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ArribaAbajo Su sonrisa

Antonio Monteavaro


-Señorita: no se sonría.

Ella lo miró algo asombrada. Luego, sonrió.

Caía el crepúsculo con blandura otoñal. A lo lejos, una casa de dos aguas con mojinete en «bendito» la monotonía del campo ondulado, de un verde amarillento. El cielo parecía tierra arada envuelta en una niebla negruzca, cada vez más espesa. Alambrados y vagorosos animales, distinguíanse apenas como encajes de telarañas y moscas prisioneras, en las proximidades de la estancia, donde los dos jóvenes conversaban cuando el sol había escondido sus regueros de sangre.

-¿Por qué sonríe, nuevamente?



¡Lindo muchachito! Pasaba de los veinte, pero aún no tenía la fatal arruga que prolonga melancólicamente la mejilla partiendo del ala de la nariz, en sinuosa curva, para perderse en el mentón. Ojos azules y brillantes, ojos de zafiro animaban con arrogancia su bello rostro rebosante de energía. Y su voz era queda, preñada de misterios sentimentales.

Ella...

¿Sabemos acaso en qué consiste lo femenino?



-¡No sonría, Enriqueta! Me duele el corazón.

Tal vez pensaba en la Gioconda. La inefable sonrisa que perpetuó Leonardo da Vinci, cruzaba quizá en el recuerdo de Aníbal Marcel al solicitar, con sollozos en el acento, que Enriqueta permaneciera   —163→   grave. Además, la hora, el murmullo de la naturaleza recogida, el cielo mortecino, la poesía mansa de las cosas... ¿qué sabemos?...

Enriqueta era adorablemente linda. Tan linda que parecía coqueta.

-Si no sonriera, contestó al cabo, no sería dichosa. Bueno, Aníbal, prosiguió con cierta volubilidad no, exenta de tristeza, usted hace lúgubre al mismo Paraíso. Deme la mano... no se asuste que no se la pido en matrimonio sino con cariño fraternal, y un buen shake hand disipará sus taciturnos secretos.

-¡No sonría Enriqueta! -repitió el joven sin tenderle la mano. Mire que si no...

-¿Si no? -provocó la bella niña.

-Si no... ¿Por qué es usted así? ¿No es buena?... No siente alguna vez que... que... hay algo alrededor nuestro, algo muy dulce y muy... ¡Vea! Le parezco un zonzo, ya lo sé, pero no lo piensa. No... ¡Ah!, ya desapareció su sonrisa.

Sí, había desaparecido. Más aún: Enriqueta lloraba.

El paisaje condecía con la amargura apoderada súbitamente de la linda joven. El rancho lejano, la oscuridad creciente, el silencio poblado de rumores, el amor ¡sí, el amor!, ponían su tinte evanescente en el alma de los interlocutores.

¿Comprendió Aníbal su victoria?

Tiempo hacía que amaba a su prima Enriqueta. Desde sus románticos quince años, después de leer a Víctor Hugo. Entonces ella tenía trece y gozaba los beneficios de las libélulas. Pero en el transcurso de su vida amable se tornó enigmática y a cada momento sonreía, sonreía de una manera extraña, sonreía como una mujer, siendo aún una niña.

Y por eso Aníbal, enloquecido, le prohibió en aquel crepúsculo otoñal, su sonrisa de esfinge. Y ella lloró.

¿Lloró por su sonrisa?...

Al año siguiente, los primos se casaron. Pero Enriqueta no sonrió nunca más. ¿Os acordáis del Cuervo de Poe?...

¡Nunca más!