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ArribaAbajoRemedios del amor

[Texto basado en la edición de Pamplona de 1785. Tomo VII. Páginas 379-429]

§. I

1. Habiendo explicado en el discurso pasado la enfermedad, conviene que en éste tratemos del remedio. Dos errores opuestos, muy frecuentes uno y otro, hallo en esta materia. Los que adolecen gravemente   —380→   de esta pasión, la juzgan absolutamente incurable con remedios naturales; los que no la padecen tienen por fácil su curación. Parece que los primeros deben ser creídos por experimentados, pues gimiendo debajo de tan penosa dolencia, no es creíble que no hayan tentado la cura. A nadie   —381→   faltan consejeros que le prescriban remedios que se hallan escritos en varios libros de ética. Pero la experiencia muestra a cada paso que a estos enfermos se puede aplicar también   —382→   lo que Sidenhan dijo de otros: Aegri curantur in libris, et moriuntur in lectis.

2. Los segundos por el contrario, imaginan que el amor   —383→   se quita cuando se quiere, como con la mano. Esto consiste en que a bulto se hacen la cuenta de que siendo la voluntad potencia libre y el amor acto suyo, ama cuando   —384→   quiere, y no ama cuando no quiere; proposiciones en un sentido idénticas y en otros falsísimas. Vengo en que la voluntad pueda suspender el acto de amar, y aun hacer actos   —385→   contrarios a él; pero ¿sin dificultad, sin repugnancia, sin hacerse una especie de violencia a sí misma? Eso parece que significa el poner tan pendiente de su arbitrio dejar de amar,   —386→   y eso niego que suceda. Fuera de que la cuestión no procede tanto del amor actual, cuanto de aquella disposición o inclinación a amar, originada de la dulce y atractiva impresión   —387→   que hace en el corazón el objeto. Esta inclinación es la que juzgan absolutamente insuperable los amantes. Tan arraigada miran su pasión en el pecho, que en su dictamen   —388→   es imposible, sin arrancar el pecho, arrancar la pasión: Da amantem, et sentiet quod dico.

3. No pocos de los que son insensibles al amor, o muy   —389→   tibios en querer, miran el exceso del cariño como hijo de la cortedad de entendimiento. Así desprecian a los que ven muy apasionados, burlándose de ellos como de unos hombres   —390→   mentecatos o medio estúpidos; pero quisiera yo saber si tienen por mentecato o medio estúpido a la águila de los ingenios, al gran agustino, pues es ciertísimo que este   —391→   hombre prodigioso fue de un corazón extremadamente afectuoso y de una ternura incomparable. Veense en el libro 4 de sus Confesiones las angustias y lamentos que le costó la   —392→   muerte de un amigo. Apenas en alguno de los más ponderativos poetas se leen expresiones más vivas de dolor en la pérdida del objeto amado. Dice, entre otras cosas, que   —393→   aborrecía su propia vida porque le faltaba la mitad del alma, y que, con todo, temía la muerte sólo porque en él no acabase de morirse el amigo. ¡Qué corazón tan tierno   —394→   aquel a quien hacía derramar lágrimas, como él mismo testifica en el libro primero de las Confesiones, la tragedia de la enamorada Dido, leída en el cuarto de la Eneida!

4. Quisiera saber si tienen por mentecato o medio estúpido a un San Bernardo. Léase su Sermón XXVI Sobre los Cantares, donde, lamentando la muerte de su amadísimo hermano Gerardo, prorrumpe en las más dolorosas cláusulas, en los más tiernos gemidos que en la mayor tragedia puede alentar un corazón desolado. «Obra (dice, entre otras muchas cosas, quejándose de verse separado de él), obra verdaderamente de la muerte, divorcio horrendo!, porque ¿quién se atrevería a desatar el dulce vínculo de nuestro mucho amor, sino la muerte, enemiga de toda suavidad? Verdaderamente muerte, la cual, arrebatando a uno, nos mató a entrambos furiosa. Por ventura ¿no me cogió a mí también la muerte? Sí, ciertamente, y aún más a mí que a Gerardo, pues me acarreó una vida más infeliz que toda muerte. Vivo, sí, más para morir viviendo, y ¿esto se puede llamar vida? ¡Cuánto más benigna fueras conmigo oh austera muerte, si enteramente me privases de la vida!» Y más abajo: «Siendo los dos un mismo corazón y una alma misma, la mía y la suya penetró a un tiempo el cuchillo de la muerte, y, dividiéndola en dos partes, colocó la una en el cielo, dejando la otra en el cieno. Yo, yo, pues, aquella porción mísera que quedó postrada en el lodo, estoy truncado de la parte mejor del   —395→   alma; ¿y se me dice que no llore? Me han arrancado las entrañas, ¿y se me dice que no sienta?», etc. ¿No es éste el punto más alto adonde puede subir el amor?

5. Quisiera saber si tienen por mentecato o medio estúpido a Angelo Policiano, aquel a quien Erasmo llamó Mente angélica y milagro raro de la Naturaleza. Este gran hombre, según refiere Varillas en sus Anécdotas de Florencia, murió de una vehementísima y justamente torpísima pasión amorosa; tan embelesado en su objeto, que oprimido ya de una grave fiebre, que había encendido en sus venas el amor, se levantó del lecho, tomando un laúd, se puso a acompañar con él una tristísima canción, que había compuesto al motivo de su dolencia, con tan violentos afectos, que al acabar de cantar el segundo verso expiró. ¿Qué diré del Petrarca, reconocido por el padre Felipe Labbé, y aun por todos, por el príncipe de su siglo en ingenio y elocuencia, tan pasado de amor por la bella y sabia francesa Laura, que treinta años que vivió, después que la vio y trató cerca de Aviñón (y los últimos diez ya era muerta), no hizo más que cantar   —396→   y gemir por ella? Aunque no honra tanto a la memoria de esta rara mujer el amor de aquel famoso ingenio como el obsequio que a sus cenizas hizo el rey Francisco I de visitar su sepulcro y componer un epitafio poético, que aun hoy se mira grabado en él. Sería infinito si hubiese de juntar todos los ejemplares que hay en prueba de que una voluntad tiernísima no está reñida con un entendimiento agudísimo. No falta quien pretenda que la blandura de corazón es prueba de ingenio; y aunque yo no admito ésta por regla general, es cierto que hombre duro dificultosamente hará conmigo las pruebas de ingenioso. Rudo es anagrama de duro; rudeza, de dureza, y acaso no hay menos consecuencia de uno a otro en los significados que identidad en las letras.

§. II

6. Volviendo a nuestro propósito, digo que tengo por igualmente falsas las dos opiniones propuestas. Juzgo absolutamente curable la pasión amorosa. Esto es contra la primera opinión. Contra la segunda afirmo que su curación es muy difícil. Para lo segundo no es menester más prueba que la experimental de tantos dolientes que suspiran por el remedio, y aun consultando muchos y sabios médicos no le encuentran.

7. Por lo que mira a lo primero, desde luego convengo en que los remedios naturales que hasta ahora se han discurrido respecto de las pasiones grandes son muy poco eficaces o absolutamente insuficientes. Y si yo no tuviera alguna receta particular contra este mal, que desde luego prometo al lector, no me metería en el asunto.

8. Nótese que cuando digo que los remedios que hasta ahora se han discurrido son insuficientes limito la proposición a los remedios naturales; porque si se habla de auxilio de la divina gracia, implorado por medio de fervorosas oraciones y otras obras pías, no hay duda de que éste es remedio, no sólo idóneo, sino infalible. Así, de éste se debe usar siempre y apreciarse infinitamente más que todos los remedios naturales. Mas como yo no hago ahora el papel de teólogo, sino el de filósofo, y, por otra parte, sería   —397→   ocioso repetir aquí una doctrina que tantos varones doctos y espirituales han escrito con alta discreción, me ceñiré precisamente al examen de los remedios naturales.

9. Supónese que cuando se inquiere el remedio se habla del amor, que es enfermedad, esto es, del amor delincuente, porque el amor santo antes es salud, el indiferente ni aprovecha ni incomoda. Pero advierto que el amor puede ser delincuente, no sólo por impuro, mas también por nimio. Así San Agustín confesaba a Dios, como delito suyo, el gran amor que tenía a aquel amigo, de quien hablamos arriba. Sólo en el amor de Dios no cabe exceso vicioso: cuanto más intenso, tanto mejor. El de la criatura debe contenerse en una esfera muy limitada. Si se enciende mucho, es la llama del amor humo de la virtud. Si arrastra, si se apodera del corazón algún bien criado, le roba a la Deidad la víctima más debida. Viene a ser esto erigir un ídolo sobre el altar donde únicamente debe recibir cultos el Criador. Pero es verdad que no mezclándose algo de torpeza, rarísima vez el amor de la criatura viene a ser tan desmedido que llegue a pecado grave. Así nuestra principal mira será la curación del amor impuro. Veamos qué nos han dicho sobre tan importante asunto nuestros antepasados.

§. III

10. El famoso médico Lucas Tozzi, tocando este punto en el tratado De recto usu sex rerum non naturalium, cita suppresis nominibus algunos autores, que dictan para la curación del amor los mismos remedios que comunísimamente se aplican a las fiebres materiales, esto es, purgas y sangrías; pero éstas tan repetidas, que lleguen a evacuar toda la sangre que hay en las venas, pretendiendo que en ella está radicado el mal, y con la sucesiva generación de nueva sangre, sin perder la vida, se extinguirá la pasión. Excogitarunt plerique (dice) universum veterem sanguinem e corpore amantis esse axahuriendum, ut ex novi sanguinis benigniori conditione fascinum rei amatae penitus deleretur, vel si hoc fieri nequeat, esse corpus ejusdem pluries ab atra, et deleteria infectione repurgandum quam ipsum contraxisse aiunt: in quam rem et sirupi, et aquae, et electuaria ,   —398→   et pharmaca corrigentia simul, et emundantia ejuscemodi inquinamenta commendatur. Y porque no falte cosa esencial de lo que se aplica a las fiebres corpóreas, prescriben también el uso de los cordiales. Exhilarantes praeterea confectiones (prosigue Tozzi) epithemata cordialia, oblutiones attemperantes, et alia similia, ab iisdem proponuntur8.

11. El citado autor se burla de estos recetantes, y con mucha razón. Con la sangre nueva subsiste la misma textura de las fibras del cerebro y del corazón; por consiguiente,   —399→   la misma impresión del objeto en uno y otro que con la antigua. Ni la nueva para el efecto es de distinta condición que la extraída, porque una y otra siguen la condición individual del sujeto. Y ¿quién no ve que si la renovación de sangre fuese medio para extinguir la pasión, ésta se curaría en breve tiempo, sin recurrir a la lanceta? Es evidente que en el espacio de un año se renueva, no una, sino muchas veces, toda la sangre. ¿De dónde lo sé?, me preguntarán algunos. Respondo que lo infiero claramente de la necesidad diaria de nutrición. ¿De qué proviene la indigencia diaria de nutrirnos sino de la diaria consunción de la sangre? Hipócrates dijo que nadie, sin comer ni beber, podía vivir de siete días arriba; y es cierto   —400→   que muy poco más se podrá alargar la vida careciendo de todo nutrimento, exceptuando casos y temperamentos extraordinarios; de lo que con evidencia se infiere que en ese espacio de tiempo se consume tanta porción de sangre, ya en la transpiración, ya en la nutrición de los miembros, que faltará la precisa para sustentar la vida, si con el alimento no se forma nuevo quilo, y con nuevo quilo, nueva sangre. Pregunto ahora, ¿cuántas veces se le renovaría toda la sangre al Petrarca en los treinta años que vivió, después que conoció a la bella Laura? El amor, sin embargo, vivió en él mientras él vivió, sin que la estación fría de la senectud minorase su ardor, como él mismo testificó, cuando dijo que se le iba mudando el cabello (esto es, de negro a blanco) sin poder mudar su obstinada pasión:


Que vo cangiando il pelo
Ne cangiar posso l'ostinata voglia.

12. Lo propio digo de purgantes y cordiales. El amor no reside en la flema, en la melancolía, en la cólera o algún otro humor extraíble por catárticos, diuréticos o sudoríficos. Así se ve que esta llama prende en toda especie de temperamentos, ya bien, ya mal condicionados. Convengo en que los genios muy alegres son los menos aptos para concebir grandes pasiones. Pero ¿qué genio pasó jamás de triste a muy alegre con el uso de cordiales? Éstos, dado que sean remedios, son unos remedios pasajeros, cuyo efecto dura pocas horas. No hay cordial tan activo como el vino generoso. ¿Será el vino remedio de amor? Confortará, es verdad, el corazón y le desahogará del peso con que le oprime una pasión grande; mas ya se sabe que la alegría que infunde el vino se termina a una o dos horas, con que estará precisado el enamorado, para remediarse, a repetir ocho veces cada día, o los tragos, o las confecciones cardiacas. Esto sin entrar en cuenta el riesgo de que lo que aquieta el corazón pase la inquietud a otra entraña.

§. IV

13. Despreciados, pues, estos físicos sueños, pasemos a aquellos remedios que se hallan más autorizados   —401→   y logran aceptación entre los hombres cordatos. El primero es la ausencia del objeto amado.


Manat amor tectus, si non ab amante recedas
Utile finitimis abstinuisse locis,

dijo Ovidio, muy práctico en estas materias, y Propercio, que no lo era mucho menos, pues en muchas de sus composiciones no respiraba sino las llamas que encendía en su pecho su decantada Cintia:


Unum erit auxilium mutatis, Cinthia, terris:
Quantum oculis animo, tam procul ibit amor.

14. Creo que este remedio es bonísimo en los principios del mal: también en las pasiones tibias, aunque sean algo inveteradas; finalmente, aunque la pasión, ni sea tibia ni recién nacida, aprovechará a genios inconstantes, porque éstos, de donde apartan los sentidos, apartan toda el alma. Mas si la pasión fuere muy fuerte y el corazón también lo fuere, hay poco que fiar de este expediente. Apártase el cuerpo y se queda el alma, o aunque se vaya el alma va con ella el amor: por eso, oportunamente, comparó el gran poeta un corazón penetrado de la pasión amorosa a la cierva herida, que por más que huya, lleva siempre clavada la flecha que le disparó el cazador: Haeret lateri laetatis arundo. Propercio, aunque tan decisivamente recomendó la ausencia por eficacísimo remedio del amor, parece que usó de ella sin que le sirviese de cosa. Él, por lo menos, en el lugar mismo que alegamos arriba, habla de su viaje a Atenas como cosa ya resuelta y emprendida a este fin:


Magnum iter, ad doctas proficisci cogor Athenas,
Ut me longa gravi solvat amore via.

     Si ejecutó el viaje, no le aprovechó el remedio, pues en el libro IV de sus Elegías vemos una en que habla de Cintia, ya muerta, con expresiones que le declaran aún apasionado. Ni se piense que Cintia era una hermosura puramente ideal o fingida para dar materia a versos amatorios. Fue mentido el nombre, no el sujeto. Su verdadero nombre fue Hostilia, según dice Apuleyo, y Propercio, que ardía por ella, la sacó en sus poesías disfrazada con el   —402→   nombre de Cintia, por ocultar el objeto de su pasión.

15. Tiene también este remedio el defecto de que para los más es impracticable. Son pocos los que pueden mudar de país por largo tiempo, y si la ausencia es corta, más enciende el amor que le apaga.

§. V

16. El segundo es lidiar contra la pasión a los principios. Éste también es precepto de Ovidio: Principiis obsta. Pero no advirtió (¡grave omisión!) cómo o con qué armas se debe combatir. Yo digo que en primer lugar, evitando la vista y trato de la persona de que empiezas a prendarte. En segundo, contemplando el riesgo a que te pones, las malas consecuencias que a tu conciencia, a tu honra, a tu hacienda, a tu quietud puede acarrear tu pasión. En tercero, frecuentando la conversación de sujetos prudentes y serios, en que comprehendo la lectura de autores graves y modestos, aunque sean profanos. Bueno es todo esto; pero mayor asunto emprendemos, que es curar la pasión ya radicada. Para remediar el mal en los principios no es menester mucha medicina.

§. VI

17. El tercer remedio es ocupar mucho la atención en otras cosas, aplicarse a varios negocios que llamen fuertemente el cuidado y tengan el ánimo en casi continua agitación. También es receta de Ovidio, que en orden a la cura de este mal llenó tanto el asunto que hasta ahora nadie añadió cosa de momento a lo que él dejó escrito. Este remedio parece que ha de ser eficacísimo, porque la limitación del corazón humano no permite ordinariamente hospedarse en él dos cuidados muy intensos, los cuales, por lo común, se han como las formas substanciales, que la introducción de una en el sujeto es expulsión de la precedente: mas si se mira con atenta reflexión, se hallará defectuoso por varios capítulos.

18. Lo primero, se han visto, y creo se ven hoy, varios sujetos que, con manejar grandes e importantísimos negocios, mantuvieron firme su fervorosa pasión. Ejemplos famosos son Marco Antonio, que, disputando   —403→   a Augusto el gobierno del orbe, no desistía de idolatrar a su Cleopatra; y Enrico el Grande, que, ocupado en tantos gravísimos cuidados políticos y militares, como pedía la ardua pretensión de la monarquía francesa, siempre, con todo, tenía entregada más de la mitad del alma a esta o aquella hermosura.

19. Lo segundo, no todos, aunque quieran, pueden ocuparse en negocios que interesen mucho su atención. Muchos, y aun los más, están constituidos en tal estado, que les es preciso continuar siempre una misma serie de vida, sin meterse en empeños extraordinarios, los cuales les ocasionarían grandes incomodidades y arruinarían todas sus conveniencias.

20. Lo tercero, este remedio sólo podrá aprovechar en pasiones tibias, que son las que menos necesitan de remedio, o que le tienen fácil en el albedrío de cada uno. Porque pongamos a un hombre tan intensamente enamorado que esté dispuesto a sacrificar la hacienda, la honra, la salud y aun exponer el alma por su pasión. Propónganle a éste que se emplee en negocios tan importantes que le distraigan de su amoroso cuidado, porque en eso consiste su cura. Digo que, en tales circunstancias, lo que se le propone es una quimera. La razón es clara, porque respecto de quien prefiere su pasión a todos los demás intereses, no puede ocurrir negocio tan importante que le distraiga de ella. En el logro de ella concibe su mayor interés y la suprema importancia. Siempre arrastrará más su atención lo que prácticamente considera más importante; luego estando en aquella disposición, no puede ocurrir cosa que llame más su cuidado que su pasión.

21. Más. Yo creo que, rarísimo, constituido en aquellos términos, se sujetará a esta especie de cura, porque es muy violenta. ¿Qué cosa más opuesta a su inclinación que abandonar un cuidado que tiene, respecto de voluntad, el supremo atractivo, por el cuidado de otras cosas que desprecia o estima en poco? Así será menester otro remedio para que acepte ese remedio, y el que le aceptare se puede dar por cierto que ya está medio curado. Pero doy que,   —404→   aun estando muy fuerte su pasión, se esfuerce a aplicarse a otros negocios. ¿Qué le sucederá? Que no logrará el intento de desviar el alma del objeto que le apasiona; porque, ¿cómo el menor atractivo ha de tener más fuerza que el mayor para arrastrarle? ¿Cómo el menor peso ha de inclinar la balanza hacia su lado? Así, después de forcejar algún tiempo, dejará el uso del remedio como inútil.

22. ¿Quieres ver dos pruebas prácticas de lo que voy razonando? Véalas aquí. El autor del libro intitulado Anales de la corte y de París de los años de 1697 y 1698, refiere que habiéndose declarado el príncipe de Conti pretendiente a la corona de Polonia, apadrinado para el logro por el gran poder de la Francia, tomó con suma tibieza tan importante negociación. ¿Y por qué? ¿Faltábale por ventura actividad o ambición? Nada de eso, sino que, si pasase a Polonia, era preciso dejar en París una señora a quien amaba con extremo. El autor de las Memorias concernientes al reinado de Carlos IV, duque de Lorena, refiere que estando este príncipe en Bruselas se apasionó furiosamente por la hija de un burgomaestre de aquella villa. La madre, que era una matrona muy seria, la guardaba con suma vigilancia, de modo que al duque, por más que lo solicitó, le fue imposible hablar ni una palabras a solas a la doncella. Finalmente, habiendo concurrido en un festín la madre, la hija y el duque, con otras personas principales del pueblo, como la pasión del duque era notoria a todos, por modo de chanza se empezó a hablar de ella, y el duque tomó de aquí ocasión para poner a todos los del concurso por intercesores con la madre, para que dentro del mismo salón y a los ojos de todos le permitiese hablar, algo apartado, pocas palabras en secreto con la hija. Rehusándolo siempre la madre, propuso el duque la condición de hablarla no más que el tiempo que pudiese sufrir un ascua encendida apretada en la mano. Sobre un pacto tan áspero y de tan difícil ejecución, instaron todos tanto, que la madre convino en él, persuadida a que apenas tomaría la ascua en la mano cuando se la haría arrojar el dolor, y la conversación se acabaría al abrir los labios para empezarla. Apartose, pues, el duque   —405→   con la doncella, tomó la ascua en la mano, dio principio el coloquio y fue prosiguiendo en él algún tiempo, con admiración de todos, hasta que la celosa madre, no pudiendo sufrirlo, acudió a estorbarlo. En efecto, halló la brasa ya enteramente apagada, a costa del intensísimo dolor que sufrió el duque apretándola en la mano para extinguirla. Véase ahora si la ansia de una corona, si el dolor de la adustión no divierten el cuidado ni entibian el ardor de una pasión amorosa; ¿cuánto menos se puede esperar de otras solicitudes, sin comparación menos graves? Confieso que pasiones tan grandes no ocurren a cada paso; pero tampoco pueden aplicarse a las que son menores, sino en casos muy extraordinarios, tan activos remedios.

§. VII

23. El cuarto es hacer la más viva y continuada reflexión que se pueda sobre los defectos de la persona amada. Ciertamente no se hallará alguna que no los tenga. Son tantas las partes de que se debe componer un todo absolutamente perfecto, que la concurrencia de todas en un sujeto es caso metafísico. Ovidio añade a este precepto la ingeniosa advertencia de procurar con estudio que esos defectos incurran frecuentemente a los ojos del amante; como si tiene malos dientes, provocarla muchas veces a risa; si es desairada en danzar, solicitarla a que dance; si tiene mala voz, que cante, etc.; finalmente, quiere que a la ficción ayude algo la realidad; v.g.: si en el color declina algo a morena, imagínela el amante negra; pequeña si no es muy alta; muy alta si no es pequeña; rústica si es sencilla; falaz si es cortesana; etc.

24. ¡Oh, qué bien suenan estos preceptos colocados en los versos elegantes de aquel poeta! Pero, ¡oh, qué desnudos de eficacia se encuentran en la práctica! Creo que ningún apasionado hay, ni hubo jamás, deseoso de su curación, que no echase mano del remedio de considerar los defectos de la persona amada. Este auxilio es el que ocurre el primero a todos, pero apenas sirve a alguno, salvo que la pasión sea débil o los defectos enormes; y aun sobre   —406→   eso es menester que no se hayan descubierto a los principios, porque quien con el conocido contrapeso de esos defectos empezó a amar mucho, proseguirá en amar, por más que piense en ellos. O por mejor decir, quien en el nacimiento de su pasión no tuvo los defectos por contrapeso equivalente de las perfecciones, ¿por qué principio variará el juicio después? Por pensar mucho en ello, ¿qué premisa nueva le ocurrirá, de donde infiera que el objeto es igualmente o más aborrecible por sus imperfecciones que amable por sus prendas? Repita enhorabuena cuanto quiera la inspección de unos dientes medio podridos. ¿Qué importa, si al mismo tiempo le están fascinando el alma unos ojos brillantes? Sería menester para lograr algún efecto apartar primero fuera de tiro de pistola los ojos de los dientes, y que esta separación durase siempre. De nada servirá aplicar el bálsamo a la llaga si al mismo tiempo está el acero renovando la herida.

25. Lo de ayudar la realidad con la ficción es una impertinencia, que extraño mucho haya cabido en el claro entendimiento de Ovidio. Querer que un hombre finja y luego crea lo que finge es querer una quimera. ¿Cómo ha de tener por realidad lo que sabe que es ficción propia? Pero pretender esto de un amante, en orden a defectos de la persona amada, es un empeño el más extravagante que puede venir a la imaginación. La credulidad de los amantes está enteramente enderezada al lado opuesto; quiero decir, son fáciles a creer en el objeto amado perfecciones que no hay, o las que hay, creerlas mayores de lo que son. Para los defectos, por el contrario, apenas viéndolos los creen; por lo menos los minoran en su imaginación cuanto pueden. Es propio del amor abultar las perfecciones; del odio, engrandecer los defectos. Querer, pues, que un amante abulte los defectos, creyendo, por ejemplo, que la trigueña es negra, que la que tiene un dedo menos de la estatura justa es enana, ¿qué otra cosa es sino pretender que enteramente se trastorne la naturaleza de los afectos?

26. Otras dos recetas da el famoso médico del amor, que no son otra cosa más que dos borrones de sus escritos.   —407→   El primero es la redundante saciedad del apetito. ¡Remedio torpísimo! Mas lo peor es que es torpísimo y no es remedio. ¿Por ventura el hidrópico que bebe una vez no sólo toda el agua que apetece, pero aún mayor cantidad, extinguirá para siempre su sed? La saciedad de hoy, ¿causará tedio mañana?

27. La segunda es procurar prendarse de otro objeto; pero esto es curar una llaga con otra. Es medio para conmutar la enfermedad, no para granjear la salud. Y dado que lo fuese, ¿es fácil esa conmutación? El enfermo de quien se recabare la translación del cariño a otra parte no está muy enfermo. Pero supongamos el doliente reducido a usar de este remedio, y que ya designa nuevo ídolo a sus cultos, o le imagina superior en mérito al primero, o igual o inferior. Si inferior, no podrá inclinar la balanza del corazón a su lado, porque está gravando al brazo opuesto mayor peso. Si igual, se conciliará igual pasión a la antecedente: ¿qué adelantamos, pues le dejamos igualmente enfermo? Si superior, encenderá fiebre más intensa et fient novissima hominis illius pejora prioribus. Bello remedio es el que aumenta la enfermedad.

28. Finalmente, un remedio muy vulgarizado, no sólo en conversaciones, mas aún en autores de máximas morales, pero remedio únicamente para los individuos de nuestro sexo, es considerar los vicios, ya físicos, ya morales, del otro. ¡Oh, en cuántos libros se encuentran sangrientas declamaciones contra las pobres mujeres, propuestas a este fin! Ya se dice que son animales imperfectos, asquerosos, vasos de inmundicia; ya que son engañosas, inconstantes, pérfidas, malignas. Mas todo esto no es otra cosa que hacer mucho ruido disparando al aire. Hagan de mí lo que quisieren si entre millones de hombres muy apasionados por mujeres me dieren uno solo que se haya curado con esas consideraciones. No hay quien, para amar o aborrecer, no escuche en primer lugar el informe de sus sentidos. Predíquenle cuanto quisieren que es animal imperfecto la mujer al que está apasionado por alguna, que entretanto que en la que él ama vea un rostro hermoso,   —408→   oiga una voz dulce, experimente un genio amable, se reirá de los prediques y del mismo predicador; y aun dirá acaso, (no sin algún fundamento), que los animales imperfectos son los tontos que traen a cada paso en la boca tales simplezas. Lo que yo puedo decir, porque lo he observado, es que, por lo común, los que frecuentemente inculcan semejantes invectivas contra las mujeres son los que apenas aciertan a apartarse jamás de ellas; unos jóvenes charlatanes y bufones, sin juicio, sin entendimiento, sin modestia, que en todos tiempos y lugares, con los ojos, con las voces, con los ademanes, están publicando su desordenada inclinación al otro sexo. Hacen lo que Séneca, que predicaba mucho contra las riquezas y no cesaba de acumularlas.

29. Pero los que con buen celo (que hay muchos sin duda) representan a los hombres estos males de las mujeres, no advierten la falta de caridad en que incurren. Si esa consideración para los hombres es triaca, para las hembras será veneno. Quiero decir: si la consideración de que la mujer es animal imperfecto y vaso de inmundicia entibia al hombre respecto de la mujer, como esta reflexión envuelve la otra de que el hombre es un animal perfecto y limpio, representada a la mujer la entenderá respecto del hombre: Contrariorum eadem est ratio. Con que esto viene a ser quitar la llama que está abrasando una casa y aplicarla al incendio de la vecina. Pero bien mirado, por esta parte yo los absuelvo de todo escrúpulo. Ojalá curasen a los hombres, que con eso sólo quedarían por la mayor parte curadas las mujeres. La lascivia es un mal contagioso, que casi siempre tiene su origen en nuestro sexo. Acaso los que con buen celo proponen a los hombres aquellas consideraciones tienen previsto esto mismo, y por eso aplican la medicina sólo a la causa del mal. La lástima es que la receta de nada sirve.

§. VIII

30. Vista ya la ineficacia o inutilidad de todos los remedios que hasta ahora se han discurrido para   —409→   la fiebre del amor, resta que propongamos el de nuestra invención. ¡Oh! Cuántos lectores me parece oigo que, al llegar aquí, me insultan con aquello de Horacio.

Quia dignum tanto feret hic promissor hiatu?

31. Sin embargo, constantemente afirmo que mi remedio es, sin comparación, mejor que todos los que hasta ahora se han recetado, porque tiene las siguientes calidades: La primera, que es aplicable a todo género de personas en todos tiempos y en cualesquiera circunstancias. La segunda, que todos, sin exceptuar alguno, tienen en su casa y a su arbitrio los ingredientes de que se compone. La tercera, que su uso nada difícil es ni penoso. La cuarta y principal, que aunque no a todos cure perfectamente, ningún enfermo habrá a quien no alivie algo; lo que apenas la medicina de los cuerpos podrá asegurar con verdad de ninguno de sus más decantados específicos. Vamos al caso.

32. La experiencia muestra a todo el mundo que para las pasiones del alma, la imaginación viva del objeto hace el propio efecto que el objeto mismo presente. El pusilánime se conmueve y tiembla al imaginar vivamente un objeto terrible y espantoso; el enamorado, no sólo cuando tiene a la vista la hermosura que le prendó, mas también cuando piensa con alguna intensión en ella, siente en el corazón aquella conmoción propia del amor. Esto viene de que la imaginación hace en las fibras del cerebro aquella misma impresión que hace el objeto, o ya dependa esto de cierta conexión natural que hay entre tales o tales actos del alma con tales o tales movimientos del cuerpo, o ya de que el Autor de la Naturaleza voluntariamente unió el alma con el cuerpo debajo de la ley de sucederse tales movimientos del cuerpo a tales actos del alma, y, al contrario, de modo que esto no provenga de alguna exigencia natural del cuerpo o del alma, sino del mero querer del Criador. Esto segundo pretenden muchos modernos; y si no es más verdadero que lo primero, es por lo menos más inteligible.

33. Creo que en algunas pasiones, aun en la presencia del objeto, es la imaginación quien da todo el impulso a las fibras del cerebro o sólo mueve el objeto las fibras del cerebro   —410→   por medio de la imaginación. Cuando a uno, con voz nada fuerte ni terrible, se le dice una injuria que le irrita y conmueve la ira, no es creíble que la material articulación y sonido de las palabras, mediante la impresión que hace en el órgano del oído, derive a las fibras del cerebro aquel movimiento de que pende la ira. Si fuese así se irritaría el que las oye, que entendiese su significado que no; lo cual no sucede, sino que sólo se irrita cuando entiende el significado de las palabras; luego es porque el objeto da impulso a las fibras del cerebro sólo mediante el concepto que hace el alma de la injuria; esto es, que el alma, con la representación de la ofensa, tiene una especie de agitación, la cual induce tal movimiento en las fibras del cerebro.

34. De este influjo que tiene la imaginación en el cerebro viene la mayor parte del mal que nos causan nuestras pasiones, y principalmente del que causa la pasión amorosa. Si el amor sólo se encendiese a la presencia del objeto, sería una dolencia de cortísima duración, una llama momentánea, como de relámpago, pues sólo con cerrar los ojos o volverlos a otra parte se disiparía; y cuando la pasión fuese tan violenta que aun apartar la vista por un instante se hiciese durísimo, en la primera precisa separación de la presencia del objeto estaría remediado todo, pues desvanecida entonces la pasión, sería fácil formar y mantener el propósito de no presentarse jamás a la causa de ella. Pero la lástima es que en nuestra memoria queda depositado el daño; cada recuerdo es una centella que prende fuego en el alma; nuestra imaginación es nuestro enemigo, y enemigo tal que a tiempos concede treguas, mas nunca paces estables.

§. IX

35. Conocida la causa del mal, ¿dónde acudiremos por el remedio? A la misma causa del mal. La imaginación, que es quien hace o conserva la llaga, ha de curar la herida. La propia botica de donde sale el veneno nos ha de ministrar la triaca.

36. Supuesto que la imaginación de los objetos que   —411→   tienen actividad para mover las fibras del cerebro, y mediante ese movimiento excitar las pasiones, hace el propio efecto que los mismos objetos, se puede turbar, corregir o mitigar el movimiento, que da a las fibras del cerebro la imaginación de un objeto que excita tal pasión con la imaginación de otro objeto que excite otra pasión diferente. Si cotejamos los objetos presentes, es cierto que la presencia del objeto concitativo de una pasión borra, oscurece o templa la impresión que hace la presencia del objeto concitativo de otra pasión diferente. La razón es porque da movimiento diverso a las fibras del cerebro, y este movimiento diverso, en caso que no extinga el primero, no puede menos de turbarle o hacerle más remiso; por consiguiente, del cerebro al corazón no se derivará la misma conmoción que antes, sino otra diferente9.

  —412→  

37. Pongo el ejemplo en un enamorado (pues éste es el enfermo cuya curación solicitamos), el cual, a la vista del objeto que le arrastra, está sintiendo la violencia de la   —413→   pasión que le domina. Sucede que en este estado le sorprende el estampido de un formidable trueno, o que de golpe le dan una funestísima noticia, o que inesperadamente   —414→   ve acercarse un enemigo suyo con la espada desenvainada en la mano. Es cierto que cualquiera de estos objetos dará un movimiento a las fibras de su cerebro,   —415→   que baraje, turbe o enteramente disipe el movimiento que les daba el objeto amado; de que resultará necesariamente que, propagándose por los nervios   —416→   aquel movimiento al corazón, sucederá en éste la pasión del pavor a la del amor.

38. Ni se piense que esto se hace por la mera distracción   —417→   del ánimo de un objeto a otro, pues es cierto que, aun cesando la presencia del objeto terrible, y volviendo la consideración al amable, se experimenta que por algún   —418→   rato no tiene ésta fuerza para mover las fibras del cerebro como las movía antes, y es que aún dura el movimiento o impresión que hizo el terrible; esto, por regla general,   —419→   de que aun apartado el motor del móvil permanece en éste el impulso que le dio el motor; y tanto mayor o de más duración es la permanencia cuanto mayor es la fuerza con   —420→   que fue impelido. Así el enamorado, que en el mayor ardor de su pasión ve caer a corta distancia un rayo, por algún espacio de tiempo después de disipado el espantoso meteoro   —421→   no sentirá en el pecho el menor vestigio de la pasión amorosa.

39. Quiero, pues, que la imaginación de un objeto   —422→   haga con la imaginación de otro objeto lo que hace la presencia de uno con la presencia de otro; esto es, que la imaginación de un objeto, o terrible, o irritante, o melancólico, temple o extinga la impresión que hace en el sujeto apasionado el objeto amable. El objeto contrapesante del amable, cada uno le debe elegir echando mano de aquel que, considera la propia índole, le haga más fuerza. En el de genio tímido hará mayor impresión el terrible; en el colérico, el irritante; en el triste, el melancólico; y aun dentro de la misma especie se ha de arreglar la elección al genio, porque aun dentro de la misma especie, a uno conmueve más un objeto, a otro, otro. En mí propio hallo un ejemplo bien sensible de esta diferencia. He notado que entre todas las especies de muerte violenta, la que comúnmente da más horror es aquella en que es ejecutor el fuego; pero a mí me conmueve y horroriza más, cuando pienso en ello, la del precipicio. De aquí viene que, aunque no soy de genio pusilánime, cuando hago viaje por tierras ásperas y desiguales, en cualquier paso un poco estrecho y pendiente me apeo; y no andaría ni aun a gatas por una cornisa de media vara de ancho aunque me pusiesen en ella la tiara.

40. No basta lo dicho. Falta mucho que advertir sobre la materia. Este contrapeso de un objeto con otro, o de una imaginación con otra, pide cierto determinado manejo   —423→   para que se logre el efecto pretendido. Por eficaz que sea el remedio, si se yerra la aplicación, aprovechará poco o nada. Es menester, digo, disponer las cosas de modo que el objeto, pongo por ejemplo, terrible sorprenda de golpe a la imaginación, o la imaginación de él sorprenda de golpe al sujeto siempre y en el mismo momento que la dirige al objeto amado. Sin esa circunstancia servirá el remedio de poco, por tres razones. La primera, porque muchas veces, embebida el alma en la contemplación del objeto amado, ni pensará en el remedio, ni aun le ocurrirá que necesita de él. La segunda, porque tal vez, aunque piense en él, no le querrá buscar; porque los enamorados son unos enfermos, que no pocas veces se lisonjean de la propia dolencia, y la miran con ojos tan gratos, que aunque capaces de admitir la curación rehúsan hacer diligencias por conseguirla. Así es menester que por excusarles buscar el remedio, el mismo remedio los busque a ellos. La tercera, porque la imaginación de un objeto terrible, siendo buscada con estudio, no tiene tanta fuerza ni hace tan viva impresión como cogiendo improvisamente al sujeto. La misma diligencia con que se busca es prevención que dispone al alma para resistirla.

§. X

41. Mas ¿cómo conseguiremos que el objeto terrible incurra en la imaginación de golpe, sin premeditación alguna, en el mismo momento y siempre que se piensa en el objeto amado? Parece que propongo un arbitrio imposible, a lo menos extremamente difícil; no, sino muy fácil. Con alguna diligencia a los principios, y diligencia nada costosa, se logrará después para siempre, sin diligencia alguna, la concurrencia de un objeto con otro.

42. Es cierto que el ejercicio de juntar dos ideas en la mente o dos objetos en la imaginación engendra entre ellos cierta especie de vínculo mental, por el cual después no se puede pensar en uno sin que al mismo momento ocurra al pensamiento el otro. Tal vez un acto solo hace este efecto. Así experimentamos no pocas veces que por haber visto a dos sujetos en tal determinado sitio,   —424→   siempre que después pensamos en uno ocurre al pensamiento el otro, y siempre que pensamos en ellos, pensamos en el sitio donde los vimos; como también pensando en el sitio pensamos en ellos, enlazándose estas tres ideas de modo que ya no está en nuestra mano ni es posible separarlas; antes cualquiera de ellas que se presente, en el mismo punto de tiempo trae consigo las otras dos.

43. Lo que ha de hacer, pues, el enfermo de amor que quiere curarse es, lo primero, elegir un objeto, o terrible, o lastimoso, o de otra especie; aquél que ha experimentado más apto a conmover su ánimo o que más altamente le conmueve. Lo segundo, ejercitarse algo en enlazar la idea de éste con la del objeto amado, lo cual se hace llevando algunas veces el pensamiento de aquél a éste; y esto hará a su arbitrio siempre que quiera. No será menester repetir mucho este ejercicio. Con diez o doce veces que lo haga, acaso con tres o cuatro, y aun es posible que con una sola, se liguen, respecto de su mente, las dos ideas, de modo que ya le sea imposible pensar jamás en el objeto amado sin que al momento ocurra a su imaginación el lastimoso o terrible.

44. He dicho que cada uno, según su experiencia, ha de elegir el objeto contrapesante, porque no cabe en esto otra regla o dirección. Es objeto terribilísimo para uno el que no tiene terribilidad alguna para otro. Hay quien se desmaya al ver ejecutar en otro una sangría, y verá sin alteración sensible hacerse cenizas una ciudad. Hay quien no puede sufrir que se le hable de la aparición de un difunto, y acometerá intrépido a su enemigo en la campaña.

45. En mi propia persona he tenido una experiencia notable de esta desigualdad. En lo poco que he visto de historia (que poco basta para esto) he leído muchas muertes lastimosísimas, destrozos horrendos, tragedias extremamente lamentables; pero nada hizo tanta impresión en mi ánimo, ni de lástima, ni de horror, como un suceso del siglo presente, trágico y lastimoso a la verdad, pero mucho menos que otros innumerables que he leído. El año de 1703, un soldado prusiano que profesaba el luteranismo   —425→   y estaba de guarnición en la ciudad de Utrech, haciendo triste y profunda reflexión sobre varios delitos que había cometido, y resuelto a purgarlos, dio en el extraño y bárbaro pensamiento de expiarlos todos por medio de una cruel y voluntaria muerte. Dio parte de su resolución a otro soldado, íntimo amigo suyo, rogándole con las más fervorosas instancias que fuese instrumento de ella. Proponíale que con un hacha le fuese cortando poco a poco sobre un cepo manos y brazos, pies, piernas y muslos, de modo que en cada miembro se hiciesen, con varios golpes, varias divisiones. No sólo se negó el amigo a la ejecución, mas procuró apartarle del sangriento designio. Pero aquel desdichado repitió tanto y con tanta eficacia los ruegos, que al fin el amigo condescendió y se hizo ejecutor de la tragedia en la forma misma que se le había propuesto. Sin duda que el verdugo no era mucho menos bárbaro que el reo. Fue cosa admirable que el infeliz inmolado fue poniendo sucesivamente sobre el cepo, a los repetidos golpes del hacha, primero la mano, después el brazo, luego la otra mano, tras de ésta el brazo correspondiente, a que se siguió en la misma conformidad el destrozo de pies y piernas. Fueron sorprendidos por gente que llegó, el sacerdote y víctima de Satanás, sobre el fin del sacrificio, y el matador fue ahorcado luego por orden de su jefe. Refiere el caso el autor anónimo de la Clef du cabinet, al año notado.

46. Esta tragedia, digo, hizo tal impresión en mi espíritu, que por más de tres meses me inquietó notablemente su memoria, y puedo asegurar que en todo este espacio de tiempo no hubo noche alguna que, excitándome la especie al entrar en la cama, no me retardase más de lo ordinario el sueño. Un afecto medio entre lástima y horror, o compuesto de uno y otro, me imprimía en el pecho cierta especie de aflicción que me dificultaba el sosiego. ¿Qué tenía yo con el soldado prusiano? Enemigo mío era por religión y por política. ¿Qué perdía yo, ni perdía el mundo en la pérdida de él? Era un hombre ordinario, de   —426→   quien no se dice cosa que le hiciese estimable, y sólo conocido por su barbarie. La especie de su muerte, aunque atroz, no tanto como otras muchas que hallamos en las historias; a que se añade que algunas de éstas son mucho más aptas a mover la compasión por la circunstancia de haber caído en sujetos de ilustre mérito y conocida inocencia. ¿Qué importa? Es tal la constitución de mi ánimo, o tal la estructura de mi cerebro, que aquella tragedia menor es más apta para excitar en mí grandes sentimientos que otras mucho mayores. No hay hombre alguno que no tenga alguna particularidad en esta materia; porque ninguno hay cuyo cerebro no se distinga algo en la estructura de todos los demás. Así es preciso que cada uno, según la experiencia que tiene, elija el objeto que puede hacer mayor impresión, y mediante ella corregir, templar o extinguir la que hace el objeto amado.

§. XI

47. Este es, en general, el remedio que propongo contra la enfermedad de amor; pero para hacerle más eficaz es preciso añadir algunas advertencias.

48. La primera es que en igualdad se prefiera el objeto visto a aquél de quien sólo se tiene noticia por relación. Una muerte repentina vista tiene mucho mayor actividad para conmover el ánimo, repetida a la memoria que otra muerte repentina de quien se tiene noticia por oídas. Un rayo que hayas visto caer a tus pies, aun sin daño tuyo ni de nadie, hará mayor impresión en tu cerebro, que otro de quien te refirieron que había hecho un gran estrago.

49. La segunda, que entre los objetos vistos elijas con preferencia aquellos cuya terribilidad miraba derechamente a tu persona. Si te viste en algún riesgo grande de la vida, será éste un objeto muy apto para conmoverte. Será equivalente a éste aquel cuya terribilidad se ejercite en persona de tu íntimo afecto, pues para el caso es lo mismo. La conversión del famoso y ejemplar abad de la Trapa, Armando Boutillier de la Rancé, se debió, según monsieur de San Evremont, a un funesto espectáculo, presentado a sus   —427→   ojos en la persona de la bella duquesa de Mombazón, quien él idolatraba. Sucedió que, muerta esta señora, quiso Armando dar triste paso a su amor con la inspección de su cadáver antes que le escondiesen en el féretro. Subió al cuarto donde estaba depositado, el cual halló sin un alma que le acompañase. ¡Gran desengaño para los que saben que viviendo aquella señora hervían de asistentes los umbrales de su casa! Pero no fue esto lo que más hirió el ánimo del abad Rancé, sino que halló el cadáver degollado y separaba la cabeza del resto. Informose de la causa, y supo que no había habido otra sino que el féretro encargado había salido tan corto que no cabía en él el cuerpo a la larga; y por excusar el embarazo de hacer otro más capaz, echaron los domésticos por el atajo de separar la cabeza del cuerpo, para que así se pudiese acomodar. ¡Oh, ídolos del mundo! ¡Oh, hermosuras celebradas! En esto paran vuestras adoraciones. Aquél fue el momento crítico en que el abad Rancé pasó de una vida muy profana a la ejemplarísima, que después observó hasta el último aliento. Yo me imagino, y es naturalísimo, que aquel triste, funesto, horroroso espectáculo, por todo el resto de su vida se presentaría a la imaginación del abad Rancé siempre que pensase en los placeres y vanidades del mundo, y que éste sería un eficacísimo retractivo para no retroceder a la vida antecedente. Por lo menos no se puede negar que tan terrible y lastimoso objeto era aptísimo para hacer en su cerebro una impresión tan fuerte que extinguiese la que podían hacer en él todas las pompas y placeres del mundo.

50. La tercera, que el apasionado no use sólo de un objeto contrapesante, sino de muchos y diferentes, haciendo con el estudio expresado arriba que todos se vayan presentando a la imaginación, al punto que piensa en el objeto amado. Esto por tres razones. La primera, porque muchos tienen más fuerza que uno: Plura collecta juvant, quae singula non possunt. La segunda, porque según la varia disposición del sujeto, una vez hace mayor impresión un   —428→   objeto; otra vez, otro. La tercera, porque aun prescindiendo de la impresión que hacen, aprovecha dividir la atención entre muchos objetos, pues de este modo toca menos parte de ella al que causa la pasión.

51. La cuarta advertencia es que si el mal fuere muy contumaz, de tiempo a tiempo se remuden los objetos, substituyendo unos a otros. La razón es porque el mismo objeto, que al principio hace una fuerte impresión, deja de hacerla siendo muy repetido: Ab assuetis non fit passio. El remedio que se aplica todos los días, con el tiempo deja de ser remedio. Aun a los objetos reales y existentes que más miedo nos ponen, desarma la costumbre de su terror. El que al principio se estremece al oír el disparo de una pistola, continuando algunos años la guerra, oye, sin conmoverse, el pavoroso estruendo de la artillería. ¿Cuánto más perderán de su fuerza los que sólo son imaginados?

52. La quinta, que no se omitan aquellos objetos que tienen relación disuasiva hacia la pasión del amor; y aun éstos será acaso conveniente traerse en primer lugar a la imaginación, habituándola de modo que al momento que empieza a pensar en el objeto amado se traslade el pensamiento a la deshonra, a la pérdida de la salud, de la hacienda y del alma, que puede acarrearte tu pasión. Esta contemplación se puede esforzar con imágenes concernientes a lo mismo, las más terríficas que puedes proponerte: como que la tierra se abre debajo de tus pies, y por el boquerón ves las llamas del infierno, y en torbellinos de humo llega a tus narices la horrenda hediondez de sus azufres; que te hallas en el lecho cerca de las últimas boqueadas, manando podredumbre de todos tus miembros; que ves una alma condenada, cual la habrás visto pintada alguna vez, hecha pasto de fuego y de culebras, sapos y otras sabandijas, a quienes muerde rabiosa y desesperada, tanto como es mordida de ellas mismas; que tienes presente a tu Salvador Jesucristo, amenazándote con una espada desenvainada en la mano; que le ves sentado en el trono   —429→   que erigirá en el valle de Josafat, con un semblante terribilísimo, en ademán de fulminar contra los prescritos aquella sentencia que no admite apelación, etc. A este modo se pueden discurrir otras imágenes terribles y juntamente disuasivas de la pasión, aunque no será preciso usar de todas a un tiempo; antes será mejor reservar parte de ellas para mudar cuando sea necesario.

53. Dije que acaso será más conveniente colocar antes los objetos que por su naturaleza son disuasivos de la pasión que los que son puramente terribles, porque no se puede dar regla fija en esto. Tal vez los que son juntamente terribles y disuasivos harán todo el efecto que se desea, sin llegar a los que son puramente terribles; tal vez convendrá que éstos precedan, para que, templando la impresión que hace el objeto amado, hallen los otros algo quebrantado el enemigo, con que será fácil ganar completa la victoria.

54. Reconvéngote, lector apasionado, sobre que, bien enterado de los preceptos que acabas de leer, te apliques a observarlos todos con exactitud y diligencia; sobre todo el capital de habituar la imaginación, de modo que siempre que pienses en el objeto amado vuele el pensamiento, aunque tú no quieras, a los terribles. Yo sé que el remedio es eficaz; si para ti no lo fuere, dejará de serlo por tu omisión o tibieza en aplicarle, en cuyo caso, abominando tu desidia, me quejaré de ella con aquella expresión dolorosa de Jeremías: Curavimus Babilonem, et non est sanata.