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Una novela política: «La Campana de Huesca» de Antonio Cánovas del Castillo

Borja Rodríguez Gutiérrez


Universidad de Cantabria



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En 1852 aparece La Campana de Huesca, una novela histórica escrita por un joven y desconocido autor de 24 años: Antonio Cánovas del Castillo. Solo dos años después, el novelista primerizo se transforma en uno de los políticos más importantes del momento. Cánovas no volvería a dedicarse a la novela1 y la mayoría de la crítica ha sido   —622→   resueltamente hostil a esta obra2.

El motivo central de la novela es una leyenda tradicional: la campana que el Rey Ramiro el Monje hizo con las cabezas de los nobles hostiles   —623→   a él, una vez decapitados3. Cánovas combina esta historia con la ascensión al trono de Aragón de Ramón Berenguer, Conde de Barcelona. El rey Ramiro está dominado por la nobleza capitaneada por Férriz de Lizana. Un almogávar, Aznar Garcés, decidido a auxiliar al rey le rescata del cautiverio y en la huida de ambos personajes se encuentran con un grupo de caballeros capitaneados por Ramón Berenguer. Ramiro impresionado por Berenguer, decide cederle la corona y Aznar para facilitar el tránsito del poder vuelve a Huesca, decapita a los nobles y forma con sus cabezas la campana. El resto de los nobles de Aragón acusa a Ramiro de traición y Aznar y Ramón Berenguer vencen en duelo a los quince campeones del bando nobiliario. Ramiro cede la corona a Berenguer e ingresa en un convento

La estructura es estrictamente cronológica. El capítulo inicial y el final quedan aparte de la narración. La narración se centra en dos bloques de dos y once días, separados por un capítulo que abarca unos dos años y medio de tiempo.

  • Capítulo I. Introducción.
  • Capítulos II a IX. Dos días de duración. Diciembre de 1134. Coronación y jura de don Ramiro. Salvamento de este por Aznar.   —624→   Desaparición de don Ramiro. Confesión de este con el Abad de Mont-Aragón. Vuelta de don Ramiro, encuentro con Inés, y explicación con esta. El Rey recibe la noticia del embarazo de su esposa.
  • Capítulo X. Dos años y medio de duración. Desde el conocimiento del embarazo de Doña Inés hasta la terminación del claustro de San Pedro el Viejo, dos años después del nacimiento de Doña Petronila, hija de los reyes.
  • Capítulo XI a XXXIII. Unos 11 días de duración. Primer día: prisión de don Ramiro y liberación por Aznar. Robo del caballo. Segundo día: lucha de Aznar y Ramiro con las tropas de Roldán. Encuentro con Manifierro y acuerdo de bodas de Ramón Berenguer y Petronila. Tercer día: llegada de Aznar y Fivallé a Huesca. Entrevista con los nobles. Falsificación del pergamino. Entrada de los almogávares en el Alcázar. Cuarto día: muerte de los nobles a manos de Aznar. Llegada de Ramiro y Berenguer y descubrimiento de la campana. Del quinto al noveno día: convalecencia de Aznar. Esponsales, juras y fiestas. Décimo día: desafío de los quince y duelo. Undécimo día: entrada de don Ramiro en el monasterio.
  • Capítulo XXXIV. Conclusión de la obra. Destino de los personajes.

No puede sorprender, tratándose del autor de que se trata, que la política sea un elemento importante dentro de la novela. Pero además la política casi anula los otros elementos presentes en el texto, de forma muy diferente al de la mayoría de las novelas históricas en las cuales el conflicto amoroso de los personajes sale a primer plano.

No ocurre esto en nuestra novela: el conflicto amoroso es inexistente. Hay dos temas básicos: la lucha por el poder que se desata entre la vieja nobleza (Lizana) y las nuevas capas sociales que reclaman su lugar (Aznar), por un lado, y la comparación entre el rey «indigno» (Ramiro) y el «digno» (Berenguer). Las soluciones de ambos problemas confluyen al fin de la obra en un final común: Aznar vence a la vieja nobleza, con el auxilio de Berenguer y este recibe la corona de un cobarde Ramiro que no ha sabido ayudar a Aznar.

El primer conflicto queda definido y concretado desde el principio de la novela en los dos personajes básicos: Aznar y Lizana. «Más es su cara   —625→   de mal vasallo que de buen soldado. Lleva más soberbia que el Rey» (p. 30)4 exclama Aznar a la vista de Lizana. De la misma manera lo hace Lizana cuando Aznar ha salvado la vida al Rey, en ese mismo capítulo: «No parece sino que este menguado de Rey gusta de conversaciones con los villanos. He mandado ahorcar a más de ciento como ése, y juro a Dios que...» (p. 34).

La hostilidad no es, en ninguno de los dos casos inmotivada. Lizana se lo expone muy claramente a Roldán:

Dos peligros corre y correrá en adelante el legítimo influjo que nosotros los bien nacidos ejercemos en el gobierno del reino [...] Uno es que los clérigos se junten con el rey para quitarnos esa autoridad; otro es, no lo olvidéis, que los villanos se junten para el mismo propósito con el Rey. En cuanto a los clérigos, no es imposible mantenerlos a nuestra devoción, haciendo suyos nuestros intereses, por más que alguna vez nos falten [...] Pero con los villanos sí lo es, porque nunca puede haber entre nosotros y ellos algunos intereses comunes, sino, por el contrario muy opuestos intereses


(p. 156)                


Ve por lo tanto Lizana amenazada su seguridad y la de su clase: su superioridad se basa en la potencia militar de los caballeros y los almogávares son los únicos integrantes de las clases populares con capacidad para vencerles5. Al final de libro Aznar confirmará las palabras de Lizana, al tomar parte en el desafío de los quince, y luchar y vencer, a la manera de los almogávares, contra varios caballeros.

El autor centraliza en Lizana la exposición de las ideas de su bando y le coloca como líder indiscutido de los nobles: «aquel hombre encanecido en la política, hecho campeón de una clase, de un partido, al cual si unas leyes históricas conservaban y sostenían aún, otras leyes históricas socavaban ya y combatían, hallaba en su experiencia bastante sagacidad para antever todos los sucesos» (p. 158).

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Aznar es el representante de la ideología adversa, al menos en la lucha con Lizana. Aunque no está en su carácter la reflexión analítica de la que hace gala el viejo rico-hombre sí que tiene claro la enemistad fundamental que existe entre su clase y la clase de la aristocracia. «Nosotros, los hijos de la montaña, no queremos sino que uno sólo nos mande, ni más que a uno sólo respetemos como vasallos. Sea éste rico, sea éste honrado, sea éste poseedor de joyas y castillos, y todos los demás obedezcan y repartan entre sí los bienes de este mundo» (p. 94). Un estado con rey y sin nobles: esos son los deseos de Aznar. Y a ello se dedica, aunque el Rey de que dispone para su lucha no sea el que necesita para la victoria: «¡Qué tímido que es este Rey! Pero así nos le dio Dios, y así es preciso tomarlo. Cuanto y más que lo que a él le falte de resolución tiénenlo de sobra alguno de sus vasallos»6. Hay un cálculo y una intención política tras los actos de Aznar: «El almogávar discurría como el mejor político de su tiempo; sus palabras, rudas en la forma, estaban llenas de inteligencia, de verdad» (p. 187).

Pero donde podemos ver con mayor evidencia la intencionalidad política de Cánovas es en la elección de los antagonistas. Hasta el momento, en la tradición histórica y literaria de la leyenda, los almogávares no habían tomado parte. La leyenda contaba las burlas que la nobleza le hacía al Rey, y la venganza de éste. Cánovas aparta de ese conflicto al Rey e inserta a los almogávares en la historia, transformando la leyenda en una lucha por el poder entre dos clases sociales. Con esta intención añade la cesión de los derechos del trono a Ramón Berenguer, el Rey ideal, que se contrapone claramente con el triste papel del Rey Ramiro. Hace confluir por lo tanto Cánovas en su novela tres temas diferentes que hasta entonces nunca habían estado relacionados en antecedentes históricos o literarios: La leyenda de la campana de Huesca, la ascensión de Ramón Berenguer IV al trono de Aragón y la vida y costumbres de los almogávares.

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La característica de La Campana de Huesca que más puede llamar la atención en comparación con otras novelas románticas es la violencia presente a lo largo de todas las páginas. La necesidad de justificar la acción final de Aznar Garcés, de enmarcarla en un ambiente que haga posible esta decisión, le lleva al autor a desarrollar una novela donde la sangre es una constante.

Cuando Aznar, para salvar al Rey, mata con un dardo al caballo desbocado, (p. 32) el caballo se desploma «derramando a borbotones la sangre». Más adelante, (p. 105) cuando Aznar consigue robar un caballo y va a buscar al Rey, este se sube al caballo y «al retirar los dedos de las espaldas del almogávar hallóselos bañados en sangre». Cuando el escuadrón de Roldán alcanza a Aznar y al Rey en su huida, el almogávar se apresta para el combate contra dos caballeros: «hundió la espada en el pecho del caballo que venía por la parte del abismo, el caballo vaciló un instante y cayó rodando por las peñas con su desventurado jinete» y viendo que el otro caballero estaba en lucha con el Rey «puso término a la contienda, derribando malherido al caballo de una tremenda estocada en el vientre, y rematando al caballero de una cuchillada terrible, con que le partió en dos el casco y la cabeza» (p. 113). Cuando describe la campana (p. 205) la sangre vuelve a aparecer:

En derredor del garfio que colgaba del punto céntrico de la bóveda, mirábanse catorce cabezas recién cortadas, imitando en su colocación la figura de una campana. En el interior de aquella campana colgaba otra cabeza que hacía como de badajo, la cual reconocieron los presentes por el Arzobispo Pedro de Luesia; las demás eran de Lizana, de Roldán y del resto de los ricos-hombres rebeldes.

Debajo había una enorme piedra que debía servir de tajo para partir las gargantas; y de pie, junto a ella, se miraban dos negros de infernal catadura, con los alfanjes desnudos y goteando sangre: eran Yussuf y Assaleh, los esclavos del Conde de Barcelona.

Más lejos estaban los troncos descabezados y llenos de heridas algunos: entre los cuales se veían los cadáveres de no pocos almogávares que debieron sucumbir en lid, porque estaban también acribillados de heridas.


Más adelante, cuando el autor relata el desafío de los quince, vemos como Berenguer vence a su primer adversario: «le metió todo el hierro por el ojo izquierdo hasta los sesos, haciéndole saltar el ojo del casco,   —628→   y dejándole clavado un palmo de su lanza rota». Al segundo «le hizo una grande herida, pasándole un buen trozo de lanza de parte a parte el antebrazo...» (pp. 235-236). Berenguer contempla la lucha de Aznar (p. 239) «apoyado sobre su espada, roja de sangre la espuela [...], rojo también el pretal y la cincha de éste».

La violencia forma parte de la vida cotidiana de los almogávares. Cuando Aznar ve llorar a Castana se asombra: «Mi madre no lloró en cuarenta años que estuvo casada con mi padre; y eso que el viejo la traía de acá para allá como cabra montés, y no la respetaba más en su cólera que a cualquier moro o judío» (p. 46). No hay respeto a los de mayor edad y todos se burlan sin misericordia del viejo Carmesón. Aznar para hacerle callar (p. 140) «tiró de él tan fuertemente que el viejo vino nuevamente a tierra, no sin antes magullarse contra los peñascos el cuerpo».

Dentro de los personajes, Aznar Garcés, como ya hemos visto, es uno de los elementos básicos del conflicto principal. El autor no le describe individualmente al principio de la novela sino que describe a los almogávares como tipo, hablando de Aznar y de Fortuñón:

El almogávar [...] cubierto con el amplio capuchón de malla que le caía de la cabeza hasta las rodillas, y la piel de lobo o de toro amarradas con una soga en la cintura; desnudo el pecho y los brazos y piernas; armado con su corta y ancha espada, sujeta entre la piel y la soga; provisto además de dos dardos, enganchados en ésta de menos que mediana labor, pues consistían en palos de encina o roble, sin descortezar, y pintas de hierro de cuatro lados, agudísimas y limpias, como si sus dueños se ejercitasen continuamente en afilarlas contra las piedras. Gente esta última de mal ver y de poco cristiana catadura, que andaba con singular desembarazo, mirando, con más desprecio que asombro, las pintadas telas y el limpio metal que ostentaban otros del concurso.


(pp. 24-25)                


La descripción no resulta muy positiva. Pero poco más adelante (p. 37) la enamorada Castana nos da una visión mucho más agradable: «Mozo es que no ha de contar... los veinticinco años; alto membrudo y ágil a maravilla, ojizarzo, pelinegro, trigueño en la color, más en labios y mejillas matizado con purísimos carmines. ¡Si le hubierais visto, señora! Él, con su tosco traje, oscurecía a los más apuestos galanes de la corte; y   —629→   cierto que a calzar espuela de oro, no se le hubiera aventajado uno sólo de los justadores que esta tarde han entrado en la liza».

La descripción del carácter de Aznar va a ser fundamental para el desarrollo de la novela. Cánovas comprende que es necesario justificar suficientemente la barbarie de la campana, y a ello se dedica, haciendo hincapié desde el principio en la crueldad de Aznar y en su capacidad para la violencia. Desde las frases que pronuncia al principio de la novela se perfila su inclinación a la violencia y su impaciencia y necesidad de acción. Su enemistad para los ricos-hombres se acentúa cuando el rey le descubre que Lizana es el autor de la muerte de su hermano. Sus apariciones en la novela están ligadas con la sangre: en la primera mata al caballo desbocado del rey con un dardo que le atraviesa el vientre de parte a parte haciendo salir «borbotones de sangre» (p. 32). En la tercera, enfrentado a dos guardias, los mata «Dando en seguida un salto y otro alarido horrible, le asió con la siniestra mano por el cuello, y con la diestra le sepultó en el pecho la hoja de su espada» (pp. 88-89), explicando después que ha tenido que matar a dos centinelas más que quisieron impedirle la entrada al Alcázar.

Su decisión de eliminar a todos los ricos-hombres es normal dado su carácter: cualquier obstáculo en su camino debe ser destruido. Pero no es una mera máquina de matar: tiene meditadas las razones de sus actos, como vemos en las palabras que dirige a Fivallé; escucha a los demás y saca consecuencias de ello, pues su idea de la falsificación de la sentencia real proviene de una historia de Manifierro y es capaz de refrenar sus impulsos primarios si se trata de conseguir un objetivo principal: de esta manera soporta los insultos y las provocaciones de Fivallé, pues sabe que en esos momentos lo principal es la eliminación de los ricos-hombres.

Como representante que es de una clase, tiene un orgullo de casta tan acentuado como los aristócratas. Constantemente proclama ante el Rey que los almogávares no ceden a nadie en la lucha; no ofrece sumisión a nadie, y si sirve al rey más parece por propia elección que por sentimiento de obligación. Finalmente después del desafío de los quince caballeros, cuando Ramón Berenguer le propone armarle caballero, Aznar se niega: «no sé pelear sino al modo en que me enseñaron mis padres, y con él me va bien, y no quiero aprender otro, aunque sea el de personas que valen mucho más que yo por las armas. Almogávar he de ser, si lo permitís, toda la vida» (p. 241).

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Férriz de Lizana, el oponente de Aznar es otro de los personajes claves de la novela. El jefe de los aristócratas, no nos es descrito físicamente con el detenimiento con que Castana detalla su primera visión de Aznar. Fortuñón cuando le ve le considera «muy decaído» (p. 30) y el mismo Lizana manifiesta varias veces sus muchos años. Mas por otra parte el narrador nos lo presenta activo: «comenzó a dar paseos por la sala con una agilidad que hacía olvidar sus años» (p. 154). Y su resistencia fina ante los almogávares no es la de un hombre viejo y cansado.

Pero no hay ningún decaimiento en su actividad durante la novela. Es un líder sin discusión que decide rápidamente y a quien ninguno de los otros ricos-hombres osa enfrentarse. Fortuñón nos dice que «siempre se las ha disputado con los reyes. Es mucha arrogancia la de don Férriz» (p. 30). Su empeño básico a lo largo del libro va a ser conservar los fueros y privilegios heredados y así lo va a manifestar en repetidas ocasiones:

Aunque supiera que el moro había de quemar todos mis castillos y llevarse prisioneros a todos mis vasallos no dejaría de oponerme a un contrafuero; y primero consentiría en que me cortasen el puño derecho, con que suelo esgrimir la espada, que no en ceder un ápice de nuestros privilegios, leyes y derechos.


(p. 79)                


En la concepción de Lizana, estos fueros deben mantenerse porque son legítimos y justos, y deben defenderse porque están constantemente amenazados.

En esa defensa de sus derechos se muestra tan implacable como Aznar. Ya hemos visto como aconseja a Roldán la eliminación de todos los almogávares. Cuando Ramiro cuenta a Aznar la muerte de su hermano, le relata que Lizana «como si tuviera que habérselas con un jabalí, le azuzó los perros, que en un momento le destrozaron [...] y paso luego por encima de él con su caballo» (p. 198). Pero su crueldad está siempre atemperada por el cálculo. Esto en general le hace aún más implacable, puesto que cuando otros ricos-hombres se apiadan de Ramiro o de Inés, él siempre responde al compasivo explicando por qué no hay que ablandarse y que la línea dura es la más interesante para sus fines.

Lizana es representante de su clase hasta su muerte. No hay arrepentimiento de sus actos en sus últimas palabras sino el sentimiento de haber fallado en su misión:

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Dios mío, tú que me dejaste ver el peligro, ¿por qué me cegaste tanto los ojos cuando lo tenía cerca, para que no lo viese ni pudiese evitarlo? ¿Qué vale esta prudencia de los años si no ha de servir más que para antever el mal, sin acertar casi nunca a remediarlo? ¡Dios mío, Dios mío, conserva para mis hijos la libertad de Aragón!


(p. 210)                


El viejo político reconoce en su muerte su fracaso y corrobora una impresión que el autor ha ido plantando en la novela a lo largo de ella con diversos comentarios: la experiencia no soluciona los problemas que vienen de la aparición de lo nuevo; lo viejo fatalmente debe desaparecer.

El rey Ramiro como personaje está menos conseguido. Cánovas quiere presentar a un hombre torturado por su conciencia, que le reprocha haberse casado con la mujer de su difunto hermano y por la vergüenza de saberse incapaz de imponerse como rey. Pero el personaje es excesivo, y acaba siendo un histérico perpetuo que cambia de opinión constantemente llegando a desesperar a Aznar durante su huida y a Berenguer en su conversación. Desde su aparición en la novela, hasta su final no evoluciona ni es capaz de salir del círculo vicioso al que le lleva su irresolución.

La concepción de la novela como el enfrentamiento entre aristocracia y clase popular personificadas, respectivamente en Lizana y Aznar, hace que el resto de los personajes queden muy difuminados. Lizana representa a los ricos-hombres con tanta fuerza que el resto no son sino nombres que el narrador introduce. Roldán, el único entre ellos que adquiere algo de entidad, es incluido por el autor para que Lizana tenga alguien de su clase con quien hablar, y de esta manera desarrollar sus ideas políticas. De la misma manera los almogávares no adquieren nivel y los dos que intervienen, aparte de Aznar, en la novela lo hacen de forma episódica.

El Conde de Barcelona, Ramón Berenguer, aparece como el gobernante ideal, opuesto en todo a Don Ramiro. No hay en él nada de indecisión y las historias de Manifierro lo presentan como un rey popular, en el sentido de partidario del pueblo y opuesto a la nobleza. Contrasta por tanto, con Don Ramiro, sobre todo en el desafío de los quince: mientras Berenguer sale a combatir, para defender la legitimidad del acto de Aznar que ha salvado la corona de Ramiro y las aspiraciones de su   —632→   hija, Ramiro sólo es capaz de darse golpes de pecho. Cánovas salva mediante este personaje el principio monárquico: Berenguer es el rey, como debe ser un rey, mientras que Ramiro, rey de nombre, es incapaz de serlo por los hechos.

Inés y Castana, los personajes femeninos, no tienen un desarrollo por parte del autor. Castana7 es poco más que una figura secundaria; su relación amorosa con Aznar no aporta nada a la intriga. Inés de Poitiers, la Reina, aparece desde el principio como reina doliente: profundamente enamorada de Don Ramiro, sufre por los desprecios de él, sin reprocharle nunca nada. Su devoción y fidelidad no tiene otro precio que el abandono de su marido. A decir verdad, no se entiende cuales son las virtudes que Inés encuentra en Don Ramiro, para mantener esa absoluta fidelidad. Da la impresión que Cánovas se preocupa más del conflicto político que del amoroso, y no alcanza a pintar de manera convincente la relación entre Rey y Reina.

Recurre Cánovas a la técnica del manuscrito hallado. Y lo hace con plena conciencia y con uso abundante de ella. Si en novelas como El Señor de Bembibre o Ivanhoe el manuscrito del cual se toma la historia apenas aparece mencionado y únicamente desde el final de la narración, en nuestra novela es un eje fundamental de la construcción.

Precisamente la novela comienza con ello: «A la orilla de la Isuela hallé esta crónica» (p. 19). Cánovas utiliza constantemente el recurso del primer y segundo narrador. El primero es un viejo muzárabe que escribe una crónica en Huesca, en castellano antiguo. El segundo, es quien después realiza una versión moderna de esta crónica. Afirma este segundo narrador que:

la tarea del copista se ha limitado a descifrar y poner en claro los confusos pergaminos donde por tantos siglos ha estado desconocida esta crónica, [...] no era fácil porque los pergaminos son de los que hoy llamamos palimpsestos y no deja de notarse todavía en ellos el viso y señal de las letras primeras.


(p. 21)                


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Nos dice este segundo narrador que del primero «sólo se sabe que fue de los muzárabes, o mozárabes, porque en diversos capítulos y lugares se da por cristiano y residente en Huesca [...] Que es como decir que nada consta sobre su persona» (p. 22). Pero de la lectura de la novela, queda claro que este segundo narrador es mucho más que un traductor del castellano antiguo. Está presente constantemente en la narración, haciendo comentarios sobre los acontecimientos, los personajes, otros elementos e incluso sobre la propia crónica que está versionando.

Son muy abundantes a lo largo de la novela las referencias al muzárabe. En el comienzo de la narración ya aparecen varias: «De no mentir desde las primeras letras el dicho muzárabe [...] cosa es en que bien pudo equivocarse el muzárabe [...] no es posible que errara el cronista, como que cuenta lo que vio, aunque viejo, por sus propios ojos [...] la curiosidad, sin duda insaciable, del cronista muzárabe [...] Y aquí advierte el muzárabe que don Ramiro estuvo un tanto torpe» (pp. 23-25). Desde aquí y a lo largo de la novela las menciones al manuscrito y a su autor son constantes: censurándole, alabándole, advirtiendo que hay cosas que no cuenta y extractando otras que cuenta en exceso8.

No merece La Campana de Huesca el desprecio crítico que hasta ahora ha venido obteniendo. Se trata de una novela con buenas cualidades. Su argumento es consistente y lógico, y hoy en día se echa de ver que Cánovas no usa de las casualidades y evita las improbabilidades. Sus dos personajes principales, Aznar Garcés y Férriz de Lizana están singularmente   —634→   bien construidos, lejos de amaneramientos románticos, ya muy frecuentes en los años de publicación de la novela.

Pero sobre todas las cosas lo que perjudicó a la novela fue la labor correctora del propio autor: la primera Campana, la de 1852 es una novela ágil, rápida e intensa. Todo lo que añade Cánovas después es complicación lingüística, erudición pedantesca y elementos inútiles para el cuerpo de la narración: La Campana de Huesca, en la edición de 1852, merece citarse como una de las mejores novelas históricas del Romanticismo Español.





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