaba derecho para decir lo que decía; pero Tolín terciaba en la contienda y los ponía en paz; es decir, conseguía que se hablara de otro asunto, porque lo que es paz, verdaderamente, no se lograba, puesto que, al deshacerse la tertulia, Luisa se encerraba en su cuarto con un humor de todos los diablos, y Andrés salía renegando de la impertinente y entremetida «que al fin había de ser causa de que él no volviera más por allí».

Y éstos eran los únicos malos ratos que pasaba el hermoso mocetón, que en todo lo demás era un cascabel de oro, que tintinaba alegrías en cuanto se le agitaba un poco..., y aunque no se le agitara.

Particularmente a Cleto, él le tenía sorbido el seso desde aquel apretón de manos. Todo lo creía posible en el mundo, menos que pudiera llegar a ser verdad el supuesto injurioso de su familia. Al padre Apolinar se le caía la baba viéndole y escuchándole; y como Andrés era dueño de algunos dineros, porque ganaba en el escritorio más de lo preciso para cubrir sus necesidades, y sabía el destino que daba el caritativo fraile las limosnas que recibía, y era además creyente a puño cerrado, no se hartaba de encargarle misas a San Pedro, y a los Mártires, y a la Virgen; hoy para que saliera tío Mechelín de la cama, mañana para que su padre llegara felizmente del viaje en que estaba empeñado, otro día para librarse él de un contratiempo en la expedición de pesca que proyectaba mar afuera..., y así; pero misas hasta de a duro. ¡Misas de a duro! ¡Y a pae Polinar, que estaba cansado de decirlas a peseta..., y a dos reales; y tan agradecido y contento!

¡Pensar que él gastaba sus ahorros en atavíos de sociedad y de paseo!... Si le fueron insufribles estos lugares cuando había clases y categorías, qué habían de parecerle cuando, desde la introducción de los vapores y de la legión de ingleses traída por Mould a Santander para acometer las obras del ferrocarril, ya podía un mozuelo imberbe salir a la plaza con sombrero de copa alta sin temor de que se la derribaran de la cabeza a tronchazos; andaban por la calle, vestidos de señores, los marinos de la Berrona, sin la menor señal externa de lo que habían sido todos ellos cinco años antes, y Ligo, y Sama, y Madruga, y otros tales, si bien marinos todavía por dentro, y violentándose mucho para no descubrir la hilaza al hablar, mientras andaban por acá iban al Suizo a tomar sorbete, después de haber paseado en la Alameda con levita ceñida y sombrero de copa; y chapurreaban el inglés los chicos de la calle para jugar a las canicas con los rubicundos rapaces de la «soberbia Albión»; y habían caído los paraderos de Becedo, y estaba denunciada la casa de Isidro Cortés, entre las dos Alamedas, y en capilla, para ser terraplenada, la dársena chica, y a medio rellenar la Maruca; y, en fin, que toda carne había corrompido ya su camino, y estaba la población, de punto a cabo, hecha una indignidad de mescolanzas descoloridas y de confusiones intraducibles.

Quedárase todo ello para su amigo Tolín, que no perdía paseo en las Alamedas, muy soplado de sombrero alto, guante de cabritilla y bastón de retorcida ballena, y miraba tierno a todas las hijas de los comerciantes ricos; y aun para su mismo padre, don Venancio Liencres, y otros tales, que desde aquellas juntas de pudientes padecían tales pujos de publicidad y de elocuencia mercantil, que ni paraban en casa ni cerraban boca en todo el santo día de Dios.

Sí, bien apurado el asunto, Andrés y otra media docena escasa de valientes, tan apegados como él al tufillo alquitranado y a los placeres marítimos, eran los únicos ejemplares que sobrevivían de aquella raza de anfibios, que pocos años antes lo llenaban todo en el pueblo e imprimían carácter a su juventud.

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Así estaban las personas, las cosas y los lugares de esta puntual historia, cuando Muergo y el hijo de Mocejón se dieron aquella mano de morrás en el portal de Sotileza.



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