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ArribaAbajo Arquitectura funcional

Walter Gropius


La arquitectura antigua europea está agobiada por las tradiciones hasta tal punto que, debido al desarrollo gigantesco de la técnica moderna, ha perdido su valor. Estas tradiciones son, en más de un caso, un lastre para el arquitecto creador europeo.

En este sentido, América es más afortunada. Sin encontrar obstáculos por el desarrollo propio de estilos tradicionales se siente hoy más libre para crear con rapidez y sin reservas una nueva época de arquitectura suya. Esto en el supuesto que tenga valor para prescindir decisivamente del imported from Europe, es decir, de la sombra de estilos que perdieron su frescura y su razón de ser, y sea capaz de desarrollar al mismo tiempo las formas arquitectónicas de las raíces y las funciones del «Nuevo Mundo». Por eso voy a hablar de la Arquitectura Funcional. ¿Qué entendemos por ello? Comenzaré formulando unas cuantas observaciones de principio que circunscriban mi posición dentro de la arquitectura, precisándolas y subrayándolas complementariamente con una serie de ilustraciones.

Las relaciones de los pueblos civilizados, su intercambio comercial e intelectual y las facilidades cada vez mayores que el individuo encuentra para desplazarse sobre la tierra -hemos   —156→   vuelto a ser casi nómadas- han traído consigo una pérdida de las formas peculiares de expresión. La antigua riqueza de los trajes típicos diversos ha sido sustituida, en el mundo civilizado, por una homogeneidad que, sin excluir variantes superficiales, muestra, según el temperamento de cada individuo y cada pueblo, una uniformidad general indiscutible. La semejanza de los procesos técnicos y el perfeccionamiento del tráfico comercial, en cuanto a la distribución de las primeras materias, van borrando poco a poco las diferencias resultantes de las distintas premisas materiales dadas en cada uno de los sectores de producción y, simultáneamente, las antiguas trabas que limitaban la movilidad espiritual de individuos y naciones desaparecen, dando paso a una mayor libertad intelectual. En la búsqueda de un nuevo plan de vida para una nueva sociedad, las exigencias que nuestro tiempo plantea a la forma van más allá de lo específico y lo regional, tendiendo a procurar, para todos, el denominador espiritual común que habrá de fijar la forma del mundo aparente. Este nuevo criterio traspasa, pues, las fronteras de los órdenes anteriores. Y los dos círculos concéntricos del «Yo» y de la nación quedan encerrados dentro de otro, más amplio: la humanidad civilizada. La interdependencia de estos círculos va haciéndose cada vez mayor a consecuencia de la intensificación del tráfico. La semejanza de medios de expresión que, aislada o conjuntamente se crean, tiene por consecuencia una afinidad de expresión y forma.

Hechos son estos que a nadie pueden ya pasar inadvertidos. Lo mismo que el vestido, nuestros medios de locomoción, nuestras casas y nuestras ciudades van siendo cada vez más semejantes, sin que por ello el mundo resulte monótono. Pues las diferencias   —157→   de clima y de temperamento se encargan de mantener una variedad rítmica. Recuérdese que ya el goticismo llegó a ser intereuropeo, no obstante la dificultad de comunicaciones que había en la Edad Media. Y ¡cuánto más favorable a estos intercambios espirituales no ha de ser nuestra época provista de fácil e intensa comunicación!

En el período que acaba de cerrarse, la arquitectura cayó en una concepción sentimental, estético-decorativa; veía su fin en el empleo exterior de motivos y ornamentos que cubrían los edificios sin relación alguna necesaria con su estructura interna. El edificio llegó a ser así una ostentación de formas ornamentales muertas y no ya un organismo animado. En esta decadencia se perdió la relación viva con los progresos de la técnica y con sus nuevos materiales y construcciones. El arquitecto, el artista, permaneció estancado en un esteticismo académico. Fatigado y prisionero de convencionalismos perdió el sentido de la estructuración de los edificios y de las cosas. Esta evolución formalista, reflejada en los múltiples «ismos» que se sucedieron durante el último decenio, parece haber llegado ahora a su límite final. Un nuevo sentido esencial de la arquitectura se ha desarrollado simultáneamente en todos los países civilizados. Crece la convicción de que en la arquitectura se inicia y termina una viva voluntad de estructuración que asienta sus raíces en la totalidad de la sociedad y de su vida y encierra todos los sectores de la forma. Consecuencia de este nuevo y más profundo concepto, y de sus nuevos medios técnicos, ha sido una forma arquitectónica nueva, que no encuentra ya en sí misma su razón de ser, sino que nace de la esencia de la obra arquitectónica, de la función que la misma ha de cumplir. De aquí la expresión arquitectura funcional.

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La pasada época del formalismo invirtió el principio de que la esencia de una obra arquitectónica determina su técnica, y ésta, a la vez, su forma. Atenta sólo a la forma exterior y a los medios de plasmarla, olvidó lo esencial. Pero el nuevo espíritu estructurador, que empieza ahora a desarrollarse con lentitud, vuelve a penetrar hasta el fondo de las cosas. Para construir algo de manera que funcione debidamente -un mueble o una casa- se investiga primero su esencia. La investigación de la función o la esencia de una obra arquitectónica se halla tan ligada a los límites de la mecánica, la óptica y la acústica como a las leyes de la proporción. La proporción es cosa que atañe al mundo espiritual, y la materia y la construcción se nos presentan como intermediarios por medio de los cuales se manifiesta el genio de su creador. Va ligada a la función de la obra arquitectónica, testimonio de su esencia, y es lo que le da ritmo y vida espiritual propia por encima de su valor utilitario. Entre las múltiples soluciones posibles igualmente económicas -y hay muchas para cada problema arquitectónico- el creador elige entre aquellas que le brinda su tiempo, la que sea más conforme a su sensibilidad personal. De esta suerte, la obra lleva la firma de su autor. Pero sería equivocado deducir de esto que sea obligatorio destacar a toda costa lo individual. Al contrario, la voluntad de alcanzar una imagen unitaria del mundo que caracterice nuestra época presupone el anhelo de libertar los valores espirituales de su limitación individual exaltándolos a la validez objetiva. Automáticamente seguirá la unidad de la forma externa, signo de cultura. En la arquitectura moderna se discierne con claridad la objetivación de lo personal y de lo nacional. Una unificación del carácter constructivo, favorecida por las comunicaciones   —159→   mundiales y la técnica, y llevada más allá de las limitaciones propias a pueblos e individuos, se está abriendo paso. La arquitectura es siempre nacional, es también siempre individual, pero de los tres círculos concéntricos: Individuo, Nación, Humanidad; el último y mayor contiene a los dos restantes.

La investigación de la esencia es el trabajo preparatorio más urgente que debe acometer el arquitecto moderno. La eficacia, influjo y significación que goce en los tiempos venideros dependerán de la capacidad espiritual que aquél posea para adaptarse a nuevos rumbos, de su fuerza para extraer del sentido de nuestra época de orientación técnico-económica, su elevada misión: esto es, concebir la construcción como una estructuración de procesos vitales. Con este criterio el arquitecto no perderá terreno, sino que lo ganará, a pesar de la presión que ejercen los métodos industriales. Merced a su actuación habrá de hacer comprender al público que jamás podrá ser sustituido por el ingeniero, pues la esencia de su profesión no es la de un técnico, sino la de un organizador sintético, cuya misión consiste en reunir en un cerebro todos los problemas científicos, técnicos, sociales, económicos y formales de la construcción fundiéndolos con arreglo a un plan bien meditado y en colaboración con numerosos especialistas, dentro de una obra unitaria.

Voy diseñando aquí en breves trazos algo de la teoría que en la «Escuela Superior de Construcción» por mí fundada, la Bauhaus, se ha desarrollado en un decenio.

Toda labor creadora tiende a dar forma al espacio. Pero si cada uno de los detalles parciales ha de hallarse en relación con una unidad más amplia -y tal es el objetivo de la nueva arquitectura- será necesario dominar el empleo de los medios reales   —160→   y espirituales para la estructuración espacial de todo lo reunido en la obra de conjunto. Además de su formación técnica y profesional el constructor ha de aprender un lenguaje especial de las formas, a fin de que su ideación sea fructífera. Los elementos de las formas y de los colores equivalen a sonidos de un idioma, y sus leyes constructivas a la gramática del mismo. La inteligencia ha de conocerlos y guiar la mano constructora, para que una idea creadora pueda hacerse sensible. El músico que quiere hacer objetivamente audible una idea musical surgida en su audición interna, necesita, para expresarla, además del instrumento, el conocimiento del contrapunto, de la teoría normativa de la arquitectura de los sonidos, teoría sujeta desde luego a variantes, pero siempre superindividual. Sin su dominio la idea permanece en el caos. Pues la libertad de la creación no reposa en la infinidad de los medios expresivos y formales, sino en una libre movilidad dentro de su estricta limitación normativa. Así la obra de Bach «Piano bien temperado» significa un convenio social para ordenar el mundo caótico de los sonidos. Aquello que aun hoy día es para el músico una premisa lógica de su labor creadora, esto es, el conocimiento de la teoría, el constructor tiene todavía que volver a hallarlo. La academia, cuya misión hubiera sido cultivarlo y desarrollarlo, fracasó al perder su enlace con la realidad. Tal teoría no es en modo alguno una receta para producir obras de arte, sino el medio objetivo más importante para el trabajo colectivo de estructuración. Prepara la base común sobre la cual una multiplicidad de individualidades puedan luego crear en colaboración una obra unitaria más alta. No es la obra del individuo aislado, sino de muchas generaciones.

Lo que da sentido a las formas y a los colores es su relación   —161→   con nuestro íntimo ser humano. Aislados o en relación unas con otros son medios expresivos de emociones diversas y de distintos movimientos anímicos. Así, el rojo provoca muy diferentes sensaciones que el azul o el amarillo, y las formas redondeadas nos hablan de distinta manera que las agudas o quebradas. Estos elementos básicos son los sonidos con los cuales se construye la gramática de la forma y sus reglas del ritmo, de la proporción, del claroscuro, del equilibrio y del espacio lleno o vacío. Tanto los sonidos como la gramática pueden aprenderse; pero lo más importante, la vida orgánica de la obra creada, procede de la potencia creadora original del individuo que busca y crea, dentro de aquellas normas objetivas, sus medios privativos de composición. Esta brújula viva será siempre lo decisivo y esencial. Pues el anhelo de exactitud y de unidad entraña el peligro, para los débiles, de eliminar el orden animado. El espíritu muere ahogado por lo mecanicista y por el número (su expresión) cuando no se alimenta continuamente en las fuentes de lo inconsciente.

WALTER GROPIUS