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ArribaAbajo Nuevos pintores argentinos

Guillermo de Torre


Hace pocos años, cuando desde mi nativo mirador europeo comencé a observar atentamente -con esa óptica de simpatía que favorece la distancia y que es difícil mantener una vez próximo- el panorama literario y artístico argentino, recuerdo que hube de apostar resueltamente el capital de mis mejores augurios por la carta poética. Puse mi esperanzado crédito en algunos líricos de la arriscada pléyade que entonces combatía por un cambio, una depuración de los gustos y las normas de juicio. Quise   —183→   creer generosamente que por la simple fuerza del número y la calidad de sus obras llegarían a operar una profunda transmutación de valores, ensanchando el diafragma y la comprensión del ojo público.

Pero tales esperanzas han sufrido una quiebra. Aquellos escritores jóvenes -salvo pocas, insuficientes excepciones- no supieron mantener con firmeza la línea iniciada en sus primeros escorzos y, por ende, perdieron el papel reformador que les estaba asignado. En cambio, compensando esa desilusión, ha surgido luego un grupo coherente de pintores nuevos, más indicado para reasumir dicha tarea. Por el momento, yo no dudo en transferirles aquellas esperanzas. Y en afirmar que actualmente me parece más rica de promesas y de valores la perspectiva plástica argentina que la literaria.

Sin embargo, existe entre ambas ramas una desigualdad de condiciones que solicita inmediata corrección. Mientras los escritores jóvenes lograron, en cierto modo, predisponer favorablemente la atención comprensiva de las gentes, los pintores siguen siendo víctimas de una cerrazón mental deplorable. Lo hemos comprobado reiteradamente en esta temporada invernal. En su transcurso han celebrado exposiciones varios pintores de fisonomía ya perfectamente acusada, con personalidad singular, que pudieran figurar sin desmedro en las más exigentes latitudes artísticas. Pues bien, en Buenos Aires, apenas son reconocidos, justipreciados. Chocan, cierto es, con las habituales resistencias que en todas partes provoca la implantación de un arte nuevo. Pero esto no presentaría nada singularmente anómalo. Lo curioso y reprobable es que aquí tales hostilidades se agravan a causa de la impermeabilidad de un ambiente artístico que, careciendo de pauta   —184→   propia, de tradición en que fundamentar sus repulsas, simula el lujo de poseerla, excediéndose en la reacción adversa e inventando pintorescas argumentaciones defensivas.

Precisemos. Al llegar a este punto no conviene generalizar: correríamos entonces el riesgo de que se confundiese todo esto con una vulgar pugna de «jóvenes» versus «viejos». Y no es así. Por consiguiente, puntualizaré. He dicho antes que se desconoce y se niega a los pintores nuevos. Pero ¿en virtud de qué principios, de qué normas estéticas trata de oponerse una muralla de contención a su feliz despliegue? Se les combate esencialmente -aunque parezca inverosímil- en nombre de dos conceptos periclitados, de dos antiguallas irrisorias que ni aun en las prenderías de ocasión se cotizan ya: los salones oficiales y la estética impresionista. Se les acusa patéticamente de perturbar con sus cuadros discrepantes el plácido uniformismo vulgar de las exposiciones nacionales y de no ajustarse a esa vaga y desvirtuada secuencia impresionista que los pompiers han convertido en canon inmutable.

Ahora bien: acontece -¿lo ignoran aún aquí?- que el descrédito de tales salones patrocinados por el Estado es, desde hace largos años, ya general en Europa, aun en los sitios donde se manifiestan con cierta dignidad, y que mediante las campañas de los mejores tienden a suprimirse. Y en cuanto al impresionismo y a sus descoloridas versiones, su extinción es harto evidente, sobre todo después de tres lustros de vigencia cubista, modalidad que es por excelencia la más completa refutación de aquél (Así como, por otra parte, la reacción contra las claras geometrías cubistas se hace visible en los difusos arabescos del superrealismo. Véase, por ejemplo, la diferencia que va de un Joan Miró a un Juan   —185→   Gris. La diferencia que hay entre un arte intelectualista conceptual y frígido -cubismo- y entre un arte literario, barroco y romántico -superrealismo-. Romanticismo nuevo, cierto es, puesto que ha sido influido no sólo por las visiones dilacerantes de un Chirico -verdadero «padre de la criatura»- sino traspasado por el primer expresionismo germánico, arte de fibras contorcidas, esencia dramática y finalidades extraplásticas, etcétera).

¿Quién negará, por otra parte, la nula eficacia de las exposiciones colectivas, con sello oficial, que sólo dieron lugar en toda Europa a una copiosa pululación de pompiers, premios de Roma y monstruos similares, viniendo a ser substituidas con gran ventaja por las exposiciones libres, individuales -que aquí tratan de ahogar-, fomentadas por el puro interés de los aficionados, buenos catadores, o por el interés compuesto de los marchantes, no menos respetable y cooperador, pese a las diatribas epilépticas de ese incalificable Mauclair? En cuanto al impresionismo -o a sus vulgares degeneraciones amparadas bajo tal pabellón- ¿a quién se le ocurrirá juzgar la pintura de hoy con arreglo a sus normas obsoletas, carentes de toda vigencia, sino a los -presuntos- críticos despistados de estas latitudes que, faltos de otros puntos de referencia, se sienten, frente a obras distintas, miedosamente perplejos, tristemente náufragos...?

Pero, abandonando estas cuestiones que presentan un flanco demasiado fácil a la esgrima polémica, vengamos al verdadero tema de esta crónica. En la temporada pictórica que ahora expira el Salón Nacional de Bellas Artes se ha superado a sí mismo en fealdad, en confusionismo, en lo que yo llamaría incongruencia con el tiempo. Únicamente el vulgo dominical y espeso, encarnado a maravilla en los reseñistas periodísticos, puede incurrir   —186→   todavía en el error de ponderarlo, de tomarlo en serio, de hacer creer que eso significa todavía algo. Por el contrario, habría que reclamar violentamente, a modo de sanción penal, la forzosa clausura de ese certamen durante unos cuantos años, no sólo mientras se reorganiza su estructura y se busca mejor destino artístico a los dineros del Estado, sino en tanto se reorganizan por dentro las cabezas de los señores que presiden sus destinos. El espectáculo que ofrecen esos salones, con inexorable terquedad anual, es desolador. Y no se invoquen, como disculpa, ciertas, aunque escasas, analogías europeas. Para mí es más irritante aún que el arte de una nación joven resulte víctima de tales farsas siniestras.

Un espectáculo más consolador nos han ofrecido felizmente las exposiciones individuales de pintores jóvenes, excepcionalmente numerosas y cernidas este año. Se han localizado con preferencia en Amigos del Arte y en la nueva sala de la Wagneriana, diestramente timoneada por el pintor Guttero. Ha podido inclusive repetirse el Nuevo Salón, en el primero de dichos locales, e iniciarse otro semejante, aunque más homogéneo, en el segundo de ellos. Salones que son como los óvulos de donde podrá salir mañana un verdadero gran Salón de Pintores Independientes o Libres. Pero en estas apuntaciones rápidas no pretendo hacer un balance ni trazar una revisión crítica total. Sí, únicamente, formular unas apostillas al margen de las reproducciones que Sur agrupa en este número -sin propósitos excluyentes, prometiendo variar el ángulo de enfoque en lo sucesivo, incluyendo otros artistas jóvenes no menos representativos- originales de Héctor Basaldúa, Lino Spilimbergo y Emilio Pettoruti.

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Si de Rimbaud se ha dicho -Claudel- que era un místico en estado salvaje, de Basaldúa pudiera decirse que es -o quiere ser- un salvaje con propensión mística. Pero entendámonos: salvajismo en su caso no equivale a ausencia del caparazón civilizado, sino a: gracia de los sentidos, infantilismo consciente. Para Basaldúa el mundo parpadea como un recién nacido. Apresa sus rasgos, la silueta de las gentes y las cosas con la gracia, la inocencia y la imprecisión de contornos de un chico alerta. Un niño, cierto es, un poco ficticio, puesto que tiene memoria, puesto que evoca. Lo evidencia el carácter de sus temas en la serie de temples expuestos en Amigos del Arte. Motivos pretéritos que el tiempo ya ha teñido de poesía por virtud de la simple distancia. Confieso que esto -a no darse en él otras cualidades- me haría mirar más bien de soslayo, con cierto recelo, los cuadros de Basaldúa, pues, en general, desconfío de la capacidad creadora de los pintores o líricos que utilizan temas pretéritos, en los cuales casi todo lo pone ese factor, el tiempo. Pues, a mi juicio, el lirismo de las sombras es el más fácil y los recuerdos fermentan por sí solos al envejecer, destilando un alcohol de poesía en cuya dosificación apenas interviene el alambique cerebral del artista.

Pero los cuadros de Basaldúa superan esas prevenciones. El factor temático no asume ni desborda todo: queda siempre muy visible lo puramente pictórico, el firme valor plástico de sus composiciones. Por otra parte, Basaldúa no abusa del tiempo ni se prevale de la distancia, ya que no es muy forzada o incómoda la torsión retrospectiva que hace con su mente hacia atrás: se detiene en los años fronterizos del siglo pasado y del presente.   —188→   El pintor vuelve evocativamente a contemplar los lugares, los ambientes y las gentes de su infancia, coloreados con la misma luz cándida de las calles y de los patios provincianos: de una provincia que era pueblo, de una Buenos Aires capital, que era aún provincia. De ahí el encanto poemático, la fresca gracia, la fluidez lineal de sus gouaches y sus óleos sobre estos motivos: la retreta en el cándido paseo provincial del atardecer, un baile de lanceros en un salón de espejos que multiplican los polisones y los bigotes, zaguanes poblados por tertulias de familias. Pero, ¡alto aquí! Si el describir los cuadros -el narrar su argumento- es un recurso de la crítica fácil -aún más: su negación absoluta- en este caso, además, presenta un escollo erizado de confusiones. En él tropezaron aquellos que llevados de esta afición narrativa, unidos a los falsos sabuesos, a los errados detectives de la crítica parecidista, sacaron a relucir comparativamente, a propósito de Basaldúa, el nombre -por mí también admirado- de Figari. La manera y el colorido de este último son netamente impresionistas; los de Basaldúa, no. Si Figari pinta ante todo -como se ha dicho- la memoria rioplatense, con propósitos de historiador plástico, Basaldúa se pinta nada menos que a sí mismo. Utiliza motivos afines como punto de partida pero alcanza una meta distinta.

Spilimbergo es violento como un huracán. Entrar en la sala de la Wagneriana, cuando la llenaban sus cuadros, era caer bajo las alas de un siroco. Este pintor -al que ni aun sus hipotéticos panegiristas han dado la merecida importancia- tiene el desmadejamiento propio de un espíritu poderoso que se expresase   —189→   rudamente, barrocamente, sin cuidarse de templar las disonancias, de alisar los agrios acordes. Traducen sus obras la pugna, el esfuerzo del artista que lucha con la naturaleza sin querer evadirse de ella por la vía antirrepresentativa -como hacen los pintores abstractos del cubismo y del constructivismo- pero tampoco someterse. Por ello Spilimbergo personifica muy bien aquella sentencia de Leonardo: Il dipintore disputa e gareggia con la natura.

Lo que primero admira en sus cuadros es la reciedumbre constructiva, la firme trabazón de su andamiaje plástico. Después, su riqueza imaginativa, su amor a la abundancia de elementos que le lleva en algunos casos, por ejemplo, a superpoblar ciertos paisajes, a llenarlos de excesivas cosas. Pero éste no es un reproche absoluto y se convierte por relativismo en un mérito frente a la sequedad, al vacío de los pintores argentinos consuetudinarios, empeñados en hacernos creer que un paisaje es una llanura escueta y un precario tronco de ceibo. Cierto es que, por otra parte, los modelos pictóricos de los paisajes mostrados por Spilimbergo son italianos.

Algunos de sus dibujos merecen sin reticencias el calificativo de magistrales. Se ha hablado mucho, y gratuitamente casi siempre, en estos últimos años, de ingrismo cuando se ha querido definir la perfección lineal, el virtuosismo de ciertos pintores que, a semejanza de Picasso, después de haber efectuado toda suerte de descomposiciones formales, o alternativamente con ellas, vuelven hacia la clara perfección museal.

En el caso de Spilimbergo, esta evocación sería oportuna. Dibuja con una perfección eterna y una gracia contemporánea. Todas sus obras muestran a un pintor sumamente dotado, rico   —190→   de experiencias que revelan -sin decirlo apenas, al que sepa leer entre líneas- la serie de evoluciones franqueadas.

Pero el mejor testimonio de su talento reside, como insinué antes, en sus óleos, en esos paisajes tan ricos de materia plástica, que por su calidez y apasionamiento me evocan algunas obras admirables de los altares barrocos en las iglesias portuguesas.

Pettoruti es pintor de muy distinto carácter, de otra filiación. Más notorio y hasta más manoseado que los dos anteriores -inéditos al comentario crítico- resulta, por consiguiente, difícil emitir a su propósito juicios intactos. Encarrilado desde hace años en las secuencias del futurismo italiano. Pero con autenticidad, en la propia atmósfera de esa pintura, con una cronología y un sentimiento parejos a los mejores de aquella pléyade: Severini, Carrá -antes de sus metamorfosis-, Balla, Depero. Por ello, aunque no aceptemos con exclusividad esa manera, hemos de rendirnos ante la perfección y el carácter genuino con que en Pettoruti se manifiesta.

Sus cuadros, sus dibujos -de estos últimos nos dio una muestra hace poco- son limpios, recortados, armónicos. Producen parejo deleite al de un juego de maquinaria bien montado. Brillan los colores enteros en el juego geométrico de los planos, en el exacto ensamblamiento de los volúmenes, en lo que ya el malogrado pintor y teorizante Boccioni llamaba, antes de la guerra, la compenetrazione dei piani. Sin embargo, Pettoruti prescinde de la sensación dinámica, de la preocupación por traducir el movimiento de cosas y objetos que dominaba al pintor nombrado y a sus congéneres en aquellas fechas. Únicamente sigue   —191→   permaneciendo fiel al propósito de reflejar la forma en transcripciones geométricas.

El examen de sus recientes dibujos ha vuelto a plantearnos la interrogación de si estas maneras extremadas de pintura (que inicialmente, y en el plano de lo formal, condensaron sus intenciones constructivas -según es sabido- como una reacción contra el desleimiento post-impresionista) pueden llegar a ser un sistema permanente, o si cumplidos sus objetivos deben transformarse, saliendo del abstraccionismo y derivando hacia formas menos rigurosas. La mayoría de los pintores lo han entendido de esta última forma al tomar, por ejemplo, el cubismo como una estación de paso -una estación termo-pictórica adecuada para efectuar una cura disciplinaria- donde es imprescindible recalar pero en la cual es inconveniente radicarse. Sin embargo, ¿por qué aceptar como válido este criterio de cordura, aunque la complicidad de pintores y teorizantes nos lo recomienden? ¿No está ahí el ejemplo de lo que fue un Juan Gris, obstinado y heroico operario del cubismo, totalmente entregado a búsquedas abstractas de la forma y del color, sin haber incurrido apenas nunca en la menor concesión representativa, realista, sin querer hacerse reo de lo que André Breton llama donosamente crimen de lesa realidad? Por otra parte, para atenuar este criterio unilateral, recordemos que ya Apollinaire, en 1912, en sus insuperables Meditations esthétiques, buscaba una posible fórmula de avenencia entre la pintura figurativa y la pintura abstracta o antirrepresentativa. Y escribía que «la pintura pura, si consigue desprenderse enteramente de la pintura antigua, no causará necesariamente la desaparición de esta última, del mismo modo que el desarrollo de la música no ha causado la desaparición de los   —192→   diferentes géneros literarios y como tampoco la acritud del tabaco ha reemplazado el sabor de los alimentos».

No obstante, Pettoruti, integérrimo, reniega de cualquier pacto intermedio (No le tomemos en cuenta ciertos paisajes indiferenciados y voluntariosos de convencionalismo, allí no se encontraba él). Con devoción que calificaríamos de ascética, se mantiene fiel a la norma elegida, desdeñoso de todo halago fácilmente sensual, a distancia de la menor concesión realista.