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ArribaAbajo Cielo desterrado

Francisco Luis Bernárdez


(Tengo que ordenar estos libros. Mañana, sí, mañana. ¿Mañana? Hoy, hoy. Es cierto. Mañana es hoy. Son las ocho. Cierto. La torre de San Carlos alza nuevos ejércitos contra mi cristalina debilidad, ejércitos infieles a las espadas y lealísimos a la traición, ejércitos en blanco, sesgados y agudos como el alfil y el alfiler, ejércitos ausentes en las armas y sólo presentes en sonidos y en confusos alientos que conmueven y velan el vidrio mío, siempre dócil a la memoria de los ojos, y que, al estremecerlo, repiten un nombre fácil al corazón, y que, al empañarlo, me invitan a dibujar ese nombre sobre la emocionada transparencia. Son las ocho. Mañana es hoy. El mensaje suele ser el mismo de todos los días. Una campana que se acerca, me mira, pone su flor en mis manos y se va cantando su historia de cañón arrepentido. La flor es   —58→   la misma de todos los días y de todas las horas. Una flor que hubiera sido fruto, que hubiera sido la fruta del tiempo, la verdadera fruta del verdadero tiempo, la fruta que se vive y no se come, si los ejércitos enemigos, si los ejércitos que hacen recordar y temblar y llorar al vidrio mío, supieran detenerse a tiempo. Pero los escuadrones están regidos por altas estrategias y es preciso que la flor humille su perfume mientras el avance madura minuto por minuto, y es necesario que muera en el combate, para venir después en el regazo de las campanas a gastarse como el pan entre mis dedos. La flor es una derrota, sí, pero las derrotas acusan y ésta también. Mírala. Parece una profecía su color, una profecía de lo que sucederá cuando el cielo se desnude para siempre y cuando el póstumo clarín cicatrice la llaga final. Mírala. Parece una lápida. Mira, mira sus escrituras. Hasta la piedra se enternece contemplando la guerra que mueven y los oscuros trabajos que soportan esas raíces de la voz, empeñadas como están en devolver a lo más esclarecido y retirado de los entendimientos el entendimiento del perfil que pudo haber tenido el fruto muerto en flor, en la flor de la edad, y de la forma que hubiese podido alcanzar este fruto, si la soldadesca que lo malogró en la cuna   —59→   nos permitiese distinguir en él algo más que una niñez aromática y un ataúd de bronce. Pero la soldadesca que los relojes azuzan y mi cristal adivina, la soldadesca no lo quiso ni lo querrá. Mientras el alma se mida por ajenas agujas y se regule por esferas extrañas a su esfera, la flor ha de ser un cadáver infantil, hora tras hora, y su futuro redondo aguardará sin sentido del otro lado de la esperanza. Tiene el alma su tiempo, y es menester encontrarlo para que la dádiva puntual de las torres eluda la condena y logre su prometida madurez. En ese reino favorable a los poetas y díscolo con el relojero y el historiador; en ese lugar igualito a una carta sin fecha pero muy cariñosa y confidencial; en ese rincón ilustre donde la poesía carece de pie de imprenta, donde cada verso que no sabe callarse tiene fama de desertor y donde los almanaques, extraños aún al azar y a la mujer, han perdido toda su fortuna de campeones de damas; en ese castillo labrado a la medida del capitán que lo defiende y en esa tierra semejante a la gloria, los días y los años están en paz y tienen el mismo timbre de voz. Años y días conversan al unísono allí -conversan y conversan-, y su clamor es tan uniforme, que no parece un populoso murmullo sino un cantar abandonado por alguna   —60→   mano fugitiva en una ventana desierta. Si esta flor que a toda hora me visita pudiese nacer y vivir en la tierra que cuento, si fuese digna de concurrir con su pasión en aquel único cántico, muy distinto sería su fin actual y muy otra su figura presente. La flor alcanzaría término feliz en la forma que le corresponde por fragancia propia; y el contorno frutal, el contorno que le prometieron inútilmente aquí, dejaría de ser un tema nostálgico para ser un hogar fácil, fácil como decir fácil. ¡Ay, flor, flor apurada,)


Ay flores! ay flores do verde pyno,
se sabedes novas do meu amigo!
Ay Deus! e hu é?



(flor para siempre florida, flor en flor y a flor de flor! Hay un remedo de tal felicidad en el gozo con que despiertas cuando alguna persona se te aproxima. Como tienes el sueño ligero, la sola cercanía de un espíritu en puntas de fe basta para corregirte la muerte. Vives un momento junto al amigo que interrumpe tu desgracia por huir de la suya; disfrutas, un instante, del clima izquierdo del hombre; respiras el aire que lo destierra con mucho   —61→   rigor y sin motivo de ninguna especie; gustas esa lucecita que lo entretiene a menudo para encubrir mejor el hurto del cuerpo, practicado naturalmente por ladrones adictos al gobierno que no se ve; y, como el ánima es una enfermedad bastante contagiosa, durante un segundo te sientes animadísima. Durante un segundo, nada más, porque tu amigo recobra en seguida su domicilio robado; cierra la brisa con carbónica cerradura; mata la luz; apoya la carne sobre el clima derecho, como el niño que teme soñar, y duerme. La compañía transitoria de cualquier espíritu no puede obrar en ti la maravilla de confundir eternamente naturaleza y dicha. Sus imaginaciones entretienen tu ceguera definitiva con un pasajero resplandor; pero fábulas de arena, maniobras del movimiento cordial y máquinas de la noche son esas imaginaciones, puesto que su vaivén de péndulo -sí, no, sí, no, sí, no, sí- no sabe apartarte de nuestra cronológica porquería. Para que vivas, apagada flor)


Ay flores! ay flores do verde ramo,
se sabedes novas do meu amado!
Ay Deus! e hu é?



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(para que vivas a salvo de nuestro temporal y puedas acogerte, limpia de memorias y sentimientos, a tierra y tiempo firmes, en el puerto siempre perseguido por almirantes plumas y rosarios timoneles, es menester que sea un alma y no un espíritu quien iguale contigo su pan y su conversación. Aquilatar ese diálogo con inteligencia solícita, bruñir esa camaradería con verdades ásperas y fortalecer el condominio que las interlocutoras -alma y flor- ejercen, a poder de amor, en la palabra cielo son oficios enderezados a la salvación, artesanías del no morir. ¿Y después? El camino mejorará bajo tu peso descalzo y tu nueva compañera le devolverá el conocimiento con su andar. Aprenderéis una geografía de sobresaltos y emociones, una geografía que no consta en cartas topográficas sino en epístolas apostólicas, una geografía cuyos cuatro puntos cardinales -prudencia, justicia, fortaleza y templanza-, llevan el nombre de virtudes. Atravesaréis un país palpitante de razón, donde la ley se cumple a sí misma. Cruzaréis un torrente de relojes desbarrancados y con las manos en las XII, pidiendo socorro. Llegaréis a la cabecera de un puente dormido. Para que abra los ojos, lo pasaréis cantando. Ríos esbeltos y valles estudiosos y forzudas montañas y naciones de cera comenzarán   —63→   a sentir y a ver en cuanto vuestro paso les rubrique la sien con sus hojas profundas y memorables. Frentes líquidas y frentes polvorientas y frentes blandas y frentes empedernidas han de levantarse del fondo de sus reinos)


Se sabedes novas do meu amigo,
aquel que mentíu do que pos comigo?
Ay Deus! e hu é?



(para restituiros la llavecita que perdimos en la niñez. Al abrir las manos para recoger el antiguo tesoro dejaréis en libertad a la naturaleza. Desde entonces habrá mayor armonía entre la palabra y la acción. La página estéril que las apartaba se prendará de la caligrafía. Por el oeste del papel aparecerá la mañana de tinta, y por el este desaparecerá en un santiamén. Pero ese día escrito durará más que los días hablados a expensas de las noches. El lugar de su muerte nos lo declara con una luminosidad irresistible. Grande y preciso como los otros, días y como ellos hermoso, vuestro día escrito vivirá más y mejor, porque estará gobernado por un rey en cuyas palabras el corazón no se pone nunca. Comprobaréis en   —64→   silencio la fuerza de la llave reconquistada. Y tendréis miedo de hablar. Esa voz cautiva trabajará dentro de vosotras. Y os inmovilizará. Pero veréis, en cambio, cómo todas las cosas olvidan sus estados y se desentienden de sus ejercicios por acudir a vuestro encuentro y ser vuestra aureola. Creceréis así, rodeadas y sitiadas por el amoroso desorden que provocaréis en derredor, hasta lograr esa forma que a ti, alma, te negamos los hombres, y que a ti, flor, te niega nuestro mundo. Concentradas y engrandecidas, invadiréis un mar cuyo ser desconoce los temporales, porque se confunde con la misma intemporalidad, y cuya sílaba lejana -mar, mar y siempre mar- es el eterno presentimiento del nombre de María. Nada sé)


Se sabedes novas do meu amado,
Aquel que mentíu do que mha jurado!
Ay Deus! e hu é?



(de la luna que rige las olas aquéllas, y muy poco, poquísimo, del manantial que las alimenta sin descanso. Tan real es esa realidad de diamante, que ni el sueño más puntiagudo se atreve a herirla. Cara de nuestra cruz es   —65→   el sueño y falsa toda moneda de carne que lo ignora. Con su mitad en la sombra, como la tierra, la frente puede subir mejor hasta las últimas esferas de la vigilia. Moneda sin cuño gentilicio, moneda sin perfil de rey, moneda irreal es el hombre a quien el sueño desampara, mundo cuyo centro huelga, mundo inmóvil y desesperado. Pobre de la criatura que no equilibra claridades y penumbras en alternativa contradanza y que, a la cuenta de sus años, no suma los días y las noches del cerebro. Triste de la persona cuyos hemisferios comparten una sola lucidez, y desventurado del hombre cuya mano izquierda no sabe atardecer cuando amanece su mano derecha. Sepulto está el sueño -como antepasado que es: antepasado de nuestra inteligencia-, pero desde la sombra sigue prestándonos el honor y el apellido. Tan enérgica es para mí su tiranía que, ahora mismo y en mi cuarto -mientras leo esta canción de don Diniz y la que componen esas cuatro líneas de mi ventana-, no sé distinguir del mío su territorio. Bien puede ser suyo este paisaje de páginas y dedos, y mío, muy mío, su tesoro enterrado. Mi sueño y yo discutimos un ajedrez de piezas igualmente blancas. Y este comercio de todos los minutos, esta camaradería sin fin, ha borrado ya nuestros particulares confines y nos hace olvidar -a mi sueño   —66→   y a mí- quién de los dos es el espejo y quién su lisonjeado paciente. La duda, la duda fronteriza -¿seré materia o herramienta del sueño?- realza mis impulsos y embellece mi curiosidad, pero ni así, depurado y fortalecido, tengo valor bastante como para penetrar en las olas aquellas. Algo de bajatierra llevan en sí las imaginaciones más puras, algo que denuncia su origen y les impide mantenerse despiertas en aquella plenamar, algo que suspira por nosotros y les prohíbe la independencia. Si tantos achaques embarazan el movimiento de un sueño príncipe ¿qué torpes vínculos no padecerá la libertad de este cielo de tierra que es el sueño mío? ¡Pobre firmamento de polvo! Porque para ver, para subir y hasta para descansar exige mi sostén, y porque cuanto más arriba está, tanto mayor es el espacio de tierra que abarca. Pero dejemos en paz esta penuria, florecita, y volvamos al tema de tu perfección. El alma que te guíe deberá ser como la de San Luis, el atentísimo, deberá ser inaccesible a la general distracción. Elijo el ejemplo de Gonzaga porque considera la salvación como el negocio antes que como el ocio del entendimiento, y porque recomienda, para ganarla, el ejercicio de la más intelectual de las humildades, el ejercicio de la atención. Una tarea como la de la lectura, y una playa indiferente a su dolorosa margen   —67→   y a sus márgenes dolorosos. Un atender constante, vale decir, un aguardar constante. Y, en la página final, el índice que señala con amor a los elegidos. El alma que te acompañe deberá ser así, florecita. ¿Por qué me buscas, entonces? Las campanas de la Merced, en un Buenos Aires infantil, y las campanas de Sant Iago apóstol, en Compostela; las campanas de San Gonzalo de Portugal y las de Nuestra Señora de París y también estas campanas de San Carlos te trajeron muchísimas veces hasta mí. Desde la niñez estoy acostumbrado a tu visita. La misma, la misma flor eres aún. Una flor que quiso frutecer y no pudo. Una hora que quiere subsistir y que se va -las nueve son- y que se fue, porque el inmóvil tiempo reina muy lejos de aquí. Cualquier alma que la viviese con atención entera sería capaz de salvarla y de salvarse. Vivir una sola hora con toda el alma ¿no es, acaso, vivir para siempre? Sí. Sí. Pero no puedo, florecita. ¿Por qué me buscas, entonces? Espera. Todavía es temprano. Estoy en la mujer. Estoy en el primer eslabón. Aguarda, flor, atiende. Déjame trabajar aún esta difícil cadena de la philographia.)

1929