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- XI -


La tempestad

ArribaAbajo   ¿Oyes, oyes el ruïdo
del aquilón que en la selva
entre los alzados robles
con rápidas alas vuela?
   ¡Oh!, ¡cuál silba!, ¡cómo agita  5
las ramas! Sus hojas tiernas
en torbellinos violentos
desparce con rabia fiera.
   Una nube le acompaña
de negro polvo; la niebla  10
se lanza en un mar undoso
del cóncavo de las peñas,
   y cubre el cielo. La llama
del sol desperece envuelta
en caliginosas nubes,  15
y la noche a reinar entra.
   Las aves huyen medrosas;
de espanto inmóvil se queda
el tardo buey, y el establo
azorado a hallar no acierta.  20
   Crece el huracán; del trueno
la imperiosa voz resuena,
que al Omnipotente anuncia
a la congojada tierra.
   Ya llega; otra vez horrible  25
el trueno la voz aumenta,
y los relámpagos hacen
del cielo una inmensa hoguera.
   ¡Señor!, ¡Señor!, compasivo
mi albergue mira, tu diestra  30
no lo aniquile, perdona
a un ser que te adora y tiembla.
   Tú eres, Señor; te descubro
entre el manto de tinieblas
con que misterioso al mundo  35
tu faz y tu gloria velas.
   Tú eres, Señor, poderoso
sobre los vientos te llevan
tus ángeles; de tu carro
retumba la ronca rueda.  40
   Tu carro es de fuego. El trueno,
el trueno otra vez; se acerca
el Señor; su trono en medio
de la tempestad asienta.
   La desolación le sigue,  45
y el rayo su voz espera,
prestas las alas; lo manda,
y el monte abrasado humea.
   Arden las nubes; veloces
los relámpagos serpean  50
del Eterno en torno. Impíos,
¡ay!, temblad, que Jehová llega.
    Jehová la cóncava nube
retumba; las hondas vegas,
Jehová; sonoras responden  55
Jehová las altas esferas.
   Despavorido, al estruendo
el libertino despierta,
y confundido el ateo,
su inefable ser confiesa.  60
   De miedo y horror transidos,
al Dios que insultaron ruegan
temblando; y ante sus iras
aniquilarse quisieran.
   Él, entre tanto, imperioso  65
domina: la frente excelsa
mueve; la tormenta crece,
y los montes titubean.
   Llama al áspero granizo,
y que anonade le ordena  70
de la vid el dulce fruto
y las ricas sementeras.
   Le obedece, y con funesto
estrépito se despeña
al bajo suelo y lo tala.  75
¡Señor!, tus iras modera.
   Mira al labrador que inmóvil
de espanto la obra contempla
de tu poder; sus hijuelos
y su esposa le rodean.  80
   Todos lloran, todos tienden
a ti las manos, y esperan
el pan de ti que hoy les robas.
¡Buen Dios!, ¿dó está tu clemencia?
   ¿Vienes a asolarnos?, ¿vienes  85
a mover al hombre guerra?
¿No hay un justo que te implore?,
¿o a las súplicas te niegas?
   Tú, en quien un padre oficioso
hasta el vil insecto encuentra,  90
que a millones de vivientes
abres la mano y sustentas,
   ¿olvidas hoy a tus hijos?,
¿o dejarás que perezca
sin pan el pobre? Tus iras  95
ya desarma la inocencia.
   Del justo el humilde ruego
prevaleció: Jehová reina
sobre el trueno, su alto cetro
pasó sobre mi cabeza.  100
   Ledo pasó; yo, asombrado,
no osé alzar la frente. ¡Oh!, deja,
Señor, que, humilde, en el polvo
adore tu providencia,
   que ya la benigna lluvia  105
de tu bendición recrea
la árida tierra; ya baja,
y blanda el aura refresca.
   Con júbilo la reciben
las aves, y en dulces lenguas  110
por el mundo agradecido
tu inmensa bondad celebran.
   Pasó el nublado; la mano
del Señor, la ardiente fuerza
del rayo imperiosa calma,  115
y el viento y el trueno arredra.
   Quiérelo, y las torvas nubes
bajo sus pies se congregan;
mándalo, y rápidas parten
de su trono mil centellas.  120
   Oyonos, y a la montaña
la tempestad voló presta.
¿No veis el hórrido estruendo,
y cuál el bosque se anega?
   Ya, Padre, ya nos indultas;  125
y el iris de paz nos muestras
en señal de la alianza
que has jurado con la tierra.
   Al cielo el Excelso torna,
mortales, su omnipotencia  130
cantad, y que el universo
un himno a su gloria sea.




- XII -


La tribulación

ArribaAbajo   ¿Por qué, por qué me dejas?
Señor, Dios mío, Padre, vuelve y mira.
¿De mis ardientes quejas
tu bondad se retira?
Tú cesas, y mi labio a ti suspira.  5
   De tu nombre en la gloria
los míseros fiaron; tú les diste
del opresor victoria,
sus plegarias oíste,
y su esperanza y su salud cumpliste.  10
   La muerte y sus dolores
rompen mi corazón; en mis oídos
suenan ya los clamores
de los apercibidos
monstruos a devorarme, y sus bramidos.  15
   A las fauces pegada
mi lengua está, al polvo me ha lanzado
del olvido tu airada
diestra; en torno he mirado,
y el mar de la aflicción me ha circundado.  20
   Mi pecho, como cera,
de dolor se liquida y desfallece;
cual la llama ligera
muy más mi angustia crece,
y aguija el enemigo y me estremece.  25
   Gusano soy, no hombre,
oprobrio de los hombres y su ira;
sin que mi mal le asombre,
me mofa quien me mira
y mueve la cabeza y se retira.  30
   A voces dicen: «Venga,
el Dios venga en que espera neciamente;
su brazo le sostenga,
o en su solio fulgente
de gloria ciña su abatida frente.  35
   Entonce acataremos
su mísera orfandad y su inocencia,
en tanto devoremos
su pan, y la clemencia
de ese su Dios sustente su indigencia».  40
   Mas tú sobre las alas
de querubines vas; los montes toca
tu dedo, y los igualas
con los valles; tu boca
sopló, y en polvo vuela la ardua roca.  45
   Cual madre compasiva,
en mi débil infancia me has guiado.
Contra la suerte esquiva
en hombros me has tomado,
y siempre entre tus alas me has guardado.  50
   Solo soy, y tú fuiste
mi padre; enfermo te imploré en el lecho,
y salud me trajiste.
¡Ay!, ven, cubre mi pecho,
que blanco todos de su saña han hecho.  55
   Ven, corre poderoso;
confúndelos, Señor, no más dilates
el brazo victorioso
con que fuerte combates
y los cedros altísimos abates.  60
   Corre, corre, que crece
cual ola de la mar el dolor mío,
y a mis pies se estremece
el Averno sombrío.
Ven, Señor, llega, que en tu diestra fío.  65




- XIII -


Al sol

ArribaAbajo   Salud, oh sol glorioso,
adorno de los cielos y hermosura,
fecundo padre de la lumbre pura,
oh rey, oh dios del día,
salud; tu luminoso  5
rápido carro guía
por el inmenso cielo,
hinchendo de tu gloria el bajo suelo.
   Ya velado, en vistosos
albores alzas la divina frente,  10
y las cándidas horas tu fulgente
corte alegres componen;
tus caballos fogosos
a correr se disponen
por la rosada esfera  15
su inmensurable sólita carrera.
   Te sonríe la aurora
y tus pasos precede, coronada
de luz, de grana y oro recamada.
Pliega su negro manto  20
la noche veladora;
rompen en dulce canto
las aves; cuanto alienta,
saltando de placer, tu pompa aumenta.
   Todo, todo renace  25
del fúnebre letargo en que envolvía
la inmensa creación la noche fría.
La fuente se deshiela,
suelto el ganado pace,
libre el insecto vuela,  30
y el hombre se levanta
extático a admirar belleza tanta.
   Mientras tú, derramando
tus vivíficos fuegos, las riscosas
montañas, las llanadas deliciosas  35
y el ancho mar sonante
vas feliz colorando;
ni es el cielo bastante
a tu carrera ardiente
de las puertas del alba hasta occidente,  40
   que en tu luz regalada,
más que el rayo veloz, todo lo inundas,
y en alas de oro rápido circundas
el ámbito del suelo.
El África tostada,  45
las regiones del hielo
y el Indo celebrado
son un punto en tu círculo dorado.
   ¡Oh, cuál vas!, ¡cuán gloriosa
del cielo la alta cima enseñoreas,  50
lumbrera eterna, y con tu ardor recreas
cuanto vida y ser tiene!
Su ancho gremio amorosa
la tierra te previene;
sus gérmenes fecundas,  55
y en vivas flores súbito la inundas.
   En la rauda corriente
del océano, en conyugales llamas,
los monstruos feos de su abismo inflamas.
Por la leona fiera  60
arde el león rugiente,
su pena lisonjera
canta el ave, y sonando
el insecto a su amada va buscando.
   ¡Oh Padre!, ¡oh rey eterno  65
de la naturaleza! A ti la rosa,
gloria del campo, del favonio esposa,
debe aroma y colores,
y su racimo tierno
la vid, y sus olores  70
y almíbar, tanta fruta
que en feudo el rico otoño te tributa.
   Y a ti del caos umbrío
debió el salir la tierra tan hermosa,
y debió el agua su corriente undosa,  75
y en luz resplandeciente
brillar el aire frío,
cuando naciste ardiente
del tiempo el primer día,
¡oh de los astros gloria y alegría!;  80
   que tú, en profusa mano,
tus celestiales y fecundas llamas,
fuente de vida, por doquier derramas,
con que súbito el suelo,
el inmenso océano  85
y el trasparente cielo
respiran: todo vive
y nuevos seres sin cesar recibe.
   Próvido, así reparas
de la insaciable muerte los horrores;  90
las víctimas que lanzan sus furores
en la región sombría,
por ti a las luces claras
tornan del almo día;
y en sucesión segura,  95
de la vida el raudal eterno dura.
   Si mueves la flamante
cabeza, ya en la nube el rayo ardiente
se enciende, horror al alma delincuente;
el pavoroso trueno  100
retumba horrisonante,
y de congoja lleno
tiembla el mundo, vecina
entre aguaceros su eternal ruina;
   y si en serena lumbre  105
arder velado quieres, en reposo
se aduerme el universo venturoso
y el suelo reflorece.
La inmensa muchedumbre
ante ti desperece  110
de astros en la alta esfera,
donde arde sólo tu inexhausta hoguera.
   De ella la lumbre pura
toma que al mundo plácida derrama
la luna, y Venus su brillante llama.  115
Mas tu beldad gloriosa
no retires; oscura
la luna alzar no osa
su faz, y en hondo olvido
cae Venus, cual si nunca hubiera sido.  120
   Pero ya fatigado,
en el mar precipitas de occidente
tus flamígeras ruedas. ¡Cuál tu frente
se corona de rosas!
¡Qué velo nacarado!  125
¡Qué ráfagas vistosas
de viva luz recaman
el tendido horizonte, el mar inflaman!
   La vista, embebecida,
puede mirar la desmayada lumbre  130
de tu inclinado disco; la ardua cumbre
de la opuesta montaña
la refleja encendida
y en púrpura se baña,
mientras la sombra oscura  135
cubriendo cae del mundo la hermosura.
   ¡Qué magia!, ¡qué ostentosas
decoraciones!, ¡qué agraciados juegos
hacen doquiera tus volubles fuegos!
El agua, de ellos llena,  140
arde en llamas vistosas;
y en su calma serena
pinta, ¡oh pasmo!, el instante
do al polo opuesto te hundes centellante.
   ¡Adiós, inmensa fuente  145
de luz, astro divino! ¡Adiós, hermoso
rey, de los cielos, símbolo glorioso
del Excelso! Y si ruego
a ti alcanza ferviente,
cantando tu almo fuego  150
me halle la muerte impía
a un postrer rayo de tu alegre día.




- XIV -


La noche de invierno

ArribaAbajo   ¡Oh, cuán hórridos chocan
los vientos! ¡Oh, qué silbos,
que cielo y tierra turban
con soplo embravecido!
   Las nubes concitadas  5
despiden largos ríos,
y aumentan pavorosas
el miedo y el conflicto.
   La luna en su albo trono
con desmayado brillo  10
preside a las tinieblas
en medio de su giro;
   y las menores lumbres,
el resplandor perdido,
se esconden a los ojos  15
que observan sus caminos.
   Del Tormes suena lejos
el desigual ruïdo
que forman las corrientes
batiendo con los riscos.  20
   ¡Oh invierno! ¡Oh noche triste!
¡Cuán grato a mi tranquilo
pecho es tu horror; tu estruendo,
cuán plácido a mi oído!
   Así en el alta roca  25
cantando el pastorcillo,
del mar alborotado
contempla los peligros.
   Tu confusión medrosa
me eleva hasta el divino  30
Ser, adorando humilde
su inmenso poderío;
   y ante él, absorto y ciego,
me anego en los abismos
de gloria que circundan  35
su solio en el empíreo;
   su solio desde donde
señala los lucidos
pasos al sol y encierra
la mar en sus dominios.  40
   ¡Oh Ser inmenso! ¡Oh Causa
primera!, ¿dónde, altivo,
con vuelo temerario
me lleva mi delirio?
   ¡Señor!, ¿quién sois? ¿Quién puso  45
sobre un eterno quicio
con mano omnipotente
los orbes de zafiro?
   ¿Quién dijo a las tinieblas,
«Tened en señorío  50
la noche», y vistió al alba
de rosa el manto rico?
   ¿Quién suelta de los vientos
la furia, o llevar quiso
las aguas en sus hombros  55
del aire al gran vacío?
   ¡Oh Providencia!, ¡oh mano
süave!, ¡oh Dios benigno!,
¡oh Padre!, ¿dó no llegan
tus ansias con tus hijos?  60
   Yo veo en estas aguas
la mies del blondo estío,
de abril las gayas flores,
de octubre los racimos.
   Yo veo de los seres  65
en número infinito
la vida y el sustento
en ellas escondido.
   Yo veo... No sé cómo,
Dios bueno, los prodigios  70
de tu saber explique
mi pecho enternecido.
   Cual concha nacarada,
que abierta al matutino
albor convierte en perlas  75
el cándido rocío,
   la tierra, el ancho gremio
prestando al cristalino
humor, con él fecunda
sus gérmenes activos;  80
   y un día el hombre ingrato
con dulce regocijo
las gotas de estas aguas
trocadas verá en trigo.
   Verá el pastor que el prado  85
da hierbas al aprisco,
saltando en pos sus madres
los sueltos corderillos,
   y en las labradas vegas
tenderse manso el río,  90
los surcos fecundando
con paso retorcido.
   Los vientos en sus alas,
cual ave que en el pico
el grano a sus polluelos  95
alegre lleva al nido,
   tal próvidos extienden
a términos distintos
las fértiles semillas
con soplo repetido.  100
   Las plantas fortifican
en recio torbellino,
del aire desterrando
los hálitos nocivos;
   y en la cansada tierra  105
renuevan el perdido
vigor, porque tributo
nos rinda más opimo.
   ¡Oh de Dios inefable
bondad! ¡Oh altos designios,  110
que inmensos bienes causan
por medios no sabidos!
   Doquiera que los ojos
vuelvo, Señor, yo admiro
tu mano derramando  115
perennes beneficios.
   ¡Ay!, siéntalos mi pecho
por siempre, y embebido
en ellos te tribute
mi labio alegres himnos.  120




- XV -


En la elevación de un amigo

ArribaAbajo   Rápida vuela por el aura leve,
musa feliz, hasta el ilustre amigo
en el glorioso día
que ya predijo fiel la amistad mía.
   Alza tu voz en lisonjero aplauso  5
de alegres vivas que la fama lleve
por todo el ancho suelo
y encumbre presta al rutilante cielo.
   Éste es el día de las Musas, ésta
la fausta aurora de su triunfo: Apolo  10
ve su hijo coronado,
y la virtud y el mérito ensalzado,
   sobre las alas de la dulce gloria
por el honor, de generosas almas
anhelo esclarecido,  15
y entre trabajos mil tarde obtenido.
   ¿Mas qué mi pecho atónito me dice
de tus hados, amigo? No, no es éste
el galardón postrero,
si el cielo no me burla lisonjero.  20
   Mayor orden de cosas te destina
para bien de la Hesperia, nuevas honras
previene a tus sudores,
y de Carlos más íntimos favores;
   que no Fortuna a la virtud contraria  25
siempre ha de hollar, o la voluble mano
dará su arbitrio ciego
a la sangre, al favor o indigno ruego.
   Otra es la edad feliz del rey clemente
que en cetro justo y potestad nos rige,  30
por quien la hórrida guerra
brama aherrojada, y duerme en paz la tierra.
   Él ve tus claros méritos, la augusta
prudencia de tu mente y fe sencilla,
y ese tu honesto seno,  35
de amor del bien y de la patria lleno;
   y cabe sí te llamará algún día,
¡día feliz!, y partirá contigo
los cuidados profundos
y afán inmenso de regir dos mundos.  40
   Henchirá entonces la virtud la tierra,
cual el sol rubio con sus rayos de oro,
cuando entre nieve y rosa
las puertas abre al día el alba hermosa.
   Lloverá el cielo de sus almas dones  45
con mano larga, y volará atendido
el genio tras tus huellas
con sus alas de fuego a las estrellas.
   Verá el colono la abundancia opima
cariñosa reírle, en rubias mieses  50
la frente coronada;
y el poder su cerviz verá quebrada.
   De nuestros padres las costumbres rudas
renacerán, la probidad austera
jamás de oro vencida,  55
y aquel su honor más caro que la vida.
   Sí, amigo, sí; mis codiciosos ojos
esto verán, cuando en la cima toques
del mando afortunado:
¡Ven luego, ven, oh tiempo suspirado!  60
   Ven; y tú, España, de esperanzas llena
tu seno augusto, y en alegre pompa,
del amigo dichoso
las glorias canta y hado venturoso.




- XVI -


A las estrellas

ArribaAbajo   ¿Dó estoy? ¿Qué presto vuelo
de alada inteligencia me levanta
desde la tierra vil a los reales
alcázares del cielo?
Parad, soles ardientes,  5
lámparas eternales,
que huís girando en ligereza tanta;
las alas esplendentes
coged; coged, y en vuestra luz gloriosa
abísmese mi vista venturosa.  10
   ¡Por doquiera, fulgores,
y viva acción, y presto movimiento!
El Dios del universo aquí ha sentado
su corte entre esplendores;
del infinito coro  15
de ángeles acatado,
grato aquí escucha el celestial concento
de sus laúdes de oro;
cual alma celestial, el orbe alienta
y en sola una mirada lo sustenta.  20
   ¿Qué es de la tierra oscura,
este átomo de polvo que orgulloso
devastándolo agita el hombre insano,
¡ay!, ora en guerra dura?
Despareció, y perdido  25
su sol con ella; en vano
ansia el ánimo hallarlo cuidadoso
entre tanto encendido
fanal, ni a sus planetas; allí estaba
la blanca luna, y Marte allá tornaba.  30
   Sobre ellos sublimado
corro en la inmensidad; la Lira ardiente,
el Orión, las Pléyadas lluviosas,
y a ti, oh Sirio, inflamado
en viva, hermosa lumbre,  35
dejo atrás, y las Osas.
Sobre el fanal del polo refulgente,
del empíreo a la cumbre
trepo; la mente aún más allá se lanza,
y de la creación el fin alcanza.  40
   ¿Qué digo el fin...? Empieza
otro y otro sistema, y otros cielos,
y otros soles y globos cristalinos
de indecible belleza.
¿Qué serafín glorioso  45
en sus vagos caminos
podrá alcanzarlos con sus raudos vuelos?
Mi espirtu congojoso
por doquier halla más, si más desea;
y el infinito en torno le rodea.  50
   Sí, sí; que la inefable
diestra del Hacedor no se limita
cual la mente humanal a cerco breve.
El mar ancho, insondable,
tan nada le ha costado  55
cual la arenilla leve;
lo propio un claro sol, que esa infinita
multitud que ha sembrado
corno el polvo en el ancho firmamento,
y hoy de nuevo encender miles sin cuento.  60
   Ante él como la nada,
así es la creación, menos que un puro
rayo solar a su orbe luminoso;
ni en su mente sagrada
hay Hasta aquí: su diestra  65
jamás yace en reposo;
del punto que animando el caos oscuro,
en soberana muestra
de su alto mando le intimó: «Fenece»,
y a esta ancha, inmensa bóveda aparece.  70
   ¡Ojalá en ella unido
a algún cometa ardiente, su carrera
rápida, inmensurable, acompañara!
En el éter perdido,
curioso indagaría  75
tanta y tanta luz clara.
Ya en su giro cien siglos me escondiera;
ya cabe el sol vería
de dó su llama sempiterna viene,
qué brazo así colgado le sostiene;  80
   qué es el opaco anillo
del helado Saturno, y si al radiante
Júpiter los satélites aumentan
su benéfico brillo;
en la cándida zona  85
cuántos soles se cuentan,
cuántos en el zodiaco centellante;
quién puso la Corona
do está, y la Hidra, y el Centauro fiero;
dó la Andrómeda brilla, y dó el Boyero.  90
   Y a todos demandara
por su infinito Autor: dónde asentado
entre esplendores y eternal ventura
su excelso trono alzara;
por cuál feliz camino  95
la humilde criatura
puede trepar a su inefable estado;
dó su confín divino
toca, y qué sol le alumbra, o dónde dijo:
«De mis obras el término aquí fijo.  100
   Cesemos; este sea
postrer lucero, el valladar lumbroso
a la gran obra que yacía acordada
en mi inefable idea,
columna majestuosa  105
entre el ser y la nada,
alzada por mi brazo poderoso.
Mi bondad ve gozosa
del postrer mundo al átomo primero,
y en todo brilla, y mi supremo esmero».  110
   Decid, pues, encendidos
globos que ardéis sin número, fanales
que ornáis el manto de la noche umbría,
los hombres embebidos
alzando hasta la altura  115
del Ser grande que os guía
rodando en esas plagas eternales;
vosotros, que segura
senda al sabio mostráis, que os mira atento
por el tendido, líquido elemento,  120
   o en voluble semblante
dierais al labrador en la apartada
edad lecciones cómo fiel partiese
su trabajo incesante
y la rauda presteza  125
de los tiempos midiese;
decid, globos, decid: ¿Dónde le agrada
de su faz la belleza
mostrar a ese gran Ser?, ¿dónde mi anhelo
la verá, de su gloria caído el velo?  130
   Buscárale cuidoso
por todo el ancho mundo, a la indistinta
variedad de los seres demandando
por su Hacedor glorioso.
El insecto brillante  135
me responde sonando:
«El que de oro y azul mis alas pinta
está más adelante».
«Está más adelante», me responde
la garza que en la nube audaz se esconde.  140
   Y la mar procelosa,
«Más adelante», rebramando suena,
y el fiero leviatán en su hondo abismo;
en la aura vagarosa
trinando, al pueblo alado  145
decir oigo lo mismo;
y el rayo asolador que el mundo llena
en su vuelo inflamado
de horror y pasmo, «Más allá», me clama,
«mora el que enciende mi sonante llama».  150
   ¿Dónde, soles gloriosos,
está este más allá que nunca veo?
¿Jamás ni un alma vencerá atrevida
los lindes misteriosos
de este imperio inefable,  155
por más que enardecida
avance en su solícito deseo?
¡Ah!, siempre inmensurable
al hombre agobiará naturaleza,
abismado en su mísera bajeza.  160
   Siempre, lumbres sagradas,
vosotras arderéis; en pos la mente
vuestro áureo giro seguirá afanosa
con alas desmayadas
y caerá sin aliento.  165
La noche misteriosa
colgará con su velo refulgente
el ancho firmamento;
y yo en mi amable error luego embriagado,
tornaré inquieto a mi feliz cuidado.  170




- XVII -


El deseo de gloria en los profesores de las artes

ArribaAbajo   Don grande es la alta fama,
ínclito premio de virtud, que al cielo
encumbra envuelto en nube voladora
desde el afán del circo polvoroso
al atleta dichoso  5
que arrebató la oliva triunfadora,
o ya a la muerte, ardiendo en noble anhelo,
entre el plomo tronante, entre la llama,
al ciudadano aclama,
que impávido obedece a su mandado,  10
por la brecha trepando con pie osado;
de agudas picas una selva espesa
a su pecho se opone,
mientra en glorioso fin de la ardua empresa
su heroica diestra denodada pone  15
el vencedor pendón firme en el muro,
y el fruto coge de su afán seguro.
   Desde la popa, hincharse
ve el ínclito Colón la onda enemiga,
el trueno retumbar, la quilla incierta  20
vagar llevada a la merced del viento,
la chusma sin aliento,
y una honda sima hasta el abismo abierta,
¡vil galardón a su inmortal fatiga!
Pero él, en tanto, escribe sin turbarse  25
la ínclita acción, «Hallarse
podrá un día», exclamando, «tan preciado
depósito, y mi nombre celebrado
de la fama será». Quiso benigno
darle la mano el cielo,  30
y entre las ondas, plácido camino
abrirle fausto hasta el hispano suelo.
El hombre, por su arrojo sin segundo,
goza doblado el ámbito del mundo.
   La fama a tanto alienta;  35
ella, al alma feliz que en luces nace
rica, del bajo vulgo la retira
al templo do Sofía es adorada;
y en su luz embriagada,
sus inmensos tesoros, muda, admira.  40
¿Qué vigilia, qué afán le satisface?,
¿o en qué invención su anhelo se contenta?
Todo lo ansia sedienta
a par que alcanza más: la noche, el día,
son breves a su ardor. Sólo ella guía  45
del mando en el sendero peligroso
al varón que eminente,
mientra el vil ocio duerme perezoso,
busca profundo y forma en su alta mente
leyes que hagan el mundo afortunado,  50
fruto de su vigilia y su cuidado.
   Mas la gloria lo ordena;
la gloria, de almas grandes alimento,
que a la virtud divina confiada,
peligros y sudores desestima.  55
Esta llama que anima
el frágil mortal pecho, denodada
todo lo emprende y tienta: ¿a su ardimiento
qué puede huir? La inmensidad terrena
el corazón no llena,  60
que aún es su ámbito al hombre espacio breve;
y en su mente sublime a más se atreve.
Ya el águila caudal suelto le mira
partir su señorío
cuando en los aires se remonta y gira;  65
baja alígero el rayo a su albedrío;
y el raudo Sena aun se paró asustado
de hispano enjuto pie viéndose hollado.
   ¡Oh de ingenio divino
sumo poder! La mente creadora,  70
émula del gran Ser que le dio vida,
hasta las obras enmendar desea
de su alta, excelsa idea.
Así en la llana tabla colorida
nuevos seres engendra, y los mejora  75
de diestra mano el toque peregrino.
Así, en feliz destino,
el dibujo halló Ardices contornado;
el color, Polignoto variado;
las líneas otro, y otro los pinceles.  80
La sabia perspectiva
los cuerpos ordenó, dejando a Apeles
la gracia celestial, nunca más viva
que al admirarla Grecia compendiada
en su coa deidad, aún no acabada.  85
   Al arte engañadora,
¿qué entonces resistió? Duda la mano,
sombras palpando, si la vista o ella
es la burlada, y torna y se asegura.
Una inmensa llanura  90
encierra espacio breve, y por corrella
la planta anhela con ardor liviano;
de Helena infiel la sombra me enamora,
y aun tierno el pecho llora,
Dido infeliz, tu trance doloroso,  95
viendo extático un lienzo mentiroso.
¡Oh mágico poder! El delicado
botón, la hórrida nube,
la vaga luz, el verde variado,
el ave que volando al cielo sube,  100
sólo unas líneas son, y al pensamiento
cual la misma verdad llevan contento.
   Ni los más escondidos
movimientos del alma y sus pasiones
pueden el reino huir de los pinceles.  105
Sorpréndelos el arte; indaga el pecho,
y velo un volcán hecho
de turbados deseos, que los fieles
matices le trasladan. La razones
del itacense escuchan los oídos,  110
yelmo y pavés bruñidos
y el asta del gran hijo de Peleo
al griego demandando. El genio veo,
el ateniense genio, vario, airado:
feroz, fugaz, injusto,  115
clemente, compasivo y elevado,
a un tiempo todo; y al mirar me asusto
la faz de la impía guerra, que indignada
al carro brama de Alejandro atada.
   Tanto el deseo alcanza  120
de fama eterna, si su llama prende
en un pecho mortal. Ella al divino
Apeles lleva a Rodas de sus lares
por los tendidos mares,
tiene años siete en un afán contino  125
de Ialiso al autor; el genio enciende
de Rafael, y el cetro le afianza
con eterna alabanza
de la pintura en su Tabor pasmoso;
Vargas, Céspedes, Juanes, el reposo  130
pierden por ella, el Lacio discurriendo;
y tú, Mengs sobrehumano,
tú, malogrado Mengs, en ella ardiendo,
los pinceles no sueltas de la mano:
ve tus divinas tablas envidiosa  135
Natura, y tu alma grande aún no reposa.
   Pero, ¡oh memoria aciaga!,
él muere, y en su tumba el genio helado
de la pintura yace. La hechicera
gracia, la ideal belleza, la ingeniosa  140
composición, la hermosa
verdad del colorido, la ligera
expresión, el dibujo delicado...
¡Ah!, ¿dónde triste mi memoria vaga?
Deja que satisfaga,  145
noble Academia, a mi dolor; de flores
sembrad la losa fría; estos honores
son al pintor filósofo debidos,
al émulo de Apeles.
Y tú, insigne Carmona, repetidos  150
en el cobre nos da de sus pinceles
los milagros; que ¡oh cuánta, oh cuánta gloria
guarda el tiempo a la suya y tu memoria!
   Mas yo, del mármol mudo,
del mármol espirante arrebatado,  155
dó volverme no sé. Por cualquier parte
un numen halla atónito el deseo.
Aquí extasiado veo
que al mismo Amor amor infunde el arte.
Allí del fiero Atleta  160
huyo, y siento acullá que al golpe rudo
el Gladiador forzudo
cae, agoniza, y lanza por la herida
envuelta en sangre la infelice vida;
quiero ahuyentar el ave que arrebata  165
al barragán troyano;
por el dolor que a Níobe maltrata,
tierno se agita el corazón liviano;
y en él, cual cera, cada bulto imprime
el mismo afecto que falaz exprime.  170
   Émula y compañera
del mágico pincel, tú en el grosero
mármol con mano diestra vas buscando
la divina beldad que en sí tenía;
tú a su materia fría  175
dar sabes vida y movimiento blando,
y haces eterno al ínclito guerrero.
Aún de Antonino al sucesor venera
presente Roma; aún fiera
la faz del macedón reina entallada.  180
Y tú, en inmensas fábricas, osada,
con arcos y palacios suntuosos
también, oh arquitectura,
sabes eternizar: siempre famosos
serán Delfos y el Faro; intacta dura  185
de Artemisa la fama; y de Palmira
la opulenta grandeza el mundo admira.
   ¡Oh corte suntuosa!
¡Oh muestra eterna del poder humano,
de la ínclita Zenobia augusta silla!  190
¿A quién estrago tanto no estremece?
¿Quién, ¡ay!, no se enternece
al ver el templo inmenso, maravilla
del arte, desolado, al verde llano
igual ya la muralla portentosa,  195
la selva vasta, hermosa,
de columnas del tiempo destrozada,
relieve tanto e inscripción hollada?
Entre escombros y mármoles los valles
solitarios, la mente  200
finge azorada dilatadas calles;
oye el ruïdo y voces de la gente,
y a mil sombras gritar: «¡Ay, ay, Palmira!»,
y entre miedo y horror también suspira.
   Pace triste el ganado  205
los soberbios salones; son zarzales
los pavimentos; do el poder moraba,
la mísera indigencia habita ahora.
La mano asoladora
del implacable tiempo, ¿qué no acaba?  210
Así, del regio alcázar las señales
irritan el dolor, y el destrozado
obelisco sagrado
y el pórtico y excelsos capiteles,
que a inmenso afán pulieron los cinceles.  215
Pero en tanta reliquia venerable
escrita está la gloria
del asiano esplendor siempre durable,
y de Zenobia la ínclita memoria;
y así, oh Carlos, tu nombre esclarecido  220
fábrica tanta librará de olvido.
   Oh pío, feliz, justo;
oh común padre, oh triunfador, amigo
y amparo de las artes generoso,
benigno Carlos, tu real largueza  225
las sublimó a la alteza
en que hoy las mira el español dichoso.
Desde tu excelso trono el blando abrigo,
¡oh!, síguele indulgente; y deja, Augusto,
deja acercar sin susto  230
a tus plantas mi musa, y reverente
ceñir de lauro tu sagrada frente.
Deja a las Artes, al hispano anhelo,
gozar tu deseada
forma en estatuas mil; da este consuelo  235
a tus hijos: tu corte, decorada
del domador de Nápoles se vea.
¡Oh!, ¡alcáncelo mi ruego; y luego sea!
   Y tú, que con él partes
los inmensos cuidados, embebido  240
en la común salud, también patrono
de las Musas, munífico Mecenas,
las congojosas penas
depón del mando, y oficioso al trono
sube el ferviente voto repetido  245
que hacen conmigo tus amigas Artes.
Tú, que aquí les repartes
mil dones liberal, también al lado
del tercer Carlos te verás copiado,
ya en faz benigna y mano cariñosa,  250
dando a esta turba ardiente
de jóvenes la palma glorïosa,
ya oyendo al artesano diligente,
o ya al triste colono, el yugo grave
legislador tornando más süave.  255




- XVIII -


Prosperidad aparente de los malos

ArribaAbajo   En medio de su gloria así decía
el pecador: «En vano
tender puede el Señor su débil mano
sobre la suerte mía.
   A las nubes mi frente se levanta,  5
y en el cielo se esconde.
¿Dónde está el justo? ¿Las promesas, dónde
del Dios que humilde canta?
   Hiel es su pan, y miel es mi comida,
y espinas son su lecho.  10
Con su inútil virtud, ¿qué fruto ha hecho?
Insidiemos su vida.
   A hierro por mis hijos sean taladas
sus casas y heredades,
y ellos mi ínclita fama a las edades  15
lleven más apartadas;
   que el nombre de los buenos como nube
se deshace en muriendo;
sólo el del poderoso va creciendo
y a las estrellas sube.  20
   Caiga, caiga en mis redes su simpleza».
Él habló, yo pasaba;
mas al tornar, por verle, la cabeza,
ya no hallé dónde estaba.
   Su gloria se deshizo, sus tesoros  25
carbones se volvieron,
sus hijos al abismo descendieron,
sus risas fueron lloros.
   La confusión y el pasmo en su alegría
los pasos le tomaron,  30
y entre los lazos mismos le enredaron
que al bueno prevenía.
   Del injusto opresor ésta es la suerte;
no brillará su fuego,
y andará entre tinieblas como ciego  35
sin que a salvarse acierte.
   La muerte le amenaza, los disgustos
le esperan en el lecho;
contino un áspid le devora el pecho,
contino vive en sustos.  40
   Amanece, y la luz le da temores;
la noche en sombras crece,
y a solas del Averno le parece
sentir ya los horrores.
   Dará, huyendo del fuego, en las espadas;  45
el Señor le hará guerra;
y caerán sus maldades a la tierra,
del cielo reveladas.
   Porque del bien se apoderó inhumano
del huérfano y vïuda,  50
le roerá las entrañas hambre aguda,
y huirá el pan de su mano.
   Su edad será marchita como el heno;
su juventud florida
caerá cual rosa del granizo herida  55
en medio el valle ameno.
   Tal es, gran Dios, del pecador la suerte.
Pero al justo que fía
en tu promesa y por tu ley se guía,
jamás llega la muerte.  60
   Sus años correrán cual bullicioso
arroyo en verde prado,
y cual fresno a su márgenes plantado
se extenderá dichoso.




- XIX -


Inmensidad de la Naturaleza, y bondad inefable de su Autor

ArribaAbajo   ¡Oh gran Naturaleza,
cuán magnífica eres!
¡Cuánto el Señor te enriqueció de seres
en profusa largueza!
Del musgo humilde al álamo encumbrado,  5
del mínimo arador al elefante,
del polvo vil, hollado,
del sol al globo inmenso, rutilante,
¿que espíritu bastante
será a contar los hijos que en perenne  10
verdor tu seno próvido mantiene?
   ¿Pues qué de ese glorioso
ejército sin cuento
que en viva luz y acorde movimiento
la noche orna vistoso?,  15
¿de esos cometas por la inmensa esfera
perdidos en la fuga arrebatada
de su vaga carrera?,
¿y esa gran zona en cuya luz nevada
la mente enajenada  20
cual la arena del mar así apiñados
los soles ve? ¿De quién serán contados?
   Del Excelso tan sólo,
de aquel que, en valedora
diestra, sabio encerró la mar sonora,  25
y en uno y otro polo
asentó los firmísimos quiciales
do eterno rueda el orbe y se sustenta;
del que los perennales
veneros de las fuentes alimenta,  30
y vuelve y tiene cuenta
del polluelo del águila en su nido
y el pez al hondo piélago sumido;
   aquél a cuyo acento
salieron de la nada,  35
y que sustenta próvido alentada
con su alto mandamiento
esta máquina inmensa; a cuyo ardiente
soplo reparador Naturaleza
fecundo el gremio siente,  40
y el valle se orna en su fugaz belleza,
mientra en ruda firmeza
asienta el monte con su excelsa mano;
si no, cayera sobre el verde llano.
   Él, de alta ciencia lleno,  45
grande en poder, de vida
fuente eterna, lo quiso; y sin medida
los seres de su seno
se lanzaron al punto; el gran vacío
inundó presurosa  50
la luz; el sol, con noble señorío,
se alzó del caos umbrío
del pueblo alado a ver la aura serena
y la ancha tierra de vivientes llena.
   Entonces de sus flores  55
galanas se vistieron
las vegas, y los árboles sintieron
entre suaves olores
el peso de su fruta perfumada,
riqueza todo y profusión dichosa.  60
La tierra, coronada
de hierba y mies, que en ala cariñosa
con inquietud gozosa,
nuevo en volar, el céfiro movía,
la bondad suma del Señor decía;  65
   su bondad que, velando
cual madre diligente
sus amados hijuelos, blandamente
lo va todo acordando
con grata variedad; ella señala,  70
Natura inmensa, el grado más cumplido
en tu inefable escala
a tanto ser, del serafín lucido,
¡oh portento!, encendido
en sacrosanto amor, a la bajeza  75
del primer punto que en la nada empieza.
   ¿Qué mente esta armoniosa
proporción y acabados
contrastes a un gran fin siempre ordenados
en su serie asombrosa  80
correrá: formas, movimientos, vidas,
especies, climas, estación, terreno,
todo en las más subidas
felices consonancias? ¡Oh Dios bueno!
¡Dios de consejo lleno,  85
y altísimo en poder!, en cuanto obraras,
en todo, sabio, lo mejor buscaras.
   A tu obra convenía
la luz; y de una amable
sonrisa de tu faz clara, inefable,  90
procedió luego el día.
En pos el manto lóbrego, medroso,
de la noche callada,
debió adormirla en plácido reposo;
y de soles sin fin súbito ornada,  95
la luna plateada
nació a empezar su giro refulgente
del ceño augusto de tu excelsa frente.
   El tiempo a tu imperiosa
voz su curso modera.  100
Hablas, y ríe en la luciente esfera
la Primavera hermosa,
de do en alas del céfiro templado
baja a la tierra y puéblala de flores.
El trino regalado  105
de las aves, sus plácidos amores,
del viento los olores,
y un soplo celestial de nueva vida
el universo a júbilo convida.
   Si al Estío inflamado  110
llamas, y él respetoso
a sazonar el pan que dadivoso
al hombre has preparado
corre a tu imperio tras el Can luciente,
tu gloria el mundo ve, de pasmo lleno,  115
ya en el solano ardiente,
ya en el fragor horrísono del trueno,
ya en el cristal sereno
del sesgo río, en cuya linfa pura
libra el valle su plácida frescura.  120
   Tu bondad resplandece
en el opimo octubre,
y la ancha tierra de sus dones cubre.
¡Oh, cuán rica aparece
en él la creación! Tus bendiciones  125
los frutos son, los frutos regalados
con que la mesa pones,
do tus hijos sin número llamados,
en común sustentados,
cantan tu mano larga bienhechora  130
del pardo ocaso al reino de la Aurora.
   ¿Pues qué, cuando volando
sobre hórridas tormentas
tu excelso trono entre las nubes sientas;
y el invierno, velando  135
su helada faz en majestad umbría,
oye tu voz, y el aguacero crece,
y la tiniebla el día
roba, y fragoso el viento se embravece?
Ante ti se estremece  140
turbado el orbe, atónito te adora,
y tu clemencia y tu bondad implora.
   Mientra, en tu inmensa alteza
de paz una mirada
lanzando, en ella gózase apoyada  145
la gran Naturaleza;
y el coro fiel de espíritus gloriosos
que en eterna alegría
tu lumbre acata, en trinos armoniosos
los himnos misteriosos  150
sigue que el universo reanimado
suena a tu ardiente paternal cuidado.
   De él la dichosa llama
de inefable amor viene
que a cuanto existe encadenado tiene;  155
y vivífica inflama
del globo luminoso, inmensurable,
que un punto luce en el inmenso cielo,
al átomo impalpable;
del gusano que arrastra por el suelo  160
al ave que su vuelo
sobre las nubes vagarosa tiende
y ve do el rayo asolador se enciende;
   y de él, tanta armonía,
tanta unión soberana  165
que no alcanza a sondar la mente humana:
la sombra al claro día
se opone, y de su acuerdo misterioso
en blando alivio al laso inundo viene
tras la acción el reposo;  170
el líquido elemento opuesta tiene
la tierra, y en perenne
dulce acuerdo, en amantes y en amados,
duran los entes todos separados.
   Así elevada, umbrosa,  175
la encina ve a su planta
que el humilde junquillo se levanta
bajo su pompa hojosa.
Sobre la flor la mariposa vuela
do el tardo insecto reposado yace;  180
la tortolilla anhela
la soledad; y Progne se complace
si el blando nido hace
entre los hombres, y a su mano impía
el serio inerme y los hijuelos fía.  185
   Y en unión todos viven
y gózanse y se aman;
a tu bondad menesterosos claman,
y de ella el bien reciben.
Las tinieblas, la luz, el sol dorado,  190
el ancho mar, abismo de portentos,
el monte al cielo alzado,
el hondo valle, los alados vientos,
en místicos conceptos
tu excelso nombre humildes glorifican,  195
y en himnos mil su gratitud publican.
   ¡Y el hombre, embrutecido
o en su furor demente,
osa acusarte y tu bondad no siente...!
Abre, Padre querido,  200
su labio a la alabanza; y todo cante
en éxtasis de júbilo en el suelo
tu amor, y lo levante
sobre la inmensa bóveda del cielo.
Todo en rendido anhelo,  205
todo, Señor, del austro a los Triones,
resuene de este amor las bendiciones.




- XX -


El hombre imperfecto a su perfectísimo Autor

ArribaAbajo   Señor, a cuyos días son los siglos
instantes fugitivos, Ser Eterno,
torna a mí tu clemencia,
pues huye, vana sombra, mi existencia.
   Tú, que hinches con tu espíritu inefable  5
el universo y más, Ser Infinito,
mírame en faz pacible,
pues soy menos que un átomo invisible.
   Tú, en cuya diestra excelsa, valedora,
el cielo firme se sustenta, oh Fuerte,  10
pues sabes del ser mío
la vil flaqueza, me defiende pío.
   Tú, que la inmensa creación alientas,
oh fuente de la vida indefectible,
oye mi voz rendida,  15
pues es muerte ante ti mi triste vida.
   Tú, que ves cuanto ha sido en tu honda mente,
cuanto es, cuanto será, Saber inmenso,
tu eterna luz imploro,
pues en sombras de error perdido lloro.  20
   Tú, que allá sobre el cielo el trono santo
en luz gloriosa asientas, oh Inmutable,
con tu eternal firmeza,
sostén, Señor, mi instable ligereza.
   Tú, que si el brazo apartas al abismo  25
los astros ves caer, oh Omnipotente,
pues yo no puedo nada,
de mi miseria duélete extremada.
   Tú, a cuya mano por sustento vuela
el pajarillo, oh Bienhechor, oh Padre,  30
tus dones con largueza
derrama en mí, que todo soy pobreza.
   Ser Eterno, Infinito, Fuerte, Vida,
Sabio, Inmutable, Poderoso, Padre;
desde tu inmensa altura  35
no te olvides de mí, pues soy tu hechura.

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