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Odas filosóficas y sagradas


Est quodam prodire.


Horacio, Epístola I, Lib. I, ver. 32.                





- I -


El invierno es el tiempo de la meditación

ArribaAbajo   Salud, lúgubres días; horrorosos
aquilones, salud. El triste invierno,
en ceñudo semblante
y entre velos nublosos,
ya el mundo rinde a su áspero gobierno  5
con mano asoladora; el sol radiante
del hielo penetrante
huye, que embarga con su punta aguda
a mis nervios la acción, mientras la tierra
yerta enmudece, y déjala desnuda  10
del cierzo alado la implacable guerra.
   Falsos deseos, júbilos mentidos,
lejos, lejos de mí; cansada el alma
de ansiaros días tantos
entre dolor perdidos,  15
halló al cabo feliz su dulce calma.
A la penada queja y largos llantos
los olvidados cantos
suceden, y la mente, que no vía
sino sueños fantásticos, ahincada  20
corre a ti, oh celestial filosofía,
y en el retiro y soledad se agrada.
   ¡Ah!, ¡cómo en paz, ya rotas las cadenas,
de mi estancia solícito contemplo
los míseros mortales  25
y sus gozos y penas!
Quién trepa insano de la gloria al templo,
quién guarda en su tesoro eternos males;
con ansias infernales,
quién ve a su hermano y su felice suerte,  30
y entre pérfidos brazos le acaricia,
o en el lazo fatal cae de la muerte
que en doble faz le tiende la malicia.
   Pocos, sí, pocos, oh virtud gloriosa,
siguen la áspera senda que a la cumbre  35
de tu alto templo guía.
Siempre la faz llorosa
y el alma en congojosa pesadumbre,
ciegos hollar con mísera porfía
queremos la ancha vía  40
del engaño falaz; allí anhelamos
hallar el almo bien a que nacemos;
y al ver que espinas solas abrazarnos,
en inútiles quejas nos perdemos.
   El tiempo, en tanto, en vuelo arrebatado  45
sobre nuestras cabezas precipita
los años, y de nieve
su cabello dorado
cubre implacable, y el vigor marchita
con que a brillar mi día la flor breve  50
de juventud se atreve.
La muerte en pos, la muerte en su ominoso,
fúnebre manto, la vejez helada
envuelve, y al sepulcro pavoroso
se despeña con ella despiadada.  55
   Así el hombre infeliz, que en loco anhelo
rey de la tierra se creyó, fenece;
en un fugaz instante,
el que el inmenso cielo
cruzó en alas de fuego desperece  60
cual relámpago súbito, brillante,
que al triste caminante
deslumbra a un tiempo y en tinieblas deja.
Un día, un hora, un punto que ha alentado,
del raudal de la vida ya se aleja  65
y corre hacia la nada arrebatado.
   ¡Mas qué mucho, si en torno de esta nada
todos los seres giran! Todos nacen
para morir; un día
de existencia prestada  70
duran, y a otros ya lugar les hacen.
Sigue al sol rubio la tiniebla fría;
en pos la lozanía
de genial primavera el inflamado
julio, asolando sus divinas flores;  75
y al rico octubre de uvas coronado,
tus vientos, oh diciembre, bramadores,
   que despeñados con rabiosa saña,
en silbo horrible derrocar intentan
de su asiento inmutable  80
la enriscada montaña,
y entre sus robles su furor ostentan.
Gime el desnudo bosque al implacable
choque; y vuelve espantable
el eco triste el desigual estruendo,  85
dudando el alma, de congojas llena
tanto desastre y confusión sintiendo,
si el dios del mal el mundo desordena.
   Porque todo fallece, y desolado
sin vida ni acción yace. Aquel hojoso  90
árbol, que antes al cielo
de verdor coronado
se elevaba en pirámide pomposo,
hoy ve aterido en lastimado duelo
sus galas por el suelo.  95
Las fértiles llanuras, de doradas
mieses antes cubiertas, desperecen
en abismos de lluvias inundadas
con que soberbios los torrentes crecen.
   Los animales, tímidos huyendo,  100
buscan las hondas grutas; yace el mundo
en silencio medroso,
o con chillido horrendo
sólo algún ave fúnebre el profundo
duelo interrumpe y eternal reposo.  105
El cielo, que lumbroso
extática la mente entretenía,
entre importunas nieblas encerrado,
niega su albor al desmayado día,
de nubes en la noche empavesado.  110
   ¿Qué es esto, santo Dios? ¿Tu protectora
diestra apartas del orbe, o su ruina
anticipar intentas?
¿La raza pecadora
agotar pudo tu bondad divina?  115
¿Así sólo apiadado la amedrentas,
o tu poder ostentas
a su azorada vista? Tú que puedes
a los astros sin fin que el cielo giran
por su nombre llamar, y al sol concedes  120
su trono de oro si ellos se retiran.
   Mas no, Padre solícito, yo admiro
tu infinita bondad: de este desorden
de la naturaleza,
del alternado giro  125
del tiempo volador nacer el orden
haces del universo, y la belleza.
De tu saber la alteza
lo quiso así mandar; siempre florido
no a sus seres sin número daría  130
sustento el suelo; en nieves sumergido
la vital llama al fin se apagaría.
   Esta constante variedad sustenta
tu gran obra, Señor: la lluvia, el hielo,
el ardor congojoso  135
con que el Can desalienta
la tierra, del favonio el suave vuelo
y del trueno el estruendo pavoroso,
de un modo portentoso
todos al bien concurren; tú has podido  140
sabio acordarlos, y en vigor perenne,
de implacables contrarios combatido,
eterno empero el orbe se mantiene.
   Tú, Tú, a ordenar bastaste que el ligero
viento que hiere horrísono volando  145
mi tranquila morada,
y el undoso aguacero
que baja entre él las tierras anegando,
al julio adornen de su mies dorada.
Así su saña irada  150
grato el oído atiende, y en sublime
meditación el ánimo embebido,
a par que el huracán fragoso gime,
se inunda el pecho en gozo más cumplido.
   Tu rayo, celestial filosofía,  155
me alumbre en el abismo misterioso
de maravilla tanta:
muéstrame la armonía
de este gran todo, y su orden milagroso;
y plácido en tus alas me levanta  160
do extática se encanta
la inquieta vista en el inmenso cielo.
Allí, en su luz clarísima embriagado,
hallaré el bien que en el lloroso suelo
busqué ciego, de sombras fascinado.  165




- II -


A un lucero

ArribaAbajo   ¡Con qué placer te contemplo
desde mi estancia tranquila,
oh hermosísimo lucero
que sobre mi frente brillas!
   ¡Cómo en tu animada lumbre  5
parece que de ti envías,
incesante, mil centellas
con que más y más te avivas!
   ¡Cómo en la lóbrega noche
con dulce violencia fijas  10
en ti extáticos los ojos,
y con tu fulgor me hechizas!
   Arde, pues, arde; y vistoso
haz mi inocente delicia,
ejercicio de la mente  15
y ocupación de la vista.
   Arde, y con tus alas de oro
en incansable fatiga
cruza antes que el alba asome
esa bóveda infinita.  20
   Arde, y entre tantos miles
en que atónito vacila
el espíritu y por ella
en rápido vuelo giran,
   galán descuella y preside  25
por tu beldad peregrina,
cual los astros señorea
el sol en mitad del día.
   ¡Oh con qué inexhaustos fuegos
brillan todos! ¡Cuánto es rica  30
la vena de luz que ceba
sus llamas y los anima!
   ¡Por qué enmarañados rumbos
y en órbitas cuán distintas
hacen sus largos caminos,  35
van, vuelven, nacen, se eclipsan!,
   pero sin jamás tocarse,
siempre en acorde medida
desde que fue el tiempo, siempre
llevando las mismas vías.  40
   Los sabios, que desde entonces
con solicitud prolija
los contemplan, embriagados
en su belleza divina,
   como el celebrado Atlante  45
que la fábula nos pinta
con sus hombros sustentando
las esferas cristalinas,
   así en ellos siempre fijos,
llegaron con atrevida  50
profunda mente a alcanzarlos
en la inmensidad do huían,
   marcándoles con el dedo,
¡oh pasmo!, las sendas mismas
que alumbran desde que el soplo  55
les dio del Eterno vida.
   Entonces al Can dijeron:
«Tú serás quien la agonía
del estío al mundo agrave
y al seco agosto presida.  60
   Y tú», al lucero del alba,
«quien amante al sol persiga,
ya a la tierra en faz riente
anunciando su venida,
   o bien, Héspero radiante,  65
si él laso al mar se retira,
«Tornad», clamando a los astros,
«que ya las sombras dominan».
   Tú, Orión tempestuoso,
quien las rápidas corridas  70
de los animosos vientos
y del mar muevas las iras.
   Y vos, plácidos hermanos,
cual la aurora matutina
la delicia es de los cielos  75
y del campo fausta risa,
   seréis los que las amainen
y en paz curéis que adormidas
de asustar dejen la tierra
y amenazaros impías».  80
   Los de las plagas eoas,
los que el polo cerca mira
y los que la lente apenas
por altísimos divisa,
   todos estudiados fueron  85
y sus órbitas descriptas,
y señalados los puntos
en que ascienden o declinan.
   ¡Oh inconcebible delirio!
Súbito, la esfera henchida  90
de dioses que allí forjara
la ignorancia o la mentira,
   adoró el hombre a una estrella;
fue de un cometa maligna
la llama, y tembló su suerte  95
la tierra en el cielo escrita.
   Luego, a un ángel semejante,
sentó un mortal en su silla
inmóvil al sol, que en torno
rodar sus planetas mira;  100
   y ya en verdad rey del cielo,
vio cabe sus pies rendidas
acatarle mil estrellas,
que su fausta luz mendigan.
   Empero el divino Newton,  105
Newton fue quien a las cimas
alzándose del empíreo,
do el gran Ser más alto habita,
   de él mismo aprendió felice
la admirable ley que liga  110
al universo, sus fuerzas
en nudo eterno equilibra,
   y hace en el éter inmenso
do sol tanto precipita,
que pugnando siempre huirlo,  115
siempre un rumbo mismo sigan.
   Los ángeles se pasmaron
de que humanal osadía
llegase do ellos apenas
con arduo afán se subliman;  120
   y el inapeable coro
de estrellas, cuya benigna
fúlgida llama en su duelo
agracia a la noche umbría,
   ya descifrado a los hombres,  125
de beldad más peregrina
fue a sus ojos, que en pos de ellas
en su etéreo albor se abisman.
   ¡Oh, si con iguales alas
al ansia en que ora se agita,  130
sobre vosotras lograse
alzarse mi mente altiva!
   ¡Con qué indecible embeleso
en vuestra luz embebida,
la sed en que se consume  135
saciar feliz lograría!
   ¿Cuál es vuestro ser? ¿En dónde
arde la inexhausta mina
que os inflama? ¿Qué es un fuego
que los siglos no amortiguan?  140
   ¿Sois los soles de otras tierras,
do en más plácida armonía
que aquí, sus débiles hijos
vivan sin odios ni envidias?
   ¿Por qué en tan distintos rumbos  145
todas giráis? ¿Por qué unidas
como un ejército inmenso
no formáis sola una línea?
   ¿Por qué...? La mente se ahoga,
y a par que atónita admira,  150
más y más que admirar halla,
y más cuanto más medita.
   Pero mi lucero hermoso,
¿dónde está? ¿De su encendida
vivaz llama qué se hiciera?  155
¿Quién, ¡ay!, de mi amor me priva?
   Mientras yo el feudo a sol tanto
de admiración le rendía,
de sus celestiales huellas
toda el alma suspendida,  160
   él se hundió en las negras sombras
y fue a brillar a otros climas,
hasta que en su manto envuelto
lo torne la noche amiga.
   Así las dichas del mundo:  165
leve un soplo las mancilla,
o, sombra fugaz, volaron,
crédulos corriendo a asirlas.




- III -


La presencia de Dios

ArribaAbajo   Doquiera que los ojos
inquieto torno en cuidadoso anhelo,
allí, gran Dios, presente
atónito mi espíritu te siente.
   Allí estás, y llenando  5
la inmensa creación, so el alto empíreo
velado en luz te asientas,
y tu gloria inefable a un tiempo ostentas.
   La humilde hierbecilla
que huello, el monte que de eterna nieve  10
cubierto se levanta
y esconde en el abismo su honda planta,
   el aura que en las hojas
con leve pluma susurrante juega,
y el sol que en la alta cima  15
del cielo ardiendo el universo anima,
   me claman que en la llama
brillas del sol, que sobre el raudo viento
con ala voladora
cruzas del occidente hasta la aurora,  20
   y que el monte encumbrado
te ofrece un trono en su elevada cima,
la hierbecilla crece
por tu soplo vivífìco y florece.
   Tu inmensidad lo llena  25
todo, Señor, y más: del invisible
insecto al elefante,
del átomo al cometa rutilante.
   Tú a la tiniebla oscura
das su pardo capuz, y el sutil velo  30
a la alegre mañana,
sus huellas matizando de oro y grana;
   y cuando primavera
desciende al ancho mundo, afable ríes
entre sus gayas flores,  35
y te aspiro en sus plácidos olores;
   y cuando el inflamado
Sirio más arde en congojosos fuegos,
tú las llenas espigas
volando mueves y su ardor mitigas.  40
   Si entonce al bosque umbrío
corro, en su sombra estás, y allí atesoras
el frescor regalado,
blando alivio a mi espíritu cansado.
   Un religioso miedo  45
mi pecho turba, y una voz me grita:
«En este misterioso
silencio mora; adórale humildoso».
   Pero a par en las ondas
te hallo del hondo mar; los vientos llamas  50
y a su saña lo entregas,
o si te place, su furor sosiegas.
   Por doquiera infinito
te encuentro, y siento en el florido prado
y en el luciente velo  55
con que tu umbrosa noche entolda el cielo
   que del átomo eres
el Dios, y el Dios del sol, del gusanillo
que en el vil lodo mora,
y el ángel puro que tu lumbre adora.  60
   Igual sus himnos oyes
y oyes mi humilde voz, de la cordera
el plácido balido
y del león el hórrido rugido;
   y a todos dadivoso  65
acorres, Dios inmenso, en todas partes
y por siempre presente.
¡Ay!, oye a un hijo en su rogar ferviente.
   Óyele blando, y mira
mi deleznable ser; dignos mis pasos  70
de tu presencia sean,
y doquier tu deidad mis ojos vean.
   Hinche el corazón mío
de un ardor celestial que a cuanto existe
como tú se derrame,  75
y, oh Dios de amor, en tu universo te ame.
   Todos tus hijos somos:
el tártaro, el lapón, el indio rudo,
el tostado africano,
es un hombre, es tu imagen y es mi hermano.  80




- IV -


A l a verdad

ArribaAbajo   Ven, mueve el labio mío,
angélica verdad, prole dichosa
del alto cielo, y con tu luz gloriosa
mi espíritu ilumina.
Huya el error impío,  5
huya a tu voz divina,
cual se despeña la tiniebla oscura
del albo día ante la llama pura.
   No desdeñes mi ruego,
que hasta aquí siempre cariñosa oíste,  10
tú, que mi numen soberano fuiste
y encanto delicioso;
que deslumbrado y ciego
se lanza presuroso
del pestilente vicio en la ancha vía  15
el mortal triste a quien tu luz no guía.
   Mas aquel que clemente
miras con blanda faz, en su belleza
absorto, alzarse a tu inefable alteza
ansia con feliz vuelo;  20
y hollando osadamente
cuanto el mísero suelo
mentido bien solícito atesora,
su ilusión ríe y tu deidad adora;
   tu deidad, que tremenda  25
la mente turba del feroz tirano
y hace que el grito que su orgullo insano
arranca al oprimido
despavorida atienda
su oreja entre el lucido  30
estrépito en que el aula le adormece
y un vil incienso por doquier le ofrece.
   Mientras, con amorosa
plácida diestra, de los tristes ojos
limpias el llanto y calmas los enojos  35
del infeliz opreso,
aliviando oficiosa
el rudo indigno peso
que oprimir puede la inocente planta,
que a Dios su ánimo libre se levanta.  40
   Ven, pues, oh deidad bella;
fácil desciende del excelso cielo,
do te acogiste, abandonado el suelo
con vicios mil manchado;
y cual radiante estrella  45
conduce al engañado
mortal, tu luz su espíritu ilumine,
y el orbe entero a tu fulgor se incline.
   Yo, en tu gloria embebido,
siempre te aclamaré con frente osada;  50
y a tu culto la lengua consagrada,
en mi constante seno
un templo te he erigido
do, de tu numen lleno,
te adoro, alma verdad, libre si oscuro,  55
mas de vil miedo y de ambición seguro.
   Por ti, cuanto en su instable
inmensidad el universo ostenta
o al Altísirno en gloria se presenta,
como posible existe;  60
que en su mente inefable
tú el prototipo fuiste
a cuya norma celestial redujo
cuanto después su infinidad produjo.
   Y eterna precediendo  65
del tiempo el vuelo rápido, inconstante,
mientras se pierde el orbe en incesante
deleznable ruina,
por ti propia existiendo,
ante tu luz divina  70
al sistema falaz el velo alzado,
y el error ves cual niebla disipado;
   y centro irresistible
del humanal deseo, cuanto hallara
sagaz en la ancha tierra y en la clara  75
región del alto cielo
su tesón invencible,
todo al ferviente anhelo
lo debe, oh pura luz, con que la riente
te busca inquieta y tus encantos siente.  80
   En ellos embebido,
a Siracusa el griego a saco entrada
no ve, y herido de la atroz espada
da su vida gloriosa;
y el gran Newton, subido  85
a la mansión lumbrosa,
cual genio alado tras los astros vuela
y al mundo absorto la atracción revela.
   ¡Oh augusta, firme amiga
de la excelsa virtud! Tú al sabio oscuro  90
que adora de tu faz el lampo puro
cariñosa sostienes
en la ilustre fatiga;
sus venerandas sienes
de inmortal lauro ciñes, y su gloria  95
durar haces del tiempo en la memoria;
   o si el triste nublado
de la persecución hórrido truena,
tú le confortas, y su faz serena
escucha el alarido  100
del vulgo fascinado,
contra sí embravecido,
o a la infame venganza que maquina
en las tinieblas su fatal ruina.
   Así, en plácida frente  105
pudo el divino Sócrates mostrarse
al frenético pueblo y entregarse
a sus perseguidores,
que la copa inclemente
le ornaste tú de flores,  110
y en su inocente diestra la pusiste
y en néctar la cicuta convertiste.
   Mártir él generoso
de tu excelsa deidad, así decía,
el tósigo mirando: «Vendrá un día  115
que útil al mundo sea
mi suplicio afrentoso,
y la verdad se vea
con el gran Dios de todos acatada,
la vil superstición por tierra hollada.  120
   Del punto, que propuse
impávido anunciarla, el error fiero
alzar contra mi pecho su impío acero
vi con diestra ominosa;
a morir me dispuse  125
en la empresa gloriosa:
dócil, mas firme, abrazo las cadenas
con que hoy me oprime la engañada Atenas.
   Si Anito me persigue,
le perdono, y al crédulo Areopago;  130
y muriendo, a la patria satisfago
el feudo que la debo.
Hoy mi virtud consigue
su prez; el cáliz bebo
con que me brinda el fanatismo impío;  135
y, ¡oh Ser eterno!, en tu bondad confío».
   Así dijera el sabio,
y el tósigo letal tranquilo apura.
Inmóvil le contempla en su amargura
Fedón; Cebes y Crito  140
con desmayado labio
gimen; al vil Melito,
Critóbulo maldice ciego de ira,
y él en los brazos de Platón expira.
   Cual la encendida frente  145
hunde, escondido en nubes nacaradas,
en las sonantes ondas, recamadas
de sus rubios ardores,
el sol resplandeciente,
en pálidos fulgores  150
fallece el día, y su enlutado velo
la noche tiende por el ancho cielo.




- V -


La gloria de las Artes

ArribaAbajo   ¿Adónde incauto desde el ancha vega
del claro Tormes, que con onda pura
y paso sosegado
de Otea el valle fertiliza y riega,
hoy el numen procura  5
su vuelo levantar? ¿De qué sagrado
espíritu inflamado,
dejando ya a los tímidos pastores
el humilde rabel, canta atrevido
la gloria de las Artes, sus primores,  10
y de la patria el nombre esclarecido?
   Cual el ave de Jove, que saliendo
inexperta del nido en la vacía
región desplegar osa
las alas voladoras, no sabiendo  15
la fuerza que la guía,
y ora vaga atrevida, ora medrosa,
ora más orgullosa
sobre las altas cimas se levanta,
tronar siente a sus pies la nube oscura  20
y el rayo abrasador ya no la espanta,
al cielo remontándose segura;
   entonce el pecho generoso, herido
de miedo y alborozo, ufano late,
riza su cuello el viento,  25
que en cambiantes de luz brilla encendido,
el ojo audaz combate
derecho el claro sol, le mira atento,
y en su heroico ardimiento
la vista vuelve, a contemplar se para  30
la baja tierra y con acentos graves
su triunfo engrandeciendo, se declara
reina del vago viento y de las aves;
   yo, así saliendo de mi humilde suelo
en día tan alegre y venturoso  35
a gloria no esperada,
dudo, temo, me inflamo y alzo el vuelo
do el afán generoso
al premio corre y palma afortunada,
palma que colocada  40
al pie de la Verdad y la Belleza,
quien de divino genio conducido
consigue arrebatarla, a ser empieza
en fama claro y libre ya de olvido,
   al modo que en la olímpica victoria  45
el vencedor en la feliz carrera
la ilustre sien ceñía
del ínclito laurel, y su memoria
eterna después era.
Mas tú la voz y plácida armonía,  50
noble Academia, guía,
mi verso al cielo cristalino alzando.
¡Felice yo si tu favor consigo,
y el dulce plectro de marfil sonando,
las Artes canto tras mi dulce amigo!  55
   Desde estos lares, su palacio augusto,
cual vivaz fénix renacer las veo
del hondo y largo olvido
en que la Iberia con desdén injusto
vio un tiempo su alto empleo.  60
¡Oh nombre de Borbón esclarecido!,
a ti fue concedido
las Artes restaurar; con tus favores,
a nueva gloria y esplendor tornaron,
la fama resonó de sus loores  65
y los cisnes de Mantua las cantaron.
   Ellas, alegres, en unión amiga
la frente levantaron con ardiente
afán, hasta encumbrarse
a la ideal belleza. A su fatiga  70
cede el bronce obediente;
y el mármol del cincel siente animarse,
tus seres mejorarse,
¡oh natura!, en el lienzo trasladados
el carmín puro de la fresca rosa,  75
los matices del iris variados,
el triste lirio y la azucena hermosa.
   ¡Oh divina pintura, ilusión grata
de los ojos y el alma! ¿De qué vena
sacas el colorido  80
que al alba el velo cándido retrata,
cuando asoma serena
por el oriente en rayos encendido?
¿Cómo el cristal bruñido
finges de la risueña fuentecilla?,  85
¿de los alegres prados la verdura,
tanta varia y fragante florecilla,
el rutilante sol, la nube oscura?
   ¿Cómo en un plano inmensos horizontes,
la atmósfera bañada de alba lumbre,  90
sereno y puro el cielo,
la sombra oscura de los pardos montes,
nevada la alta cumbre,
la augusta noche y su estrellado velo,
del ave el raudo vuelo,  95
el ambiente, la niebla, el polvo leve,
tu mágico poder tan bien remeda,
que a competir con la verdad se atreve
y el alma enajenada en ellos queda?
   Tú, de la dulce poesía hermana,  100
cual ella el pecho blandamente agitas,
y en amoroso fuego
con tu expresión y gracia soberana
le enciendes, o le excitas
a tierna compasión, a rencor ciego,  105
a desmayado ruego
y amargo lloro. ¡Oh Sanzio!, ¡oh, tu admirable
pincel cuál ha mi espíritu movido!
¡Oh!, al contemplar tu Virgen adorable
en su extremo dolor, ¡cuánto he gemido!  110
   La dolorida Madre, arrodillada
piedad pide a los bárbaros sayones
para el Hijo postrado.
Su rostro está cual la azucena ajada;
sus humildes razones  115
resuenan en mi oído. ¡Ay!, ¡cuán sagrado
aspecto, aunque ultrajado,
el del Hijo de Dios! ¡Cuál la ternura
de Magdalena y Juan! ¡Cuál la fiereza
del que herirte, oh Jesús, brutal procura!  120
¡Y en tu celestial mano, qué belleza!
   ¡Oh pinceles! ¡Oh alteza peregrina
del grande Rafael! ¡Oh bienhadada
edad, en que hasta el cielo
en alas del ingenio la divina  125
invención se vio alzada
cuando su alma sublime el denso velo
corrió con noble anhelo
de la naturaleza, y vio pasmado
el hombre ante sus ojos reverente  130
el universo estar, y hermoseado
de su mano salir y augusta mente!
   Admira, oh hombre, tu grandeza; admira
tu espíritu creador, y a la estrellada
mansión vuela seguro  135
donde tu aliento celestial suspira.
La mente allí inflamada
cruza con presto giro del Arturo
a do tiene el sol puro
su rutilante trono; y con brioso  140
pincel, guiado de furor divino,
copia el contento raudo y armonioso
con que se vuelve el orbe cristalino.
   Que no tú sola, oh música, el ruïdo
finges del arroyuelo trasparente,  145
o imitas las undosas
corrientes de la mar, o el alarido
del soldado valiente
en las lides de Marte sanguinosas.
No menos pavorosas,  150
oh fiero Julio, en tu batalla siento
crujir las roncas armas y la fiera
trompa, estrépito, gritos y ardimiento,
que si en el medio de su horror me viera.
   ¿Pues qué si entre los vientos bramadores,  155
nave de airadas olas combatida
diestro pincel me ofrece?
Yo escucho el alarido y los clamores
de la chusma afligida;
y si de Dios los cielos estremece  160
el carro y se enardece
su cólera y el trueno en son horrendo
retumba por la nube pavorosa,
de la pálida luz y el ronco estruendo
mi vista siente la impresión medrosa.  165
   Pero el mármol se anima, del agudo
cincel herido, y a mis ojos veo
a Laocoón cercado
de silbadoras sierpes; en su crudo
dolor escuchar creo  170
los gemidos del pecho congojado,
y al aspirar alzado.
Los hórridos dragones con ñudosos
cercos le estrechan, y su mano fuerte
en vano de sus cuerpos sanguinosos  175
librarse anhela y redimir la muerte.
   ¡Mira cómo en su angustia el sufrimiento
los músculos abulta, y cuál violenta
los nervios extendidos!
¡Cuál sume el vientre el comprimido aliento  180
y la ancha espalda aumenta!
Y en el cielo los ojos doloridos,
por sus hijos queridos,
¡ay!, ¡cuán tarde su auxilio está implorando!,
en tan terrible afán aun la ternura  185
sobre el semblante paternal mostrando,
cual débil luz por entre niebla oscura.
   Ellos, a él vueltos con la faz llorosa
y débil gesto, al miserable llaman
en quejido doliente  190
rodeados de lazada ponzoñosa.
¡Oh, cuán en vano claman!
¡Oh, cómo el padre por los tristes siente!
¡Y cuál muestra en su frente
la fortaleza y el dolor luchando;  195
y con las sierpes en batalla fiera,
sus vigorosos muslos agitando
los fuertes lazos sacudir quisiera!
   Mientra, en Apolo, la beldad divina
se ve grata animar un cuerpo hermoso,  200
do la flaqueza humana
jamás cabida halló. Su peregrina
forma y el vigoroso
talle en la flor de juventud lozana,
su vista alta y ufana,  205
de noble orgullo y menosprecio llena,
el triunfo y el esfuerzo sobrehumano
muestran del dios, que en actitud serena
tiende la firme omnipotente mano.
   Parece en la soberbia excelsa frente  210
lleno de complacencia victoriosa
y de dulce contento,
cual si el coro de Musas blandamente
le halagara; la hermosa
nariz hinchada del altivo aliento,  215
libre el pie en firme asiento,
ostentando gallarda gentileza,
y como que de vida se derrama
un soplo celestial por su belleza
que alienta el mármol y su hielo inflama.  220
   Ni el lugar merecido a ti, oh divina
Venus, tampoco faltará en mi canto.
¡Ay!, ¿dó fuiste formada?,
¿quién ideó tu gracia peregrina?
Tu tierno y dulce encanto  225
al ánimo enajena en regalada
suspensión; tu delgada
tez excede a la cándida azucena
cuando acaba de abrir; tu cuello erguido,
al labrado marfil; la alta y serena  230
frente, al sol claro en el cenit subido.
   ¡Oh reina de las Gracias, blanda diosa
de la paz y el contento, apasionada
madre del niño alado!
Tus soberanos ojos de amorosa  235
ternura, tu preciada
boca do ríe el beso delicado,
tu donaire, tu agrado
tu süave expresión, tus formas bellas,
del suelo me enajenan: yo me olvido;  240
y de cincel en ti no hallando huellas,
absorto caigo ante tus pies rendido.
   Tan divinos modelos noche y día
contempla atenta, oh juventud hispana,
y el pecho así excitado,  245
la senda estrecha que a la gloria guía
emprende alegre, ufana.
El genio creador vaya a tu lado;
aquel que, al cielo alzado,
huye lo popular, cual garza hermosa  250
cuando del suelo rápida se aleja,
al firmamento se levanta airosa
y el vulgo de las aves atrás deja.
   ¡Oh venturoso el que en las Artes siente
propicio al cielo, que al nacer le infunde  255
su vivífica llama!
Dadme, Musas, guirnalda floreciente
que su frente circunde;
mientra el pecho latiéndole se inflama
de noble ardor, exclama  260
desvelado en su afán, no halla reposo
al inquieto furor, teme, suspira
de un numen lleno, y con pincel fogoso,
odio, miedo, terror y amor me inspira.
   Quizá algún joven al mirar la gloria  265
de tan augusto día, y de mi canto
quizá también herido,
se excita ya a la próxima victoria;
no la duda, y en llanto
se baña de placer. ¡Oh esclarecido  270
premio, muy más subido
que el tesoro más rico! Quien merece
que tú le enjugues el sudor dichoso,
inmortal vuela por el orbe, y crece
en cada edad con nombre más famoso.  275
   Así Fidias, Lisipo, Apeles viven
en eterna memoria; así la rara
fama de Zeuxis dura,
y el grande Urbino y Micael reciben
cual ellos honra clara;  280
ni a ti, oh Velázquez, en tiniebla oscura
sumió la muerte dura.
Sus huellas, noble juventud, sus huellas
sigue, imítalos, insta; y denodada
hiere con alta frente las estrellas,  285
en sus divinas obras inflamada.
   Mas de las Musas y el crinado Apolo
oye también la celestial doctrina
que a Fidias dio el modelo
el cantor frigio del que el alto polo  290
conturba, su divina
frente moviendo, y estremece el suelo.
Y no en torpe desvelo
al vicio el pincel des. La virtud santa,
oh artistas, retratad, y disfamado,  295
el vicio huirá con vergonzosa planta,
cual sombra triste al resplandor sagrado.
   Y los que de la noble arquitectura
la ardua senda seguís, los cuidadosos
ojos volved contino  300
a la augusta grandeza y hermosura
de los restos preciosos
que del griego poder y del latino
guardar plugo al destino.
Allí estudiad la majestad suntuosa,  305
sólida proporción, sencilla idea,
que a Herrera hicieron claro; y su dichosa
edad de nuevo amanecer se vea.
   Mas tú, en quien Carlos de la patria fía
la suerte y el honor, oh esclarecido  310
conde, escucha oficioso
lo que me inspira el cielo en este día:
Si de ti protegido
sigue el genio español, si el lauro honroso
en su afán generoso  315
galardón fuere que al artista anime,
ni envidiaremos la Piedad toscana,
ni tus estancias, Rafael sublime,
ni la soberbia mole vaticana.
   Feliz entonces, el pincel ibero  320
del gran Carlos la imagen gloriosa
copiará reverente,
y al príncipe brillando cual lucero
a par su augusta esposa.
Brille el valor impreso en su alta frente,  325
y el consejo prudente;
las gracias todas en la amable Luisa,
y en el real pimpollo, ¡ay!, el consuelo
de dos mundos, la paz y tierna risa
con que recrea al venerable abuelo.  330




- VI -


De la verdadera paz


Al maestro fray Diego González

ArribaAbajo   Delio, cuantos el cielo
importunan con súplicas, bañando
en lloro amargo el suelo,
van dulce paz buscando
y a Dios la están contino demandando.  5
   Las manos extendidas,
en su hogar pobre el labrador la implora;
y entre las combatidas
olas de la sonora
mar la demanda el mercader que llora.  10
   ¿Por qué el feroz soldado,
rompiendo el fuerte muro, a muerte dura
pone su pecho osado?
¡Ay, Delio!, así asegura
el ocio blando que la paz procura.  15
   Todos la paz desean,
todos se afanan en buscarla, y gimen;
mas por artes que emplean,
las ansias no redimen
que el apenado corazón comprimen;  20
   porque no el verdadero
descanso hallarse puede ni en el oro,
ni en el rico granero,
ni en el eco sonoro
del bélico clarín, causa de lloro,  25
   sino sólo en la pura
conciencia, de esperanzas y temores
altamente segura,
que ni bienes mayores
anhela ni del aula los favores,  30
   mas consigo contenta
en grata y no envidiada medianía,
a su deber atenta,
sólo en el Señor fía
y veces mil lo ensalza cada día,  35
   ya si de nieve y grana
pintando asoma el sonrosado oriente
la risueña mañana,
ya si en su trono ardiente
se ostenta el sol en el cenit fulgente,  40
   o ya si el velo umbroso
corre la augusta noche y al rendido
mundo llama al reposo
y el escuadrón lucido
de estrellas lleva el ánimo embebido,  45
   ensalzado; y le entona
humilde en feudo el cántico agradable
que su bondad pregona,
su ley santa, inefable
con faz obedeciendo inalterable.  50
   ¡Oh vida!, ¡oh sazonado
fruto de la virtud, de la del cielo
remedo acá empezado!,
¿cuándo el hombre en el suelo
podrá seguirte con derecho vuelo?  55
   ¿Cuándo será que deje
el suspirar, temer y el congojoso
mandar, o que se aleje
del oro, a su reposo
muy más letal que el áspid ponzoñoso?  60
   Entonces tornaría
al lagrimoso suelo la sagrada,
alma paz, y sería
tan fácil, Delio, hallada,
cuan ora es, ¡ay!, en vano procurada.  65




- VII -


Al ser incomprensible de Dios

ArribaAbajo   ¡Primero, eterno Ser, incomprensible,
patente y escondido
aunque velado en gloria inmarcesible,
de todos conocido;
   Santo Jehová, cuya divina esencia  5
adoro, mas no entiendo,
cuando su influjo y celestial presencia
dichoso estoy sintiendo;
   en quien existe todo, en quien respira,
fuerza y virtud recibe;  10
el ave vuela, el pez las aguas gira,
y el hombre entiende y vive!
   Mientras más te contemplo y con más ansia
te sigo, más te alejas,
y tu bondad inmensa y mi ignorancia  15
tan sólo ver me dejas.
   Mas cómo, si los cielos de los cielos
no bastan a encerrarte,
de mi flaca razón los tardos vuelos
llegarán a alcanzarte?  20
   Ella se pierde en el excelso abismo
de tu lumbre esplendente,
y te adora, Señor, por esto mismo,
más ciega y reverente.
   Pues si le fuera comprenderte dado,  25
igual a ti sería,
el cetro te quitara, y mal tu grado,
tu trono ocuparía.
   Pero tú, Señor Dios, vences mi ciencia,
que eternos siglos vives,  30
y el primero y el último en esencia
de nadie ley recibes;
   tú, que mueves los cielos y al profundo
mar linde señalaste,
y con columnas de diamante al mundo  35
poderoso afirmaste.
   Tu solio es el empíreo, y de tus leves
pies alfombra la tierra;
y hasta el abismo a descender te atreves
y ves cuanto en sí encierra,  40
   de do sobre tus tronos te sublimas,
y velado en luz pura,
del orgullo del hombre te lastimas,
burlando su locura,
   pues siendo tú mayor que el ancho cielo  45
y que el mar insondable,
y ante quien nada es, remonta el vuelo
a tu faz adorable,
   cuando los serafines acatando,
Señor, tu inmensa alteza,  50
los rostros con las alas ocultando
publican su bajeza.
   ¡Oh riqueza eternal!, ¡oh inmenso abismo!,
¡oh ser!, ¡oh luz sagrada!,
tan sólo comprendida en ti mismo  55
y a mi anhelo eclipsada:
   ¿quién eres?, ¿dónde estás? ¿No me respondes?
Préstame tus ligeras
alas y treparé donde te escondes
en las claras esferas.  60
   Más que el viento veloz, al proceloso
Orión, a la aurora,
al aquilón, al austro sin reposo
demandaré en una hora.
   Demandaré... Destierra la osadía  65
de querer comprenderte
de mí, gran Dios, hasta que el alma mía
llegue en tu gloria a verte;
   que no es del lodo humilde en cuanto vive
tanto alzarse del suelo,  70
ni con débiles ojos se percibe
la inmensa luz del cielo.
   Ella me ofusca; mas del vil gusano
del sol al carro ardiente,
todo tu ser me anuncia soberano  75
con lenguaje elocuente.
   Yo lo toco, lo siento, y cuidadoso,
en la planta lo admiro;
lo bendigo en el bruto; respetoso
lo aliento si respiro.  80
   Pero si osada a su inefable altura,
absorta en su belleza,
la curiosa razón trepar procura
por la naturaleza,
   ella misma me grita: «Oh ciego, tente  85
en tu afán importuno,
que entrar en su sagrario no consiente
el Excelso a ninguno».
   Los objetos más claros se me mudan
y al revés se me tornan  90
de todo mis nublados ojos dudan
y todo lo trastornan;
   que el que arder hace al sol, su lumbre ciega
y una voz en mi oído
«Contempla», dice, «adora, admira y ruega  95
y gózame escondido».
   Yo así abismado en tanta maravilla,
con miedo reverente
ceso, y humilde inclino la rodilla
y la devota frente.  100




- VIII -


La noche y la soledad


Al Sr. don Gaspar de Jovellanos, del Consejo de las Órdenes

ArribaAbajo   Ven, dulce soledad, y al alma mía
libra del mar horrísono, agitado,
del mundo corrompido,
y benigna la paz y la alegría
vuelve al doliente corazón llagado;  5
ven, levanta mi espíritu abatido,
el venero crecido
modera de las lágrimas que lloro
y a tus quietas mansiones me trasporta.
Tu favor celestial humilde imploro:  10
ven; a un triste conforta,
sublime soledad, y libre sea
del confuso tropel que me rodea.
   ¡Ay!, ¿por qué así agitarse el hombre insano;
y, viendo ya a los pies, ¡oh ciego!, abierto  15
el sepulcro, gozarte?
Pon, pon freno a la risa, polvo vano,
calma de tu anhelar el desconcierto,
y entra en tu corazón a contemplarte.
¿Qué ves para gloriarte?,  20
¿qué ves dentro de ti? Vuelve los ojos
a tus míseros días; de tus gustos
la flor huyó, quedaron los abrojos
como castigos justos,
y fugaces las horas se volaron...  25
¿Qué poder tornará las que pasaron?
   Tú, augusta soledad, al alma llenas
de otra sublime luz; tú la separas
del placer pestilente,
y mientras en silencio la enajenas,  30
a la virtud el ánimo preparas,
y a la verdad inclinas trasparente
del cielo refulgente,
haciendo que nos abra el hondo abismo
do esconde sus tesoros celestiales.  35
El hombre iluminado ve en sí mismo
las señas inmortales,
merced a tu favor, de su grandeza,
del mundo vil hollando la bajeza.
   La mente sin los lazos que detienen  40
su generoso ardor, en raudo vuelo
las vagas nubes pasa,
llegando a do su trono alzado tienen
al inmenso Hacedor los altos cielos,
y a su divinidad norma se compasa;  45
de su lumbre sin tasa
gozosa se alimenta y satisface.
El fuego celestial con que se atreve
a las grandes empresas, cuanto hace
bueno, el hombre lo debe,  50
¡oh soledad!, a tu silencio augusto,
donde Dios habla y se descubre al justo.
   Mas los hombres que ilusos no perciben
su misteriosa voz, cuyos oídos
a la verdad cerrados  55
y al error son patentes, así viven
del mundo en el estrépito metidos
cual en galera míseros forzados;
siervos aherrojados
al antojo liviano y las pasiones,  60
sorpréndelos de súbito la muerte.
El sabio, sólo el sabio las prisiones
rompe con mano fuerte;
intrépido de todo se retira
y de la playa la borrasca mira.  65
   Entonces adormido en paz gloriosa,
pesa con lo pasado lo presente;
con remontado vuelo,
al ciego porvenir lanzarse osa
y eleva a las estrellas la ardua frente.  70
¿Puede a tu ser, nacido para el cielo,
embebecer el suelo?
¿Puede a un alma inmortal, con quien son nada
esos soles y globos cristalinos,
tener el bajo suelo así apegada,  75
o en juguetes mezquinos
ocuparte, olvidando el alto grado
a que el gran Ser al hombre ha sublimado?
   Ves las esferas de eternal ventura,
reales mansiones del Señor, labradas  80
por su poder divino
del sinfín de luceros la hermosura,
todos girando en órbitas variadas,
alzándose en el éter cristalino
la luna, que el benigno  85
rayo de su alba luz al inundo envía,
las pardas sombras y su horror sagrado,
del fugaz viento por la selva umbría
el son dulce, acordado.
¿Qué son los pasatiempos do te encantas,  90
a par, ¡oh ciego!, de grandezas tantas?
   Tú, espíritu sublime, que, metido
del mundo en el estrépito, suspiras
por el retiro al cielo,
del ser humano para honor nacido;  95
tú, que los yerros de los hombres miras
y a Temis templas el ardiente celo
con que hiere en el suelo,
do cual genio benéfico defiendes
al huérfano y vïuda miserables:  100
si desde el foro mi cantar entiendes,
los tonos lamentables
mira en plácida faz, dulce Jovino,
si de honor tanto humilde verso es dino.
   La amistad me lo inspira; y pues conoces  105
el valor de las lágrimas y sabes
con tu divino canto
mitigar mi dolor, las tiernas voces
oye, que el pecho en sus tormentas graves
sólo halla alivio en el amargo llanto.  110
El celestial encanto
de la dulce armonía que pusieron
los cielos en mis labios y mezquinos
engaños hasta aquí absorto tuvieron,
los avisos divinos  115
oye de la verdad, los lazos deja,
la virtud canta, y de su error te queja.
   ¿Cuándo el día será luciente y puro
que, en suave soledad contigo unido,
el ánimo cuidoso  120
pueda enjugar sus lágrimas seguro,
do en el bosque más solo y escondido,
libres, y al pie del árbol más frondoso,
en celestial reposo
tan sublimes verdades contemplemos?  125
Acelerad, ¡oh cielos!, tales días,
y la cítara fúnebre templemos,
¡oh Young!, que tú tañías
cuando en las rocas de Albión llorabas
y a Narcisa a la muerte demandabas.  130
   ¿Por qué delitos tantos? ¿Por qué holladas
las leyes de los cielos descendidas?,
¿los lechos conculcados,
los conyugales lechos, y empapadas
de humana sangre manos homicidas?,  135
¿los padres por sus hijos ultrajados?,
¿los templos profanados?
¿Quién, nuevo Catilina, quién demente
contra la patria armó tu inicua mano?
El soplo del ejemplo pestilente  140
corrompe el ser humano.
¿Pero de dónde los ejemplos nacen?
¡Ay!, de las juntas que los hombres hacen.
   El vicio, sagacísimo guerrero,
asalta el corazón, que embelesado  145
ni aun acercar le siente;
adúlanos el mundo lisonjero;
el deleite con soplo envenenado
nos adormece, y de la sed ardiente
que hartura no consiente  150
el avaro nos toca. ¿Quién holgarse
pudo en loco festín, que entre el lucido
estrépito saliera sin mancharse?
Y el falaz gozo ido,
¿quién halla el alma sosegada y pura  155
y la conciencia de aflicción segura?
   La cándida virtud, cual pura rosa
que al rayo de la aurora la cabeza
levanta aljofarada,
da a solas su fragancia deliciosa;  160
un soplo ajó su virginal belleza.
A veces sin cuidado una mirada
encendió la dañada
hoguera del amor; tal vez el ciego
rencor nació por un enojo breve  165
y una ciudad devora con su fuego.
Del mal la causa es leve,
y de sus flechas pérfido el amago,
cuanto crudo y sin límites su estrago.
   Retiro celestial, tú, ¡oh dulce puerto!,  170
do exhalado se acoge el pecho mío,
de los hombres huyendo,
de tanto mal me pones a cubierto;
a ti seguro mi dolor confío,
con mis ansias el cielo conmoviendo.  175
¿Qué lágrimas corriendo
por mis mejillas van? ¿Por qué agitado
me late el corazón enternecido
en los males del hombre malhadado?
¡Oh asilo apetecido!,  180
¡oh soledad, que en mi dolor imploro,
benigna acoge el encendido lloro!
   En estas horas, que del raso cielo
tanto fúlgido sol vela guardando
al mundo adormecido,  185
cubiertos vagan del nocturno velo
a la virtud los malos acechando;
tú, de tu solio que los ves bruñido,
¿dónde, ¡oh luna!, te has ido?
¿Huyes, de maldad tanta horrorizada?  190
¿Tu faz pálida escondes...? ¡Oh malvados!,
rubor, rubor os dé su luz sagrada;
ved que, por vos manchados
los orbes puros que el Excelso habita,
su diestra santa a su pesar se irrita.  195
   El justo, en tanto, reverente alzando
las inocentes manos, engrandece
la inmensa Omnipotencia,
su enojo con mil lágrimas templando;
y cuanto al vano mundo desparece,  200
tanto más cerca siente su presencia.
¡Los cielos...! ¡La conciencia...!
¡Qué augustos compañeros! ¡Qué sagradas
verdades mostrarán al alma mía,
ahora que estas aguas despeñadas  205
y la acorde armonía
del triste ruiseñor al manso viento
despiertan mi adormido pensamiento!
   ¿Quién puede ver el cielo tachonado
de lumbre tanta, y la beldad gloriosa  210
de la noche serena,
el arboleda umbrosa, el concitado
batir de la corriente procelosa
que allá a lo lejos pavoroso suena,
y este valle do apena  215
el rayo de la luna pasar puede,
que alegre el seno palpitar no sienta
y en suavísimos éxtasis no quede?
El alma descontenta,
divina soledad, por ti suspira,  220
do atónita al gran Ser doquier admira.
   Yo, apenas entro en tu recinto umbroso,
siento el ánimo libre y descargado
del peso que me abruma;
todo ardiendo en un fuego generoso,  225
a seguir la virtud me atrevo osado.
El liviano contento, ¿qué es en suma
sino viento y espuma?
Si en la tierra se fija el pensamiento,
cuanto en el mal feraz, en bien mezquina,  230
¿para volar al cielo tendrá aliento?
¡Ay!, la virtud divina,
que del vil suelo excelso le levanta,
sólo la debe a ti, soledad santa.
   Los hombres, siempre en la maldad osados,  235
del Señor los altísimos decretos
sacrílegos burlaran;
y a sueño vergonzoso el día dados,
en las tinieblas fúnebres inquietos
todo a su libre antojo lo trocaran.  240
¿Mas por qué tanto osaran?,
¿qué furor los tomó?, siendo el traslado
mejor la noche del Poder eterno,
do el malo entre las sombras ve azorado
casi abierto el Averno,  245
y el impío a Dios descubre confundido
y ante él se humilla, de su error corrido.
   No así los solitarios que guardaban
en otra edad las selvas pavorosas,
en olvido dichoso,  250
las silenciosas horas ocupaban
en delitos o en pláticas ociosas,
mas antes embriagados en sabroso,
dulcísimo reposo,
al común Padre ardientes sublimando  255
entre inefables éxtasis la mente,
su celestial imagen contemplando
en tanto sol luciente
como la alteza soberana muestra
de su bondad y omnipotente diestra.  260
   De noche el Señor reina; los horrores
de su lumbrosa faz sirven de velo
al Todopoderoso,
do más bien que del sol en los fulgores
al alma alumbra el vagaroso cielo.  265
Su silencio tranquilo y misterioso
da a la mente el reposo
que le roba la luz del albo día.
El estrépito y vanos menesteres,
las inútiles hablas, la alegría  270
y vedados placeres,
del dulce meditar el alma alejan
y en triste error y ceguedad la dejan.
   ¡Oh noche!, ¡oh soledad!, en vuestro seno
sólo hallo el bien y en libertad me miro.  275
Entonces las pasiones
pierden su fuerza, el corazón sereno,
y al cielo atento, tras sus astros giro;
o a la razón nivelo mis acciones,
o en mil contemplaciones  280
útilmente me ocupo; y desprendido
de los lazos del cuerpo, me levanto
al supremo Hacedor; ante él rendido,
sus maravillas canto;
y con los pies hollando lo terreno,  285
con él me gozo, alivio y enajeno.
   ¿Cómo, pues, insensato el hombre te huye,
divina soledad? ¿Cómo lamenta
su venturosa suerte
si en tu seno se ve, y al cielo arguye?  290
¿Por qué en míseras sombras se contenta?
¿Le robarán los hombres a la muerte?
¿Su golpe es menos fuerte
si en descuido le hiere? ¿Los agudos
pesares, la miseria, los dolores  295
no le amenazan sin cesar sañudos,
aunque duerma entre flores?
¿Y el hombre triste, a padecer nacido,
reposar osa en tan letal olvido?
   ¿No ha de verle el sepulcro pavoroso  300
en ciega noche y soledad, comida
de fétidos gusanos,
hasta que agrade al Todopoderoso
con su imperiosa voz darle otra vida,
alzándole del polvo con sus manos?  305
¿Beldad y años lozanos
no han de parar en esto? ¡Ay, qué insufrible
te será aquel estado, si no sabes
vivir en soledad! ¡Ay, cuán terrible,
ver que en ansias tan graves  310
sólo te hace otro polvo compañía...!
Se estremece en pensarlo el alma mía.
   Tú, dulce amigo, que el valor conoces
de la meditación, y el alma cuánto
con el retiro gana,  315
ven, y esquivadas turbulentas voces,
al cuidado civil te roba en tanto
que el sonrosado manto de oro y grana
desplega la mañana;
y con Young silenciosos nos entremos  320
en blanda paz por estas soledades,
do en sus Noches sublimes meditemos
mil divinas verdades;
y a su voz lamentable enternecidos,
repitamos sus lúgubres gemidos.  325




- IX -


Al doctor don Antonio Tavira, capellán de honor de S. M., en la muerte de una hermana

ArribaAbajo   ¡Ay!, ¿con qué voces en tu amargo duelo
alentarte podré? ¿Dónde palabras
hallará el consuelo
mi musa dolorida
para tan cruda herida?  5
   De pena mudo, en lágrimas bañado,
y el pecho en mil sollozos oprimido,
tú ruegas angustiado
a la muerte inhumana
por la inocente hermana;  10
   por tu hermana, tu amor, mitad preciosa
del alma tuya, sin sazón perdida,
cual delicada rosa
que se agosta y fenece
el día en que florece.  15
   ¡Ay!, clama en vano tu dolor profundo:
su candor, su inocencia, sus virtudes
no eran, no, para el mundo,
donde fugaz un hora
brilló cual pura aurora.  20
   Es campo de milicia el suelo triste:
ella ganó la palma en breves días,
y en la gloria do asiste
la goza ya segura
en eternal ventura.  25
   Deja, pues, de llorar y enternecerte,
ni en su angélico gozo te conduelas;
que es de Dios oponerte
a la ley adorable
con voluntad culpable.  30
   Él alargó la diestra cariñosa
para darle su herencia inmarcesible
en la mansión dichosa,
do nunca fuera oído
ni queja ni alarido.  35
   ¡Y tú, que sus consejos con rendida
frente hasta aquí, Tavira, has adorado,
gimes hoy sin medida!
¡Oh, lejos tal locura,
lejos de tu cordura!  40
   Justo es en golpe tal el desconsuelo;
mas pon los ojos en la dulce hermana
coronada en el cielo,
y en regocijo santo
se tornará tu llanto.  45




- X -


Vanidad de las quejas del hombre contra su Hacedor


Al Excmo. Sr. don Felipe Palafox y Portocarrero, conde de Montijo

ArribaAbajo   ¿Es el orgullo, es la razón quejosa
la que airada se vuelve y cuenta pide
al Hacedor divino
de esta fábrica hermosa
y la grandeza de sus obras mide?  5
«En este todo inmenso y peregrino,
¿por qué el grado más digno
al linaje del hombre no fue dado?,
¿por qué fue echado en el humilde suelo?
¿No es rey universal de lo criado?  10
Pues suba y more el cristalino cielo.
   ¿La luna plateada para él solo
no recibe la luz que al suelo envía?
¿Las fulgentes estrellas
del uno al otro polo  15
sus esclavas no son? ¿Y al albo día
por él no baña con sus luces bellas
el sol, cuando huyen ellas?
Una, pues, una su grandeza cuanto
llevan los seres todos repartido;  20
sus quejas cesen y su justo llanto,
y sea en el mundo cual señor servido».
   El hombre osado, en su soberbio pecho,
se queja así de Dios, y romper quiere,
vasallo rebelado,  25
aquel vínculo estrecho
que cada parte a su lugar refiere
y ata y sostiene cuanto está creado.
«Yo fui», dice, «formado
por término de todo, el fin primero  30
del universo soy; a mí es debida
la luz del sol, el brillo del lucero
y la tierra de hierba y flor vestida».
   ¿Y no se debe al ave el raudo viento,
presa al lobo rapaz, pasto a la oveja,  35
lluvias al verde prado?
¿El líquido elemento,
al pez no se le debe? ¿Dónde deja
el Hacedor ni un átomo olvidado?
Todo está colocado  40
cual debe en su gran obra; y nada puede
del círculo salir que le ha cabido,
sin que en desorden ciego al punto quede,
pues todo en ella mueve y es movido.
   No, excelso Palafox; si el hombre osa  45
al ángel emular, cuando quisiera
llenar más alto grado,
la soberbia orgullosa
habla en su corazón, no la severa
razón con que por Dios fue sublimado.  50
Por el primer pecado
su pecho está en dos bandos dividido:
el apetito arrastra por la tierra
cual humilde reptil, y el atrevido
ánimo al cielo mismo pone guerra.  55
   La modesta razón no encumbra el vuelo,
sino hacia sí se vuelve, y asombrada
ve la inmensa cadena
que ata el abismo al cielo.
Del infinito en medio y de la nada,  60
¿qué es el hombre ignorante?, ¿quién serena
las borrascas o enfrena
los bravos huracanes? A las aves,
¿quién enseña a surcar el vago viento,
y a sus lenguas los cánticos süaves?,  65
¿o quién dio al árbol hojas y alimento?
   Entonces, cuando el hombre alcanzar pueda
qué es la hoguera del sol, de dónde vierte
la lluvia y el rocío,
qué fuerza impele a la celeste rueda,  70
dónde suspenso el universo tiene
de Dios el infinito poderío,
podrá en su orgullo impío
a los seres decir: «A ti te toca
llenar este lugar, a ti este grado»,  75
y así adular a su soberbia loca,
en el centro de todos colocado.
   Mas no tanto; si el siervo los secretos
ve del señor, o si el vasallo sabe
qué sistemas medita  80
y sagrados decretos
el rey en su hondo seno; si en ti cabe
sondar cómo tu cólera se irrita,
¡oh ciego!, y quién la excita,
quién a tu sangre por las venas mueve,  85
por qué causa la piedra al centro baja,
por qué es líquida el agua, el viento leve,
en tachar necio a tu Hacedor trabaja.
   ¡Hijo del polvo, si elevarla osas,
alza la vista al cielo y ve la esfera  90
de estrellas tachonada,
todas a par hermosas!
¿Es sólo para ti tanta lumbrera?
Acaso cada cual será empleada
en bañar con dorada  95
llama, como acá el sol, otro gran suelo;
y los que el globo de Saturno moran,
tan lejos como tú miran el cielo,
y que tú habitas este punto ignoran.
   Los ojos vuelve hacia la baja tierra,  100
y a sus vivientes llega a tu despecho;
el más imperceptible
mil otros en sí encierra.
Del mosquito sutil, ¡qué inmenso trecho
al que apenas la lente hace visible!  105
¿Y acaso no es posible
descender aun de aquél? Pues él contiene
dentro en sí otros, que a vivir dispone;
cada cual movimiento y partes tiene,
y cada parte de otras se compone.  110
   El hombre, comparado, generoso
amigo, al universo, es cual el punto
con la tendida esfera
o un ola al mar undoso.
Su saber es que empieza y muere junto,  115
y menos que un instante, su carrera.
Mas años mil viviera,
jamás otros misterios sondaría.
Las cosas todas en la nada nacen
y en lo infinito paran; quien las cría  120
contará sólo los guarismos que hacen.
   Hombre mortal, escucha: «Al orden mira
del todo; el orden es la ley primera
del cielo soberano.
La inmensidad admira  125
del universo y gózate en tu esfera,
que tu felicidad está en tu mano.
Deja de anhelar vano
por el lugar del ángel; a él subiendo,
también al tuyo el bruto ascendería,  130
la planta al animal fuera impeliendo,
y del orden por ti todo saldría.
   La providencia es justa; a ti te ha dado
en suerte la virtud, y al tosco bruto,
el deleite grosero.  135
No estés, no, mal hallado
con la augusta virtud; su dulce fruto
es del alma la paz, y el verdadero
gozo, su compañero,
que nada acá en la tierra darte puede.  140
¿Y qué en ella o los cielos comparable
merece ser al justo?, ¿quién le excede
o es hechura de Dios más admirable?
   La grande ley que vivifica todo
es el común amor: ama a tu hermano,  145
ama a la patria y ama
todo el mundo, de modo
que antepongas al Dueño soberano
que bienes tantos sobre ti derrama.
Si este ardor bien te inflama,  150
ora en la tierra mores largos días,
o en flor te anuble un ábrego enojoso,
no temas las mortales agonías,
que como justo acabarás gozoso».
   Así naturaleza al hombre dice,  155
y la blanda esperanza hasta él desciende
que le conforta el pecho;
y él con ella es felice.
Mas si su osada vanidad entiende,
le deja, en sus sistemas satisfecho,  160
trabajar sin provecho.
Su presunción con risa mira el cielo;
y él, nunca en su locura bien hallado,
mientras anhela el bien con más desvelo,
más parece que el bien huye su lado.  165

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