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ArribaAbajo Descartes y el criterio de la verdad

Hans Friedrich


El sistema heliocéntrico acababa de demostrarse. Los satélites de Júpiter daban la prueba de que los cielos eran vacíos y, que había puntos céntricos distintos de la tierra. Las manchas del sol eran un signo de su rotación.

El sistema Tolomeico se sostuvo, no por falta en la antigüedad de un Copérnico que formulara la hipótesis contraria, sino porque la experiencia lo acreditaba. El único cuerpo al alcance de nuestra observación era la luna que no gira sobre sí misma y le muestra a la tierra siempre la misma cara, ni más ni menos, como si estuviera enganchada en una esfera. Ningún cuerpo en el cielo daba ejemplo de rotación. Fue, pues, el telescopio que extendiendo nuestra vista, permitió observar hechos que abonaban en favor de la nueva hipótesis.

El derrumbe de tal idea que parecía tan evidente, tan cierta, y la caída de Aristóteles en todo lo físico, aún en el concepto de los que permanecían fieles a las ideas antiguas, no rindiéndose a razones como Descartes, tuvieron suma influencia, haciendo el mismo efecto que las ideas de Darwin en nuestros días, que adquieren cada vez más, mayores probabilidades, amenazando acabar con todo lo antiguo.

Descartes acudió entonces para salvarlo todo, para poner en salvo Dios y la religión, que él conceptuaba bases de la sociedad.

Como era matemático pensó que a las viejas ideas se las podría salvar de todo asalto, enlazándolas entre sí a la manera de   —186→   los teoremas de geometría, como si la certidumbre naciera de determinadas disposiciones y no de intrínseca bondad. Los teoremas geométricos no deben su incontrovertibilidad a su ordenación en sistema: al contrario, fue posible a la escuela de Platón ordenarlos así, porque eran incontrovertibles.

El resultado no fue el que Descartes se proponía conseguir. Su edificio se desmoronó luego; todo cayó al suelo, haciéndose pedazos ideas que hasta aquel entonces se habían conservado intactas. Nunca se vio inexperiencia semejante, efecto tan contrario a la intención. El edificio tambaleaba y él le excavó la tierra en torno para cambiarle los cimientos.

La geometría empieza por unos axiomas, por proposiciones de evidencia inmediata; pero no nace de ellos: el axioma es el clavo del que cuelga la cadena de los teoremas. Estos han sido antes descubiertos y demostrados independientemente los unos de los otros por intuiciones aisladas, como las proposiciones de cualquier otra ciencia, y su historia lo atestigua. La demostración del teorema de Pitágoras no supone la de ningún teorema anterior. La geometría empezó por donde termina, encontrando primeramente el modo de medir las figuras planas y sólidas. Lo que es lo último en la exposición, fue lo primero en la construcción.

La necesidad de establecer los lindes de sus propiedades, borrados por la inundación del Nilo, condujo a los Egipcios a descubrir unas cuantas reglas prácticas. La primera de esas reglas, dada por la más elemental observación, fue sin duda la que concierne, en primer lugar a la medida de los cuadriláteros en general. De ahí se pasó a buscar la del triángulo, considerándose que cada triángulo es la mitad del cuadrilátero. Todas las superficies curvas se medían descomponiéndolas en triángulos.

De este modo paulatinamente se fueron descubriendo los varios teoremas, pensándose después en ordenarlos.

Descartes no se dio cuenta de un hecho tan elemental: se imaginó que la geometría nació como está expuesta, de la meditación sobre el axioma que el todo es mayor que sus partes. De la meditación sobre tal axioma el ingenio más penetrante no sacaría en una eternidad otra consecuencia que la parte es menor que el todo.

No niego que acaso con el tiempo se pueda geometrizar la filosofía;   —187→   pero esto será cuando todas sus proposiciones hayan sido demostradas. Antes, pues, se habrán de demostrar una a una.

Para Descartes, y véase la seriedad de su duda, todas eran ciertas: para hacer callar las contradicciones bastaba, pues, derivarlas todas de un axioma. Derivarlas, en esta palabra consiste su error, pues del axioma ni se sale ni se puede salir, al axioma se llega.

Púsose pues en busca de dicho axioma, de una proposición que nadie pudiese rechazar y dio con el célebre: Cogito ergo sum.

Las críticas que a esta proposición pueden dirigirse son muchas; pero no me parecen ni sinceras ni válidas. Bien se comprende el pensamiento de Descartes: podrá quizás encontrarse inexacta la expresión, pero ello porque ninguna expresión es exacta. En nuestro pensamiento tenemos la conciencia infalible de nuestra existencia. Sólo que de allí no es posible salir, ni salió Descartes a pesar de su penetración. Así razona: todas las veces que tendremos una idea igualmente clara, le deberemos dar fe, y rechazarla si no llega a ese grado de evidencia. Parece un paso y no lo es: es salirse del camino. La conciencia de nuestra existencia no deriva de premisas; es un hecho primitivo, independiente de lo que se piensa. Aún pensando mal estaríamos ciertos de pensar y de existir. Nada tiene que ver la certidumbre de existir con la verdad del pensamiento. El pensar me hace sentir mi existencia. La certidumbre no nace de la proposición: no se puede pensar sin existir. Tal proposición a él tan sólo ocurriósele formularla. Es un sentimiento y no un ergo, una consecuencia. Para llegar de la conciencia de existir a la evidencia de la idea, hay que dejar aquella y pasar a ésta, cambiar de posición, plantear un nuevo principio. Descartes había de decir: No se puede pensar sin existir; yo pienso, luego existo. Pero la premisa pide demostración. Pensar es obrar y no obra sino el ser, y subiendo por esta vía habría llegado al principio de contradicción; pero allí ya estaban todos.

En una palabra: sentimos nuestra existencia en el pensamiento, mas, no se trata de persuadirnos de ella, pues ni siquiera es dable dudar; trátase de demostrar la verdad de lo que se piensa, y esta no puede deducirse del hecho de que pensamos. Al mover las piernas me cercioro de que camino, mas no es de esto que se   —188→   discurre, sino de saber si camino bien, si me dirijo hacia donde he de llegar, y esto las piernas no me lo dicen. Descartes introdujo el de la conciencia donde no cabía; complicó inútilmente las cosas.

Para adelantar hubo de plantear otro principio: la idea clara; hubo de salir de la conciencia que es un hecho, un sentimiento, y pasar a las ideas. Y por ahí había que empezar.

Pero también la idea clara está mal planteada. No es la cuestión de saber cómo nazca la certidumbre: ésta nace como nace.

Al uno bastarale un indicio, al otro no le bastará una demostración geométrica. Evidencia y certidumbre son sin duda palabras sinónimas: uno cree lo que le parece evidente y si no le parece tal no cree y no puede siquiera creer. ¿Cómo ha de poder uno creer lo que no le parece creíble?

La cuestión reside en saber si cuando estamos ciertos de algo, este algo es cierto. Ciertos estaban todos de la estabilidad de la tierra, y todos se equivocaban.

No debemos creer sino a la evidencia, tal es la ley de Descartes. Pero ¡Si no hay persona que obre de otro modo!... Precisamente la evidencia es la que nos engaña, presentándonos como tal lo que no lo es. Es de la evidencia que se discute, y justamente la ciencia se funda en desconfiar dejo que nos parece más evidente. Se requiere, pues, un criterio para conocer cuando es la ocasión de podernos confiar enteramente a la evidencia. Cuanto más alta es una mente, tanto más se inclina a creer en lo no evidente.

El principio de Descartes imposibilita salir del error, no habiendo error que no parezca evidente a quien se halle en él. Una cosa es la certidumbre y otra la verdad. Para la certidumbre no se necesitan criterios: lo que se busca es el criterio de la verdad, y ese lo proclamaba en Italia Galileo y antes de él lo había formulado Leonardo de Vinci, y no hay otro. Pero ese criterio era cabalmente el que rechazaba Descartes.

Por otra parte el campo de nuestra experiencia es muy limitado. Si se hace universal lo que no lo es, la razón llegará a consecuencias erróneas. Antes de que se descubriera la Australia, no se admitía la existencia de cisnes negros. De modo que, uno puede   —189→   ser arrastrado por el razonamiento a admitir conclusiones que la experiencia desmiente. No pocos ejemplos de ello nos puede ofrecer la física de Aristóteles.

Generalizaciones de experiencias no verificadas, y, por lo tanto, más bien de apariencias, indujeron en error a la mente de Aristóteles, ¡y trátase del estagirita!... De tales generalizaciones consta en la mayoría de los casos el conocimiento vulgar, y de ahí la dificultad de dar a entender algo al vulgo.

Por todo lo cual la mente humana madurando, desconfió, no ya de la razón sino de lo que le parecía evidente, y Leonardo formuló el gran principio, que nada se puede afirmar con certidumbre, sino lo demostrado por la experiencia. Aristóteles de no sé cuales consideraciones colegía que la tierra ha de tener la forma de una pera. Ahora Nantzen ha vuelto a salir con la misma opinión. Según él en el polo austral la tierra ha de tener una prominencia. Son conjeturas más o menos probables, pero, mientras tanto, hasta que no se llegue al polo, nada seguro se puede afirmar. No es, pues, la evidencia, sino la experiencia, el sólo criterio de verdad.

Volviendo a Descartes, él establece que el hombre no ha de rendirse sino a la evidencia, pero no ha de rechazar lo evidente. Y son estos dos principios vanos, pues la evidencia a nadie repugna, sin que ello importe decir que lo evidente sea cierto.

Planteado ese principio Descartes da otro paso, admitiendo como evidente la idea de Dios y su existencia. Y sin embargo ya Santo Tomás, autor insospechable, había negado tal evidencia, por cuanto si la hubiera no sería concebible el ateísmo. Aquí aparece su célebre argumento ontológico, argumento ya refutado por Santo Tomás en Anselmo de Aosta, con sólo recordar el principio: aposce ad esse non valet illatio, «no se puede de la posibilidad argumentar el ser».

La cuestión de la existencia de Dios se halla todavía en los términos en que fue planteada por Aristóteles y los Escolásticos. La refutación de las pruebas teológicas intentadas por Kant, no resiste a un examen serio y desapasionado. Antes Kant ha de demostrar la verdad de su sistema: tan sólo en él no es posible demostrar racionalmente la existencia de Dios. La razón por el principio de causalidad pide una causa primera; la idea de movimiento   —190→   lo exige un motor. Pero, con todo, la existencia de Dios, supuesta por la razón, en el estado actual de los conocimientos no se puede dar como un hecho. Sería menester que Dios se nos mostrase. Lo que la razón demuestra es que si hay movimiento, hay materia, han de tener una causa de su existencia; mas, si esta causa la tienen en sí o fuera de sí, en otro ser, no lo sabe Dios, porque para ello se necesitaría el conocimiento de la esencia de la materia y del movimiento. Según la noción común la materia no podría ser eterna, y la demostración remonta hasta Platón.

También el tercer principio cartesiano de la evidencia inmediata de la vida de Dios es falso, pero dándolo por demostrado, por axiomático, encontró una base, pues con Dios todo se explica. El mal es que su demostración artificial ha perjudicado no poco a tal idea, haciendo creer que ésta no tenga otras pruebas que el mencionado sofisma.

El criterio de la verdad no se halla, pues, en el razonamiento, el cual no conduce a conclusiones verdaderas, sino cuando sale de primisas ciertas. La verdad de estas no tiene otra demostración que la experiencia. Una premisa demostrada por la experiencia es base firme, del razonamiento. Si la razón ha conducido a conclusiones falsas con mucha frecuencia, ha sido, cuando se ha examinado bien la cuestión después de reconocido el error, porque tomábase como demostrada una premisa que no lo era.

Tal es el criterio de la verdad. La razón nos lo indica anticipándose a la experiencia, pero sus indicaciones han de ser confirmadas por ésta.

A veces son tales y tantos los indicios que dudar es temeridad. Antes de que Foucault diera la prueba experimental de la rotación de la tierra, ésta ya admitíase como demostrada. Sin embargo sólo esa prueba nos dio la certidumbre absoluta.

Resumiendo. El criterio de la verdad es el que fue indicado y formulado por Leonardo. «Sólo la experiencia es madre de la ciencia, del saber verdadero. Lo que no cae bajo la experiencia nunca podrá afirmarse con seguridad».