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Tres cuentos de «Clarín» en uno de «Esos anodinos y tontos papeles pintados»1

Ángeles Quesada Novás





El mundo de la prensa periódica madrileña en el último decenio del siglo XIX cuenta entre sus rasgos característicos el incremento del número de revistas ilustradas. Un incremento que se ve favorecido por los adelantos técnicos que permiten la fácil reproducción de dibujos, acuarelas, óleos mediante procedimientos fotomecánicos, que sustituyeron el tradicional método del grabado «por un proceso en el que los originales pasaban por el objetivo de la cámara» (Sánchez Vigil 2009: [15]).

De entre las múltiples revistas de este tipo, algunas de ellas de larga duración, como La Ilustración Española y Americana o Blanco y Negro, existe una cuyo corto recorrido -al menos con la cabecera con la que nace- la hace pasar casi desapercibida en los estudios dedicados a este tema, pero que, por la calidad de sus colaboradores y por la originalidad de su presentación se hace merecedora de un estudio en profundidad.

Me estoy refiriendo al semanario madrileño Apuntes, propiedad de los hermanos Silverio y Félix de la Torre, que lanzaron el primer número el 22 de marzo de 1896, clausuraron esta cabecera el 27 de febrero de 1897, para continuar con la misma línea editorial y buena parte de los colaboradores, aunque con un formato distinto, en el semanario La Revista Moderna, cuya vida se prolonga hasta 1899.

Apuntes se caracteriza por la gran importancia que se le concede a la imagen constatable en la profusión de la misma, bien en forma de reproducciones de pintura del pasado (hay algún monográfico dedicado a Holbein o a Leonardo) y contemporánea, bien en forma de dibujos que ilustran los textos.

Estos últimos son de tres tipos: el primero los constituyen las secciones fijas de la revista, dedicadas al comentario de la actualidad («De tejas abajo», «Notas de la guerra»), el segundo es una serie dedicada a la crítica de arte, fundamentalmente el pictórico, y un tercer tipo es la sección literaria que consiste en la publicación de poemas y relatos cortos.

Los tres tipos de textos van siempre -muy en consonancia con el estilo y la finalidad de la revista- acompañados de ilustraciones, siempre relacionadas con los textos, es decir, pensadas y pergeñadas para ellos. Para esta labor cuenta el semanario con un plantel de ilustradores -algunos fijos, otros esporádicos- cuyas edades y circunstancias personales hacen pensar en una revista concebida para presentar al público a la «gente nueva» del mundo de la pintura a la manera que otras revistas hacían lo propio con la «gente nueva» de la literatura; si bien, respaldados estos pintores jóvenes por las firmas de otros ya consagrados como Beruete, Guinea o Joaquín Sorolla.

En lo que respecta a la sección literaria, la situación es muy semejante y, para ello, la dirección de la revista recaba la colaboración de escritores consagrados, cuya firma debería constituir el espaldarazo definitivo para la consolidación de la misma; así en el primer número aparecen relatos de Pereda y Galdós, más adelante, Echegaray, Pardo Bazán, Valera, y, por fin, en el mes de junio, aparece la firma de Clarín.

No he podido localizar documento alguno que aclare el inicio de la relación de Clarín con los propietarios de este semanario, pero, dada la presencia entre los colaboradores de otros escritores, amigos personales, como Pereda y Galdós, es de suponer que alguno de ellos lo facilitase. Es más, dada la confianza presente en las cartas2 intercambiadas entre Galdós y Navarro -el más que probable director literario de la revista3-, es muy posible que D. Benito influyese en Clarín para iniciar su colaboración con Apuntes.

Que se concreta en tres relatos: «La fantasía de un delegado de Hacienda», que aparece en el n.º 12 (7 de junio), «En la droguería» en el n.º 23 (23 de agosto) y «El entierro de la sardina» en el n.º 42 (1 de enero de 1897)4. Cada uno de ellos ilustrado por uno de los habituales colaboradores de la revista: Álvaro Alcalá Galiano, Anselmo Guinea y Manuel Benedito respectivamente.

Aun cuando es conocido el tema de la escasa estima que, en un principio, Clarín sentía por la obra ilustrada y la posterior aceptación de este «ruido industrial» que le lleva, incluso, a proponer nombre de ilustradores para su futura obra, no está de más que recordemos algunos de sus sarcásticos comentarios sobre las ilustraciones y las revistas ilustradas, entre los que destacan los términos que he parafraseado en el título de este trabajo y que aparecen en una carta a Sinesio Delgado, sin fecha, probablemente de mayo de 1892, en la que, hablando de la nueva etapa del Madrid Cómico, aconseja al director: «El molde de antiguo periódico satírico político, ya no sirve, pero el nuestro tan imitado ya se ha gastado también. Un Madrid Cómico de esta nueva manera tal vez se llevaría la atención que hoy se va tras esos anodinos y tontos papeles pintados» (Botrel 1997: 29).

Ya al año siguiente, en 1893, y en carta al mismo corresponsal recomienda Clarín a un joven pintor, Pedro Rivera, que había pergeñado algunos ensayos para su volumen de cuentos El Señor, y «que a mí el autor me entusiasmaron por lo bien que está escogido el momento artístico de cada cuento y la poesía de la interpretación» (Botrel 1997: 31), por lo que desearía que este mismo joven se encargase de ilustrar algunos de sus cuentos para el Madrid Cómico. Lo más interesante de este comentario es que nos permite observar, no tanto su final aceptación de la presencia de ilustración en su obra, cuanto los requisitos que él le exigía a la labor del ilustrador.

No será esta la única ocasión en que Alas estimule la presencia de dibujos en su obra o que recomiende a un ilustrador, años más tarde, en 1897, al enviarle un relato a Delgado le añade que «se presta a llevar monos» (Botrel 1997: 33) y poco después, en otra carta: «Lo principal del argumento todavía no apareció, no sé cuántos números ocuparé, pero de fijo los bastantes para poder publicarse el cuento o novelilla en un tomito o folleto y entonces quisiera yo que, si puede ser, acompañasen al texto los dibujos de Cilla5» (Botrel 1997: 34).

Demostrado queda que, tras el desdén demostrado en su día, y que radica sobre todo en la primacía que algunas publicaciones dan a la imagen sobre el texto6, termina por aceptar que la presencia de la ilustración es, además de conveniente, útil a efectos «industriales», siempre y cuando estén los dibujos al servicio del texto. Así lo manifiesta en el «Palique» aparecido con motivo del inicio de la tercera época de Madrid Cómico.

«No somos fotógrafos. Reconocemos la misión regeneradora de los panoramas, pero nos dirigimos al público ilustrado que prefiere las letras a las ilustraciones.

Sí, nos meteremos en dibujos, pero será en aquellos que lindan con la literatura y le sirven de complemento. El dibujo-idea es nuestro lema (no subsecretario) en materia de monos. De otro modo queremos monos [...] sabios».


(Alas 1899)                


Y como ejemplo extremo de aceptación de la presencia de dibujos, se atreve «incluso a realizar ilustraciones para dos artículos suyos, "Sinesios" y "Excavaciones", sacándolas a trasluz» (Botrel 1984: 15). Como último dato, en 1899, la Biblioteca Mignon publica una novelita suya (Las dos cajas), ilustrada por Francisco de Cidón.

A la altura de junio de 1896, que es cuando aparece su primera colaboración en Apuntes, ya debe conocer el estilo e índole del semanario, por lo que aceptaría desde un principio el acompañamiento de ilustraciones, pero, desafortunadamente, no he localizado ningún documento en que manifieste ni su aceptación del encargo, ni si el resultado le llegó a convencer, aunque el hecho de que, tras la crisis con Navarro Ledesma, aceptase colaborar en la Revista Moderna hace pensar que se sintió satisfecho7.

«La fantasía de un delegado de Hacienda»8 constituye, según Carolyn Richmond, el relato en el que Clarín desarrolla «de modo más cervantino» el tema de la locura: «Tanto la escisión mental que padece [el protagonista] como el proceso según el cual se manifiesta se refieren al comienzo» (Richmond 2003: 47), y a partir de ahí comienza la parodia del que vive situaciones imaginadas hasta el punto de confundir la realidad con lo soñado.

Efectivamente, y ya desde el título, el relato nos va a presentar -con un tono irónico, suavizado con ciertas gotas de compasión ante el personaje (ese soltero proclive a los enamoramientos platónicos tan del gusto clariniano) y aderezado con chispazos de humor- la historia de un enamoramiento de verano protagonizado por un probo funcionario a quien una circunstancia casual sitúa en el disparadero para convertirle en un héroe.

La dicotomía entre realidad y fantasía en que vive el protagonista le lleva a imaginar «su novela correspondiente sobre el tema de cierto recóndito y pecaminoso deseo» y anticipar unos acontecimientos: una situación de peligro del marido de la dama en cuya hermosura él ya había reparado y que le facilitaría no sólo el acceso a ella, sino el llegar a convertirla en su esposa. Efectivamente se produce ese momento de peligro y él, arranca a correr, no se sabe muy bien si porque desea auxiliar o porque ve que ella corre, «sin pensar lo que hacía, y volviendo a su novela, o, por lo menos, sin volver del todo al mundo real». Siempre en alas de su imaginación, mientras corre sigue adelantado acontecimientos agradables, hasta que el agotamiento derivado del esfuerzo -«medio reventado y molido al buen gallo»- le hace sentir la llegada de la muerte, e incluso sentirse muerto. Se impone entonces la realidad y contempla a la pareja, sana y salva, lo que le conduce a tener un arrebato de furia y a acusar, a la que en su imaginación era ya su esposa, de pérfida por haberse buscado un tercer marido.

La resolución del cuento nos muestra a un personaje avergonzado ante una mujer que ha comprendido la situación y le disculpa con un: «Pero qué novelero es usted». Mientras el narrador cierra la historia con el comentario siguiente: «No hay novela, por idealista que sea, que no tenga algo real».

La interpretación llevada a cabo por Álvaro Alcalá Galiano9 se manifiesta en los cuatro dibujos que acompañan al relato, tres de ellos son retratos: dos dedicados al protagonista, uno al «antagonista», el último dibujo recoge la escena final.

El dibujo (Imagen 1) que representa al marido escoge la descripción que el narrador hace de sus actividades cotidianas: «Todo el santo día, y madrugaba mucho, se lo pasaba descalzo de pie y pierna, metido en el agua, entre peñas...». La postura elegida por el dibujante para presentar a este «anfibio», más adelante convertido en «argonauta» por el narrador, contiene una fuerte carga humorística, que al situar su trasero en primer plano, induce a sospechar el tono general del relato y a sentir ese desdén manifestado por el narrador, pero que suena a reflexión del protagonista, ya encandilado con la belleza de la señora.

Los dos dibujos que representan a D. Sinibaldo persiguen subrayar la dicotomía presente en la vida del empleado aquejado por una «acalorada fantasía» que se convierte en «manía invencible». Así el primer dibujo (Imagen 2), situado sobre la letra capital, representa esa parte de su vida, la de «los expedientes con toda su horrible realidad, apremios y embargos inclusive», de ahí que se le vea ataviado con los complementos propios de su estatus: gabán, sombrero de copa, bastón, y que su figura sea la de un hombre maduro con cierta hosquedad en la expresión.

Por el contrario, en el segundo retrato (Imagen 3), despojado de su vestimenta funcionarial y vestido con la indumentaria propia de unas vacaciones, parece haber rejuvenecido, además el dibujo hace hincapié en la expresión ensimismada, propia del solitario. Un ensimismamiento ostensible en el gesto del codo apoyado en la rodilla, el rostro en la palma de la mano y la mirada perdida en la lejanía.

Elude Alcalá Galiano en el último dibujo (Imagen 4) la de la carrera, durante la que la imaginación corre más que el imaginativo y escoge el momento en que, vencido por el cansancio ha caído sobre la arena y procede a rechazar -con ese gesto de la mano levantada- la realidad, que no es otra que la presencia de la dama acompañada por su marido. Quizá, para subrayar el contraste ante lo que está sucediendo en el interior del protagonista, el dibujo nos presenta a una pareja, cuya vestimenta, accesorios y actitud no presentan indicios de haber vivido una casi-tragedia, por el contrario, rebosan tranquilidad. Pero, el gesto comprensivo y la semisonrisa de la dama ante el rechazo del caído nos remiten a ese agridulce final del relato: «[...] miróle la señora de Arenas con ojos muy compasivos, y le miró de arriba abajo, sin disgusto, a su... segundo difunto».

En esta escena Alcalá Galiano ha sabido captar -y ha conseguido plasmar- la tácita ternura que, enmascarada por la ironía del tono, siente el narrador ante este personaje, incapaz de vivir la realidad, pero que, en alas de su fantasía, siempre triunfa; de ahí, quizá, el teatral gesto con que rechaza la visión de la plácida pareja mientras yace rendido -¿derrotado?- sobre la arena, lo que le impide contemplar la mirada -ese acto del intercambio amoroso al que Clarín concede suma importancia en su obra- y le priva con ello del pequeño triunfo que suavizaría el ridículo de sus aparentemente incomprensibles reproches.

El conjunto de los cuatro dibujos parece haber captado bien la intención del relato, uno más de los frecuentes cuentos clarinianos carentes casi de trama, centrados más en el mundo interior del personaje que en sus manifestaciones externas. Pertenece D. Sinibaldo a ese grupo de personajes como «el sabio, el intelectual, el que piensa y siente el amor sin realizarlo» (Ríos 1967: 295) y que, frecuentemente, termina cayendo en el ridículo. De esa situación le han sacado Clarín y Alcalá Galiano al enviarle el mensaje de la compasión femenina concretada en el rostro complacido de la dama.

En el n.º 23 de Apuntes, correspondiente al día 23 de agosto de 1896, aparece el cuento «En la droguería», acompañado de cuatro ilustraciones de Anselmo Guinea10.

El relato que, según Lissorgues, parte «de una idea que nació cuando se sentía tan mal en los primeros meses del año» (Lissorgues 2007: 827), presenta algunos de los rasgos que caracterizan al Clarín de la década de los noventa.

El cuento, desde la perspectiva del motivo central -esa entrega por parte del protagonista a la «religión de los específicos» que deriva en «sorda cólera contra los ricos que se curan a fuerza de dinero»- contiene dos actitudes clarinianas ante la realidad de su tiempo. Por un lado, el convencimiento de que «todo lo que se da por nuevo, no es necesaria y automáticamente un progreso» (Lissorgues 2001: 63), y por otro, el «cierto temor [ante] la extensión que van tomando las fuerzas y las ideologías proletarias» (Lissorgues 1987: 58), como se desprende de la metáfora utilizada en el texto para hacer referencia a ellas y a su influencia en el personaje: «[...] las predicaciones del socialismo que en derredor suyo vagaban como rumor de avispas en conjura».

Como corolario de estos dos motivos, el tema central emerge en el párrafo final del relato, en el que el protagonista vislumbra el misterio de la condición humana, su pertenencia al misterio de la creación («Las estrellas le dijeron algo de igualdad en lo inmenso»), lo que le conduce a una especie de «esperanza que frisa misteriosa y santamente, con una seguridad íntima del definitivo consuelo» (García Sarriá 1975: 225).

Desde la perspectiva de la técnica narrativa resulta reseñable la constante fluctuación del punto de vista que, aunque mantenido siempre dentro de la voz del narrador, muestra con frecuencia la perspectiva de los personajes. Consigue con ello esa multiplicidad de perspectivas necesaria para llegar a la conclusión final que contiene el tema central del cuento: la aceptación de la enfermedad y de la muerte como partes integrantes de la vida.

Un ejemplo evidente de ese juego de perspectivas se puede observar ya en la presentación del personaje principal, Bernardo, y de los motivos que le conducen a cambiar de vida.

«Bernardo, con el cebo del aumento de jornal, no vaciló en dejar el campo y tomar casa en un barrio de obreros de la ciudad, malsano, miserable.

Por lo demás, decía, de los aires puros de la aldea me río yo; mis hijos están siempre enfermuchos, pálidos; viven entre estiércol, comen de mala manera y el aire no engorda a nadie. Mi madre, metida siempre en su cueva, lo mismo se ahogará en un rincón de una casucha de la ciudad que en su rincón de la choza en que vivimos».


Obviamente, la descripción del barrio obrero se debe al narrador, que se ve de inmediato refutado por la voz indirecta de Bernardo, el cual arremete contra toda visión idealizada de la vida rural, a la que, por cierto se suma el narrador: «Tenía razón. Y se fue a la ciudad».

Ahora bien, el mismo narrador, de inmediato se encarga de presentar un mal nuevo que sólo se contrae en las ciudades y gracias a uno de los adelantos que en ella se disfrutan -¿o padecen?- , que no es otro que el de disponer de un médico. El mal no consiste en eso, sino en que, por medio del médico, Bernardo cae en la cuenta de su situación de pobreza, cuando el galeno insufle, en él y en su madre, la falsa ilusión de que un tratamiento caro podría acabar con las dolencias de la anciana.

Esto conduce a que se produzca en el personaje un cambio significativo: «Bernardo tenía el alma oscurecida, atanaceada por una sorda cólera contra los ricos que se curaban a fuerza de dinero [...] allá en el abismo inabordable, le habían cambiado el humor y las ideas; ya no era un trabajador resignado, sino un esclavo del jornal, que oía pálido y rencoroso las predicaciones del socialismo...».

Añádase a esto que «el médico de su madre le había hecho supersticioso de la religión de los específicos, de las curas infalibles, pero lentas, carísimas...» y que el dueño de la droguería disfruta desplegando ante él múltiples posibilidades de curación, mediante los específicos a los que Bernardo no puede aspirar.

Una situación desesperante para Bernardo de la que saldrá gracias a la visita que hace a la droguería un antiguo cliente, cuya riqueza no ha servido para sanarlo y que hace ostentación de su desprecio hacia la farmacopea y medicina al uso, «desengañado, hasta con remordimientos por haber creído y predicado tanto aquella religión de la salud a la fuerza y a costa de oro, confesaba con rabia de condenado la impotencia de la riqueza, la inutilidad de las invenciones humanas para impedir las enfermedades necesarias y la muerte».

Tras este episodio, Bernardo sale de la droguería y las «estrellas le dijeron algo de igualdad en lo inmenso, de igualdad en la pequeñez de la miseria humana [...] Todos iguales, pensaba, todos nada». Se llega así a la última transformación de Bernardo, al que su traslado a la ciudad había convertido de hábil artesano, resignado a su viudedad, a tener que cuidar de sus cinco hijos y su madre; en el obrero insatisfecho y colérico, quejoso de su suerte y envidioso de la riqueza. Y todo ello por haber caído en la trampa de creer que unos adelantos científicos podrían poner fin a la enfermedad y a la muerte.

Las quejas del rico incurable le hacen reparar en el destino del ser humano, que expondrá con una sencilla reflexión: «Su madre no sanaba... porque hay que morir, no por pobre». Y esta simple conclusión es la que, según el narrador, le reconforta y le cura de sus males, nos devuelve al hombre resignado del comienzo del relato: «Y entre triste y satisfecho, sentía un consuelo».

Estas transformaciones son las que recoge Anselmo Guinea en sus ilustraciones. De las cuatro que componen el conjunto, tres de ellas tienen como motivo central a Bernardo en los distintos momentos que relata el cuento, mientras una cuarta (la segunda en cuanto a ubicación en el texto), se reserva a presentar la materialización de ese mal ciudadano en la figura de un médico, ataviado con una elegancia que contrasta con la vestimenta de la anciana, que se apresura -no ha abandonado el bastón- a hacer la somera revisión de la enferma (Imagen 5) a la que alude el texto: «[...] gracias a dar el pulso a palpar y enseñarle la lengua al doctor». El contraste del atavío y el gesto melifluo del galeno evidencian esa «lástima desdeñosa» a que se refiere el texto y que tanto tiene que ver con la transformación del protagonista.

Que se percibe claramente en las viñetas 1.ª y 3.ª que presentan a Bernardo en dos momentos, en la primera, aparece como el artesano optimista, dispuesto a mejorar de vida con su traslado a la ciudad (Imagen 6), que avanza de frente al lector, con la mirada dirigida hacia arriba y un gesto de saludo, de persona confiada y segura. En la tercera viñeta (Imagen 7) le vemos con los rasgos propios de quien está viviendo un momento de desesperación, manifiesto en esa mano izquierda abierta, mientras el cuerpo aparece derrumbado sobre la mesa. Al fondo la causa de su desdicha: el lecho de la anciana enferma.

La tercera aparición de Bernardo tiene lugar en la última viñeta (Imagen 8), en este caso Guinea ha representado la escena de la charla en la droguería que conducirá al protagonista a esa aceptación final de la verdad de la muerte igualatoria, que, a su vez, le produce ese cierto consuelo a que se alude al final del relato. En la ilustración se le observa con un gesto pensativo, ensimismado, mientras el resto de los personajes atienden al personaje que se ha convertido en el centro de la conversación. Bernardo sostiene, de nuevo, la boina entre las manos, a la vez que mantiene la mirada baja, como si hubiese recuperado la actitud respetuosa del artesano frente al propietario.

Guinea ha sabido penetrar en el mensaje que envía el cuento, no se ha limitado a dibujar unos monos, sino que, muy en consonancia con los gustos de Clarín, ha complementado la lectura con unos acertados dibujos.

El número de Apuntes aparecido el 1 de enero de 1897 está planteado de manera semejante a los álbumes, propios de estas fechas, de la mayoría de las publicaciones de esta época; es decir, un número extraordinario que busca representar el discurrir del año por venir y que, habitualmente, cuenta con colaboraciones extraordinarias.

En el caso de este número 42 de la colección, el tema central son las distintas fiestas celebradas a lo largo de un año, para lo cual se recurre a un escritor para cada uno de ellas. Algunas reciben la denominación de «feria», como la de París (C. Román), la de Salamanca (J. Benavente), la de Albacete (F. Francos Rodríguez), de Santiago de Compostela (E. Pardo Bazán), mientras a otras se las denomina con otros términos, relativos a las conmemoraciones religiosas (fiesta del Corpus (M. Reina), o a elementos diversos que las caractericen: «El 'Porrat' de la Candelaria y la torta de S. Juan» (R. Altamira) o «Huesos de Santo» (A. Sánchez Pérez). Algunos de estos artículos se configuran a la manera del costumbrismo, con explicación de los ritos, etc., mientras otras adquieren el tono de un verdadero relato. Este es el caso de la colaboración de Clarín, cuyo título «El entierro de la sardina» hace referencia a la fiesta con que, en muchas localidades españolas, se da por terminada la semana de Carnaval.

Pero «El entierro de la sardina» trasciende el motivo propio de un cuento de circunstancias para convertirse en «uno de los relatos de Clarín más personales e inconfundibles» (Ríos 1965: 191), en «uno de los relatos más humanamente sugestivos -una combinación de ternura y amargura-, así como estilísticamente mejor conseguidos, de toda la obra de Leopoldo Alas» (Richmond 2003: 74), en palabras de Carolyn Richmond, que pasa a continuación a dedicarle un acertado análisis.

El relato comienza con una introducción en la que la descripción de la ciudad provinciana y sus costumbres recuerda, indudablemente, a la de otras ciudades clarinianas, en las que la influencia del clero impone una determinada forma de vida. El contraste entre la alegría de determinadas festividades y la represión de la misma el resto del año por mor de las imposiciones del clero, se convierte en el eje central de la introducción, llevada a cabo con un duro vocabulario que no busca disimular la crítica: «Pasan ellos y queda el terror de la tristeza, del aburrimiento que siembran, como campo de sal [...]. Viene la reacción del terror... triste, y todo se vuelve sermones, ayunos, vigilias...». Por el contrario, la descripción de las celebraciones festivas, en particular la relacionada con el título del relato -que es además el marco en el que se inicia- hace hincapié en la presencia de una desbordante alegría y una pérdida de todo tipo de contención.

Se trata de una descripción tan rica en elementos visuales, en un momento en que Clarín afirma haber renunciado a la descripción del mundo exterior -según señala en el prólogo a los Cuentos Morales-, que se podría pensar en que, consciente del destino del texto, busca facilitar la labor del ilustrador.

Y, en efecto, esta introducción es la parte escogida por el pintor Manuel Benedito11 para componer la primera de las tres ilustraciones que acompañan al relato (Imagen 9). De toda la descripción presente en el texto, ha optado por aquella que hace referencia a las fiestas veraniegas: «Entonces los árboles, vestidos de reluciente y fresco verdor [...], la alegría de los consumidores [...], la enramada poblada de pájaros siempre gárrulos y de francachela».

Esta ilustración, de gran tamaño, tiene por fuerza que llamar la atención del lector, que, plausiblemente, se fijará en ella antes que en el texto12, pero, una vez comenzada la lectura, el abandono de este ambiente estival es casi inmediato, para dar paso a la descripción de la ciudad sumida en el letargo invernal, del que sale sólo con motivo de la festividad que da título al relato. Benedito ha hecho su elección del motivo de la viñeta con una clara intencionalidad estética, pero, quizá, también con la de enfatizar el contraste sobre el que el texto se explaya.

Traza Benedito, una pintura costumbrista -más que una ilustración que siga escrupulosamente al texto- y en ella asoman los elementos propios de cualquier fiesta: diversión y alegría presentes en la pareja situada en el primer plano, mientras los farolillos y las figuras que se pierden en la sombra incrementan la sensación de festejo desenfadado y bien alejado de ese ambiente de terror que se apodera de la ciudad el resto del año.

Pero una vez descrito el medio, se centra Clarín en una historia de amor no alcanzado, contada siempre desde el punto de vista del hombre, Celso Arteaga; uno más de esos personajes clarinianos incapaces de manifestar sus sentimientos más allá de un fuero tan interno que les resulta, en este caso al menos, irreconocible a ellos mismos.

Historia, pues, de no amor, que tiene su punto inicial, a la vez que culminante, en el acto de entrega, por parte de él, de un presente tras una declaración pública de amor. Todo ello en medio de un festejo que, según explica el narrador «sirve todo este aparato de Apocalipsis burlesco, de marco extravagante para la alegría exaltada, de fiebre, de placer que se acaba, que se escapa».

Este es el momento elegido por Benedito para la segunda viñeta (Imagen 10), el momento en que el director de colegio, dejando a un lado «su seriedad inveterada», tras participar de una cena, en la que «ya se sabía, [...] se ponía a medios pelos» y decidir «tomar parte activa en la solemnidad burlesca de enterrar la sardina [...], se vistió con capuchón blanco, se puso el cucurucho clásico, unas narices como las del escudero del Caballero de los Espejos, y pidió la palabra».

La viñeta muestra al figurón de frente, elevando en su mano izquierda la sardina de metal que debe entregar tras el discurso, mientras, en primer plano y de espaldas, un grupo de personas, mayoritariamente hombres de aspecto grotesco, le contempla. De entre ese grupo es imposible localizar a esa figura femenina que «le oía arrobada, con los ojos muy abiertos, la respiración anhelante» que será la sorprendida receptora del presente, Cecilia Pía, de manera que queda patente la intención del ilustrador de mantener la atención en el aspecto más festivo del relato, y que no busca entrar en el posterior desarrollo de la trama.

Tampoco va a ilustrar Benedito los otros posibles momentos del falso idilio, como el encuentro fortuito tras la repetición del acto de entrega de otro presente carnavalesco, que hubiera podido significar el verdadero inicio de la relación, puesto que el protagonista «notó que deseaba con alguna viveza volver a ver a la chica de Pía». Una relación que no llega a concretarse y de dar cuenta de ello se encarga el narrador con una brusca aclaración: «Sí, pero aquel invierno Celso contrajo justas nupcias con una sobrina de un magistrado muy influyente».

El momento del encuentro, en el que «se hablaron los ojos», así como otros posteriores en que Celso «vio que estaba muy delgada, mucho más que antes» -comentarios que insinúan la presencia de unos soterrados sentimientos-; así como el postrer encuentro, ya en la ancianidad, no son recogidos por el ilustrador, que prefiere cerrar la historia con una viñeta (Imagen 11) en la que Celso Arteaga contempla de lejos el entierro de Cecilia Pía, bien cobijado bajo un paraguas y habiendo recobrado la vestimenta y con ella la seriedad de su habitual imagen que, mediante el disfraz de pregonero del entierro de la sardina, había sido puesta en solfa.

Fiel, Benedito, a su manera de interpretar los textos literarios13 opta por plasmar en los dibujos los elementos que, desde un punto de vista plástico, son más ricos, más «visuales», dejando que los sentimientos y las emociones sean recreados en la «lectura mental abstracta». El resultado es unas viñetas estéticas que contribuyen a enriquecer el relato y que no se limitan a ser un mero acompañamiento del mismo.

En noviembre de 1895 firma Clarín el prólogo al volumen Cuentos Morales, en él declara que «el tinte general» de los relatos que escribe «y muchos que se publicarán, si Dios quiere, más adelante», es que no le interesa «la descripción del mundo exterior, ni la narración interesante de vicisitudes históricas, sociales, sino el hombre interior, su pensamiento, su sentir, su voluntad».

Efectivamente, este es el denominador común de estos tres cuentos, en los que prevalece el devenir de esos tres caracteres, cada uno enfrentado a distintos aconteceres, reaccionando de manera peculiar, como corresponde al individuo que es cada uno de ellos.

La manera en que los tres pintores se acercan e interpretan los textos es un ejemplo de la multiplicidad de posibilidades que, aun dentro de una maniera muy de la escuela del realismo pictórico, se presenta y que deriva, no tanto de la maestría en el dibujo, como de la forma en que el ilustrador se ha dejado invadir por el texto.






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Bibliografía

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