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ArribaAbajo Contestación a un epílogo de Ortega y Gasset

Victoria Ocampo



Manda fuor la vampa
Del tuo disio -mi disse-, si ch' ell'esca
Segnata bene della interna stampa;
Non perché nostra conoscenza cresca
Per tuo parlare, ma perché t' ausi
A dir la sete, si che l' uom ti mesca!


Canto XVII. Paradiso2.                


Hace siete años tuvo usted la gentileza de escribir un epílogo a mi breve comentario de la Divina Comedia, comentario publicado con motivo del sexto centenario de Dante (septiembre 1921). Guardo de ese rasgo un recuerdo emocionado y agradecido.

Su epílogo me hizo sentir que todo en mi comentario había quedado en germen.

Siempre me inclino a creer, por pereza, que las alusiones bastan. Su epílogo me hizo comprender lo erróneo   —17→   de esa creencia, pues en él insistía usted sobre el «fino respeto» que me inspiraba el poeta y que me impulsaba a reprimir mis inspiraciones más personales.

Debo confesarle que he leído a Dante con amor, simplemente, y que lo he leído de una manera activa, no pasiva. Si de alguna cosa tengo que acusarme es quizá de haberme conmovido por lo que de mí se proyectaba sobre ese poema tanto como por lo que de él me llegaba. ¿Pero no es ésta una de las virtudes de toda gran obra?

Hablaba usted en su epílogo del inestable dualismo reinante en la época de Alighieri. Señalaba usted en el poeta un comienzo de ese racionalismo que el Renacimiento ve florecer y en que la idea se substituye a la vida; racionalismo del que nuestra época empieza a salir penosamente. Después agregaba: «Yo pido, señora, que organicemos una nueva salud, y ésta es imposible si el cuerpo no sirve de contrapeso al alma. Una vez descubierta, la vida del alma es demasiado fácil, porque es imaginaria. Decía Nietzsche que es muy fácil pensar las cosas, pero muy difícil serlas. El cuerpo significa un imperativo de realización que se presenta al espíritu. Se ha partido de una falsa abstracción, se ha disociado arbitrariamente el cuerpo del espíritu como si ambos fuesen separables.   —18→   Pero el cuerpo vivo no es como el mineral, pura materia. El cuerpo vivo es carne y la carne es sensibilidad y expresión... Nos urge, señora, oír de nuevo su inspiración sobre estos grandes temas».

¿Mi inspiración? Busquémosle un nombre más humilde.

Not from the stars do I my judgement pluck3.

A menudo he conversado mentalmente de estas cosas con usted. Pero cuando nos hemos encontrado -en sitios y en ambiente tan diversos- estábamos demasiado distraídos por circunstancias exteriores para tocar cuestiones de esta índole.

Un libro de Bertrand Russell ha hecho renacer mi monólogo interior y siento necesidad de tener una explicación con usted a este propósito.

Quisiera antes que nada decirle en qué estado de espíritu me he aproximado a Dante.

Vivimos un momento difícil -quién lo sabe mejor que usted-. Este momento, que apenas dura en el curso de los siglos, durará, sin embargo, toda nuestra vida. He ahí por qué nos urge encontrar asiento en él.

  —19→  

El aspecto de una casa la víspera de una mudanza es desagradable y angustioso. Se han vaciado los armarios, las cómodas y la biblioteca. Se organiza un desorden que hace irrecognoscible cada cuarto. Aparecen los objetos más heteróclitos. Encuentra uno su portaplumas cuando busca el cepillo y cuando uno necesita su pañuelo se da con las sábanas. En los pasillos hay que navegar entre baúles y cada cajón del escritorio desborda de papeles y de cartas que es preciso releer antes de romper, mientras se tendría la tentación de hacer lo contrario.

Llega un momento en que la urgencia de ir a respirar a otro sitio es irresistible. Uno sueña con una casa ordenada donde no se hará indispensable partir a la caza de una cuchara y de una taza para tomar un poco de té. Y uno va hacia la casa amiga -cuando se tiene la suerte de contar con ella- para gustar un orden que no es quizá el orden a que nuestra casa se prestaría, pero que es un orden divino, en armonía con el lugar donde se ha establecido.

Con este espíritu he buscado yo refugio cerca de Dante. Y también es por este espíritu por lo que nunca se me ha ocurrido instalarme en mi refugio. Bien o mal   —20→   ordenada yo no podría nunca vivir fuera de mi casa -léase mi época.

Toda belleza encierra una verdad. El poema de Dante tiene la belleza de su verdad. Esta verdad no puede dejar de ser puesto que ha sido. No podría haberse escapado de nuestro universo. Continúa. La siento en mí. Transformada, pero esencialmente la misma. Quizá fuera más exacto decir: deformada de una nueva manera, pues su cambio proviene de las deformaciones que nuestra época le ha hecho sufrir y que no son las mismas que la época de Dante le impuso.

Volviendo a la casa en trance de mudanza -sólo las imágenes concretas hacen posible la expresión de lo abstracto cuando uno está al margen de la filosofía-, yo veo en ella un símbolo de los tiempos presentes.

Pero lo más duro de soportar, hoy, es que después de haber vaciado los muebles y cubierto el suelo con nuestras ropas, después de haber sacado los baúles del desván, después de haber organizado el desorden, nos damos cuenta de que la otra casa, aquella que contábamos habitar, está aún construyéndose. Henos aquí, pues, entre un lugar que ha dejado de ser habitable y otro que no lo es todavía. Y dado el estado de espíritu en que nos hallamos   —21→   es imposible arreglar de nuevo las cosas en nuestra antigua residencia: sería un trabajo inútil.

Pero, ¿cómo vivir en este desorden sin riesgo de parecernos a él? ¿Cómo vivir en esta espera sin aceptar las claudicaciones que sugiere a nuestra fatiga o a nuestra impaciencia: 1.º) instalarnos de nuevo en la vieja casa de muros vacilantes y renunciar a la mudanza; 2.º) ir a la casa flamante que no tiene todavía «ni poutres, ni chevrons» como la de Cadet Roussel y exponernos tontamente a pescar una pulmonía.

¿No estaría más de acuerdo con el buen sentido el tomar consigo lo necesario e irse llanamente a un hotel?

Pero no podremos ir al hotel con nuestros muebles a la espalda. Nos veremos obligados -insisto- a llevar estrictamente lo esencial.

Creo que nuestra época será saludable en un sentido análogo, porque nos impondrá la búsqueda de lo esencial.

¿Y qué cosa busca el hombre, desde siempre, bajo una forma u otra, si no es la felicidad? (Pongamos lo que él cree susceptible de procurarle la felicidad).

  —22→  

Aquí entramos de lleno en el tema del libro de Russell The conquest of happiness (La conquista de la felicidad) así como en la invitación que usted me hacía: «organicemos una nueva salud».

Cuando usted escribía eso, traducía, según su espíritu y en términos propios a los tiempos actuales, las palabras que Dante dirigía a Can Grande della Scala a guisa de introducción a la Divina Comedia. Este poema tiene por fin -declaraba el poeta- sacar al hombre del estado de miseria para encaminarlo hacia el estado de felicidad.

Russell, por su lado, declara en el prefacio de su obra que está inspirado por la esperanza de transmitir, en cierto modo, su propia experiencia de la felicidad.

Pero el problema de la miseria y de la felicidad del hombre no se plantea ya exactamente para usted, ni para Russell, en la misma forma en que se planteaba ante Alighieri. Como un árbol cuyas ramas crecen, una mayor superficie de humanidad se ofrece hoy a la luz... pero se extiende también en proporción la mancha de sombra que resulta de este crecimiento.

  —23→  

Russell escribe en The conquest of happiness que, a través de los libros y de las conversaciones de algunos amigos, se ha visto casi forzado a llegar a la conclusión de que la felicidad no existe en el mundo moderno. Mi experiencia no difiere mucho de la suya y creo que la mayoría de entre nosotros podría decir otro tanto.

Esta angustia universal es la fuente de mi optimismo. Los estados agudos no pueden perdurar sin hacer crisis.

Quién sabe si el rigor de nuestra angustia no acabará por reducirnos a la felicidad, así como el servicio militar reduce a la salud a ciertos hijos de familia que, en sus casas, pasaban por débiles.

El libro de Russell ha sido ocasión para mí de un retorno hacia mis reflexiones al margen de la Divina Comedia. Sobre ciertos puntos -quizá los más importantes- el pensamiento de estos dos hombres, que los siglos separan, converge en mí a pesar de aparentes desemejanzas.

Tomemos el capítulo de Russell sobre la familia moderna, donde subraya el estado de malestar en que ésta ha caído. Un descontento profundo la desorganiza. Las relaciones entre padres e hijos van de mal en peor. Dejemos   —24→   de lado la fase económica, social, política de este problema y veamos lo que concierne a los sentimientos puros.

La autoridad de los padres sufre una baja. Russell estima que esto es un bien para los hijos, pero un bien del que padecen los padres en su egoísmo inconsciente. Estima que los padres no han comprendido todavía hasta qué punto el respeto por la personalidad del hijo debe prevalecer sobre lo demás; este respeto, agrega, «no tiene que ser simplemente una cuestión de principios, morales o intelectuales, sino algo profundamente sentido, con una casi mística convicción y en tal grado que la posesión abusiva y la opresión se vuelvan completamente imposibles». «Posesión abusiva y opresión»: retengamos estos dos términos que desempeñan en el amor paterno el mismo papel que la tiranía y los celos en el amor sexual.

Hasta ahora, la actitud producida en los padres por aquello que Russell condena bajo el nombre de «possessiveness and opression» parecía legítima. Hoy ha dejado de parecerlo. Es evidente que la juventud está dispuesta a no aceptarla y que está en su derecho.

El ideal sería, sin duda, un tierno y mutuo respeto. Pero en este momento, como cada vez que se produce   —25→   una revolución, hay violencia y sufrimiento tanto de una parte como de otra.

Russell asegura, con razón, que la verdadera alegría de la paternidad no puede alcanzarse, en el mundo moderno, más que a través de ese respeto a que he aludido. Los que lo sienten, agrega, no tendrán por qué temer las amargas decepciones que acechan a los padres despóticos cuando sus hijos se libertan.

Del mismo modo que cierta forma de amor sexual implica un tormento, cierta forma de amor paterno lo implica también.

Recuerdo haber visto en el teatro hace mucho tiempo L'Arlésiènne. Guardaba yo un recuerdo angustioso y sublevado, nada enternecido, del tipo de madre que allí pinta Daudet. Entre todas las frases de la pieza me quedó una: «Etre mère c'est l'enfer». Ni estaba siquiera segura de no haber inventado esta frase y he releído la obra para cerciorarme de ello. Efectivamente, allí está la frase y el carácter de Rose Mamaï es profundamente representativo.

Rose Mamaï nos descubre el fondo y el sentido de su   —26→   amor cuando exclama, al pensar en su hijo: «¡Pero tu vida es mía, mal muchacho! Te la he dado veinte veces. Ha sido tomada de la mía. ¿Comprendes que ha sido necesaria toda mi juventud para hacer tus veinte años? Y ahora querrías destruir mi obra. ¡Oh, qué ingratos son los hijos!... Lo que yo hice por él, bien podría él hacerlo por mí, ahora».

Volvamos al capítulo de Russell sobre la familia y el significado de estas palabras se tornará más patente: «Cuando la sociedad exige de una madre un sacrificio por su hijo, que va más allá de la razón, la madre, si no es extraordinariamente santa, esperará de su hijo compensaciones que exceden lo que ella tiene derecho a esperar. La madre a quien convencionalmente se le llama abnegada es, en la mayoría de los casos, excepcionalmente egoísta para con sus hijos, porque siendo la paternidad importante como elemento en la vida, no es satisfactoria si se la considera como el todo de la vida y los padres insatisfechos tienen todas las probabilidades de ser padres avaros del cariño y la libertad de sus hijos».

Rose Mamaï, viuda, hace recaer todo su amor en Frédéri -que se parece a su marido muerto- y poco se preocupa de su otro hijo, el Inocente. Es el prototipo de   —27→   la mujer que ha buscado refugio en una maternidad exclusiva porque las circunstancias de su vida le han amputado otras pasiones y porque ella ha creído necesario aceptar esa amputación. Rose Mamaï sufre las penas del infierno.

En De Francesca a Beatrice hacía yo esta observación a propósito del arcángel Gabriel: «Los Padres de la Iglesia dicen que este arcángel fue enviado a María para que su espíritu conociese antes que su carne el milagro de la encarnación. Profundo símbolo. La maternidad que sólo reside en la carne viene a equivaler al amor que sólo reside en los sentidos».

Esta reflexión, al margen del Canto XXXII, no es de las que subraya mi «fino respeto» hacia el poeta, visto que lo abandono para correr tras una idea que me ha obsesionado siempre y a la que yo creía aludir claramente con esta frase: «La maternidad que sólo reside en la carne viene a equivaler al amor que sólo reside en los sentidos». Es decir: esas dos pasiones, con idénticas raíces egoístas, están sometidas a tormentos sin fin.

¿Tendré necesidad de explicar el alcance de este símbolo tal como se me aparece? ¿Es posible imaginarse a María diciendo a su hijo: «Tu vida me pertenece»?

  —28→  

Tomo un ejemplo extremo, es cierto. Pero se trata siempre de lo mismo, la esencia del sentimiento es una, si los grados pueden ser diversos y los matices infinitos.

Conocer con el espíritu el milagro de la encarnación antes de conocerlo con la carne, ¿no es acaso comprender que ciertos grandes dolores entran en la composición de los más puros gozos? Comprenderlo y aceptarlo de antemano con plena conciencia. Pues si el gozo, la felicidad son incompatibles con los tormentos, en cambio son compatibles con el dolor. El gozo supremo, el de la creación, de cualquier índole que sea, no se da nunca sin dolor.

La misma palabra encarnación parece significar, para mí: entrado en el reino del dolor que es gozo y del gozo que es dolor.

Polo de luz y polo de tinieblas que no pueden existir el uno sin el otro.

Puesto que nos hemos ocupado de Rose Mamaï a propósito del amor materno atormentado, tomemos como ejemplo de otro género de extravío a su hijo Frédéri. Enamorado de una arlesiana sencillamente porque la encuentra hermosa, se compromete con esta desconocida.   —29→   Descubre que tiene un amante y rompe el compromiso. Pero al no poder dejar de amarla -¿o de desearla?- se suicida.

Todo lleva a suponer que el desgraciado Frédéri se mata por un vulgar capricho. Su amor es imaginario, construido sobre el vacío. Nada sabe de la arlesiana. No conoce ni su cuerpo, ni su alma. Quizá al conocerla mejor se hubiera alejado voluntariamente de ella.

¿Quién amó que no amó a primera vista? Creo en los coups de foudre. Pero el que sufre Frédéri es sospechoso. No parece provenir del encuentro con el ser que fatalmente se debe amar, sino más bien de una necesidad de pasión que no busca más que un pretexto cualquiera para estallar.

Y ya que llegamos al capítulo de la pasión amorosa hablemos de ella.

Russell juzga que aquí también se debería poder guardar una actitud análoga a la que él desea ver en las relaciones familiares; es decir, de mutuo respeto y de mutua independencia. Pero en esta materia el dominio de sí mismo se hace aún más difícil.

Vuelvo a tomar mi Divina Comedia. El segundo círculo del Infierno no es, cuando se va al fondo de las   —30→   cosas, más que el símbolo del sufrimiento inherente a una manera de querer, sufrimiento del que no puede evadirse el que se obstine en querer sólo así.


I would rather be a toad
And live upon the vapours of a dungeon
Than keep a corner in the thing I love
For other's uses4.



Cuando Otelo habla con semejante acento, está en el círculo infernal. Poco importa que Desdémona sea su mujer, poco importa que le sea fiel, poco importa que Otelo ejerza su derecho queriéndola celosamente. Otelo está en el infierno. Su sufrimiento dimana de la forma de su amor. Otelo lleva dentro de sí a Yago; si no Yago no podría alcanzarlo. Yago sólo despierta sus instintos adormecidos. Otelo cede a ellos. Quizá hubiera podido no ceder. Pero ésta era una victoria más difícil que las que obtenía en los campos de batalla. Antes de morir pide que piensen en él tal como él era. Que piensen, pues, agrega, en un hombre «who loved not wisely but too well»5.

  —31→  

La vida de los Frédéri y de los Otelo tiene la nobleza de su intensidad. Se aferran a su infierno como poseídos. Pero los Frédéri y los Otelo se hacen cada vez más raros en 1931. Este género de pasión ha pasado de moda.

El segundo círculo del Infierno debe registrar pocos nuevos clientes. Éstos prefieren hoy el vestíbulo infernal, la compañía de los ángeles neutros. Pues no creo que se encuentre un sitio más adecuado al género de humanidad atacado por el mal de que se queja tan crudamente D. H. Lawrence en Lady Chatterley's Lover6.

Su heroína tiene tan amarga experiencia de los hombres   —32→   y de ella misma que reemplaza la palabra amor por la palabra sexo. Y el sexo es para ella algo que tiene la importancia de un cocktail. Ni más ni menos. Lady Chatterley pertenece a una «élite» cultivada y aristocrática, así como Sir Clifford, su marido. Sir Clifford es un producto puro de nuestra civilización. Su bondad es fría como la tabla de multiplicar. Todo en él se ha vuelto sequedad. Herido durante la guerra es un mutilado de cuerpo y alma y estoy de acuerdo con los que ven en la parálisis de Sir Clifford un símbolo, consciente o inconsciente, del sentido que el autor da a este personaje. En cuanto a Mellors, el guardabosques que finalmente despierta el amor en Lady Chatterley, es un hombre intacto, pero lleno de amargura y acosado como una bestia. Mellors protege con dificultad lo que Lawrence pone en él de humanidad cálida. Atraviesa todo el libro como una llama cuya extinción amenaza el huracán.

Lo que Lawrence advierta en los tiempos modernos está en los antípodas de la felicidad.

«La sexualidad deserotizada es el índice más seguro de la escisión de los instintos y lejos de tenerla que buscar entre los primitivos y los caníbales se la encuentra   —33→   entre los representantes degenerados de la civilización». Esta afirmación de un filósofo alemán podría servir de epígrafe a Lady Chatterley's Lover.

Decía usted en su epílogo: «Yo pido que organicemos una nueva salud y ésta es imposible si el cuerpo no sirve de contrapeso al alma». ¿Pero no cree usted que en los días que corren habría que convencer a la gente más bien de lo contrario? ¿Y que es el alma la que debería hacer contrapeso al cuerpo?

En la Edad Media era el alma la que quería separarse del cuerpo y «vivir su vida»; el cuerpo es lo que quiso negarse. Pero hoy es el cuerpo el que pugna por desprenderse del alma; el alma es lo que se quiere negar.

Me parece, pues, que un alegato en favor del cuerpo no viene al caso en un momento como el presente. ¿No está ya acaso toda la atención concentrada sobre él?7   —34→   Decía usted: «La corporeidad es santa porque tiene por misión simbolizar el espíritu». He ahí más bien lo que en estos tiempos se desconoce. He ahí lo que sería menester recalcar.

Sin alma no hay visión, es decir, no hay Paraíso.

Sir Clifford y sus amigos sólo encuentran hastío y desilusión en todo lo que se refiere al sexo precisamente porque en ellos hay una ruptura entre el alma y el cuerpo. Si el alma es ahogada, ignorada, puesta a un lado, la carne experimenta un contragolpe.

Lo mismo que el agua, el amor sexual es el resultado de una combinación. El oxígeno o el hidrógeno por sí solos no son agua.

Hablar de amor sexual eliminando el cuerpo o eliminando el alma es hablar de otra cosa. Evidentemente, al margen de este amor total al que me refiero, existe toda una gama de sentimientos y de apetitos. Llamémosles como usted quiera. Convengamos incluso en que un gran número de personas no han tenido jamás conciencia de otra cosa. Pero no juguemos con las palabras. El amor sexual profundo es cosa diferente y no se trata sólo de   —35→   una diferencia de grados sino de algo que atañe a las mismas raíces de la vida.

Make thee another self for love of me...8


Cuando Lady Chatterley (insisto sobre los personajes de Lawrence porque son característicos de nuestra época) piensa en el hijo posible, se siente consternada al constatar que no conoce hombre alguno del cual desearía tenerlo. Ella no puede ni quiere asociar las gentes que conoce a una nueva generación.

Pero al enamorarse de Mellors sus dudas y sus repugnancias desaparecen. En todo ser bien constituido el cuerpo sabe, a veces, mucho más sobre el alma que la inteligencia.

Lo que hace que los casamientos de conveniencia sean más repulsivos que la prostitución es que, si la prostitución trafica con la carne, los casamientos de conveniencia trafican con lo que la carne tiene de más precioso: su inmortalidad.

Constance Chatterley ha comprendido, en un momento   —36→   dado, instintivamente, que de todos los errores que podía cometer, uno era grave, irrevocable: equivocarse al elegir el hombre que ella prolongaría y que la prolongaría a ella hacia otras generaciones.

El deseo de esta realización es el síntoma más seguro de un verdadero amor. Y este deseo va unido a lo más impersonal a través de lo más personal. Es decir que, partiendo de emociones puramente personales, va hacia aquellas que son esencialmente impersonales.

¿Cuál es la parte del cuerpo y cuál la del alma en estas emociones?

¿Ha pensado usted alguna vez en ese «disiato riso», sonrisa deseada, que aparece en el episodio de Francesca? ¿Quiere usted algo más expresivo de la unión del alma y de la carne?

Desear la sonrisa de una boca es desear esa boca en su expresión. Es imposible desear así sin amor. Y cuando el amor es profundo siempre tiende hacia eso. Son siempre detalles análogos los que lo encienden y lo hacen desbordarse.

Quien desea besar una boca sonriente puede no sentir   —37→   amor. Pero quien desea besar la sonrisa de una boca, «il disiato riso», no puede sino amar. Ahí radica toda la diferencia.

Cuando el amor es profundo, repito, son siempre detalles análogos los que cobran importancia: un modo de mirar, el ademán de una mano sosteniendo un libro, una arruga de concentración entre las cejas, una inflexión de la voz. Detalles que pasan desapercibidos a ojos indiferentes.

Ahora bien, ¿qué significan esos detalles? ¿Qué es una sonrisa, una mirada, un ademán, una arruga de la frente, una inflexión de la voz, sino el signo mediante el cual se afirma, ante nosotros, la fusión del alma y del cuerpo; el signo mediante el cual se manifiesta, ante nosotros, la inserción del alma en el cuerpo?

La sonrisa, la mirada, el ademán, la arruga, la inflexión son peculiaridades únicas de cada ser. Por consiguiente, es lo único, lo particular, que el amor percibe y persigue. Y el amor a lo particular y a lo único, en el ser amado, es lo que conduce de las emociones personales a las impersonales.

Make thee another self for love of me...


  —38→  

Lo que en prosa vendría a ser: Yo me opongo a tu muerte.

Como alguien se quejase un día delante de mí de una cocinera, pregunté qué se le reprochaba. Me contestaron: «Cocina sin alma». Si para aderezar bien una ensalada de escarola es preciso poner alma, fácil es imaginar hasta qué punto la carencia de alma puede quitarle sabor y sentido a la vida...

Volviendo a los problemas de la salud y de la felicidad, creo que una humanidad que diera rienda suelta a sus instintos, tipo Otelo, y una humanidad que se intelectualizara hasta la más lúgubre sequedad, tipo Sir Clifford, serían una humanidad profundamente atormentada.

San Gregorio dice que el hombre siente a la manera de las bestias y comprende a la manera de los ángeles. Pero tanto el hombre que se cree ángel por comprender a la manera de los ángeles, como el hombre que se cree   —39→   bestia por sentir a la manera de las bestias, están equivocados.

Ni ángel ni bestia. He aquí justamente por qué el hombre no puede escapar al dolor que surge de esta mezcla... si bien es cierto que puede y debe escapar de los tormentos. El dolor no es incompatible, lo repito, con la felicidad, con el gozo. Al contrario, forma uno de sus polos.

Un perro tiene celos si su dueño acaricia a otro perro. Un niño de tres años tiene celos si su niñera se interesa por otro niño. Ni el perro ni el niño de esta edad comprenden a la manera de los ángeles. Pero llegará el día en que el niño adquiera esta virtud. Y ese día podrá elegir entre dos maneras de sufrir: sufrir tormento a la manera del perro o sufrir dolor a la manera del hombre.

Tomemos ahora otro de los motivos principales de sufrimiento en la humanidad moderna: la envidia, o, para emplear un término que caracteriza su más siniestro aspecto: el resentimiento. O yo me engaño mucho o la envidia se parece, hasta confundirse, a las tres caras de Lucifer: odio, esterilidad e ignorancia. Dante ha hundido   —40→   estas pasiones en el centro del Infierno, en el sitio más glacial y desolado.

«En el mundo moderno -escribe Russell- las doctrinas democráticas y socialistas han acrecentado considerablemente las zonas de la envidia. Tan pronto como se reflexiona de una manera racional en las desigualdades se advierte que son injustas, excepto cuando se basan en la superioridad de méritos. Y tan pronto como se ha advertido esta injusticia no queda otro remedio para la envidia, de ella resultante, que hacer desaparecer la injusticia. Nuestra época es, por consiguiente, una época en que la envidia tiene un papel preponderante... Si es cierto que la envidia es la fuerza y el motivo principal que conduce a la justicia entre las clases, las naciones y los sexos, es también cierto que la especie de justicia que puede esperarse, como resultado de la envidia, será la peor. Las pasiones que llevan a las catástrofes en la vida privada obran de la misma manera en la vida pública.

»No puede esperarse que algo bueno salga de un sentimiento tan bajo como la envidia. Por tanto, aquellos que en virtud de razones ideales desean que se operen profundos cambios en nuestro sistema social, deben desear   —41→   que sean otras fuerzas, distintas de la envidia, las que sirvan de instrumento a ese cambio».

Yo estoy convencida, y usted también lo está, de que son necesarios ciertos cambios. Pero ¡qué estragos podrían causar en el mundo si la envidia y no el amor los inspirase!

Diligite justitiam qui judicatis terram.


Estas palabras flamean en el Paraíso, en la esfera de Júpiter, y en la propia esfera de la justicia divina ésta no puede ser claramente explicada a Dante, tan henchida está de los misterios de la predestinación y de la desigualdad. El poeta encuentra paganos en este cielo de la justicia y no puede comprender el sentido de tales infracciones paradisíacas.

La justicia humana es clara porque se ve su fondo y éste se ve porque es poco profundo. La transparencia del agua revela el fondo de un lago, pero no el del océano.

Russell encuentra con razón que las desigualdades son injustas, excepto cuando se basan en la superioridad de los méritos.

Pero la desigualdad de los méritos se da en todo.   —42→   ¿Quién nos puede impedir, si nuestra naturaleza es envidiosa, que tengamos celos de los privilegios que esas superioridades de méritos traen consigo? Las desigualdades de aptitudes y de dotes con las que cada ser viene al mundo son incurables. ¿Quién podría consolarme de no tener la belleza lánguida de Greta Garbo, el talento matemático de Russell, la musicalidad genial de Strawinsky y una voz hermosa como la de Paul Robeson si envidiase sus méritos en vez de admirarlos? La envidia puede conducir a las peores injusticias si se le concede derecho de ciudad.

Santo Tomás explica en la Summa: «Ningún ser constituido en un grado inferior por la naturaleza puede aspirar a un grado superior. Así, el asno no puede desear convertirse en caballo, pues si pasase a un linaje de naturaleza superior, ya no sería la suya. En esto la imaginación yerra cuando se figura que el hombre que aspira a elevarse a un grado superior en las cosas accidentales, cuyo acrecimiento puede verificarse sin que ello destruya al sujeto, puede también pretender a un grado superior de naturaleza, al que no podría llegar sin dejar de ser».

Nuestra época es un poco la época del asno que quiere convertirse en caballo.

  —43→  

Ahora bien, sería muy de elogiar que el asno soñara en convertirse en caballo si su condición de asno le pareciese inferior y si estuviera dispuesto a abandonarla. Pero el asno piensa que llegará a ser caballo por el solo hecho de elevarse a un grado superior en lo referente a las cosas accidentales susceptibles de acrecimiento sin que haya destrucción del sujeto. El asno no comprende que sólo tiene dos alternativas: resignarse a su condición de asno y ser un buen asno o salir definitivamente del reino asnal.

La raza de los asnos se recluta, claro está, en todas las clases sociales. Ninguna está exenta de ella. La diferencia que existe entre el asno que quiere llegar a ser caballo en las clases llamadas privilegiadas y su hermano de las clases pobres es que el primero es más odioso que el segundo, y este último más apto para las coces.

En Tartarin de Tarascon -decididamente todo Daudet desfila por mi carta- aparece un personaje llamado Costecalde. Cuando alguien cuenta a Costecalde los éxitos de uno de sus amigos, se pone amarillo y se retuerce como bajo los efectos de un cólico. Si alguien se   —44→   inquieta por verlo en ese estado y si se le interroga, Costecalde responde: «No es nada. Es envidia».

Costecalde nos gana por su franqueza. Esta clarividencia nos prueba que no se trata de un caso desesperado. Yo desearía que todos tuviéramos una clarividencia tan aséptica.

Pero todo esto, tormentos de los celos, de la envidia, necesidad de tiranizar a quien se quiere y de obrar como déspota, y mil otras actitudes nocivas que tomamos frente a nuestros semejantes y que nuestros semejantes toman frente a nosotros, son debidas, en la mayoría de los casos, a lo que Russell denomina: «Visión equivocada del mundo. Ética errónea. Costumbres de vida equivocadas».

Beatrice advierte al Dante de algo análogo cuando le dice, en el momento de entrar al Paraíso:


Tu stesso ti fai grosso
Col falso imaginar9.



  —45→  

Los fenómenos de la refracción pueden falsear nuestra visión, porque falsean nuestra imagen de las cosas. Mas para entrar en el Paraíso es necesario, por decirlo así, descubrir las leyes de la refracción a fin de no padecer por ellas. No está preparado para entrar en el Paraíso sino aquel que comprende o presiente: «Ese palo que el agua quiebra ha quedado derecho».

En los seres más normales el papel de la imaginación y su influencia corporal y psíquica son inmensos. No hay para qué mencionar los trastornos que provoca en los histéricos.

Cuando usted dice, en su epílogo, que «padecemos, a veces, una vital decadencia que no procede de enfermedad en nuestro cuerpo ni en nuestra alma sino de una mala higiene de ideales», también se refiere usted a una especie de «falso imaginar».

La imaginación es la gran dispensadora de visiones erróneas. La entrada en el Paraíso está vedada a las imaginaciones indisciplinadas y a los esprits faux. ¿No piensa usted así?

  —46→  

Russell asegura que otras de las causas de malestar subterráneo en la vida moderna es the sense of sin, el sentido del pecado. Exponer su punto de vista sería demasiado largo. Este capítulo me recuerda a Cunizza, la enamorada y sensual Cunizza, cuya presencia en el Paraíso choca a algunos comentaristas. Para estos moralistas, en el sentido estrecho de la palabra, es siempre el acto, nunca el estado de alma, lo que cuenta.

Tomemos la idea del pecado por el otro extremo. Es decir, supongámoslo totalmente borrado de la conciencia y del subconsciente y de todos los rincones del ser. El Infierno, el Purgatorio y el Paraíso quedan siempre en pie, pues simbolizan nuestros tormentos, nuestras luchas y nuestros gozos.

Los enamorados de cierta especie, los envidiosos, sufrirán siempre el Infierno. Con o sin Dios. Con o sin pecado.

Cierta lucha para llegar a vencer nuestras discordias interiores será siempre un Purgatorio. Con o sin Dios. Con o sin pecado.

El amor de determinada calidad será siempre el Paraíso.   —47→   Con o sin Dios. Con o sin el sentimiento de la virtud.

Y cuando Russell nos dice que el hombre feliz es el que no está dividido contra sí mismo, ni empecinado contra el mundo, bien sentimos que para él como para Dante -con las diferencias que traen los tiempos- ése es el hombre que ha entrado en el ritmo de

L'amor che muove il sole e l'altre stelle10.


Usted hablaba hacia 1926 de la línea en que termina el mundo -nuestro conocimiento del mundo-. Esta línea, por consiguiente, tiene un carácter positivo. Sin embargo, en esa misma línea comienza el ultramundo. «Todas las ciencias particulares -decía usted- se ven hoy apretadas contra esa línea de sus propios problemas últimos, que son al mismo tiempo los primeros de la ciencia de Dios».

A esta línea, diría yo, se prende toda nuestra nostalgia de Dios.

En cuanto se reflexiona sobre cada cosa de este mundo   —48→   -de este mundo, no del otro- se choca con ella. Estas hojas que caen de los árboles, en este momento, me la precisan. El amarillo del otoño, tan maravilloso, es, para mí, problema de frontera. Lo miro encandilada.

Y cuando hombres tan diferentes como Dante, Russell, Lawrence y usted hablan de felicidad o de amor, ¿por qué veo siempre, al trasluz de sus palabras, alusiones convergentes?

Cada parte de una cosa, por incompleta que sea, es una alusión al todo. Y el todo lleva siempre en sí esa línea de que usted habla, esa línea donde lo conocido acaba y empieza lo desconocido. Línea de pampa o de océano. Tal vez mis ojos buscan siempre esa línea en los libros, como la buscan y la prefieren en los paisajes.

He tenido ocasión de constatar que la pampa no es fotografiable. Tratar de fotografiarla es casi querer fotografiar el vacío. Pero hay, sin embargo, un medio de conseguirlo, trayendo al primer plano una cosa cualquiera, animal o árbol. La inmensidad, el espacio, el horizonte inasiblemente chato, adquieren inmediatamente su relieve, por contraste.

Los pintores chinos debían tener el sentido del vacío. Debieron comprender que para hacerlo sensible había   —49→   que utilizar un objeto colocado en primer plano. La pampa, paisaje casi abstracto ante el objetivo, sólo se entrega verdaderamente a través de un punto de referencia concreto, sea cual fuera.

Del árbol, del animal a la línea del horizonte.

De Francesca a Beatrice.

Decía usted también en otro de sus ensayos que «mientras la palabra del agnóstico es experiencia -lo que quiere decir atención a este mundo- el vocablo del gnóstico es salvación, lo que quiere decir fuga de éste y atención al otro». Pongamos que el agnóstico es miope mientras que el gnóstico es présbita. Ambos tienen la vista defectuosa.

No sé cómo sucedían las cosas en otro tiempo, pero actualmente veo síntomas de reconciliación entre los inconciliables: agnosticismo y gnosticismo. Pues si bien es cierto que construimos nuestra experiencia con los materiales de este mundo, es cierto también que comenzamos a construir nuestra salvación con esa misma experiencia. Como en el poema de Wilde, no queda sobre la tierra bronce   —50→   para crear la estatua de la salvación que no sea el bronce en que hemos fundido la estatua de la experiencia.

Pero la salvación no es necesariamente una huida, un desvío de la atención hacia otro mundo. O, mejor dicho, nuestra salvación, hoy día, parece no podernos venir sino de una atención más comprensiva y despierta a este mundo.

Ahora bien, toda atención a este mundo implica experiencia. Toda experiencia implica encuentro con las leyes de las cosas y de los seres, leyes que derivan de su naturaleza. Toda ley es como una flecha disparada en el sentido de la cosa o del ser que ella rige. Conocer el sentido en que tal flecha ha sido disparada y saber que aún se ignora el sentido en que lo ha sido tal otra es aproximarse, en cierto modo, a la salvación.

Mis ojos, que tocan el firmamento, sonríen al mirar mi mano; porque mi mano, que conoce la dulce piel de las frutas, es ciega a las estrellas.

Victoria Ocampo.

P. S.- Siento que apenas he tocado los temas que me apasionan, en lo que concierne a los desórdenes de amor, como diría Dante; es decir, a la envidia, error «per malo obbietto» y a los   —51→   demás errores que nacen «per poco o per troppo di vigore». Egoísmos reactivos, egoísmos aislados y ausencia de móviles liberadores, como diría hoy Klages.

En cuanto a la salud física o moral, cada ser exige un régimen especial -si es cierto que las grandes leyes son las mismas para todos. La expresión salvarse, empleada por los teólogos, es un equivalente de alcanzar su destino. Sabemos perfectamente que alcanzar su destino significa para los teólogos merecer la visión de Dios. Símbolo hermoso y profundo como todos los grandes símbolos religiosos. Pero tomemos este término: alcanzar su destino en el sentido más terrenamente concreto.


Sempre natura, se fortuna trova
Discorde a sè, come ogni altra semente
Fuor di sua region, fa mala prova.
E se il mondo laggiù ponesse mente
Al fondamento che natura pone,
Seguendo lui, avria buona la gente.
Ma voi torcete alla religione
Tal che fia nato a cingersi la spada...11



Parece que no solamente cada ser, sino cada época, cada era de la humanidad tiene una misión que cumplir. Y ésta es para   —52→   cada ser y cada época una cuestión de vida o muerte, en el sentido profundo de estas palabras.

Cada ser y cada época se encuentran siempre, en un momento dado, en la trágica situación de Edipo ante la Esfinge:

Adivina o te devoro.


Imposible hacer caso omiso de esto. Imposible siquiera el elegir la respuesta. La respuesta a un enigma no es una cosa que se pueda elegir. Nos la impone la naturaleza misma del enigma.

¿Dónde están actualmente para nosotros la salud, la salvación: la manera de alcanzar, de cumplir nuestro destino?

¿Quién de entre nosotros no está trabajado, agitado, perseguido por ese problema que, de una forma u otra, se debate en todas las conciencias?

Para mí lo único preciso, hasta la fecha, son los términos perentorios en que el problema se plantea en nuestra vida, en nuestra época:

Adivina o te devoro.