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ArribaAbajoIgnacio Ellacuria


ArribaAbajoUn reconciliador

Más de una vez lo he dicho: en medio de tantas maravillas científicas y técnicas, no pocos rasgos de nuestro tiempo -genocidios, cámaras de gas, utilización del poder para el aplastamiento metódico del discrepante- nos ponen en la íntima necesidad moral de ir encontrando hombres que nos reconcilien con la condición humana; por tanto, con nosotros mismos, porque, querámoslo o no, semejantes por naturaleza somos de quienes han cometido tales monstruosidades. Pues bien, Ignacio: uno de esos hombres reconciliadores has sido tú para mí, desde que te conozco. No porque te trate con asiduidad. En tus aulas salvadoreñas pasas gran parte del año; y durante los meses que resides en Madrid, tus trabajos y los míos, aunque en alguna medida coincidentes entre sí, día a día van impidiéndome verte y oírte cuanto yo quisiera. Más de una vez se me hace anímicamente sensible esta carencia de lo que, así es la vida, podría tener y no tengo. Pero sé cuáles son tus empeños en el trópico centroamericano, conozco lo que llena tus meses madrileños, y esto es suficiente para que tu condición de pharmakós cristiano, de hombre que con su vida borra en los demás una ocasional mala conciencia de ser hombres, logre eficacia para mí.

Pharmakós cristiano. Mientras entre ellos surgía y se configuraba el término phármakon, medicamento, los griegos arcaicos llamaron pharmakós al hombre cuyo sacrificio ritual limpiaba a la ciudad de sus pecados públicos. Sin sangre y sin carácter de rito, desde luego, nunca ha dejado de existir tal costumbre, y así nos lo haría ver en la actual existencia colectiva un sociólogo de la ética suficientemente agudo y avisado. Pero la dulcificación de los hábitos civiles ha dado existencia a otro modo del pharmakós: el hombre que no por lucro, sino por vocación, cotidianamente consagra su vida propia -la consagra, sí, porque verdadero sacramentum es tal acto- a la perfección de la vida de los demás. Y puesto que uno de tales eres tú, y por añadidura de manera cristiana, reconciliador con la condición humana eres para mí, aun cuando no converse contigo tantas veces como quisiera.

Veamos, si no. ¿Qué haces en El Salvador? A mi modo de ver, dos cosas. La primera, una dedicación: enseñar filosofía y teología a la altura de nuestro tiempo, con el rigor que el adjetivo «universitario» tan perentoriamente exige y con la orientación que la peculiaridad del pueblo que te rodea -un país que a sí mismo se llama cristiano, pero en cuya sociedad tan poco cristianas son las diferencias económicas, políticas y culturales- no menos perentoriamente pide. La segunda, sin que acaso tú te la propongas, una irradiación: demostrar con el ejemplo diario que España es capaz de enviar a lo que antaño fue su mundo americano algo más que indianos dominadores y prepotentes y clérigos tantas veces abnegados, sí, pero tantas veces incapaces de predicar allí, y según la real estructura de este «allí», cómo deben hacerse realidad social los preceptos del Evangelio. Mientras los países iberoamericanos sigan siendo lo que son, su existencia será para los españoles sensibles confortación y espina; confortación, porque esa existencia suya nos enseña hasta dónde fue capaz de llegar el esfuerzo de los nuestros; espina, porque nos pregunta punzantemente si por nuestra mala ventura o por nuestro empecinamiento en hábitos históricos revisables seremos los hispánicos incapaces de lograr formas de convivencia civil en verdad satisfactorias. Y como tú haces con valentía, inteligencia y amor lo que a este respecto debes hacer, mira por donde, Ignacio, tu virtud de pharmakós cristiano te convierte a la vez en pharmakós hispano, y no sólo me reconcilias con mi perpleja, aunque nunca dimisionaria hombría, también con mi asimismo perpleja y asimismo no dimisionaria españolía.

¿Qué haces en Madrid? Ante todo, ayudas filial y fraternalmente a Xavier Zubiri. Con tu gran inteligencia, tu ancho saber y tu fino descernimiento, sirves de apoyo intelectual y afectivo a Zubiri, para que éste, en la plenísima y luminosa madurez de sus setenta y ocho años, siga haciendo filosofía. Comentando el segundo número de Realitas -cuyas quinientas cincuenta páginas de texto debieran haber leído ya todos los que en España se dedican o dicen dedicarse al saber filosófico-, has escrito hace poco: «La filosofía pura no goza hoy de buena salud. Ni en España, ni fuera de ella. Los llamados filósofos o son docentes, o hacen arqueología, o politizan filosóficamente. Las tres son tareas de relieve, incluso para el propio filosofar, pero no lo pueden sustituir.» Y tú, consciente, como Hegel, como el propio Zubiri, de que sin «filosofía pura» no es posible la plena dignidad histórica de los pueblos, aunque esa filosofía sea doloridamente crítica, porque al filósofo no le sale de otro modo, tú, con la enorme autoridad personal que te dan esos meses anuales de residencia en El Salvador, donde tan ejemplar y eficazmente sabes poner teoría válida al servicio de una praxis liberadora, con no menos ejemplaridad y eficacia ayudas a que Zubiri haga filosofía pura, la suya.

Más aún haces en Madrid y sigues haciendo en El Salvador: mostrar convincentemente que esa zubiriana filosofía pura se halla en el nivel histórico del tiempo en que existimos, aunque su autor no sea aficionado a la exhibición de citas bibliográficas a pie de página, y puede servir de fecundo e idóneo fundamento intelectual a muchos saberes particulares. Aristóteles se preocupó de clasificar y describir los animales, además de especular sobre el ente. Además de componer sus Meditationes de prima philosophia, Descartes rivalizó con Snell en el estudio de la refracción de la luz. Kant, en cambio, no pasó a mostrar cómo su Crítica de la razón pura podía ser base filosófica de la matemática y la física entonces vigentes. Al modo de Kant, aunque sólo en esto, Zubiri es sobre todo filósofo de fundamentos, por muy asentadas en «filosofías segundas» que se hallen las construcciones sistemáticas de su «filosofía primera». Véalo el lector en un trabajito de hace pocos años, titulado «Trascendencia y física». Y si esto es así, y de tan sólida manera, ¿puede a nadie extrañar que una gavilla de personas, a cuya cabeza estás tú, con Diego Gracia a tu lado, se esfuercen -nos esforcemos- por aprovechar actual y oportunamente, al servicio de un saber particular, esa fecunda capacidad de fundamentación teorética que tiene la filosofía pura de Xavier Zubiri?

Ni creo ser pusilánime, ni tengo la impresión de vivir habitualmente en el desánimo. Pero a veces, Ignacio, necesito reconciliarme con mi inalienable condición humana, y a ello provee, incluso sin coloquio expreso contigo, tu simple realidad, el hecho de que seas como eres y hagas lo que haces. Y por añadidura, eso mismo regalas a mí también inalienable condición hispana... Otra vez se ha equivocado la más pesimista de las sentencias de Tomás de Kempis; otra vez resulta que no vuelve uno menos hombre después de haber tratado con los hombres.






ArribaAbajoJosé Menese


ArribaAbajo«Cante» y sociedad

Medianoche. Pleno Albaicín granadino. Interior de un templo en reconstrucción. Penumbra; sólo dos cirios, a uno y otro lado de lo que un día será presbiterio. Sobre el suelo de éste, tosco cemento todavía, dos sillas próximas entre sí, orientadas hacia el oscuro espacio de la nave. Sobrecogido o curioso, un pequeño y compacto público, en su mayoría muy ajeno al cante, se dispone a escuchar al cantaor Pepe Menese. Casi no se sabe de dónde, salen Menese y su guitarrista y ocupan las sillas que les estaban esperando. Silencio profundo. Sin más pausa que la exigida por el cambio de los estilos y por el sobrio anuncio de cada uno de ellos, comienza y avanza el rito: El polo, La seguiriya, La soleá, La toná, La petenera... Son los misterios siempre dolorosos de un hondo rosario en que lo profano alcanza sonoramente la linde de lo sacro. Quienes más, quienes menos, todos sentimos cómo dentro de nuestro cuerpo nos vibra esa oculta región que los griegos llamaron fren y nosotros, más racionales, menos emotivos, hemos convertido en «diafragma»; allí es en todo caso donde golpea la voz -fuerte y matizadora, ondulante y quebrada, terciopelo y acero- del hombre que ahora canta.

¿Qué nos dice esa voz? Nos trae, por supuesto, el mensaje inefable e inagotable de su propio son; mas también nos trae -grito de pena y esperanza, como el son mismo- el sentido cambiante y uniforme de las palabras en que ella vaga y moduladamente se articula. Oigo al azar:


Si no me quieres por pobre,
busca un rico que te dé,
y cuando el rico no tenga,
ven, que yo te ampararé.

Y luego:


Tengo las manos vacías
de tanto dar sin tener.
Pero las manos son mías.

Y así, tradicionalmente unas veces, actualmente otras, llamando sólo pena a la pena o llamándola dolor injusto, o hambre u opresión, hasta el denso aplauso interminable con que va a terminar el recital.

Poco antes he cenado parcamente con Menese y algunos amigos en un restaurante de la Alcaicería. Planteo el tema de la sociología del cante. Éste, pena existencial o pena social, ¿será, sociológicamente visto, el resignado lamento de un pueblo ante el doliente destino terrenal del hombre y -a la vez- ante las estructuras sociales que desde hace siglos le oprimen? Y si tales estructuras son un día sustituidas por otras más justas, si el pueblo pobre de Andalucía llega a recibir las letras y las proteínas que hoy le faltan y muchos impacientemente le deseamos, ¿acabará por extinguirse esta maravilla acongojante, enigmática y removedora que si suena como debe sonar es el cante? Cuando los peones andaluces ya no soporten injusticias de qué quejarse, ¿dejarán de sonar como ahora, más aún, dejarán de sonar en absoluto las soleares y las peteneras? ¿Son entre sí compatibles la poesía popular y el desarrollo social y económico de los pueblos que la hacen?

Pepe Menese nos explica cómo desde hace unos años está variando el viejo esquema -«fiesta» y «señorito»- de la inserción del cante en la sociedad; cómo el cantaor va adquiriendo conciencia de lo que él es y de lo que él significa dentro del grupo humano a que pertenece; cómo por el esfuerzo de algunos -él en cabeza, pienso yo, oyéndole-, su arte va dejando de ser reverencia ante el capricho o la majeza de quien constantemente le manda y ocasionalmente le paga, y poco a poco se convierte en actividad contratada de un artista libre y dueño de sí mismo; cómo, en suma, vamos caminando hacia nuevos modos de la relación del cantaor con su cante y con su público, y por tanto hacia una manera inédita de la comunidad vital entre quien canta flamenco y quienes flamenca o no flamencamente le escuchan.

Recuerdo ahora sus palabras, y vuelvo a mi interrogación anterior: el logro de la justicia social, ¿será compatible con el cante? Tal vez sí, me respondo. Tal vez llegue un momento en que la soleá y la petenera canten tan sólo, para decirlo con la ya clásica expresión garcilasesca y azoriniana, el dolorido sentir de ser hombre sobre los caminos de la tierra. Tal vez venga un día en el cual la copla de Pepe Menese no diga la grandeza del pobre que a fuerza de alma llega a ser y a valer más que el rico, sino la pena honda de sentir, ya sin hambre en el cuerpo, que la vida humana, pese a todo, no es y no puede ser el cántico alegre que uno quisiera.






ArribaAbajoJoaquín León


ArribaAbajoPoeta en el dolor

Acaso, Joaquín, hayas oído alguna vez este cantar de tu tierra:


A todos nos han cantao
a eso de la madrugada
coplas que nos han matao.

Yo, sí, lo he oído, y su recuerdo me ha saltado súbitamente a la memoria leyendo un poema que compusiste hace como dos años y medio. Un nombre propio, «Dionisio», lleva por título, y su texto es a la vez autobiográfico y elegíaco. Autobiográfico, porque en él cuentas cómo perdiste a nuestro común amigo, copiaré lo que tus versos le dicen,


después de haberte odiado
desde mis catafalcos infantiles;

esto es, desde los años en que tu alma de niño tan vivamente sentía el hueco, la miseria y la ira que como herencia inmediata dejó a los suyos aquella torpe e inicua ejecución de tu padre; una más, entre las muchas que mancharon de sangre e ignominia la Sevilla de 1936. Elegíaco, porque sobre el suelo de ese terrible recuerdo cantas y lloras la muerte anticipada, no todas lo son, de un hombre nobilísimo:


Mas tú te vas, y se nos van tus versos,
y ya nunca tendremos tu palabra,

aquella palabra suya, tan luminosa, penetrante y conciliadora.

¿Por qué, leyendo tu poema, he recordado yo la vieja copia de tu tierra? Sé darme una respuesta por igual pronta y razonable: la entraña sentimental de tus versos se halla traspasada, en efecto, por la presencia de dos muertes, la de tu padre y la de nuestro amigo, y cada vez que en nosotros se actualiza la pérdida de personas que fueron, que siguen siendo parte importante de nuestro ser, en alguna medida nos sentimos morir. Algo nos mata entonces haber perdido esas vidas, como el texto de la copla que él, de madrugada, oyó un día, mataba al desconocido autor de la que antes he transcrito. Pero a continuación debo decir que bajo esta pronta respuesta mía, tan fácilmente comprensible, tan razonablemente psicológica, corre una vena que la contradice; un agua del alma en la cual la rememoración de la muerte se ha transmutado en vida, o al menos en exigencia de vida.

Verás. Si tu padre pensó, que tuvo que pensar, en el posible sentido de la muerte que cobarde y alevosamente se le impuso, es seguro que por su conciencia pasarían unas palabras semejantes a éstas; «Quiero morir para que en España puedan vivir sus hombres bajo las dos consignas que siempre han dado norte a mi vida política, la libertad y la justicia.» Si tú, Joaquín, quisieras decir en llana prosa la razón oculta de este poema tuyo, lo harías más o menos así: «Me he propuesto recordar a un español que militó un día frente a mí y a los míos, supo luego revisar con presteza, lucidez y abnegación su propia conducta y, pudiendo haber sido tanto con quienes hasta entonces habían sido los suyos, quiso estar y estuvo con nosotros, con los vencidos, para que en toda España pudiera ser real el mejor sentido de la muerte de mi padre.» Si, por su parte, nos hablase Dionisio de los últimos treinta años de su vida -y de la enfermedad que le llevó a la muerte, porque alguna parte tuvo en ella el destino de España-, sus razones hubiesen coincidido con las tuyas: «Siempre quise la vida y el bien de mi patria; pero a partir de 1942 fui viendo de modo cada vez más claro y más íntegro la realidad de esa vida y ese bien. La deportación, el destierro, la cárcel, la estrechez material que desde entonces he sufrido, la muerte heroica o la muerte alevosa de tantos y tantos, lo que en la determinación de mi propia muerte haya sido dolor y herida en España, que sirva al fin para que la libertad y la justicia vivan y brillen sobre mi tierra.» Y yo, que también he sido testigo de esa múltiple muerte y que -a tu lado, Joaquín, y al lado de Dionisio- tan poco he sabido ofrecer para darle el sentido que para la suya quisieron lo mejor de tu padre y lo mejor de Dionisio, hacia él he querido y voy queriendo que día a día se muevan mis palabras y mis trabajos de escritor y maestrillo. Vida, vida libre, digna y eficaz sobre nuestro paciente suelo, como fruto de tanta muerte. «La vida es el conjunto de las funciones que resisten a la muerte», escribió el pesimista Bichat, ya amenazada la suya por la tuberculosis que pronto había de matarle. No, no. La vida es el poder que va venciendo a la muerte, saltando por encima de ella, dilatándose a través de ella, y que acaso un día acabe matándola. Por eso he dicho antes que si mi súbito recuerdo de esa copla de tu Bética natal podía tener cierta justificación superficial, porque algo nos mata a todos la rememoración de nuestros muertos más próximos, totalmente carecía de ella en el interior de mi alma. Tú y yo, Joaquín, no podemos olvidar la muerte; pero contra la sentencia del maestro Quevedo acerca de la ética del español -«donde pudo tener honra de muerte...»-, no ella, sino la vida es nuestra vocación más honda.

¿Llegará a conocer nuestra patria el vivir cotidiano que de nosotros pide el sacrificio total de cuantos sin culpa murieron y el dolor de quienes luego les han llorado? A veces, cuando sobre mi ánimo sopla viento favorable, creo que sí, que hacia ese término caminan los no siempre halagüeños eventos de nuestra más reciente historia. Sí, me digo; pese a todo, la exigencia de libertad, la querencia de solidaridad y la voluntad de justicia van echando raíces en España. Sólo minoría exigua son los que por uno o por otro lado se oponen al proceso de ese creciente arraigo. Pero otras veces no es favorable el viento que me llega, porque no siempre descubro en torno a mí la lucidez y la generosidad que en todo momento quisiera ver; esas en que tan ejemplarmente sobreabundaba el hombre a cuya memoria dedicas tu poema. Y entonces, Joaquín, pienso que acaso esa deficiencia se deba a que no opera suficientemente sobre las almas de quienes nos rigen la espuela que en ningún momento ha dejado de operar sobre la tuya, la mía y la de algunos otros, no sé cuántos: esa íntima necesidad moral e histórica de convertir en vida presente y futura -«vida pels d'ara - i pels que vindran», como Maragall dijo- la muerte de aquellos que para que esa vida fuese lograda perdieron la suya. Por eso se ha levantado dentro de mí el deseo de agradecerte públicamente la nobleza con que hacia este fin has querido orientar siempre, desde que fuiste consciente de lo que en verdad significaban, tu pena y tu recuerdo.


No era ciencia difícil, nos gustaba
a ti y a mí esperar en el futuro,

dices a Dionisio. Varias personas tenemos la suerte de haber sido y ser amigos de otras dos, tú y él, para las cuales ese ejercicio «no era ciencia difícil».






ArribaAbajo«Cándido» y Umbral


ArribaAbajoSobre lo cheli

Uno de los pontífices de lo cheli, Cándido, ha tenido la fina y cordial atención, «porque también los chelistas - tienen su corazoncito», como hoy, chelificándose, diría don Ricardo de la Vega, ha tenido la atención, iba diciendo, de comentar el mínimo suceso de mi jubilación como catedrático poniéndome al día como escritor; esto es, sometiéndome al amistoso choteo de relacionar mis temas y mi prosa, profesoralmente irónica algunas veces, estamentalmente profesoral otras, ingenuamente grave las más, con la novísima versión literario-vital del madrileñismo a que hoy dan ese enigmático nombre. «Estamos todos en el hemiciclo -escribe Cándido- escuchando, o por lo menos oyendo... a los listos de la nación que también dicen cosas en chino, pero no en el chino que habla usted, don Pedro, porque no me dirá que hablar de la conciencia ética y de la libertad intelectual no es hablar en chino, sino en un chino de barrio chino, en un chino apache, en un chino cheli.»

Yo y lo cheli, lo cheli y yo, como dos modos de la expresión y de la conducta que se tocan sin mezclarse. Para un hombre que se mueve por el mundo y por su tiempo tratando de entenderlos, una verdadera tentación intelectual, el reto deportivo de dar respuesta satisfactoria a la pregunta por la esencia de lo cheli. «¿Qué es el ente?», se preguntaba el insaciable Aristóteles. Forzado a no volar tan alto, yo me limito a preguntarme: «¿Qué es lo cheli?» Aquí y ahora, that is the question.

Varios textos de la más alta y constante autoridad en la consideración del tema, Francisco Umbral, van a servirme de punto de partida. «Lo cheli va siendo una manera madrileño-metafísica de estar en el mundo... Lo cheli es lo madrileño medular pasado por lo macarra multinacional... Iniesta es un obispo cheli que toma vinos con el personal y hace aleluyas obreras a la orilla del tren... Lo cheli es estar de vuelta, claro, y lleno uno del sentimiento tragicómico de la vida, que lo otro es unamunismo paliza... Lo cheli es lo remadrileño socarronizado por la dictadura y cosmopolitizado por las casas de discos... Don Ramón, hoy, hubiera escrito en cheli, porque lo cheli es el fatalismo irónico del pueblo y los intelectuales bajo las democracias burguesas y las dictaduras pequeño-burguesas.» Todo lo cual, creo yo, puede conducirnos a esta primera definición, entre esencial y descriptiva: lo cheli es un estar de vuelta de las cosas, vivido y dicho mediante un esperpentismo temática y expresivamente actualizado. Temáticamente actualizado, en cuanto que su materia principal está constituida por lo que fue gran parte de la vida española durante los últimos cuarenta años y por lo que de ella perdura -todavía- en estos años nuestros. Actualizado expresivamente, en cuanto que el genial lenguaje de los esperpentos, eficacísimo aún, de alguna manera debe ser puesto al día.

Primera definición acabo de llamar a la expuesta. ¿Acaso no nos obliga a verla así un examen atento de lo que en ella es género próximo, la actitud vital de «estar de vuelta»? Uno de los rasgos distintivos del vivir madrileño, escribía yo hace quince años, es su constante tendencia a estar de vuelta. El estar de ida hacia las cosas suele parecer al hombre de Madrid signo de ingenuidad excesiva, condición de «isidro». Lo cual, si en ocasiones puede ser fuente de elegancia y simpatía, se convierte en otras en el vicio, tan nocivo para la vida española, de pretender estar de vuelta sin haber estado de ida, esto es, sin un ingenio y entusiasta aprendizaje previo. De ahí el habitual despego de los madrileños -respecto de los temas, no frente a las personas- y su tan notorio aplomo cuando madrileñamente se expresan. La fonética del habla madrileña, esa que suelen adoptar los actores cuando interpretan tipos populares de Madrid, manifiesta ante todo esas dos notas psicológicas, el despego y el aplomo. Se dirá que todo habitante de gran ciudad muestra ser despegado y aplomado en sus actitudes y reacciones. Cierto; ahí está el habla de los parisienses. Pero lo propio del madrileño-madrileño, si vale decirlo así, es el inequívoco carácter dominador y envolvente de ese despego y ese aplomo. Instalado en su acento y en su gesto, el madrileño castizo parece indicar, en efecto, que está dominando y envolviendo con los vuelos de su persona las cosas de que en aquel momento habla y que, no obstante dominarlas y envolverlas, señorial y magnánimamente se digna dejarlas existir junto a sí. «Que te lo digo yo, hombre, que te lo digo yo.» Póngase acento arnichesco en la pronunciación de esta frase, y se verá súbitamente confirmado lo que ahora afirmo.

Tres posibilidades, por tanto, en la actitud frente al «estar de ida»: la pura y simple beatería, el menosprecio por falsa superioridad y la secreta estimación a través de la ironía o el sarcasmo. Llamo beatería al asombro ante lo obviamente comprensible y a la carencia de ironía ante lo intelectualmente deleznable. Piense el lector en tantos de los que a su alrededor a troche y moche pongan los ojos en blanco. Llamo menosprecio por falsa superioridad al estar de vuelta sin haber estado de ida. En ocasiones, con crasa ignorancia, aunque su expresión no carezca de ingenio y gracia, como la del madrileño arnichesco que sin saber lo que fue el Peripato saluda a un paseante diciéndole, pongo por caso, «Buenas y peripatéticas.» En ocasiones, con seudosuficiente o seudosobrada cultura, como -según el agudo juicio de Ortega- solía proceder Valera en su crítica: «era crítica para Valera el arte de mostrar cómo lo que las gentes tenían por cosa de gran significación y trascendencia no venía a ser a la postre sino asunto casero y trivial, fuera ello la filosofía de Hegel, el sentido del Quijote o el sobrehombre de Nietzsche». Llamo, en fin, secreta estimación del estar de ida a través de la ironía o el sarcasmo, a la que se expresó en los esperpentos de Valle-Inclán y yo quisiera que no deje de expresarse en las producciones de los actuales cultivadores de lo cheli.

Don Ramón no puso en solfa tragigrotesca el estar de ida, sino el falso, inconsistente y presuntuoso estar de vuelta de la España «vieja y tahúr, zaragatera y triste» -dígalo otra vez el verso de don Antonio Machado- que le tocó ver en torno a sí; pero desconocería lamentablemente la esencia del esperpento quien no adivinase en el fondo de él una profunda estimación positiva de los valores grotescamente contrahechos por la realidad social en él esperpentizada: el dolor no merecido y noblemente soportado, la abnegación mansa o heroica en pro del bien ajeno, la inteligencia ardua y honestamente entregada a la conquista de la verdad. ¿Lograremos levantar entre todos, chelificantes unos, laboriosos otros, esperpentizando las falsas «vueltas» y avanzando en las animosas «idas», la España sin «Gracia y Justicia», ya recordáis la bazofia periodística que llevó este nombre, pero con justicia y gracia, que desde Moratín y Jovellanos tantos españoles vienen queriendo? Seguro estoy de que en la línea de esta interrogación tratan de moverse, con las escenas de su «vacile histórico-político», los tres recientes mosqueteros de lo cheli.






ArribaAbajoJosé María López Pinero


ArribaAbajoEsperanza en el recuerdo

Pienso, José María, que nuestro público lector -la parte de nuestro público lector a la que no basta la novela de moda-, apenas tiene noticia de lo que es y lo que significa su libro, todavía reciente, Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII. Y como lo juzgo fundamental para un recto conocimiento de la historia de nuestro país y para la deseable instalación de él en su indeciso presente y frente a su más indeciso futuro, en estas páginas, orientadas hacia la calle y no hacia los conciliábulos de los eruditos, le diré cómo veo yo las razones de ese juicio mío.

Dos intenciones y dos espléndidos logros son patentes en su libro, y un oculto y estremecido anhelo creo adivinar en el trasfondo de la severa y rigurosa investigación que en él se nos ofrece.

Patente intención y logro espléndido de usted es la resuelta superación del planteamiento puramente polémico -la tan traída y llevada «polémica de la ciencia española»- que durante más de dos siglos ha regido el examen y la valoración de nuestro pasado científico. Heridas las mejores almas de España por la vidriosa situación de nuestro país en el conjunto de los que han dado a la Europa moderna su vanguardia, partidas en dos bandos contrapuestos por la reacción al dolor que esa herida causaba, desde mediados del siglo XVIII se han enfrentado entre sí, sin otras armas que su ideología político-religiosa, su encendida pasión y una erudición de sobrehaz, los voceadores del «En ciencia no hemos hecho nada» y los paladines del «En ciencia, como en todo, los españoles hemos hecho lo suficiente para ser el grande y glorioso país que España ha sido desde la Edad Media hasta la segunda mitad del siglo XVII»: luz de Trento y amazona de la raza latina, como rezan las arrogantes palabras del Menéndez Pelayo joven.

Era urgente pasar de la pelea verbal -contrapunto seudocientífico de la pelea sangrienta que iban siendo y hasta hoy mismo han sido nuestras guerras civiles- al conocimiento solvente y preciso de lo que en el campo de la actividad científica fue nuestro pasado; a la limpia visión de éste «como propiamente fue», según la ambiciosa consigna de Ranke. Y dando cumplida cima a valiosos esfuerzos de investigadores precedentes, entre los que merecen especial mención Millás Vallicrosa y Juan Vernet, eso es lo que en relación con los siglos XVI y XVII acaba de hacer su libro. «Dove si grida non è vera scienza», dice un texto de Leonardo da Vinci que Ortega difundió entre nosotros. Sin gritos, aunque no sin acero en la pluma, cuando lo ha creído necesario, verdadera ciencia, ciencia puntual de la controvertida y gritada historia de nuestra ciencia nos ha dado usted a manos llenas.

No es menos patente la intención y menos espléndido el logro en lo tocante al método de su pesquisa. Con una noble mezcla de ambición -la de quien se propone explorar tierras poco conocidas- y de piedad -la de quien desea consagrar su atención y su amor a la obra de hombres por igual esforzados y modestos-, desde el comienzo de su brillante carrera historiográfica ha querido usted estudiar y valorar las que varias veces ha llamado «épocas deslucidas». Sin el conocimiento de éstas, con sólo el de las «grandes figuras», más lúcido y más fácil, en principio, porque sólo se atiene al examen y la comprensión de lo que hicieron unos cuantos hombres, ¿podría alcanzarse una idea cabal de la historia de cualquiera de las actividades del hombre, la ciencia entre ellas? No ha desdeñado usted el enfrentamiento historiográfico con alguna gran figura de la medicina, y ahí está su monografía sobre el neurólogo Jackson para demostrarlo. Pero sucede que el interés del historiador se dirige de ordinario hacia el brillo de los grandes creadores de la ciencia y del pensamiento -con frecuencia he incurrido yo en esa necesaria, pero cómoda limitación-, y así nunca llegaría a ser verdadera «historia total», conforme a la razonable exigencia de Pierre Vilar, estudio integrado de todas las actividades de las sociedades humanas a través del tiempo, como usted mismo dice, la historia que se conoce y se escribe. Fiel a ese antiguo propósito suyo, ha sabido ampliar el concepto de «época deslucida» -por ejemplo, la relativa a los estudios biológicos y médicos en la España inmediatamente anterior a Cajal- con el de «área deslucida», la que en relación con las ciencias de la naturaleza constituye nuestro país durante los dos siglos en que usted lo estudia, y esto le ha permitido valorar como antes no lo habían, sido varias espléndidas gemas y algunas estimables hazañas de nuestra contribución a la historia del saber y de la técnica -a su cabeza, el arte de navegar y la minería-, y le ha exigido planear por la vía del concepto y realizar por la del documento una indagación cuantificada y descriptiva de la posición social de los cultivadores de la ciencia y de la organización de la actividad científica en España, allá por los años en que -como con casi entera verdad geográfica y con sobreabundante jactancia retórica suele decirse- a los hispanos no se les ponía el sol.

De mano maestra y con ejemplar instalación en la historiografía de nuestro tiempo -ejemplar, porque ha sabido evitar excesos y corregir amaneramientos-, usted, José María, nos ha enseñado todo lo que en ciencia fuimos e hicimos los españoles durante los siglos XVI y XVII. Con lo cual, al margen de las que llama «teorizaciones perniciosas», ha puesto ante nuestros historiadores generales un grave e incitante problema, y ante todos los íberos de hoy, historiadores o no, el oculto y estremecido anhelo de que antes hablé. Ni tan poca como dijeron los que por doctrinarismo progresista no querrían, ninguna, ni tanta como afirmaron aquellos para los que por doctrinarismo contrario, de todo y en medida egregia habríamos tenido entonces, ahí está, certera y lealmente expuesta, la contribución, de la España áurea al progreso de la ciencia. ¿La que desearíamos los muchos españoles a quienes nos duele que nuestro pueblo no participara en la revolución científica del siglo XVII, con cuanto ella ha representado para la vida histórica y social de los que temprano o tarde la hicieron? Desde luego, no, ¿Por qué? Sin responder satisfactoriamente a esta interrogación, nunca España dejará de ser ese «enigma histórico» a que desde hace algunos años tantas vueltas se viene dando. Y tras ella, el anhelo que para cualquier lector sensible late bajo la sobria y clara prosa de su libro. Continuando el todavía incipiente, pero ya fecundo esfuerzo creador de nuestros hombres de ciencia durante el Medio-Siglo-de-Oro de la cultura española que va desde 1880 a 1930, ¿logrará la España de hoy y la de mañana recoger el reto que usted con su libro nos ha propuesto, llegará a producir -lo diré con palabras muchas veces usadas por mí- la ciencia correspondiente a un país europeo de treinta y cinco millones de habitantes? Nuestros políticos y nuestros científicos deben ser los primeros en tomar la palabra. Con su investigación y su conducta, desde hace tiempo se ha puesto usted, José María, entre los adelantados que predican el buen camino conforme a una de las fórmulas mejores de eso que llaman «sabiduría popular»: con el mazo dando.






ArribaAbajoAntonio Gala


ArribaAbajoAmor bajo la tierra

I. Cuando este comentario sea impreso, se habrá extinguido la corta vida escénica del drama de Antonio Gala Noviembre y un poco de yerba. Su personaje central ha sido brillantemente encarnado por Amelia de la Torre. Gabriel Llopart ha dado muy digna réplica a la gran actriz. Por encima de sus accidentales errores, el drama es, tanto humana como teatralmente, nobilísimo. ¿Por qué, entonces, la fugacidad de su paso por el cartel del teatro Arlequín? Para responder a esta pregunta, veamos ante todo lo que la pieza es.

Al término de nuestra guerra civil. Diego, soldado del ejército vencido, encuentra refugio en la vivienda de Paula: un sótano miserable bajo la cantina de cierta oscura estación de ferrocarril. Allí vive Paula con su madre, pobre loca traspasada por un delirio erótico. El miedo a las represalias retiene al perseguido en el sótano. Surge el amor entre Paula y Diego; y tras el amor, algo semejante a una vida familiar. Van corriendo los meses y los años. Tres hijos nacen, crecen y emigran. Paula y Diego siguen en el sótano: aquélla, yendo y viniendo del cuidado de la cantina al cuidado de su hombre; éste, clavado en su refugio por obra conjunta del temor y el hábito. El espaciado ruido de los trenes que pasan, el lamento enloquecido y nostálgico de la madre, las reiteradas visitas del guardabarrera Tomás -un inválido del ejército vencedor- a la cantina de Paula: éste y sólo éste es el mundillo que envuelve el subterráneo amor conyugal del fugitivo y su protectora. Estamos en 1966. Veintisiete años, desde la noche de mayo en que Diego halló asilo en el sótano. Dos novedades van a producirse: Paula regala a Diego un pequeño aparato de radio; poco después, Diego oye por él la noticia del decreto de amnistía. Las voces y las músicas de la radio perforan ese estrecho mundillo de Diego y le ponen en comunicación directa con el espacioso mundo que hay sobre el techo de su guarida: el mundo del sol y la libertad que desde hace veintisiete años le está vedado, el verdadero mundo. Para saber algo de él, para poder soñarlo, ya no es necesaria la palabra informadora y providente de Paula. El sol y la libertad que tanto anhela, ¿le serán al fin posibles? El decreto de amnistía, ¿no será una trampa para atraparle? ¿Encontrará valor en su alma para comparecer ante quienes le vencieron y perseguían? Tras tantos años de amorosa y absorbente tutela, ¿será capaz de vivir por sí mismo? Sale del encierro, y se ve obligado a regresar; no puede con el sol y la libertad. El sol le ciega, como a los liberados de la caverna platónica, y la libertad le hace tropezar y caer. No es posible, sin embargo, volver atrás; si lo hiciera, se le haría insoportable la convivencia con Paula. Un nuevo intento. Tomará su fusil y se presentará ante las autoridades del pueblo. Pero su destino -ser víctima de una guerra fratricida- es más fuerte que él. En la recámara del fusil quedaba todavía una bala; y un traspié en la escalerilla que conduce desde el sótano a la cantina, desde la oscuridad a la luz, hace que esa bala acabe con la nunca lograda vida de Diego.

De los tres elementos que integran toda obra dramática -la idea, la acción y el diálogo-, dos me parecen excelentes en Noviembre y un poco de yerba; el otro, no tanto. Excelente es, en efecto, la idea de presentar de manera unitaria el doble destino trágico del hombre implacablemente vencido por la historia y el varón para el cual la vida y el amor no pueden ser otra cosa que una constante tutela de la amante. Excelente asimismo es el diálogo, que Antonio Gala, desde su nacimiento como autor teatral, maneja con indudable facilidad y notoria maestría; con tanta facilidad, que a veces -tal es el caso en la primera escena entre Paula y Tomás- se deja llevar de ella e incurre en evidente pecado de prolijidad. Menos buena veo yo la acción en que la idea se desgrana y de que brota el diálogo; y no sólo por esa prolijidad que acabo de apuntar, sino por la perturbadora reiteración con que interviene la madre loca -tan cuestionable, en cuanto personaje, como su hermana gemela de La casa de Bernarda Alba- y por la insuficiente nitidez dialéctica con que al final de la obra estalla el drama de una convivencia amorosa torcidamente planteada. Desde el momento en que la radio permite a Diego una comunicación directa con «el mundo de arriba» -feliz idea teatral-, el público se pierde, y no llega a vivir de manera suficiente la doble y aniquiladora tragedia del recluso. Pero, como antes dije, estos errores parciales no impiden que Noviembre y un poco de yerba sea, tanto humana como teatralmente, una pieza nobilísima.

¿Por qué, entonces, no ha entrado en ella el público? ¿Por qué la fugacidad de su presencia en el cartel? ¿Sólo por lo que en ella es -o puede ser- defectuoso? A mi juicio, no. Las razones de la actitud de nuestro público son bastante más profundas. Por creerlo así, y por estimar que en ellas hay una clave para entender «por dentro» la actual sociedad española, no resisto la tentación de comentarlas en mi próximo artículo.

II. El drama Noviembre y un poco de yerba, de Antonio Gala, es, sin duda, una pieza teatral noble e importante. ¿Por qué, entonces, la fugacidad, de su paso por el cartel? ¿Sólo porque en su construcción haya tales o cuales defectos parciales? A mi juicio, no. Las causas de la actitud del público son más hondas, y acaso valga la pena intentar desentrañarlas.

La primera de ellas no requiere desentrañamiento alguno, porque es sobremanera superficial. Aludo a la tópica y abusiva concepción del teatro como pura diversión. La inmensa mayoría de nuestro público va al teatro para divertirse, y en definitiva para reír. Para él, «di-vertirse», verter la vida por cauces distintos del habitual y negocioso, es ante todo deshacerse en carcajadas; y en virtud de un proceso de reducción semántica análogo a ése, el término «espectáculo» suele ser entendido como puro «pasatiempo». Sólo excepcionalmente, y por obra, casi siempre, de un prestigio mítico o de una curiosidad extrateatral, queda roto o conmovido entre nosotros ese tiránico monopolio de la risa.

Pero en el caso de Noviembre y un poco de yerba ha habido algo más; algo pertinente a la vidriosa materia dramática que esta vez ha querido manejar Antonio Gala: nuestra guerra civil. Y esto sí que merece más detenido comentario.

Desde que el tema de la última guerra civil aparece en nuestra escena -en definitiva, desde La muralla-, una de las claves del éxito popular de la pieza ha sido la ruptura con el maniqueísmo político; esto es, con la cómoda y desdichada clasificación de los contendientes en «buenos» (los vencedores) y «malos» (los vencidos). Yo diría que la palabra en que esa clave ha cobrado expresión -tácita y sobreentendida, a veces- ha sido el adverbio «también»: «también nosotros», cuando el propósito era una parcial confesión de lacras propias, y «también ellos», cuando la intención era un tímido reconocimiento de méritos ajenos. Repásese con algún cuidado la serie que componen La muralla, Ninette, La muchacha del sombrerito rosa y El tragaluz, y a través de tanta diversidad, más aún, a través de tanta discrepancia, se advertirá la invisible presencia de un «también» resueltamente antimaniqueo en la acción representada.

Según esa línea se mueve, con muy patética y leal entereza, la acción de Noviembre y un poco de yerba. No hay en ella ideología alguna; no hay declamación de razones o de seudorrazones; hay tan sólo una actitud, la de Paula, y una situación, la de Diego. Desde su condición de mujer afincada en la «intrahistoria», como diría Unamuno, con su tosco y honrado sentir de persona ajena a las disputas políticas de los hombres, Paula, herida cruelmente por la guerra, clama con desgarro contra ésta. Con su patente situación de vencido total -vencido por sus adversarios y por su propio miedo-, Diego es la encarnación inconsciente del doble «también» a que antes me he referido, el «también nosotros» y el «también ellos»; un «nosotros» y un «ellos» que podían darse, cualquiera que fuese su procedencia, en cualquiera de los espectadores. Afirma cautamente el autor que la historia de Noviembre y un poco de yerba puede decir más de lo que dice. «Todo dependerá -añade- de quien la escuche; de las cicatrices que tenga quien la escuche.» La soterrada acción de esas cicatrices, ¿qué podía ser, en definitiva, sino la de escribir un invisible «también» antimaniqueo en el corazón del espectador?

¿Por qué, entonces, no se ha sostenido en el cartel Noviembre y un poco de yerba? Responderé escribiendo de nuevo una palabra que más arriba usé: por su entereza. Por la cruda y trágica entereza con que Antonio Gala ha puesto sobre la escena un destino de «vencido total». Por la firme y limpia exclusión de esa endeble actitud anímica que los ingleses llaman wishful thinking, pensar según el querer. En definitiva, por su clara voluntad de no halagar la tópica tendencia del público español a la comodidad. Frente al problema moral o histórico que Noviembre y un poco de yerba ha puesto sobre la escena, nuestro público quiere una solución, aunque sea blanda y falsa; y Antonio Gala, con desusada y anticomercial entereza, ha querido excluir de su drama toda blandura y toda falsedad. Mi más sincero aplauso para Antonio Gala.

¿Quiere esto decir que Noviembre y un poco de yerba da por insoluble el conflicto que lleva en su entraña? Nada sería más injusto que responder afirmativamente. ¿Sería alguien capaz de sostener que para Sófocles no era humana y helénicamente posible una solución del conflicto entre Antígona y Creonte? Antígona y Diego mueren víctimas de un fatum trágico; pero esto no excluye la existencia de una ordenación de la existencia humana -helénica en el caso de Antígona, española en el de Diego, humana en uno y otro-, dentro de la cual sea la vida y no la muerte lo que al fin triunfa. ¿Cuál? Antonio Gala no nos lo dice; ni siquiera nos lo sugiere. Teniendo en cuenta lo que hoy es el público español, tal es, a mi modo de ver, la más honda razón de la fugacidad de Noviembre y un poco de yerba en el cartel. La secreta razón por la cual esta vez las cicatrices no han llegado a ser eficaces.






ArribaAbajoDiego Gracia


ArribaAbajoMente y corazón

Dos razones podían moverme, Diego, a escribirle esta carta abierta: una entre privada e íntima, aunque alguna consecuencia vaya teniendo en la vida intelectual de nuestro país la materia a que ella se refiere; tocante la otra a una importante parcela de lo que en esa vida intelectual es hoy cosa pública o semipública. Me limitaré a nombrar la primera y trataré de exponer la segunda.

Al término del prologuillo que hace unos años escribí para un excelente estudio de nuestro entrañable Agustín Albarracín -del cual pronto habré de decir, nobleza obliga, cuánto le debe ya la actual cultura médica española- declaré paladinamente que con su decisión de trabajar a mi lado me ayudó a vivir. Pues bien: con él y varios más, entre quienes generosamente me han honrado llamándose a sí mismos discípulos míos, Luis S. Granjel, José María López Piñero, Luis García Ballester, Juan Riera, Felip Cid, Emilio y Rosa Balaguer, Pedro Marset, José Luis Peset, Elvira Arquiola, Silverio Palafox y Juan Antonio Paniagua, usted, Diego, no poco contribuye a esa para mí tan roborante faena; y no sólo con su leal amistad, también, esto es lo importante, porque cada uno a su modo todos ustedes han contribuido, ojalá sea hasta mi muerte, a hacer real la regla de oro de los que en el enseñar tienen su oficio: «Menguado el discípulo que, llegado a cierta edad de su vida, no sabe ser maestro de su maestro; menguado el maestro que, llegada su vida a cierta edad, no sabe ser discípulo de sus discípulos.» Y ustedes, esto es lo importante -aquello, en definitiva, por lo cual no será del todo inoportuna la pública difusión del presente párrafo-, van sabiendo ser maestros míos siendo en sus respectivas materias lo que en otro prólogo, éste a una monografía de López Piñero, a él y a ustedes les decía yo: europensibus europensiores, «más europeos que los europeos». Se escribió antaño que los colonos anglos en tierra de Irlanda llegaron pronto a ser hibernis ipsis hiberniores, «más irlandeses que los irlandeses mismos». Para mi propio gozo y para bien de quienes en España ahora empiezan a conocerles, «más europeos que los europeos mismos» consiguen ustedes ser en los temas que respectiva y personalmente cultivan.

Dejemos, sin embargo, la primera de las posibles razones de esta carta abierta -aun cuando, como se ha visto, algo haya en ella que trasciende el ámbito de lo íntimo y lo privado-, y vengamos, Diego, a la segunda: su participación en el acto con que hace pocos días fue presentado al público el volumen Reeditas, primero de los que como resultado de su actividad colectiva va a lanzar el «Seminario Xavier Zubiri», de la madrileña Sociedad de Estudios y Publicaciones. Ignacio Ellacuría y usted -más directamente usted, por la obligada ausencia de aquél- han sido artífices principales de dicho volumen, en cuyo contenido colaboran el propio Zubiri, ustedes dos, A. del Campo, C. Baciero, C. Fernández Casado, María Riaza, F. Montero Moliner y A. López Quintás. Pero mi oficio en las páginas de esta revista no es reseñar libros -menester tan autorizadamente cumplido por Antonio Tovar-, sino comentar sucesos, y como suceso del mundo en que vivimos quiero glosar el acto en que usted intervino y las palabras que en él pronunció.

Tres son según esas palabras suyas los fines principales del Seminario Xavier Zubiri: 1) El estudio, la exposición y la interpretación del pensamiento filosófico de quien da nombre a tal Seminario. 2) El desarrollo de temas en que la filosofía zubiriana se muestra ricamente fecunda, pero que acaso no lleguen a ser directamente tratados por el propio Zubiri. 3) La crítica, si hace al caso, de las teorías zubirianas, siempre que esa crítica se haga con un conocimiento suficiente de aquello que se critica. Y luego añadía usted, temáticamente apoyado en unas aquilinas frases de Hegel, que la preocupación por la metafísica, más precisamente, por un tratamiento metafísico de los temas a que el Seminario en cuestión vaya a consagrarse en el futuro, debe ser actitud constante de todos sus miembros. Con lo cual ha surgido, por fin, el punto central de mi comentario a dicho acto y de mi pública carta a usted.

¿Cultivo del pensamiento de Zubiri? ¿Preocupación por la metafísica? ¿Qué par de anacronismos son estos?, habrán dicho para sí o entre sí no pocos de los que por estos pagos -y por otros- se atribuyen narcisísticamente el monopolio de la actualidad filosófica. ¿Es que hoy, si de veras se pretende vivir con la inteligencia al día, puede hacerse una filosofía que no sea análisis (entendiendo por tal el pensamiento filosófico ahora dominante en el mundo anglosajón) o dialéctica (en el sentido de la dialéctica marxista o materialismo dialéctico)? ¿Acaso no acaba de escribirse, y en cursiva, como para que nadie eche a humo de pajas el aserto, que tal análisis y tal dialéctica son hoy «los modos regulativos dominantes de hacer filosofía en España»? De lo cual resultaría que Xavier Zubiri, ustedes, en tanto que miembros del Seminario bajo tal nombre constituido, y en general cuantos no procedan según esas dos pautas -aun dando por bueno y muy bueno que hagan su análisis y su dialéctica, siquiera sea epigonalmente, los españoles a uno o a otra vocados-, todos vendrían a ser en nuestro país pintorescos, anacrónicos e inanes tañedores de una flauta tan obsoleta, en este mundo nuestro científico y desmitificado, como la del mismísimo Pan.

No pretendo yo negar o desconocer -ni usted, Diego, bien lo sé-, no ya la extensa vigencia actual de esas dos magnificadas orientaciones del pensamiento filosófico, que eso sería tanto como no ver o no querer ver la luz del día, mas tampoco su indudable importancia parcial, entendiendo con todo rigor la significación que poseen el adjetivo «indudable» y el adjetivo «parcial», para ejercitar hoy con eficacia el oficio de filosofar; pero pienso no traicionar el sentir de usted, como comilitón del Seminario de Xavier Zubiri, respondiendo a la adolescente y unilateral jactancia de nuestros estanqueros del pensamiento filosófico -léase en el diccionario oficial la segunda aceptación de la palabra «estanco»- con la consabida frasecita que dicen que dijo Galileo: Eppur si muove. O bien, viniendo a nuestro caso: «Y, sin embargo, sigue moviéndose la metafísica»; quiero decir, una metafísica que, como la de Xavier Zubiri, pretende ser, repetiré una fórmula ya usada por mí, salvación intelectual de la realidad, a través de la ciencia de hoy y de la historia hasta hoy.

«Salvación intelectual de la realidad», esto es lo decisivo. Porque si la meditación filosófica no procura cumplir con cierta seriedad tal empeño, tan permanente como intermitente en la historia del hombre desde Tales y Anaximandro hasta, pongo por caso, Ernst Bloch y Xavier Zubiri, no creo que esa meditación pase de ser una suerte de mental encaje de bolillos, aun cuando los encajaros se llamen Russell, Carnap o Wittgenstein; y no nombro entre ellos a Carlos Marx, el gran bonzo de la dialéctica materialista, porque lo que -a su modo- con toda seriedad Marx se propuso, fue precisamente esa faena de salvación de la realidad. ¿Que qué es la realidad? Todo: el cosmos, la materia, el espacio, el tiempo, el hombre, la historia, el mal, el bien, el amor, el dolor, la sociedad, la justicia, la enfermedad, el arte; y también lo que algunos -si anacrónicos o no, el tiempo le dirá- seguimos llamando «Dios»; y, por supuesto, lo que unitariamente nos permite considerar «reales» todas esas realidades. Del modo que sea, dígasenos, por favor, lo que en sí mismo y para nosotros es lo real, bien en su radical unidad, bien en alguno de sus modos particulares, y entonces pensaremos muchos que se está haciendo verdadera filosofía, y no tan sólo -todo lo fino que se quiera- mental encaje de bolillos. Contemplando yo como discípulo vitalicio esa inacabable aventura de la inteligencia, aunque mi oficio consista en enseñar y a veces alcance a cumplirlo enseñando alguna coseja mía, reciba, querido Diego, el abrazo cordial y agradecido de un hombre que por tener junto a sí a todos ustedes, ya sabe a quienes me refiero, sienten en su intimidad que desde dentro de sí mismo se le está ayudando a vivir.






ArribaAbajoLuis García Ballester


ArribaAbajoVer y sentir en Granada

Discurso de recepción en la Real Academia de Medicina de Granada.


Señores académicos, no he venido aquí para halagar con piropos de ocasión los oídos de un amigo, sino para delinear con palabras responsables el perfil, inacabado aún, por fortuna suya y vuestra, de un joven sabio. Veréis.

En primer término, su formación. Luis García Ballester llegó a la disciplina que ahora con tal magisterio cultiva, por una obra de seducción y arrastre. Era médico, joven médico brillante, y tuvo la suerte de coincidir con un hombre que había de ser para él a la vez hermano mayor, maestro e iniciador: José María López Pinero, hoy catedrático de la misma disciplina, figura, como él, de talla internacional en el cultivo de ella. No sé sí habéis pensado en la estructura de la experiencia de que fue titular y beneficiario Luis García Ballester. Por una parte, la convivencia personal con un hombre algo mayor, y a la vez, como he dicho antes, hermano e iniciador suyo, en una aventura que enriquece y ensalza. Eficaz resulta siempre este contacto cuando hay calidad, en quien lo vive. Por eso Luis García Ballester llegó por vía de contacto, de contagio, de seducción, de arrastre, al puesto que hoy ocupa. En segundo lugar, la índole de aquello que se hace. No basta, naturalmente, la calidad de la persona con quien se está, si aquello que se hace no vale por sí mismo. Y él tuvo la suerte de ver una disciplina, habitualmente considerada como accesoria, decorativa, suntuaria o pintoresca, la Historia de la Medicina, como lo que en realidad es, un saber fundamental para la formación intelectual y social del médico. Me cabe una pequeña parte remota en que las cosas fueran así. Y debo decir -repetiré aquí lo que más de una vez he dicho- que con hombres como Luis García Ballester, y como su hermano mayor, José María López Piñero, y como el pequeño grupo de los que a mi lado están en Madrid habiendo recogido de mí directamente esta posible influencia, con todos ellos encuentro día a día algo que cada vez necesito más: auxilio íntimo para vivir, ayuda moral para mantenerme eficazmente en pie sobre esta tierra nuestra.

Como consecuencia de esas dos instancias -el contacto con un hombre, el descubrimiento del valor objetivo que en sí misma tiene para el médico la disciplina por él profesada-, Luis García Ballester llegó a la cátedra colaborando en la actividad de una, la de Valencia, que muy pronto, y en muy buena parte por obra suya, ha sido también magnífico Instituto de investigación. Allí se forjó un maestro, un investigador y un hombre. He dicho muchas veces que, entre las enseñanzas de los antiguos, una de ellas está en el acierto de la fórmula técnica con la cual definían las profesiones. ¿Qué es el médico? Vir bonus medendi peritus. ¿Qué es Luis García Ballester? Vir bonus, docendi et investigandi peritus. Hombre bueno, perito en el enseñar y en el investigar. Pues bien, éste que ya era así, así mejoró su triple condición, así lo recibisteis vosotros y así, para vuestro bien, entre vosotros está.

Al lado del tema galénico y del tema medieval, con tanta eminencia cultivado por él, otro aspecto debe ser subrayado en la obra de Luis García Ballester: el tocante a la relación entre medicina y sociedad, desde un punto de vista histórico. Uno de los motivos por los cuales nuestra disciplina puede ser fecunda hoy, consiste en el estudio del problema de la conexión entre la medicina y la sociedad en todas las épocas y desde todos los puntos de vista: el intelectual, el político, el económico, el de los usos y costumbres. Voy a mostrarlo mencionando tan sólo dos de los varios preciosos estudios consagrados por García Ballester al tema: el tocante a la relación entre la medicina y la sociedad en la España del siglo XIX, mejor dicho, en contribución a un volumen colectivo que se publicó cuando él era todavía colaborador en el centro de investigación que dirige José María López Piñero, y su finísimo, sugestivo estudio de la conexión entre el fenómeno médico de la epidemia y la realidad social en que la epidemia estalla y se propaga, el comportamiento de la sociedad ante la enfermedad epidémica. Bastó un brevísimo paso suyo por la Universidad de Murcia, cuando en ésta prestó, como pionero, servicios de docente e investigador, para que surgiese una investigación de primera mano en los archivos de Orihuela, trabajo en el cual ha puesto magníficamente de relieve cómo una determinada sociedad, la sociedad estamental tardía del Antiguo Régimen de España, se conduce ante el hecho de la enfermedad epidémica. Sus pesquisas acerca de la fiebre amarilla en Málaga proseguirán, ya en Granada, esta línea de su obra historiográfica.

Pero todo esto lo tenéis todavía en vuestros oídos, porque en alguna medida viene expresado en la parte de su investigación que ha querido leer como discurso de ingreso en esta Real Academia de Medicina. Parte de su investigación. El eminente y dignísimo presidente de esta Academia, el profesor Guirao, le instaba a que no descuidase el estudio de la medicina de los moriscos granadinos dentro del cuadro que él, como todos nosotros, ha visto dibujado ante sus ojos. Pues yo puedo decirle que eso lo podrá ver pronto, para aprovecharlo -después diré por qué- en múltiples sentidos.

Este discurso y la investigación entera a que él pertenece son, me atrevo a afirmarlo, modelo de investigación histórica, médica y social. Un modelo, porque uno y otra cumplen las dos exigencias que en relación con un fenómeno complejo deben existir, y de las cuales, por desgracia, sólo uno -importante, desde luego- suele ser mencionado y repetido. Cuando muchos árboles están reunidos entre sí suele decirse que el imperativo a que debe someterse el que los mira es ver aquello de tal manera que los árboles no le impidan ver el bosque. Cierto, certísimo. Pero, cuidado, ahora que las cosas pueden verse desde lejos y desde muy arriba, cuando se las mira desde un aparato volador cualquiera, también, existe el peligro de que la visión de un bosque nos impida ver los árboles. Que los árboles no nos impidan ver el bosque, que el bosque nos ayude a ver mejor los árboles. Pues bien, el discurso de García Ballester, que, naturalmente, no glosaré, porque tan transparente es que no necesita glosa ninguna -yo diría que no sólo nos ha entrado por los oídos, también por los ojos- cumple esa doble exigencia mediante una triple proyección que quiero, eso sí, comentar muy rápidamente. Pienso yo, en efecto, que este discurso debe ser valorado y entendido desde tres puntos de vista principales: el médico, el hispánico y el sociocultural.

Desde el punto de vista médico, y más en la parte de él que ha sido más pormenorizadamente leída, este discurso nos hace ver la incardinación social de la medicina en toda su integridad. Fin primer término, la enfermedad; en segundo, el saber acerca de la enfermedad; en tercero, la praxis respecto a la enfermedad. La enfermedad como hecho social; el saber científico, seudocientífico, cuasicientífico o infracientífico acerca de esa enfermedad; la conducta individual y social frente a la enfermedad misma. He aquí una serie de problemas de carácter médico y social abordados de manera magistral, ejemplar, por Luis García Ballester.

También nos ha obligado a reflexionar este discurso -y a esto me refería yo antes, cuando hablaba de los posibles frutos de su lección- sobre nuestra condición de españoles. Porque nos ha situado ante la época central de nuestra condición y nuestra historia, el siglo XVI, y ha puesto su trama viva ante nuestros ojos, esa realidad que un ilustre granadino, Américo Castro, llamó la «edad conflictiva» de la historia de España. O, más aún que la edad conflictiva, la etapa religiosa de la condición conflictiva de la vida histórica de España. ¿Qué vamos a decir nosotros acerca de esa condición conflictiva, si la hemos vivido, si la estamos viviendo o en nuestra sangre o en nuestro recuerdo más inmediato? Pues bien; él, precisamente en relación con su particular problema, muy documentalmente, sin patetismos innecesarios, sin concesión alguna al melodramatismo, nos ha mostrado cómo ese discurso debe hacernos reflexionar acerca de nuestra condición de españoles. Segunda proyección de su discurso: la española, la hispánica.

Y en tercer lugar una proyección y una consecuencia mucho más amplias, de carácter sociocultural. No sé si lo habréis advertido con claridad; pero por debajo de sus precisos análisis y de sus juicios de conjunto acerca de un bosque, del cual nos hacía ver los árboles sin perder nunca de vista el bosque al cual esos árboles pertenecen y que ellos constituyen, ha puesto ante nuestros ojos un problema que parecía ya abolido en la historia de la humanidad y que por desgracia ha surgido otra vez, con dramática violencia, precisamente en esta segunda mitad del siglo XX. Nos ha mostrado, en efecto, lo que con un enunciado ampliamente sociológico-cultural, no sólo sociológico-médico, podríamos llamar la relación dialéctica entre el entorno imperante y el ghetto. ¿Quién podría decir después del siglo XVIII, con la ilusión de su cosmopolitismo, y después de la Revolución francesa, y después de la conciencia progresista del siglo XIX, que había de resurgir con violencia esta tensión dialéctica entre un contorno imperante y un ghetto a él perteneciente? He aquí uno de los caracteres de nuestro tiempo que aparece con un vigor, una riqueza y una intención ética realmente ejemplares en el discurso de Luis García Ballester. Porque en él nos ha mostrado su autor cuáles son los términos principales -en este caso, desde un punto de vista médico- de lo que antes he llamado yo la relación dialéctica contorno imperante-ghetto, en su triple dimensión sociocultural, sociopolítica y socioeconómica.

Estas consecuencias pueden ser esquemáticamente reducidas a cuatro notas. La primera, puramente enunciativa de aquello a lo cual el análisis se refiere, es la marginación, la existencia de grupos humanos marginados respecto del conjunto de la sociedad a que minoritaria y oprimidamente pertenecen. En segundo lugar, la inevitable consecuencia de la marginación para los que han de hacer su vida dentro del ghetto, en este caso los médicos moriscos de la España del siglo XVI, la degradación. El hombre que por fuerza ha de moverse dentro de un ghetto termina soportando una existencia degradada, y tanto desde el punto de vista sociocultural, como desde el punto de vista socioeconómico: esos pobres moriscos, a los cuales se decía que se les hacía un favor espiritual convirtiéndolos en pobres y haciendo que siguiesen como pobres a lo largo de su vida. En tercer lugar, como consecuencia de la degradación, la desesperación. La desesperación del ghetto. La desesperación de todos los hombres que no pueden realizar plenamente su condición humana, precisamente por vivir dentro de un ghetto. Y luego, porque así es el hombre, porque así es la historia, porque incluso de lo más malo puede salir a veces algo que sea bueno, y hasta superior, contra la voluntad de los que quisieran que todo aquello con lo que tratan fuese malo, la sublimación. Dentro del ghetto puede haber, hay en no pocas ocasiones, espíritus sublimes que, sacando del dolor las fuerzas que sólo el espíritu del hombre puede sacar de él, logran convertir al degradado en ejemplar. Ahí está Edith Stein, acrisolando intelectual y éticamente su condición humana a través de esa enésima potencia del ghetto que es un campo de concentración. Ahí están también los hijos o los nietos de los que empezaron viviendo dentro del ghetto español, como minorías marginadas y oprimidas, a fines del siglo XV y durante el siglo XVI; ahí están Luis Vives, santa Teresa de Jesús, fray Luis de León, Mateo Alemán, tanto más. Evidentemente, todos ellos fueron lo que fueron dentro de la sociedad que entonces era el contorno imperante, y en buena parte ayudados por ella. Pero ¿qué vetas sutiles no habría en su espíritu, debemos preguntarnos, en cuanto que herederos y sublimadores de los que antes, conversos o no conversos, habían estado en el ghetto? Algunas palabras de Luis Vives, no pocas de fray Luis de León, muchas de Mateo Alemán, quién sabe si el entresijo de algunas de santa Teresa, ¿no llevarán dentro de sí algo de esto a que me estoy refiriendo? El discurso que hemos oído, magistral, ejemplar, desde un punto de vista histórico-médico, también lo es desde otros puntos de vista: el histórico-social, el ético, el humano.

Decía Rudolf Virchow que la política debía ser Medizin in Grossen, medicina en gran escala. Es decir, el arte de aplicar a la mejora de la condición humana, en el seno de una sociedad, todos los recursos de que el hombre puede echar mano. La lección eticopolítica de este discurso es justamente ésta; porque nos ha hecho ver que una reflexión histórica acerca del pasado puede mostrarnos cómo el historiador, enseñando a los demás lo que él ve, puede incitar a que se vea en la política esa Medizin in Grossen, esa medicina en gran escala que postuló Virchow. Esto ha sido su discurso, y así es el hombre que lo ha pronunciado.

Un hombre que desde hace unos cuantos años es para vosotros los granadinos un triple regalo. Regalo para vuestra ciudad, porque os incita a meditar con voluntad perfectiva y sanadora sobre los recovecos dolorosos de la historia de Granada que en ella pusieron con sus vidas los moriscos del Albaicín, y así redime al Albaicín de tantas de las deformaciones de carácter folklórico a que hoy está sometido. Con la inteligencia, a través de la inteligencia, os ha mostrado que en esta ciudad hubo un tiempo en el cual centenares, millares de personas vivieron en condición de hombres de ghetto, y por añadidura os ha incitado a entender aquello con voluntad integradora y a transponer esa voluntad integradora a la vida actual, de tal manera que en la vida actual no haya ghettos raciales, ni religiosos, ni políticos, ni económicos, ni culturales. Regalo para vuestra Universidad a través de su Facultad de Medicina. Su actividad docente, todos vosotros la conocéis, hace inútil el elogio. Regalo, en fin, para esta Academia, si la Academia, de algunos de vosotros lo he oído, quiere hacer verdadero honor a su condición de tal. Leí hace bastantes años en Schleiermacher que la realización social del saber acontece según tres formas y tres niveles: el de la Escuela, el de la Universidad y el de la Academia. La Escuela es la institución en la cual el saber se transmite sin investigar. La Universidad es la institución en la cual, a la vez que se enseña, se investiga. Si la Universidad no enseña no es Universidad; si la Universidad no investiga es Universidad sólo a medias. Y en tercer lugar, nivel supremo, la Academia, que no enseña, que a veces no investiga, porque no dispone de fondos propios para ello, pero que debe hallarse constituida para la libre discusión de los resultados de la investigación a que a ella puedan llevar los miembros que la constituyen. Luis García Ballester, vir bonus, docendi et investigandi peritus, es un regalo para esta Academia, porque os va a ayudar, más aún, os va a incitar a que cumpláis con vuestra condición de académicos en este alto y específico sentido de tal palabra.

Mi enhorabuena, pues, a la Real Academia de Medicina de Granada, y en nombre vuestro, porque habéis querido otorgarme este honor, permitidme que diga a Luis García Ballester: «Gracias y bienvenido a esta Casa.»






ArribaAbajoRicardo Bofill


ArribaAbajoEl espacio habitable

Una feliz iniciativa de la Sociedad de Estudios y Publicaciones nos ha permitido a los habitantes de Madrid -madrileños o no- conocer de cerca a los miembros que integran el Taller de Arquitectura de Ricardo Bofill, oír su pensamiento y, sobre todo, contemplar a través de varias docenas de diapositivas lo que en sí mismos son los proyectos y las realizaciones de este importante y actualísimo grupo de trabajo; desde las casas barcelonesas con que Bofill se inició en su oficio, hasta la reciente y ya mundialmente célebre remodelación del espacio urbano de Les Halles, de París. Teniendo sólo en cuenta esa copiosa exhibición de imágenes y la sobria y atinada glosa que de ellas nos ofreció Anna Bofill, trataré de exponer cómo yo, desde mi profanidad, veo la significación que el Taller de Arquitectura posee en nuestro mundo.

En la sucesión de mis experiencias urbanísticas y arquitectónicas, desde la que me deparó el claustro de San Juan de Duero, en la Soria de mi infancia, hasta la que me han brindado el Zócalo mejicano y las Pirámides de Teotihuacán, a una debo la fascinante vivencia de sentirme a la vez, y de golpe, ciudadano del planeta, terrícola y coagonista de la segunda mitad del siglo XX, casi veintecentista. Esto fue exactamente lo que en 1957 me aconteció visitando y recorriendo por vez primera el Rockefeller Center, de Nueva York. Florencia, Venecia, Compostela, el propio París, todo se me convirtió de repente en arqueología; arqueología bellísima, subyugante, insustituible, preferida, todo lo que se quiera, pero arqueología. Con lo cual estoy diciendo dos cosas: que la honda fascinación que me produjo y me ha seguido produciendo la maravilla del Rockefeller Center no es en primer término estética, aun cuando también lo sea, sino histórica; y que a la estructura interna de esa peculiar vivencia urbanística y arquitectónica pertenecen por igual la complacencia y la terribilidad. Porque a un tiempo placiente y terrible es el hecho de vivir conscientemente en el nivel histórico en que se existe, y más cuando ese nivel es el de hoy, el nuestro.

Una conclusión debería imponerse, si esa personal impresión mía fuese universalmente reconocida como válida: que si el arquitecto aspira como tal arquitecto a vivir y a crear con fidelidad a la segunda mitad de nuestro siglo, en la línea estilística y funcional de lo que arquitectónicamente representa el Rockefeller Center -esto es, en la simple prosecución de lo que significan los nombres de Groppius, Le Corbusier, Mies van der Rohe, Frank Lloyd Wright, etcétera-, deberá moverse, cuando sobre su mesa de trabajo imagine y diseñe una forma nueva. Ahora bien: ¿debe ser así?

La visión de las diapositivas antes mencionadas y -sobre todo- la autorizada explicación que de ellas nos ofreció Anna Bofill, obliga a dar una respuesta resueltamente negativa. Porque, si no me equivoco, la intención que preside la obra del Taller de Arquitectura de los Bofill es en definitiva reducible a tres coordenadas: la asunción transfiguradora de la historia, la toma de postura frente al paisaje -la relación dialéctica edificación-paisaje, si se prefiere decirlo así- y la búsqueda de caminos arquitecturales hacia nuevas formas de la comunidad interhumana.

Asunción transfiguradora de la historia. Supongamos que el arquitecto debe levantar su obra en un lugar desprovisto de pasado histórico; tal ha sido, caso extremo, el de los constructores de Brasilia, porque la ciudad está surgiendo sobre un suelo nunca hollado por pie humano hasta que sobre él pisaron quienes estaban planeando la flamante capital político-administrativa del Brasil. Frente a este problema, la «solución Rockefeller Center», si se me permite decirlo así, deberá constituirse en norma, y esto es lo que de hecho ha acontecido en el Distrito Federal brasileño; con resultados, por lo que parece, estética y funcionalmente espléndidos. Pero ¿y si el lugar donde ha de alzarse el edificio posee un pretérito arquitectural y culturalmente importante? No pocos malos, inescrupulosos arquitectos -véanse ciertos parajes del interior de Sevilla, y dígase si lo que se contempla no es para llorar- han optado por imitar a rajatabla la actitud de los planeadores de Brasilia. Abiertamente opuesta es la disposición mental del Taller de Ricardo Bofill. Por lo visto y oído, la regia en él viene a sonar así: «En tanto que arquitecto, yo estoy obligado a asumir en mi propia creación, así en el orden estético como en el funcional, las formas que antes de mi obra han configurado humanamente el espacio que me rodea.» Con lo cual -si tal espacio es el francés- no nacerá un « gótico imitado» o un «neogótico», como el de Viollet le Duc, sino un «gótico asumido y recreado», como el de Bofill. Y mutatis mutandis, otro tanto cabría decir respecto de la espléndida arquitectura militar, también francesa, de un Vauban.

Toma de postura frente al paisaje. Ahora no se trata de las formas y los colores creados por el hombre en su historia, sino de los colores y las formas producidos por la naturaleza en su proceso. ¿Qué puede, qué debe hacer el arquitecto frente al paisaje natural en que le hayan invitado a edificar? Puede hacer -nos responden los Bofill- dos cosas contrapuestas: adaptarse orgánicamente a él, crear edificios que parezcan ser un desarrollo de tal paisaje, o tratar de completar éste imaginativamente, lograr que el nuevo edificio se muestre como un contraste completivo del ámbito telúrico que le circunda. Después de todo, ¿no ha sido siempre así? La urbanística de la hermosa capital del Maestrazgo, ¿qué es, sino el resultado de una respuesta organicista al trozo del planeta sobre que Morella se alza? Y además de organicista, funcional, porque la estructura de la ciudad sirve a lo que ella, cuando la hicieron, debía ser. En el otro extremo de la dialéctica edificación-paisaje, ¿qué fue en el siglo V antes de Cristo la urbanística de Mileto, sino una réplica contrastante y también funcional -un tablero de ajedrez puesto sobre una sucesión continua de volutas- a la ondulante configuración de la costa jónica? Ambas lecciones, la de los anónimos morellanos de la Edad Media y la del genial Hipódamo de Mileto, están operando, creo, sobre la imaginación creadora de Ricardo Bofill.

Búsqueda de caminos hacia una nueva comunidad. Pese a la copiosa retórica, tantas veces falsa, de la incomunicación psicológica, el hombre sigue siendo un animal comunitario. Los ascetas del yermo y los navegantes solitarios siempre serán excepción. Pese a la universal realidad, tantas veces opresora, de la masificación urbana, el hombre sigue siendo un animal libre. La vida privada y el gusto por la soledad, ni son prejuicios pequeño-burgueses, como algunos afirman con su doctrina, ni deben ser lujos al alcance de unos pocos, como otros sostienen con su conducta; son modos de existir a los que los hijos de Eva aspirarán siempre; por lo menos, siempre que no se allanen a perder la conciencia de la dignidad a que como hombres tienen derecho. Ahora bien: en cuanto que habitantes de una ciudad, ¿cómo los hombres pueden resolver adecuadamente esa doble exigencia de su naturaleza, que en ciertos casos les impele hacia la comunidad y en otros les mueve hacia el aislamiento? Acaso la historia esté ya contada por los expertos; pero si no lo está, creo que sería subyugante como pocas la empresa de describir documentada e inteligentemente la serie de las soluciones arquitectónico-urbanísticas que la humanidad, desde los nómadas del paleolítico hasta los vecinos de las casas-colmena de la actualidad, ha venido dando a este grave, ineludible problema de su existencia sobre la Tierra. Y en la segunda mitad del siglo XX, pienso que una de las intenciones más centrales del Taller de Arquitectura de Ricardo Bofill es el empeño de darnos la suya: una solución al mismo tiempo satisfactoria y actual al reto de vivir comunitaria y libremente dentro de la ciudad propia.

Todo esto es -salvo error u omisión, como dicen los contables- lo que yo entendí a través de las diapositivas y las palabras que ese Taller ofreció en Madrid a cuantos tan densamente concurrieron a la invitación que, para que le conociéramos, nos ha hecho la Sociedad de Estudios y Publicaciones.