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ArribaAbajo Orientaciones últimas de la filosofía

Fernando Vela



La filosofía, pensamiento angustiado

Hace once años expliqué en Oviedo una conferencia cuyo tema era «El hombre feliz en el arte». Este ensayo podría llevar un título contrario: «El hombre angustiado en la filosofía». Pues el pensar filosófico -a diferencia del meramente científico- es un pensamiento angustiado. El físico que pregunta por el átomo, no se angustia. Pero el filósofo no pregunta por algo concreto sino por todo y por nada. La angustia, a diferencia del temor que es temor ante algo o por algo, es un sentimiento sin objeto. No sabemos por qué, de pronto, nos angustiamos y es porque nos angustiamos ante todo y ante nada. El hombre se encuentra, ¡y de qué modo se encuentra!, se encuentra perdido en el Todo. No puede concebirlo, y sin embargo siente que el Todo y la Nada le circundan misteriosamente. El animal no se angustia, vive absorto en la cosa que tiene ante sí. Dios no se angustia, el Todo y la Nada son suyos y saca lo uno de lo otro como un hábil prestidigitador. Pero en cuanto surgió el hombre, el ser intermedio, tuvo que sentir esa angustia de conocer sin conocer, de saber que no sabía, tuvo que elevarse por encima de la cosa presente, para interrogarse por la totalidad de las cosas. Esta posibilidad y ¡necesidad! del hombre de alzarse   —69→   sobre las cosas particulares al concepto de Todo o de destruirlas mentalmente para pasar al concepto de Nada, hace de la filosofía algo que no es asunto de escuela, de técnicos o de especialistas, sino ligado esencialmente a la existencia humana. La existencia humana es metafísica.

El hombre advierte que la Nada y el Todo son los ingredientes del mundo. Hay en las cosas algo, un elemento, que por existir en todas, es la parte de Todo que poseen, lo que realmente existe, pero también en las cosas hay algo de la Nada puesto que desaparecen. El hombre se pregunta entonces: ¿qué es lo que existe realmente? Aquella angustia indefinida queda concretada, decantada en esta interrogación: ¿qué es lo que en realidad es? La humanidad ha dado a esta pregunta mil enunciados y mil respuestas diferentes. Y así podría presentarse la historia de la filosofía como los diferentes ensayos efectuados por el hombre para salir de esta angustia ante el Todo y la Nada.




El filósofo siempre tiene razón

Pero podría decirse: si existen mil filosofías distintas, no hay ninguna filosofía, como diríamos, si existen mil físicas contradictorias no hay física. Mas, como en seguida veremos, la filosofía es tan esencialmente distinta de la ciencia física que esta variedad de doctrinas contrarias no es objeción fundamental. Para el propio Nietzsche que veía en toda filosofía sólo una confesión personal de su autor, la filosofía quedaba justificada precisamente por ser subjetiva y nada más que subjetiva, pues   —70→   para él la única realidad del mundo era el sujeto. La vida es y exige su pleno desenvolvimiento en todas las direcciones imaginables; por tanto, exige la variedad infinita de individuos radicalmente distintos, la variedad infinita de maneras de ser y ver individuales, únicas. Por tanto, si cada filosofía expresa una de estas maneras únicas, queda justificada en sí misma. Como él dice: «El filósofo puede no tener razón, pero su ser mismo tiene razón». El ideal del filósofo sería poseer mil ojos y mil conciencias, ocupar todos los puntos de vista posibles, disfrutar a la vez de todas las perspectivas y hacer sentir a los demás la tentación de todas las concepciones, incluso la tentación de los «peligrosos quizás». Por eso aventura para los filósofos del porvenir el nombre de tentadores. ¿Y no fue Sócrates condenado a la cicuta por tentador de la juventud, no vemos en su rostro, cuando le rodeaban los jóvenes griegos, la sonrisa diabólica de quien se está apoderando de almas? El filósofo, viene a afirmar Nietzsche -según Zweig-, debe ser el «D. Juan del conocimiento», un erótico del conocimiento, gozador de todas las doctrinas, y no, como Kant, el cónyuge fiel de una sola verdad.

Para Dilthey no es posible decidir por los caminos del conocimiento y la lógica esta eterna lucha entre las contradictorias concepciones del mundo. Por tanto, sólo cabe una filosofía de las filosofías, convertir éstas en objeto de estudio, reflexionar sobre las reflexiones anteriores. Así se presenta en la filosofía también el síntoma de aquella época -que aún nos alcanza- relativista y estéril que en vez de crear sobre nuevas intuiciones, poetiza la poesía, critica la crítica, novela la novela, pinta la pintura, refleja lo ya reflejado, como si el mundo y la vida hubieran acabado y ya no nos quedase más recurso que vivir   —71→   sobre lo ya vivido, destilar lo ya destilado, consumir en una segunda digestión lo ya digerido. Hemos de dejar a un lado -dice Dilthey- la cuestión irresoluble de la verdad o falsedad de las doctrinas, dejar a un lado el contenido de cada filosofía para atender sólo a la actitud, al modo de reacción ante el mundo, en fin, a la naturaleza y esencia del yo que la ha creado. De la novela, dijo Zola, que es el mundo visto a través de un temperamento; invirtiendo la frase dice Simmel que una filosofía es un temperamento visto a través de una imagen del mundo. Los filósofos han lanzado de sí filosofías sobre el mundo, pero, en realidad, hemos de tomarlas en sentido inverso para llegar al hombre que las ha creado. No nos sirven para conocimiento del mundo, sino para conocimiento del hombre, y clasificándolas obtendremos la fauna completa de las estructuras y actitudes mentales posibles en la humanidad.




A la objetividad por la subjetividad

Pero ¿no queda otra salida? ¿No es posible que cada filosofía exprese la subjetividad de su autor y al mismo tiempo una visión, si bien parcial, objetiva del mundo? ¿No puede ocurrir que a cada subjetividad corresponda exactamente una parte o un aspecto de la realidad objetiva? ¿No puede ocurrir que sea esta realidad precisamente lo vacío y contradictorio? ¿No tenemos el hecho de que un mismo paisaje se ofrece distinto según el punto de vista de los observadores? En este caso no inferimos que, puesto que las perspectivas son diversas, son todas falsas.   —72→   Por el contrario, si todos, a diversas distancias y desde sitios distintos vieran esta mesa en que escribo de idéntico modo, por ejemplo, de como yo la veo, sentado a ella, es cuando deduciríamos que la mesa carecía de realidad, que era un fantasma, una abstracción. Como dice José Ortega y Gasset, «la subjetividad, la peculiaridad de cada ser, lejos de estorbarle para captar la verdad es precisamente el órgano mediante el cual puede ver la porción de realidad que le corresponde. Órgano, además, insustituible porque lo que del mundo ve uno no lo ve otro, y si cegándonos a nuestra visión peculiarísima y original adoptamos la vulgar y corriente, o la de otro, mutilamos el mundo, dejamos en los limbos de lo desconocido aquella parte de la realidad para la cual estamos perfectamente adecuados. La subjetividad nos sirve precisamente para aprehender la más estricta objetividad. Ser sujeto quiere decir estar abierto a la objetividad».

Nos ha bastado seguir este problema particular para salir en seguida a la nueva actitud filosófica. Podemos llamarla «superación del subjetivismo». Conviene que nos detengamos un momento en ella, puesto que hemos de encontrarla cualquiera que sea el tema filosófico que emprendamos.

Hemos visto cómo Nietzsche y Dilthey, en cuanto tropiezan con el carácter subjetivo de la filosofía se detienen. Pero no reparan en que si bien el subjetivismo no puede ser negado, sí puede ser superado. Con sólo un paso más hacia adelante, no hacia atrás, el horizonte que parecía cerrado herméticamente ha vuelto a abrirse ante nuestros ojos. Del mismo modo, en todas las direcciones de la filosofía moderna aparecerá el subjetivismo cortándonos el paso, destruyéndose a sí mismo; entonces nos sentiremos inclinados a la retirada, como aquellos filósofos del siglo XIX   —73→   que, al verse en el apuro de un camino sin salida, retrocedían espantados gritando la vuelta a Kant, la vuelta a Hegel, como el explorador grita ¡a las naves! y reembarca. Pero hemos visto que la salvación no estaba detrás sino delante y precisamente al alcance de la mano. La filosofía ha salido del callejón sin salida del subjetivismo. Y de la misma manera ha superado el viejo debate de idealismo y realismo, la batalla entre vitalismo y racionalismo. De la filosofía de hoy podemos decir que es la superación general, la superación de todas las antítesis, la salida de todos los callejones sin salida.




Insuficiencia de toda filosofía no antropológica

Si ahora se recuerda que toda la filosofía moderna, desde Descartes, es, en esencia, subjetivismo, nos podemos dar una idea del momento histórico en que se halla la filosofía. Una tradición de tres siglos a la que debemos hasta la última brizna de nuestros pensamientos se quiebra en estos años. Mas no nos dejemos vencer por el sentimiento de veneración hacia ese edificio secular y grandioso. Tengamos el espíritu aventurero y dando la espalda a la vieja tierra venerable saludemos las nuevas ideas que, como frescas y recién nacidas, se levantan sobre la lejanía. Amamos la vieja filosofía, las ideas madres, nos cuesta trabajo partirnos de ellas, lloramos por no poder seguir en su caliente regazo, hecho a nuestra medida; pero nosotros tenemos que salir a la conquista del profundo horizonte. La nueva filosofía no   —74→   es nada apenas; aparece a nuestra vista como una línea de costa lejana y trémula que no se sabe si es realidad o alucinación, verdad o figuración de una pupila ilusa. Pero por eso nos tienta, fascina y atrae. Diminuta, todavía informe, en su albor germinal, es la filosofía auténticamente nuestra, la idea hija, la idea para el porvenir y si queremos gozar, vivir en anticipación ese futuro que nunca será nuestro, respiremos ese aire todavía ralo, insuficiente, pero matinal y puro.

Por otra parte, como en ningún otro tiempo necesitamos la filosofía. Aquel pensar angustiado del hombre acerca de sí mismo y del Todo es hoy más angustiado que nunca porque el hombre se encuentra desligado hoy más que nunca de sí mismo y del todo. Conocemos nuestro organismo, conocemos hasta en sus lejanías telescópicas la constitución de la materia cósmica. Sin embargo, paradójicamente podemos decir que en ninguna época se ha sabido menos qué es el hombre y qué es el mundo, entendiendo por ser lo único que podemos entender, no el hecho bruto, sino el sentido de esto que llamamos la existencia humana y el sentido de eso que llamamos mundo. Por esta razón, las ciencias van revertiendo y convergiendo hacia este problema esencial de qué somos nosotros como hombres. «Antropología -dice Heidegger- no es solamente el título de una disciplina sino la palabra que designa la actitud fundamental del hombre de hoy respecto a sí mismo y al conjunto de lo que es». Hoy la filosofía intenta ante todo volver a instalar en la plenitud de su ser al hombre que la excesiva racionalización y mecanización de la vida, el exagerado intelectualismo, había mutilado, reducido a una parte -acaso más periférica- de su ser.

Cada ciencia -se decía aun hace muy poco tiempo- profundiza   —75→   un aspecto del ser y entre todas lo que es cognoscible. No hay lugar para la filosofía. Únicamente queda un recurso: en vez de pretender el conocimiento del ser, convertir en su tema de estudio el conocimiento mismo, ser un conocimiento del conocimiento, una teoría del conocimiento. Con sin igual modestia la filosofía se fue encogiendo para hacerse perdonar, buscando un sitio en la esquinita del banco donde sentarse con toda clase de excusas. Pero como el hombre no es solamente un científico que se pueda contentar con saber qué es el átomo o cuál es la densidad de la materia en la estrella compañera de Sirio, ha vuelto a interrogarse -con más ansiedad que nunca- qué es el mundo y qué es la existencia humana. Por eso la filosofía actual es esencialmente antropológica, no cosmológica como la antigua, no teológica como la medieval, no lógica como la moderna, sino antropológica y salvando la especialización de las ciencias, rebasando la teoría especial del conocimiento, vuelve al gran sistema. Y el gran sistema erigido sobre una nueva base que no es el Cosmos, ni Dios, ni la razón, ni ninguna otra abstracción o construcción sino «mi existencia», «mi existencia de hombre», tal como se me da concretamente en su miseria, en su finitud, en su fatalidad.




El náufrago en sí mismo

Pero es preciso entrar ya en la historia de esta evolución filosófica. Y como al empezar los jugadores de naipes su brisca, tienden sobre el tapete la carta que señala el palo de triunfo, al   —76→   que van a jugar todo el juego, yo corto también la baraja, la historia de la filosofía, por un cierto día de 1633 y sale el palo a que, desde entonces, juega toda la filosofía moderna: el subjetivismo.

Cansado de la guerra, y de los viajes a que se había dedicado para mejor conocer el mundo y los hombres, Renato Descartes enciérrase en una estufa -es decir, en una estancia con gran chimenea de leña- a incubar pensamientos. Las ideas filosóficas suelen ser en su origen muy semejantes a las ideas corrientes. Pero se diferencian de éstas en que han sido meditadas, es decir, fecundadas; la meditación les ha puesto una empolladura interior que es agente de continua germinación y desenvolvimiento. La idea fundamental de Descartes es, en apariencia, simple, pero fue dotado de tan vital embrión, que aún sigue prolificando. Y Descartes púsose a meditar sobre cuál es la verdad primera que puede servir de fundamento a todas las demás. Esa primera verdad tenía que ser indubitable e indemostrable, pues en caso contrario habría de apoyarse en otra a la cual transferiríamos ese carácter absoluto; es decir, tenía que ser una verdad evidente por sí misma. ¿Son las cosas -se preguntó- lo indubitable? No, porque se nos presentan ahora de un modo, después de otro y cada una de sus apariciones desmiente, desfigura y contradice la anterior. Además los físicos nos dicen que las cosas son, en realidad, otra cosa. Por ejemplo ¿qué son átomos? ¿Serán los átomos lo indubitable? Tampoco, porque la existencia del átomo necesita prueba, y la verdad primera ha de ser evidente, axiomática, como los axiomas en que se apoya todo el edificio de la geometría. Y pasando revista a las cosas del mundo, Descartes encontró que podía dudar de todo, salvo de una cosa: de   —77→   su propia duda, del pensamiento que dudaba. Puedo dudar de que existe esta mesa; pero es evidente, que existe mi pensamiento de esta mesa. El pensamiento confiere a lo pensado una realidad que no admite duda. La existencia de las cosas admite la duda, pero es indubitable que, por de pronto, existen en mi pensamiento como ideas mías, como cogitaciones. Así, pues, si queremos tener un conocimiento seguro y firme, hemos de partir de este fundamento axiomático e interpretar todo lo que no es pensamiento como consistiendo, únicamente, en ser pensado, en ser idea.

Éste es el idealismo moderno; toda la filosofía europea se desarrolla desde cierto día de 1633, dentro de esa esfera. Avanza, retrocede, gira, vuelve, pero siempre en el interior del idealismo. Descartes buscaba una realidad indudable para fundar después sobre ella cualquiera otra realidad: la de Dios, la del mundo exterior. Pero en cuanto el pensamiento se metió dentro de sí mismo, no pudo salir más. Como náufrago bracea hacia la orilla, afanoso de alcanzar el mundo exterior que creyó abandonar sólo por un momento, en virtud de una simple necesidad táctica, de una argucia metódica. Pero una y otra vez es arrastrado mar adentro y cuanto más bracea más se hunde y enreda. La película de los movimientos de este náufrago que intenta salvarse, ora nadando hacia un extremo, ora hacia el contrario, buscando posiciones estables -que a la postre resultan incómodas e insostenibles- es la historia de la filosofía moderna. Esa historia, ¡qué bella y qué trágica! ¿Puede darse hazaña más valerosa que por puro afán de verdad, solamente por buscar un punto de apoyo al conocimiento, dudar de todo; por buscar algo firme, hacerlo todo inseguro? ¿Puede darse hazaña más valerosa que   —78→   por esta voluntad del yo de estar sobre sí y en sí, quedarse solo, absolutamente a solas, sin mundo, sin nada? Pero así como el fruto lleva en su interior la pepita, la hazaña lleva implícita el destino trágico del héroe. Toda heroicidad es un suicidio. Y el subjetivismo -como vamos a ver- contiene dentro de sí el germen de su propia destrucción.




Agotamiento del subjetivismo

Pero esa historia no es para contada en breve tiempo. Hemos de escoger una fecha cercana y desde ella hacer un rápido recorrido que yo quisiera fuese el record de la velocidad conseguido hasta ahora en las historias de la filosofía. Esa fecha, la señalaremos vagamente: hacia mediados del siglo XIX.

Pues señor, hacia mediados del siglo XIX reinaba en la filosofía como rey todopoderoso el pensamiento abstracto. Para Hegel, el proceso del mundo es idéntico a la marcha dialéctica del pensamiento abstracto, al mismo proceso del pensamiento. Éste, como una gran serpiente boa, se lo ha tragado todo; todo era para Hegel pensamiento y sólo pensamiento. Ya no era posible una mayor extensión de la razón humana. La gran serpiente boa tenía que hacer la digestión en un largo sueño invernal. Y, en efecto, desaparece la metafísica y en Europa amanece una época antimetafísica. ¿No garantizaban los primeros éxitos de las ciencias experimentales el inminente descubrimiento de todas las leyes del mundo? En tal sazón, el pensamiento abstracto, atacado por los cuatro flancos, se achica, se encoge, y tomando como lema   —79→   «la subordinación constante a la observación» se contenta con lo casi tangible, con lo que nos es dado por los sentidos, se limita a buscar relaciones expresables en la fórmula de una ley científica que pueda servir para una previsión racional. Savoir pour prévoir, dice Augusto Comte. Pero después de Comte, este positivismo se desarrolla hasta la exacerbación. Sus últimas manifestaciones son las doctrinas de Mach y Vahinger. Ambas concepciones son la consecuencia forzosa a que tenía que llegar el positivismo. Pues una de las notas esenciales de la filosofía es ser extremosa, y del filósofo ser el que lleva las ideas a su última extremosidad, aunque conduzcan a la propia destrucción. El filósofo es el terrorista intelectual que se destroza a sí mismo, cuyas ideas se destrozan a sí mismas. Más aún; hasta que la idea filosófica no es llevada a sus últimas consecuencias, a su extremosidad exacerbada, no podemos decir si es plausible ni siquiera que es filosófica. En la realidad es aconsejable la moderación; la misma realidad actúa de freno con sus resistencias y rozamientos. Pero en filosofía, la idea pura debe ser desarrollada valientemente, tiene que ser desarrollada, en fin, se desarrolla por sí misma hasta sus consecuencias más lejanas.

Descartes nos decía: lo que me es dado primariamente, son mis cogitaciones, es decir, mis pensamientos, mis sentimientos, mis deseos. Comte nos decía: es la cosa sensible. Para el positivismo extremo ni siquiera hay cosas sensibles; sólo hay sensaciones. Si analizamos el mundo dado empíricamente hasta llegar a sus últimos elementos no encontramos más que sensaciones -visuales, auditivas, etc.- que coexisten simultáneas o que se suceden. Las cosas, nuestro propio yo, son complejos, amasijos de sensaciones yuxtapuestas; las cosas, las leyes científicas son   —80→   las maneras en que el hombre ordena sus sensaciones para orientarse bajo su avalancha, en su caos, obedeciendo al principio de economía, del menor esfuerzo a la necesidad, de simplificación. Así dice Mach. O como dice Vahinger, son ficciones útiles para la vida, instrumentos de la acción humana, ficciones que empleamos, porque ocurre «como si» (ais ob) fueran verdad. A esta doctrina se aproxima el pragmatismo -cuyo representante más conocido es William James-. Nacida esta filosofía en el país del éxito, para el pragmatismo algo es verdad sólo cuando tiene éxito, es decir, cuando se comprueba prácticamente su eficacia para la acción.

Vemos, pues, que en estas tres filosóficas ha desaparecido la posibilidad del conocimiento. La idea primera y básica del positivismo de fundar el conocimiento únicamente en los datos de los sentidos lleva, por un desarrollo interno de sí misma, a negar el conocimiento. El positivismo que quiso salvar la razón reduciéndola a razón experimental, a previsión racional, acaba hundiéndola a mayor profundidad.

No es mi intención entretenerme en refutar ninguna filosofía. Como historiador que soy, en esta hora las veo alzarse y caer. Quien crea que obedece a superficialidad este dejar a un lado una concepción filosófica simplemente porque ha pasado, es que él mismo posee una idea muy superficial de la sucesión histórica, del tiempo histórico. El hecho de que algo pase y se quede atrasado es una refutación mucho más profunda que la que podamos hacer con razonamiento y silogismos. Es una refutación vital. Más aun: una refutación cósmica. Sin embargo, he de pararme un momento en el positivismo.

Había, sin duda, en el positivismo algo plausible: que las   —81→   ciencias experimentales se atengan exclusivamente a lo experimental. Pero esto no es más que una doctrina científica, menos aun, una precaución científica, un método, una regla de los laboratorios. Intentar extenderla a toda la existencia es pretensión excesiva. La existencia no es científica sino total y, como antes decíamos, metafísica. Si se aconseja al hombre que se contente con los resultados de las ciencias experimentales, tiene que contentarse con muy poco. Tampoco puede esperar a que las ciencias lleguen al conocimiento íntegro de la realidad; el hombre contestará que no admite espera, porque tiene una vida concreta y finita y tiene que vivirla plenamente y para ello necesita saber algo más que lo que la ciencia dice, necesita saber qué es y qué sentido tiene esa vida suya, qué tiene que ser para ser con toda plenitud hombre. Y él contestará que la realidad primera con que se encuentra, la realidad absoluta que le es dada, no es la sensación -hipótesis o abstracción de psicólogo-, sino algo más grande, más inmenso: a saber, la existencia, el existir concretamente en un mundo. Él contestará eso: que su problema no es problema parcial y provisional de científico sino el problema integral e inaplazable del hombre.

El pensamiento abstracto -decíamos- se habla agarrado como a tabla de salvación al dato sensible, pero se hunde con él y está a punto de perecer. En la misma situación se había encontrado un siglo antes con el empirismo de Hume; de ella le sacó, con vigoroso esfuerzo, Kant; ahora son los neokantianos de la Escuela de Marburgo, Hermann Cohen y Paul Natorp. Desde 1870, aproximadamente al constituirse el Imperio alemán, el neokantismo ejerce un verdadero imperio espiritual. Todavía en 1913, al celebrarse los setenta años de Cohen, se consagraba el   —82→   neokantismo como la verdadera y única filosofía alemana. Cuando al terminar la guerra, miramos por sobre las fronteras los escombros de Alemania, habían desaparecido dos cosas: el neokantismo y el Imperio.

El neokantismo parte, como Kant, del hecho de la ciencia, del conocimiento científico. Sus comienzos son de franca lucha con el positivismo. Para los neokantianos, las sensaciones no son más que lo indeterminado, lo problemático, signos de interrogación, estímulos. Ponen en movimiento el pensar, pero no son fuente de conocimiento del objeto. Pero entonces ¿qué es el objeto? Un producto del pensar; en él no entra nada dado exteriormente; el objeto es únicamente en cuanto pensado, en cuanto producido por el pensamiento, moviéndose con arreglo a sus principios internos. El pensamiento negando el ser empírico, destruyéndolo, crea un ser más consistente, más sólido: el ser pensado. Por esta razón, esta doctrina ha sido llamada «idealismo lógico». El objeto no es ya un contenido psicológico de la conciencia, sino un producto lógico del pensamiento, es decir, el objeto científico. Estamos, pues, en una filosofía de la ciencia, no en una filosofía de la existencia.

En estos tres siglos el subjetivismo ha desarrollado todas sus posibilidades, seguido todas las direcciones. El territorio descubierto por Descartes está ya completamente explorado. Hemos visto un subjetivismo cuyo sujeto era el yo, moi-même y un subjetivismo cuyo sujeto era el sujeto abstracto de la ciencia; un subjetivismo para el cual lo dado eran las cogitaciones, otro para el cual eran las sensaciones, la materia; otro -el de Kant- para quien las formas de intuición y las categorías del pensamiento modelan la materia, las sensaciones; otro, en fin, para   —83→   el cual sólo hay pensamiento que, además de ser forma, produce incluso la materia. No quedan más combinaciones; el subjetivismo se extingue por agotamiento. Pero ya en los tiempos de la dictadura neokantiana surgieron concepciones que eran preanuncios de la nueva actitud filosófica. Son reacciones contra la primacía del pensamiento abstracto, del «hombre en general» y en favor del hombre concreto, de la vida, en fin. Pero, en general, no son más que reacciones que, en su afán de que sea tomado en cuenta su programa, se pasan y caen en un exclusivismo, en una parcialidad, en una antítesis igualmente insostenible y si pretenden conciliar ambos extremos, el pensamiento racional abstracto y la vida concreta, no logran más que una síntesis vacía, formalista, extrínseca.




La «filosofía de la vida»

La difusión alcanzada por la filosofía de Bergson me permite pasar apresuradamente por esta concepción, llena de hallazgos y descubrimientos de gran influencia en la filosofía posterior, pero imprecisa en sus conceptos y defectuosa en su desarrollo. La parte esencial de la concepción bergsoniana es lo que tiene de denuncia, denuncia contra la psicología de su tiempo que transformaba el alma en una cosa, que cosificaba sin ver que la verdadera esencia del alma es pura temporalidad, durée; denuncia contra el pensamiento científico que toma los conceptos y las formas nacidas del trato con las cosas físicas, con los sólidos manejables y los usa en el estudio del alma y de la vida. Pero sólo   —84→   eso: la denuncia. No el juicio ni la sentencia. Pues Bergson practica una distinción y separación insostenible entre el intelecto y la vida. Esto resulta de una abstracción artificiosa tan violenta como cualquiera otra. Luchando contra el pensamiento abstracto, Bergson es también su víctima. No es oponiendo falsamente la intuición al intelecto, lo concreto a lo abstracto como podemos acallar el problema, sino al revés, derivando lo uno de lo otro, haciendo ver que también es posible conocer lo concreto por el pensamiento.




Filosofía, ciencia de transparencias

Es cierto que la vida no se deja captar, conocer por el instrumento de categorías tales como sustancia, causalidad y otras, idóneas para las cosas físicas. Pero la razón puede también descubrir las categorías propias de la vida, si adecua su visión a esas otras cosas que no son las cosas materiales, opacas, sólidas, que ha conocido, simplemente porque ha tropezado con ellas. Y precisamente ahora la razón va a adecuar su visión a entes transparentes que antes atravesaba sin darse cuenta y que estaban situados como un cristal imperceptible entre nosotros y las cosas. Por eso he llamado alguna vez a la filosofía actual «ciencia de transparencias».

En este punto acabamos de transponer la cumbre y damos vista a la otra vertiente; aquí encontramos dos delgados arroyuelos, que van a ser después grandes ríos. Son dos filósofos, poco conocidos en su tiempo, poco conocidos hoy todavía, que las   —85→   historias de la filosofía despachan con unas líneas de «notas de sociedad».

El primero Dilthey se lanza directamente hacia el pensamiento concreto. Hasta él la filosofía sólo consideraba conocimiento científico el de las ciencias físicas y matemáticas. La crítica de la razón pura es una fundamentación de la física de Newton. Pero ¿no hay también ciencias históricas? Kant se había preguntado: ¿cómo es posible un conocimiento de la realidad física? Dilthey paralelamente se pregunta: ¿cómo es posible un conocimiento del mundo espiritual o histórico? Y trata de escribir una Crítica de la razón histórica, buscando categorías y principios que expliquen la conexión del mundo histórico como las de substancia, causalidad, etc., explican la del Cosmos físico. Para el conocimiento histórico un hombre, un acontecimiento político, una creación artística es una manifestación externa en que se expresa algo interior, vivido, que nosotros, por intermedio de aquélla, entendemos, comprendemos. La alegría de un hombre no es percibida por los sentidos; sin embargo, entendemos sus gestos y ademanes como expresiones de alegría. Lo que hace posible el conocimiento histórico es esa conexión íntima en que están el vivir, el expresar, el entender. Si penetro, por intermedio de las manifestaciones vitales de otros hombres, hasta llegar a lo vivido por él es porque yo también vivo, me manifiesto y expreso y puedo revivir lo que otro haya vivido, y así como vivo y entiendo cada acto mío integrándolo en la totalidad de mi vida, únicamente puedo entender el acto de otro como formado parte de un todo, de un alma, de una vida. Así, pues, mientras el conocimiento físico -matemático- descompone los fenómenos hasta sus últimos elementos, las ciencias del espíritu, al revés,   —86→   para entender un fenómeno espiritual tienen que integrarlo en la totalidad de una vida personal o social o nacional. Porque el hombre es un ser histórico, es decir, porque vive y hace historia viva, puede comprenderla, puede existir ciencia de la historia. Porque vivo, puedo revivir los estados de otro. Por tanto, el punto de partida para el conocimiento histórico no es el pensamiento racional sino ese fenómeno que llamamos vivir algo, vivir un estado, una emoción, una situación; fenómeno para el que tenemos que introducir la palabra vivencia. Con ella estamos a algunas leguas de distancia del cogito cartesiano; pues pensar es tener conciencia de algo. Mi conciencia y el algo de que soy consciente se presentan separados. En la vivencia no: yo que vivo y lo vivido estamos indisolublemente unidos; la vivencia se posee a sí misma total y absolutamente. El ojo que ve no se da cuenta de que ve sino simplemente ve. Ni siquiera puede decirse que lo vivido es dado. (Lo primero que hay para mí, si por ejemplo empujo un cuerpo, es simplemente una presión y una resistencia, una unidad dinámica, una relación vital). Que algo me es dado, esto lo dice el pensamiento después; eso es el trabajo posterior del pensamiento. El asunto del pensar es, por tanto, comprender las relaciones vitales y elevarlas a clara conciencia. Ésta es su función «primaria». Y Dilthey sigue en esta forma el estudio de la «vida»; estudio que no consiste en construir lógicamente el concepto de la vida ni descomponerla en sus elementos ni explicarla psicológicamente sino simplemente en describir la vida tal como se nos da por dentro.

Hasta Dilthey, la reacción contra el pensamiento racional abstracto y el subjetivismo adopta formas puramente negativas, críticas; Dilthey aporta ya nuevos principios positivos, constructivos.   —87→   Igual ocurre con el otro filósofo citado: Franz Brentano. Su obra escrita fue muy pequeña; en realidad se reduce a dos libros Psicología, fechada en 1874, y El origen del conocimiento moral, conferencia de 1889, ambos traducidos al español, que en su tiempo pasaron completamente inadvertidos. Pero hay pequeños hontanares que se soterran, muy cerca de su origen, para aflorar muchas leguas más allá, henchidos y caudalosos. La obra de Brentano siguió mucho tiempo ese curso subrepticio y sólo influyó por intermedio de sus discípulos, ya entrado el siglo XX.

En su Psicología no pretende explicar genéticamente los fenómenos psíquicos por medio de las sensaciones sino clasificarlos, describirlos tal como se nos aparecen en la percepción interna y extraer de esta pura descripción sus notas. Por virtud de esta pura descripción y contemplación llega Brentano a este hecho, a primera vista, insignificante: todo fenómeno de conciencia es conciencia de algo; toda percepción es percepción de algo, todo deseo es deseo de algo, todo juicio es juicio de algo. En suma, la conciencia siempre se refiere, se dirige intencionalmente a algo que no es la misma conciencia, a un objeto. Esta intencionalidad no es una propiedad de la conciencia, sino su misma esencia. Ese algo puede ser una cosa real como una torre de iglesia, pero puede ser también un ente ideal como el cuadrado puede ser algo no solamente ideal sino contradictorio como el cuadrado redondo. En los tres casos, la conciencia se refiere de idéntico modo, a la torre, que al cuadrado, que al cuadrado redondo. Tan objeto de la conciencia es uno como otro y todos los son de la misma manera. La existencia real del objeto es un caso   —88→   particular, pero no lo esencial del fenómeno, que es, simplemente, el hecho de referirse a algo.

Pero aún debemos a Brentano un nuevo descubrimiento, éste en el dominio de la ética, con su librito El origen del conocimiento moral, que ataca en su misma raíz la moral kantiana, el famoso imperativo categórico de Kant. Libro brevísimo, pero los venenos más mortíferos se encuentran en los más breves pomos.

Decía Kant: Obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse en ley universal, que equivale a decir: obra de manera que, todos los hombres obrando como tú, no contradigan y anulen la ley o máxima en que acción se funda. Así, pues, la moralidad o inmoralidad de una acción es un juicio deducido lógicamente: acción moral es la que no se contradice a sí misma. El imperativo categórico no nos dice más, por tanto, que la forma que ha de adoptar todo precepto moral. Pero es una forma vacía. No sabemos concretamente qué es lo bueno y lo malo. Brentano nos dice, por el contrario, que lo bueno sólo puede definirse extrayéndolo, como todos los conceptos, de ciertas intuiciones concretas, que lo bueno es lo que podemos amar con amor justo, que conocemos la justicia y deber de este amor porque amamos con un amor superior que, en la esfera del sentimiento, constituye el análogo del juicio evidente en la esfera del juicio; en suma, que lo bueno se intuye con evidencia como bueno, como digno de amor y no se deduce racionalmente. Con Brentano se abre paso, frente a la ética vacía y formalista, una ética material, concreta, y, sin embargo, ni sensualista ni empírica; se abre paso la posibilidad de un nuevo género de evidencia, no racional, sino sentimental. Pero de esto trataremos al ocuparnos de la teoría de los valores y especialmente de la ética de Scheler.



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Salida al aire libre

Hemos tramontado una gran cordillera filosófica. Subíamos, subíamos fatigosamente; el aire se enrarecía, nos faltaba. No es una imagen caprichosa; nos faltaba de veras. El yo, el sujeto consumía el último elemento vital, resto ya escaso de la provisión que había hecho al encerrarse dentro de sí mismo como la argironauta en su campana. Pero de pronto, nos hemos sentido respirar otra vez ampliamente, cómodamente. Es que efectivamente la filosofía sale al aire, al sol y se expande y se estira. El pensamiento ya no se cree enemigo de la vida, sino que el pensamiento se reintegra a ella. El sujeto ha abierto las ventanas de su cárcel y se lanza a la objetividad, sin recelo, duda o suspicacia. El pensamiento deja de devanarse y tejerse infecundamente en una red en que sólo él se enreda; estaba consumido de no ser más que una forma que en nada podía hincar el diente, Ahora va a apresar objetos, verdaderos objetos, seres, verdaderos seres.

Aparece -en 1900, coincidiendo con el albor del nuevo siglo un nuevo método- un nuevo estilo de consideración filosófica. Me refiero a la «fenomenología» de Edmundo Husserl, vencedora instantánea, como la luz lo es de la sombra, de las doctrinas que parecían más asentadas y sólidas. ¿Cómo explicar este triunfo fulminante, esta invasión irrefrenable sino porque restituía al hombre su verdadero mundo, un mundo de objetos y seres, el mundo que le había sido escamoteado y fraudulentamente substituido por el espectro de un mundo? El pensamiento tenía hambre de esencialidades cósmicas, nostalgia de mundo, sed de objetividades   —90→   y a ellas se entregó con júbilo y delicia. ¡Júbilo y delicia de encontrar presencias exactas, formas llenas, turgencias vivas, donde no parecía haber más que esquemas y moldes de yeso rotos!




Devolución del ser

La fenomenología nos va a devolver los objetos, los seres, las ideas, pero no nos dice: Para hablar de cierto objeto, de cierto ser, de cierta idea, es preciso que previamente nos preguntemos qué es objeto, qué es idea, qué es hecho; qué clases de objetos, hechos e ideas hay y cuál es el ser característico y esencial de cada clase, etc., etc. En suma, hay que agotar los problemas previos. De aquí la influencia inmensa de la fenomenología en las citadas ciencias, porque, gracias a ella, han podido delimitar estrictamente el orbe de sus objetos absteniéndose de toda deducción hasta no haber logrado una visión plena de ideas y objetos primordiales, la manera de ser de éstos y, por tanto, el método congruente con esta su manera de ser.

La filosofía positivista dice: «Atengámonos a los hechos, a lo dado»; la fenomenología contesta: «De acuerdo, pero ese precepto ha de ser tomado en serio y no de mentirijillas y superficialmente; vamos a partir de lo dado». Esto implica dos exigencias: 1.ª Vamos a ver qué es, realmente, lo dado, sin prejuicios de ninguna clase, porque el positivista, desde luego, y sin prueba considera que no hay más dado o dato que lo sensible. 2.ª Vamos a ver, a contemplar plenamente, sin prisas, hasta la evidencia,   —91→   el dato, el hecho. Pues ¿cómo asentar un conocimiento sobre un hecho, sobre un dato si éste no ha sido visto en todos sus entresijos? Por estas dos exigencias, la fenomenología se considera como el verdadero positivismo, el positivismo de los positivismos.

Vamos a ver -digo- y esta expresión ha de ser tomada al pie de la letra. Vamos a ver efectivamente, vamos a estirar y extender conceptos e ideas hasta que no sean más que una película diáfana, sin grumo, mota ni puntito opaco al rayo visual. El «sentido profundo» que nos parece encontrar en ciertas filosofías, no es más que imperfección, insuficiencia de pensamiento. Filosofía es plena claridad, transparencia absoluta; «ciencia de transparencias».

Desde todos los tiempos, la filosofía ha manejado con singular preferencia unas cuantas palabras, por ejemplo: la palabra «idea» y la palabra «conciencia» -levantándolas hasta lo más cimero-. Platón instalaba las ideas en un cielo inaccesible; Descartes reducía el mundo a la conciencia. Pero ¿qué es esa manera peculiarísima de ser que llamamos idea?, ¿qué es esa manera de ser que llamamos conciencia?

La dificultad estriba, en cuanto a la conciencia, en que ésta nos es presente de continuo; toda percepción, todo sentimiento acontece en la conciencia, a través de la conciencia. Imaginen ustedes que viéramos todas las cosas a través de un vidrio -y en verdad ¿no ocurre así?-; lo difícil sería ver el vidrio interpuesto como nos es imposible ver nuestro propio cristalino; lo difícil sería adaptar la vista a la distancia y a la materia inconsútil del vidrio hasta percibir su transparencia. Lo mismo podemos decir de la idea, porque toda cosa se nos presenta envuelta, como en un halo, en la idea de esa cosa, y nuestra visión está   —92→   acostumbrada, violadora de ideas, a quebrar sin escrúpulo ese círculo hialino para apoderarse ávidamente como un cambrioleur de la cosa material guardada dentro.




Fruición en la apariencia

Con la fenomenología, los métodos filosóficos varían radicalmente. No intentan demostrar, razonar, inducir o deducir sino que únicamente se proponen hacer ver. Hacer ver lo que tenemos delante a dos palmos de las narices. Podríamos comparar el nuevo método a un tornillo micrométrico de precisión que gradúa la vista hasta poner en el foco y a la distancia de la visión distinta la transparencia de las ideas, el fanal de la conciencia -donde vamos encerrados- y que es el límite casi indiscernible entre el mundo interior y el exterior. Una vez logrado el enfoque, una vez que tenemos delante ese paisaje -antes invisible, luego borroso, al fin claro y detallado- la fenomenología, como el maestro señala con el puntero sobre el mapa desplegado, va indicando lo que se ve, exclusivamente lo que se ve al recorrer el territorio íntimo, toda la geografía del espíritu. Nosotros asomados sobre nosotros mismos, comprobamos la existencia de esos accidentes y forzosamente tenemos que asentir, como cuando el geógrafo nos dice «aquí hay un lago», y efectivamente lo hay. El nuevo método no razona, no demuestra sino que muestra, pone delante, señala, hace ver, procede por evidencias. Filosofía -he dicho- es ciencia de transparencias. Ahora puede añadirse «ciencia de evidencias». Ante lo que la fenomenología nos descubre,   —93→   aunque sea espiritual, sentimos en los ojos ese golpe de la evidencia que es como un latido de luz, puñetazo directo que no ciega, sino que otorga visión plena. Filosofía va a ser ahora pura contemplación sin refracciones deformadoras, absoluta castidad respecto al ser de las cosas, de las ideas, de la conciencia; goce en la simple presencia, fruición ante la apariencia como tal. Observemos que la filosofía anterior huía ante lo inmediato, ante lo que se nos aparece inmediatamente; lo negaba o buscando tras ello una realidad, una cosa en sí o transformándola prestamente en otra cosa, como si ante lo inmediato se sintiera presa de un terror pánico. Actualmente la filosofía gusta, por el contrario, de mirar lo inmediato tal como es, porque nada hay tan cabal y exacto, tan pleno como la simple presencia del ser.




Filosofía, ciencia de evidencias

«Ciencia de evidencias» es la filosofía, pues si ha de servir de justificación última y absoluta a todas las ciencias, no puede tener supuestos previos sino que ha de fundarse sobre lo evidente por sí mismo. Por eso no puede consistir en explicar, inducir o deducir sino en hacernos ver, hacernos intuir lo que nos es dado primariamente y describirlo sin perturbarlo. Pero ¿cómo una ciencia descriptiva, de datos e intuiciones, puede ser ciencia de validez absoluta, justificación de todas las demás? ¿No hemos visto que las ciencias de hechos y datos necesitan justificar su validez en base distinta que la experiencia, en el propio pensamiento? ¿No hay una contradicción intrínseca entre ciencia de   —94→   datos y ciencia de validez absoluta o filosofía? Husserl salva la dificultad diciéndonos: El positivismo tiene en parte razón en cuanto exige partir de lo dado, de lo intuido; no la tiene en cuanto afirma como inconcuso que lo dado es exclusivamente lo sensible. El idealismo kantiano tiene también razón en cuanto funda la validez del conocimiento en un apriori; no la tiene en cuanto que da por inconcuso que el apriori consiste exclusivamente en formas vacías de la intuición y del pensamiento, en categorías huecas.




Visión, intuición

La tesis de Husserl es que no solamente vemos e intuimos, sino que también se nos dan, en una intuición -si bien distinta de lo sensible- las ideas o esencias de las cosas, con plena evidencia, siendo posible hacer enunciados acerca de ellas con absoluta certidumbre. Por tanto, este conocimiento es apriori, y sin embargo, no formal sino material, de contenido. El error de Kant fue identificar tres cosas: apriori, formal y racional. Para él todo lo que no era forma sólo podía tener una validez inductiva, a posteriori, no validez necesaria. Husserl nos dice que puede haber un conocimiento apriori, y, sin embargo, material e intuible.

Veamos ahora la fauna completa de los seres que podemos intuir. Desde luego, las cosas reales. Tengo, por ejemplo, la visión e intuición de esta mesa, es decir, de un objeto individual, presente ante mí en un instante del tiempo y en un lugar del espacio.   —95→   Esta intuición la llamo individual. En esta clase de intuiciones, el objeto material nunca se nos presenta por entero sino en perspectiva, en escorzo, de un lado o de otro. Si pudiera verle por los cuatro costados, aún me quedarían invisibles el interior, el reverso. No podemos ver los objetos sino en una serie infinita de experiencias. Es decir, que la intuición de las cosas materiales es siempre insuficiente, parcial, inadecuada. Ésta es la manera de ser de las cosas materiales: aparecerse a la conciencia en intuición inadecuada, en perspectivas, en lados y aspectos en los cuales la cosa se enuncia sin darse nunca por entero. No se trata, pues, de una deficiencia o relatividad de nuestro conocimiento, sino de la manera de ser de las cosas mismas a la cual necesariamente tiene que corresponder una cierta manera de conocer.

Para la concepción naturalista del mundo no hay otra manera de ser que este ser a manera de las cosas materiales, y, en consecuencia, la que se nos presenta en otra forma carece de ser. Hasta tal punto que aun en el idealismo de Descartes se desliza subrepticiamente esta concepción naturalista, física. Pues Descartes no bien ha encontrado como única realidad indubitable el pensamiento, en seguida nos lo presenta como manifestación de algo que está tras él o bajo él, de una substancia, la cosa pensante, el yo, de la misma suerte que el físico nos enseña que la luz es únicamente el modo de aparecérsenos un algo distinto de ella, un movimiento de la materia.

Pero ¿es, en efecto, la manera de ser de la conciencia, del pensamiento, idéntica a la manera de ser de las cosas de la naturaleza? Por medio de un acto de reflexión, retraigamos el rayo visual para ver, no los objetos mismos, sino los pensamientos sobre los objetos. Es cierto que cuando veo esta mesa, la veo   —96→   únicamente en aspectos parciales, por ejemplo, en su color. Pero un pensamiento como este «la mesa es blanca» es lo que es y nada más, no se me ofrece en escorzos, lados, aspectos, sino entero, su en sí es idéntico a lo que es para mí, al contrario, que las cosas materiales, como la luz que para mí es luz y en sí es movimiento de partículas. La conciencia, el pensamiento es lo único que podemos conocer en sí. En suma, no es solamente como decía Descartes la única realidad indubitable, sino el ser absoluto.




Filosofía, ciencia de esencias

Pero aún podemos intuir algo más que los objetos individuales, sensibles y nuestra propia conciencia. Podemos intuir también las esencias de las cosas, de la misma manera que intuimos éstas. ¿Qué llamamos esencia o idea de una cosa? Lo que una cosa es, aparte de que exista o no. En mi intuición de esta mesa puedo apartar cuanto hace de ella un caso particular que existe aquí, y ahora, como en mi intuición de un triángulo, puedo eliminar cuanto hace de él un caso particular de triángulos para quedarme únicamente con lo esencial de la mesa o del triángulo. Todo objeto, es decir, todo aquello de que podemos hablar con sentido tiene estructura, una esencia, constituida por tales o cuales notas. Esta esencia -por ejemplo- la esencia o idea «mesa», la esencia o idea «triángulo», no es como la mesa o el triángulo, ahora de un modo y luego de otro, sino que es siempre idéntica a sí misma, y por tanto, lo que yo diga acerca de ella vale   —97→   para todas las mesas y todos los triángulos, apriori, con indiferencia de la manera, materia, forma, lugar y tiempo de cada mesa o cada triángulo. Pues bien: Husserl nos dice que por el acto de ideación podemos intuir la esencia de las cosas, elevarnos de la intuición individual de un objeto a una intuición esencial. Por ejemplo, en la percepción del color verde intuyo el color verde, pero además la esencia «verde», es decir, lo que hace que todos los verdes sean verdes, y aun más, la esencia «color en general» y aún más la esencia «percepción en general». Precisamente para Max Scheler, lo que distingue el espíritu del hombre frente al instinto y la inteligencia de los animales es esta intuición, por virtud de la cual comprendemos las formas esenciales de la estructura del universo sobre cada ejemplo, sin necesidad de gran número de observaciones ni de inferencias inductivas, sino de golpe y con un solo caso a la vista. Esto es lo fundamental: que comprendemos la esencia o estructura necesaria, por ejemplo del triángulo con sólo un triángulo, porque, en efecto, esa esencia se nos da, por así decir, en persona y con evidencia.

Pero tampoco necesito ver numerosos casos de color para establecer esta ley: «No hay color sin extensión sobre la cual se extienda». Esta ley no es deductiva, porque el concepto «color» no lleva en sí implicado el de extensión ni viceversa. No es inductiva porque me basta una sola visión coloreada para establecerla. No es empírica, pues no se trata de que yo no pueda separar el color de la extensión, sino de que es esencial al color ir siempre junto con una extensión. He aquí un género de leyes, ni empíricas, ni lógicas, sino materiales, y sin embargo necesarias, con validez general y a priori, a cuyo conocimiento llega, no por inducción, ni por deducción, ni por experiencia, sino por intuición.

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Ahora bien; cuanto intuyo de este modo inmediato y evidente, sea una cosa sensible, sea una esencia material como la esencia «color», sea una ley, sea una categoría, tiene que ser un ser, tiene que tener objetividad. No cabe intuición más que de seres, y, viceversa, la única manera de conocer el ser es por intuición. Claro es, que si tomamos como modelo de la realidad, la realidad de los objetos físicos, no podemos llamar reales en el mismo sentido a las ideas, a las esencias puras. Pero sí podemos afirmar rotundamente que las esencias ideales son seres, objetos lo mismo que las cosas físicas. Clasificaríamos entonces los seres en dos clases: seres u objetos reales y seres u objetos irreales, con lo cual la realidad sería un caso particular y restringido de objetividad, un modo de ser, pero no la única objetividad, no el único modo de ser como pretende la concepción naturalista. Prueba de que esas irrealidades son seres, objetos es que no puedo decir de ellas lo que se me antoje, atribuirles cualidades, predicados a mi capricho; por el contrario, ellas aceptan ciertos predicados, rechazan otros. Son, pues, algo y no nada. Tampoco les puedo quitar y separar todos sus predicados porque entonces la esencia deja de ser y pasa a ser esencia de otra cosa o a no ser nada. Quiere decirse que las esencias o ideas tienen una objetividad, un ser, que se hace respetar y al cual he de respetar.

Pero una observación importante: una esencia no es una idea general y abstracta. La idea de un color extenso es una esencia, es decir, la idea de un ser. La idea de un color no extenso es una abstracción, algo que no tiene ser, que ni existe ni puede existir. Las esencias, no son, pues, generalidades abstractas sino totalidades concretas, las condiciones necesarias del ser, el ser mismo.

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Las esencias, las leyes esenciales son, pues, los asuntos de la filosofía. Husserl delimita de esta suerte para la filosofía un dominio propio, inaccesible a las ciencias positivas, y sin embargo de contenido igualmente positivo, es decir, dado intuitiva y primariamente.

Es, la fenomenología la nueva conquista de la objetividad, del ser, por la filosofía. Pero bien entendido, con ello no se niega la subjetividad del sujeto y de su conocimiento; al contrario, se refirma. Pero ahora la subjetividad no se cierra en sí misma, de modo que resulte un problema irresoluble saber cómo el sujeto y el objeto entran en contacto en el conocimiento. Ahora decimos subjetividad es estar abierto a lo objetivo. El modo de ser propio de la conciencia es ese extraño modo que consiste en referirse siempre a algo, en rebasar, trascender de sí mismo, en dirigirse a un objeto real o ideal. Sujeto y objeto no son más que dos abstracciones practicadas en una realidad, en la realidad primaria de la conciencia. No existen de por sí, independientes, como dos cosas que están aparte y luego se ponen en contacto -como hacía el idealismo y también el realismo y por eso no solventaban el problema-, sino que sujeto y objeto se dan juntos primariamente; ser sujeto significa relación inmediata y continua con objetos.




Objetividad del sentimiento

Pero el mundo es algo más que un objeto del conocimiento teórico, de la contemplación intelectual. Cierto es que una cosa puede ser definida en su esencia como definimos, por ejemplo, el   —100→   triángulo. Pero eso es una «neutralización» del mundo, si se me permite la palabra, y el hombre vive entre cosas que no son meramente percibidas con toda indiferencia, sino cosas que usa o rehúsa, que desea, quiere, ama, repugna, cosas que sentimos como agradables o desagradables, buenas o malas, bellas o feas, nobles o abyectas. Ante una cosa no nos limitamos a percibir su ser, a desentrañar su constitución real, sino que al mismo tiempo ella se nos da como estimable o despreciable, valiosa o baladí. Los objetos se presentan a nuestra conciencia como cosas percibidas y como cosas afectivas a la vez, en un conglomerado de percepción y afección que es, precisamente, lo que las hace asunto de nuestra vida concreta. Por tanto, presentarlas únicamente como objeto de contemplación indiferente, es practicar también una abstracción. No sólo por el intelecto se aprehende lo objetivo, también se llega a ello por lo emocional.

¿Cuál es esa objetividad que alcanzamos, no por el intelecto, sino por el sentimiento, por la facultad de estimar y desestimar? Para el racionalismo no había diferencia de naturaleza, sino de grado, entre sentimiento y conocimiento; sentimiento era un conocimiento, si bien confuso, imperfecto. Pero aun los que reconocían una radical diferencia entre lo emocional y lo intelectual atribuían a aquello un carácter ciego y subjetivo, de suerte que la norma moral de la vida no podía fundarse en el sentimiento. La nueva filosofía nos dice, por el contrario, que la emoción tiene su objeto como el conocimiento y que nuestra preferencia y estima, como nuestra repugnancia y desestima, responden a cualidades objetivas y que lo mismo éstas que nuestros afectos y desafectos se rigen por leyes necesarias y formulables apriori. La nueva filosofía salva de la situación de inferioridad   —101→   en que se hallaban -respecto a la razón- los sentimientos y emociones, estos estratos de la naturaleza humana, donde tal vez se encuentra lo más valioso de nuestro ser. Y los salva de esa inferioridad, salvándolos de la subjetividad. Ya para Augusto Comte, el pontífice del positivismo, la tarea primordial era la sistematización de los sentimientos. Esta obra de introducir el logos en lo emocional y dar pleno significado a aquella sentencia de Pascal, que dice «el corazón tiene razones que la razón desconoce», ha sido consumada por el genial filósofo Max Scheler, que tal vez por ser a un tiempo hombre de intelecto y hombre de pasión sintió con mayor urgencia que ningún otro la angustiosa necesidad de establecer un «orden del corazón».

Cuando experimentamos la bondad o maldad de una acción, la belleza o fealdad de una obra de arte, la nobleza o abyección de una persona, no nos damos cuenta de la significación de estos conceptos. No necesitamos definirlos ni definir el objeto para calificar a algo de bueno o malo, bello o feo, sino que intuimos directamente en la acción, la obra, o la persona, una cierta cualidad de bondad, belleza, etc., de la misma manera que intuimos una cualidad física como el color. Estas cualidades -utilidad, bondad, belleza-, las llamamos valores. Están en las cosas, sobre las cosas, pero no las percibimos por los sentidos, como sensación de algo material, sino justamente como algo que tiene ese peculiarísimo modo de ser que llamamos valor y que, por de pronto, es definible como algo distinto del ser. En efecto, hay cosas que son y no valen y otras que, por el contrario, valen y no son. Diríamos de los valores que son irrealidades, como las esencias cognoscitivas de que hemos hablado anteriormente. Y así como nuestra intuición cognoscitiva separa la esencia del triángulo de   —102→   los diversos casos particulares de triángulos, esta otra intuición emocional separa de las cosas buenas y malas, bellas o feas, útiles o inútiles, es decir, de los bienes, los valores -la bondad, la maldad, la belleza, la utilidad, etc.-, dejándolos reducidos también como a transparencias que están sobre las cosas, y que el método fenomenológico nos permite ver plenamente. Mas hemos de advertir otra vez que irrealidad no significa forzosamente subjetividad, sino que hay irrealidades dotadas de la misma objetividad que las cosas reales. De esa clase son también los valores. Porque si analizamos con todo detalle nuestros actos de estimar o desestimar, encontramos que son estos valores tenidos por las cosas los que nos imponen y exigen automáticamente la estimación o desestimación como sentimientos que les son debidos. La bondad nos impera a que la deseemos, porque es digna de ser deseada y a que la deseemos más que a la utilidad; la belleza nos impone que la estimemos y a que la estimemos más que a lo simplemente agradable. Quiere decirse con esto también que los valores son de distinto rango y que estos rangos forman una jerarquía objetiva, independiente de nuestro capricho. Con esto acotamos para la filosofía otro orbe de objetos ideales y legislables: los valores.

Como antes decía, Kant eliminaba de la moral todo sentimiento de agrado o desagrado, para dejarla reducida a una ética formal. La razón parecíale obvia; si nuestras acciones se guiasen por los objetos de nuestro deseo, la norma moral sería un principio empírico, por ejemplo, el placer y no una ley general y necesaria. Pero es que para Kant no hay más objetos de nuestro deseo que los bienes reales. Nosotros hemos visto que los objetos de nuestra facultad estimativa no son los bienes reales   —103→   -las cosas bellas, buenas, etc.-, sino los valores -belleza, bondad, justicia-. Estimamos una estatua por el valor «belleza» que posee; la estimamos más que, por ejemplo, un taburete, no por capricho, sino porque el valor «belleza» es superior al valor «utilidad». Alguna vez llevados por una necesidad subjetiva, el cansancio, preferimos el taburete, pero reconocemos que, a pesar de todo, la estatua es más estimable, más digna de ser estimada. Con este ejemplo, vemos que, aparte la preferencia contingente, debida a lo subjetivo, hay una preferencia necesaria, gobernada por leyes objetivas.




La última antítesis

Con la filosofía de Max Scheler hemos estrechado más el apretado cerco con que el pensamiento humano está asediando al ser. Mientras en los tiempos anteriores -los de Descartes- el hombre occidental, con morbosa delectación, tendía a reducirlo todo a la pura subjetividad y no descansaba mientras no conseguía tenerlo encerrado en el yo, como si desconfiara de todo menos de sí mismo, el pensamiento actual se complace, por el contrario, en buscar objetividades donde quiera, incluso en ese halo invisible y milagroso que llamamos belleza o bondad o elegancia. Vamos, poco a poco, superando el subjetivismo; el conocimiento es de un sujeto pero lo conocido es objetivo, el sentimiento es de un sujeto pero lo sentido es objetivo. Al mismo tiempo la nueva filosofía va integrando al hombre en la plenitud de su ser.

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Mas aún queda una antítesis. La antítesis entre el espíritu y la vida; entre el «espíritu» -en el cual están comprendidos el intelecto y el sentimiento moral- y los impulsos vitales. Si alguien ha sentido en lo más hondo de sí mismo la lucha entre ambos elementos ha sido Scheler. Por eso quise conciliarles. Para los impulsos vitales, las cosas son «instrumentos», medios de satisfacción de las necesidades, en cambio, para el espíritu, son objetos con un ser suyo propio, independientes de nuestro ser vital. El espíritu es, por tanto, opuesto a la vida; es el antagonista de la vida. Y Scheler describe al hombre como el ser donde excepcionalmente coinciden y, por lo tanto, luchan estos dos principios cósmicos: el espíritu y la vida.

Como vimos anteriormente, el exagerado intelectualismo fue causa de aquel movimiento de reacción que denominamos con el nombre común de «filosofía de la vida», que elevaba la vida por encima del intelecto, con una parcialidad y exageración semejante.

Max Scheler salva ambas parcialidades haciendo de «espíritu» y «vida» dos principios de poder semejantes, antitéticos pero equivalentes. Ahora bien; después de definirlos como antitéticos, no puede lograr en modo alguno su síntesis sino que siguen independientes, contrapuestos, rechazándose mutuamente sin llegar a esa unidad y fusión maravillosa que ofrecen en la realidad humana. ¿No ocurrirá aquí también que esa síntesis se malogra porque la antítesis entre «espíritu» y «vida» es falsa, porque también aquí se ha practicado una abstracción por virtud de la cual se presentan como diferentes y hasta contrarios y, por así decir, como entidades independientes, dos aspectos de una única realidad? Pues ¿qué llama vida Scheler sino la vida puramente   —105→   biológica, que es un concepto elaborado por una ciencia especial, la biología, es decir, por una ciencia que abstrae de la realidad humana un aspecto parcial que no existe por sí solo? Es preciso cuidar pulcramente de no llevar a la filosofía, que es ciencia primera y general, nociones tomadas de prestado a ciencias especiales y secundarias. Filosofía es, decíamos, el fundamento de las demás ciencias. ¿Cómo llevar a ese fundamento, precisamente, lo que necesita ser fundado?

Para salvar esta última antítesis hemos de buscar una realidad aún más primaria, que acaso nos sirva a la vez para fundir en una unidad esos tres reinos: el de las cosas materiales, el de las esencias cognoscitivas y el de los valores que hasta ahora la filosofía deja en irresoluble separación. Con esto llegamos al último tramo de la evolución filosófica, a la filosofía más nueva.




Prevalencia ontológica de la vida

¿Cuál es la realidad primera e indubitable?, se han preguntado los filósofos de todos los tiempos. Los modernos encontraron que era la conciencia, el pensamiento, el yo. Mas ya hemos visto que esto es una abstracción, pues la conciencia es siempre conciencia de otra cosa y en ella entran, como dos ingredientes igualmente esenciales, yo que pienso y la cosa en que pienso. Yo no pienso más que pensando en cosas; y hasta para tener conciencia de mí mismo es preciso que yo tenga conciencia de otras cosas. Una conciencia solitaria, sin mundo, sin cosas en qué pensar, no sería consciente ni siquiera de sí misma. Hasta para que   —106→   la conciencia se refleje sobre sí misma, se vea a sí misma, es preciso que se proyecte y choque contra algo distinto de ella, del mismo modo que la luz que camina por nuestro espacio nocturno desde el Sol a la Luna sólo es visible cuando tropieza con la superficie del muerto satélite. Siempre que me encuentro a mí mismo, a mi conciencia, a mi pensamiento me encuentro también con las cosas en que pienso, de que soy consciente. No es, pues, verdad que la única realidad indubitable sea la conciencia, sea el yo. Existo yo y existe mi mundo, es decir, aquello que veo, aquello en que pienso, lo que amo, odio o sufro. Pero al decirlo así ya los separo y este mundo mío y yo somos inseparables. «Yo soy yo y mi mundo», decía José Ortega y Gasset, en su primer libro, allá hacia 1914. Y éste es el nuevo pensamiento fundamental, cuyas dos figuras máximas -si bien discrepantes en puntos muy esenciales- son en Europa Martín Heidegger y nuestro gran pensador que, con razón, reclama para sí la prioridad cronológica de las ideas básicas de la nueva filosofía.

Ahora bien: ¿cómo he de llamar a esa realidad que consiste en la íntima coexistencia de mi yo y mi mundo? Eso lo llamo -y cada cual lo llama así- «mi vida», mi existir concreto. Así, pues, la realidad con que me encuentro indubitable y primariamente no es mi yo, no es tampoco el mundo exterior, sino mi vida, mi existencia, es decir, mi yo en mi mundo, mi yo ocupándose con mi mundo. Ésta es la realidad absoluta -y ¡qué tremenda!, ¡qué enorme!- que me encuentro con mi vida, que me encuentro viviendo.

He aquí la historia de la filosofía, desde Descartes: primero gozó de una despótica prevalencia el «espíritu», después, como reacción la «vida» -en sentido biológico- intentó rebelarse y   —107→   tomar el poder; más tarde, la filosofía pretendió una especie de pacto constitucional acotando estrictamente los derechos del «espíritu» y los de la «vida» biológica, para llegar a un statu quo, a una síntesis. Vano intento; aquí también el pacto constitucional fracasó. Al fin, la filosofía ha superado la contraposición mediante la idea de «existencia» -en un sentido de nuestro existir humano.

Si, pues, la vida, nuestra vida, nuestro existir es la realidad primera y más palmaria con que nos encontramos, quiere decirse que la realidad que las cosas tienen primaria y evidentemente no consiste en ser pensadas sino en ser vividas por mí, en ser partes y objetos de mi vida. En consecuencia, no podrá decir qué son si antes no averiguo qué es vivir, qué es mi vida. Las categorías de la vida serán, además, de formas de la vida, las condiciones de la posibilidad del conocimiento, como de toda actividad mental. Más aun que condiciones de posibilidad; lo que hace necesario el conocimiento. La filosofía, pues, aun para ser teoría del conocimiento, tiene que ser, ante todo, descripción, interpretación de la vida. ¿Es posible realizar esta tarea? La vida, nuestra «vida», es lo más patente para nosotros; se nos ofrece con un género de presencia inmediata e irrehuible de que carece toda otra realidad; se nos da, no por su exterior, como la piedra, sino por su interior; es, en fin, la única realidad que se presenta y se posee y se sabe a sí misma, el único ser que, ante todo, es para sí mismo. Aunque sólo fuera por esta razón de partir de lo más conocido, conviene que estudiemos antes el ser de la existencia humana como mejor y acaso única manera de responder a la pregunta general ¿qué es el ser?, problema central de la filosofía.



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El ser sin substancia

La vieja filosofía no concebía otro ser el que el ser del mundo exterior, el ser de las cosas materiales, y extendía el concepto de substancia en sí, extraído de esos entes materiales, incluso al hombre, que así resultaba no más que una cosa entre cosas, un objeto del mundo. El propio Descartes, cuando descubre una realidad más primaria e indubitable que el mundo, a saber, el pensamiento, lo atribuye a una substancia, a un ser como las cosas materiales, a «la cosa pensante». La filosofía novísima sigue camino completamente opuesto. Su problema es comprender el ser del hombre partiendo del hombre mismo y no de la naturaleza, investigar la diferencia entre el ser del hombre y el ser de las cosas, en fin, la diferencia entre lo que «existe» a la manera del hombre y lo que meramente está ahí, como está una piedra. La novedad de esta filosofía consiste, pues, en anclar profundamente la vieja pregunta filosófica por el ser en la misma raíz de la existencia humana. Sin esto ni siquiera podemos explicarnos suficientemente por qué preguntamos por eso que llamamos ser. La nueva filosofía hace de la existencia humana el principio filosófico, la clave para explicar el ser de las cosas; posición diametralmente contraria a la de la filosofía anterior. Con esto queda logrado lo que el filósofo español señalaba hace años como «tema» o tarea de nuestro tiempo; someter la razón a la vida, localizarla; «la razón pura -decía- tiene que ceder su imperio a la razón vital». Este nuevo concepto de «razón vital», frente a razón pura, a pensamiento abstracto, tanto como frente a vida irracional y puramente biológica, califica de modo exacto la nueva filosofía.



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Nuestra vida

Tratemos de describir brevemente qué es «nuestra vida». Vivir es, en primer lugar, encontrarnos en un mundo ocupados con las cosas. «Yo soy, yo vivo» quiere decir yo trato con el mundo, yo me ocupo de él, lo cual implica que me preocupo. La vida es, pues, ocupación y preocupación. Nos encontramos ocupándonos de las cosas y preocupándonos del instante futuro. Pues la vida tiene la peculiarísima condición de que su ser consiste en ir siendo, en hacerse a sí misma; su ser consiste en decidir en cada momento lo que ha de ser en el momento siguiente. Mi vida es, ante todo, decidir mi vida. La vida es, pues, un problema perenne para sí misma, en vilo, a pulso. De ahí frases como «el peso de la vida» que es algo más que una simple metáfora. Pero si vida consiste en decidir instante tras instante lo que vamos a ser, quiere decirse que el tiempo con que primero tropezamos no es el presente -como parece al pronto- ni menos el pasado, sino el futuro. Una paradoja de la vida es que mi vida de ahora es mi futuro. Vida -como dice Ortega y Gasset- es futurición. Mas decidir implica que hay un porqué para la decisión. Nuestra existencia necesita justificarse ante sus propios ojos. La justificación es un ingrediente consubstancial de nuestra vida. Toda vida que no se sienta preocupación, problema, justificación, no es vida auténtica sino vida que resbala sobre sí misma, vida que no quiere encontrarse frente a frente consigo misma. No es vida, sino subterfugio, substitutivo de la verdadera vida.

Yo me encuentro en mi mundo; este mi mundo está hecho a la par de fatalidad y de libertad, de posibilidad y de limitación   —110→   tanto en formas como en duración. Si fuera un mundo de posibilidades ilimitadas, yo no tendría motivo para decidirme ni siquiera para preocuparme. Si, por el contrario, fuera un mundo de absoluta fatalidad, ésta me decidiría, ella me impulsaría ciegamente como el explosivo a la bala. Lo peculiar de la vida es que me urgen, acosan, aprietan las circunstancias, pero no tanto que me eviten el decidir. Por iguales razones, si la existencia fuera ilimitada en duración, tampoco habría necesidad de decisión, tampoco tendría que preocuparme. Es el carácter de hueco cerrado de la vida lo que me obliga a llenarla. Ser para el hombre significa esfuerzo por ser. Ahora bien: la vida me deja la posibilidad de ser o no ser yo mismo. Cada uno de nosotros lleva dentro de sí al hombre que él tiene que ser -no que debe ser, ideal ético y ya discutible-, pero a veces se teme ser, se teme vivir de veras, porque la vida auténtica exige demasiado y entonces se escurre la vida en una existencia falsificada, trivial, despreocupada, anónima, la existencia de «todo el mundo» que hace lo de siempre, de la manera que siempre, sin decisión ninguna del yo profundo. En suma, una vida fácil a toda influencia, una vida que no vive su propio e individualísimo destino.




El ser no es un ser «en sí»

Pero aún hemos de añadir otra nota esencial de la vida humana. Ésta: el hombre es el ser que comprende el ser de las cosas, mejor dicho, el ser que pregunta por el ser de las cosas; aún mejor dicho, el ser que tiene que preguntar, que necesita preguntar qué   —111→   son las cosas. ¿Cómo se explica que el hombre que sólo ve ante sí cosas materiales, visibles, variables, sin embargo pregunta por el ser de las cosas que no es visible ni variable, ni material, sino invisible, inmutable e inmaterial? ¿Cómo puede preguntarse por algo de lo que no se tiene la menor noticia? Elegantemente escribía Mallarmé: «El poeta dice "la rosa" y surge el más ausente de todos los bouquets. El ser de una rosa, el ser de una cosa es eso, "el más ausente". ¿Cómo preguntamos por "el más ausente"?». He aquí también otra característica de la filosofía nueva; la antigua -empezando por la griega- da por supuesto que hay eso que llamamos ser y pregunta desde luego qué es el ser. La nueva retrocede más lejos, toma como problema la misma pregunta y se pregunta por qué nos preguntamos qué es el ser, qué son las cosas. Y sólo contestando a esa pregunta previa logramos contestar también a la gran pregunta ontológica. Es esa preocupación y limitación en la cual consiste esencialmente nuestra vida la que nos hace preguntarnos qué son las cosas. Es el carácter finito, defectuoso, menesteroso de nuestra vida lo que nos obliga a buscar el ser de las cosas.

Perdido el hombre en el mundo, con urgencia -pues que la vida es finita- de decidirse, busca y construye el ser de las cosas, porque lo necesita. Un ser infinito, ilimitado en duración y posibilidades, no tendrá necesidad de preguntarse qué son las cosas, no le haría falta conocer la manera de tratar las cosas, de dominarlas. No le preocuparían las cosas. Son, como antes decía, las categorías de la vida a la vez las condiciones del conocimiento, lo que le hace necesario. No hay lugar a hablar de un ser de las cosas como un ser en sí aparte de toda existencia humana. El ser de las cosas nace en la existencia humana. El ser de las cosas es algo que les brota a las cosas ante un sujeto existente. El ser es la respuesta correlativa   —112→   a una interrogación vital. Es ésta una transformación radical del concepto del ser tal como lo entendía hasta ahora la filosofía. Pues ésta llamaba antes ser a lo que era en sí; ahora decimos que el ser de las cosas no existe por y para sí, sino en relación con una vida humana limitada y preocupada que, por su esencial defectuosidad e ignorancia, necesita conocer y busca y construye el ser. Únicamente porque nos preocupan y estrechan las cosas, porque a veces nos faltan y nos fallan preguntamos qué son, les buscamos un ser permanente, inmutable. He aquí como llegamos a la conclusión que habíamos anticipado: la fundamentación del pensamiento abstracto en el concreto, en la existencia concreta; la fusión de razón y vida que tanto el racionalismo como el vitalismo presentaban como contrarios y enemigos. La transformación no puede ser más completa: Descartes decía, pienso, luego existo; existo puesto que pienso. Hoy decimos al contrario: pienso porque existo con este género de existencia breve, menesterosa, mísera, defectuosa.




La ontología fundamental es una preontología

Ahora es cuando podemos darnos cuenta de toda la trayectoria recorrida por la filosofía desde aquel día famoso de mil seiscientos y tantos. Estamos en el punto diametralmente opuesto. Hemos superado la antítesis vida y espíritu; hemos superado la antítesis sujeto y objeto. En fin, hemos superado a la vez idealismo y realismo. Idealismo y realismo coinciden en dos cosas: en separar el yo y el mundo exterior y, una vez separados, en que la existencia   —113→   del mundo exterior necesita ser demostrada. Para el realismo es demostrable. Para el idealismo, en cambio, no; no hay otra realidad que mi conciencia. Pero mi conciencia es conciencia de cosas, de mundo. De aquí resulta -para decirlo con palabras del filósofo español- que «la conciencia sigue siendo intimidad, pero ahora resulto íntimo e inmediato con mi subjetividad y también con mi objetividad o sea mi mundo». Existo yo y mi mundo, pues yo soy yo sólo en cuanto me doy cuenta de cosas, de mundo. Evidentemente, el idealismo al dar por única realidad existente la conciencia quería decir lo que queda dicho arriba: que el ser de las cosas no puede ser explicado por las cosas mismas y por eso colocaba la realidad en el otro término: en la conciencia. Pero en esto era tan ingenuo como el realismo. Había que explicar ese ser especial de la conciencia. Si lo hubiera hecho, se hubiese encontrado, como nosotros, con que no hay conciencia sin mundo, que el mundo -mi mundo- me es tan íntimo como mi yo. El verdadero problema no es si hay o no una realidad exterior, sino este otro: ¿Por qué ese modo de ser que llamamos «existencia» tiene la tendencia a poner en duda, a reducir a la nada el mundo exterior para después demostrarlo? Idealismo y realismo suponen un sujeto que no está seguro de su mundo y quiere asegurarlo sobre bases sólidas. Son modos de proporcionarse una seguridad sobre algo. Son contestaciones secundarias a una manera primaria de estar en un mundo, la de estar inseguro del mundo y querer tener seguridad, que es una de las notas esenciales de la vida. Y es curioso que si no retrocedemos también en esta cuestión a este estadio previo -que luego se diversifica en idealismo y realismo-, no le hallamos solución como en el problema del ser en que precisamos también no preguntar a las cosas qué es el ser sino preguntarnos por qué   —114→   nos preguntamos, nosotros, por el ser. De esta suerte, resulta la ontología -en esta filosofía moderna- una preontología.




La crisis del hombre

Con todo, la trascendencia de la nueva filosofía reside en las consecuencias a que hemos llegado en el análisis de la realidad que llamamos «nuestra vida». Pues ¿qué es la crisis actual, sino una crisis del hombre, de la vida humana? El hombre vive hoy como si hubiera enajenado su yo verdadero, sustituyéndolo por otro que realiza de cualquier modo su función. Para el hombre actual la vida es fácil, segura, cómoda; llena de posibilidades ilimitadas, gracias a lo cual lo mismo puede ser o hacer una cosa que otra. La vida es, para él, usufructo, beneficio, propiedad pasiva que se tiene y se goza con tan pleno derecho que ya no exige conquista ni defensa, ni siquiera justificación. Es la nuestra una existencia sin tensión, floja, llana y achatada. Vivimos en el tópico, sin opiniones hondamente pensadas, ni resoluciones decididas con plena responsabilidad y, por tanto, irrevocables. Nuestros mismos conocimientos parecen más hijos de la simple curiosidad que del afán de la verdad, de la necesidad vital de conocer. El problema actual es, pues, devolverle al hombre la vida auténtica que ha perdido, suprimirle los subterfugios y los sustitutivos y enfrentarle con esa realidad enorme y terrible que es existir, vivir y tener un destino, hacerle oír ese grito subterráneo que la existencia se dirige a sí propia por el intermedio de la conciencia y que ella misma, en su noche oscura trata de apagar, tapándose los oídos, temerosa   —115→   de despertarse. Hoy que devolver al hombre actual, seguro, contento, despreocupado, esa preocupación angustiosa que es la nota esencial de la vida y sin la cual, por tanto, no se vive de veras, hacer que sienta la vida como un destino premioso e inexorable, como un problema, un drama, una absoluta paradoja y contradicción. La excesiva confianza y seguridad pierde al hombre actual. Ese sentimiento de posibilidades indefinidas e ilimitadas, que hoy permite a cada uno salirse de su ser, intercambiar su destino, transmigrar a cualquier ocupación o desocupación, disipa inútilmente todo esfuerzo, como se pierde la presión del vapor en el ámbito ilimitado de la atmósfera.

Nuestros conocimientos, nuestro saber ha de ser algo más que una curiosidad. Decía el pensador danés Kierkegaard -al cual habríamos de remontarnos para trazar la genealogía completa de la filosofía más reciente-: «Se trata de encontrar una verdad y para mí la verdad es encontrar la idea por la cual quiero vivir y morir. ¿De qué me serviría descubrir una llamada verdad objetiva si para mí mismo y para mi vida no tuviera una profunda significación? Lo que yo necesito es una plena existencia humana y no una vida meramente cognoscitiva». Hemos de pensar existencialmente de suerte que lo más íntimo de la personalidad asista al pensamiento y sea determinado por su virtud en su dirección y en su última sustancia, en vez de adherirnos sólo intelectualmente, periféricamente a la verdad. En suma nuestras verdades tienen que ser algo que no son hoy; tienen que ser necesidades, creencias. Nuestra vida tiene que ser destino. Nuestras ocupaciones, vocaciones. Ante la vida fácil, que se desmoraliza y deshace a causa de su propia facilidad, hemos de levantar dificultades, exigencias, antítesis; presentarle su trágico problematismo su consustancia   —116→   inseguridad. Sólo así el hombre podrá cambiar su vida falsificada por una vida auténtica; su vida llana, floja, por una vida disciplinada, enérgica, que se exija a sí misma lo más y no se contente a las primeras de cambio con lo menos. Hay que devolver a la vida sus honduras de abismo y sus altitudes de cumbre; lanzar a la conciencia quieta y tranquila del hombre actual venablos inquietantes: aquel venablo de Pindaro: «¡Llega a ser el que tú eres!» y aquel venablo de Nietzsche: «¡Vivid en peligro!». Pues no somos sino vivimos y sólo vivimos cuando somos de verdad nosotros mismos.

Madrid, octubre de 1932.