—393→
El símbolo es uno de los grandes recursos estilísticos empleados por Rosalía. No es muy abundante, pero con él ha dado expresión a sus vivencias más profundas y ha logrado algunos de sus mejores poemas. Es recurso de madurez. No se da en las primeras obras, incluida los Cantares. Aparece en Follas novas por primera vez. Pueden rastrearse los antecedentes en las obras anteriores: metáforas de sentido confuso, alusiones más o menos misteriosas a realidades difíciles de aprehender y de reducir al esquema rígido de la comparación o la metáfora... Pero con Follas novas aparecen los grandes símbolos, los que servirán para expresar vivencias de gran complejidad. Surgen, realmente, cuando la madurez creadora de la poeta, la profundización de su concepción del mundo necesita encontrar el molde adecuado en el cual verterse. Y el símbolo se lo proporciona.
Es curioso que el
prurito de claridad de Rosalía, su afán explicativo,
que le lleva a desmetaforizar muchas de las metáforas que
emplea o a sustituirlas por comparaciones que no se presten al
equívoco, desaparece cuando se expresa mediante
símbolos. Rosalía no explica sus símbolos. Con
la —394→
intuición artística que le faltó a
veces en el uso de la metáfora, se da cuenta de que el
símbolo, con el amplio margen de vaguedad y misterio que
presta a la expresión, era el cauce adecuado para dar forma
poética a vivencias de gran riqueza de contenido. Tenemos
incluso la impresión de que, más que recurso
retórico buscado, el símbolo surge
espontáneamente en Rosalía, surge necesariamente como
único camino para expresarse; de ahí que no se sienta
obligada a explicarlo: sencillamente, porque no puede. Yo me
imagino a Rosalía trasladada a nuestro siglo, donde
críticos literarios, doctorandos, estudiantes y periodistas
acuden al autor a preguntarle por su propia obra. Y me imagino al
crítico, al periodista (sobre todo al periodista)
preguntándole con esa mezcla de ingenuidad y
despreocupación tan característica:
¿Qué es para usted la «negra sombra»? Y
veo la mirada grave y seria de Rosalía, y allá en el
fondo aquella pizca de humor tan gallego, y oigo su voz sincera,
auténtica: «es una sombra negra
que me acompaña siempre...»
.
Aunque no siempre el significado del símbolo está perfectamente claro, sí podemos hacer una clasificación provisional de carácter temático para dar un repaso a los principales poemas simbólicos de Rosalía. Distinguiremos así símbolos de la soledad, del acabamiento, de la muerte, de la vida, del dolor, etc. Otra posible clasificación sería la de señalar si el símbolo se trata de un ser animado o inanimado, de algo concreto o abstracto, de un animal, un objeto o una persona. Pero en principio preferimos la primera, aunque haciendo consideraciones sobre la preferencia por uno u otro tipo de personaje simbólico y señalando su posible motivación.
Para simbolizar la soledad, Rosalía escoge dos seres animados en sendos poemas: una mujer y una paloma. Veamos el primero:
—395→(F. N. 200) |
Nota común
a otros poemas simbólicos es la desnudez de detalles: nada
se nos dice de esta mujer sino su tristeza (destacada mediante el
contraste con la alegría de la naturaleza) y su soledad.
Incluso la tristeza aparece presentada bajo el prisma de la
soledad: es negra «como la
orfandad»
. No sabemos quién es, dónde vive,
por qué está sola; no sabemos si es joven o vieja.
Tampoco si trabaja o si vaga por los caminos desde la amanecida a
la puesta del sol. Pero todo lo que se nos dice de ella contribuye
a constituirla en símbolo de la soledad: ni indaga su
paradero; esta mujer puede muy bien no volver nunca. El poema lleva
implícita una visión del mundo en la que la
existencia se justifica en la medida en que somos necesarios.
Rosalía, cuando se imagina muerta, piensa en el llanto de
sus hijos, que la rodearán —396→
(F.
N. 170), y piensa con dolor que ella
será ya insensible a ese llanto que ha provocado. La mujer
del poema, no. No tiene a nadie, por lo menos a nadie que la
espere, que se preocupe de su vuelta. Por eso, «como nadie la esperaba»
, un
día ella «no volvió
más»
. Y la soledad de esta mujer se prolonga
más allá de la muerte; no tiene la
compañía de otros muertos, está enterrada
sola, allí «donde el cuervo se
posa»
. Dos notas contribuyen al carácter
simbólico del poema: una, el fragmentarismo que analizamos
más detenidamente en otro capítulo, y otra, el
ambiente de irrealidad. No hay notas realistas en el poema: no se
dice qué es esta mujer: viuda, huérfana, abandonada.
Se nos presenta sin explicaciones a una persona totalmente sola: no
nos dice dónde vive, cómo es su casa. Tampoco si
tiene trabajo, ni qué hace desde el amanecer, que sale,
hasta el caer de la tarde, que vuelve. ¿Es posible que no
tenga un amigo, un compañero de trabajo, un vecino, un
pariente que se preocupe o al menos observe sus idas y venidas?
Cuando Rosalía quiere quedarse sola, irritada por la
alegría juvenil que la rodea, tiene que decirles «ivos e non
volvás»
(F. N. 171).
También el triste tiene que apartarse del «revuelto torbellino»
donde alegres
se mueven los felices (O.
S. 385). Sin embargo, esta mujer parece moverse en un mundo
irrealmente desconocido. Como en Teorema de
Pasolini (donde el carácter simbólico es evidente),
el mundo es sólo un ámbito vacío en el que se
mueve el personaje. El mundo de Rosalía, tan lleno de seres
murmuradores (¡hasta las plantas, las fuentes y los
pájaros murmuran y llaman «loca» a la poeta), de
personajes que «insultan y
señalan con íntimo contento»
al que huye
(O. S. 327), que se
burlan y se mofan (O. C. 221,
F.
N. 183), ha desaparecido. Y en ese mundo
vacío, íntimo, se mueve una mujer sola. La soledad
interior se ha expandido, ha invadido el exterior. Para esta mujer
no existen los demás; —397→
o, a la inversa, para los otros ella no existe. Se mueve en
un universo distinto al de la realidad palpable. Por eso su fin
puede ser también irreal. No está enterrada con los
demás muertos. Como en este mundo de la soledad no hay
lógica, no podemos saber el porqué.
Si los demás existieran, esta mujer descansaría en un cementerio religioso, si se creía en un accidente, o en uno civil, si se juzgaba suicidio. Pero no. Hay ya una lógica interna que rige el mundo de la soledad, y en él a esta mujer le corresponde estar enterrada sola, sin más especificación de lugar que esa referencia a los cuervos.
Este personaje,
carente por completo de notas individualizadoras (¿vieja o
joven, guapa o fea, soltera o casada, rica o pobre...?) es, pues,
un símbolo de la soledad. Pero hay que matizar; de la
soledad en un mundo donde la vida sólo se justifica por la
relación con los otros (amor, amistad, caridad...).
Personaje solitario de un mundo vacío: «como nadie la esperaba, ella no volvió
más»
. Por tanto, no símbolo de la soledad
ontológica que se vive a pesar y en medio de la
compañía, y que Rosalía llegó a conocer
y a aceptar (F. N. 167), sino
símbolo de una soledad afectiva, en el que la
relación con los otros es decisiva para vivir o dejar de
vivir. Símbolo de una soledad que es carencia de
compañía, de amor; soledad del huérfano o del
abandonado. No soledad del hombre por ser hombre, sino soledad del
que se siente solo. Quizá sería más exacto
decir que es un símbolo del abandono, o de la soledad del
abandonado.
El poema
está contado en pasado: «eran», «íñase»,
«tornaba»,
«naide a esperaba»,
«botóuna fora o
mar»
, para concluir en presente: «soia enterrada
está»
. Tenemos la impresión de que
la soledad de esta mujer es muy antigua, quizá desde siempre
ha estado sola. Por lo menos, se nos presenta —398→
únicamente su estado de ausencia sin referirse a otro
estado anterior.
En otro poema la transición de uno a otro estado se nos muestra claramente:
|
(F. N. 215-216) |
La paloma
simboliza una forma de soledad y de desengaño. La imagen
primera que tenemos de ella es la de una paloma solitaria (con
reiteración expresiva «unha pomba soia / soia
de rama en rama»
). Pero muy pronto aparecen
las crías envueltas en la conmiseración del adjetivo
«pobres». Es una forma distinta de soledad que la de la
mujer anterior. Aquí hay unos hijos que la siguen. Sin
embargo, la repetición no deja lugar a dudas: la paloma va
«sola». Y aquí sí hay referencia a un
tiempo anterior: sus plumas están manchadas y eran blancas
antes; sus alas están marchitas y caídas, y queda
implícita la idea de un esplendor —399→
anterior que se desarrolla en la última estrofa. La
paloma ha perdido su brillo, pero éste es sólo la
manifestación exterior de una pérdida más
profunda: ha perdido su amor. Y está sola. Sola, a pesar de
las crías que la siguen y a las que sirve de guía y
de refugio. Comparándolo con el poema anterior, éste
representa una forma menos radical de soledad, pero también
más reciente. Esas crías «sedientas y
cansadas», a las que debe alimentar, hacen pensar en la
presencia reciente del macho. La pérdida del amor es, pues,
algo que ha ocurrido hace poco tiempo. El poema refleja el dolor de
esa pérdida aún sangrante, en contraposición a
la frialdad del anteriormente visto. Aquí la soledad es
soledad de amor, abandono, pérdida de ilusión (paloma
tan blanca y tan querida en otro tiempo); allí la soledad se
presentaba como un estado sin variaciones, cuyo pasado ignoramos.
La paloma simboliza el ser que, al perder el amor, pierde la
alegría y el placer de vivir. La mujer simboliza al ser que
carece de toda compañía. Ninguno de los dos
representa la soledad ontológica que Rosalía
expresó bajo formas diferentes al símbolo.
Una vivencia repetida en su obra, la del agotamiento vital, aparece también reflejada en forma de símbolos. Unas veces los símbolos que expresan esa vivencia son sencillos. Así los fantasmas que atormentan durante la noche al viejo:
|
(F. N. 167) |
—400→
Los cuatro elementos simbolizan la falta de vida, el agotamiento que el viejo siente también en su interior. Pero más interesante por más complejo es otro poema en el que los símbolos cobran un tono autobiográfico:
|
(O. S. 343) |
Notemos en primer
lugar, situado en lugar de privilegio del poema (primera palabra
del primer verso), el adverbio ya indicativo de un estadio
anterior: «Ya no mana»
. Es la
culminación de un proceso que empezó en el pasado y
ha terminado en el presente. Sugiere un estadio anterior, contrario
a la actual carencia. La doble afirmación del primer verso
expresa más que una reiteración, una
determinación en un sentido de profundidad: la fuente es lo
externo; el manantial, lo interno. Que la fuente no mane es el
signo de algo mucho más profundo y definitivo, que es el
agotamiento del manantial. Notemos también la
introducción de los sustantivos mediante el artículo
determinado, pero sin —401→
ninguna clase de calificación: la fuente, el
manantial, el viajero. ¿Tiene aquí el artículo
el valor de introductor de un elemento conocido del oyente?
¿Tiene un valor generalizador semejante al de la frase
«el perro es un animal noble»? Es pronto para
afirmarlo. La lectura del poema completo nos indicará su
exacto valor. La fuente aparece caracterizada por elementos
negativos: «Ya no brota la hierba, ni
florece el narciso...»
«Sólo el cauce arenoso de la seca
corriente le recuerda al sediento el horror de la
muerte»
. Imagen del acabamiento y, en último
término, de la muerte. Del viajero se destaca sólo su
condición de «sediento». Iba a la fuente
«su sed a apagar»
. Tras ese
recuerdo de la muerte, una frase que contrasta con los contenidos
anteriores: «¡Mas no
importa!»
, y muy pronto la explicación: hay
«otro arroyo»
. Frente a este
otro, los la y el iniciales cobran
realce. Lo que forma pareja con otro es uno, lo
que la forma con la, el es un un. No
obedece a la lógica esta determinación de los
sustantivos: el manantial, la fuente, el
viajero, son algo muy cercano a Rosalía. Otro
arroyo es un elemento nuevo, extraño: es el tercer elemento
en la pareja fuente-viajero. Y observemos con qué
generosidad, con qué absoluta autenticidad Rosalía ve
y comprende los encantos de ese otro arroyo. En contraste con la
fuente seca, que recuerda la muerte, hay allí violetas que
perfuman el ambiente, sombra «fresquísima»
que proporciona
un sauce que extiende sus ramas sobre el agua. Y sucede lo que es
natural que suceda: el viajero sediento (y son tres las veces que
señala esta característica) va a beber al nuevo
arroyo. Y ahora algo que irremediablemente lo distancia de
Rosalía: «dichoso se
olvida de la fuente ya seca»
. Ese viajero pertenece
a ese mundo de los dichosos (Rosalía se consideraba un
triste) y es capaz de olvidar la fuente donde en otro tiempo
sació su sed. (Rosalía no olvida nunca: «y vosotros, en fin, cuyos recuerdos
—402→
/ son como niebla que disipa el alba / ¡qué
sabéis del que lleva de los suyos / la eterna pesadumbre
sobre el alma!»
, O.
S. 328).
De los tres
elementos del poema, el menos caracterizado es el «otro
arroyo»; en realidad puede ser cualquier cauce de agua de
aspecto grato y asequible. Los otros dos: la fuente seca y el
viajero sediento y sensual («humedece
los labios en la linfa serena»
; no bebe, quizá no
siente deseos de beber; sólo de humedecer, de refrescar sus
labios, de disfrutar del contacto del agua fresca y limpia) nos
recuerdan demasiado la propia historia personal de Rosalía.
Sin querer hacer biografía, tenemos que recordar otros
versos en que Rosalía se refiere a sí misma con
palabras que revelan el mismo agotamiento: «Ya siente que te extingues en su seno / llama
vital...»
(O.
S. 336), «mi sien por la corona
del mártir agobiada / y para siempre frío y
agotado mi seno»
(O. S. 317)...
De todas formas,
lo que nos interesa destacar es el carácter simbólico
del poema. Mediante esa simple combinación de tres
elementos: fuente seca, arroyo murmurante, viajero sediento que
pasa de uno a otro, Rosalía comunica su peculiar
visión del mundo. Nadie es culpable: esa es la tragedia. Los
manantiales se secan, como las almas, sin que sepamos por
qué: hay dolor en el mundo y el dolor es inexplicable. Pero
también hay otras fuentes que brotan todavía, que
quizá brotan siempre. Y viajeros dichosos capaces de olvidar
el «horror de la muerte»
(del
manantial, del alma) y disfrutar del placer que la vida les brinda.
Y hay la injusticia de la fuente seca sin saber por qué
causa, y el dolor de saberse olvidada: hay seres felices y seres
desgraciados que nunca podrán entenderse porque su
razón de ser los trasciende («vosotros que gozasteis y sufristeis, /
¿qué comprendéis de sus eternas
lágrimas?»
, O. S. 328).
El tema más repetido en su obra, el del dolor, encuentra también una expresión simbólica. Y, como en el caso de la soledad, son matices distintos del dolor los que aparecen simbolizados. Veamos el primero:
|
(F. N. 168-9) |
El carácter
simbólico del clavo resalta desde el primer momento por su
ilogicidad. Frente a los poemas anteriores, en los que podía
coexistir un significado real (mujer sola, Paloma abandonada,
fuente seca), aquí el significado real es imposible: nadie
puede decir «tuve un clavo clavado en
el corazón»
. La interpretación
simbólica se impone, pues. En terminología del
profesor Bousoño65,
se trata de un símbolo —404→
monosémico. Con tres determinaciones caracteriza la
poeta el clavo «de
ouro, de ferro, ou de amor»
, en mezcla de
abolengo clásico de términos concretos y abstractos.
Significativos los tres, ya que el último orienta hacia un
matiz sentimental determinado: el erótico. Los dos primeros,
«de oro o de hierro»
, indican
la duda sobre el valor intrínseco del objeto. Pudo tratarse
de algo valioso como el oro, o casi carente de valor como el
hierro; o de algo noble como el oro, o de algo carente de nobleza
como el hierro. Todo ello envuelto y predeterminado por la frase
precedente: «I eu non me
acordo xa...»
, que muy pronto va a
desplazar la atención del oyente desde el clavo a lo que
sucedió después. El poeta ha olvidado la naturaleza
de aquel clavo (de aquel amor bueno o malo, noble y valioso o
vulgar) y recuerda sólo el daño que le hizo:
(«sóio sei que me
fixo un mal tan fondo»
).
Detalle
importantísimo es que el poeta sea capaz de arrancar ese
clavo. Nota que lo separa radicalmente de otros tipos de vivencias
a las que el poeta no puede escapar, de las cuales no puede huir.
Después de haberlo arrancado, «xa non sentín
máis tormentos nin soupen qué era
delor»
. Aquí termina el alcance
simbólico del clavo. Y el poema cambia de signo. Ahora se
tiene saudade, vivencia de la soledad... de aquel dolor. En otra
ocasión, Rosalía nos dirá: «basta un pesar del alma, jamás,
jamás le bastará una dicha»
(O. C. 659). Y el poema siguiente a
éste del clavo, como en una continuación a esa
segunda parte que se inicia con las soidades nos dice:
|
(F. N. 169) |
—405→
El símbolo
del clavo es bastante sencillo y no muy original (si no clavos,
espadas o puñales clavados en el corazón los han
sentido y cantado casi todos los poetas). La originalidad y
profundidad del poema son ajenos al símbolo, que es
sólo introductorio al tema de la saudade del dolor. El clavo
simboliza solamente un dolor pasado, de imprecisa naturaleza y
calidad, y susceptible de ser olvidado. A partir de este momento lo
que salta a primer término es el hueco, el vacío
(«supe sólo que no sé
qué me faltaba / en donde el clavo faltó»
).
Ha surgido un nuevo símbolo, que es como el negativo
fotográfico del clavo, o, mejor aún, como esas
huellas que dejan en los estratos de tierra los pequeños
animales prehistóricos: un hueco que revela su forma y que
nos indica que existieron, que ocuparon un espacio antes de
desaparecer. La poeta no siente ya dolor, ni tormento, siente
sólo una falta, vive el hueco, y lo vive como saudade:
soledad del dolor, en este caso.
En este poema
tenemos, pues, dos símbolos relacionados; el primero simple
y poco original: el clavo, símbolo de un dolor (de cualquier
dolor, podríamos decir, pues el poeta ya no recuerda, se
desinteresa de su naturaleza); y un segundo símbolo
más complejo, original y profundo: el vacío, el hueco
dejado por el clavo, que simboliza la vivencia de la soledad del
dolor. El dolor que puede ser compañía («conmigo lo llevaba todo / llevaba mi dolor por
compañía»
, O.
C. 659) puede producir también «mal de
ausencia», «saudade». De todo esto sería
un símbolo ese hueco dejado por el clavo.
Entramos ahora en
una gradación de símbolos mediante los cuales
Rosalía va dando forma plástica a una vivencia que en
términos generales podemos calificar de dolor; no 'pena',
dolor vinculado a unas causas concretas, accidentales, pasajeras,
sino dolor continuado, dolorido sentir de la —406→
vida, dolor de ser hombre... El primero es «la noche que nunca se acaba»
(F. N. 179);
el segundo, el «fantasma aterrador,
burlón y sañudo»
(F. N. 186); el tercero y
el más logrado, la negra sombra (F. N. 187). Los tres
poemas han sido suficientemente analizados en nuestro
capítulo sobre la negra sombra, y a él nos remitimos.
Señalemos sólo a modo de resumen que las sombras
innumerables que pueblan el mundo poético de Rosalía
experimentaron un proceso evolutivo: muy al comienzo son casi
exclusivamente decoración, escenografía
romántica. Más tarde, sombra, oscuridad y noche se
identifican con el mal. Finalmente, pasan a ser símbolos de
su existencia dolorida. La coincidencia léxica de los poemas
en que Rosalía se refiere a su dolor de vivir con los tres
anteriormente citados ha sido ya suficientemente demostrada en el
capítulo «La negra sombra y la sombra
tristísma», de igual modo que la coincidencia
conceptual y sentimental. Rosalía habla de su dolor con
palabras muy similares y tiene ante él la misma actitud que
aparece reflejada en estos tres poemas. La diferencia está
en que en unos la expresión de esa vivencia se hace de forma
directa, y en los otros, de forma simbólica.
En ese mismo capítulo hemos analizado el poema «Una sombra tristísima, indefinible y vaga» (O. S. 350) y con un procedimiento similar al utilizado con la negra sombra. Al examinar la coincidencia léxica y conceptual con otros poemas y escritos en prosa, llegamos a la conclusión de que la sombra tristísima que persigue inexorable e inútilmente a otra sombra representaba en forma simbólica el ansia insaciable de Rosalía, el impulso que la llevaba tras algo cuya naturaleza ella misma ignoraba. En aquel capítulo, al cual nos remitimos para evitar repeticiones, estudiamos los antecedentes de este símbolo y las transformaciones sufridas en el proceso creador.
—407→No siempre que Rosalía emplea un elemento -ser, objeto- con carácter simbólico lo repite con el mismo significado. En otras palabras, mientras que las sombras negras, la oscuridad, la noche vienen a representar generalmente vivencias dolorosas, otros símbolos como el del camino simbolizan realidades distintas.
El camino como símbolo de la vida es figura vulgar de tan conocida y repetida. Rosalía lo emplea con este sentido una vez, pero su originalidad está en que se nos muestra en el mismo poema el proceso que convierte al objeto en símbolo. En otra ocasión, el significado es muy distinto del tópico literario. Examinemos el primer caso:
|
(O. S. 346-347) |
La primera parte
del poema (que comprende hasta el verso «y el perro sin dueño
») constituye
una descripción de un lugar querido y gratamente recordado
por la autora. El primer verso, con la ordenación
rítmica de adjetivos y sustantivos, convierte la frase en
una cláusula cerrada sobre sí misma:
En ella el acento inicial de verso, el puesto de privilegio (1ª palabra del primer verso) y el acento final caen sobre la misma palabra: camino. Y a continuación nos encontramos con una profusión de adjetivos característicos de las descripciones en las que Rosalía disfruta recordando los lugares queridos.
En la primera parte predominan los adjetivos objetivos, con los que se pretende dar una imagen realista del camino: desigual, pedregoso, estrecho. Hay impresiones auditivas: el eco de un arroyo, y referencia a los seres que frecuentan el camino: gorriones, cabras, perros y niños que buscan las moras silvestres. Aunque no faltan notas de tristeza o melancolía: los niños hambrientos, y sobre todo el «perro sin dueño», la impresión general es grata; el eco es «apacible», el fruto de las zarzas es «sabroso», y los niños, —409→ las cabras, los gorriones y perros mezclados producen a lo sumo una impresión de naturaleza agreste.
El primer verso de la segunda parte invierte el orden de sustantivo-adjetivo del primero. Ahora, con una cláusula absolutamente similar, lo que se destaca son las cualidades y no el objeto en sí:
|
Creemos que es el
adjetivo olvidado y la reiteración del
blanco lo que confiere al camino el carácter
simbólico. El poeta deja de interesarse por el
carácter real, objetivo, de un camino, y empieza a fijarse
en aquellas notas que lo convierten en una imagen de su vida: el
contraste entre el pasado «bullicioso y alegre» y la
soledad actual. Y son precisamente las características que
permiten una identificación lo que convierte en este momento
el camino en algo grato: «más
bello y agradable a los ojos pareces cuanto más solitario y
más yermo»
. Fijémonos en el
adjetivo yermo: no parece contener en sí ninguna
nota que haga agradable a un paisaje así calificado. Pero
hay una: la complacencia en ver reflejada en el exterior una
característica del propio espíritu, de la propia
vida. A Rosalía le repugna la alegría bulliciosa
(F.
N. 170, O. S. 385), huye del
espectáculo de la naturaleza primaveral, que estalla en
flores y frutos (F. N. 275), le gusta el
invierno y se complace en este camino que reproduce su estado
actual y que representa la trayectoria de su vida: alegre al
comienzo, siempre solitaria, después yerma y olvidada de los
dichosos del mundo, que cruzan la vida por «rutas espaciosas»
.
Lo más interesante del poema es el proceso de simbolización experimentado por el camino. Primero, camino real, evocado y querido, con notas realistas descriptivas; después, —410→ símbolo de la propia vida de la poeta. Hay, sin embargo, desde el principio una nota que va a dar pie para el posterior proceso de simbolización. Una nota ya simbólica: la blancura del camino. En ella insistiremos en el poema siguiente. Al convertirse en símbolo, se reforzaron las notas de soledad y aridez y quedaron relegadas las notas agradables, evocadoras de un tiempo pasado.
Más original nos parece la utilización simbólica que hace Rosalía del camino en el siguiente poema:
|
(F. N. 295-6) |
La primera
determinación del camino es «que non sei
adónde vai»
, que parece ser la nota
fundamental en que se basa el atractivo que ejerce sobre la poeta.
En este primer momento, este camino, cuyo destino se ignora,
representa la tentación de lo desconocido; es una puerta
abierta a la fantasía. Frente a lo cotidiano y habitual, lo
misterioso, la aventura. Desearía poder andarlo precisamente
porque no sabe adónde llevaría.
A
continuación vienen una serie de notas descriptivas:
estrecho, serpenteante entre prados y campos de nabos, relumbrando, con
lindo crarear.
Notemos en primer lugar la preferencia por los caminos estrechos,
recuerdo sin duda de los caminos de carro aldeanos por los que
corrió en su niñez. El verbo serpentear
viene a ser un anticipo de tentar; un primer paso hacia la
animación de lo inanimado. (Pensemos también en las
relaciones serpiente-tentación, tan antiguas...). El camino
cobra vida, tienta a la poeta; hay como un juego, una
invitación a seguirla en ese desaparecer del camino para
encontrarse más allá. Y, además de esta
animación con que nos lo presenta, hay dos notas que no nos
parecen realistas: el relumbrando y el clarear.
Estas dos notas se van a intensificar pocos versos más abajo
con otra: «camiño, camiño
branco
». El brillo, la claridad, la blancura, no
son caracteres objetivos de un camino real visto por la poeta; son
notas subjetivas que ella le añade. Frente a las sombras, a
la oscuridad, a la noche «agoreira —412→
de dolores, cubridora en todo mal
»
(C. G. 150), esas notas
simbolizan la alegría, la felicidad. Y son estas notas
simbólicas las que convierten el camino en una perenne
tentación. Fijémonos en que Rosalía no piensa
cosas extraordinarias respecto al itinerario del camino, no piensa
que pasa por lugares maravillosos, no sueña con aventuras.
La invitación a lo desconocido de los primeros versos se va
concretando en unas visiones de gran sencillez: «eu penso, non sei
por qué, / nas vilas que
correrá, / nos carballos que o sombrean, / nas fontes que o
regarán...
». Y se plantea los
posibles itinerarios: para Santiago, para el Portal, para San
Andrés, para San Cidrán... No le importa a
dónde vaya, no sabe por qué piensa en él,
sólo sabe que el camino la tienta a seguirlo... Y al final
intuye la razón de todo ello: «¡Ojallá en
ti me perdera / pra nunca máis me
atopar
». Querría (ese es su
verdadero deseo) perderse, confundirse con el camino, hacerse una
con él. En otra ocasión nos dirá:
«el viajero rendido y cansado [...]
anhelará [...] de repente quedar convertido en pájaro
o fuente, en árbol o en roca
» (O. S. 318). Pero es consciente de
la imposibilidad del deseo: el camino es el brillo, la luz, la
blancura, la felicidad desconocida; ella lleva la sombra en
sí misma, y nadie puede liberarla. El camino es el
símbolo de la felicidad que le está negada. Ante
él, la poeta experimenta la tentación de huir de
sí misma, el deseo de fundirse con él y el dolor de
saber que es imposible.
No sólo es un elemento único el que cobra valor simbólico (sombra, paloma, mujer, etc.). Otras veces son diversos elementos los que, sumados, producen un efecto de símbolo (por ejemplo, un paisaje). Antes de analizar un ejemplo de éstos, digamos que no siempre Rosalía se mantiene en el plano simbólico, aunque parta de él. Hemos visto un ejemplo en el poema que comienza «Alá pola alta noite». Tras la —413→ enumeración de aquellos símbolos de acabamiento, el poema sigue por distintos cauces expresivos. Construcción similar encontramos en otro poema cuyas primeras estrofas reproducimos. En él se parte de una visión de la vida como una montaña cada vez más empinada, en cuya cima está la muerte: la total soledad. El dolor es la fuerza que empuja al hombre para alcanzar aquella cima deseada. Después de ese arranque de tono simbólico, el poema continúa en forma realista-descriptiva: la montaña es, efectivamente, una montaña desde la cual el suicida se arroja al mar:
|
(O. C. 659) |
En algunos casos, la encadenación de símbolos llega a convertirse en una especie de alegoría. El poema «Ya no mana la fuente» puede considerarse como una visión alegórica de la vida humana, del egoísmo de las relaciones entre los hombres. En los poemas "malos", Rosalía no puede resistir la tentación de aclarar el significado de alguno de los símbolos empleados (como hace con las metáforas), aunque esto sea poco frecuente. En realidad se trata de figuras retóricas a medio camino entre la metáfora y el símbolo, y de ahí procede quizá el deseo aclaratorio de Rosalía. Ponemos un ejemplo:
|
(O. S. 383) |
La alondra se nos muestra aquí como un símbolo del mal inconsciente. No es algo malo en sí, maléfico. Aparece tratada con simpatía: «piquillo», «polluelos»; nos sugiere algo tierno, bondadoso, maternal. Sin embargo, va a causar dolor, va a hacer un mal al realizar lo que para ella es un bien: alimentar a sus crías. En relación con ella, la rosa se nos aparece como un refugio contra el dolor y el mal, pero un refugio frágil, débil, inseguro, caduco. El viento es el mal, el dolor sin sentido y sin finalidad. La alondra perseguía al insecto para dar de comer a sus hijos; el viento destroza lo que encuentra a su paso sin que sepamos por qué. Si en el último verso no hubiera sustituido la poeta «rosa» por «amor», el significado exacto de la rosa hubiera quedado indeterminado. Ese verso final es la clave de los términos «diminuto insecto» y «rosa»: vemos claramente que el primero representa al propio poeta y la rosa al amor humano, frágil e impotente contra los embates del mal y del dolor.
—415→El conjunto del poema viene a ser una alegoría de la vida: indefensión del hombre, caducidad del amor, relatividad del bien y del mal (la alondra que hace daño y cumple con su obligación al mismo tiempo), falta de sentido del dolor y del mal en el mundo.
Vamos a ver ahora un poema en el que el símbolo se logra con la multiplicidad de pequeños elementos que apuntan todos en una misma dirección:
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(O. S. 343-4) |
La primera palabra del poema, cenicientas, sugiere algo apagado, extinguido, acabado. Produce una impresión de tristeza, y esta misma significación e impresión, de forma directa o indirecta, nos van a ser repetidas por palabras situadas en puntos estratégicos del verso -comienzo, final, o con acento central del endecasílabo-: cenicientas las aguas, desnudos árboles, montes cenicientos, parda la bruma, pardas las nubes, triste, sordo rumor, lamentos extraños, hondos y dolientes, muertos.
El perro tiembla, el campo está desierto. La blancura de la gaviota hace resaltar por contraste los tonos oscuros del paisaje, en el que «graznan los cuervos».
Los elementos del
paisaje, por una parte (el color de las aguas, de las nubes, la
soledad del labrador y su perro, el frío, los cuervos, el
rumor del viento), y, por otra, las relaciones semánticas
que se establecen entre las palabras que ocupan las cumbres
rítmicas del verso, dan al paisaje un carácter
simbólico. Desarrollemos brevemente esa segunda
técnica indicada: ceniciento se relaciona con 'apagado',
'muerto'; árboles desnudos son árboles sin hojas,
marchitos, sin savia, sin vida; la bruma parda sugiere la ausencia
del sol, «fuente de luz y
vida»
; el viento parece llamar «a los muertos»
; el mastín,
«helado», «tiembla», le falta calor,
vitalidad; los cuervos recuerdan la carroña, lo muerto.
Son estas
asociaciones de ideas las que, unidas a los elementos reales del
paisaje, convierten a éste en símbolo de un estado de
ánimo: el de la propia poeta. Se identifica con él en
lo que tiene de triste y falto de vida, y se diferencia en que uno
es transitorio y promesa de nueva vida, y el espíritu de la
poeta vive siempre el «invierno de la
vida»
.
Por último, hay que recordar, al hablar del símbolo en Rosalía, aquellos que no constituyen el principal medio expresivo del poema, sino que aparecen como elemento accidental. Algunos carecen casi de valor expresivo por estar incorporados a la tradición poética. Así «el águila» como símbolo de la desgracia amenazadora, en el poema «Era la última noche» (O. S. 344), o el «sol de la tarde», símbolo del erotismo experimentado o nocherniego (no está muy claro su valor exacto, pero sí su valor frente a la pureza virginal representada por el «cerrado capullo», O. S. 348). En otras ocasiones sí tienen valor poético estos pequeños símbolos que Rosalía emplea como de pasada, aprovechando su poder sugeridor para pasar más pronto, sin necesidad de concretar su pensamiento a lo que realmente le preocupa. Tal es el caso del poema que reproducimos.
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(O. S. 349) |
¿Qué o quiénes son esas mariposas portadoras de felicidad o de dolor? ¿Quién las envía? ¿A qué leyes, a qué designios —418→ obedece su aparición? ¿A quién ha desafiado la poeta al desdeñar a ambas? Rosalía no quiere responder a ello. Solamente ha dado forma plástica al presentimiento del dolor o de la dicha; ha simbolizado en esas mariposas blancas o negras la posibilidad de la alegría o el dolor. Las ve como ve la negra sombra y como oye hablar a las fuentes. Y se permite la indiferencia ante ellas porque siente que nada puede ya cambiar la desolada situación de su espíritu. Son símbolos sencillos, casi populares. (Entre el pueblo se dice que las mariposas grises que se acercan a la luz de la casa anuncian carta... y como precedente literario inmediato tenemos la mariposa negra de Pastor Díaz). En ellas se repite el contraste blanco-negro, que ya tantas veces hemos visto cargado de significado en Rosalía. Pero quizá su sencillez y su enraizamiento en la temática del poeta es lo que le confiere eficacia expresiva: concentran en sí una carga significativa muy conocida ya, y permiten a la poeta lanzarse a esa afirmación final rotunda y categórica.
Resumiendo lo expuesto, tenemos que concluir con las palabras que al comienzo eran hipótesis: Rosalía maneja el símbolo con gran acierto, no lo prodiga. Hay en su obra símbolos de gran complejidad, como la negra sombra, y símbolos sencillos, como la paloma sola. Son más abundantes los elementos simples convertidos en símbolos (mujer, paloma, mariposa) que la multiplicidad (fuente, arroyo, viajero, paisaje). Y siempre tenemos la impresión de que su uso obedece a intuición y no a técnica. Comparándolo con la utilización que la autora hace del contraste o de la reiteración, la misma escasez del símbolo nos parece una prueba del carácter intuitivo de este recurso expresivo.