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ArribaAbajo El medievalismo en la pintura colonial

Mariano Picón Salas


El Renacimiento y su clara preceptiva formal, apenas rozaron la superficie del alma española. Los mismos arquitectos que llevaron a la culta Salamanca en el siglo XVI, la firme voluntad constructiva del orden renacentista, como obedeciendo a un imperativo racial, ya agregaban a sus imitaciones, espontáneos elementos barrocos. Comparado con el racionalismo renacentista el barroco es intuición, contenido más que forma. Ello expresa mejor el pathos hispánico; por eso el espíritu español pasa de lo medieval a lo barroco haciendo apenas el tránsito por un Renacimiento convencional y académico, extraño a su alma. En la América colonial no tuvimos siquiera esa transitoria etapa renacentista, y los hombres rudos y devotos que fundaron las primeras ciudades, dijérase que habían traído de España la ya fugitiva Edad Media. Luego veremos cómo la misma condición de la tierra no hizo sino arraigar más este medievalismo. Así, mientras en pleno siglo XVI impera en Europa la forma italiana, los artistas coloniales de Perú, Méjico o Quito, semejan primitivos del siglo XIII. Son más contemporáneos de Giotto o de Cimabue o de los pintores medievales de España, que de Rafael o de Tiziano. Entraremos en esas pinturas coloniales captando su gracia ingenua, su tosca frontalidad, su deseo de anécdota que no satisfecho con lo que ya narra el cuadro, colma los espacios vacíos con luengas explicaciones que completan la narración. Un pintor cuzqueño   —163→   pinta por ejemplo, con detallado patetismo los tormentos de un condenado, y no satisfecho con sus figuras monstruosas, aun graba al pie del cuadro versos alusivos:



   Dolores, ansias sin cuento,
volcanes, garfios, cadenas,
aunque son crueles penas
no son el mayor tormento.

   No ver a Dios ni un momento,
esta es la pena sin par
y en aquella obscura cárcel
sin Dios y sin fin penar.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

    Aqueste horrible tormento
con la gran pena de daño,
no serán penas de un año,
siglos durarán sin cuento.



Para comprender la Colonia y gustar su perfume espiritual, es, pues, preciso no hacer la mueca liberalota de nuestros escritores del siglo XIX que la confundieron en la fórmula simple de «tosquedad» e «ignorancia», sino entrar en la religiosidad esencial que la caracteriza, ahondarla y explicársela, aunque otras formas espurias que a ella se agreguen (lujuria, morosidad y amaneramiento en el trato y la vida social, quisquillosidad exagerada, gula o simonía), intenten paralogizarnos. El error de la historiografía liberal que hasta ahora mantuvo fórmulas estereotipadas sobre dicha época, es aplicar a nuestra vida criolla el sincronismo de la historia europea. Culpamos hasta a la administración española de nuestro medievalismo colonial, que era la única fórmula cultural posible. Por eso es la Colonia el capítulo de historia americana menos claramente conocido; ha inspirado   —164→   hasta ahora sólo nociones pintorescas o interpretaciones volterianas a la graciosa manera de Ricardo Palma. Su esencia espiritual permanece virgen, y hallaría allí la naciente sociología americana un rico venero de estudio.

La comparación con la Edad Media, quizá, sea un punto de partida para esclarecer esta época. Aunque nuestra conquista corresponde en el sincronismo de la historia europea al siglo del Renacimiento, ya sabemos por qué esas formas renacentistas, ajenas a la misma España, no podían arraigar entre nosotros. Por uno o dos hombres de espíritu renacentista como el poeta Ercilla o el gentil caballero García Hurtado de Mendoza en la conquista de Chile, viene a América la masa de soldados en quienes la Edad Media española con su orgullo municipal, su folklore y su devoción, vivía la obstinada vida del instinto. El escenario americano, el aporte de la superstición indígena a la devoción española, la distancia del ámbito cultural europeo, el primitivismo que pide el nuevo ambiente de conquista para adaptarse a él, la curiosa traslación que el fraile o el misionero deben hacer de las verdades de su fe a la imaginación del indígena, no hacen sino acentuar dicho medievalismo. Así en el terreno de la historia social las guerras civiles peruanas ya en el tiempo de Pizarro, las luchas entre vascongados y extremeños por la plata de Potosí en el siglo XVII, las facciones de los «Vicuñas» en el Alto Perú, podrían compararse con las bandas italianas de la Edad Media. Y la guerra contra el indio bravo, la guerra araucana en Chile, por ejemplo, pone en la vida colonial que se torna morosa una como voluntad de cruzada.

Pero la imagen visual nos llevaría por un camino más rápido a precisar el tono de dicho medievalismo. Recientemente, el escritor peruano F. Cossio del Pomar ha reunido en un libro de rica iconografía (Pintura Colonial. Escuela Cuzqueña. H. G. Rozas, editor, Cuzco) algunas de las obras más características de aquella escuela vernácula de pintura. El libro no alivianado de un gran lastre retórico, tiene escaso valor crítico, pero suministra   —165→   curiosas noticias sobre la vida de los pintores coloniales y un material gráfico propicio al juicio comparativo. Hubo en el Cuzco sus Giottos y sus Cimabues coloniales que más que la forma del Renacimiento, sincrónica en el tiempo, parecieron recoger una tradición medieval venida con el conquistador o el fraile y más cercana de su espíritu. No sólo en la técnica primitiva, la frontalidad y el detallismo ingenuo, el carácter narrativo de la pintura, el amor con que trata el episodio sin subordinarlo al conjunto, recuerda esta pintura la de los primitivos europeos. Como los pintores de la Italia del siglo XIII reaccionando contra el rígido arte bizantino para darle a las escenas religiosas mayor intimidad, descubren ya ingenuamente la realidad italiana, los pintores coloniales de El Cuzco visten a la Virgen con el traje de una mestiza rica, o hacen que presida la procesión de Corpus, el Inca Sairi Ttupacc.

El goce moderno del Arte Puro, de la libre invención estética, no corresponde naturalmente a esta pintura realizada con pasiva honradez de artesano. El pintor (suele ser un lego que bebe la sopa de un convento, o un mestizo que tiene habilidad para otras artes manuales) pinta porque ha ocurrido en la ciudad un milagroso suceso de que conviene a la Religión guardar memoria, o un rico se paga un cuadro religioso a manera de exvoto, o bien el cuadro cumple una didáctica de devoción describiendo en impresionantes episodios las penas del Infierno. Esa intención didáctica se afirma con las palabras escritas al pie, o en un ángulo del lienzo. Uno de los cuadros cuzqueños de mayor vida espiritual, el «Retrato de Fray Juan de Escudero» que se conserva en el Convento de Santo Domingo de El Cuzco, relata en cuidada caligrafía puesta al margen, los méritos del representado. No necesitara hacerlo porque en los ojos místicos y la ascética mano sobre el pecho se consume el amor a Dios y la ausencia del mundo. (Es el cuadro más próximo a la tradición española del siglo XVI que conozcamos entre los cuzqueños; no ha sido realizado seguramente, por mano mestiza; el medievalismo de la pintura   —166→   colonial se hace aquí melodía barroca.) El cuadro civil suelen ponerlo de moda los jesuitas, quienes se acercan más al mundo laico de la nobleza, la magistratura o el dinero. Grandes lienzos, abundantes de personajes y datos genealógicos, representan en la Iglesia de la Compañía de El Cuzco las bodas de don Martín de Loyola, Gobernador de Chile, con la princesa mestiza Beatriz Ñusta y de don Beltrán García de Loyola con doña Lorenza de Idiáquez. En medio de la representación cortesana de ambos cuadros y las golillas y terciopelos de fines del siglo XVI que visten los personajes, no falta el detalle medieval como la alegoría de la ciudad celeste representada al fondo.

En temas más próximos de su fantasía sencilla puso el artista colonial mayor emoción y don verídico. Pequeños retablos de escenas evangélicas donde la Huida a Egipto de José, María y el Niño, parece el viaje de una apuesta familia mestiza que bajara a El Cuzco en rumoroso día de mercado. Entretiénese en el detalle naturalista, en dibujar con escrupulosidad lineal la pluma del sombrero que lleva la Virgen o la humilde flor del camino. Nos hacen pensar en la Italia franciscana del siglo XIII, en Asís y en el Giotto estos retablos. Es un lenguaje de ternura, un infantil y gozoso estilo balbuciente que florecía como supervivencia de la Edad Media, cuando ya el agitado Barroco empezaba a poblar las iglesias americanas del siglo XVII con las retorcidas volutas doradas de sus altares, con su retórica profusa que hace de los dos últimos siglos coloniales siglos de estilización y conceptismo.

Santiago de Chile, 1931

MARIANO PICÓN SALAS