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ArribaAbajoÁngel Álvarez de Miranda


ArribaAbajoLo que con él perdimos

¿Recordamos, en verdad, a los amigos muertos? La haz de nuestra vida parece responder negativamente. La proyección hacia el futuro y el atenimiento al presente son en nosotros actividades ineludibles y, por lo tanto, permanentes. Con su vario contenido, el afán, la pena y el gozo de cada instante suelen reducir la memoria del amigo muerto a la emergencia de esos recuerdos ocasionales que por un momento rizan con tenue temblor de emoción el curso ondulante de una conversación cualquiera: «¿Recuerdas a Ángel?»; o a lo sumo: «¡Pobre Ángel!»

Pero la vida no es sólo haz, es también envés, ese envés indeciso, mudable y lleno de poros y anfractuosidades que nuestro ser nos ofrece cuando lo contemplamos en soledad. En tales ocasiones, el hombre queda solo consigo y con lo que él tiene por realmente suyo, que esto y no otra cosa es quedarse solo, quedar solo. Vivir, entonces, es intentar poseerse a sí mismo, y esta activa y entrañable pretensión no sería posible sin un memento, más o menos agotador, de lo que real y verdaderamente nos importa. Sí: vivir humanamente debe ser, tiene que ser a veces un apasionado memento en soledad; y cuando así vivimos, nuestros amigos muertos -mejor fuera decir, más sobriamente: nuestros muertos- son mucho más que el sonido acaso emocionante de un comentario fugaz.

Mirado sobre el envés de mi vida, el recuerdo de un amigo muerto me hace patente todo lo que ese amigo sigue siendo para mí, por debajo del rostro que mi vivir cotidianamente ofrezca. Me revela, en definitiva, un sutil conjunto de ausencias y presencias, de manquedades y posesiones. Me falta mi amigo -me es ausente- porque no puedo recrearme con el gozo o el dolor insustituibles de su compañía física. ¿Son acaso sustituibles las personas, por humilde y vulgar que parezca su condición? Y también me falta y me es ausente, no sólo por lo que en vida fue para mí, por lo que él me fue, sino por lo que aún podía ser él en el momento de su muerte, por lo que él pudo serme, de haber seguido viviendo; manquedad y ausencia tanto más graves cuando eso que él podía ser se me concretaba, antes de su morir, en la firme esperanza de lo que él iba a ser.

Pero esto nombra sólo la parte negativa o deficitaria del recuerdo del amigo muerto. Junto a ella y con ella está lo que en ese íntimo recuerdo es presencia y posesión, lo que mi actual realidad debe, acaso sin que yo lo sepa claramente, a quien con su existencia y su amistad contribuyó a hacerme como soy. Sin ese amigo, sin lo que él viviendo me dio, ¿sería yo como ahora soy? Mi ser actual, ¿no está hecho, en muy buena parte, con légamo de muertos? Sin la menor concesión retórica a la solemnidad o al patetismo, muy sencilla y verdaderamente, en mi soledad debo confesar mi deuda esencial -deuda del ser- con los que en torno a mí murieron.

Todo esto veo ahora en el recuerdo de mi amigo Ángel Álvarez de Miranda, y algo de esto quisiera decir a quienes vayan a recordarle -tal vez a conocerle- leyendo la porción de su obra escrita que en este volumen se reproduce. Algo poseo y algo me falta, recordándole dentro de mí. Dejadme decir, en casi tardío homenaje a su memoria, la parte que en esa posesión y en esa manquedad puede tocar a todos sus amigos, y aun a muchos que no tuvieron la fortuna de serlo.

De Ángel Álvarez de Miranda poseemos, con posesión que sigue operando en nosotros, su ejemplo y su obra. Los amigos de Ángel -españoles, al fin; gentes eticistas, más dadas, aun siendo intelectuales, a la exaltación del esfuerzo noble que a la estimación de la obra objetiva, sobre todo cuando ésta es incipiente- hemos ponderado una y otra vez el alto valor de su ejemplo: la esforzada entrega con que, apenas conclusa la licenciatura en filología clásica, fue depurando y cultivando una firme vocación de historiador de las religiones; el rigor y la elegancia con que ejercitaba su talento, a la vez claro, profundo e irónico; su acrisolada insobornabilidad de intelectual y de español; su fuerte y sobria manera de ser cristiano; la lúcida, la nunca gesticulante entereza con que supo soportar su prueba terrible, cuando Dios -«Cosa terrible es caer en manos de Dios vivo», nos dijo san Pablo hablando a los hebreos (Hebr. 10, 31)- quiso llamarle hacia sí por el más áspero, oscuro y amenazado de los caminos.

Bien está, sin duda, esta voluntad de hacer nuestro el recuerdo del amigo mediante la consideración apropiadora de su ejemplo insigne. (¡Qué fácil la consideración, qué difícil la apropiación del dolor ajeno!) Pero cometeríamos una burda injusticia si nuestro recuerdo no comprendiese también, y con sentimiento de gratitud no menos intenso, la obra que con su ejemplar esfuerzo él nos regaló e hizo nuestra. Claro está que esa obra quedó truncada en su comienzo mismo, como el vuelo de un águila herida al ganar altura; claro está que en nuestra valoración de este docente e investigador tiene parte importante, junto a lo que él fue, lo que él iba a ser en muy breve plazo. Sería, sin embargo, sobremanera injusto llorar hoy el malogro de sus promesas, olvidando o desconociendo los muchos logros de su vida intelectual. No contando estudios que han de ver la luz en otras páginas6, he aquí los que este volumen contiene: uno de 1947 («La civilización, el pecado y nosotros»), en cuya letra apunta con claridad la vocación histórico-religiosa de su autor, y once más, compuestos entre 1952 y 1956 -cuando ya el escribir era para él verdadero drama- y vigorosamente demostrativos de la calidad, la preparación y el alcance de su inteligencia.

Contemplada en su conjunto, la obra histórico-religiosa de Ángel Álvarez de Miranda ha hecho nuestro un tesorillo de hallazgos e ideas, internamente ordenado, a mi juicio, por su referencia a tres centros principales.

Nos enseña la obra de Ángel, ante todo, que la creencia religiosa constituye el núcleo más profundo y determinante de cualquier vida humana y de cualquier situación histórica; y, en consecuencia, que la historia de sus modificaciones debe constituir el hilo conductor de la historia universal, si ésta quiere de veras atenerse a lo que en el hombre es más radical y decisivo. La historia universal ha sido casi siempre escrita con un criterio político, sociológico o intelectual; pero la política, la sociología y el saber son, en no escasa medida, resultados o secuelas del modo como el hombre entiende el sentido de su existencia y su relación con la Divinidad. Recurramos una vez más al insustituible concepto zubiriano de «religación». Puesto que la «religación» es, metafísicamente, el nudo central de la existencia humana, y aun de toda existencia finita, esa existencia tiene que ordenarse óntica y descriptivamente en torno a lo que yo llamaría el «hábito religacional» individual o colectivo, cuyas dos formas cardinales son la «religión» y la «irreligión»; las cuales, a su vez, se hallan fácticamente realizadas y expresadas en los múltiples, cambiantes y sucesivos modos de la «religiosidad» y la «irreligiosidad» de los hombres y los pueblos. Religación, hábito religacional, religión e irreligión, religiosidad e irreligiosidad, vendrían a ser, por tanto, las estructuras y los conceptos de nuestra descripción de la vida humana, si ésta se atuviese más a lo fundamental y primario que a lo derivado y consecutivo. El estudio acerca de la irreligiosidad de Polibio ilustra con agudeza y suficiencia técnica grandes esta realidad, en el caso de la vida y la visión del mundo de una persona individual. La honda y original revisión de un viejo problema filológico e histórico-religioso -el contraste entre Job y Prometeo- nos la hace patente en orden a las dos máximas culturas del mundo antiguo, la de Grecia y la de Israel. La lección inaugural de la cátedra de Historia de las Religiones -«El saber histórico-religioso y la ciencia española»- diseña, en fin, la estructura gnoseológica y epistemológica de aquella mutua conexión entre la historia ele la creencia religiosa y la historiología general.

La intelección histórica de España es el segundo de los centros que dan su figura al legado intelectual de Ángel Álvarez de Miranda. Quien para ser español sepa exigir algo más hondo y riguroso que la literatura panegírica, ¿podrá contentarse con lo que hasta ahora hemos hecho para entender cómo la religiosidad -y, por tanto, la religión y el hábito religacional- han participado en la constitución de la vida española? En lo que toca a los tiempos ulteriores a la iniciación de la Reconquista -Edad Media, siglos XVI y XVII-, no poco han descubierto Américo Castro, Marcel Bataillon, Sánchez-Albornoz y los padres García Villada y Beltrán de Heredia; pero todavía lo inexplorado es más que lo conocido. Y en lo que atañe a la historia de la Península Ibérica anterior a la invasión árabe, ¿en qué medida ha sido satisfecho, hasta los trabajos de Álvarez de Miranda, el deseo que expresó Menéndez Pelayo en el prólogo a la segunda edición de su Historia de los heterodoxos españoles? Algunos de los estudios aquí recogidos -«Cuestiones de mitología peninsular ibérica», «Magia y religión del toro norteafricano», «Magia y medicina popular en el mundo clásico y en la península ibérica», «Poesía religión»- proyectan luces nuevas sobre la todavía enigmática trama de la españolía. El sustrato creencial del cristianismo hispano, la lidia del toro bravo, el mundo poético de García Lorca, la vinculación norteafricana de Iberia, nos muestran desde ahora aspectos sugestivamente inéditos y ofrecen prometedoras vías a los investigadores futuros. Sobre alguna de las religiones de esta terra incognita que todavía sigue siendo la entraña de Hispania, el nombre de Ángel Álvarez de Miranda debe campear por derecho propio. Si se quiere -a la antigua- por derecho de conquista.

La obra de nuestro amigo contiene dentro de sí un tercer centro de ordenación, concerniente a la realidad y a la idea del «misterio» religioso. En no pocas páginas de este volumen -pero, sobre todo, en los otros dos que antes mencioné: Las religiones mistéricas y Estudios sobre Historia de las Religiones- es bien patente la atracción que ese tema ejercía sobre el alma de Ángel Álvarez de Miranda. La descripción y la fenomenología de la «misteriosidad» en la historia de la creencia religiosa y la sistematización de las religiones mistéricas deben a la inteligencia y al esfuerzo de Ángel muy valiosas y originales novedades. Así como en el orden metafísico el pensamiento cristiano exige una analogia entis, así también, en el orden de la realidad histórico-religiosa, es para él necesaria y urgente una analogia mysterii, una doctrina del misterio que permita acercarse histórica, filosófica y teológicamente -sólo acercarse, claro está- a una satisfactoria intelección de las relaciones entre los misterios precristianos y los cristianos. En la pléyade que forman los Anrich, Cumont, Dölger, Clemen, Festugière, Prümm y Hugo Rahner, no es ilícito pedir un puesto para nuestro investigador perdido, cristiano tan amoroso de la claridad como del misterio.

Con su ejemplo y con su obra, Ángel Álvarez de Miranda sigue existiendo en nosotros, es parte de nuestro ser. Mas para sus amigos, Ángel no es sólo presencia y posesión, es también ausencia y manquedad. Nos falta lo que él iba a ser: un iluminador de nuestra existencia de hombres españoles, un sabio que desde su particular disciplina, la historia de las religiones, iba a conseguir algo comparable a lo que para los hispanos han conseguido Hinojosa, Menéndez Pidal, Américo Castro y Gómez Moreno, desde la Historia del Derecho, la filología románica y la arqueología. El sentimiento de esa manquedad, ¿llegará a ser espuela para la aventura intelectual de algún joven ambicioso y abnegado? Quienes conocimos de cerca el alma de Ángel Álvarez de Miranda sabemos bien que una respuesta afirmativa le habría llenado de honda y dulce-amarga alegría.

Nos falta, sobre todo, lo que él era. Permitidme que exprese eso que Ángel nos era a través de un recuerdo estrictamente personal. Durante el último año de su enfermedad compuse yo mi libro La espera y la esperanza. Con frecuencia me preguntaba él, tan lúcida y sinceramente atento al quehacer de todos sus amigos, por el curso de mi empeño. Yo solía responderle con evasivas. Me parecía una suerte de cruel ostentación hablar de empresas personales -y más aún de la que entonces me urgía: el esclarecimiento intelectual de la esperanza terrena- a un hombre cuya esperanza sólo podía ser, allende el íntimo dolor cotidiano, esa que debe saltar más allá de la muerte. Mas cuando tan ejemplarmente supo él vencer aquella terrible crisis moral de su última Navidad -cuando al fin renuncio, héroe cristiano, al lícito consuelo de avanzar hacia la muerte sin andadores-, mi cautela se hizo ya inútil. Le hablé sin ambages del libro y fui entregándole sus capillas, a medida que yo las recibía, para que él penosamente las leyese en las horas inacabables de su insomnio nocturno. No olvido, no podré olvidar nunca el momento en que Ángel susurró a mi oído, acabada su penosa lectura, estas tres pasmosas palabras: «He gozado mucho.» Un hombre capaz de obrar y hablar así es el que ahora nos falta.

Dos personajes históricos amó Ángel, acaso sobre todos los que su avidez de historiador le llevó a frecuentar: Sócrates y Job, y a los dos superó tal vez en grandeza moral desde su difícil condición de cristiano. A Sócrates, porque él sabía que el cuerpo humano vale bastante más de lo que el ateniense dijo a sus discípulos el día mismo de su muerte, según, el cumplido relato de Fedón. A Job, porque nuestro amigo era intelectual y hombre moderno, y conocía desde dentro la desazón irrenunciable de preguntar y entender. Más alta que las almas de Sócrates y Job estaba su alma cuando aceptó e hizo suyo el acto de morir. En ese supremo nivel debiera quedar para nosotros el recuerdo de aquella realidad y aquella esperanza que todos llamábamos Ángel Álvarez de Miranda.






ArribaAbajoAlfonso Paso


ArribaAbajoAnatomía de un éxito

I. La expresión bajo la cual tantas veces he escrito -«Teatro y vida»- nombra una doble realidad: la vida que por obra del autor contiene la pieza dramática, y la que, ya no sólo por obra del autor, desvela o suscita la representación de esa pieza en el público que la contempla. Algo tiene que poner el público en los llamados «éxitos de público»; algo sin lo cual no podría ser plenamente entendida la hazaña literaria del drama o la comedia. Sin la plebiscitaria vibración del público español al estímulo de Don Juan Tenorio durante casi ciento veinte años, ¿sería posible entender lo que Don Juan Tenorio realmente es?

A la realidad misma de una pieza teatral pertenece lo que el público llega a ver en ella: sugestivo problema, que ahora no puedo tratar de frente, y cuya enunciación al hilo del Tenorio me ha venido a las mientes leyendo en la cartelera de hoy: «Comedia. Quinto mes de Rebelde, de Alfonso Paso.» Cinco meses de permanencia continuada de un título en el cartel son, en España, un éxito teatral importante. Tan importante, que su estructura debe contener alguna confidencia del público acerca de sí mismo. Desde este punto de vista, ¿cuál es la clave del éxito indudable de Rebelde? ¿Qué puede haber, qué tiene que haber de común en quienes con su aplauso han creado y sostenido ese éxito?

Para obtener una respuesta satisfactoria, procedamos con método y comencemos indagando con algún cuidado lo que esta comedia de Paso por sí misma ofrece. A reserva de explicar inmediatamente el sentido que tienen mis palabras, yo diría que Rebelde sirve al gran público, aparte el hábil movimiento escénico, tres de los manjares que le son más gustosos: actualidad, comodidad y trivialización.

Ante todo -y éste es el mejor, para mi gusto el único acierto de la comedia-, actualidad. Actual, tópicamente actual es en todo el planeta el conflicto generacional entre los hijos y los padres. Sociólogos, psicólogos, moralistas y médicos de todos los países han comentado una y otra vez la discrepancia entre los jóvenes de hoy -pragmáticos, antirretóricos, enemigos de los «grandes programas», atenidos al bienestar presente- y todos los que, comenzando por sus padres, ensangrentaron tantas tierras del orbe, hace sólo unos lustros, en nombre de esos «grandes programas». ¿Cómo no recordar una vez más el «complejo de Caspar Hauser», que el psicoanalista Mitscherlich describió entre los jóvenes neuróticos de la Alemania ulterior a 1945? ¿Cómo no mencionar de nuevo la gran monografía de H. Schelsky Die skeptische Generation -hace tres años la comentaba yo ampliamente en estas mismas columnas- o, ya más próximos a nosotros, el libro reciente de Aranguren y los varios ensayos de exploración sociológica de nuestra juventud? ¿Cómo no aludir por milésima vez a teddy boys, young angry men, blousons noirs, Halbstarken y demás compañeros de ambición y fechoría? Sin violencias ni desmanes, con una bien ponderada mezcla de egoísmo, bondad y habilidad elusiva, Jorge Campos, protagonista de Rebelde, aparece ante el gran público -compuesto de adultos en su inmensa mayoría- como una encarnación del «joven de hoy», y con ello le instala de golpe en uno de los más vivos y picantes temas de ese complejo repertorio de relatos que solemos llamar «actualidad».

¿Qué puede hacer, que va a hacer Jorge Campos con la generación de sus padres? Tanto más importa al público esta pregunta, cuanto que la actualidad indudable de Jorge Campos -y con ella, la de la comedia- es rigurosamente circunstancial. En el padre del rebelde mozo -¿rebelde?: ya lo veremos- se nos quiere presentar un típico varón de los que las gentes llaman «de orden» o «de derechas» y a quien las nunca inactivas mañas de Cupido van a poner en colisión familiar con su vecino de enfrente, insobornable y furibundo hombre «de izquierdas» y padre, a su vez, del garzón que tan impacientemente acaba de poner en trance de próxima maternidad a la hermana de Jorge Campos y de la muchachita con que el propio Jorge «sale». El escenario de Rebelde aparece ante los ojos del espectador más lerdo como un trasunto inmediato de siglo y medio de historia de España. A su derecha, la familia «de derechas»: un matrimonio socialmente bien situado, con los dos hijos que acabo de nombrar -el «rebelde» Jorge Campos y su enamorada hermana- y un tercero, que en rudo contraste con Jorge se nos muestra cargantemente pedantón, responsable y aplicado. A su izquierda, la familia «de izquierdas»; un irritable y charlatán pequeño funcionario, su esposa, destinada luego al papel de matriarca redentora, y los dos vástagos de que acabo de hacer mención. Y en el centro, la escalera en donde los miembros de entrambas familias se encuentran entre sí, o no quieren encontrarse, y por donde sube y baja un dinámico curita, habitante del piso alto y entusiásticamente consagrado a una obra social ambiciosa y prometedora. En suma: candente actualidad circunstancial.

En la mediocre gavilla de apetencias y aversiones de los padres, Revelde pretende actualizar fácil y esquemáticamente -lo diré con el famoso epígrafe de Fidelino de Figueiredo- la terca, profunda y tantas veces sangrienta oposición entre As duas Espanhas. ¿Recordáis los dos personajes que en El equipaje del rey José, primer título de la segunda serie de los «Episodios Nacionales», encarnan las fracciones contrapuestas de la recién partida España? Sobre la escena de Rebelde, el vecino de la derecha es un último y reblandecido heredero de Carlos Navarro, y el de la izquierda, un descendiente amañado y grotesco de Salvador Monsalud. Frente a uno y otro van a estar sus hijos, muy singular y destacadamente éste que llaman Jorge Campos; y pronto, tras los hijos, las esposas. Puesto ante la escindida generación de sus padres, y auxiliado por el enredo que fraguó Cupido, ¿qué va a hacer Jorge Campos? Y, sobre todo, ¿por qué eso que hace llega a suscitar el aplauso y la asistencia del público?

II. Puesto ante la escindida generación de sus padres, ¿qué va a hacer Jorge Campos, el protagonista de Rebelde, de Alfonso Paso? Y, sobre todo, ¿por qué eso que hace llega a suscitar el aplauso y la asistencia del público? Sobre la indudable actualidad de esta comedia dije lo suficiente en mi artículo anterior. En éste debo comentar los otros dos manjares que Rebelde ofrece; a saber, la comodidad y la trivialización.

Alguna «comodidad» interior, siquiera sea fugaz e ilusoria, brinda a muchos espectadores del «gran público» la fantasmagoría de ver resueltos sin mayor molestia un par de conflictos que casi todos ellos llevan despiertos o semidormidos, nunca muertos, en el fondo de su alma. A través de sus personajes y situaciones, la comedia les habla así: «¿Quién os ha dicho que hayan de ser problemas inquietantes la posición entre las generaciones y la discordia más que secular y más que sangrienta entre los españoles de una y otra mano? Voy a mostraros muy bonitamente que esas dos traídas y llevadas cuestiones no son tales problemas, sino verdaderas chilindrinas. Por vuestra parte, bastará que aceptéis como representativos los personajes que os ofrezco.» Y puesto que la «trivialización» constituye la clave principal de la mayor parte de estos personajes, el feliz éxito popular de Rebelde podría tal vez ser explicado mediante esta sencilla fórmula: «Por la trivialización a la comodidad.»

Trivialización es, en último extremo, la deformación grotesca a que ha sido sometido el tipo histórico-social que cada uno de los padres representa. Con sus respectivos defectos y sus virtudes respectivas, ¿pueden el «hombre español de izquierdas» y el «hombre español de derechas» ser reducidos a las deleznables caricaturas con que ambos comparecen en la escena de Rebelde? Los ciento cincuenta años de la vida española transcurridos desde las Cortes de Cádiz pueden ser «esperpentizados», y en haberlo mostrado negro sobre blanco consistió la máxima genialidad de Valle-Inclán, pero no expeditiva y arbitrariamente diluidos en el agua tibia de la trivialidad. Es verdad que la situación económica de los hombres condiciona en cierta medida -sólo en cierta medida- la orientación de su ideología. Es verdad también que un golpe de suerte en la lotería y un descalabro de orden profesional han conmovido el izquierdismo y el derechismo de algunos conspicuos españoles. Pero tipificar esas posibilidades marginales y elevarlas a recurso principal de una peripecia escénica tan claramente representativa es trivializar abusivamente la realidad, convertir en pura astracanada lo que por su misma esencia es -¿qué español no lo sabe?- quemante drama.

¿Y qué sino una trivialización de la rebeldía es, por su parte, la conducta de Jorge Campos? Pese al título de la comedia Jorge Campos no es rebelde; es tan sólo insolidario y evasivo. El verdadero rebelde se enfrenta con una situación determinada y -con razón o sin ella, según los casos- trata de vencerla y gobernarla. Jorge Campos, en cambio, se afirma a sí mismo desentendiéndose de lo que ve; y una vez terminada su labor componedora -a la cual le ha movido, tanto como su vaga bondad secreta, su resuelto deseo de vivir cómodo-, se vuelve hacia todos para decirles: «Y ahora, amigos, ¡ahí os quedáis!» No: Jorge Campos no es un rebelde, sino un trivializador de la rebeldía. Más rebelde y más noble que él es, en lo suyo, en su amor, la muchachita que se dispone a seguirle a todo evento: el único personaje de la pieza que lleva dentro de sí una verdadera persona.

Trivial, en fin, es el happy end de la comedia. No soy un pesimista desmelenado y sistemático. Pienso que en la vida, constitutivamente dulce-amarga, como esa planta a que dan el lindo nombre de «dulcemara», son posibles términos o estaciones en que lo dulce predomine. Hasta cuando parece ser desgraciada, la vida humana es algo más que una pasión inútil. Pero hacia la resolución feliz de una situación dramática -y dramática es, pese al visible intento de trivialización, la que Rebelde tiene como fondo- sólo puede realmente avanzarse por dos caminos: la efusión sentimental y el examen de conciencia. El resultado de aquélla suele ser precario y fugaz; piénsese en lo que de ordinario dura entre adversarios una paz consecutiva a tal alegría o tal pena ocasionalmente vividas en común. Sólo cuando se apoya sobre un serio examen de conciencia -de la propia conciencia, claro está: hay personas que pretenden purificarse examinando la conciencia ajena-, sólo cuando los adversarios, como hace docenas de años proponía Unamuno, son capaces de prorrumpir, bajo una misma bóveda, en un común «Miserere», sólo entonces puede ser firme y honda la solución de un conflicto humano. Pero esto es siempre arduo y penoso, y los deberes arduos y penosos no son del gusto del gran público. Como el niño ríe, gozosamente aliviado, cuando le hacen ver que el fantasma que le asustaba no pasa de ser una inocente sombra chinesca, así ríe el gran público cuando cómicamente le trivializan el objeto de su preocupación: «¿Ves? Lo que tú creías un ogro amenazador, no pasa de ser un embeleco inconsciente y grotesco.» Y oyendo esto, el gran público se entrega a la ilusión de que el examen de conciencia, de la propia conciencia, no es necesario, y se deshace en carcajadas y aplausos.

¿Son en rigor sombras chinescas los conflictos humanos que dan fundamento social a la invención de Rebelde? La dramática realidad de tales conflictos, ¿puede ser tan cómodamente aniquilada por trivialización? ¿Acaso no es posible llegar también por la risa -la «risa incómoda» que inventó Aristófanes- a la sanadora práctica del examen de conciencia? Tales son las preguntas que más de un espectador exigente habrá hecho en su fuero interno, tras de haber contemplado el éxito popular de Rebelde, al indudable talento cómico de su autor.






ArribaAbajoLauro Olmo


ArribaAbajoLección de ética social

La camisa, el «sainete amargo» de Lauro Olmo que tan resonante éxito alcanzó meses atrás en el teatro Goya, de Madrid, ha reaparecido sobre el escenario, del teatro Maravillas. Desmayado como está por obra del calor del estío, el mundillo teatral de Madrid ha recibido así una estimulante inyección tónica; y el público, como reza mi epígrafe, una conmovedora lección de ética social, en el sentido que a esta expresión suele darse en nuestros días.

De un modo u otro, nunca la comedia ha dejado de ser «teatro social». La función que los viejos preceptistas atribuían al género cómico -el tan repetido castigat ridendo mores- llevaba siempre implícita la denuncia de una lacra pública. Quien no vea que una parte del teatro ha sido en todo momento predicación ensalzadora o correctiva -ensalzadora en Esquilo y Sófocles, correctiva en Aristófanes y Eupolis-, ése no llega a saber todo lo que el teatro es. Pero los temas y los estilos de la predicación correctiva van cambiando en el caso de la historia. ¿Cómo comparar, ya en nuestro tiempo, el «teatro social» de Oscar Wilde, o el del primer Benavente, con el de Brecht y el de Sartre? La intención reformadora de aquéllos solía limitarse a las costumbres sexuales y verbales de las llamadas «clases altas»; más amplia y radical, la de éstos tiene como tema la planetaria preocupación de la humanidad actual por la solidaridad y la justicia entre los hombres.

No han sido infieles los más recientes comediógrafos españoles a este urgente imperativo de la ética social: recuérdese el mensaje moral que en su más secreta entraña llevaban Historia de una escalera, de Buero Vallejo, y Los pobrecitos, de Alfonso Paso (a mi modo de ver, la mejor comedia de éste). Pero acaso ninguna de ellas haya abordado el tema con el vigor y la explicitud de La camisa, y en ello tiene su clave la mitad del éxito que en su doble estreno -primero en un teatro de cámara, luego en una sala comercial- logró esta feliz creación de Lauro Olmo. La otra mitad de ese éxito procedía de la indudable maestría con que el autor ha sabido dar forma sainetesca a la materia «social» y de los dos principales aciertos literarios de la pieza: los diálogos entre los adolescentes y el papel -ya no teatral, sino psicológico- de los dos cónyuges que dan verdadero nervio dramático al sainete. Sorprende un tanto a primera vista, y satisface plenamente luego, ese rudo contraste entre las dispares actitudes vitales del varón y la hembra en que La camisa tiene su eje escénico y humano. Uno y otra viven apesadumbrados por el mismo problema: su actual miseria y la escasez y la precariedad de las vías que para salir satisfactoria y definitivamente de ella les ofrece la sociedad en que existen. Difieren mucho, sin embargo, sus proyectos respectivos. Seducida por la ilusión colectiva que ha suscitado en su mundo la posibilidad de un buen empleo allende la frontera, la mujer se apresta con impaciencia a esa aventura salvadora. Terca y crudamente fiel a la tierra en que vive -y a través de ella, más allá de cualquier anécdota circunstancial, al imprescriptible derecho del hombre a vivir con decoro sobre el suelo en que ha nacido-, sólo en esa tierra quiere el marido poner su proyecto y su esperanza. La mujer, aventurera: el marido, quiescente. ¿No es esto el mundo al revés? ¿No hemos oído mil veces que la aventura es faena viril y la sedentariedad oficio femenino? ¿No fue la mujer la que, según, los etnólogos, inventó la agricultura, y con ella la posibilidad de una vida permanentemente quieta dentro del huerto familiar? Es verdad. Pero, bien mirada, la aventura que la mujer de La camisa se propone es sólo ocasional y familiar: su ámbito es un «ahora» (resolver por el momento el agobio de la privación, salir de un mal trance) y, pese al deseado e imprescindible viaje a Germania, un «aquí» (la necesidad material de su propia familia, de «los suyos»). Y, bien entendida, la irreductible quiescencia del varón es en realidad el rostro visible de una gran aventura tácita: la aventura de lograr un orden social que permita «siempre» y «por doquiera» -todo «por doquiera» es un «aquí» trascendido y universal, una Patria que se sabe parte del Orbe- la empresa de vivir con plena dignidad humana. No en vano la palabra Patria viene de pater: Vaterland, «tierra de los padres», llaman a la Patria los tudescos. Lo cual nos hace ver la virilidad y la femineidad radicales del hombre y la mujer que se aman y entre sí contienden a lo largo de las escenas de La camisa.

La camisa: un gran acierto en el orden social y en el orden psicológico. Un acierto total, si de ella se suprimiesen el inútil melodramatismo del vendedor de globos -la patente condición simbólica de éste sería mucho más eficaz tratada en scherzo, y no en maestoso- y el excesivo engolamiento con que a veces mutuamente dialogan el varón sedente y la mujer resuelta a la aventura.






ArribaAbajoManuel Villaseñor


ArribaAbajoEl arte como compañía

Un cuadro es una superficie de lienzo u otra materia, sobre la cual el pintor, mediante la extensión y la combinación de manchas coloreadas, quiere decir al espectador algo que éste podía sentir y nunca había sentido. Líbreme Dios de comentar la extremada sabiduría con que Villaseñor, menesteroso de la técnica que la intención de sus cuadros requiere, mezcla originalmente óxidos y tierras; quede esto para los críticos de pintura que de veras conozcan su oficio. Pero hombre soy, hombre añejamente apasionado por lo que en sí misma es la existencia humana, y nadie podrá negar mi derecho a escudriñar lo que a mí me dicen las poderosas y austeras manchas de color que esta colección de cuadros nos ofrece.

Para quien personalmente sabe percibir la voz que toda creación artística, lienzo, poema o sonata, lleva oculta en su seno, la obra de arte es ante todo compañía. Quien ante los cuadros que en su casa o en el museo le rodean no se sienta de algún modo acompañado, quien por la virtud de las manchas cromáticas que contempla, sean abstractas o figurativas, no advierta que él no está solo en el mundo, que el mundo es habitación y no desierto, ése será un turista o un mercachifle, no un hombre cabal. Pero no es a tal compañía -tan generosamente regalada a los ojos del alma por los cuadros de Villaseñor- a la que ahora quiero referirme, sino a otra bastante más secreta: la que el pincel magistral y el humanísimo corazón de este artista están concediendo a las desolaciones aquí pintadas.

¿Qué es una ciudad? Vedlo: una sucesión inacabable de muros lisos o desconchados, una serie de ventanas abiertas, como acaso dijera Baudelaire, a un infinito sórdido o inquietante, hombres que a lo largo de esos muros y por delante de esas ventanas pasean un menester que les pincha o una intimidad que les aísla, cruces que por ser de piedra parecen ser más cruz de lo que su forma y su símbolo las hacen ser, miradas que quieren y no pueden ir más lejos, cuerpos que caen hacia la muerte. Soledad que sordamente se exaspera hasta hacerse desolación.

Desolación, sí; mas no desolación absoluta e insalvable. Porque ante ella están ahora, yendo de lo externo a lo profundo, el pincel, la mirada y el corazón de Villaseñor. Fin definitiva, un pintor-hombre y un hombre-pintor que ha querido emplear su arte para arropar con él esa desolación, para regalarle una amorosa, sobria y viril compañía, para decirnos sin palabras que ser hombre es no estar solo, aunque a uno le rodeen áridos muros desconchados y extrañísimas miradas opacas. Sean colores, versos o sonidos los instrumentos de que su arte se vale, el verdadero artista -aunque él no lo quiera, aunque él no lo sepa- está diciéndonos con su obra que todos nosotros, unos con su riqueza o su miseria, otros con su dicha o su desventura, tenemos en él alguien que nos comprende mucho más de lo que nosotros mismos nos comprendemos; y por tanto, que nos acompaña; y en último extremo, que nuestra salvación no es cosa enteramente absurda o imposible. Tanto más si, como ahora sucede, el artista ha querido consagrar su arte a comprender, a acompañar artística y humanamente las dos desolaciones por él pintadas.

Mirad sin prisa, bien abiertos los poros del alma, estos cuadros que Villaseñor nos ofrece. Volvedlos luego a mirar, para confirmar ante cada uno la impresión que su conjunto habrá producido en vosotros.

¿No es cierto que al salir de esta sala hacia vuestro quehacer o vuestro hogar sentís más honda, más efusiva, más entera, vuestra acaso olvidada condición de hombres?






ArribaAbajoJosé Manuel Rodríguez Delgado


ArribaAbajoEl cerebro y la conducta

Después de su edición en inglés, en alemán, en ruso y en francés -lo cual ya sería motivo para una meditación más bien melancólica-, ha aparecido en castellano el libro Control físico de la mente. Hacia una sociedad psicocivilizada, del célebre investigador español José Manuel Rodríguez Delgado. En una de nuestras tertulias de casino o en uno de nuestros cócteles de sociedad se diría que Rodríguez Delgado hace «diabluras» con los monos y con otros animales; curioso modo de hablar -otro motivo para la melancólica meditación-, según el cual, para nosotros, vendría a ser cosa más del diablo que del hombre el manejo inteligente y sorprendente de las realidades de tejas abajo. Pero lo que Rodríguez Delgado hace con los monos y con otros animales no son diabluras, sino, en el mejor y más genérico sentido de la palabra, hombradas, acciones en que el hombre muestra egregiamente su condición de tal ante el mundo que le rodea. ¿No son acaso verdaderas hombradas científicas, y no pasmosas y lúdicas diabluras, la acción de gobernar experimentalmente, mediante una adecuada estimulación cerebral, la conducta instintiva y social de un grupo de chimpancés, o el hecho de conseguir, a favor del mismo artificio, que un becerro bravo embista unas veces agresivamente contra el capote de quien le cita o quede inmóvil e indiferente ante él, incluso cuando ya ha iniciado su embestida?

Pero yo no me propongo ahora describir por menudo las científicas hombradas de Rodríguez Delgado, sino glosar al galope sus graves reflexiones -graves, pero no pesimistas- acerca de las perspectivas psicológicas, sociológicas e históricas que abre a nuestra mente la manipulación del cerebro.

No, no se trata de imaginar que el jefe supremo de un Estado totalitario haga implantar microelectrodos en la sustancia encefálica de sus súbditos, para hacer que a distancia, y al servicio de lo que el tal dictador piense que es el bien de la comunidad, sean metódicamente gobernadas las conductas de todos ellos. Trátase tan sólo de considerar que el cultivo de este campo de la investigación neurofisiológica ha comenzado hace muy poco tiempo, que el progreso de la ciencia es hoy muy rápido, muchísimo más que cuando el don Hilarión de La verbena llamaba «barbaridad» a la veloz marcha de los adelantos químico-farmacéuticos, y que lo que ahora se consigue implantando microelectrodos tal vez se logre pronto mediante recursos harto menos traumatizantes. Un montón de tremebundas interrogaciones se levanta, con sólo contemplar tal posibilidad, en el espíritu menos inquisitivo. Cuando esto haya acontecido, ¿cómo habrá que entender la libertad personal del hombre, y cómo ésta podrá ser ejercitada? Si la perspectiva de la guerra no llega a borrarse del porvenir de la humanidad, ¿qué podrá esperarse -o temerse- del empleo de ese poder, después de haber visto cómo en los países a la cabeza de la civilización se ordenaban tan fríamente las matanzas de Ausschwitz, o las de Katyn, o las de Hiroshima y Nagasaki? Y si para el ejercicio del mando sigue pareciendo a veces cosa necesaria la reducción de los discrepantes al silencio civil, ¿qué no serían capaces de hacer ciertos gobernantes con ese fabuloso recurso técnico entre sus manos?

Rodríguez Delgado, que entre nosotros está prosiguiendo sus tan importantes y fascinantes investigaciones, confía en la humanidad, excluye, aunque sin panfilismo y sin inconsciencia, la amenaza de tan catastróficas posibilidades, y espera -como todos esperamos que la energía atómica sirva para iluminar las ciudades y no para aniquilarlas- que el control físico de la mente contribuya en el futuro al logro de una sociedad más psicocivilizada que la psicoincivil sociedad actual. Con él quiero estar yo, y con este deseo le aliento desde estas columnas a proseguir animosamente sus hombradas científicas entre tantos y tantos compatriotas nuestros que van a seguir llamándolas diabluras.






ArribaAbajoFederico Sopeña


ArribaAbajoCantar la verdad

Federico Sopeña -musicógrafo, gran escritor, próximo sacerdote y varón claro y cordial- hizo poco tiempo atrás dos cosas de bien, inconexa apariencia: me regaló una bella edición de la Summa Theologica y dio a las prensas un pequeño libro sobre el músico Joaquín Rodrigo. ¿Cabe hallar, bajo la aparente inconexión de estos dos hechos, cierta unidad profunda, aunque sólo sea de estilo? ¿No habrá, por ventura, una entrañable semejanza entre el estilo de regalar a un amigo una Summa Theologica y el estilo con que ha sido concebida y escrita esta incitante biografía de Joaquín Rodrigo? Y, para que el interrogatorio sea completo: ¿no será esa semejanza estilística, si la hay, la clave del personal modo de ser del hombre Federico Sopeña? No por ejercitarme en el arte de buscar los tres pies de un gato, sino por definir una de nuestras personas de más pro -en cuanto una persona, sea de pro o de contra, puede ser humanamente definida-, voy a intentar el hallazgo de una respuesta.

La transparente y honda armonía que la mente de santo Tomás supo hallar entre la verdad, el bien, y la belleza de los seres, le llevó a esta hermosa concepción del bien obrar: veritatem agere, «hacer la verdad». Obrar bien es dar activa patencia a «mi» propia verdad, en cuanto esa verdad mía está ordenada por la inteligencia divina, es decir, por «la» verdad: háblase de la verdad de la vida -explica santo Tomás- cuando el hombre «cumple en su vivir personal aquello a lo cual está ordenado por la inteligencia divina». Obrar bien es ser a la vez auténtico y justo. Enseñó también santo Tomás que el bien es difusivo de sí mismo: bonum diffusivum sui. De lo cual resulta -puesto que la verdad es la razón del bien- que vivir bien es ir difundiendo con la propia vida la propia verdad, en cuanto esta verdad propia es un destello de la verdad total y absoluta.

No otra cosa es la vida, del hombre que me ha regalado una Summa y ha escrito acerca de Turina y Rodrigo. Sopeña, tomismo en acción -observad que no digo «tomista de acción»-, vive difundiendo generosamente su verdad y esforzándose, no menos generosamente, en ser fiel con ella a la verdad. Por eso ofrece a sus amigos ejemplares de la Summa, y escribe de continuo sobre los músicos y la música; por eso, siendo mayor de edad, decidió un día cambiar Madrid por el Seminario de Vitoria.

Sopeña escribe de música con espíritu de misión, porque sabe que no hay música verdaderamente bella si no levanta hacia Dios el alma, de los hombres; aunque ese Dios sea más de una vez el oceánico Dios del panteísmo. Esta concepción misional de la musicografía -¿recordáis, por ejemplo, aquel bellísimo artículo de Sopeña sobre el violín del cardenal Newman?- denuncia su deliberada fidelidad a la verdad. Pero el servicio a la verdad no sería completo si nuestro Federico no lo cumpliese haciendo patente su propia verdad, mostrando de continuo su personal modo de entender y discernir la belleza musical. ¿Cuál es, entonces, la verdad más propia del hombre y musicógrafo Federico Sopeña?

Escribir, amigos, es hacer confesión pública, y más cuando uno es tan difusivo de sí mismo como este buen Federico, tomismo en acción. Elogia Sopeña el arte con que Joaquín Rodrigo sabe llegar por la sensibilidad a la inteligencia; afirma en otra página, con Valéry, que en el fondo de todo pensamiento hay un suspiro; termina su libro sobre Rodrigo, diciéndonos que él, Federico Sopeña, no sabe ni quiere saber de «terceras dimensiones con equilibrio entre el corazón y el pensamiento». Este es Sopeña: no un hombre en quien se equilibren, como dos potencias adversas e igualadas, un corazón y una inteligencia, sino un corazón que se esfuerza por hacerse pensamiento y un pensamiento que no descansa si no descubre en su raíz un cántico o un suspiro. En su persona, tomismo hecho vida, no se equilibran el corazón y la inteligencia: antes se incluyen mutuamente, como santo Tomás enseñó: voluntas et intellectus mutuo se includunt; porque -añadía- «el intelecto entiende a la voluntad y la voluntad quiere entender al intelecto».

Sí, éste es el hombre y musicógrafo Federico Sopeña. Ni la música ni la vida son para él puro sentimiento o descarnado silogismo. La vida es un caliente y apasionado ir haciendo la verdad, un ars pro veritate agenda; la música es una bella procesión de sonidos, a través de cuya belleza transparece -torcida o confusamente a veces, porque los hombres no son arcángeles- la absoluta verdad y la belleza suprema de Dios. Si vivir bien es veritatem agere, «hacer la verdad», componer y ejecutar buena música será veritatem canere, «cantar la verdad». ¿No dijo san Agustín que Dios es un ineffabilis modulator, el «inefable tañedor» de este magno cántico que con tan maravilloso acorde cantan, a través de dolores y tropiezos, el mundo visible y la historia de los hombres? Este es Federico Sopeña, cantor de la verdad y verificador del canto. Todo ello ejercido como el poder de los antiguos reyes: por la gracia de Dios.






ArribaAbajoLuis S. Granjel


ArribaAbajoBodas de fina plata

Veinticinco años han pasado, Luis, desde que con usted felizmente se rompió el exclusivismo centralista que hasta entonces había ordenado la enseñanza de nuestra común disciplina universitaria. Por vez primera, en efecto, iba a enseñarse Historia de la Medicina en una Universidad de las que los funcionarios madrileñistas llaman «de provincias» -expresión que siempre me ha parecido odiosa-, y no por azar fue ésta la de Salamanca. No por azar: porque en la Salamanca universitaria sigue operando el prestigio de su nombre, a pesar de todos los pesares, y porque entonces la regía Antonio Tovar, de quien partió la iniciativa oficial que hizo posible ese feliz acontecimiento. Después de haber tenido la suerte de presidir el tribunal de las oposiciones que votó el acceso de usted al «sacro estamento del profesorado», como le llamó el joven Nietzsche, cuando le hicieron profesor de Basilea, déjeme tener también la de celebrar públicamente sus bodas de plata con la cátedra.

No lo haría en estas páginas, ceñiría el ámbito de mi celebración a la pequeña cofradía que formamos usted, yo y nuestros compañeros de oficio, si su llegada a la cátedra y su obra en ella a lo largo de veinticinco años no tuvieran, como efectivamente tienen, una importancia que trasciende las fronteras de nuestro grupo profesional y llega -debe llegar- al que constituyen todos los españoles cultos. Le diré cómo entiendo yo las razones de mi aserto, no porque usted las ignore, sino para que las conozcan cuantos lean esta carta abierta.

Un punto de historia. Al término de sus oposiciones, me permití hacerle una sugestión: que consagrase la parte principal de su actividad científica al estudio de la historia de la medicina española. Como en tantos campos de la vida intelectual acontece entre nosotros, en éste casi todo estaba por hacer. Después de los tan imprescindibles, pero tan insuficientes repertorios de Morejón y Chinchilla, y dejando a salvo pocas excepciones, sólo muy parcial y sólo de tejuelos, índices y anécdotas ha sido durante casi siglo y medio el conocimiento que los españoles más cultos, médicos y no médicos, tenían del pasado de nuestra medicina. Y sin saber lo que la enfermedad ha sido y ha significado para los hombres de España, y cómo la han combatido, y quiénes fueron los que técnicamente tenían a su cargo ese combate, y qué vieron, pensaron e hicieron en el trance de librarlo, y cómo el hecho de la enfermedad y el dolor de sufrirla se han entretejido con el resto de los momentos integrantes de la vida histórica, religión, ciencia, política, economía, literatura y costumbre popular; sin saber todo esto con una precisión mínima, ¿puede aspirarse a un conocimiento cabal de nuestra historia, y por tanto de la realidad y el modo de nuestra existencia colectiva sobre el planeta? Pues bien: usted tomó muy en serio mi sugestión, y durante veinticinco años, con su diario trabajo personal y el de un buen número de doctorandos, se ha puesto en condiciones de dar respuesta adecuada a esa exigente pregunta.

No otra cosa va a ser, a juzgar por los dos volúmenes que de ella han aparecido hasta ahora, los correspondientes a los siglos XVII y XVIII, la magna Historia de la Medicina Española en que usted ordena y compendia el resultado de su labor de cinco lustros; libro con el cual completarán los historiadores generales su visión global de nuestro pasado, conocerán los médicos, más allá de tejuelos, índices y anécdotas, la obra de los hombres a quienes como tales médicos ellos continúan, y podrán los españoles cultos contemplar, exenta de mitificaciones y de vituperios, a la clara luz de la verdad bien documentada y bien expuesta, una parcela de nuestra vida pretérita de que sólo vaga noticia tenían. Por esto dije antes que la celebración de sus bodas de plata con la cátedra no es simple incumbencia de quienes componemos nuestra cofradía médico-histórica, sino obligación estricta de todos los que en este país -¿por qué la consabida fórmula de Larra ha de venir una y otra vez a los labios y a las plumas?- saben y quieren leer y pensar.

Salamanca tiene con usted doble deuda de gratitud. Hállase en primer término, desde luego, la determinada por su obra académica y científica; no es cosa de todos los días ni de todos los años tener como docente universitario y como fidelísimo vecino una persona que haya hecho en su cátedra lo que ha hecho usted. Mas también debe contar, y esto lo saben muy pocos entre los visitantes de su ciudad, e incluso entre los residentes en ella, la que usted se ha granjeado como recuperador, no cabe otra palabra, de esa joya arquitectónica que es el Palacio de Fonseca. Quienes admiran su patio, acaso el más hermoso de España, y se complacen con la esbelta, delicada belleza de su capilla, ¿tienen acaso idea de que se debe a usted, al inteligente y laborioso celo de usted, la restauración del conjunto a que pertenecen, tras tantos y tantos años de arruinante abandono? Salmantinos y no salmantinos le somos deudores, por otra parte, de lo que para la cabal integridad de nuestra conciencia hispánica ha escrito usted y va a seguir escribiendo. Con todo lo cual, Luis, figúrese mi alegría recordando públicamente que hace veinticinco años tuve el acierto de votar su ingreso en el cuerpo de los enseñantes españoles, tan vituperado y tan variopinto, pero, qué caray, tal vez bastante más lúcido que muchos otros -otra vez Larra- de este país nuestro.






ArribaAbajoNéstor Luján


ArribaAbajoEl mundo en Barcelona

Varias son las razones, querido Néstor, en cuya virtud ha ido creciendo dentro de mí el proyecto de escribirte la carta que hoy te escribo; en primer término, mi cada vez más viva admiración por la riqueza, la rareza y la finura de los múltiples saberes -históricos, literarios, folklóricos, psicológicos- que con tan hábil pluma de periodista una y otra vez llevas a las revistas en que colaboras. Cuento con los dedos de una de mis manos el número de nuestros periodistas profesionales capaces de hacer otro tanto, e ignorando como ignoro si Álvaro Cunqueiro es o no es miembro oficial de la cofradía periodística, me encuentro con que para mi cómputo me sobran dos o tres de esos dedos. En resumen: que si no te han hecho todavía «periodista de honor», no será porque tú no estés demostrando ser, semana tras semana, «honor de los periodistas».

Varias han sido tales razones: lo repito. Una es, sin embargo, la que por fin me ha movido a cumplir mi cosquilleante y nunca cumplido proyecto: el reciente artículo con que tan gallardamente te opones a la utilización oportunista -a la manipulación, como ahora es tópico decir- de una de las cabeceras periodísticas más nobles y prestigiosas en la historia de nuestra prensa, e incluso en la de toda la prensa europea; esa que desde 1917 hasta 1936 decía El Sol. Son tan claros y convincentes tus argumentos, que añadir algo a ellos resultaría faena ociosa. Pero acaso no sea empeño inoportuno el de poner tu denuncia dentro del contexto a que histórica y políticamente pertenece: nuestro detestable hábito de emplear en provecho propio, aunque sea falseando o recortando lo que le otorga su fundamento real, el prestigio actual de personas o de instituciones del pasado.

Tres son, alguna vez lo he dicho, los modos cardinales de situarse ante una institución o una persona a la vez pretéritas y prestigiosas: la beatería, la admiración leal y el vampirismo. Consiste la beatería en poner los ojos en blanco ante aquello que se venera; por tanto, en no verlo realmente, porque con lo que uno ve no es con lo blanco de sus ojos, sino con lo negro de ellos. ¿Cuántas beaterías por Menéndez Pelayo, valga este ejemplo, han tenido como base el desconocimiento de lo que Menéndez Pelayo realmente fue? Llamo admiración leal a la que se esfuerza por ser pulcramente fiel a la integridad de aquello, persona o institución, de que emana y sobre que se proyecta. Yo admiraré lealmente a Unamuno, verbi gratia, cuando para estimarle tenga en cuenta todo lo que Unamuno fue, desde el poeta de El Cristo de Velázquez hasta el autor de las dos cartas que su amigo el escultor Quintín de Torre de él recibió en noviembre-diciembre de 1936. Vampirismo, en fin, es la deliberada utilización de lo que en la persona o en la institución de autos conviene a determinados fines, y sólo de ello. En definitiva, hacer lo que hacen los más acreditados vampiros, esos que tú, Néstor, tan detalladamente has mostrado conocer; chupar la sangre de sus víctimas y abandonar sus huesos.

Dígaseme ahora si desde hace algunos decenios no venimos practicando tal vampirismo con una parte de nuestro pasado. Vampirismo se ha hecho con Jovellanos, con Giner de los Ríos, con Maragall, con Unamuno, con Antonio Machado, con Juan Ramón Jiménez, con Ortega, con Marañón, con...

En pleno vampirismo sobre el inmenso prestigio de Antonio Machado estamos ahora. Este sería el insuperable poeta de Soledades y galerías, de Soria, de Leonor muerta y hasta, concediendo un poco, de Campos de Castilla. Desde luego; y como no me duelen prendas, Néstor, te diré sin rodeos que ése es para mí el mejor Antonio Machado. El mejor, sí, pero no el único, como para tantos de sus actuales panegiristas de ocasión -vampiros, si con deliberación así proceden- una y otra vez está siendo; porque el mismo poeta que compuso esos maravillosos versos es el que escribió los versos y las prosas posteriores a 1936; véanse unos y otras en la cuidada edición de Aurora de Albornoz y Guillermo de Torre. Prescindir de esta parte de la obra de Antonio Machado a la hora de la conmemoración y el elogio equivale a convertir a su autor en la suma heterogénea de dos entes, un delicadísimo, soberano poeta y el monstruoso y vitando autor de ciertas páginas que conviene desconocer u olvidar, so pena de aproximarse peligrosamente a la jurisdicción del TOP. No. Como el propio don Antonio diría, recuérdese el estremecedor «¡Muera Caín y viva el Cristo!» de una de sus cartas a Unamuno, «¡Muera el vampirismo y viva la admiración leal!». La cual, apuntado queda, no consistirá en poner los ojos en blanco ante el poeta, ni en decir amén a todo lo que como escritor nos dijo, sino en descubrir la unidad profunda que bajo tantas vicisitudes intermedias existe entre el «poeta de Soria» y el «poeta de Rocafort» -o «el de Collioure»-, y en mostrar luego que ese hombre fue de por vida y a la vez un príncipe de la poesía, un gran señor de la ética y, en no pocas ocasiones, un fino zahorí para la comprensión de nuestra sociedad y nuestra historia. Lo demás, querido Néstor, es puro vampirismo. El mismo que tú, sin darle tan terrorífico nombre, has sabido denunciar en el propósito de sacar a estas alturas y con esas publicitarias intenciones un periódico titulado El Sol.

Cuidado: no es que yo me solidarice incondicionalmente con todo lo que El Sol hizo y en El Sol se escribió; es tan sólo que, como tú mismo, sólo movido por una leal admiración a lo que ese diario fue, quiero evitar que con su altísimo prestigio se lleve a cabo un acto de vampirismo histórico. «Que no me lo toquen», dirán todavía muchos españoles ante la anunciada e interesada utilización del famoso título. Para mí es como si entrasen a saco en mi propia infancia. Siendo niño vi sobre una pared de Soria el cartel que anunciaba la aparición del periódico, un gallo lanzando al aire mañanero su quiquiriquí, desde niño lo leí y como niño tomé parte en uno de sus concursos. Debió de ser el año 1919. La pregunta en cuestión decía «¿Cuáles son el mejor actor y la mejor actriz del cine actual?», y niño había que ser para tener derecho al envío de una respuesta. Yo dije: «Charlot y Francesca Bertini.» ¿Movido sin saberlo por el prestigio residual de un modernismo tardío? El hecho es que para acertar había que decir «Charlot y Perla Blanca» -la estética cinematográfica de El Sol no era modernista, sino noucentista, apostillaría Xènius-, y que yo me quedé sin premio.

Más cosas quisiera que te llevase mi carta, Néstor. Por lo menos, un deseo y una petición. El deseo: que con el tiempo, con no mucho tiempo, se resuelvan satisfactoriamente tus diferencias con el actual Destino. Desear que se entiendan entre sí personas cuyas aspiraciones tanto coinciden, ¿es ambición excesiva? Desde luego que no; pero en nuestro país tal vez sea ambición candorosa. La petición: que cuanto antes solicites del director de nuestra común revista la conversión de tu sección «Sobre mesas» en una semanal «Carta desde Barcelona». No me disgusta la erudición gastronómica, y menos cuando tan bien contada y glosada está, pero considero muy preferible que un hombre como tú diga semanalmente a los españoles lo que en tu ciudad pasa. ¿Mucho pedir? Pues, en tal caso, venga aquí gastronomía literaria por lo fino y sigan viniendo donde sea esos artículos en que tan donosa y sugestivamente brillan tus múltiples, exquisitos, insólitos saberes. Y la paz. Quiero decir, naturalmente, la verdadera paz.






ArribaAbajoMiguel Delibes


ArribaAbajoCayo y Víctor

Te veo poco, Miguel, sólo cuando alguna vez te decides a bajar del Pisuerga al Manzanares, para asomarte a las sesiones de la Academia; y el carácter tonificante que para mí tiene esa esporádica aparición tuya por la calle de Felipe IV es la primera de las razones del «poco» que acabo de escribir. Traes contigo una fresca bocanada de aire campestre; vas regalando a todos jovialidad escéptica y zumbona, la ironía del castellano viejo, cuando sabe ser cordial; insistes una vez más en que a las venas de aquella Casa hay que llevar sangre joven, porque la edad media de los que allí nos congregamos, cualquiera que sea la lozanía de nuestra mente, es hoy demasiado alta; sacas luego de tu bolsillo un puñadito de cédulas manuscritas, y durante algunos minutos llenas de pájaros y peces, antigua y virginalmente nombrados, el aire penumbroso de la sala de trabajo. Al margen de lo que la amistad pida, ¿no es suficiente todo esto para desear más frecuentes tus escapadas hacia Madrid?

No es éste, sin embargo, el motivo principal de mi carta; porque lo que con ella quiero es someter a tu consideración algunas reflexiones exegéticas acerca de tu tan leído y comentado relato último, El disputado voto del señor Cayo; reflexiones cuyo resultado acaso sea un poco distinto del que tópicamente va corriendo por ahí, y en algún caso ha llegado a la necedad de personificar en tu señor Cayo la masa de los que en las recientes elecciones municipales se han abstenido. O, por otra parte, a la inepcia de confundir con la suya tu personal visión del mundo. Tú me dirás si acierto o yerro.

El escritor, he afirmado yo alguna vez, es un hombre que mediante la imaginación y la palabra recrea la realidad para salvarla. La salva de esa suerte de aniquilación que es el olvido. La salva para que de algún modo siga siendo -con otros términos: para que en alguna forma pueda cumplir la «tendencia a perseverar en el ser» que el filósofo Spinoza veía en la raíz de todo lo real-, y para que algo de ella, lo mejor, en el caso óptimo, llegue a ser en el lector una parte de lo que ella todavía puede ser, si su existencia es presente, o de lo que antaño pudo ser, si es pretérita. Aunque el escritor, a la manera de Quevedo, a la de Valle-Inclán, o a la menos aparatosa de tus Cinco horas con Mario, se vea obligado a destruir con el sarcasmo, la ironía o la denuncia lo más aparente, deleznable o corrupto de aquello que con su relato intenta salvar. Qué lección imperecedera, a este respecto, la de Cervantes ante, el trío Rincón-Cortado-Monipodio.

Así veo yo tu pintura literaria del señor Cayo. La indudable simpatía con que su retrato ha sido pintado, ¿indica que tú propones a los españoles una sociedad compuesta de señores Cayos? La visión del homo ruralis hispanicus que nos presentas, ¿es acaso un trasunto castellano y actual del Pablo y la Virginia de Bernardino de Saint-Pierre? ¿Es tu novela -otra vez- la rusoniana proclama de un retorno del hombre a la naturaleza? No lo creo. Ante todo, porque el señor Cayo no es «hombre en estado de naturaleza», como los que seudoteológicamente inventaron Rousseau y los románticos, sino «hombre en estado de intrahistoria», como los que hispánicamente describió nuestro Unamuno; tema este que bien merecería más reposada consideración. Y también porque la existencia y el entorno del señor Cayo distan mucho de ser dulce y añorado arrope. Para quien sepa leer, ahí está el leve toque cuasitrágico que componen la mujer muda y el suicidio de Paulino. No: la figura del señor Cayo no es la encarnación humana de un paraíso perdido o un residuo mesetario del mundo cántabro de Peñas arriba; es la salvación literaria de un componente de la vida del hombre -su relación directa con la naturaleza- que la técnica actual y la actual organización de la sociedad están poniendo en grave peligro. Basta añadir a esto tu honda afición a la caza y la pesca, tu condición de violento amante del campo por lo que el campo naturalmente es, no por lo que económicamente produce, y tendremos íntegra la clave de la simpatía con que nos has presentado la entre cazurra e ingenua persona del señor Cayo.

«Hemos ido a redimir al redentor», dice el candidato Víctor, como para resumir la experiencia de la porfía de los suyos por el voto del señor Cayo; y olvidando que Víctor habla beodo, o acaso dando por bueno que los beodos, como los niños y los locos, son los que dicen las verdades, en tal sentencia quieren condensar algunos la secreta filosofía política del autor del relato. No lo creo. Porque tú, Miguel, sabes muy bien que la vida social del hombre es y tiene que ser quiéralo él o no lo quiera, naturaleza, intrahistoria e historia; por lo cual el señor Cayo sólo a medias -sólo respecto de la mitad de cada uno de nosotros que debe ser y no es naturaleza e intrahistoria- puede constituirse en inconsciente redentor. El redentor completo, el hombre que en verdad puede sacarnos de este vivir alienante y alienado en que tantas veces nos ponen nuestras ciudades, ¿no será más bien el que resulte de combinar o fundir lo que el señor Cayo es sin saberlo y lo que, sin dejar de ser él, Víctor querrá ser después de haber conocido al señor Cayo? Que tú, Miguel, con tu querencia por la porción que aporta el señor Cayo, y yo con la mía por lo que allega lo mejor de Víctor, pero sin olvidar que ninguno de los dos puede redimir por sí solo, conozcamos un cachito de historia en que la realización de ese ideal vaya siendo posible, o así nos lo parezca. Éste, éste es nuestro problema.






ArribaAbajoElena Quiroga


ArribaAbajoLa hondura del presente

Si uno puede o no puede ser profeta en su patria, que lo discutan los que vienen esforzándose por saber lo que es el profetismo, cosa bien distinta, desde luego, de la futurología. Pero que en su patria puede uno ser zahorí, veedor de cosas ocultas, eso, querida y admirada Elena, nadie que haya leído tu Presente profundo podrá negarlo. Tres patrias principales tiene el hombre, quiéralo o no lo quiera: la patria de la tierra y del idioma (o de los idiomas, cuando se ha nacido en el solar de Rosalía y doña Emilia); la patria del tiempo, ese fragmento de la historia de la humanidad y de la historia del país propio al cual, unas veces con arregosto y otras con amargura, uno debe llamar suyo; la patria, en fin, o la matria, si se es mujer, a que inexorablemente hace pertenecer, con aquiescencia o con protesta del interesado, según los casos, el sexo que a uno le haya tocado en suerte. Pues bien, Elena: para mí, la clave más central de esa gran novela tuya, que claramente lo he visto al releerla, se halla en el feliz y penetrante modo con que respecto de esas tres patrias has logrado ser zahorí. Dicho lo mismo con otras palabras: en el modo feliz y penetrante con que novelescamente has justificado el título de tu relato.

Presente profundo; estupendo título. Cosa trivial es decir que la vida del hombre es una continua sucesión de presentes fugaces. Unos inadvertidos, porque, en ocasiones, de tal manera vivimos absortos por lo que nos rodea, alterados, diría Ortega, que ni siquiera la fugacidad del presente llegamos a sentir. Otros superficiales, porque superficial es la vida -la zona de nuestra vida- que al mirarnos a nosotros mismos vemos entonces transcurrir. Pero hay trances de nuestro existir, acaso pocos, porque nunca es fácil y cómoda la existencia en profundidad, en los cuales nuestro presente es de veras profundo, bien cuando advertimos que ese presente en alguna medida va llevando hacia un no-ser parte de lo que somos -el presente desde el cual Virgilio escribió su fugit irreparabile tempus, y compuso Quevedo uno de sus más patéticos versos: «ay, cómo te deslizas, edad mía»-, bien cuando en él y a través de él buceamos en el hondón de nuestra propia realidad, como buscando lo que le da verdadero fundamento.

A mi personal modo de ver, ésta es, Elena, la profundidad del presente a que tu novela se refiere, y hacia ella penetra tu triple mirada de zahorí, la sutil indagación de Presente profundo en tu triple patria. En la patria de tu tierra, porque a través de tres personajes, de tres personas, Daría, Blanca y Marta, nos has mostrado tres de los actuales modos de existir sobre ella. En la patria de nuestro tiempo, porque unas concisas, lapidarias palabras de Marta a Rubén expresan el más íntimo nervio del vivir de tantos, de muchos de los hombres de hoy, hartos de soñar una edad de oro en el pasado, al modo romántico, o de proyectarla hacia el futuro, al modo revolucionario: «Hoy es todo.» En la patria de tu sexo, porque esas tres mujeres, Daría, Blanca y Marta, representan o encarnan -encarnan, más bien, porque bajo su aparente estilización son entes de carne y hueso- otras tantas líneas arquetípicas de realizarse la femineidad.

Daría: la pobre mujer pobre que vive en esforzado sacrificio permanente hasta que un día, desde los senos de su melancolía involutiva, así llaman los psiquiatras a su estado, mira en profundidad su propio presente, se pregunta «¿para qué?», no obtiene respuesta alguna y camina impávida mar adentro, hasta que el agua salobre le inunda los entresijos del pecho y su cuerpo se hace un bulto zarandeado por las olas. ¿Acaso no es ésta la última razón del suicidio de Daría? «Fue víctima de una melancolía involutiva», dirá el médico con su ciencia de libros y clínicas. Cierto, muy cierto. Pero ¿por qué unas de tales melancólicas se suicidan o intentan suicidarse, y otras no? ¿Y por qué sin esa melancolía hay seres humanos que no quieren vivir, y otros que tenazmente se adhieren a la vida? En el dramático presente profundo de Daría, enigma y enigma.

¿Y no hay también enigma en el de la sofisticada y exquisita Blanca, desesperada porque ya tiene todo lo que puede esperar y porque no sabe esperar lo que aún no tiene? Como tantos de los actuales hijos de Adán, háganse o no se hagan cuestión de ello, y se diviertan oyendo discos de Vivaldi o bebiendo el vino de las tabernas, Blanca vive día tras día saciando deseos que no llevan dentro de sí una esperanza, la que sea, en algo que trascienda los límites de lo deseado. Tal es la razón por la cual, ahora sin melancolía, sólo con lucidez implacable, muerte y no vida es lo que esta criatura humana descubre en lo más secreto de su presente profundo.

«Hoy es todo», dice Marta a Rubén en un diálogo confesional. Para Daría y para Blanca, sí, y por eso mueren como mueren. Mas para ella, para Marta, no, aunque sea ella la que enuncia esa tajante y actualísima sentencia. Para ella, no, porque se siente íntimamente desvalida y descubre que la afirman en su realidad cuando la llaman por su nombre, y porque ese mismo desvalimiento suyo la lleva a percibir, aun sin pensarlo, que no es posible un «todo» si después del «hoy» no hay un «mañana»; en definitiva, porque su alma no está sintiendo lo que su mente piensa y su boca dice.

Deficiente vida real, temblorosa vida posible hay en la profundidad del presente de Marta. ¿No es cierto, Elena, que esa manera de vivir el «hoy es todo» es la clave de cuantos, egregios o vulgares, avisados o ingenuos, vida y no muerte vemos o adivinamos en los sucesivos presentes profundos de nuestra carrera por el mundo?






ArribaAbajoFernando Lázaro


ArribaAbajoEl decir de la palabra

Desde que oí en la Academia Española tu discurso conmemorativo de Quevedo, ando deseoso, querido Fernando, de decirte con mi agradecimiento de oyente cómo mi vocación de logófilo, de amante de la palabra, quedó removida y enriquecida por tu sutil y penetrante buceo en el mundo verbal del gran don Francisco. Porque logófilo soy desde que tengo uso de razón -ya de mocete, pocas cosas me deleitaban tanto como contemplar la entraña y conocer el pedigrí de las palabras-, y como logófilo en ejercicio te conocí y he sentido nacer mi amistad contigo.

Para bien de los españoles, tú, además de logófilo, eres filólogo, y en la línea de tantos de los nuestros, desde Cejador por la vía del arrebato a lo que salga, Unamuno por la de la intuición poética y Menéndez Pidal por la de la serena sabiduría, lo eres sin olvidar en ningún momento lo que la palabra representa en la vida del hombre, más aún, haciendo de ello la clave central de cuanto sobre las palabras pueda luego decir la ciencia objetiva. Explicando su modo de entender el coloquio con el enfermo, escribe Freud: Saxa loquuntur, expresión, pienso yo, que bien podría ser el mote de los arqueólogos, porque ellos son los que hacen hablar a las piedras. Pues bien, pienso igualmente que no sería descabellado, por parte de los filólogos como tú y como los dos actuales Néstores de nuestra filología, Dámaso por el lado romántico, Antonio por el clásico, adoptar como lema de vuestro oficio una sentencia homologa: Verba loquuntur, «hablan las palabras». ¿Redundancia? De ningún modo. ¿Acaso no hay valiosísimos, imprescindibles filólogos y lingüistas para los cuales las palabras se limitan a ser y sonar, y apenas pasan a decir y hablar? Pero dejémonos de digresiones y vengamos al tema de mi carta.

Si no te entendí mal, tu explicación del prodigio verbal que es la obra literaria de Quevedo viene regido por tres esenciales momentos interpretativos: las pautas que impone y los recursos que ofrece la lengua en que él se formó y expresó, nuestra lengua; la singular genialidad de su mente para la multiforme utilización y el fantástico desarrollo de esas posibilidades; una situación histórica en la cual, al posible cansancio del llano uso normal del idioma, ese que tan altamente ilustraron los dos fray Luises y Cervantes, se unía una grave dificultad sociopolítica para decir cosas a un tiempo importantes y conflictivas. Apoyado en lo que para él era recurso y pasión, espoleado tanto por la dificultad ambiente como por su indomable afición a «decir verdad», este fenomenal escritor hizo de sus dotes idiomáticas arma y refugio, para la fin, impotente frente a un mundo al que tanto amaba y despreciaba, de él ser víctima. Dos espléndidas frases tuyas retengo de tu análisis. Una: «La palabra exacta devuelve exactitud a las cosas» (especialmente a las maltratadas por la lengua degradante de los seudocultos). Otra: «Las palabras engañan, pero, a la vez, alumbran la verdad» (pueden engañar porque todas quieren decir muchas cosas; alumbran la verdad, porque sólo en ellas puede tener la verdad su casa).

Las palabras alumbran la verdad. ¿Qué verdad? Por lo pronto, claro está, la que para todos dicen: sólo diciendo «nieve» hacemos verdadera y mostramos como verdad a la nieve. Mas también la verdad sobreañadida que infunde en su molde sonoro quien adrede las usa, y más aún, como el inigualable Quevedo, quien adrede las inventa o las combina. Tomasas, cornicantanos, quintainfamias, dátiles-quítales, pelijudas, frailes de leche, novillos de legítimo matrimonio... Qué cautivador torrente inagotable. Las palabras nos enseñan lo que son las cosas nombrables y -como preludiando una situación en que se hará patente omnia in omnibus- nos descubren parte de lo que las cosas pueden ser. Tú lo apuntas, Fernando, y este apunte tuyo te hace deudor de otro estudio: uno en que pasando de la palabra-juego y la palabra-arma a la palabra-abismo, nos hagas ver con análoga lucidez cómo en las que integran los más fulgurantes versos de este enorme poeta -«soy un fue, y un será, y un es cansado», «escucho con los ojos a los muertos», «polvo serán, mas polvo enamorado», «qué gloria, que el morir de amar naciese», «amo a la vida con saber que es muerte», tanto más- se unieron peregrinamente el sentidor y el decidor, el utopista y el desengañado.

Pero las palabras, ¿pueden decirlo todo? Escribió Ortega en sus últimos años: «Y luego habrá quien diga: Vamos a hablar en serio de tal cosa. ¡Como si esto fuese posible!; Como si hablar fuese algo que se puede hacer con última y radical seriedad, y no con la conciencia dolorida de que se está ejecutando una farsa -farsa, a veces, noble, bien intencionada, inclusive santa- pero, a la postre, farsa! Si se quiere de verdad hacer algo en serio, lo primero que hay que hacer es callarse.» Gran verdad, enorme verdad. ¿Toda la verdad? No lo creo, y es posible que Quevedo, el Quevedo que con tu exégesis tan felizmente has contribuido a desvelar, tampoco lo creyera. Ni acaso el propio Ortega, decidor tan egregio. Porque cuando se sabe que toda palabra auténtica nace del silencio y tiene que morir en él, y cuando con ella se dice la verdad común que en ella hay y una parte de sus múltiples verdades posibles, y cuando por vocación y por oficio se desentrañan y definen las palabras para lograr que con ellas se entiendan los hombres como entre sí deben entenderse, entonces, Fernando, aunque conozcamos los límites de nuestro empeño y con lúdica ironía los aceptemos, ¿no es cierto que en alguna medida se afirma y crece en nosotros la dignidad de la condición humana, condición que sólo hablando y callando puede ser ella misma? A la palabra, pues. Después de haberte oído, y desde el tajo de nuestro común quehacer y nuestra amistad, una quiero decirte: «gracias». La cual, según el diccionario que nos reúne y ocupa, es «una expresión elíptica con que significamos nuestro agradecimiento por cualquier beneficio que se nos dispensa».






ArribaAbajoJosé María Valverde


ArribaAbajoAquí y más allá

No sé si para crédito o para descrédito de la tesis antropológica que nos enseña El retrato de Dorian Gray, ante mí tengo, José María, esa estampa tuya de cosmonauta en vísperas de lanzamiento, con que Editorial Planeta decora y autentifica tu todavía reciente Azorín. Recuerdo aquel Valverde de Hombre de Dios: un mozo poco más que adolescente, puro, sabelotodo, radicalmente ingenuo e incipientemente irónico, que de la mano de Dámaso Alonso acababa de penetrar con voz personalísima y derecho indiscutible en la turris eburnea de nuestra poesía. 1947. Tú ibas hacia la vida histórica con unas creencias seculares melladas ya por la realidad misma y por la inteligente ironía con que sabías contemplarla. Yo volvía de aquélla, sintiendo en mí, bajo forma de desengaño, las primeras avanzadas de una ulterior desesperanza. Curioso, significativo cruce entre una idea indecisa y un regreso descorazonado. Luego, tu cátedra de Estética y tu creciente prestigio universitario en Barcelona. Poco después, una estupenda frase tuya que debe quedar -miserables de nosotros, si no queda- en los anales de nuestra epigrafía y en la historia de nuestra moral: «Nulla aesthetica sine ethica.» A continuación, tu esforzada e inútil brega por vivir de tu trabajo privado en el seno de una sociedad tan ruin como invidente. Más tarde, tu tránsito dulceacibarado por la engrupida Universidad de Virginia y tu inmediato traslado a la canadiense de Trent, entre hielos y bosques que desde esta ribera del Atlántico, un poco a lo Dufy, vemos moteados de rojo por las guerreras de la Policía Montada. Y en 1971, ayer mismo, hoy mismo, los dos libros en que ese cosmonauta en vísperas de lanzamiento expresa poética y críticamente la ocasional situación de su alma: Enseñanzas de la edad y Azorín.

1947, veintiún años: Hombre de Dios, 1971, cuarenta y cinco años: Enseñanzas de la edad, Azorín. ¿El mismo José María Valverde, el mismo hombre? Tú, tan sensible y lúcido ante toda realidad, comprendida la tuya, es seguro que te habrás hecho esta misma pregunta, y allá en los senos de tu alma andará tu propia respuesta. Yo voy a darte la mía repitiendo, frente a Azorín, la misma interrogación que respecto a ti acabo de hacer. 1897, veinticuatro años: Charivari. 1924, cincuenta y un años: Una hora de España. ¿El mismo José Martínez Ruiz, el mismo hombre? Proyectando sobre Azorín su propia personalidad agonal y tajante, es seguro que don Miguel de Unamuno no hubiera vacilado en aplicar a su cofrade los versos con que, ya en la madurez, expresó su visión de aquel joven vasco y católico que en el modesto cuarto bilbaíno de su mocedad él había sido:


Se me ha muerto el que fui; no, no he vivido.
Allá entre nieblas,
del lejano pasado entre tinieblas,
miro como se mira a los extraños
al que fui yo a los veinticinco años.

A ti y a Azorín, ¿se os ha muerto el hombre que a los veinticinco años erais? No lo creo. La vieja fórmula idem sed aliter, «el mismo, pero de otro modo», sigue siendo aplicable a vosotros dos. A ti, porque con vinos y matices nuevos dentro de tu odre, de tu mismo odre, sigues siendo la ingenua e irónica persona inteligentísima que entonces eras. Pese a que tú mismo nos digas poemáticamente -esto es, verdaderamente- que al encontrarte con el Madrid de tu infancia se te ha partido la raíz de la voz. Y si alguien duda de mi aserto, que lea y entienda los tres versos finales de un poema tuyo de madurez, «Dialéctica histórica»:


Este amigo marxista, tierno padre,
¿no ha de querer la clara alienación
de amar y ser amado aun tras la muerte?,

y que a esa lectura añada la del colofón en que entre irónica y adolescentemente hablas a los poetas de mañana:


Nacidos en justicia y en cultura,
tal vez seréis voz lúcida y madura
del mundo...

Y también a José Martínez Ruiz, antípoda tuyo, porque tú eres ingenuo e irónico y él fue contrachapado y sincero -sincero, por tanto, con diversas vetas y planos diversos-, tanto cuando a los veinte y pocos años firmaba sus artículos con los seudónimos Ahrimán y Cándido, como cuando, ya hecho y derecho Azorín, leía en la Academia Española su discurso-libro Una hora de España ¿Que no? Ahrimán, el dios del mal en la religión zoroástrica; Cándido, una creación de la agudísima ironía literaria de Voltaire; y el José Martínez Ruiz que emplea esos seudónimos, un inteligente mozo que a toda costa quiere mostrarse, porque sin duda lo es, anarquista y demoledor. Pero ¿cómo lo es? Nada más claro: ocultando el suyo bajo dos nombres teatralmente terroríficos, spaventosi, diría un italiano, y mostrando así que creía en su ideal anarquista y en la íntima verdad de su protesta (siendo sincero, pues, cuando escribía) y que a la vez dudaba de la viabilidad de ese ideal entre los no tan asustados lectores de sus autoirónicos motes literarios, el tremebundo zoroástrico y el archisutil volteriano (siendo también sincero cuando firmaba). Ahrimán y Cándido: cada uno a su modo, dos personajes irónicamente fingidos por una sed incipiente de ensueño («La realidad no importa; lo que importa es nuestro ensueño», dirá más tarde, cuando esa sed se le haya hecho intensa) y, por tanto, de evasión.

Menos claras, pero no menos ciertas son las cosas en Una hora de España. Lee, si no, su capítulo XVIII, «El viejo inquisidor». Dos Azorines hay en él; porque ese viejo y estremecido inquisidor es, como diría un psicoanalista freudiano, el «ideal del yo» del Azorín conservador, y su hijo, el garzón idealista que ha regresado de Flandes con libros luteranos en su equipaje, el pálido recuerdo transfigurado del joven José Martínez Ruiz que en las madrugadas de Valencia escribía para El Pueblo y para El País en las madrugadas de Madrid. Sin aquel ideal del yo, el Azorín de 1924 no hubiese pasado de ser un pobre ex diputado conservador bajo una recién nacida Dictadura; sin este joven generoso y rebelde dentro de su pecho, no hubiera seguido siendo lo que todavía y pese a todo, silencios, blanduras, evasiones, ambiguas obsequiosidades de boquilla, él será hasta la muerte: el machadiano titular de


esa noble apariencia de hombre frío
que corrige la fiebre de su mano.

Corre el año 1973. Todos estamos celebrando el centenario de Azorín, cuya múltiple integridad tan sutil y documentadamente tú nos has enseñado a ver. Fino ejercicio de crítica literaria y psicológica, mostrar cómo de por vida, pese a tanto cambio y a tan alta maestría, José Martínez Ruiz cumple una vez más la misteriosa verdad antropológica del idem sed aliter. Y mientras corre el año centenario del gran maestro de nuestra sensibilidad y nuestra prosa, tú, José maría, te vas poco a poco acercando al quincuagésimo de tu edad. ¿Para qué? ¿Para con gravedad proclamar, engañándote, que porque has descubierto la áspera y heladora realidad de nuestro mundo no es ya tuya la voz con que echaste a hablar, y para con ironía suplicar clemencia a los poetas del futuro? No, sino para mostrarte a ti mismo que tú también eres idem sed aliter. Porque la plena madurez va a hacerte mucho más claras tres cosas ya entredichas en tu verso: que la vida sin imaginación no pasa de ser una aburrida monserga pedagógica; que la imaginación no nos es posible sin la libertad; que sin la imaginación y sin la congrua libertad para hacerla pública nunca existirá para el hombre una justicia verdaderamente humana.

Yo, pobre de mí, seguiré con mi desesperanzada esperanza de una palingenesia todo lo módica que se quiera, pero que a ti te traiga de Ontario, y a Antonio de Tubinga, y a José Luis de La Jolla, y a Paco de Minneapolis, y a Rafael de Mexico, y a los otros de donde estén; y a todos como hombres cabales, con vuestra raíz y vuestro corazón enteros, no como esas cortadas flores de importación que sólo pueden depararnos un aroma terminal y tardío.






ArribaAbajoFederico Mayor


ArribaAbajoOperario de la esperanza

He leído los cuatro artículos que bajo el título «Hacia un nuevo horizonte» acabas de publicar, querido Federico, en una situación biográfica especialmente adecuada para recibir su impacto: muy próxima la fecha en que inexorablemente voy a ingresar en la pasividad administrativa -qué sabrosos comentarios podrían hacerse acerca de la expresión «clases pasivas», teniendo en cuenta que classis significó en Roma «escuadra naval» o «ejército de tierra»- y corrigiendo las galeradas de un texto que pone al día mis ya añejas reflexiones acerca del esperar humano. Porque la jubilación profesional es uno de los trances biográficos en que más reciamente es sometida a prueba la capacidad para la esperanza, y porque esa puesta al día de mi antiguo texto consiste, ante todo, en un coloquio leal con Ernst Bloch y Jürgen Moltmann, el paladín marxista y el paladín cristiano de la esperanza del hombre, y porque la meta que con ese ensayo tú te propones, lo diré con tus propias palabras, es ofrecer a todos los hombres «una alternativa de esperanza», un modo de vivir en el cual, volando en tantos casos a contraviento de los usos actuales, la vida misma llegue a ser mejor sobre el planeta.

La actual existencia histórica del hombre, ¿permite esperar un futuro de veras placiente? Si uno se deja llevar por lo mucho que en esa existencia es negativo o deprimente -terrorismo, contaminación del medio, agotamiento de los recursos naturales, carrera de armamentos, menosprecio de los derechos humanos, miedo a la verdad, odio a la disidencia-, los labios y la pluma se apresurarán a decir; «No.» Pero si de la sobrehaz de la vida pasa uno a su entraña, a lo que realmente pensamos y sentimos los hombres de hoy acerca del inmediato mañana, lo cierto es que el número de los verdaderos denegadores de la esperanza, los históricamente desesperados o desesperanzados y los doctrinarios del absurdo, ha ido decreciendo de año en año tras el auge social del existencialismo que -al menos, en Europa- subsiguió a la Segunda Guerra Mundial.

Ante la esperanza de la vida en el mundo, tres parecen ser desde entonces las actitudes dominantes: la agnóstica, la marxista y la cristiana. El agnóstico dice: «Espero, desde luego, que el resultado de mis acciones creadoras logrará algún progreso en mi propia existencia y hasta en la existencia histórica de la humanidad; pero no me es posible saber con certidumbre cómo acabará la historia, y por consiguiente no puedo tomar postura última ante el problema de la consistencia y el sentido de mi esperanza.» El marxista, a su vez, proclama: «Creo firmemente que si mis acciones personales se ajustan a la visión de la historia y del hombre propuesta por mi maestro Marx, en alguna medida contribuirán a que la humanidad alcance por sí misma el venturoso estado final que su esfuerzo histórico promete y garantiza; estoy seguro, por tanto, de que mi esperanza tiene verdadera razón de ser y verdadero sentido último.» El cristiano, en fin, afirma: «Creo que si a mis acciones en el mundo las anima la buena voluntad que predicó Cristo -por tanto, el amor de efusión a los otros hombres y a la realidad en general-, alguna parte tendrán en el progreso y en la salvación del mundo.» Tres actitudes ante la esperanza terrena distintas, sin duda, entre sí, pero, cualesquiera que sean el modo y el grado de su respectiva verdad, lícitas las tres. Y puesto que las tres son lícitas y forman multitud los hombres que hoy las profesan, ¿no es cierto que deben coexistir y, en la medida de lo posible cooperar? Simplemente en nombre del fair play, la diversidad en la realización social de la esperanza impone como imperativo la cooperación entre todos los hombres capaces de una existencia real y verdaderamente esperanzada. Modificando la famosa consigna de Marx, ampliándola por añadidura a la totalidad de los modos de la actividad laboriosa, habría de gritar: «¡Esperanzados de todos los países, uníos!» Habría que gritar esa llamada, sí, pero pensando, imaginando y trabajando: pensando seria y documentadamente acerca de la que nuestro mundo es, imaginando animosa y osadamente lo que este mundo nuestro puede ser, trabajando con honestidad y empeño, die nocteque incubando, como Newton decía haber procedido en su personal vida científica, para lograr que mañana sea real la parte mayor y mejor de lo que hoy parece ser posible. Y esto es, Federico, lo que como razonable consigna de acción salta a los ojos en los artículos tuyos que ahora comento: «Configurar el futuro: he ahí nuestra común tarea... En la juventud está la única esperanza. Repudio, jóvenes, a quienes os han quitado la ilusión, a quienes os inducen a ausentaros de la realidad. De mucho andamos holgados, pero nos faltan razones para vivir. Os propongo que las busquéis en vosotros mismos, en vuestra propia fuente, en vuestras dudas, en la riqueza y en la tragedia de vuestra propia inseguridad...» Lo cual exige de nosotros, los que no somos jóvenes y los que hayan empezado a dejar de serlo, seguir con capacidad para ilusionarnos ante un futuro que acaso no veamos. O, como solía decir don Teófilo Hernando, que a los noventa y cuatro años murió siendo todavía joven, cortarnos la lengua antes que pronunciar, frente a una ilusionada propuesta juvenil, este dañino tópico de nuestro idioma coloquial: «Desengáñese usted...»

Por sí solos hablan los recursos que tú propones para alinear a los españoles en el pacífico ejército de cuantos desean hacer más habitable nuestro planeta: libertad («es la libertad lo que confiere al hombre esperanza»), trabajo («no busquemos disculpa en los días ya transcurridos, trabajemos sin descanso componiendo el futuro»), cultura («la cultura, éste es el gran nudo gordiano...; esforcémonos en reducir rápidamente el abismo que separa nuestros niveles de progreso cultural y progreso material»), ciencia («una comunidad científica suficientemente amplia y calificada»), nuevo humanismo (en el orden intelectual y en el orden ético de nuestra vida), transparencia («en el cumplimiento de nuestros cometidos, en la rendición de cuentas»), autoridad (entendida como «la moderación de la fuerza mediante la fuerza de la moderación»), participación («todos, sin exclusiones, debemos participar en la marcha hacia el nuevo horizonte»), información («constituye obligación moral informar a la opinión pública sobre nuestra situación real; tenemos que andar un largo camino, conociendo bien nuestra pequeña magnitud y la menguada longitud de nuestro paso»).

A1 borde mismo de mi ingreso en las clases pasivas, amigo Federico, también yo he sentido dentro de mí la responsabilidad de esa vehemente llamada tuya a «la espera activa». Escribió don Miguel de Unamuno: «Todavía -aún no... ya no... y se aguarda- todavía.» ¿Me cabrá a mí -todavía- ver una parte del fruto que la comunal actividad de esa espera pueda darnos?






ArribaAbajoJosé María Javierre


ArribaAbajoSobre la cara de España

Voy siguiendo, José María, tu ascendente carrera periodística y el ahondamiento de tu humanidad sacerdotal; rasgo éste del cual es parte tan importante tu creciente apertura cordial e intelectual a la pobreza de los pobres; de los pobres hombres pobres, como de sí mismo decía Unamuno y, con más razón, de sí mismos podrían decir éstos a quienes ahora sirves. Te has hecho un estilo, un excelente estilo periodístico, en cuyo cuerpo se entraman la llana e ingenua socarronería de tu Somontano natal y unas gotitas de la ironía de esa Andalucía Baja en que pareces haber echado raíces. En nuestro Aragón, José María, no sabemos ser irónicos, como -cada uno a su modo- saben serlo gallegos, catalanes y andaluces, los hombres de las tres esquinas de la ibérica piel de toro. En Aragón somos una de estas dos cosas: o toscos, o ingenuos; ingenuos que pueden realizar su ingenuidad, eso sí, al modo de Costa, de Cajal o de Asín Palacios. (No hablo de Goya, porque en el genio goyesco hay de todo, y no como en botica, sino como en galaxia.) Por eso a tu socarrona ingenuidad del Somontano oscense le van tan bien esas gotitas de requintada ironía bética que tú, sin caer nunca en lo que un antiguo conocido mío llamaba «la picardía católica», has acertado a poner en ella. Y lo más importante: que además de haberte hecho un excelente estilo periodístico, día a día lo quieres poner al servicio de la cordura de España y de los pobres con cuerpo de pobreza. Porque, ¡ojo con los que se disfrazan a sí mismos atribuyéndose espíritu de ella! Ya me entiendes. Bastaría todo lo que antecede para que yo te escribiera esta carta abierta. Algo se ha añadido, sin embargo, para que me decidiese hoy a componerla: tu atinado comentario al diálogo que hace poco sostuviste con unos sacerdotes iberoamericanos. (Otro paréntesis. Será resabio de hablante viejo, pero no puedo acostumbrarme a lo de «latinoamericano», aunque tantos irreversiblemente lo digan. Qué le vamos a hacer.) Te contaban, según tu relato, que se impacientan un poquito por nuestras dificultades para la creación de una democracia dotada de cierta originalidad y de buena salud; entre otras cosas, mejor dicho, ante otras cosas, porque, pensando en sus respectivos países, ellos necesitan que España aparezca ahí con buena facha. Con lo cual, José María, nos plantean a los españoles ingenuos un problema con dos caras distintas: la imagen de España en Iberoamérica, o en Hispanoamérica, si quieres acotar más aún el campo de la visión, y la realidad a que esa imagen pertenece, nuestra propia realidad. Un mismo problema, sí; porque a la postre, y suavizando un poquito la letra de dos octosílabos famosos, «reformar la cara importa - que el espejo no hay por qué».

Abandonándome sin reparo a la tendencia de mi mente profesoral, diré que, según mi experiencia, entre Nuevo México y la Antártida hay tres modos del hispanismo perfectamente discernibles entre sí, aunque a veces entre sí se mezclen: el hispanismo a la defensiva, el hispanismo a la expectativa y el hispanismo de la inconformidad.

Llamo hispanismo a la defensiva al de las minorías criollas o mestizas económicamente privilegiadas desde antes de la independencia de su país respecto de España, o enriquecidas luego. Hicieron con las armas esa independencia, siguieron luego con sus privilegios, y cuando, ya lejos los combates de Boyacá y Ayacucho, han desaparecido la hostilidad y el recelo contra la antigua metrópoli, a las viejas tradiciones de ésta se agarran -a las viejas formas de la religión, al viejo idioma, a las costumbres viejas- como títulos de nobleza de una preponderancia social a la que los vientos de la historia están poniendo en peligro. Qué delicado problema, a veces, deslindar del común amor al idioma que nos une, la acaso irreductible discrepancia de dos sensibilidades sociales, una sedienta de inmóvil conservación y otra exigente de reforma perfectiva.

Pondré al lado de éste el hispanismo de la inconformidad, de la tácita o expresa protesta. Viven quienes lo profesan como si estuviesen continuamente haciéndose la siguiente interrogación: «¿Por qué tuvo que ser España la nación que nos colonizase, por qué no fueron Francia o Inglaterra? Si así hubiera sido, no padeceríamos tales y tales lacras.» Entre las cuales se pone a veces, de otro modo no podrían explicarse ciertas impertinencias de Borges, hasta el mismo idioma, hasta el mismísimo Quijote. Se me preguntará por qué llamo «hispanismo» a la actitud de los que así piensan; y yo responderé que hispanismo es, porque en lengua española se expresa, porque algo de nuestra lengua y de lo que ella comporta, comenzando por la literatura, queda entre las querencias íntimas del protestatario, y -sobre todo- porque también entre nosotros, los españoles, se han dado y se dan alguna vez actitudes semejantes. Quien sea patriota y no quiera serlo a la manera tradicional, a la manera derechista, si se prefiere decirlo así, ¿no es cierto que se siente en la necesidad de revisar europeamente no pocos de los hábitos más tradicionalmente conservados?

El hispanismo a la expectativa, en fin; el que parecen sentir los curas que dialogaron contigo. Es decir: el de quienes en verdad desean, porque esto les ayudará a conseguir otro tanto para sus propios países, una España verdaderamente actual y verdaderamente eficaz; un pueblo en cuyo seno se aúnen la libertad y la seriedad administrativa, la técnica y la gracia, la relación justiciera y la vida en amistad. En la España de ayer había un ministerio que llamaban de Gracia y Justicia. Gran programa, realizar en serio y en todas sus posibles acepciones los términos de ese titulito. Para lo cual, naturalmente, habría que revisar no pocas cosas del pasado -aquí de Unamuno y Machado, de Ortega y Valle-Inclán, de Azorín y Marañón- y edificar con inteligencia y ahínco no pocas cosas nuevas.

¿Necesitaré decirte, José María, que también yo soy un hispánico a la expectativa, y con más menester y vehemencia que los de allá? No es chico consuelo saber que en esa expectativa me está acompañando, aderezada con unas gotitas de ironía andaluza, tu socarrona ingenuidad de oscense del Somontano. La ironía de aquel radioyente de 1937 que ante una soflama en pro de la «España imperial» decía a su compañero de escucha: «¿Imperiá? ¿E que habemo tomao Canga de Oní?»






ArribaAbajoAntoni Cumella


ArribaAbajoDiálogo con la realidad

Ofreciéndose a nuestros ojos, he aquí un vaso, una placa, un mural de Antoni Cumella. Ofreciéndose, sí, mas también reteniendo como un imán poderoso nuestra mirada. Porque tan pronto como hemos visto ese vaso, esa placa o ese mural, por fuerza hemos de seguir mirándolos, sintiendo en nosotros que la retina trata de convertirse en invisible mano táctil y acariciadora. Todo un enjambre de sutiles estados de ánimo, ideas nuevas y claras intenciones nos invade el alma. Y al final, como resultado envolvente y unificante de esa aventura, un hondo y fino sentimiento de gratitud.

Varias cosas agradecemos a Antoni Cumella. Ante todo, la merced de habernos reconciliado con el tiempo. Éste, que a veces puede ser vía hacia un futuro incitante -el tiempo que hace latir el corazón como latía el del adolescente de Leopardi:


al garzoncello il core
di vergine speranza e di desio
balza nel petto...-,

siempre acaba siendo guadaña que siega, lija que desgasta, vórtice que deglute. Lo que fue ya no es y lo que es pronto no será: vieja y, al parecer, innegable y definitiva verdad. ¿Definitiva? No, porque este vaso de Cumella me enlaza de golpe con el que hacer de los más viejos de mis antepasados, brinda insospechadas raíces a mi vida, me hace descubrir que a través de los siglos puede el hombre, siendo invariablemente fiel a sí mismo, a su genérica esencia, servirse del tiempo para perfeccionar, depurar, acendrar la forma objetiva de esa fidelidad. Con la grave, sobria y actual verdad de su arte magnífico, Antoni Cumella nos reconcilia con el tiempo.

Algo más le debemos: mediante el fuerte espectáculo de cualquiera de sus obras, Cumella, en efecto, nos permite contemplar la realidad como afirmación. Hay épocas en las cuales es todo tan gris y uniforme, que la inquietud de la pregunta nos invade como una bendición, y es una suerte de redentor el hombre que nos enseña la condición interrogante de lo que estamos viendo. Cuando en la Baja Edad Media vivían los europeos bajo la presión diaria de que todo estaba dicho, el gótico de las catedrales y las lonjas llameó, y esa ondulación anhelante de la piedra sirvió a todos de espuela y de promesa. Hay otras épocas, así la nuestra, en las que todo se hace problemático, y lo que un día parece cierto se hace dudoso al siguiente, y nada muestra genuina consistencia, y el ser toma con hostil reiteración el indumento turbador o desesperante de lo absurdo. Una legión de redentores es entonces necesaria para enseñar al hombre que la realidad de las cosas es siempre, pese a todo, radical afirmación: entre ellos, el creador de formas capaces de decirnos por los ojos que la función primaria de éstas consiste en dar reposo a la materia. En medio de un mundo sin cesar convulso y confuso, Cumella logra con sus criaturas que la realidad nos diga mansa y calladamente: «Sí.»

Pero en la obra de Cumella no nos lo dice por modo de sentencia o de oráculo, sino por modo de diálogo. La visión del leño ardiente nos hace dialogar con el fuego; la de la ola, con el agua que en ella se expresa; la de la nube, con un firmamento que sin ella sería inmisericorde. Nada más aplastante que un mundo en el cual sus componentes estuviesen constante, imperativa y sentenciadoramente afirmando su propia realidad y la realidad común a todos. como adivinando tal riesgo -no otro es el del vaso para el ceramista, cuando la forma de aquél, aun cambiante de un ejemplar a otro, sigue siendo regular-, Cumella, con sus placas y sus murales, nos hace el soberano regalo de poder dialogar con la amiga realidad de la materia vista. En tanto que real, ésta se afirma ante nosotros, nos dice sin palabras que en su fondo hay un «Sí» sobre cuya firmeza podemos apoyarnos. Ahora bien: lo hace suscitando cuestiones siempre nuevas, a las que nuestra imaginación, acaso sin que nosotros lo advirtamos, tiene que dar alma adentro respuesta adecuada. «Soy, sí, y mi ser ofrece a tu vida el sustento de su fuerte y segura realidad. Pero ¿qué soy?», dicen a los ojos del contemplador sensible los murales y las placas de Cumella. Tras habernos descubierto la afirmación que esa realidad lleva en su fondo, Cumella nos permite dialogar con la figura cambiante y el variable color que sus manos y su mente han sabido darle.

Reconciliación con el tiempo, contemplación de la realidad como afirmación, posibilidad de dialogar con la materia. Es cierto. El balance último de nuestro trato visual y fácil con la obra de Antoni Cumella exige de nosotros un sentimiento de sencillo, antiguo, tal vez algo olvidado nombre; ese sentimiento que llaman gratitud.






ArribaAbajoAgustín Albarracín


ArribaAbajoInteligencia, serenidad, bondad

Hace pocos días, querido Agustín, ha sido usted centro y motivo de un evento que bien merece el comentario público, no obstante su fundamental carácter íntimo y amistoso; porque en torno a su persona nos hemos reunido física o intencionalmente, además de cuantos en España cultivamos con seriedad la disciplina científica a que usted ha consagrado su vida, la Historia de la Medicina, no pocos de los más relevantes médicos de Madrid, bastantes de los más distinguidos titulares de nuestra investigación biológica y algunas de las figuras más eminentes de nuestro pensamiento filosófico y nuestras letras. Ese encuentro celebraba una gran hazaña editorial: la reciente aparición del volumen séptimo y último de la Historia Universal de la Medicina que en el curso de siete años ha publicado una importantísima casa editorial de Barcelona; libro en cuyo contenido han colaborado -el dato no es grano de anís- ciento veintisiete autores de diecisiete países diferentes, y de cuya confección ha sido usted, a lo largo de esos años, de esos largos años, valga la redundancia, tan inteligente, abnegado y eficaz protagonista. Pero con ser poderosa tal razón, más lo ha sido en este caso, creo yo, la calidad de su persona, su capacidad para congregar en torno a sí, por el solo hecho de ser usted como es y de hacer lo que usted hace, tantos, tan diversos y tan valiosos hombres. Más aún: sus personales merecimientos para que todos los allí congregados, yo entre ellos, acabásemos encontrando en la palabra «gracias» la clave más central de nuestra presencia.

«Gracias»: término de nuestro lenguaje coloquial, con el que tan frecuentemente damos expresión trivial y falseadora a nuestra relación con los demás. Trivial, porque casi siempre lo pronunciamos sin pensar en su verdadero significado; falseadora, porque las más de las veces concedemos interjectivamente ese nombre a un sentimiento con el cual apenas concuerda. ¿O no es así?

Pensemos un momento en lo que el vocablo auténticamente significa, y valgámonos para ello de dos contrapuestas ejemplificaciones arquetípicas, más de una vez empleadas por mí: la «actitud Narciso» y la «actitud Pigmalión». Inclinado sobre el espejo del agua, Narciso contempla su propia imagen y dice para sí mismo: «Por ser yo como soy, merezco tanto como necesito.» Ante la estatua que él ha creado, el escultor Pigmalión ansía que esa talla suya se le convierta en viviente cuerpo humano; y como no está a su alcance conseguir tamaña transformación, levanta sus ojos a la divina Afrodita, llena su alma de este menesteroso, humilde y tácito pensamiento: «Siendo lo que yo soy, necesito más de lo que merezco.» Pues bien, Agustín: sólo cuando uno se siente a sí mismo como Pigmalión debió de sentirse después de conseguir lo que tan ardorosa, y menesterosamente deseaba -esto es: sólo cuando estamos ciertos de haber recibido de alguien más de lo que de él merecíamos, el mínimo beneficio de una sonrisa supererogatoria, en el caso más leve-, sólo entonces la palabra «gracias» llega a ser lo que según su esencia debe ser. Pronunciarla cuando de un modo u otro se nos está pagando lo que con nuestro trabajo o nuestro esfuerzo hemos merecido, es un acto tan ocioso como falseador; ningún trabajador consciente de la alta dignidad del trabajo debería ejecutarlo. La justicia no debe agradecerse a quien de hecho la administra; término de nuestro agradecimiento debe ser, a lo sumo, aquello por lo cual puede haber justicia en el mundo. Y decir «gracias» cuando por fachenda o por ocasional y barata justificación vital se nos regala una propina, constituye un acto tan degradado como humillante; todo hombre en verdad consciente debería moverse con eficacia hacía una sociedad en la cual el hábito de la propina haya sido abolido. Pero aunque de hecho esto sucediera, aun cuando por fin se nos llegase a pagar a todos los hombres todo lo que con nuestro trabajo en justicia merecemos, ¿podría algún hijo de Adán decir, como Narciso, que merece realmente todo cuanto dentro de sí realmente necesita? No; puesto que el reino de la justicia no niega el reino del amor, sino que más bien lo postula, porque amar a otro es ante todo darle o quererle dar más de lo que él en justicia merece, desde una sonrisa o una caricia hasta el sacrificio de la vida propia, la interjección «gracias» nunca podrá desaparecer de la haz del planeta. ¡Qué horroroso tedio el de una humanidad en cuyo seno no fuese posible usar esta alquitarada, concisa, auténtica expresión de la gratitud!

Así vistas las cosas, me atrevo a pensar, Agustín, que todos cuantos en torno a usted hace pocos días nos reunimos, lo hicimos íntimamente movidos, quién de un modo, quién de otro, por la más genuina de esas varías acepciones de la palabreja ahora analizada. Trucando un conocido verso de Manuel Machado, es posible en tantos casos decir: «¿Gracias? Palabra gastada.» Pero esa noche y a su lado, no. Juntos, los allí congregados expresábamos nuestro unánime agradecimiento a la ejemplar persona de usted, porque como secretario de redacción de la Historia de la Medicina a que más arriba me referí -como homo intra machinam, de ella, si vale decirlo poniendo muy al día la tópica y escenográfica fórmula antigua- ha hecho usted por la medicina y la cultura de España, en definitiva, por cada uno de nosotros, más, bastante más de lo que a tal respecto merecíamos. Y cada uno, suplementariamente, por el gratuito beneficio particular que a él haya podido traerle el hecho de tratar con usted.

Muchas cartas necesitaría yo, aparte ésta, para exponer con alguna precisión todos los hechos y todas las razones en cuya virtud yo le debo muy auténtico y muy profundo agradecimiento personal. En el prologuillo que hace cinco años escribí para encabezar un precioso libro suyo, Homero y la medicina, comentaba yo su firme decisión de trabajar diariamente a mi lado diciendo: «Me ayudó a vivir.» Con acrecido y creciente fundamento, eso mismo sigo afirmando hoy. Pero si de los múltiples modos de esa cotidiana ayuda suya tuviese que elegir yo alguno de los más hondos y genéricos, no vacilaría en apelar a éste: la suave y eficaz condición luminosa de su realidad personal.

Me enseñó Xavier Zubiri cuando yo era joven que, según el sentir de los dos más altos filósofos griegos, las cosas adquieren su ser verdadero cuando las ilumina la luz de la inteligencia humana; cuando ante nosotros existen en photi, «a la luz». ¿Y no es el beneficio de esa luz -no la que fulgurantemente ofusca, sino la que matizadoramente alumbra-, no es ese beneficio, me pregunto, lo que usted, además de su laborioso esfuerzo, día tras día me regala? A favor de sus palabras o de sus silencios, a través de su gravedad nunca patética o de su ironía siempre bondadosa, ¿no es el bien impagable de haber visto las cosas como ellas real y verdaderamente son lo que sin el menor aparato, con la naturalidad nunca descompuesta del varón que sabe ser señor de sí mismo, tantas veces me ha enseñado usted?

Su siempre bondadosa ironía, sí. Hay ironía cuando uno es inteligente, cuando por añadidura sabe que su inteligencia tiene ante la realidad un límite inexorable -aunque con el trabajo asiduo pueda irlo desplazando más y más- y cuando la advertencia de dicho límite no es vivida por uno de manera trágica; pero sobre este suelo común pueden florecer muchas y muy diversas especies del humor irónico, la cínica, la cautelosa, la mordaz, la nihilista... Y también la bondadosa, si por ventura el irónico, además de conocer la virtud de la resignación, sabe dar a ésta la figura de una sonrisa o una broma efusivas y comunicables. Así le he visto yo mil veces, Agustín; y quien no haya percibido en usted este fino e inteligente modo de ser «en el buen sentido de la palabra, bueno», ese no tiene una idea cabal de su finura, ni de su inteligencia, ni de su bondad.

Ahora, querido Agustín, tras tantos años de servicio abnegado, otra vez a la tarea verdaderamente propia, empeño en el cual, alcanzada ya la plenitud de sus fuerzas, tantos logros personales le esperan. Si me es dado ver con mis propios ojos muchos de ellos, esto será para mí, se lo aseguro, buena parte de lo mejor que mí vida todavía pueda darme.