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ArribaAbajoCapítulo XIV

Don Francisco de Meneses y la Inquisición


Todavía el deán don Tomás Pérez de Santiago. El canónigo don Francisco Ramírez de León sucede a Machado de Chávez en el cargo de Comisario del Santo Oficio en Santiago. Cambios ocurridos en el personal del Tribunal de la Inquisición en Chile. Incidente del jesuita Nicolás de Lillo y la Barrera. El presidente Meneses y la Inquisición. Resoluciones reales acerca de altercados inquisitoriales en Santiago. El jesuita Juan Mauro Frontaura. Visible decadencia del Santo Oficio en Chile. Pretendientes chilenos a empleos inquisitoriales.

Al hablar del personal que el Santo Oficio mantenía en Chile, hemos visto ya que el testarudo comisario y deán de la Catedral don Tomás Pérez de Santiago fue removido en virtud de especial comisión por el fiscal de la Audiencia y consultor de la Inquisición don Juan de Huerta Gutiérrez, y que en su lugar colocó en el puesto al arcediano don Francisco Machado de Chávez.

Este que, como también sabemos, era hermano de uno de los oidores de más prestigio, don Pedro Machado de Chávez, criollos ambos, no promovió, en cuanto haya llegado a nuestra noticia, altercado alguno con las autoridades civiles o eclesiásticas. Sólo el desairado deán, con ocasión del nombramiento de su sucesor en el puesto de comisario del Santo Oficio para el cargo de provisor, en que por hallarse tan divididos y alterados los prebendados, hubieron de llamar a la Audiencia para que asistiera a la elección, suscitó una oposición en que, al fin, como en sus   —604→   altercados anteriores con la Audiencia, tuvo que salir derrotado364.

Salvo este incidente, ajeno en realidad a su cargo del Santo Oficio, nada turbó al gobierno del comisario Machado de Chávez hasta que murió en 1661.

Sucediole en el cargo el canónigo chillanejo don Francisco Ramírez de León, hijo del capitán don Francisco Ramírez de la Cueva, oriundo de la Calzada de Toledo, y de Jerónima de las Montañas, señora que llevaba un apellido que había ilustrado en la guerra de este país el capitán Francisco Gómez de las Montañas, cuyos servicios había premiado el gobernador Alonso de Rivera haciéndole donación de las tierras de Chada, no lejos de Santiago.

Don Francisco Ramírez de León había hecho una carrera relativamente brillante. Después de ordenarse logró pronto obtener una prebenda en la Catedral de Santiago, ascendiendo sucesivamente a tesorero en 1665, y tres años más tarde a la dignidad de deán.

Cuando por muerte de Machado, entró a servir la Comisaria del Santo Oficio de Santiago, los demás cargos servidos por ministros del Tribunal en otras ciudades habían experimentado las siguientes variaciones:

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En Cuyo el provincial de Santo Domingo había renunciado el puesto por septiembre de 1652. Dos provinciales de la misma orden, Fray Bartolomé López y el padre maestro Fray Juan del Castillo se habían sucedido en la Serena. En Valdivia se hallaba el agustino Fray Juan de Toro Mazote, teniendo a su cargo la comisaría de Chiloé, donde servía como vicario el licenciado Andrés de Medinilla. En Concepción, finalmente, un comisario titulado, el padre Juan de Albis, de la Compañía de Jesús, y en el hecho, el padre Nicolás de Lillo y la Barrera, ocupado del colegio que allí mantenía la orden.

Sucedió, sin embargo, respecto de este último que con fecha 18 de septiembre de 1670, el rector de ese colegio recibió una orden de don Juan de Huerta Gutiérrez, el mismo que había removido a Pérez de Santiago, ascendido ya a inquisidor de Lima, para que se recibiese de todos los papeles del Santo Oficio, públicos, y secretos, que Lillo y la Barrera, que para el efecto debía hacer viaje especial a aquella ciudad, le entregaría veinte días después de llegado a ella, esperado cuyo plazo debía inmediatamente trasladarse a Santiago365.

¿Qué era lo que había motivado orden tan perentoria? Es lo que vamos a saber por el siguiente documento que da igualmente fe de los esfuerzos que inmediatamente después de la separación de Lillo, intentó la Compañía para no perder tan importante puesto.

«Ilustrísimo señor: La obligación en que me hallo de gobernador, provisor y vicario general deste Obispado Imperial de la Concepción de Chile, y asimismo el oficio de arcediano y comisario de la Santa Cruzada, me insta a dar cuenta a Vuestra Señoría Ilustrísima, que, por lo que toca al juzgado del Santo Tribunal de la Inquisición, padece este obispado, gran falta para la corrección de los fieles, que como unos son cristianos nuevos y los otros nacidos y criados con estos mismos, padecen muchos errores   —606→   y necesitan de persona que los corrija y enderece a nuestra santa fe, y aunque como juez ordinario, en lo que me toca, he remediado lo que por derecho he podido en algunos casos de los naturales de la tierra, he omitido otros por ser propios del Santo Tribunal; ocasiónase esta falta, porque estando en esta ciudad el padre Nicolás de Lillo, religioso de la Compañía de Jesús, de comisario interino, fue quitado del ejercicio por los señores inquisidores del Perú, porque su agria condición la fomentaba con la autoridad del puesto, de que fueron a aquel Santo Tribunal tantas quejas que se vio obligado a mandarle se fuese a la ciudad de Santiago, y envió orden al padre Luis Chacón de Rojas, rector deste Colegio de la Concepción, para que se entregase (como consta de la misma carta que remito por otra vía, original, y con ésta un tanto) por inventario de los papeles públicos y secretos del Santo Oficio, y como no se le envió más comisión, y en esta ocasión ha muerto el comisario propietario puesto por ese Santo Tribunal, que era el padre Juan de Albis, de la misma Compañía, padece este obispado la falta que he referido, y sin esperanzas de remedio breve, porque se ha pasado más de un año sin que los señores inquisidores del Perú hayan enviado comisario. La persona que hoy tiene los papeles del Santo Tribunal es digna de este oficio por sus letras, virtud y natural mansedumbre, y que en calidad y ser cristiano viejo no le excederá persona alguna deste reyno, donde está emparentado con lo más calificado dél, y confirma todas sus buenas prendas el que después de otros puestos y retirado de su religión ha merecido el ser rector de este segundo colegio de su provincia, de donde salen varios sujetos para provinciales; y porque la ocasión del provisor general que va desta ciudad a esa corte por Buenos-Ayres, promete el remedio breve, quedo con el gozo de haber noticiado a Vuestra Señoría Ilustrísima, cuya persona prospere Nuestro Señor los muchos años que conviene. -Concepción y enero 30 de 1672 años. Besa la mano de Vuestra Señoría Ilustrísima su capellán. -Don Francisco Mardones»366.

Ramírez de León en el ejercicio de su cargo en Santiago había estado distante de merecer las amargas quejas que motivaran   —607→   la destitución de su colega Lillo y la Barrera en Concepción. Pero luego de su nombramiento llegaba a la presidencia del reino don Francisco de Meneses, que era hombre dominado de tal espíritu avasallador, imperioso y tiránico, que, sin duda, muy a su pesar, iba a ponerse en pugna con él y seguidamente con la Audiencia que presidía.

Son bien conocidas en la historia de Chile las acaloradísimas cuestiones que Meneses mantuvo con el obispo don Fray Diego de Umanzoro. «Era tan horrible y estupenda la irritación del Meneses contra el Obispo, dice un testigo presencial, que hablaba de su persona de modo que escandalizaba a los hombres de más divertidas costumbres, diciendo públicamente que era incestuoso, simoníaco, ladrón, sacrílego y borracho. Amaneció en este tiempo a la puerta del mismo Obispo un rótulo que decía «Obispo borracho». Repetía el Meneses muchas veces en su casa, calles y plazas y debajo del solio de la Audiencia que con un garrote y con un cuerno había de matar a palos al Obispo y a los clérigos, repitiendo que esto mismo había visto hacer a muchos que después morían en sus camas».

«Los disturbios y encuentros con el Obispo, continúa el mismo autor, seguían aumentando cada día y ahora más sangrientos con un sermón que predicó en la Catedral el padre Hernando de Mendoza, grave y docto varón de la Compañía de Jesús, en que dijo había en el reino un sujeto que no creía la inmortalidad del alma, y que lo predicaba por haberle mandado el Obispo que lo dijese...; y el Meneses pudo, si fuera cuerdo, no darse por entendido, pues no se nombró al sujeto, porque confesar se había dicho por él, parecía hallarse culpado en el delito de hereje ateísta»367.

Todo esto pinta bien claro que el gobernador de Chile no era hombre a quien intimidaban las excomuniones. Como luego lo iba a manifestar, el mismo Santo Oficio le tenía sin cuidado.

Nombrado veedor general del ejército de Chile llegó a Santiago don Manuel de Mendoza «claro por su sangre y esclarecido en virtudes», que, bien recibido en un principio por Meneses, tan disgustado hubo de manifestarse pronto con él, que le depuso del oficio.

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«Cargaba profundamente la imaginación en sus agravios y en el estado lastimoso del reino, cosas que le fatigaban incesantemente el discurso. Solicitó bajar a la ciudad de Santiago a ver al Meneses y alcanzó licencia para ello, en que consistió su fatalidad. Allí pretendió reducir al Meneses al conocimiento de sus agravios; pero reconociendo desesperado el achaque, cargó más fuertemente el discurso en sus injurias; retirose a un hospital por pobre o por enfermo. En él se reconoció se le iban depravando los humores con un juicio estólido, sólo capaz de aquellas impresiones que le alteraban fácilmente. Conviértese en furor la paciencia muchas veces ofendida. Acaeció entrar el Meneses en el hospital con ocasión de visitar al prior o con otro pretexto que se ignora, y volviendo a salir acompañado de los frailes y criados, concurrió también el veedor en el acompañamiento, que, revestido de aquel furor que le alteraba los sentidos, sacó la espada y dio dos heridas al Meneses, aunque ligeras; pero le derribó en el suelo; teniéndole todos por muerto acudían a levantarle.

»Reconocidas, pues, las heridas del Meneses y que no eran peligrosas, se trató de buscar al delincuente, que también había quedado herido y se había ocultado en un vil aposentillo del mismo hospital. Un criado del veedor general, honrado vizcaíno, salió al ruido de la pendencia, sin armas ni prevención, por no haber tenido anticipada noticia del caso; a éste le hicieron allí pedazos los criados del Meneses y su ayudante, y muerto le sacaron a azotar por las calles y sucesivamente le colgaron en una horca. Sacaron al veedor del aposento donde se había escondido y ocultado, lleváronle a la posada del preboste, asegurándole con fuertes prisiones. Temió el Meneses solevación y trató de asegurarse, persuadido de que había multiplicidad de cómplices en tamaño delito. Hizo publicar bando para que todos los vecinos y gente acudiese a su casa, pena de la vida y traidores al rey; no se ejecutó temiendo mayor daño. Sospechaba el Meneses en todos, sin tener satisfacción de ninguno.

»Preso el veedor general en la casa del preboste, clamaba por la Inquisición, manifestando que tenía que informar a sus ministros. Ocurrió el comisario de este venerable Tribunal, pidiendo por auto la persona del reo y que se restituyese a la cárcel pública, que nombraba por cárcel de Inquisición; pero el Meneses, furioso e iracundo, convocó la milicia con bando que todos   —609→   se quitasen las capas y tomasen armas. Así armado y con estrépito indecible, se entró en las casas del Obispo, a quien pretendía hacer cómplice en el delito del veedor. Convocó allí la Audiencia y muchos religiosos graves y doctos, en cuyo congreso fue muy peligrosa la conferencia. En ella pretendió el Meneses no sólo complicar al Obispo sino a la misma Audiencia, reconviniendo al mismo Obispo con que le había dicho haberle consultado los oidores pidiéndole parecer si podían matar al Gobernador tirano, sin incurrir en pecado. Pero el Obispo, extrañamente ofendido, le dijo que se engañaba gravemente el Gobernador, aseverando a todos los del congreso no había pasado tal cosa. Interpusiéronse otras palabras de grave empeño, y el Meneses pasó con los oidores a la sala de la Audiencia. Allí con fieras amenazas les pretendió reducir a que desterrasen al Obispo y comisario de la Inquisición, en que los oidores se mostraron enteros.

»Viendo, pues, el Meneses desesperada la materia, mandó dar rigurosos tormentos al veedor para que descubriese cómplices. Ejecutolos don Tomás Calderón, excediendo gravemente de lo que dispone la ley. Poco aprovecharon estos martirios en el ánimo invencible deste ministro que, constante en la verdad, dijo que ninguna persona del mundo le había estimulado y que con ninguna había consultado el intento sino consigo mismo, teniendo por cierto no mataba al gobernador de Chile sino a un tirano enemigo del Rey y de la Iglesia. Todo esto se ejecutó en la prisión de la casa del preboste general, y el Meneses mandó llevasen al reo a la cárcel pública, rodeado de armas, cajas y trompetas, con un vestido de loco, gabán colorado y amarillo, birrete de lo mismo, rapada barba y cabello, en una mula pon enjalma, tan exhausto y desangrado que algunas personas piadosas le iban sirviendo de Cirineos en la pasión de aquel martirio. Seguíanle innumerable pueblo, llevado de tan lastimoso espectáculo, todos llenos de lágrimas y suspiros de dolor, aumentando el común odio contra el Meneses, tan irritado en sus venganzas que hasta la piedad del pueblo le ofendía. En este afrentoso trance, afirmaba el mismo veedor general, se halló tan confortado y alegre como si le sacaran en un triunfo honorífico. Era hombre esclarecido en virtudes, y sobre todas brillaba en este sujeto la de la castidad. Por ellas le esforzaba el cielo para el   —610→   martirio que se le prevenía, y si antes de ejecutar el delito se reconoció en él había delirado en el juicio, después se le restituyó Dios tan entero que causaba admiración a todos los que le hablaban, singularmente a su confesor.

»Ocurrió, pues, el comisario del Santo Oficio a oírle, pero no le consintieron obrar los ministros de guerra que tenía allí el Meneses, diciendo era orden suya no pasase el comisario a ninguna diligencia sin la asistencia de los ministros de justicia. Ofendido el Comisario grandemente desta repulsa, hizo notificar auto al Meneses para que llevase el preso a la casa del alguacil mayor del Santo Oficio, asegurando la persona, de cuya exhortación hizo el Meneses poco caso.

»Hallábase preso en la cárcel un sobrino del mismo veedor, que de temor de los tormentos que ya estaban para ejecutarse en él, declaró muchas falsedades, y entre ellas cómplice en el delito al doctor don Gaspar de Cuba. Carearon al sobrino con el tío. Este, inflexible contra aquel, exclamó diciendo era hombre infame, indigno de su sangre, afirmando era falso todo lo que decía y que ninguna persona había tenido noticia ni parte en el suceso; que el oidor don Gaspar de Cuba estaba inocente de la calumnia; que jamás comunicó con él la materia, porque sabía el peligro que corría en participársela, siendo ministro tan recto y cristiano que con severidad inexorable se había de apartar del intento.

»No dilato un punto más el Meneses la muerte del veedor. Estaba la ciudad con esperanza de que no se le quitaría la vida, pareciendo verosímil que habiéndole sacado en hábito de loco era castigo proporcionado según la disposición de las leyes. Presentose el Meneses sin dilación en la plaza, asistido de aquellos ministros de su genio, don Tomás Calderón, corregidor, don Melchor de Cárdenas, sargento mayor, don Pedro de Ugalde, alcalde ordinario, y el auditor don Álvaro Núñez. Guarneciéronse las calles y puertas de la cárcel con escuadras de gente armada, cuerdas caladas y balas en boca. Con esta disposición se entraron en la cárcel. La iglesia comenzó sus clamores de campanas. El Obispo con excomuniones, que no se ejecutara la pena de muerte sin administrarle al reo los sacramentos de la Iglesia. El comisario de la Inquisición se esforzaba en pedirle; pero   —611→   aprovechaban poco estos remedios a un enfermo incorregible que no temía a Dios ni a la Iglesia. Ejecutose al fin la muerte con tan extrañas crueldades que embaraza el dolor a referirlos la pluma. Diéronle garrote arrimado a un palo mal dispuesto para abreviar el sacrificio, y viendo que no acababa de morir, le dispararon con una carabina en la cabeza. Reparose que aún con esta diligencia tenía todavía espíritu, y el mismo Meneses, impaciente de la dilación, le dio con un cuchillo muchas heridas. Así le sacaron medio vestido en una manta a la plaza en hombros de cuatro indios infieles de la guerra que se hallaban allí prisioneros. Arrimáronle a un palo de la misma plaza. Reconoció una persona piadosa que aún no había despedido el último aliento y que permanecía con vida después de tantos géneros de muertes; echole un cordel a la garganta que en fuerza de su piedad le despeñó de aquellas congojas.

»Fijose excomunión contra el Meneses y sus ministros. Clamaban las campanas entredicho; pero ellos paseaban la plaza sin temor de la Iglesia.

»Enterraron al ya difunto veedor los religiosos de San Agustín en su misma bóveda, de donde le sacaron al tercer día a diligencias del Eclesiástico»368.

Conviene completar esta relación con dos circunstancias que servirán para mejor inteligencia de los hechos que se sucedieron entre el comisario del Santo Oficio y la Audiencia.

Cuando Meneses convocó por primera vez a los oidores para tratar del auto en que el comisario pedía que el veedor fuese trasladado a la cárcel, a fin de que no faltase ninguno, hizo sacar de su casa, de donde por enfermo no salía hacía tres días, a don Gaspar de Cuba y Arce y que lo condujesen a la sala en una silla de manos. «Y habiéndose conferido en el acuerdo secreto, dice uno que se hallo presente, lo propuesto por el señor don Francisco de Meneses, en orden al auto proveído por dicho señor comisario, mandó el dicho señor don Francisco de Meneses a don Miguel de Silva, alguacil mayor desta corte, que llamase al dicho   —612→   señor comisario, suponiendo que la Audiencia lo llamaba; y habiendo llegado dicho señor comisario a la casa de la Audiencia, dijo el dicho señor don Gaspar de Cuba que tenía inconveniente que el dicho señor comisario fuese llamado y hubiese de entrar a la sala del acuerdo y con esto el dicho señor don Gaspar salió de la sala del acuerdo y vino adonde estaba el dicho señor comisario y le dijo que había hecho muy bien de no entrar al acuerdo y que no sabía qué se habían de hacer con el señor Presidente, que insistía en que el señor comisario manifestase su título; a que el dicho señor comisario le respondió que no había tenido ánimo de entrar a la sala del acuerdo, que hasta allí había llegado por ver si podía sosegar al señor Presidente y advertirle lo mal que hacía en oponerse a la jurisdicción y fueros del Santo Oficio y causar tanta inquietud y alborotos en la ciudad, y que no tenía necesidad de manifestar su título. Y el dicho señor don Gaspar, añade el que cuenta esta escena, le respondió que hacía muy bien; y con esto volvió el dicho señor don Gaspar a la sala del acuerdo, y el dicho señor Comisario se fue para la plaza...»369.

No faltó testigo que, culpando a Meneses, dijese que no sólo había atentado de la manera que queda dicha contra los fueros de la Inquisición, sino que aseverase también que cuando el alguacil del Santo Tribunal se presentó a última hora en la cárcel, Meneses, alzando un bastón, enderezó hacia él tan pronto como le divisó, induciendo al atemorizado corchete a que más que de prisa tomase el camino de la Catedral, donde le estaba aguardando el comisario.

Hubo, sin embargo, alguien y que parecía saberlo de buena tinta, que asegurase de una manera categórica que Meneses no se opuso a que el comisario tomase en la cárcel su declaración al reo, a lo que aquél se había negado de una manera terminante370.Hubo otros que dejaron ver la sospecha de que Ramírez de León se manifestaba tan empeñado en todas aquellas diligencias, porque de lo que en realidad se trataba no era de   —613→   recibir al veedor su testimonio, sino simplemente escaparlo de poder del enfurecido Gobernador y por consiguiente de la muerte...

Y ¡cosa singular! cuando cualquiera hubiera dicho que las iras del Santo Oficio habían de descargarse contra el gobernador de Chile, ni el Consejo de Indias, ni el de Inquisición, ni la Reina Gobernadora se acordaron de él para nada, haciendo recaer el castigo sólo sobre los oidores. El más culpado de todos ellos, según se decía, don Juan de la Peña Salazar, exclamaba con razón que ni de hecho ni en su pensamiento siquiera había intentado jamás cosa alguna contra el Santo Oficio, y que, así, no podía menos de «tener por castigo de sus pecados la nota de haber contravenido a sus fueros, siendo, por el contrario, su ánimo perder la vida por cualquiera causa que le toque, y protestando, como protestaba delante de Dios nuestro Señor, de defender sus fueros y derechos»371.

Pero veamos la resolución del Soberano. Con fecha 10 de diciembre de 1676, decía la Reina lo siguiente al Virrey del Perú, Conde de Lemos.

«Por el Supremo Consejo de la Santa y General Inquisición, se me dio cuenta de lo que escribió por aquella vía el Tribunal del Santo Oficio de esa ciudad cerca de lo que pasó en la de Santiago de Chile con el comisario de la Inquisición que reside en aquella ciudad, cuando fue a tomar a la cárcel de ella cierta declaración al veedor general don Manuel de Mendoza, que estaba preso por una causa criminal que le había fulminado don Francisco de Meneses, gobernador y capitán general de aquel reino, y los medios de que usaron los oidores de la Audiencia de él para embarazárselo, y habiéndolo remitido al Consejo de las Indias y vístose en él con lo que vos escribisteis en carta de 27 de mayo de 669, dando cuenta de este suceso, y otra de los oidores de 4 de agosto del año antecedente, y consultándoseme, he resuelto que respecto de ser esta jurisdicción espiritual y eclesiástica, se envíe orden por el de Inquisición a los inquisidores de ese reino para que procedan en esta causa contra los culpados, conforme a derecho, pero sólo contra algunos de los oidores de la dicha Audiencia de Chile, de modo que quede reservado el número   —614→   necesario para la administración de justicia y gobierno; y que a don Juan de la Peña Salazar, que es el más culpado, pareciendo en esa ciudad a pedir personalmente la absolución, y a los demás pidiéndola en Chile ante el comisario, y ofreciendo no impedir el ejercicio del Santo Oficio, ni el que se reciban semejantes declaraciones a presos en las cárceles reales, se les dé en la buena forma y con la decencia que se debe a ministros de su grado; en cuya conformidad os mando deis a los inquisidores del Tribunal de esa dicha ciudad el auxilio necesario para la ejecución de todo lo referido; y de lo que en esta razón hiciéredes me daréis cuenta».

Tal fue el resultado de este incidente que, como se ve, puso muy en alto el prestigio y autoridad de los ministros del Tribunal del Santo Oficio en Chile372.

Con ocasión de las frecuentes competencias de jurisdicción que en Lima y en otras partes de América se venían suscitando entre los inquisidores y las justicias reales, el Soberano hizo despachar una cédula en 22 de junio de 1701, reiterando a la Audiencia la necesidad de que en cualquier conflicto se ajustase estrictamente a lo que de tanto tiempo atrás estaba ordenado a ese respecto por lo que se llamó la concordia de 22 de mayo de 1610, incorporada, como se sabe, en la recopilación de las leyes de Indias.

Aprovecháronse los oidores de Chile de aquella orden para significar al Rey, que, en contravención de lo pactado, la Inquisición de Lima mantenía en Santiago, desde hacía mucho tiempo,   —615→   el cargo de alguacil mayor, servido en ese entonces maestre de campo don José Serrano; instando desde luego porque se suprimiese el referido oficio.373 Y aunque en esta inteligencia el fiscal del Consejo de Indias, a fin de evitar competencias con las justicias reales, por su parte fue también de la misma opinión»,374 el Tribunal se negó de la manera más terminante a que Serrano fuese separado del cargo.375

No anduvo con igual fortuna el jesuita penquista Juan Mauro Frontaura, misionero que había sido en Concepción, superior de la casa de residencia que la Compañía mantenía en Valdivia y comisario del Santo Oficio en ella. Vivía también allí, por esos días, un militar llamado don José de Castro, casado con una señora bastante guapa, cuyo trato buscaba con frecuencia inusitada el jesuita que, a fuer de hombre de buen gusto, no escaseaba sus visitas a casa del capitán. Pero éste que era un tanto celoso, un día que encontró allí al Comisario, se le subió la mostaza, y sin decir agua va, le enderezó al visitante «algunas palabras descompuestas»; y no contento con esto y en posesión de mejores datos, luego comenzó a hacer circular por el pueblo voces de que el amartelado comisario se hallaba en tratos amorosos con cierta dama a quien su mujer servía de intermediaria.

Pero Frontaura que no era hombre de soportar estas cosas, un buen día, apellidando la voz del Santo Oficio, hizo meter en un castillo a Castro y su mujer, remachándole a aquél, por añadidura,   —616→   un grueso par de grillos. Quejáronse los ofendidos a don Juan Velásquez de Covarrubias, gobernador de la plaza, quien, por ser aquello cosa del Santo Oficio, no se atrevió a dar paso alguno; y hubo de partir de allí Frontaura y pasar más de dos años sin que los presos pudieran salir en libertad.

Al fin quejáronse a Lima los ofendidos, y, con vista de las informaciones, mandaron los inquisidores que Frontaura se presentase allí, dándole por cárcel el Colegio de San Pablo, en 13 de febrero de 1718; y habiendo constado que no había hecho información alguna contra Castro y su mujer, y que, así, su proceder fue atentatorio, en 20 de diciembre de aquél año salió condenado en que se le leyese su sentencia en presencia de los ministros y seis sujetos de su religión, con méritos, y declarado por inhábil de tener oficio público del Santo Oficio, desterrado por cinco años de Valdivia, Lima y corte de Su Majestad a uno de los colegios de su provincia (Coquimbo) guardando en él reclusión, y suspensión ab oficio sacerdotalis durante los dos primeros.

Poco más tarde el deán de la Catedral de Concepción y comisario de cruzada don Domingo Sarmiento formaba, por su parte, un proceso a otro jesuita, Juan de Puga, por haber inducido al pueblo, según se decía, «a que no sacasen bula, porque no servían las gracias en ella concedidas a los fieles por ser pasadas de otras predicaciones, y que por su opinión se habían entibiado los moradores de la ciudad».

Para combatir las opiniones del Deán, el provincial de la orden, Sancho Granado, recibió declaración a Puga, y junto con ella envió a Lima otras diligencias, logrando que el Tribunal le absolviese en 8 de enero de 1726.

En el proceso de residencia que se siguió al gobernador de Valdivia don Joaquín de Espinosa Dávalos en aquella ciudad por el juez don Miguel Pérez Cavero se le hizo cargo por ciertas expresiones de blasfemia, herejía o ateísmo. El comisario del Tribunal, doctor don José Ignacio de Rocha, sabedor de estos hechos, le dirigió oficio pidiéndole el respectivo expediente para conocer en él como de su exclusiva competencia, conminándole con multa de mil pesos y excomunión; y ya que Pérez Cavero se resistiese a la entrega del proceso, el comisario le declaró incurso en la multa y excomunión.

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Habiendo enviado los antecedentes a la Real Audiencia de Santiago, ésta los pasó al juez Pérez, cuyo fiscal opinó porque se oficiase al Tribunal a fin de que alzase las censuras; pero, como era de esperarlo, la Inquisición sostuvo con buenas razones que el comisario había estado en su derecho y que, por su parte, no podía admitir ni condescender con semejante petición376.

La Inquisición, olvidando poco a poco la terquedad que durante tanto tiempo manifestara en sus relaciones con las autoridades civiles, desde el Virrey abajo, había ido lentamente modificando su norma de conducta, hasta el extremo de que en la última época de su existencia se mostraba, no sólo asequible y deferente, pero hasta humilde. Sin hacer mención sino de los casos pertenecientes a Chile, vemos, en efecto, que con fecha 13 de julio de 1797, el inquisidor Abarca se dirigía al Virrey O'Higgins noticiándole que, procediendo en el Santo Oficio contra Francisco Arenas, cadete del regimiento fijo de Lima, que se hallaba de ayudante interino de las tropas de San Carlos de Chiloé, y que temeroso de que se suscitase alguna competencia entre el comisario del Santo Oficio de aquella ciudad con el jefe militar, le pedía que ordenase que en el primer navío lo embarcase el Gobernador de aquel puerto, con prevención de que no se le permitiese saltar a tierra cuando arribase al Callao.

O'Higgins aceptó esta indicación, y hubo de merecer por ello que el Tribunal le diese las gracias; pudiendo así anunciarle aquél en 20 de enero de 1798 que Arenas acababa de llegar al Callao en la fragata Rosalía, y en efecto, ese mismo día a prima noche Arenas era conducido preso a las cárceles de la Inquisición.

Otra incidencia demostrativa de la armonía y deferencia que el Tribunal deseaba conservar hacia el jefe del Estado, es la siguiente:

A fines de enero del año de 1799, el Virrey ofició al Tribunal manifestándole su extrañeza de que un fray José Rodríguez se dirigiese a él pidiéndole que ordenase se presentase a declarar ante el Santo Oficio el maestre de campo de ejército de Chile don Salvador Cabrito, siendo que semejante intermediación entre su persona y el Tribunal no tenía razón de ser, y era ilegal e indecorosa.

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Abarca y Ruiz Sobrino dieron con este motivo todo género de explicaciones al Virrey. «Si por algún título, concluían, puede sernos plausible el contexto del oficio de vuestra excelencia es porque nos pone en ocasión de manifestarle nuestra gratitud, condescendiendo gustosos con su insinuación; en cuya consecuencia se ha ordenado al comisario el que en ningún caso dirija a ese Supremo Gobierno oficio alguno».

Después de esto, como era natural, O'Higgins no pudo menos de responder que de esa manera quedaba todo terminado y él con buena disposición «para cuanto fuese del interés de ese Santo Tribunal», impartiendo desde luego la orden para que Cabrito se presentase a prestar su declaración ante el Comisario.

Para llegar a este estado, es preciso no olvidarlo, por cuántos sinsabores habían pasado los ministros reales, cuántas batallas habían necesitado librar!

A pesar de esta visible decadencia que venía pronunciándose ya desde tiempo atrás, se persistía aún en Chile en ambicionar los puestos del Santo Oficio como un título de honra, cuando ya no de exención de las cargas y jurisdicción comunes que durante tanto tiempo los había caracterizado. Así vemos que hallándose en Madrid en 1710 el padre jesuita Antonio Covarrubias, como procurador general del reino, suplicaba se sirviese el Consejo dar la nominación de calificadores del Tribunal de Lima a las personas siguientes:

Al padre Claudio Cruzat, de la Compañía, de cuarenta y un años de edad, «maestro que ha sido de teología en la Universidad de Santiago y al presente bachiller del Colegio de la Concepción».

Al padre Alonso de Rojas, de cuarenta y tres años de edad, «maestro que ha sido de teología en dicha Universidad y al presente bachiller del Colegio de San Javier».

Al padre José de Irarrázaval y Andía, de treinta y cinco años de edad, «maestro actual de teología en dicha Universidad».

Al padre Diego Roco Caravajal, de cuarenta años de edad, «teólogo predicador, rector del Colegio de Buena Esperanza y superior de todas las misiones de indios; todos naturales de Chile y de la primera nobleza de aquel reino»; y que por el conocimiento que el suplicante tiene de otros sujetos, suplica a vuestra excelencia la misma gracia para los dos sujetos siguientes:

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«Reverendo padre maestro Fray Miguel de Covarrubias, del orden de predicadores, maestro de su religión, predicador general, prior cuatro veces de varios conventos, de cuarenta años de edad. El doctor don Christóbal de Oliveras, de cuarenta años de edad, cura y vicario de la ciudad de Serena, visitador general del Obispado de Chile. En cuyas nóminas, concluía, así el suplicante como toda su religión recibirá merced de la grandeza de vuestra excelencia.

Aquellas no se obtenían sin embargo, sin pagarlas y a veces bien caras, como lo hemos visto cuando uno de los mismos consultores del Santo Tribunal y a la vez oidor de la Audiencia de Santiago denunciaba al Rey, no sin cierta vergüenza, que al paso que los cargos reales sólo se vendían por una suma relativamente insignificante, los de Inquisición alcanzaban un precio fabuloso. Ya no se veía a los vecinos de Santiago cometer semejantes locuras; sus oblaciones pecuniarias eran más modestas, por lo mismo que los puestos inquisitoriales estaban revestidos de menos prestigio e inmunidades. Con todo eso, como podrá notarse de la enumeración siguiente, no eran, relativamente hablando, insignificantes las entradas que el Tribunal se proporcionaba por la venta de sus títulos.

Vemos, por ejemplo, que en los años de 1707, el famoso jesuita y teólogo Miguel de Viñas para su pretensión de calificador entregaba trescientos pesos; el capitán don José Serrano, el mismo cuyo cargo pedía la Audiencia que se suprimiese, para familiar y notario en Santiago, otros tantos; el licenciado don Antonio del Valle, para comisario en la Serena, doscientos cincuenta; el licenciado Pedro Gómez Maldonado para persona honesta y notario en Concepción, doscientos; el jesuita Antonio Velásquez de Covarrubias para calificador en Chile, trescientos pesos; y, finalmente, don Pedro Arenal Celis para familiar en Santiago, otros tantos.

Sin salir, pues, de un solo año y de los pretendientes cuyos nombres hemos podido descubrir, los oficios que el Santo Oficio había vendido en Chile le rentaron mil seiscientos cincuenta pesos de buen oro. En el de 1722 el dominico Fray Vicente de Prado entregaba porque se le nombrase calificador, cuatrocientos pesos; el capitán Francisco Antonio de San Paul, y don Mateo Baraja   —620→   Caamaño, vecinos de Santiago, para ser familiares, respectivamente, doscientos y trescientos cincuenta; otros tantos el doctor don Domingo Sarmiento, deán de la Catedral de Concepción, para ser comisario; y, en fin, el mercedario Fray Juan de Axpee, sólo por ser honesta persona, doscientos cincuenta.

Con el tiempo y el progreso que lentamente se iba operando en la marcha de las ideas, el empeño por obtener los puestos del Santo Oficio fuese disminuyendo considerablemente en este país, y apenas si en sus anales hemos podido rastrear una que otra muestra del antiguo acatamiento que le tributaban los colonos. Así, cuando el obispo de Concepción don Francisco Ángel de Espiñeira llegaba al Callao para asistir al concilio provincial que debía celebrarse en Lima, desde la cubierta del navío «El Peruano» se dirigía al Tribunal, participándole su llegada, «con deseo de recibir sus órdenes, en cuyo puntual cumplimiento pueda demostrar, expresaba, mi sincera voluntad y verdadero afecto»377.

No faltaba tampoco alguna solicitud, especialmente de eclesiásticos, o de algún envanecido magnate que desease agregar a sus títulos el de ser miembro de la Inquisición. Así, el doctor don Francisco de Arechabala y Olavarría, cura rector de la Catedral de Concepción, presentaba al Consejo, en 1772, para ser admitido como comisario en aquella ciudad una larga certificación de sus servicios378. En 1774 don Domingo Díaz Muñoz, haciendo presente «el insaciable deseo que le asistía de servir a la Santa Inquisición con la pureza posible y celo cristiano», obtenía que se le excusase de parecer en Lima a jurar el buen desempeño del cargo de familiar que se le había concedido; en 1778, fray Tomás Donoso Pajuelo, lector de artes y de teología en su convento de San Agustín de Santiago, solicitaba «caracterizar su persona con los empleos de calificador del Santo Tribunal» en esta ciudad. Igual solicitud interponía en 1795 el dominicano fray Domingo Barrera; y, por fin, en el año siguiente, don Juan Pablo,   —621→   Fretes, futuro canónigo de la Catedral de Santiago, hallándose en la corte presentado para la dignidad de chantre de Charcas y para los arcedianatos de Buenos Aires y Lima, instaba nada menos que por una plaza de inquisidor en Lima.



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ArribaAbajoCapítulo XV

Decadencia del santo oficio


Cargos inquisitoriales. Procesos de hechiceros. Algunos reos de auto público. Frailes solicitantes. Causa de Gregorio de la Peña. Los estudiantes y la Inquisición. Don Miguel de Lastarria y la enseñanza del Derecho en la Universidad de San Felipe. Los francmasones.

El comisario del Tribunal del Santo Oficio en Santiago don Francisco Ramírez de León permaneció en el desempeño de sus funciones hasta el año de 1689, en que murió. El cargo inquisitorial pasó después, según hemos visto al tratar de las ruidosas causas del padre Ulloa y sus secuaces, a los mercedarios habiéndose sucedido en él los padres Fray Manuel Barona y Fray Ramón de Córdoba. El 16 de noviembre de 1737 era nombrado el canónigo don Pedro de Tula Bazán379, que sirvió el puesto durante un cuarto de siglo, hasta que, por causas que   —[624]→   desconocemos, se designó para reemplazarle a su colega de coro don Juan José de los Ríos y Terán380.

La natural decadencia que se hacía sentir en las cosas del Santo Oficio, hubo de extenderse, con especial razón, a las causas sujetas a su conocimiento. Son tan escasos y de tan poca importancia los procesos ventilados con posterioridad al del padre Ulloa que todos ellos pueden resumirse en muy pocas páginas.

Es digno de notarse, sin embargo, que cuando ya iba transcurrido un largo tercio del siglo pasado se hablase aún seriamente de hechiceros y hechicerías; pero el hecho es que en 1734 se denunciaba a Cristóbal González, esclavo del convento de la Merced en Chimbarongo, hombre casado y de sesenta años de edad, de que daba yerbas para hacerse querer, y que hubo de morir en 1740 antes de que se ejecutase la sentencia pronunciada contra él.

Al mismo tiempo que González, era procesado, también Clemente Pedrajón, alias Cautivo, natural y residente en Bucalemu, arriero de oficio, por hechos de brujería y superstición; y, por fin, la zamba santiaguina María de Silva, alias Marota de Cuadros, esclava, cocinera, casada y de edad de cincuenta años,   —[625]→   de quien se valían muchas mujeres a fin de solicitar sortilegios amatorios, adivinando por medio del humo del cigarro la suerte que con los hombres habrían de tener sus clientes. Salió al auto público de 11 de noviembre de 1737, dice el celebrado doctor limeño don Pedro de Peralta Barnuevo, por «los delitos de supersticiones, sortilegios y maleficios amatorios y hostiles, ejecutados en fuerza de expreso pacto con el demonio, a quien para estos perniciosos efectos invocaba»381. «Fue sentenciada, continúa el mismo autor, a que, leída su sentencia con méritos, abjurase de vehementi, fuese absuelta ad cautelam, desterrada al presidio de Valdivia por tiempo de diez años, en que actuase y cumpliese otras penitencias espirituales, y que el día siguiente al auto se le diesen doscientos azotes; y se declaró haber incurrido en perdimiento de la mitad de su peculio; todo lo cual se ejecutase sin embargo de suplicación y con la pena de ser declarada por impenitente relapsa».

Algunos años más tarde era también penitenciado en auto público «Francisco del Rosario, alias el chileno, de casta zambo, esclavo, natural de la ciudad de Santiago del reino de Chile, de estado soltero y sin oficio, de edad de más de treinta años. Salió al auto con insignias de testigo falso, por haber sido inventor, promovedor y director de la falsa calumnia de judío judaizante que padeció la inocencia de su amo, don Juan de Loyola, con muy execrables delitos y palabras y obras. Y estando en forma de penitente, se le leyó su sentencia con méritos y fue condenado a doscientos azotes y a que sirva a Su Majestad a ración y sin sueldo perpetuamente en el presidio de Valdivia, y que todos los viernes rece una parte del rosario a María Santísima; no habiéndosele relajado al brazo secular por conmiseración particular que tuvo con este reo el Santo Tribunal. Fueron sus padrinos don José Miguel de Ovalle y don Martín de Tejada, gentiles hombres del Excelentísimo señor Virrey»382.

En auto público de 6 de abril de 1761 salió con coroza, «que con vivos coloridos manifestaba su delito, según estilo, soga al cuello, y una vela de cera verde en las manos», don Rafael de Pascual y Sedano, gaditano, de edad de treinta y dos años, que   —[626]→   habiéndose casado en Santiago, volvió a matrimoniarse en Tucumán. Leyósele su sentencia con méritos, y en ella se mandó que abjurase de levi, y fuese desterrado a Juan Fernández por tiempo de siete años, debiendo confesarse y comulgar las tres pascuas de cada año y una vez al mes, y rezar todos los sábados un tercio del rosario a María Santísima383.

Y para concluir con la enumeración de los reos de doble matrimonio, mencionaremos todavía a don Vicente Arana y Delor que habiéndose fugado de Santiago, vino a ser preso en Acapulco, en octubre de 1799.

A estos procesos de importancia tan secundaria puédense agregar los de algunos frailes que continuaban abusando del confesonario. Así, el franciscano Fray Diego Videla, natural de Mendoza, fue acusado de haber solicitado mujeres y un varón, ad turpia intra confesionem, en la Semana Santa de 1734, en el monasterio de las Claras de Santiago -sirvientes en la mayor parte- y de haber continuado la misma tarea por los años de 1740 en su ciudad natal. Recluso en cárceles secretas el 4 de febrero de 1746, fue condenado tres años más tarde a las suaves penitencias espirituales que el Tribunal acostumbraba en semejantes casos.

En 1778 cierta dama denunció al comisario de Santiago que uno de los jesuitas expulsados, el padre Juan Crisóstomo de Aguirre, con el fin de solicitarla ad turpia la había instado para que lo hiciese llamar a su casa bajo el pretexto de confesión; y el franciscano fray Benito Marín era denunciado en Chiloé en 1781 por haber azotado a una de sus confesadas. Otro franciscano, fray Ignacio Bozo, natural de Colchagua, fue denunciado en Concepción, en noviembre de 1779, por un delito análogo, y aunque su causa sólo vino a fallarse en 1791, salió al fin condenado en cinco años de reclusión.

El doctor don Gabriel de Egaña, rector del Colegio de San Carlos fue también denunciado en 1784; en 5 de noviembre de 1790 lo fue ante el comisario de Santiago un padre mercedario, natural de Concepción, porque a algunas de sus confesadas, chicas todas de dieciséis años, les había ofrecido «ponerles casa». Llevado a Lima y preso en 19 de abril de 1792, pudo ver fallada su causa en febrero del año siguiente.

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Finalmente, en 18 de diciembre de 1801 el Tribunal de Lima daba cuenta al Consejo de una sumaria que se había levantado por solicitante al misionero de Propaganda Fide de Chillán fray Alejandro García, que no pudo proseguirse por fallecimiento de la denunciante384.

Por doble matrimonio fue denunciado en Guayaquil el chilote Antonio Gómez Moreno, maestre del navío «Nuestra Señora de Carelmapu», mozo de veinticinco años, que fue relevado de la pena de azotes, en 1785; y en auto particular que se celebró en la sala de audiencia el 6 de julio de ese mismo año de 1785 salió el valenciano Joaquín Vicente Cerverón, preso desde hacía dos años por haberse casado segunda vez en la aldea de Paredones.

En 1º de diciembre de 1775, ante el comisario don José Ignacio Rocha, se presentó en Valdivia Manuel José Laínez, casado, natural de Panamá, declarando que un día martes de los años pasados, Antonio Correa, soldado, portugués, Antonio Becerra, artillero, ya por ese entonces muerto, y Antonio Ribero, lo habían invitado a que fuesen a azotar un crucifijo de bronce, diligencia a que él se había prestado de miedo de que lo mataran. Agregó igualmente que Ribero poseía en Coquimbo un sótano dedicado especialmente «para azotar a Cristo». Enviada la denunciación a Lima, el fiscal consideró con excepcional cordura, que todo aquello era insustancial e inverosímil, por lo cual cesó toda ulterior diligencia.

Motivo de graves inquietudes era para el padre Guardián del Colegio de franciscanos de Chillán un joven que los inquisidores tenían recluso allí, llamado don Gregorio de la Peña.

Era éste un hombre estudioso que, después de graduarse de doctor en teología, habiéndose entregado a la lectura de libros ascéticos, para perfeccionarse en su vida espiritual se entró a la Congregación de clérigos de San Felipe Neri, y que allí, llevado de sus ayunos y mortificaciones, fue poco a poco perdiendo el seso hasta imaginarse que tenía revelaciones, arrobamientos y visiones sobrenaturales.

Denunciado a la Inquisición, se presento él mismo llevando un cuaderno de su letra, que contenía, según el calificador a quien se confió, «una porción de embolismos que sólo su lectura para   —[628]→   entresacar lo que pertenecía al Tribunal, le desencuadernó la cabeza», añadiendo que, en conciencia, el joven doctor era simplemente un iluso. Mas, los calificadores dijeron que todo aquello era herético y estaba plagado de blasfemias, y, en consecuencia, el 9 de abril de 1783 Peña fue reducido a prisión, con secuestro de bienes.

Durante todo el curso del proceso, Peña manifestó la indiferencia más absoluta, y tales extravagancias cometió que su defensor manifestó una y otra vez que no había en él sino un loco; pero desechando redondamente estas alegaciones, el fiscal le puso treinta y dos capítulos de acusación y en seguida los jueces le declararon blasfemo, hipócrita, iluso, fingidor de revelaciones, falso profeta, dogmatizante y hereje formal; y como tal abjuro, estando en forma de penitente, con sambenito de aspa entera y las demás insignias, en auto público que se celebró en la sala de audiencia, a puerta abierta, el miércoles 6 de julio de 1785. Pero allí mismo tales cosas le habían oído al pobre doctor que se produjo «cierta conmoción» en el pueblo viendo que se castigaba de esa manera a un hombre en absoluto privado de razón, habiendo circulado más tarde «los libertinos» que en Madrid se había declarado nulo el proceso y multado por ello a los inquisidores385.

Enviado, pues, a Chillán al Colegio de los franciscanos, después de dos años de reclusión, el Guardián avisaba a los inquisidores que Peña seguía incorregible, pues en todo ese tiempo sólo se había confesado una vez y no excusaba el trato de personas seglares. «Y en vista de lo que resulta de dicho testimonio, decían desde el Consejo a los inquisidores, se ha acordado deciros, señores, que la información que habéis mandado recibir del tiempo que ha permanecido impenitente este reo, se haga con toda formalidad e individual expresión que exige la gravedad de la causa de que dimana...»386.

Fue inútil que el padre del reo hiciese viaje a España a gestionar por la injusta prisión de su hijo; pues todo lo que obtuvo   —[629]→   fue, según creemos, que aquél fuese trasladado desde Chillán a una casa de penitencia de Sevilla.

Mozo y estudiante era también por esta época un joven santiaguino que se educaba en Lima en el Colegio Carolino, don José Antonio de Vivar, nieto precisamente de un capitán de infantería que había sido alguacil de la Inquisición en Chile. El 17 de octubre de 1717 sustentaba el joven Vivar en aquel colegio ciertas conclusiones, bajo la presidencia del rector don Toribio Rodríguez, pero tales debieron parecer a los inquisidores que en el acto las mandaron recoger, formando sobre todo un expediente que elevaron al Consejo, «por si juzga oportuno, decían, se practique alguna diligencia, especialmente con el rector y maestros del citado colegio, para que se dediquen al estudio de autores de más sana doctrina que los que expresan los calificadores en el último capítulo de su parecer.

»Ciertamente, añadían, en nuestro concepto sería conveniente se cite privadamente a los indicados rector y maestros, y se les haga ver su mala versación en la dirección literaria de la juventud que está a su cargo, y el cuidado con que sobre el particular está a la mira este Tribunal; pues, intimidados acaso con esta prevención, mudarán de rumbo, seguirán el camino seguro valiéndose de autores de acreditada nota y se evitarán las funestas consecuencias que suelen producir las primeras malas impresiones que se adquirieron en los primeros estudios»387.

Deudo inmediato, según creemos, del anterior, era el doctor don Jerónimo Vivar, abogado chileno denunciado en Lima en 1801 por proposiciones heréticas.

Por la misma causa fue denunciado en Santiago de Galicia el año precedente, don Santiago Aldunate y Larraín388; Juan de Mendoza, capitán del puerto de Valparaíso, que se ausentó a   —[630]→   España, habiendo resultado inútiles cuantas diligencias se hicieron para aprehenderle; el marino chileno don Eugenio Cortés, en 1806; y hasta el mismo presidente del reino don Francisco Antonio García Carrasco, denunciado en 1810 por una causa análoga y por guardar en sus estantes la obra de Puffendorf Introducción a la historia.

A propósito de este denuncio, y ya que venimos tratando de estudiantes, es conveniente recordar aquí lo que algunos años antes había ocurrido en Santiago al distinguido arequipeño don Miguel de Lastarria.

«En la Universidad de San Felipe, cuenta su nieto don José Victorino Lastarria, aquel no se limitó a su cátedra de prima de leyes sino que se avanzó a revelar a sus discípulos la ciencia de Puffendorf. Poseedor de los Elementos de jurisprudencia universal de este sabio, y especialmente del Tratado de derecho natural y de gentes, dictó sus lecciones en español y las explicó con un atractivo poderoso, merced a sus distinguidas dotes oratorias.

»En el Colegio Carolino, no sólo explicó la teología, sino que dio lecciones de filosofía y de ciencias exactas, causando gran novedad. De varias declaraciones judiciales contestes, que existen en su proceso, sobre todos estos incidentes, permítasenos trasladar aquí la del doctor don Lorenzo José de Villalón, la cual revela con especialidad lo sucedido en el Colegio Carolino. «Los padres de familia, dice el grave doctor, hablando de las pruebas de ciencia que daba el maestro, se estimularon a entrar a sus hijos al colegio, como de facto se pobló de copioso número de jóvenes; pero esto en circunstancias de hallarse el colegio desolado, no sólo por el mal concepto que tenían los estudios, sino también por escasez de rentas u otras causas interiores que constan al declarante; pero debido a las pruebas, los esmeros, empeño y aplicación del doctor Lastarria, se puso el colegio en su antiguo floreciente estado. El doctor Lastarria, dictando filosofía,   —[631]→   enseñaba al mismo tiempo aritmética, geometría, estática, hidrostática, maquinaria, geografía, cosmografía, historia y cronología. En suma, como el declarante se le acercase más inmediatamente, por admirar sus singulares conocimientos y producciones, sabe y le consta que el doctor Lastarria no sólo enseñaba con provecho y lucimiento todas las predichas facultades, sino que también reformó el plan completo de los estudios, llevándole el declarante la pluma, no desdeñándose del trabajo (el señor Villalón era también catedrático en el mismo colegio) por aprender, pues era tal su sólida literatura y erudición, que las gentes por particular gusto y complacencia, corrían a oír sus lecciones.

»La enseñanza de todos esos ramos era enteramente nueva en Chile, pues aunque bajo el gobierno de Amat y Junient, en este reino, se había establecido una Academia de Matemáticas, que fue autorizada por real orden de 20 de septiembre de 1759, jamás se habían dado lecciones serias de geometría, ni mucho menos de mecánica ni de cosmografía; y sobre todo la enseñanza de la historia, de la cronología, de la teoría de la jurisprudencia y del derecho natural y de gentes no estaba entre las asignaturas, y era un avance que daba mucho que pensar a los hombres más serios de la leal y taciturna ciudad de Santiago.

»Semejantes novedades en los dominios de la inteligencia fueron al principio miradas con cierta complacencia; pero cuando a la vuelta de dos años se fue notando que ensanchaban desmedidamente los horizontes del espíritu de los colonos, y que contrariaban el sistema colonial, sin estar autorizados por la corte, los celosos agentes de aquel sistema transmitieron a la Inquisición de Lima y al Virrey noticia de lo que pasaba, desesperando de que el gobernador don Ambrosio de Benavides pusiera remedio al peligro, pues había tolerado sin inquietarse las innovaciones introducidas por Lastarria.

»Benavides, por una parte, adhería al parecer ilustrado de Álvarez de Acevedo, decidido protector y estimulador del joven maestro; y por otra había cobrado por éste fuertes simpatías, desde que había utilizado sus conocimientos y su actividad para restablecer los tajamares, que fueron destruídos por la espantosa inundación del Mapocho, ocurrida en 16 de junio de 1783, la cual había causado a la población perjuicios enormes, que se avaluaban en un millón de pesos.

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»A mediados de 1786, los delegados de la Inquisición en Santiago, autorizados por ésta, pidieron la clausura del aula de derecho natural y de gentes y la separación del catedrático, que tan arbitrariamente había hecho aceptar un plan de estudios tan contrario a la religión y a las leyes. El Virrey de Lima apoyaba la determinación inquisitorial, y el ilustre profesor tuvo que recurrir a formar una información de vita et moribus, para probar su piedad religiosa, su moralidad y sus servicios, a fin de que el Gobernador y el Regente, sus favorecedores, pudieran salvarle de los calabozos de la Inquisición y se limitaran a separarle de sus cátedras. Sin esta protección, de nada le habría servido la información judicial para escapar del celo de los agentes del Santo Oficio, por más que pudiera alegar también en su favor, como alegaba, la real orden de 10 de agosto de 1785 que había perdonado u olvidado a Puffendorf, al mandar que en el Perú y sus dependencias «se recogieran y se quemaran el Belisario de Marmontel, las obras de Montesquieu, Linguet, Raynal, Maquiavelo, Monsieur Legros, y la Enciclopedia; y se tomaran otras medidas para evitar la publicación e introducción de papeles prohibidos por el Santo Tribunal y por el Estado».

«Su situación era indecisa y demasiado peligrosa todavía en abril de 1787, cuando tuvo la buena fortuna de que asumiera el mando supremo el regente Álvarez de Acevedo, por el fallecimiento de Benavides. Los respetos de que estaba rodeado el regente y su notable superioridad y su energía eran para el joven profesor las más seguras garantías de salvación.

»En efecto, durante el año que gobernó Álvarez de Acevedo, se olvidó aquel ruidoso negocio. Los inquisidores quedaron satisfechos con que los estudios de la Universidad y del Colegio Carolino se restablecieran en su antiguo estado, permaneciendo alejado de aquellos claustros el catedrático innovador; y éste se rehabilitó cooperando a la administración de su protector, aunque el concepto de hombre de letras y de ciencia, que conquistara en otro tiempo, se había cambiado en el de hombre peligroso para la quietud del oscurantismo»389.

Puede decirse que en este último período de la vida del Tribunal la nota dominante de los procesos la dan los que se siguieron   —[633]→   por libros prohibidos; pero, antes de ocuparnos de tan interesante faz de esta ya larga historia, a que consagraremos el siguiente capítulo, debemos decir dos palabras acerca de los que se miraba culpables de un delito que por vez primera vamos a ver figurar en los anales del Tribunal, nos referimos a los francmasones.

En 21 de agosto de 1751, el Consejo enviaba a Lima una comunicación del tenor siguiente:

«Siendo preciso al Consejo saber los sujetos militares y políticos, habitantes en esos reinos, que hayan ocurrido a ese Tribunal o a sus ministros a delatarse espontáneamente de francmasones, se os encarga, señores, que luego hagáis formar lista de los que constaren delatados en vuestro distrito, con expresión de los que cada uno de éstos hubiere delatado por cómplices; y porque conviene que todos los culpados en esa congregación sean oídos como en forma espontánea, por ahora y con todo el posible secreto, daréis providencia oculta para que, bien sea por espontáneos que hubieren venido y fueren amigos de los que no hubieren hecho esta saludable diligencia, o por ministro o ministros que hallareis más proporcionados para este oficio de piedad, se les sugiera vengan al seno de la piedad de este Santo Oficio, que nada desea más que el remedio espiritual de sus almas con la absolución de su excomunión y sospecha vehemente de herejía, declarada por la Sede apostólica, estando ellos dispuestos a detestar tal congregación y el juramento en ella hecho, y a separarse y a nunca tenerse por tales congregantes; y que estén muy ciertos de que pueden y deben declarar cualquier secreto y crímenes que supieren o hubieren entendido, y todos los sujetos que supieren congregantes, con la seguridad de que serán despachados secretísimamente, sin que pueda atrasarse su honor, grado y reputación, ni que pueda entender el Rey ni sus ministros esta diligencia, antes bien, amonestándoles de que si no lo hicieren, llegará el tiempo de que no pueda hacerse con esta secreta gracia, sino por la vía judicial y pública del Santo Oficio, que les traerá tan grande daño; y porque se ha entendido que algunos sujetos han llegado a declarar espontáneamente ante algún ministro de fuera, y que no se les ha absuelto por no tener facultad, y ellos han quedado falsamente ciertos de que han cumplido; se os ordena reconozcáis si algunos están sin absolución y dispongáis darsela por algún inquisidor fuera del Tribunal,   —[634]→   o por ministro oportuno, en su casa, encargándoos que estas listas vengan con la posible brevedad. -Dios os guarde. -Madrid, veintiuno de agosto de mil setecientos cincuenta y uno».

Despacho que contestaban los inquisidores, diciendo «que en todo el reino no hay ni leve indicio, y sólo se tiene noticia haberse extendido en Europa por algunas papeletas y Mercurios que se han recibido de dos o tres años a esta parte».

Pocos días antes de recibirse el oficio que acaba de leerse, se habían recogido, sin embargo, de poder de un comerciante unas estampas que pintaban el modo con que eran recibidos en el gremio los afiliados, estampas que en el acto fueron remitidas a España390. Y como ya con esto el camino quedaba abierto, muy poco después de datar la carta en que enviaban al Consejo semejante noticia, los jueces abrían proceso por el delito indicado a un cirujano francés llamado Diego de la Granja y a don Ambrosio Sáenz de Bustamante, gobernador de Valdivia.

Remitida al Consejo la sumaria que se formó contra éste a fines de 1755, el Consejo, sin embargo, «enterado de los antecedentes que en este asunto hay en la Inquisición de Corte, decían los jueces en Lima, nos ordena que se suspenda por ahora, lo que ejecutaremos con el debido rendimiento»391.



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ArribaAbajoCapítulo XVI

Los libros prohibidos


Recomendaciones especiales dadas por el Inquisidor General en materia de libros prohibidos. La Biblia del «Oso». Otros libros anatematizados. Multas arrancadas a los contraventores. «La Ovandina» de Pedro Mexía. Visita y expurgación de librerías y bibliotecas. Nuevas prohibiciones. Se hacen extensivas a ciertas cintas de seda, abanicos, telas, etc. Acuerdo con que proceden el Rey y la Inquisición en estas materias. Permisos para leer. El caso de Santiago de Urquiza. Ídem de Fray Diego de Cisternas. Nuevos permisos. El Barón de Nordenflicht. Proceso de don Ramón de Rozas. Lo que ha quedado de la causa de Camilo Henríquez.

En las instrucciones que el cardenal Espinosa entregó a los licenciados Cerezuela y Bustamante, encargados de fundar el Tribunal del Santo Oficio en la América del Sur, había una muy especial relativa a los libros cuya introducción debía permitirse.

Los comisarios establecidos en los puertos, se expresaba, debían tener cuidado especial de examinar los libros que entrasen, de manera que no fuese entre ellos alguno de los prohibidos, conforme a las censuras de las biblias y catálogos que se les entregaban y que debían publicar con todo cuidado, a fin de que por este camino no se sembrase mala doctrina en estos reinos, procediendo con rigor y escarmiento contra los que cerca de ello se hallasen culpados.

Desde un principio habían tenido los inquisidores especial cuidado de vigilar por el cumplimiento de esa orden. No contentos con las advertencias generales que sobre materias de libros se   —[636]→   hacía en los edictos generales de la fe que por los días de Semana Santa se leían con aparatoso ceremonial en todas las iglesias catedrales o donde quiera que hubiera delegados del Tribunal, luego de haber entrado en funciones publicaron un edicto especial en que se daban a los comisarios advertencias detalladas sobre la manera de vigilar la internación de libros, que ellos, por su parte, ejecutaban en Lima con todo rigor.

En el Consejo de Inquisición en Madrid se vivía con todo cuidado respecto de los libros que se publicaban y que, a su juicio, pudiesen contener algo contra la fe, apresurándose a comunicar en el acto el hecho a sus delegados de Lima, y por conducto de éstos, a los comisarios, para que en caso de haber llegado ya a las Indias, se procediese en el acto a recogerlos. Los desvelos inquisitoriales eran todavía más considerables tratándose de las traducciones de la biblia. La que el morisco granadino Casiodoro de Reina imprimió en 1569 en la ciudad de Basilea, llamada comúnmente del «Oso» por la alegoría de la portada, motivó de parte del Consejo la siguiente comunicación, dictada en Madrid a 19 de enero de 1572:

«Reverendos Señores: -Por la copia del capítulo de carta que aquí va, entenderéis cómo se ha impreso una biblia en romance, a contemplación y costa de algunos herejes españoles, con intención de meterla secretamente en estos reinos; y porque sería cosa muy perniciosa que esta biblia entrase en ellos, converná que luego como recibáis ésta, deis, señores, orden se tenga particular cuidado en prevenir que no entre la dicha biblia, y si algunas hobieren entrado y se hallaren, las mandaréis recoger todas, procediendo contra las personas que las hubiesen metido; y de lo que se hiciere daréis aviso al Consejo. -Guarde Nuestro Señor vuestras reverendas personas»392.

Unos cuantos días después se despachaba otra comunicación prohibiendo esta vez la traducción de Los Triunfos de Petrarca, libro impreso en Valladolid el año de 1541, «porque se tiene entendido, expresaban los consejeros, que se hallan en él ciertos errores y herejías, y que a esta causa sería cosa muy perniciosa   —[637]→   y de mucho inconveniente que este libro anduviese por estos reinos, convernía que luego como recibáis ésta, deis, señores, orden cómo se prohíba y se recojan todos los que se hallaren desta impresión»393.

Por su parte los inquisidores de Lima habían mandado recoger varios, y, entre otros, uno del franciscano Diego de Estella, sobre San Lucas, otro de Laurencio Hunfredo, impreso en Basilea, uno de Sermones, de Miguel de Argaraín, publicado en Madrid en 1575, el Cortesano, y el Consuelo y oratorio espiritual, dado a luz en Sevilla en 1581, y hasta se había mandado arrancar una hoja a las constituciones de los frailes de Santo Domingo. Del Consuelo y oratorio espiritual se habían expedido en Lima bastantes ejemplares, cuando en vista de la calificación del censor del Santo Oficio, se mandó suspender su venta, expresando los inquisidores con este motivo «que en estos libros de romances que han de andar en manos de gente ruda y mujeres, convendría no venir cosa que no fuera muy clara, porque a las que no lo son, cada uno le da el entendimiento conforme al que él tiene, y esta gente da tanto crédito a lo que ve en estos libros que no le parece hay más ley de Dios que lo que en ellos se dice»394.

Se habían mandado recoger también, conforme a una disposición del Tribunal de Sevilla, todos los sermones y cartapacios manuscritos, publicándose para el caso edicto especial.

Muy luego se ordenó, asimismo, que todos los libros y papeles que se dieran a luz, debían llevarse al prior de San Agustín, fray Juan de Almaraz, a quien estaba cometido su examen; siendo Panamá el único puerto del reino donde pudiera verificarse este registro395; habiéndose recogido por contravenciones a esta disposición, hasta octubre del año de 1583, más de trescientos pesos396.

Anunciose la orden por cartelones que se clavaron en sitios públicos de la capital, pero cuando hacia sólo cuatro días que estaban fijados, uno que se veía en la plaza, fue arrancado, emporcado deshonestamente y colocado a la puerta de un mercader,   —[638]→   y aunque se hizo información sobre el caso, nunca pudo descubrirse al autor de semejante desacato.

Sin los demás quehaceres inherentes a sus cargos, no cesaban los ministros en sus pesquisas para la averiguación de los libros que se introducían, a cuyo efecto habían hecho visitar, en dos ocasiones, todas las librerías y nombrado personas a quienes diputaban para que presentasen en el Tribunal todos aquellos que les pareciese contenían alguna mala doctrina397.

Pero de entre todas las obras que fueron recogidas y prohibidas por aquél entonces, ninguna de más importancia que la que acababa de publicar en Lima Pedro Mejía de Ovando con el título de Primera parte de los cuatro libros de la Ovandina. Era su autor hombre «de capa y espada» y la había impreso con licencia del Virrey y aprobación de don Alonso Bravo de Sarabia alcalde de la Real Audiencia; pero cuando comenzó a circular a fines del año de 1621, se formó tan grandísimo escándalo en toda la ciudad que muchos acudieron al Tribunal a pedir que se recogiese. Diose, en consecuencia, a calificar a un fraile dominico, y de acuerdo con su informe, se leyeron edictos en la Catedral, conminando con penas y censuras a todo el que teniendo el libro no lo entregase al Santo Oficio, y se escribió a México, para donde el autor se había escapado, a fin de que en caso necesario se le impidiese sacar a luz la segunda parte que tenía anunciada.

Daba Mejía en su libro noticia de las familias de la nobleza de Lima, incluyendo entre ellas a muchas que, según constaba de los registros del Tribunal, eran infectas, y como tales, notadas en ellos, y las que, como aseguraban los inquisidores, habían dado cada una de cincuenta pesos para arriba a fin de que se las incluyese en aquel célebre nobiliario398.

Como los libreros se excusasen con que no tenían conocimiento de los libros que hubiesen sido prohibidos, acordó el Consejo, en 18 de enero de 1627, que siempre que se promulgasen   —[639]→   edictos, se les diese noticia particular de ellos, «para que no puedan alegar ignorancia en ningún tiempo, ni librarse de las penas impuestas por el catálogo del año de 1612, que haréis, señores, concluía el Consejo, guardar y ejecutar en los transgresores inviolablemente».

Dictó aún el Consejo por esos días otra orden complementaria de la anterior, en que considerando que en librerías particulares se encontraban libros permitidos con expurgación, no se había cumplido con esa diligencia, dispuso que para remedio de aquel mal, dentro de seis meses después de la publicación del respectivo edicto, se expurgasen dichos libros, bien entendido que en caso de no cumplirse con esta disposición, «queden perdidos los dichos libros que se hallasen vedados o por expurgar, condenando asimismo al dueño dellos en cincuenta ducados para gastos del Santo Oficio».

Teniendo presente estas advertencias, la Inquisición de Lima, con fecha 10 de marzo de 1629 dictó una orden en que, entre otras cosas, se mandaba que «por haberse entendido que de las licencias que se den a personas graves y de letras para que puedan tener libros prohibidos resulta que después de muertas quedan en sus librerías y que con ignorancia se venden entre los demás por sus herederos, o los toman y usan dellos, en contravención de las censuras y penas impuestas», dispuso que cuando se llamase a los libreros o peritos para tasar bibliotecas apartasen los libros vedados y diesen de ellos noticia al Tribunal, bajo pena de excomunión y de cincuenta ducados para gastos del Santo Oficio.

Algunos años más tarde el Consejo remitía a Lima la siguiente comunicación en la cual, entre otras cosas, se ordenaba que se procediese a expurgar no sólo ya las tiendas de los libreros, sino también las bibliotecas de los conventos.

«El Consejo ha tenido noticia de que habiendo en esa ciudad de Lima y otras de esos reinos grandes librerías, así de personas particulares como de comunidades, y en ellas muchos libros prohibidos y mandados recoger o expurgar por el Santo Oficio, no se entregan en ese Tribunal, como se debe hacer, ni los que se expurgan se firman por el ministro diputado para ello; y consultado con el ilustrísimo señor Obispo Inquisidor General, ha   —[640]→   parecido escojáis, señores, dos de los calificadores de esa Inquisición, los que fueren de mayor satisfacción en virtud y letras, a los cuales encargaréis que visiten las librerías, así de personas particulares como de mercaderes y tratantes, reconociendo sus tiendas y almacenes; y si hallaren en ellos libros prohibidos, se los quiten con efecto y los que fueren prohibidos, hasta ser expurgados, también se recogerán y pondrán en el Secreto de ese Tribunal, de los cuales haréis inventario, anotando en él los nombres de los dueños a quien tocan, para que se les vuelvan a su tiempo con la expurgación que de ellos es hiciere; y los que así se expurgaren se firmarán por uno de los ministros a quien perteneciere, según [...]399 del expurgatorio publicado en el año de mil seiscientos cuarenta. Y porque podría tener inconveniente el hacer esta visita en los conventos y comunidades, por personas que no fuesen de la misma religión o comunidad, habiendo en ella calificador del Santo Oficio, le encargaréis esta visita, advirtiéndole proceda en ella con toda rectitud y entereza, y os vaya dando cuenta de lo que obrare, y sobre ello proveeréis lo que fuere de justicia conforme a las dichas reglas del expurgatorio; y no habiendo calificador en la religión o comunidad, cuidarán de ello los que tuviereis señalados para la visita de las demás librerías. Y en las otras ciudades de ese distrito cometeréis las visitas de las librerías, así comunes como particulares, a los comisarios del Santo Oficio, a cada uno en su partido, encargándoles mucho procedan en esta materia con toda detención, por lo mucho que importa a la conservación de nuestra santa fe católica. Y a los comisarios de los puertos de mar ordenaréis que hagan las visitas de los navíos con todo cuidado, y que por ningún caso permitan que entren libros prohibidos o de mala doctrina, de manera que cesen los inconvenientes que puedan resultar de ello, y en particular en este tiempo en que obliga a mayor desvelo la permisión del trato y navegación de los holandeses, por las paces que Su Majestad tiene con aquellas provincias. Y daréis cuenta al Consejo de lo que fuéredeis obrando en ejecución de esta orden; y si en ella halláredeis inconvenientes en cuanto a las visitas de particulares, los propondréis y los medios que se os ofrecieren para evitarlos. -Dios os guarde. -En Madrid a 16 de octubre de 1653. -Dr. don Andrés Bravo. -Fray   —[641]→   Juan Martínez. -Licenciado don Antonio de Espina y Hermosa».

Como se comprenderá, no podemos ni tenemos para qué hablar de todos los libros que se prohibían por la Inquisición, cuya larga lista puede cualquiera consultarla en los catálogos que para el efecto solían de tiempo en tiempo imprimirse en Madrid o Roma, y que, remitidos en seguida a América, servían aquí de norma a los inquisidores y comisarios. Hemos cuidado, pues, de mencionar algunos de los casos más curiosos, y cúmplenos ahora tratar todavía de algunos que revisten especial interés, ya sea por la materia de que tratan o por las personas a quienes tocaban.

A todo señor, todo honor. Comencemos desde luego por la misma Inquisición. En 20 de octubre de 1659 se despachaba, en efecto, orden para que se prohibiera y recogiera in totum el Manifiesto de la justificación con que el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de la Nueva España ha procedido en la defensa de su jurisdicción, privilegios y exempciones con el doctor don Mateo Sagade Burgueiro, arzobispo de Méjico, del Consejo de Su Majestad etc.; otro impreso cuyo título era: Por la jurisdicción del señor doctor don Pedro de Medina Rico, inquisidor apostólico de la Inquisición de Sevilla y visitador de las de Cartagena de Indias y Nueva España, sobre pretender el ilustrísimo y reverendísimo señor dostor don Mateo Sagade Bugueiro, arzobispo de Méjico, del Consejo de Su Majestad, que pertenece a la jurisdicción ordinaria de testamentos la causa ejecutiva que en el juzgado de visita se sigue contra el alguacil mayor del Santo Oficio de la Inquisición, etc. Y otros tres folletos impresos y uno manuscrito relativos a esta misma controversia, por contener, según decían en el Consejo «proposiciones y cláusulas que tienen calidad de oficio injuriosas, temerarias, sediciosas, escandalosas, absurdas y ofensivas a las pías orejas, doctrinas falsas y comprendidas en las reglas de los expurgatorios del Santo Oficio»; mandando bajo pena de excomunión mayor latae sententiae «y de otras a nuestro arbitrio», que ninguna persona de cualquier estado, calidad, dignidad y condición que fuese, pudiese tener, leer, vender, ni reimprimir los tales papeles»400.

  —[642]→  

Los edictos prohibitivos de libros fueron frecuentes por esta época401, siendo dignos de recordarse los referentes al del franciscano de la provincia de Lima fray Pedro de Alva y Astorga intitulado, Sol veritatis; la Vida de Jesucristo del agustino fray Fernando de Valverde, que aún hoy día se lee con general aplauso402, y el de un papel manuscrito que se atribuyó al dominico fray Antonio Meléndez, en que pintaba los peligros que encerraban para la monarquía las grandes riquezas que iban atesorando los jesuitas en América, y que concluía con unos versos que decían así;


Puntos aquí se dejan necesarios
por volver a vosotros, hombres sabios,
doctos, ingeniosos;
cuenta con estos hombres tan piadosos
que si en vicios consiguen privar a todos de su tierra,
¿cuál será el tesoro que su erario encierra?

Mas, es justo decir que, bajo este respecto, ni aún el mismo, arzobispo de Lima don fray Juan de Almoguera escapó a la censura inquisitorial. Este prelado que mientras fue obispo de Arequipa había tenido ocasión de persuadirse del desarreglo en que vivían los curas de indios, dio a luz en Madrid, en 1671, una, obra que intituló: Instrucción a curas y eclesiásticos de las Indias, en la que, según el parecer de los inquisidores, se denigraba a los párrocos, y se vertían doctrinas injuriosas a la Sede apostólica. Manifestose el Arzobispo muy sentido de este dictamen aseverando en su defensa que las doctrinas contenidas en su obra, no sólo eran sustentadas por los mejores autores corrientes en el Perú, sino también que los hechos que citaba eran perfectamente   —[643]→   ciertos, apelando, en comprobación, al testimonio de los mismos inquisidores, quienes no pudieron menos de asentir a sus palabras; pero que no bastaron a impedir que la calificación en que de tan mala data se dejaba al Prelado se publicase en todas las ciudades del reino»403.

Bien pronto debían hacerse extensivas estas prohibiciones, sin excepción de persona alguna, a todo el que buscase, pidiese, vendiese o comprase cintas de seda, abanicos, telas, pafios u otras cosas de hilo o algodón, que circulaban con nombre de corazones de ángeles, entrañas de apóstoles404, etc.; mandándose, a la vez, recoger las navajas y cuchillos que tuviesen grabadas las imágenes de Cristo o de cualquier santo405.

Conviene notar a este respecto que en Santiago Alonso Hernández y su hijo, por haber vendido unos espejuelos con imágenes, que no habían sido visitados por el Santo Oficio, fueron presos y en seguida multados con cuarenta pesos cada uno.

Miguel Rodríguez, librero, porque vendió algunos libros, igualmente sin licencia del Santo Oficio, fue también procesado y castigado.

Pero eran tantos los perjuicios que los mercaderes de libros sufrían con que se abriesen los cajones en que los traían en los puertos del tránsito, que en vista de ello, sabemos, por lo menos de un caso, que el Consejo, con fecha de 8 de julio de 1653, dio permiso a Gabriel de León para que pudiese llevar a Lima sesenta y cuatro cajones sin ese requisito, hasta llegar al Callao, «para evitar el daño, decían los consejeros, que de abrirlos y reconocerlos se le pudiera seguir».

En algunas ocasiones hubo también el Consejo de moderar el exagerado celo de sus ministros de Lima, como sucedió, entre otros, con los ejemplares de la Historia eclesiástica de Natal Alejandro que se recogieron por el Tribunal y que en seguida se mandó devolver a sus dueños «por estar corriente».

  —[644]→  

Las Excelencias de San José, obra del jesuita chileno Pedro de Torres, que un contemporáneo calificaba de doctísima, eruditísima y devotísima, asegurando que corría con sumo aprecio en México y aún en España, habiendo sido prohibida por el Santo Oficio en Lima, hubo el Consejo de pedir en 1751 las diligencias que el Tribunal había hecho para su prohibición406.

Finalmente, poniéndose de acuerdo el Rey y el Consejo de Inquisición, ordenaban poco después de la expulsión de los Regulares de la Compañía de Jesús que el Tribunal no se metiese en los libros y papeles prohibidos que se hallasen en las bibliotecas de aquéllos.

Este acuerdo del Rey y de la Inquisición, salvo raras excepciones407 se venía haciendo sentir desde tiempo atrás. Los monarcas españoles habían logrado poner de su parte las terribles armas del Tribunal y el miedo que se le profesaba para que le auxiliase en la tarea de condenar para los americanos cualquier libro impreso o manuscrito, una estampa, una inscripción, un reloj que contuviese la menor alusión a las ideas de libertad y emancipación   —[645]→   de la metrópoli, o que siquiera hiciese ver a los criollos las tiranías de que eran víctimas408.

No tenemos para qué recordar aquí las leyes del título 24 del libro I de la Recopilación de Indias que dan cuenta minuciosa de las trabas infinitas a que estaba sometida, no sólo la impresión de las obras de cualquiera especie, sino las prohibiciones especiales establecidas para los americanos, ni las diligencias sin cuento porque debía pasar la remisión de los libros a estos países, ni, por fin, la visita inquisitorial a que estaban sometidas las librerías públicas y privadas a fin de que se secuestrasen todos los ejemplares que se hallasen sospechosos o reprobados.

Con tales inconvenientes y prohibiciones y sus consiguientes penas, ya se comprende que no serían muchos los que se atreviesen a echarse a cuestas la responsabilidad de guardar los libros prohibidos, o siquiera de leerlos409. La Inquisición de Lima había concedido de tarde en tarde algunos permisos para poder leer libros prohibidos, pero en virtud de orden del Inquisidor General, en 20 de octubre de 1748, el Tribunal mandó suspender en absoluto esas licencias, habiéndose probablemente cumplido tan al pie de la letra con aquella orden que durante cerca de medio siglo no se ofreció el caso de que se procesase a alguien por ese delito, hasta el año de 1782 en que ocurrió la denunciación de Santiago de Urquizu.

Era éste un joven de edad de veintiocho años, balanzario de la Casa de Moneda de Lima, e hijo del oidor decano de la Audiencia, don Gaspar de Urquizu Ibáñez. Su padre, que lo destinaba   —[646]→   a figurar en la Península, con solícito afán había compartido su tiempo durante muchos años entre el Tribunal y la educación de su hijo, a quien, fuera de la enseñanza común, había instruido en la física y matemáticas. El joven, por su parte, correspondió bien a estos esfuerzos, y durante las largas horas que pasaba en la bien provista biblioteca del oidor, manifestó especial inclinación a las obras religiosas, estudiando el griego y el latín para leer en sus originales las obras de los Padres de la Iglesia, sin olvidarse de rezar las horas canónicas con el propósito de hacerse mas tarde sacerdote. El demasiado estudio, sin embargo, hubo de ocasionarle tal decadencia en su salud que se le aconsejó buscar alivio en pasatiempos y en la sociedad mundana, concluyendo por jugar de cuando en cuando, asistir a comedias y frecuentar gente divertida. Deseando hallar una apología a su conducta, quiso seguir en materia de lecturas un camino opuesto al que llevara en un principio, encontrando luego medios para procurarse ciertos libros prohibidos, y, entre otros, algunos que compró al corregidor de Guaylas; y entregándose, por fin, a largas conversaciones con cierto fraile dominico de vida non sancta, pronto se apodero de él el arrepentimiento, y, siguiendo sus impulsos, se fue a delatar al Tribunal, el cual le,   —[647]→   mandó que entregase todos los libros prohibidos, le hizo confesarse, entrar a ejercicios y rezar de rodillas el rosario, etc.

No es menos curioso lo que le ocurrió a fray Diego de Cisternas, monje de San Jerónimo, a quien se le quitaron las obras de Voltaire, que fue denunciado por el padre Juan Rico de que habiéndole ido a visitar le había mostrado aquellos libros, que tenía en lo alto de un estante, y otro en que con extremada insolencia se satirizaba al Santo Oficio por las prisiones injustas que acostumbraba, y alguno contra los jesuitas y a favor de Jansenio. Se le había ademas oído «darse por uno de aquellos espíritus singulares que conocen en verdad a Jesucristo y a su religión» contra el común de los maestros; se decía que siendo confesor de una beata le atribuía haber conocido a Dios antes de nacer y haber sabido por ciencia infusa las obras de los Santos Padres; que el demonio la había convertido durante un año en piedra de Guamanga, habiendo también concebido un hijo de este espíritu maligno; que había asistido a los moribundos predestinados del ejército español que peleaba cerca de Argel; y, por fin, que había sudado sangre y muerto muchas veces para resucitar otras tantas por un milagro perpetuo de la Providencia.

Como Cisternas se hallase en íntima amistad con el oidor Don José de la Portilla, cuyos dictámenes seguía el Virrey, a pesar de estar el fraile tildado de espíritu inquieto y caviloso y de poco afecto al Santo Oficio, uno de los inquisidores, después que le quitaron los libros, fue a visitarle «para darle satisfacción», lo que no impedía que el mismo, en carta al Consejo, lo calificase   —[648]→   en aquellos términos y pidiese que se le mandase retirar a sus claustros410.

Por esos mismos años, sin embargo, y sin salir de Chile, vemos ya que el Consejo comienza a manifestarse más tolerante, otorgando de cuando en cuando algunos permisos. En 1782, en efecto, concedíase uno al presbítero don Martín Sebastián de Sotomayor, del Obispado de Santiago, en atención a haber desempeñado el empleo de comisario del Santo Oficio en varias ciudades de aquel distrito y el de visitador de varios curatos. Al año siguiente obtenía en Madrid igual licencia el franciscano fray Jacinto Fuenzalida, que en un viaje anterior a la Península, «deseando llevar algún lustre y honor con que poder estar en su patria» había sido distinguido con el título de calificador, y que a ese título agregaba en aquel entonces, cuando contaba sesenta años, los de lector jubilado, ex ministro provincial, doctor teólogo, examinador sinodal y catedrático en la Real Universidad de San Felipe; y en ese mismo año lograba igual concesión el franciscano chileno fray Jerónimo Arlegui, lector jubilado en teología y definidor de su provincia; poco antes el oidor don Francisco Tadeo Diez de Medina; y, por fin, en 1793 la pedía el celebrado dominicano fray Sebastián Díaz, no sin que antes de otorgársela, el Tribunal se informase de su edad, juicio, literatura y concepto público.

Razón sobrada habían tenido los favorecidos con estos permisos para solicitarlos, porque precisamente en las postrimerías de los Tribunales de la Inquisición en América casi los únicos procesos que formaron fueron por lectura de libros prohibidos411. De entre todos esos procesos merecen recordarse especialmente los del Barón de Nordenflicht, el del asesor del virrey, don Ramón de Rozas, y, por fin, el de Camilo Henríquez. Ya hemos mencionado la denunciación que se hizo del presidente García Carrasco por haber dado lugar en sus estantes a una obra de Puffendorf.

Don Timoteo Nordenflicht, alemán de origen, había sido contratado por Carlos II para que pasase al Perú a establecer   —[649]→   las reformas que, en vista de los adelantos de la ciencia en Europa, creyese oportunas en el beneficio de los metales y otros ramos de la minería. Antes de trasladarse a América tuvo cuidado de proveerse de un amplio permiso para leer libros prohibidos, con más la recomendación de que no se le molestase por el ejercicio de su culto protestante. Pero después de algún tiempo de haber llegado a América, conoció en Lima a una joven santiaguina de distinción, doña María Josefa Cortés y Azúa, y deseando casarse con ella hubo de abjurar su antigua religión y hacerse católico, en el mes de noviembre de 1796. Denunciado por don Vicente Gil de Taboada de que le había prestado la Enriada de Voltaire, se le probó igualmente que también había facilitado el Espíritu de las leyes de Montesquieu a don Ramón de Rozas y algunos otros libros prohibidos a don Juan Mackenna. Cuando el Tribunal tuvo noticia de estos hechos dio cuenta al Consejo de que el Barón, abusando del permiso, no sólo leía, sino que también prestaba libros prohibidos. Prevínose, en consecuencia, a los inquisidores que si el denunciado no se abstuviese de semejante conducta para lo sucesivo, «se procediera contra él a estilo del Santo Oficio, advirtiéndosele que aun cuando permaneciese en el día a la religión luterana, no tenía licencia ni estaba autorizado para prestar a nadie libros prohibidos en los dominios de Su Majestad»412.

Los Inquisidores habían iniciado contra don Ramón de Rozas una sumaria por lectura de libros prohibidos, a mediados del año de 1802, que oportunamente había sido remitida al Consejo y hallábase pendiente la resolución del negocio, cuando en los comienzos de enero de 1803, habiéndose sabido en el Tribunal que Rozas estaba de viaje para España, «para la mejor y más cabal instrucción de la sumaria que tiene en este Santo Oficio», y considerando que era muy conveniente, decía el juez que entendía en ella, el reconocimiento de su librería, dispuso que Fray Francisco Sánchez, en consorcio del secretario, procediesen a aquella diligencia, «extrayendo de dicha librería los libros y papeles que se hallen prohibidos y mandados expurgar, si no lo estuviesen; igualmente mandó se pase recado secreto de parte de este Tribunal al administrador de la Real Aduana para   —[650]→   que ordene a sus dependientes en el puerto del Callao registren con la mayor escrupulosidad los equipajes de los pasajeros que se embarcan para España, y encontrando en ellos algunos libros prohibidos, que los detenga y de parte, con expresión de las obras que sean».

Despachada la Comisión en 8 de enero de ese año de 1803, cuatro días más tarde presentaban los comisionados el siguiente informe a los inquisidores:

«Muy ilustre señor: -En cumplimiento de lo ordenado por Vuestra Señoría en oficio de 8 de enero del presente, que devuelvo, en consorcio del secretario doctor don Mariano Narciso de Aragón, pasé hoy a las nueve de la mañana a la casa del doctor don Ramón de Rozas, quien luego que oyó el mandato de Vuestra Señoría, franqueó prontamente el reconocimiento de su librería, y vistos prolijamente, no le encontré libro sospechoso ni que tuviese que corregir, ni menos papel alguno, pues la vasta colección que tiene de ellos son legales y casi todos sus libros son de bellas letras, a excepción del abate Guillermo Raynal, que es obra prohibida, aunque el doctor don Ramón dijo que era corregida y enmendada, por lo que remito el primer tomo para que con su vista me ordene Vuestra Señoría la extracción de los siguientes tomos. También remito el tomo primero de la Enciclopedia metódica en Francia del año de 1786, en cuarto mayor, que aunque tiene una nota siguiente a la carátula, Vuestra Señoría me ordenará del mismo modo si debo recoger toda la obra o devolverle el tomo a su dueño. -Nuestro Señor guarde a Vuestra Señoría muchos años. Palacio, 11 de enero de 1802. -Es servidor de Vuestra Señoría. -Fray Francisco Javier Sánchez. -M. Santo Oficio de la Inquisición».

Con vista de este informe, el inquisidor Abarca, que era el que conocía del proceso, pidió dictamen al fiscal, quien lo evacuó luego en los siguientes términos: «que por lo respectivo a la Enciclopedia metódica es lo más probable que está corriente, atento lo que cerca de ella previene el índice del año de su impresión y la nota que se halla a su principio. Pero el Raynal es prohibido aún para los que tienen licencias, aunque esté reimpreso en Génova el año de 1780, pues está en francés y sólo la traducción de Almodóvar es la que vemos consentida por el Supremo   —[651]→   Consejo, porque no es tanto traducción cuanto extracto que ha separado lo útil de lo dañoso. En cuya atención, el mencionado se ve convencido de sus crímenes y lo estaría también de la retención de las obras de Volter y otras varias si se le hubiesen registrado la rinconera y baúles o cómodas que tiene en su cuarto de dormir, lo que debe practicarse, así por lo convicto que acredita el proceso hallarse de su retención, como porque don José Sicilia ha referido al secretario actuario que verdaderamente conserva libros prohibidos en los lugares que indicó. La razón también lo persuade, considerada la naturaleza de dichas obras, los pasos que Vuestra Señoría ha practicado con el reo y sus dudas de la causa de su exoneración de la asesoría general y auditoria de guerra de estos reinos. Todo lo que resumiendo le obliga a custodiarlos del mejor modo posible, y sólo su impavidez y desvergüenza pueden haberle dado valor a mantener entre sus libros públicos el Raynal. Por todo lo dicho se ha de servir Vuestra Señoría mandar que se le extraigan los demás tomos del mencionado autor y que se le registren los lugares indicados, etc.».

De acuerdo con este dictamen, Abarca hizo devolver al doctor Rozas el tomo de la Enciclopedia metódica y quitarle el resto de la obra de Raynal, «advirtiéndole es prohibida aún para los que tienen licencia»; y teniendo presente que la salida del buque en que debía embarcarse Rozas estaba próxima, dispuso que se ejecutase inmediatamente el reconocimiento de la «rinconera, baúles o cómodas» a que se refería el Inquisidor fiscal.

Véanse los términos en que el padre Sánchez daba cuenta de su nuevo cometido. «Es el día de ayer (17 de enero) a las nueve de la mañana, en consorcio del doctor don Máximo de Aragón, pasé a la casa del doctor don Ramón de Rozas, a quien le devolví el tomo primero de la Enciclopedia metódica, y le previne que la obra del abate Raynal era prohibida aun para los que tenían licencia, como se lo hice constar por el expurgatorio de mil setecientos noventa, y me entregó el resto de dicha obra, que remito, en nueve tomos, asegurándome que no la había tenido por prohibida sino por corregida, como muchas personas se lo habían afirmado, y por esta razón estaba visible en sus estantes. Luego le intimé el orden de Vuestra Señoría sobre el reconocimiento de la rinconera en el cuarto de dormir, y me dijo prontamente   —[652]→   que allí tenía la obra intitulada de la Filosofía de la naturaleza, en, seis tomos en octavo mayor, en francés, impresa en Londres, año de mil setecientos setenta y siete, que sabía era prohibida, por lo que no la había leído, y la tenía destinada para quemarla, lo que no había ejecutado por las graves ocupaciones en que se hallaba. Le manifesté el mismo expurgatorio, en el que se dice no haber facultad para quemar semejantes obras por quien las posee, sino entregarlas a algún ministro del Santo Oficio; entonces me la entregó, expresándome que, como prohibida la tenía oculta. Reconocida la rinconera, no contenía otros libros, y sólo había en ella varias piezas de cristal y plata, y reconocido igualmente un cofre, no había en él otra cosa que la ropa blanca de su uso».

¡Hasta este extremo llegaba el celo inquisitorial en sus pesquisas por descubrir el paradero de aquellos condenados libros!

Quedaba aún por recibir la declaración al causante verdadero de aquellos trajines, al denunciante don José Sicilia Martínez, que, según parece, había ya dado su testimonio en la primitiva investigación contra el doctor Rozas.

Era Sicilia Martínez un mozo español de unos veintitrés años de edad, oficial amanuense de la Secretaría de Gobierno, donde naturalmente había podido observar de cerca al antiguo asesor del Virrey y por ese entonces reo de la Inquisición.

Llamado a declarar inmediatamente después de obrada la diligencia del registro de las interioridades de la habitación del doctor Rozas, he aquí el interrogatorio a que se le sometió y sus respuestas, que son en extremo interesantes, como que dejan vislumbrar el proceso que ya había sido fallado contra Camilo Henríquez.

«Preguntado si sabe, presume o sospecha la causa por qué ha sido llamado? Dijo que no la sabe ni presume.

»Preguntado si ¿sabe o ha oído decir que alguna persona o personas hayan dicho alguna cosa que sea o parezca ser contra nuestra santa fe católica, ley evangélica que tiene, predica, sigue y enseña la Santa Madre Iglesia católica romana o contra el recto y libre ejercicio del Santo Oficio de la Inquisición? Dijo que lo que ha entendido y oído, relativo a la primera parte de la pregunta, lo tiene denunciado en los tiempos que ocurrió contra don   —[653]→   Pedro Comparet y don Guillermo Piedra, relojeros de profesión y ginebrinos de nación; y por lo respectivo a la segunda parte de dicha pregunta, sólo se acuerda que como a mediados del mes de septiembre próximo pasado, estando en conversación en la Alameda con don José Pérez, a solas, quien es hijo de un platero, habiendo manifestado el declarante a Pérez el escrúpulo o duda en que se hallaba, sobre si tenía obligación de denunciar un papel o carta que había leído y se suponía dirigida al señor Inquisidor General por el francés Abate Gregori contra el establecimiento de la Santa Inquisición y gobierno monárquico; el tal Pérez le contesto que el hablar contra el Tribunal y Gobierno dicho, no era contra la fe, que él había leído cosas más graves en Millot, Hume y Montesquieu sobre los mismos puntos, y que sólo en la España se podía temer semejante lectura, por la amplia jurisdicción que ejerce el Tribunal del Santo Oficio, aunque en el día procedía con más indulgencia que en lo antiguo, lo que es debido a Macanaz y el Conde de Aranda, quienes, si hubieran permanecido por más tiempo en el mando, ya no hubiera Inquisición; concluyendo que aunque uno sienta mal de su establecimiento, no debe manifestar su sentimiento, por temor del Santo Oficio. Que en la misma ocasión, quiero decir, dos o tres días después, en el claustro principal de la Merced se encontró el declarante con el mismo Pérez, a solas, y habiéndole manifestado la necesidad que tenía de denunciarse a sí y a quien le había prestado la obra del Abate Gregori, Pérez contestó entonces: «¿también denunciará usted a mí? Estas son cosas graves. ¡Ojalá no me hubiera usted mentado tal obra!» y con este motivo trajo a la conversación la prisión de un padre Camilo de la Buena Muerte, la causa de ella, que aseguro había sido una defensa que hizo del Concilio de Pistoya413, después de su prohibición,   —[654]→   a instancias del padre Santiago González, procurador que era entonces de la Buena Muerte, la cual defensa aseguró Pérez haberla visto; y usando de aquellas palabras ambiguas con que acostumbra explicarse, dio a entender que él había concurrido a su formación, comunicando algunas ideas o especies; que también dijo al declarante el referido Pérez que el reverendo Rodríguez, comisario de este Santo Oficio, había pasado al cuarto de dicho padre Camilo y le registró sus libros y papeles, y no hallándole ninguno prohibido, le preguntó si tenía otros y especialmente la defensa del Concilio dicho, y habiendo respondido que no el padre Camilo, le tomó el comisario juramento y después le dijo que sentía hubiese faltado a la religión del juramento, y en prueba de ello le pidió la llave de una caja o baúl, y, abriéndola, sacó de ella la defensa que había negado tener en su poder; que, sin embargo de todo lo dicho, dijo Pérez que el Tribunal del Santo Oficio procedía con demasiado rigor contra el padre Camilo, que saldría bien; y adherido Pérez a las máximas y doctrinas en el Concilio de Pistoya, aseguró que en España tomarían los obispos a su cargo la defensa de él, aunque aquí no se hiciese novedad, porque qué se le daba al Arzobispo el que sus facultades fuesen o no iguales a las del Obispo de Roma, que fueron las voces con que se explicó Pérez.

«Preguntado si sabe que algún sujeto retenga libros prohibidos en alguna rinconera, baúl o cómoda de su cuarto de dormir, y sabiendo, si ha comunicado esta noticia a algún sujeto? Dijo que en este mismo día atrás citado, a insinuación del mismo declarante, por el reverendo padre comisario extraordinario fray Rafael Delgado para ir a firmar una denuncia que tiene ya entendida contra el coronel del batallón fijo y don Ramón de Rozas, en la que expresa los libros prohibidos que ha advertido que tienen y los lugares en que los custodian; que en la denuncia contra Rozas procedió a hacerla de resultas de lo que el presente secretario le previno a la consulta que le hizo sobre si tenía o no obligación de denunciar al referido don Ramón, porque creía no hallarse obligado a ello, por la persuasión en que estaba de que dicho Rozas tenía licencia de leer libros prohibidos, de que le desengañó el presente secretario; que en las indicadas denuncias contra los referidos, expresa con individualidad cuanto sabe y   —[655]→   debe contestar a la pregunta que se le acaba de hacer, y es todo cuanto tiene que exponer y declarar, y la verdad, so cargo del juramento que tiene fecho; y siéndole leído, dijo que estaba, bien escrito y que no lo dice por odio ni mala voluntad que tenga o haya tenido a los denunciados, sino en descargo de su conciencia; encargósele el secreto prometido y lo firmó. -José Jerónimo, de Sicilia. -Pasó ante mí. -Doctor Mariano de Aragón, secretario».

Haciendo caso omiso de otros incidentes del curioso proceso que analizamos en que con ocasión de la denunciación de Sicilia hubo de formarse causa aparte al comandante González y al Marqués de Valleumbroso, a quien el comisario calificaba caritativamente de «joven relajado, libre y cuyas costumbres dan mérito para que el pueblo hable tan mal de él», sépase que el fiscal pidió se agregase a los autos copia de una declaración prestada por el padre Henríquez en su proceso para agregarla al del doctor Rozas, que seis días antes ¡cosa rara! se había embarcado tranquilamente con rumbo a España en una fragata del Rey.

Dejémosle, pues, navegando sin cuidado y leamos con atención las palabras de Henríquez, según constan de la siguiente diligencia.

«En el proveído puesto al pie de la ratificación hecha por ante mí en este Tribunal por el padre Camilo Henríquez, en tres de febrero de mil ochocientos tres, que original existe en la causa seguida, substanciada y concluida con dicho padre Camilo, y cuyo proveído se halla a fojas doscientas diez de dicha causa, se manda sacar lo que en ella obra contra otros, y que agregándose a sus antecedentes, corra la vista pedida por el señor Inquisidor fiscal en su pedimento de fojas doscientas ocho. En su cumplimiento, procedí a poner en este lugar lo que obra contra el doctor don Ramón Rozas, que es en la manera siguiente; En la audiencia de publicación de testigos que se le dio al dicho, padre Camilo, en nueve de agosto de mil ochocientos dos, y se halla a fojas ciento seis de su causa, respondiendo al capítulo cuarto del tercer testigo, dijo, hablando de libros prohibidos, que el Contrato social le tuvo en su cuarto como cosa de un día, y lo llevó a él el padre Talamantes, de la Merced, diciéndole que le llevaba a entregar al Barón de Nordenflicht por encargo   —[656]→   de don Ramón de Rozas, asesor general en la denuncia que hizo dicho padre Camilo en este Tribunal, en veinte y cinco de enero de mil ochocientos tres, que se halla a fojas doscientas cuatro de su causa, a cuyo efecto pidió permiso para venir desde la reclusión que por la sentencia se le impuso, y en la que se ratificó en tres de febrero de ochocientos tres, según parece a fojas doscientas nueve de su dicha causa y cuyas actuaciones pasaron por ante mí el infrascrito secretario, dijo lo siguiente. En cuarto lugar confiesa y declara haber sido diminuto en lo que declaró relativo a lectura de libros prohibidos, sobre que tiene que enmendar que el Contrato social de Ruzó, que también leyó en su original, no lo trajo a su cuarto fray Melchor Talamantes, antes al contrario, el confesante le entregó a Talamantes y éste a don Ramón de Rozas, quienes le leyeron, según le aseguro el padre Talamantes. Que el dicho padre Talamantes le prestó la Historia del año de dos mil cuatrocientos cuarenta, justamente prohibida por el Santo Oficio, porque es de las más impías que se han dado a luz; que esta obra dijo el padre Talamantes la iba a encuadernar y regalarla a don Ramón Rozas, lo que expresó en presencia de don José Pérez. Que el dicho padre Talamantes prestó también al confesante un tomo de los Establecimientos Americanos por Raynal, diciéndole que la obra pertenecía al doctor don Ramón de Rozas. Que es todo lo que obra contra el referido doctor don Ramón de Rozas en las actuaciones que van puntualizadas, a cuyos originales me remito y de que certifico. Secreto de la Inquisición de los Reyes, nueve de febrero de mil ochocientos tres. -Don Francisco de Echavarría Vozmediano, secretario».

Para concluir con la causa de don Ramón de Rozas, réstanos sólo advertir que, recibida en el Consejo la primera sumaria que se le había iniciado en Lima, aquél, con fecha 9 de septiembre de 1799, despachó a los inquisidores el oficio siguiente:

«Con ésta se os remite copia del auto dado por el Consejo en vista del testimonio de la sumaria seguida en ese Santo Oficio contra el doctor don Ramón de Rozas, asesor general de ese virreinato y auditor de guerra, por tener y leer libros prohibidos, pinturas deshonestas, y proposiciones, que dirigisteis en carta de   —[657]→   24 de diciembre del año próximo pasado, para que ejecutéis, señores, lo que en dicho auto se contiene; y ha resuelto (presente el Excelentísimo señor Inquisidor General) [...]414 y asimismo se ha acordado deciros que el Consejo ha echado menos el que no se hayan practicado las averiguaciones más exactas para saber si es cierto que el reo no ha cumplido, en más de ocho años, con el precepto de la confesión en la ciudad de Santiago de Chile, pidiendo informes sobre ello a su párroco, en atención a que un testigo depone de esto, y se os encarga que para lo subcesivo pongáis todo cuidado en los negocios que ocurran de esta clase. -Dios os guarde. -Madrid, 9 de septiembre de 1799. -Obispo Cuerda. -Ovando. -Hevia».

Posteriormente, en 6 de julio de 1802, escribía nuevamente el Consejo diciendo se había extrañado no se hubiese ejecutado el auto anterior, que se procediese a ello y se siguiera contra el reo la causa ordinaria. Estas recomendaciones habían sin embargo de resultar completamente inútiles, pues el doctor Rozas continuaba aún residiendo en la Península cuando se suprimieron en estos países los tribunales del Santo Oficio.

En las páginas precedentes hemos consignado los únicos datos que un minucioso registro de los archivos españoles nos ha permitido descubrir respecto de la causa de Camilo Henríquez. Hemos dicho que había sido procesado por la Inquisición, en parte por haber leído y prestado libros prohibidos, en parte, según testimonio extraño, al parecer bien instruido, por haber sostenido las conclusiones de la sínodo de Pistoya; que su proceso alcanzaba, hallándose en estado de publicación, a doscientas y tantas hojas; y, por fin, que en el mes de agosto de 1802 se hallaba recluso en un convento, probablemente en el de la orden de Agonizantes a que pertenecía. Veamos modo de completar estos antecedentes con lo que consta de otras fuentes.

Conviene saber desde luego que Henríquez había llegado a Lima en 1784, cuando contaba apenas quince años, y que habiendo entrado allí a los claustros que habitaban los padres de la Buena Muerte, más por necesidad que por verdadera vocación, tomó aquel hábito a principios del año de 1790. Amante del estudio y de las bellas letras, cultivó en aquella ciudad la amistad de los principales literatos y fortificó su razón con la   —[658]→   lectura de las obras filosóficas entonces más en boga, el Contrato social de Rousseau, la Historia de los establecimientos ultramarinos, tantas veces citada en el curso de las páginas precedentes, y, finalmente, la Historia del año dos mil cuatrocientos cuarenta, considerada por aquel tiempo como una de las obras más impías que jamás se hubiesen escrito415. Un hombre que a tal extremo llevaba su atrevimiento, mucho más notable en él por el habito que vestía, ya se comprende que no era un espíritu vulgar y apocado.

Deseoso de participar las ideas tan nuevas que encontraba en aquellas obras respecto al modo común de pensar de las gentes que le rodeaban, púsose en comunicación, como hemos visto, con el doctor Rozas, que podía considerar como su paisano en aquella tierra extraña para ambos; pero sin guardar la cautela que las circunstancias aconsejaban, cambiaron entre sí aquellas obras anatematizadas por el Rey y la Inquisición y bien pronto hubieron de caer en las redes del adusto Tribunal. Acaso en el registro de su habitación, rinconera, baúl o cómoda, según el estilo inquisitorial, le hallaron el cuaderno en que defendía las conclusiones de la sínodo de Pistoya que habría de constituir otro motivo de acusación contra él.

¿De cuántos capítulos constaba esa acusación? No podríamos decirlo, pero fácil es adivinar de lo que queda dicho, que por lo menos comprendía cuatro, y que alrededor de ellos había debido acumularse una prueba bastante considerable para que hallándose en estado de publicación se hubiesen llenado ya más de doscientas hojas.

¿Cuántos procesos formó a Henríquez la Inquisición? El escritor peruano don Ricardo Palma, cronista de aquel Tribunal, asevera que en 1796 fue denunciado por proposiciones heréticas, y que en 1809 lo fue tercera vez por consagrarse a la lectura de los filósofos franceses. No nos dice el señor Palma cuándo tuvo lugar la segunda denunciación o proceso. Don Miguel Luis Amunátegui   —[659]→   que ha tratado de una manera tan magistral la vida de Henríquez concuerda en que en el año de 1809, aquél se hallaba encerrado en uno de los calabozos de la Inquisición. Puede todo esto ser muy bien, pero de lo que no cabe duda, en vista de los documentos que dejamos transcritos, es que en agosto de 1802 Camilo Henríquez se hallaba recluso en un convento de Lima y que él, en las pocas referencias que durante su vida hizo acerca de este asunto, sólo habla del «suceso inquisitorial», como si fuese uno solo. Sea como quiera, el hecho es que aquel suceso, como lo declaraba años después, se terminó felizmente, sin desdoro de su estimación pública. En otra ocasión repetía que había sido «restituido a la libertad y al goce de su reputación, después de haber sufrido una prisión dilatada en los calabozos inquisitoriales...»416.

Apenas salido de la reclusión a que el Santo Oficio le tenía condenado, Henríquez hizo un viaje a Quito en desempeño de cierta comisión de su orden, y llegaba por fin a Chile, después de dilatada ausencia, cuando expiraba ya el año en que su patria acababa de dar el primer paso que le condujera a la independencia, a cuya causa tanto sirvió más tarde con su palabra y sus escritos.

Henríquez no había sido, sin embargo, el último de los chilenos a quienes encausase el Santo Oficio; cúpole esta triste suerte a don José Antonio Espinosa, oficial segundo de la alcaidía de la Aduana del Callao, que fue denunciado en Lima en 1820 por haber leído las cartas de Abelardo y Eloísa417.

Pero es tiempo ya de que hablemos de la extinción del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en Chile.



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ArribaAbajoCapítulo XVII

Extinción de los tribunales del Santo Oficio


El último comisario del Santo Oficio en Chile. Don Judas Tadeo de Reyes, último receptor de cuentas del Tribunal. El Congreso de 1811 acuerda suspender el envío a Lima de las cantidades pertenecientes a la Inquisición. Reclamaciones interpuestas por el receptor Reyes. El Tribunal del Santo Oficio es abolido en 1813. Fernando VII manda restablecerlo por decreto de 21 de julio de 1814. Osorio publica esta real orden en Santiago. Diligencias obradas por reyes para el cobro de los dineros inquisitoriales. Última partida remitida a Lima. La Inquisición es definitivamente abolida en América (nota).

Fue el último comisario que el Tribunal del Santo Oficio tuvo en Chile don José Antonio de Errázuriz y Madariaga. Nacido en Santiago en 1747, estudió filosofía y teología, cánones y leyes en la Universidad de San Felipe, hasta graduarse de doctor en 1768. Recibido en seguida de abogado, dos años, más tarde se ordenaba de sacerdote, desempeñando sucesivamente los cargos de capellán del monasterio de las monjas carmelitas descalzas, asesor del Cabildo de Santiago, promotor fiscal de la Curia, defensor de obras pías, bibliotecario de la Universidad y sustituto en ella de las cátedras de Instituta y Prima de leyes, juez de diezmos del obispado durante catorce años, y, por fin, comisario del Santo Oficio de la Inquisición.

A estos títulos, Errázuriz podía todavía agregar otros no menos importantes. En efecto, hizo un viaje a Mendoza a la fundación del convento de monjas de la Enseñanza; en 1781 fue nombrado   —[662]→   cura de San Lázaro; en 1786 canónigo doctoral; rector de la Universidad y visitador del obispado en 1798; y, finalmente, en 1811, vicario capitular, cargo que había aún de servir posteriormente dos veces más. Como orador, había merecido que se le eligiese para predicar la oración fúnebre de Carlos III en las honras solemnes que a ese monarca se tributaron en Santiago.

Errázuriz estaba secundado en su puesto de comisario por un hombre no menos notable, don Judas Tadeo de Reyes y Borda, que desempeñaba el cargo de receptor de cuentas del Santo Oficio. Era Reyes natural de Santiago y había servido en propiedad, desde 1784, después de un largo interinato, el importante cargo de secretario de Gobierno, en el cual se distinguió siempre por su laboriosidad. «En atención a su dilatado servicio de secretario, en los negocios y expediciones militares», el presidente O'Higgins le extendió los despachos de coronel de milicias, y el Rey, a su vez, mandó por cédula de 6 de febrero de 1797 que se tuviese presente su mérito. Reyes, que era bastante devoto, concluyó en 1801 un Libro instructivo de la archicofradía del Santísimo Rosario de la ciudad de Santiago de Chile, y fue autor de un Catecismo civil que se publicó en Lima en 1816418.

Tales eran los dos hombres que el Santo Oficio mantenía a la cabeza de sus negocios en Santiago en los días en que estalló la revolución de la independencia. El Congreso de 1811, presidido por el presbítero don Joaquín Larraín, dispuso, en 25 de septiembre de aquel año, que las cantidades con que la canonjía supresa del coro de Santiago419 contribuía para el sostenimiento del Tribunal de la Inquisición en Lima, se retuviese desde luego «para el mismo fin u otro equivalente piadoso» en arcas fiscales.

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Este primer paso dado por el Congreso derogando los mandatos reales, importaba de hecho el ejercicio de la soberanía de la nación, y era un ataque desembozado al mantenimiento del Tribunal en este país. Don Judas Tadeo Reyes, que no podía menos de estimarlo de ese modo, mostrándose más celoso de los fueros del Santo Oficio que el mismo comisario Errázuriz, su genuino representante, dirigió a éste una nota en que, estimulándole para que procurase la derogación de aquella orden, le decía: «He creído que seríamos responsables al tribunal que nos ha encomendado sus intereses en este obispado, y principalmente a Dios, por los perjuicios que infiere a su santo servicio, si consintiésemos este despojo, omitiendo las gestiones legales que nos incumben por nuestros cargos ahora que lo permiten las circunstancias»420.

Errázuriz, que era ante todo patriota, guardó profundo silencio a esta intimación pero Reyes, asumiendo por su parte la defensa del Tribunal, después de la disolución del Congreso que había decretado la retención de la renta, en un largo memorial presentado al Ejecutivo, calificó aquella medida de «notoriamente violenta, expoliativa, contra derecho y ofensiva del fuero y privilegios del Santo Oficio y de la inmunidad eclesiástica en general»; y de consiguiente, agregaba aquel celoso ministro, «nula, de ningún valor ni efecto y que debe servirse Vuestra Excelencia mandar alzar dicha retención, restituyendo a la Santa Inquisición la posesión de su renta en la mesa capitular de este Obispado de Santiago».

Fue inútil que el receptor de las cuentas inquisitoriales esforzase sus argumentos haciendo valer hábilmente cuanto género de consideraciones le sugirió su celo inquisitorial, pues todo lo que obtuvo se redujo a que los inquisidores cuyos intereses defendía le diesen las más expresivas gracias por su atención, y de parte de los gobernantes de Chile, ¡consuela saberlo! el que su recurso fuese «mal visto» «y yo, agregaba Reyes, un tanto pesaroso, amenazado de alguna mala resulta, porque las autoridades y doctrinas que expongo están en oposición con las máximas y opiniones políticas del día; pero me quedará la satisfacción de haber propugnado en esto la causa de la religión unida   —[664]→   con la del Santo Oficio, contra el cual se divisa ya desarrollarse en papeles públicos la simiente de las convulsiones civiles de estos países»421.

Los inquisidores, sin embargo, no podían explicarse semejante cambio en las ideas, «porque no podemos persuadirnos, exclamaban, a que la cristiandad de los individuos que componen la Junta ataque la religión santa que profesamos, como sucedería si tratasen de privar de los medios de subsistencia a un tribunal cuyo instituto es el de conservarla ilesa y en la debida pureza; pero si ejecutasen lo contrario, Dios cuya es la causa, concluía, invocando en su apoyo las iras del cielo, la defenderá y desde ahora debemos compadecernos del fin trágico en que han de venir a parar los autores de la novedad y cuantos se empeñen en sostenerla»422.

Llegó por fin a Lima el decreto de las Cortes, expedido en 22 de febrero de 1813, aboliendo el Tribunal del Santo Oficio en todos los dominios españoles, que en el acto hizo el virrey Abascal publicar por bando en la ciudad, a fines de julio de ese mismo año423. En su consecuencia, el 30 de dicho mes, el vocal de la Diputación Provincial, Don Francisco Moreira y Matute se trasladaba al Tribunal a practicar el inventario de cuanto allí se encontrase, comenzando por el caudal depositado en el fuerte, que con la plata labrada de la capilla y otras alhajas ascendió a setenta y tres mil ochocientos ochenta y ocho pesos, que fueron trasladados a las cajas reales. De los estados presentados por el contador del Santo Oficio, aparecía que el capital de los censos y valor de las fincas, tanto del fisco como de las obras pías, montaba a la suma de un millón quinientos ocho mil quinientos dieciocho pesos424. Inventariándose todos los autos y papeles,   —[665]→   poniendo en lugar aparte y reservado los de fe, índice de personas notadas, libros prohibidos y estampas deshonestas, las cuales fueron luego recogidas por el Arzobispo, y cuando todo presagiaba que los encargados del Virrey podrían terminar felizmente su cometido ocurrió un suceso inesperado.

Alarmado, en efecto, el pueblo de la capital con que los libros de índices no se hubiesen destruido, quebrantó las puertas de las oficinas y cárceles y sustrajo a su antojo los papeles y parte de los muebles que encontró, y el destrozo hubiera, a no dudarlo, continuado más adelante, si el virrey, noticioso de lo que pasaba, no hubiese enviado un piquete de tropa encargado de contener el desorden425.

A consecuencia de este atentado, se mandó por el Virrey publicar bando y por el Arzobispo se fulminaron censuras para que los asaltantes devolviesen los papeles y especies substraídas, disposiciones que produjeron tan buen resultado que, al fin, el menoscabo de papeles pareció de muy poca consideración426.

Siguiose, con todo, pagando sus asignaciones a los ministros del Tribunal, con excepción de algunos empleados subalternos427, hasta que Fernando VII mandó restablecer nuevamente los Tribunales de la Inquisición, por decreto de 21 de julio de 1814, que insertamos aquí según el texto de la copia que se envió al presidente de Chile.

«El Rey nuestro señor se ha servido expedir el decreto siguiente: -El glorioso título de católicos con que los reyes de España se distinguen entre otros príncipes cristianos, por no tolerar en el reyno a ninguno que profese otra religión que la católica, apostólica, romana, ha movido poderosamente mi corazón a que emplee, para hacerme digno de él, cuantos medios ha puesto   —[666]→   Dios en mi mano. Las turbulencias pasadas y la guerra que afligió por espacio de seis años todas las provincias del reyno; la estancia en él por tanto tiempo de tropas extranjeras de muchas sectas, casi todas inficionadas de aborrecimiento y odio a la religión católica; y el desorden que traen siempre tras sí estos males, juntamente con el poco cuidado que se tuvo algún tiempo en proveer lo que tocaba a las cosas de la religión, dio a los malos suelta licencia de vivir a su libre voluntad, y ocasión a que se introdujesen en el reyno y asentasen en él muchas opiniones perniciosas, por los mismos medios con que en otros países se propagaron. Deseando, pues, proveer de remedio a tan grave mal y conservar en mis dominios la santa religión de Jesucristo, que aman y en que han vivido y viven dichosamente mis pueblos, así por la obligación que las leyes fundamentales del reyno imponen al príncipe que ha de reynar en él, y yo tengo jurado guardar y cumplir, como por ser ella el medio más a propósito para preservar a mis súbditos de disensiones intestinas y mantenerlos en sosiego y tranquilidad, he creído que sería muy conveniente en las actuales circunstancias volviese al ejercicio de su jurisdicción el Tribunal del Santo Oficio, sobre lo cual me han representado prelados sabios y virtuosos, y muchos cuerpos y personas, así eclesiásticas como seculares, que a este Tribunal debió España no haberse contaminado en el siglo XVI de los errores que causaron tanta aflicción a otros reynos, floreciendo la nación al mismo tiempo en todo género de letras, en grandes hombres y en santidad y virtud. Y que uno de los principales medios de que el opresor de la Europa se valió para sembrar la corrupción y la discordia, de que saco tantas ventajas, fue el destruirle, so color de no sufrir las luces del día su permanencia por más tiempo; y que después las llamadas cortes generales y extraordinarias, con el mismo pretexto y el de la constitución que hicieron tumultuariamente, con pesadumbre de la nación, le anularon. Por lo cual, muy ahincadamente me han pedido el restablecimiento de aquel Tribunal; y accediendo yo a sus ruegos y a los deseos de los pueblos que en desahogo de su amor a la religión de sus padres han restituido de sí mismos algunos de los Tribunales subalternos a sus funciones, he resuelto que vuelvan y continúen por ahora el Consejo de Inquisición y los demás Tribunales del   —[667]→   Santo Oficio, al ejercicio de su jurisdicción, así de la eclesiástica, que a ruegos de mis augustos predecesores le dieron los pontífices, juntamente con la que por sus ministros los prelados locales tienen, como de la real que los reyes le otorgaron, guardando en el uso de una y otra las ordenanzas con que se gobernaban en 1808 y las leyes y providencias que para evitar ciertos abusos y moderar algunos privilegios, convino tomar en distintos tiempos. Pero como además de estas providencias, acaso pueda convenir tomar otras y mi intención sea mejorar este establecimiento, de manera que venga de él la mayor utilidad a mis súbditos, quiero que luego que se reúna el Consejo de Inquisición, dos de sus individuos, con otros dos de mi Consejo Real, unos y otros, los que yo nombrase, examinen la forma y modo de proceder en las causas que se tienen en el Santo Oficio y el método establecido para la censura y prohibición de libros; y si en ello hallasen cosa que no sea contra el bien de mis vasallos y la recta administración de justicia, o que se deba variar, me lo propongan y consulten para que acuerde yo lo que convenga. Tendréislo entendido y lo comunicaréis a quien corresponda. -Palacio, 21 julio de 1814. -Yo el Rey».

Ya desde antes que esta real cédula se publicase en Santiago, el Depositario General del Santo Oficio de Lima se había dirigido al brigadier Osorio pidiéndolo que amparase, tanto las gestiones de don Judas Tadeo Reyes para poner al Tribunal en posesión de la renta de que había sido privado, como para que se lograse «el cobro de las dependencias que estaban pendientes»428.

A pesar de todo, creemos que los inquisidores no lograron esto sino en parte. En Lima, el Virrey, según se lamentaban los últimos ministros del Santo Oficio, «se había propuesto por objeto no contribuir al cumplimiento de lo que nuestro católico monarca tiene ordenado, y ya que le faltó el valor para una declarada oposición, trata de entorpecer las reales resoluciones por medios indirectos, atropellando y vejando las prerrogativas del Santo Oficio, en odio a su restablecimiento; y la verdad que la retardación de dieciocho días en contestar nuestro primer oficio, con escándalo del pueblo; en no prestarse a la publicación por bando que se le propuso; en no haber circulado la real orden,   —[668]→   según se le manda, y el haberse negado enteramente a la pronta devolución en todo y en parte del dinero y alhajas que de su orden se pasaron a cajas reales, son pruebas nada equivocas de su oculto designio»429. «Estas son, añaden más adelante, las lastimosas circunstancias en que se ve este Tribunal, sin fondos de que disponer para sus atenciones, privado, por su falta, de reducir a prisión varios reos mandados recluir aún antes de su suspensión, postergado dos meses hace el pago de los ministros de sus respectivos sueldos, los edificios del Tribunal faltos de lo más preciso y en la mayor indecencia...».

Los inquisidores habían de escapar, sin embargo, algo mejor en Chile.

Con fecha 10 de marzo de ese año de 1815, dirigiéronse al brigadier Osorio, acompañándole copia de la real cédula, «para que enterado, le decían, de lo que en ella manda nuestro piadoso Soberano, se sirva expedir las providencias que juzgue oportunas a fin de que por los ministros oficiales de esas Reales Cajas se entreguen a don Judas Tadeo Reyes, receptor del Santo Oficio en esa ciudad, todos los intereses que hubiesen entrado en ellas pertenecientes al Santo Oficio, y producidos de la canonjía supresa en esa santa iglesia catedral, de censos, o por cualquier otro título, durante la que se llamó extinción de Inquisición».

El presidente de Chile antes de recibir la copia de la real orden que le enviaban los inquisidores la habían hecho ya publicar en Santiago430; pero, por lo demás, según parece, ni siquiera les acusó recibo.

Reyes, a quien también los inquisidores habían tenido cuidado de oficiar avisándole la fausta nueva de su reposición, les anunciaba, en cambio, que los ministros de la Tesorería habían recaudado durante el tiempo en que había estado vigente el acuerdo del Congreso, la suma de seis mil seiscientos cincuenta y pico de pesos; «y aunque preveo difícil su reintegro, agregaba, por imputarse a robo de los insurgentes, que dejaron el erario insolvente   —[669]→   y consumido, no teniendo ahora ni para los más precisos pagos, haré cuanto es de mi parte para conseguirlo»431.

En 10 de octubre de ese mismo año, Reyes acusaba recibo de la aprobación de su cuenta durante el bienio de 18 10 y 1811, y añadía: «Diligenciaré la cobranza del censo de la casa de don Miguel de Jáuregui, que por fortuna ha librado de igual secuestro que el de la renta de la supresa, manteniéndolo suspenso en el tiempo de la revolución, en que cualquier reclamo hubiera causado indefectiblemente la pérdida del principal y réditos, mayormente habiendo muerto el censuario dejando de albacea a doña Javiera Carrera, famosa insurgente, unida y prófuga con sus hermanos, caudillos capitales de esta terrible escena; y mediante este arbitrio, aprovechará ahora el Santo Oficio estos productos asegurados en el predio».

Todavía ese mismo día, el solícito receptor transmitía a sus superiores una noticia aún mejor.

«Restituida ya la Inquisición en su renta de la canonjía supresa que había estado secuestrada por el gobierno intruso de esta capital, he dado principio, decía, a la recaudación de lo que le corresponde en este primer año decimal, cumplido en septiembre próximo pasado, según la hijuela formada por el contador de este ramo, que incluyo a Vuestra Señoría original. Quedo procurándola con empeño para verificar la remesa por partes, si no consigo pronto el total, a pesar de mi deseo, por las excusas dilatorias de algunos de los deudores con quienes es preciso contemporizar, atendiendo a las pérdidas padecidas en la revolución, y en la entrada del ejército real, con otras calamitosas circunstancias actuales, como por estar ejecutados para sus enteros con preferencia de los ramos pertenecientes a la Tesorería de Real Hacienda, exhausta para la subsistencia de las tropas.

»Sin embargo de que esta propia urgencia del Erario, con la oposición, por otra parte, de algunos defectos a la Inquisición, son de grande obstáculo al reintegro de lo defraudado de esta renta en los años anteriores, tengo también adelantado y en estado de resolución este expediente, mediante mi vigorosa defensa, de cuyas resultas espero instruir a Vuestra Señoría oportunamente»432.

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Estas pruebas de tan acendrado afecto conmovieron tanto a los inquisidores, que, contra su inveterada costumbre, no pudieron menos de significar a Reyes «el mayor reconocimiento y el darle las más expresivas gracias, esperando de su actividad haga en primera ocasión, concluían, la remesa que nos ofrece, pues el transtorno que causó la suspensión del Tribunal ha puesto al fondo de que depende su subsistencia en el estado más decadente y calamitoso»433.

Don Judas Tadeo Reyes no se hizo esperar en cumplir con tan apremiante suplica, pues no había terminado aún el año, cuando tenía la satisfacción de remitirles mil quinientos pesos «dobles de cordoncillo»434.

Tal fue según las noticias que alcanzamos, el último dinero con que los habitantes de Chile contribuyeron al mantenimiento del odioso Tribunal de la Inquisición. Después... los reflejos de Chacabuco, y de Maipú desterraron para siempre del suelo de la patria las sombras que durante dos siglos y medio habían proyectado sobre las inteligencias de los colonos los procedimientos inquisitoriales y los autos de fe»435.







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ArribaLista de las personas procesadas en Chile por la Inquisición

  • Aguirre (Francisco de), pp. 73 y sgts.
  • Aguirre (Hernando de), p. 177.
  • Aguirre (Juan Crisóstomo de), p. 626.
  • Aguirre (Marco Antonio), p. 177.
  • Alcántara (Hernando de), pp. 91 y 238.
  • Aldunate y Larraín (Santiago), p. 629.
  • Alegría (José de), p. 469.
  • Álvarez de Varela (Manuel), p. 191.
  • Ampuero (Diego de), p. 192.
  • Andrade (Leonor de), pp. 459 y sgts.
  • Arana y Delor (Vicente), p. 626.
  • Arenas (Francisco), p. 617.
  • Argüello (Fray Andrés de), p. 239.
  • Astudillo (Gregorio de), p. 184.
  • Ayala (Íñigo de), p. 291.
  • Ayala (María de), p. 186.
  • Balmaceda (Juan de), p. 325.
  • Banda de Aguilar (Gaspar), p. 187.
  • Barreda (Luis de la), p. 446.
  • Barrientos (José Eugenio), p. 470.
  • Barros (Juan de), p. 185.
  • Beatriz, negra, p. 191.
  • Becerra Altamirano (Alonso), p. 195.
  • Becerra (Lorenzo), p. 467.
  • Bozo (Fray Ignacio), p. 626.
  • Cabo (Inés del), p. 185.
  • Cabrera (Cristóbal), p. 195.
  • Cabrera (Diego de), p. 329.
  • Calderón (Licenciado), p. 185.
  • Campo (Alonso del), p. 94, nota.
  • Campofrío de Carvajal (Alonso), p. 187.
  • Cano de Araya (Juan), p. 191.
  • Carvajal (Fray Antonio de), p. 185.
  • Castañeda (Francisco de), p. 194.
  • Castañeda (Juana de), p. 279.
  • Cataño (Antonio), p. 468.
  • Cerverón (Joaquín Vicente), p. 627.
  • Clemente (Pedro), p, 470.
  • Cobeñas (Fray Juan de), p. 207.
  • Colona (Jacinto), p. 470.
  • Columbo (Nicolás), p. 194.
  • Cortés (Eugenio), p. 630.
  • Cortés (Sebastián), p. 93.
  • Cortés Umanzoro (Ramón), p. 596.
  • Correa (Carlos), p. 237.
  • Crasi (Amet), p. 472.
  • Chávez (Antonio Francisco de), p. 184.
  • Díaz de la Cruz (Salvador), p. 446.
  • Dispero (Alonso), p. 190.
  • Duarte (El Maestro), p. 196.
  • Egaña (Gabriel de), p. 626.
  • Encío (María de), p. 201.
  • Endríquez (Andrés), p. 330.
  • Escobar (Alonso), pp. 13 y sgts.
  • Escobedo (Francisca de), p. 184.
  • Espina (Fray Alonso de), p. 274.
  • Espinosa (José de), p. 489.
  • Espinosa (José Antonio), p. 659.
  • Espinosa Dávalos (Joaquín de), p. 616.
  • Esteban (Alonso), p. 205.
  • Fernández Aceituno (Ambrosio), p. 186.
  • Fernández Velarde (Antonio), p. 467.
  • Figueroa (Gaspar de), p. 193.
  • Flores (Jacinta), p. 598.
  • Fragoso, p. 184.
  • Frontaura (Juan Mauro), p. 615.
  • Galindo (Martín), p. 469.
  • Gamboa (Fray Domingo de), p. 196.
  • Garcés de Andrada (Diego), pp. 185, 196.
  • García (Fray Alejandro), p. 627.
  • —[674]→
  • García de Cáceres (Diego), p. 192.
  • García Carrasco (Antonio), p. 630.
  • Godoy (José), p. 470.
  • Gómez de las Montañas (Francisco), p. 92.
  • Gómez Moreno (Antonio), p. 627.
  • González (Cristóbal), p. 594.
  • González (Cristóbal), p. 624.
  • González (Mariana), p. 595.
  • González (Ruy), p. 486.
  • González Peñailillo (Mariana), pp. 595 y 596.
  • Griego (Juan), p. 187.
  • Guajardo (Andrés), p. 469.
  • Hernández (Domingo), p. 195.
  • Hernández (Fray Pedro), p. 184.
  • Hernández Bermejo (Gonzalo), p. 235.
  • Helis (Guillermo), p. 261.
  • Henríquez (Camilo), pp. 652 y sigts.
  • Henríquez (Gaspar), p. 447.
  • Henríquez de Fonseca (Rodrigo), pp. 459 y sgts.
  • Hernández (Alonso), p. 643.
  • Hernández (Álvaro), p. 181.
  • Hernández (Andrés), p. 190.
  • Hernández (Fray Pedro), p. 184.
  • Inés, negra, p. 186.
  • Isbrán, p. 332.
  • Jiménez (Juana), p. 193.
  • Jufré (Juan), p. 179.
  • Laínez (Manuel José), p. 627.
  • Lastarria (Miguel José de), p. 630.
  • León (Lucía de), p. 185.
  • Lisperguer (Pedro), p. 90.
  • Lobo (Domingo Martín), p. 281.
  • Lobo (Fray Juan), p. 199.
  • López (Domingo), p. 327.
  • López de Azócar, p. 290.
  • López de Monsalve (Diego), p. 136.
  • Lorenzo (Diego), p. 186.
  • Lucas (Tomás), p. 260.
  • Lucero (Juan), p. 329.
  • Ludeña (Alonso de), p. 195.
  • Madrid (Juan de), p. 194.
  • Maldonado de Silva (Diego), pp. 341 y sgts.
  • Maldonado el Zamorano, p. 178.
  • Maravilla (Hernando), p. 209.
  • Marín (Fray Benito), p. 626.
  • Marfil (Juan), p. 472.
  • Martínez del Corro (Antonio), p. 571.
  • Martínez de Zavala (Andrés) p. 178.
  • Matienzo (Francisco de), p. 178.
  • Matienzo (Juan de), p. 195.
  • Mazo de Alderete (Diego), p. 186.
  • Medina (Fray Juan de), p. 270.
  • Melgar (Fray Pedro), p. 208.
  • Molina (Antonio de), pp. 33 y sigts.
  • Molina (Cristóbal de), p. 33 y sigts.
  • Mondragón (Isabel), p. 186.
  • Mondragón (Pedro de), p. 186.
  • Monte de Sotomayor (María), p. 94.
  • Morales (Pedro de), p. 201.
  • Morales Mondragón (Francisco de), p. 186.
  • Moreno (Nicolás), p. 262.
  • Morillo (Rodrigo), p. 184.
  • Mugarza (Andrés de), p. 597.
  • Nanclares (Nicolás de), p. 192.
  • Navamuel, p. 186.
  • Nieto (Alonso Rodrigo), p. 184.
  • Noble (Luis), p. 327.
  • Núñez (Antonio), p. 186.
  • Núñez (Fray Cristóbal), p. 198.
  • Ocampo (Fray Juan de), pp. 190 y 271.
  • Ojeda (Francisco de), p. 186.
  • Oliva (Juan de), p. 192.
  • Oropesa (Juan de), p. 196.
  • Ortiz (Francisca), p. 194.
  • Osorio (Mariana), p. 191.
  • Páez (Juan), p. 185.
  • Paredes (Francisco de), p. 92.
  • Paredes (Fray Hernando de), p. 184.
  • Pascual (Juan), p. 188.
  • Pascual y Sedano (Rafael de), p. 625.
  • Pedrajón (Clemente), p. 624.
  • Pendones (Juan de), p. 181.
  • Peña (Benito de la), p. 468.
  • Peña (Gregorio de la), p. 627.
  • Pizarro (Fray Diego), p. 209.
  • Prado (Pedro de), p. 186.
  • Puga (Juan de), p. 616.
  • Quintero (Fray Luis), p. 205.
  • Quintero Príncipe (José), p. 468.
  • Quiroga (Antonio de), pp. 184 y 290.
  • Rabanera (Fray Cristóbal de), p. 190.
  • Ramírez (Pedro), p. 196.
  • Riberos (Francisco de), p. 186.
  • Rivero (Luis), pp. 459 y sgts.
  • Rodríguez (Baltasar), p. 289.
  • Rodríguez (Marcos), p. 189.
  • Rosario (Francisco del), p. 625.
  • Rosario (Juan Matías del), p. 470.
  • Rozas (Ramón de), p. 648.
  • Ruiz de Aguilar (Fabián), p. 189.
  • Ruiz de Gamboa (Martín), p. 192.
  • Ruiz de la Rivera (Diego), p. 327.
  • Sáez de Mena (Francisco), p. 184.
  • —[675]→
  • Sáenz de Bustamante (Ambrosio), p. 634.
  • Salazar (Hernando de), p. 195.
  • Salcedo (Esteban de), p. 233.
  • Salcedo (Pedro de), p. 238.
  • Sánchez (Baltasar), p. 291.
  • Sánchez (Cristóbal), p. 189.
  • Sánchez de Ojeda (Gabriel), p. 291.
  • San José (Jacoba de), p. 286.
  • San Román (Luis de), p. 180.
  • Santos (Gonzalo), p. 181.
  • Sarmiento de Gamboa (Pedro), pp. 213 y sgts.
  • Segura (Miguel Jerónimo de), p. 471.
  • Serrano (Juan), p. 234.
  • Serrano (Martín), p. 194.
  • Silva (María de), p. 624.
  • Solís y Obando (José), p. 511.
  • Soto (Juana de), p. 185.
  • Soto (Pedro de), p. 195.
  • Stevens (Guillermo), p. 259.
  • Tapia (Juan Alonso de), p. 325.
  • Tenez (Fray Diego), p. 208.
  • Toledo (Agustín de), p. 446.
  • Torres (Pedro de), p. 644.
  • Troyano (Pedro), p. 210.
  • Tula (Matías), p. 470.
  • Turra (Antonio de), p. 193.
  • Ubau (Pedro), pp. 480 y 593.
  • Ulloa (Juan Francisco de), pp. 476 y sgts. y 584.
  • Urízar Carrillo (Juan de), p. 234.
  • Vásquez (Fray José), p. 471.
  • Vásquez de Tobar (Bernardina), p. 193.
  • Vascones (Fray Juan de), p. 277.
  • Vega (Francisca de), p. 11.
  • Vega (Luis de la), p. 446.
  • Vega (Román de), p. 91.
  • Velasco (García de), pp. 188 y 189.
  • Velazco (Juan Francisco de), pp. 477 y 585.
  • Venegas (Melchor), pp. 445 y sgts.
  • Verdugo (Luis), p. 204.
  • Vergara (Fray Pedro de), p. 194.
  • Videla (Alonso de), p. 190.
  • Videla (Fray Diego), p. 626.
  • Villa (Guillermo de), p. 208.
  • Villagrán (Gabriel de), pp. 94 y 187.
  • Villalba (Pedro de), p. 178.
  • Vivar (Jerónimo), p. 629.
  • Vivar (José Antonio de), p. 629.
  • Zapata (María), p. 470.