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ArribaAbajo- XIX -

Por mar y por tierra


19 de diciembre, por la mañana.

¡Magnífico, espléndido, delicioso día! Desde que resonó el toque de diana, conocí en las melódicas vibraciones del aire que el cielo estaba limpio de nubes y que la mar dormía tranquila. Además, los cantos de alegría de los soldados saludaban elocuentemente la vuelta del buen tiempo.

Salté, pues, de la cama, ansioso de luz, de aire y de calor; abrí mi tienda, y salí a la que todos no podemos menos de llamar la calle.

¡Qué animación, qué vida, qué regocijo respiraba el campamento! Todas las tiendas estaban abiertas de par en par: camas, ropas, monturas, mantas, víveres, armas, municiones, todo se veía desdoblado, extendido, desparramado a la puerta de cada habitación de lona, a fin de que el sol lo secase cuando sus rayos adquiriesen fuerza. Unos se marchaban a lavar, otros hacían su toilette al aire libre, después de muchos días de irremediable incuria; estos describían con pintorescas frases el detrimento que el temporal había causado en su equipo; aquellos exclamaban, desperezándose y mirando su carabina: «¡Hoy hace un buen día de moros!...» Ni más ni menos que los cazadores dicen en España: «¡Hoy hace un buen día de liebres!»

En este momento comienzan a bajar compañías a la playa para que descarguen sus armas y las limpien. El general Prim pasa por la izquierda de nuestro campo, dirigiéndose con sus tropas al Camino de Tetuán, a fin de reconstruir algunos puentes que el temporal ha derribado. Los cantineros y mercaderes acuden de Ceuta con vino, fósforos, cigarros, papel de escribir, velas y otros artículos preciosos. Los caballos relinchan, como diciendo que están prontos a dar un paseo. Y la tropa, tan macilenta ayer, revela en su semblante la esperanza de que un sol tan claro mejore la salubridad del campamento y acelere la hora de nuestra marcha.

Llegan, en fin, juntos los correos de dos o tres días, y con ellos los efluvios de amor y entusiasmos de la madre patria. Un aluvión de cartas y periódicos inunda el valle; todos tienen noticias de sus familias; todos se animan a seguir adelante al ver la noble actitud del pueblo español; todos se hacen la cuenta de que las penalidades pasadas han sido un mal ensueño, y procuran imaginarse que hoy es cuando verdaderamente empieza la campaña.

Para que el día sea completo, preséntanse en la lontananza de nuestro horizonte, como viniendo de Gibraltar o de Algeciras, dos, cuatro, seis..., hasta nueve buques de vapor y de vela que se dirigen hacia estas costas...

Todos los anteojos se ponen en movimiento... ¿Qué escuadra es aquella? ¡Aquí de las conjeturas, de las suposiciones y de las grandes mentiras!

¡Quién dice que son barcos ingleses que van a socorrer a los moros; quién anuncia que es la escuadra francesa, decidida a cañonear de nuevo el Fuerte-Martín, situado en la playa de Tetuán; cuál da por seguro que aquellas embarcaciones traen a bordo la división del general Ríos, que al fin viene a reforzar nuestro ejército; cuál otro jura y perjura que su anteojo es el mejor del universo, y que distingue a dos pasos de distancia las boinas rojas de los tercios vascongados; quién, por último, sabe de buena tinta que aquello sólo puede ser una escuadrilla rusa que ha bajado de los mares del norte a fiscalizar las operaciones de los buques de la Gran Bretaña!..

En esto levántase un rumor, que llega a hacerse general y acaba con tan peregrinas versiones: «¡Es el pabellón de España! ¡Es la bandera roja y amarilla!», exclaman los oficiales, llenos de regocijo, ofreciendo sus anteojos a todo el mundo, a fin de que nadie deje de ver la enseña de la patria...

Y, entretanto, los buques siguen cruzando ante nuestros ojos, como a media legua de esta playa, con la proa puesta a la rada de Tetuán, cuya entrada nos determinan claramente el promontorio fortificado de Cabo Negro y, más allá de él, otro cabo sobre cuya cima se percibe una blanca atalaya.

Queda, sin embargo, por averiguar qué van a hacer aquellos barcos en el puerto marroquí. Yo, por mi parte, no puedo resistir a tan justificada curiosidad, y dejo la pluma para ir en busca de noticias al cuartel general de O'Donnell.

Cerca de las doce.

¡Oh felicidad, amigos míos! ¡Buen susto vamos a dar a los moros!

Sabréis cómo esta pobre gente ha remediado los daños que la escuadra francesa causó al Fuerte Martín el día 29 de noviembre (hoy hace precisamente un mes), y sabréis cómo ciertos ingenieros3 han vuelto a colocar los cañones en su sitio y construido además en la playa baterías rasantes. Pues bien, nuestra escuadra se dirige hoy a la rada de Tetuán a demostrar a los sectarios y aliados del profeta que han perdido su tiempo lastimosamente.

Describamos cuanto alcanzamos a percibir de este solemne acto.

Son las doce de la mañana... Todo nuestro ejército se halla abocado a la orilla del mar, bien sea en la arenosa playa, bien en las alturas de la costa...

Las naves españolas avanzan majestuosamente, trazando en el mar y en el viento estelas de azulado humo o de reluciente plata. Los vapores remolcan a los buques de vela, formando dos divisiones.

Los nombres de unos y otros son: Isabel II, Vasco Núñez de Balboa, Blanca, Princesa de Asturias, Colón, Villa de Bilbao, León, Santa Isabel y Vulcano.

La insignia capitana va en el Vasco Núñez de Balboa, desde el cual mandará el bombardeo el general de Marina D. Segundo Herrera.

Ya dejan a su derecha a Cabo Negro y forman enfrente de la rada...

Ya se encuentran a la vista de Tetuán...

Ya van desapareciendo a nuestros ojos...

¡Ya están todos dentro del puerto, bajo los fuegos enemigos!...

¡Dios sea con España!


Ahora nada se ve, nada se oye. En nuestro mismo campo reina un silencio religioso... ¡Pero de fijo que todos oyen el alborotado latido de su corazón!

¡Ah! ¡Es la primera vez, después de mucho tiempo, que nuestra Marina, tan temida y respetada en otras épocas, rompe el largo silencio de sus cañones y toma la ofensiva contra los enemigos de España! ¡Yo lo creo firmemente! La empresa que nuestros barcos acometen en este momento, por limitada que sea, puede considerarse como el principio de la nueva historia de nuestra armada; como la señal de que España reaparece sobre los mares; como un aviso dado al mundo de que no se ha extinguido la raza de los Bazanes, Ulloas y Gravinas.

Pero ¿qué es esto? ¡Todos aguardábamos oír un lejano cañoneo hacia la derecha, y toque oímos es un próximo ruido de fusilería hacia el opuesto lado! ¡Decididamente, hoy es día de gran fortuna para nosotros, pues vamos a tener a un tiempo función por mar y función por tierra!

Mas se me dice que el fuego es hacia el Camino de Tetuán, en el campamento del TERCER CUERPO...

¡Si vierais qué extraño efecto me produce esta noticia! No parece sino que oigo tocar a fuego en mi parroquia y vienen a anunciarme que es en mi calle, cerca de mi casa... Corro, pues, en su busca, arrastrado, no sólo por el deber, sino por un raro sentimiento que tiene otro nombre no menos raro: por el espíritu de Cuerpo.

A las nueve de la noche.

Voy a completar la historia del día de hoy; día de honor y gloria para nuestra patria, que ha alcanzado, durante él y a una misma hora, dos diferentes triunfos sobre el imperio de Marruecos: uno en su mar, y otro en sus montañas; el primero atacando, y el segundo resistiendo; aquel contra sus fuertes y baterías, y este contra la ferocidad de sus hijos. ¡Feliz yo, que he podido presenciar esta doble victoria de las armas españolas! Contentaos vosotros con la relación que voy a haceros de lo que he visto a lo lejos y de lo que he tocado muy de cerca.

A lo lejos, y en tanto que avanzaba hacia el campamento de la Concepción, vi aparecer algunos torbellinos de humo por detrás de Cabo Negro, hacia el punto donde debe de caer la Ría de Tetuán, y otra humareda más espesa, que salía de en medio de la rada... Pocos instantes después percibí sordas detonaciones parecidas a lejanos truenos... El cañoneo del mar había principiado, y su estruendo remoto servía como de acompañamiento al estrépito del combate que se reñía en tierra, y que, por cierto, era más vivo y animado que ningún día.

Al llegar yo al teatro de esta lucha, había terminado ya su prólogo, que hoy, como siempre, ha consistido en amagar los moros un ataque por un lado para darlo formalmente por el lado opuesto.

Lo ocurrido hasta entonces era lo siguiente:

Al punto de las doce, algunas fuerzas marroquíes habían roto el fuego contra el batallón Cazadores de Vergara, perteneciente a la RESERVA, que apoyaba a una compañía de Ingenieros ocupada en los trabajos del Camino de Tetuán. El general Quesada se encargó de proteger a este batallón, y, al efecto, hizo avanzar a aquel punto a los Cazadores de Llerena, con el brigadier Moreta a su frente. Ahora bien, si los de Vergara estaban sosteniendo solos y a pie firme una arremetida de fuerzas triplicadas..., ¡puede calcularse cuál sería la situación de los moros desde el momento que nuestros bravos vieron duplicadas sus filas! Básteos saber que al poco tiempo no se oía ni un solo tiro hacia nuestra izquierda...

En cambio (y esto ya lo vi yo), una copiosa multitud de enemigos salió repentinamente de los enmarañados bosques que se extienden a nuestra derecha, dando espantosos gritos, corriendo en todas direcciones, arengándose, amenazándose y como arreándose unos a otros; pero todos tan elegantes como siempre; todos airosos y fantásticos, con sus largas ropas blancas, sus ágiles movimientos y sus innumerables banderines. En cuanto a su música militar, reducíase a un tamboril y a una dulzaina, cuyos lejanos ecos me recordaron las festetas de Valencia.

De este modo se adelantaron hacia el regimiento de Albuera, que había avanzado para salir a su encuentro. Empezó un fuego vivísimo. Los nuestros combatían en guerrilla, y los enemigos a la desbandada, buscando matas y piedras en que apoyar la espingarda, levantándose al tiempo de tirar, como espectros que salen de la tumba, y arrojándose después al suelo con tal presteza, que nunca se sabía si era que huían el bulto o que caían heridos por nuestras balas.

Pero este combate no duró mucho tiempo. La parte del regimiento de Albuera que aún permanecía de reserva, hizo un hábil movimiento de flanco, y se colocó a la derecha del enemigo; entonces resonó el toque de ataque de nuestras cornetas, ese toque vehemente, delirante, vertiginoso, que tanto asusta a los moros, y que no cesa ni un momento durante las cargas a la bayoneta. Cargaron, en efecto, nuestros cazadores entre redoblados vivas, y los marroquíes viéronse obligados a correr hacia su izquierda.

-¡Que avance Baza! -exclama entonces el general Ros, con tanto mayor júbilo cuanto que, previendo semejante contingencia, había apostado desde por la mañana a dicho batallón en un barranco, invisible al enemigo, a fin de que le saliese al encuentro en su fuga...

La orden es transmitida por un ayudante (a quien acompaño yo como ordenanza), y cuando llegamos al barranco, vemos que el brigadier Cervino avanza ya a la cabeza de Baza, cuerpo que mandó desde su fundación, y al que ama todavía como a su familia militar.

El brigadier Mogrovejo se adelanta por otro lado con los de Zamora, y el brigadier Moreta con los de Barcelona y Llerena. Entre ellos van los coroneles Pino y Ulibarri, jefes de Media Brigada, este último con un brazo en cabestrillo, no convaleciente aún de una contusión de bala recibida hace cuatro días.

Entretanto, Alaminos, coronel de Albuera, es herido en un pie, y ocultándolo a sus soldados, permanece al frente de ellos. Las cornetas siguen tocando ataque; el grito de ¡viva la Reina! se repite en una línea de seis batallones; nuestras tropas arrollan el bosque, asaltan las peñas, dominan en todas partes, y los moros huyen despavoridos y desordenados.

¿Cómo seguirlos? ¿Quién les iguala en agilidad? Inténtanlo los nuestros..., pero sus jefes les gritan: ¡Alto! Y ¡Alto! repiten las cornetas.

Nada más racional. ¿Hemos de ir tras ellos hasta el fin del mundo? Ya estamos a media legua de nuestro campo, y el sol empieza a descender al occidente... Hora es de pensar en la retirada.

Hay, pues, un momento de descanso.

Durante él, todos se recuestan sobre las peñas, extenuados de fatiga. La cantinera de Baza, la madre de los soldados, Ignacia la benemérita, la aguerrida, la veterana, va y viene entonces por entre las filas repartiendo agua y aguardiente a todo el mundo, enjugando con su delantal la frente bañada de sudor, del jefe o del soldado, dándoles cigarros y lumbre, sonriendo a todos, alegre y enternecida, infundiendo respeto y entusiasmo con su semblante varonil, tostado por el sol de las batallas, y noble y hermoso en aquel momento en que ejercita la más bella virtud de la mujer... ¡La Caridad!

Viéndola de aquel modo, yo no puedo menos de recordar a la Verónica. Su dura fisonomía, su edad provecta, su elevada estatura, su traje militar, todo me infunde veneración. Recibo con inefable gratitud el agua que me ofrece aquella otra Rebeca; y viendo en torno mío algunos jazmines silvestres, grandes y olorosos, que blanquean entre los obscuros matorrales, hago con ellos un rústico ramillete y se lo presento a Ignacia.

-¡Hermosos jazmines! -exclama ella, colocándolos en el ojal de su levita-. Pero mira, hijo mío..., ¡están llenos de sangre!

Era verdad... Yo no lo había visto... Pero ¿qué hacer ya?

-Déjalo, Ignacia -le contestó-, ¡será de los moros!

-¡Será de los moros! -repite ella, encogiéndose de hombros y sonriendo siempre con bondad.


En aquel momento (las cuatro y media de la tarde) empezaron a salir por detrás de Cabo Negro los buques de nuestra escuadra. El bombardeo de Fuerte-Martín había terminado.

Contamos las naves según fueron apareciendo... ¡Eran nueve..., las mismas que entraron en la rada! Habíamos vencido, por consiguiente, y nuestras averías, caso de haber sufrido algunas, debían ser insignificantes.

-¡Salud, salud a la Marina española! -exclamamos todos entonces, señalando a los vencedores buques; y, volviendo luego cara al enemigo, que se había rehecho y nos hostilizaba al ver que nadie lo seguía, rompimos de nuevo el fuego contra él.

¡Pero se acercaba la noche, y era forzoso retirarnos!...

La guerra que hacemos ofrecerá esta gran contrariedad mientras estemos a la defensiva. Los moros, por cálculo o por pereza, atacan generalmente al mediodía. Lo de menos es rechazarlos... ¡A las dos de la tarde lo hemos conseguido siempre! Mas, entonces, ¿qué hacer? Emprender movimientos importantes para envolver al enemigo sería una locura, pues las tinieblas nos sorprenderían a los primeros pasos. Permanecer hasta la noche en las posiciones conquistadas cada tarde, fuera comprometerse a un combate diario en la obscuridad. Quedarnos definitivamente en ellas, claro es que no nos conviene, cuando no hemos plantado allí nuestras tiendas desde el primer día. No nos queda, pues, otro arbitrio que retroceder a la trinchera después de haberlos rechazado.

Ahora bien, los moros, que saben perfectamente todo esto, esperan siempre nuestra retirada para volar sobre nosotros y molestarnos con sus disparos. Por consiguiente, la hora de prueba es siempre la última del combate, y también es durante ella cuando tenemos que lamentar pérdidas más dolorosas.

En cuanto a la retirada de hoy, ofrecía un nuevo inconveniente: ¡la absoluta imposibilidad de emprenderla sin inmolar toda una compañía! Y era que cien españoles y cien marroquíes estaban parapetados en dos alturas muy próximas entre sí, de tal modo, que en el instante mismo en que los nuestros descendiesen de la suya, podían ocuparla los enemigos y fusilar desde allí a mansalva a cuantos cruzasen el barranco. La compañía a que me refiero era la 7.ª de Baza.

El general O'Donnell podía verla, y la veía, en tan supremo trance, desde el Campamento del Otero. El general Ros la seguía, también con el alma desde el suyo. El general Turón, avanzando al ángulo de nuestras posiciones, no apartaba sus ojos de ella. Los brigadieres, coroneles, jefes y oficiales de nuestra primera división, mezclados y confundidos bajo un horrible tiroteo, permanecían en las guerrillas con el ánimo pendiente del compromiso en que se hallaban aquellos bravos.

De nada podían valer auxilios ni refuerzos... Allí estaban los batallones de la Reina, Ciudad-Rodrigo, África y Segorbe, protegiendo denodadamente la retirada, también difícil, del resto de la división; pero a la compañía de Baza, asediada en lugar tan avanzado y en terreno tan inaccesible, no se le podía prestar socorro alguno sin comenzar de nuevo la acción en grande escala, cosa que hacía imposible lo apremiante de la hora. No le quedaba, pues, otro refugio que su propio esfuerzo...

Escuchad, y participaréis del asombro que aún me domina en este instante.

Aquellos leones acosados empezaron por fingir que se retiraban; pero no hicieron más que ocultarse detrás de las crestas de la colina. Los moros entonces, creyéndolos ya en el barranco, se pasan de su posición a la nuestra; mas no bien asoman los primeros, cuando los de Baza surgen delante de sus ojos. Los infieles dan un grito de espanto, que la muerte hiela en los labios de algunos. Nuestras bayonetas los precipitan al barranco opuesto, y nuestras balas los alcanzan en su huida. Desaparecen, por último, y nuestros cazadores emprenden con el mayor orden su verdadera retirada.

Pero los africanos no están escarmentados todavía, y tornan a la carga y reaparecen en la altura que acaban de abandonar los españoles. ¡Ah! Sus disparos abrasan materialmente a la fatigada compañía...

-¡Cazadores..., a ellos! ¡No dejemos ni uno vivo! -exclama entonces el capitán, volviendo la cara al fuego...

Pero una bala lo derriba en aquel instante.

-¡A ellos! -repite toda la compañía.

Y ésta gana por tercera vez la cúspide, y se abalanza contra los marroquíes, recibiendo sus disparos a quemarropa, y lucha cuerpo a cuerpo, brazo a brazo, rostro con rostro, y maneja el fusil como una clava, y rueda sobre los heridos enormes piedras, y llena de cadáveres la hondonada, y se aleja finalmente, harta de venganza y de carnicería, bien segura ya de que el enemigo no intentará nada contra ella.

Mas estaba escrito que aquellos héroes llegasen al colmo del afán y de la gloria. Uno de sus compañeros se ha quedado atrás, herido en una pierna, y los llama con lastimeros gritos... Los moros han olido la presa, y se adelantan cautelosamente para cogerla y descuartizarla...

Los nuestros no vacilan; dejan en el suelo las camillas que llevan atestadas de heridos y aun de muertos, y vuelven una vez más sobre sus pasos; recomienzan la lid, y rescatan con su sangre generosa la vida de su abandonado compañero.

¡Ah! ¡Ya están aquí! Helos que vienen a nosotros..., que llegan a juntársenos..., que se incorporan a su batallón. Han sido mermados..., es verdad; de sus cuatro oficiales, uno solo traen ileso; entre muertos y heridos han perdido la tercera parte de su fuerza... Pero ¡qué inmensa gloria han alcanzado!, ¡qué dura lección han dado a los moros!, ¡qué alta han dejado la bandera de BAZA!

A las diez de la noche.

En este momento los hospitales de sangre del TERCER CUERPO remiten al general Ros de Olano el parte de la entrada que ha habido en ellos...

Nuestras pérdidas son ocho muertos, noventa y siete heridos y cincuenta contusos.

Creíamos que habían sido más... ¡Aún nos queda gente para muchas acciones!




ArribaAbajo- XX -

Acción del 30 de diciembre.-Mi batallón.-Un hospital de sangre.-Otra mujer piadosa.-Un entierro.-Fin de año.


1 de diciembre.

Anteayer había sido el día del batallón de Baza... Ayer fue el día de Ciudad-Rodrigo, el día de mi batallón. ¡Él, sólo él, sostuvo el fuego durante tres horas y media contra doble o triple número de moros!

Pero no fue esta la única circunstancia particular de la refriega. Primeramente, ningún día se habían presentado los moros a hora tan avanzada de la tarde, ni retirándose tan entrada ya la noche, y por otro lado, jamás los habíamos tenido tan cerca tanto tiempo, ni notado tal vocerío durante la lucha. Yo creo, que su Campo debe de estar ahora muy próximo al nuestro, apostado quizá en el camino que hemos de seguir al abandonar estas posiciones, y que sus ataques de ayer y hoy son llamadas que nos hacen a un terreno en que desean medirse con nosotros. Pronto les daremos gusto, pues el camino de Tetuán está concluido.

Ayer, por ejemplo, eran las tres y media o las cuatro de la tarde, y nadie esperaba ya a los africanos, cuando estalló de pronto un nutridísimo tiroteo hacia Castillejos; pero tan cercano y ejecutivo, que al poco rato se encontraban sobre nuestra trinchera, no solo los generales Ros de Olano, Turón y Quesada, de este cuerpo de ejército, sino también el general en jefe, los generales Prim, Zabala, García, Rubín, y otros que no recuerdo, seguidos de un sinnúmero de jefes y oficiales de todas armas. El público, pues, no podía ser más competente. Veamos cómo se portaron los actores.

El combate había principiado del siguiente modo: como a doscientos pasos de este campamento, montaba la gran guardia de la izquierda una compañía del regimiento de Albuera, establecido al efecto en uno de nuestros parapetos avanzados, sobre una pequeña altura. De pronto, y sin tener de ello el menor aviso ni haber sentido el más ligero rumor, ven nuestros soldados coronarse de moros la loma fronteriza, y una granizada de balas viene a estrellarse en rededor suyo. A esta descarga sigue otra, y otra, y ciento; los enemigos se relevan ligeramente, y mientras cargan unos, otros hacen fuego sobre nuestra avanzada.

La idea no era mala del todo; pero la compañía de Albuera, no se retira... Deja, sí, sobre el parapeto bastantes muertos o heridos, con lo que tiene a raya a los marroquíes durante media hora, bien que debilitándose ella por momentos.

Acuden entonces a reforzar a los de Albuera cuatro compañías de Ciudad-Rodrigo, mandadas por el comandante fiscal del batallón, don Ramón Fajarnés. Entre ellas va la primera la mía, con su bravo capitán D. Pedro Alegre.

El momento era crítico. Al asomarnos al parapeto, nos encontramos de mano a boca con los moros, que ya asaltaban nuestra posición... Cruzáronse las carabinas y las espingardas, y parten plomos mortíferos en todas direcciones. El enemigo vuelve a refugiarse en su colina. Nosotros tenemos orden terminante de no rebasar la nuestra. ¡Es muy tarde, y se trata de evitarlas pérdidas de la retirada, o sea un conflicto semejante al del día anterior!...

Los africanos conocen que se las han con tropas de refresco, cuyo número ignoraban todavía, y se baten ya parapetados, y no con la insolencia de antes.

Las cuatro compañías de Ciudad-Rodrigo no desplegamos en una extensa línea, y los mantenemos en respeto durante el resto de la tarde.

Entretanto, había principiado un fuego no menos nutrido por la derecha y por la extrema izquierda.

En la izquierda defendían una importante y arriesgada posición otras dos compañías de Ciudad-Rodrigo, la 7.ª y la 2.ª Mandábanlas el coronel D. Antonio Ulibarri, jefe de la media brigada a que pertenece mi batallón, y su segundo comandante, D. Ángel Grases. El bravo teniente coronel, D. Ángel Cos-Gayón, se encontraba enfermo en su tienda, y no podía presenciar la hazaña más gloriosa de sus soldados. De la manera como se portaron aquellas dos compañías, sólo diré que el general en jefe, situado en nuestra trinchera, ascendió en aquel mismo instante a Grases, a un teniente y a un sargento, y colmó de alabanzas a cuantos se batían en aquel peligroso sitio.

Al mismo tiempo sostenían la derecha las fuerzas restantes del batallón, que eran las compañías 3.ª y 4.ª, y allí también arreciaba una lid sangrienta.

El general Ros de Olano cruza una y otra vez de un extremo a otro del teatro de la acción, y las balas parecen apartarse para dejarle libre el paso. A su lado es herido el coronel D. Federico Fernández San Román, segundo jefe de su Estado Mayor; otros jefes y oficiales que lo siguen muestran sus ponchos y levitas, que las balas acaban de atravesar; por todas partes óyense, en fin, ahogadas exclamaciones, que indican otras tantas bajas.

Pero nadie se cuida de esto. ¡Lo importante, lo insólito, por mejor decir, es que anocheció hace media hora, y que los moros no se retiran; que el combate continúa, y que en nuestra línea no se hace fuego!...

¿Qué significa esto último? ¿Qué ha sucedido?

¡Oh! Ha sucedido una cosa horrible, si hay cosa que pueda ser horrible para soldados españoles. ¡Desde el obscurecer se han acabado las municiones a todas las compañías de Ciudad Rodrigo!

-¡Cartuchos! ¡Cartuchos! -exclaman los cazadores, armando la bayoneta y recostándose sobre los parapetos, decididos a morir allí todos antes que ceder paso a los moros.

Advertidos estos de lo que sucede, avanzan entonces... Pero los más audaces, los que levantan el pie para saltar las peñas y matas del parapeto, ruedan al otro lado, partidos por nuestras bayonetas. Los que vienen detrás nos tiran a boca de jarro..., y entonces, ¡ay!, cae gente nuestra... Mas sobre ella se levanta otra, ¡nuestra también!

Las bayonetas rechinan al tropezar con las espingardas, cuya puntería se pierde en el choque... Entretanto, algunos soldados nuestros sueltan sus armas y se ponen a derribar el parapeto y a lanzarlo sobre los moros. Enormes piedras ruedan sobre ellos, aplastando a los que se encuentran en la hondonada. Lúchase, en fin, a brazo partido; échanse unos a otros mano a la garganta; dispáranse piedras; aporréanse con ellas sin soltarlas; rugen, aúllan, braman los mismos heridos, en vez de lamentarse. En ambos lados, en los españoles y en los marroquíes, es igual la furia, igual el encarnizamiento.4

Tal fue la parte que yo vi en el combate de ayer; pero mis observaciones se extendieron algo más lejos, y voy a revelarlas. Todavía no hemos entrado en un Hospital de sangre la noche después de una acción, y a la verdad que allí se contempla un cuadro digno de ser copiado, sobre todo por quien, como yo, se ha propuesto referir al público la historia privada de la guerra.

Sí, amigos lectores: es un espectáculo interesantísimo el que presentan las camillas llegando entre las tinieblas, por caminos impracticables, conducidas en hombres de cuatro nobles y compadecidos soldados, los cuales animan y consuelan al pobre herido, o anuncian con su triste silencio que no hay esperanza para él. Y es un espectáculo tierno y angustioso el que ofrece la gran tienda llamada Hospital de sangre, apenas alumbrada por temblorosas velas, llena de camillas depositadas en el suelo y medio perdidas en la sombra, de las cuales salen a veces hondos gemidos, mientras que la voz del sacerdote habla de Dios a tal o cual infortunado que va a morir lejos de su familia y de su patria.

En este momento nos hallamos en el hospital de sangre de Ciudad-Rodrigo. El local está completamente lleno. En otras tiendas celebrarán ahora el lado bello de la acción de hoy, su parte luminosa, la gloria, el triunfo, el esplendor de nuestras armas... Aquí se ve solamente la faz sombría del asunto, la impiedad de la guerra, las lágrimas de la sangre, la viudez, la orfandad, el eterno luto de los padres. ¡Cuánta juventud agotada en flor! ¡Cuánto infeliz inutilizado para toda su vida! ¡Cuanto desastre para los que veían en ellos el único sostén, la única esperanza!

En medio de todos estos episodios, y figurando noblemente en cada uno de ellos, vese a una mujer piadosa que va de cama en cama, ofreciendo a los heridos cierta tisana refrigerante que los conforta y reanima...

Esta mujer es francesa, no cantinera, ni hermana de la caridad, ni aun soltera, como juzgaríais a primera vista, sino una peregrina casada, que con su marido va viajando de guerra en guerra; que estuvo en la de Crimea y viene ahora de la de Italia; que cumple quizá un voto, tal vez una penitencia; que pasa el día entre las balas, dando su tisana a los heridos... (solo a los heridos), y la noche en los hospitales de sangre... Tendrá treinta años; su figura es noble y hasta hermosa; viste largo sayal morado; se expresa como persona distinguida, y todo en ella es dulce, cariñoso, angelical. El respeto que inspira sólo puede compararse al cuidado con que se oculta los días que no son de sangre ni de lágrimas... Y no sé más acerca de esta persona.


Conque vengamos a mi tienda de campaña.

En el momento que hoy escribo estas líneas, he aquí el espectáculo que me rodea.

Son las once de la mañana. Hace un día espléndido y apacible. Me encuentro en cama; pero desde ella alcanzo a ver las últimas verduras de este valle, algunas colinas erizadas de arbustos y peñascos, la arenosa playa y el mar azul y transparente, por el que cruzan algunos barquichuelos...

Allá, cerca del monte, distingo un apretado grupo de soldados y oficiales sin armas, que forman un cuadro perfecto...

Dentro de este cuadro se agitan algunos hombres que entran y salen, van y vuelven, y que al cabo conducen hasta catorce camillas...

¡Ay, ya sé lo que es! Están enterrando a los catorce muertos que tuvo ayer mi batallón. Un teniente y trece soldados dormirán eternamente en esa fosa común...

¡Ahí quedarán cuando nosotros nos marchemos a España, es decir, cuando se marchen los que sobrevivan a esta dificultosa guerra!...

A la una de la madrugada.

¡Gran noticia! En este momento acabo de saberla, y no quiero dejar de comunicarla a España por el correo que partirá al amanecer...

¡El primer acto de la campaña ha terminado con el año de 1859; el combate de ayer será el último que sostengamos a la defensiva! Dentro de algunas horas, antes que raye el alba del 1.º de enero, la DIVISIÓN DE RESERVA pasará a vanguardia y marchará por el Camino de Tetuán, a cuya construcción tanto ha contribuido.

El SEGUNDO CUERPO partirá en pos de ella, con el general O'Donnell, para servirle de refuerzo, caso de entablarse allí, como se cree, una gran batalla.

El PRIMER CUERPO permanecerá definitivamente enfrente de Ceuta, guarneciendo las fortificaciones del Serrallo y nuestra línea de Reductos, e incomunicado por ahora con el general en jefe.

Y el TERCER CUERPO quedará acampado aquí dos días (como retaguardia del ejército expedicionario), cuyo movimiento no seguirá desde luego, por no dejar descubierta esta parte de nuestra línea, mientras no se hayan conquistado otras posiciones defendibles más allá de los Castillejos.

En cuanto a mí, tengo ya formado mi plan para ver todo lo que ocurra en lo sucesivo...; y lo veré, Dios mediante, a pesar del mal estado en que me encuentro... ¡De algo le ha de servir a un obscuro soldado ser amigo íntimo de tanto general!




ArribaAbajo- XXI -

Batalla de los Castillejos


Ceuta, 1.º de enero de 1860, a las once de la noche.

¡Qué día! ¿Cuándo, dónde principió? Yo no lo recuerdo... Una nube de sangre y fuego envuelve toda mi alma... La embriaguez del horror y del entusiasmo embarga aún mi corazón...

Ni es esto todo... Estoy muy enfermo; tengo fiebre, me hallo en cama no sé para cuantos días. Unos brazos, mucho más crueles que piadosos, me han arrancado del seno del ejército y me han traído a esta ciudad apestada. Además, he perdido mi caballo..., o, más bien dicho, he sido abandonado por él..., se me ha escapado, no sé hacia dónde..., no sé en qué momento... Hállome, en fin, en una casa que no conozco, entre unas nobles personas que nunca he visto, en una situación de que no acierto a darme cuenta...

Necesito hacerme luz en tanto caos. ¡Ahora nada veo, nada oigo, nada distingo, sino el conjunto desordenado de la batalla, el estampido de un millón de tiros, el cúmulo de los muertos, los arroyos de sangre, los torbellinos de humo, el volar de los caballos, el relucir de las armas, los gritos de dolor y de cólera, y, sobre esta confusión, sobre este infierno, siempre la misma atmósfera inflamada, el mismo sol ardiente, la misma luz abrasadora!

¡Siete horas hace que expiró en el ocaso la última lumbre de ese día, y yo la veo brillar aún, y me quema los ojos, y enciende la sangre de mis venas!

Algunas leguas me separan ya del teatro del combate; estoy solo, en una sosegada casa de Ceuta, rodeado de paz y de silencio, ¡y creo aún encontrarme allí, en aquel valle, sobre aquella montaña; y oigo el estruendo de la pólvora, y el silbido de las balas, y las voces de mando, el rodar de la artillería, y los golpes del pico y de la pala, y el bárbaro concierto de tanta furia, de tanta destrucción, de tanto estrago!...

Voy a coordinar mis recuerdos... Voy a tomar desde su principio este larguísimio día, que abulta en mi imaginación tanto como un año... Voy a conduciros al través de sus tumultuosas horas, a fin de que veáis, como yo los vi, unos acontecimientos que vivirán tanto como la historia. Y bien haya la fiebre, si ella contribuye a darme energía para seguir escribiendo toda la noche.


El día de hoy amaneció purísimo y sereno. Era el primero de un nuevo año, y el ejército español lo festejaba tomando la ofensiva contra los marroquíes.

Desde antes de rayar la aurora empezaron a desfilar por la playa del Tarajar la división mandada por el general Prim, con dos escuadrones de Húsares y dos baterías. Detrás de estas fuerzas, sabíamos que habían de pasar el SEGUNDO CUERPO y el cuartel general del general en jefe.

Cuando ya fue día claro, hice abrir mi tienda; y desde la cama, donde me retenía un ligero accidente, contemplé durante una hora aquella marcha importantísima, cuyo resultado no podía menos de ser (esto lo preveía todo el mundo) una nueva acción, y quizá toda una batalla.

Desapareció, en fin, el último soldado con dirección al nuevo camino, cuya solemne inauguración se verificaba en aquel instante, y yo me quedé solo, en la cruel ansiedad que podéis suponer, mientras que todo el TERCER CUERPO se hallaba formado en las trincheras (de orden del general O'Donnell), dispuesto a marchar de frente y caer en el Valle de los Castillejos por su mayor altura, si así lo requerían los acontecimientos.

Transcurrió una hora más, y eran ya las ocho, cuando empecé a oír un cañoneo lejano y bastante vivo...

-¡Esto es hecho! -le dije a mi criado, pidiéndole ayuda.

Y me levanté de la cama como pude, y salí a la puerta de la tienda.

¡Ni una persona en el valle! Todo era tranquilidad y reposo en torno mío... Nadie iba ni venía por el Camino de Tetuán. En cuanto al TERCER CUERPO de ejército, todo él estaba allá arriba, como he dicho, atento a la batalla que sus compañeros reñían en aquel instante a una legua de distancia, y esperando, arma al brazo, la orden de correr en su defensa.

Así permanecí largo tiempo, oyendo un fuego cada vez más vivo...

Al cabo empezaron a aparecer a un mismo tiempo, de un lado camillas de heridos, que venían del teatro de la acción, y del otro el SEGUNDO CUERPO, que se encaminaba a él. Las tropas de refresco y las que ya habían quedado fuera de combate, se cruzaban, por consiguiente, en las arenas de la playa o en la estrecha carretera de los Castillejos, el soldado que se dirigía en busca de gloria veía antes que nada a sus compañeros y amigos, que ya regresaban hacia el hospital o hacia la tumba.

-Anda -le dije a Soriano-, y pregunta a aquellos heridos cómo va la acción.

Entretanto, el general en jefe y su cuartel general pasaron también por la orilla del mar con dirección al fuego, y en pos de todas aquellas fuerzas iban tiendas, equipajes, víveres, municiones y toda la impedimenta de los dos cuerpos de ejército que habían avanzado.

Esto me tranquilizó, por cuanto revelaba seguridad de vencer en el combate ya principiado, y resolución de acampar en el sitio que más nos conviniera.

En aquel momento volvió mi criado, descompuesto el rostro y presa de la mayor agitación.

-¡Se da una gran batalla! -me dijo-. Los Húsares de la Princesa han cargado, llegando hasta el Campamento moro... ¡Tenemos muchos muertos..., muchos! ¡El enemigo no quiere dejarnos pasar por los Castillejos!... Allí esperaba a los nuestros toda la morería; pero el general Prim se está portando como un héroe... Los Húsares han hecho el gasto... Los dos escuadrones están reducidos a la mitad.

¡Figuraos mi agonía! La imaginación, que todo lo abulta, me hizo temer todo linaje de complicaciones... ¡Había llegado, pues, el caso de realizar mi plan de la víspera, el cual era abandonar mi ya inactivo cuerpo de ejército, para ir a unirme a los que marchaban de vanguardia!... Ros de Olano me perdonaría.

Monté, pues, a caballo como Dios me dio a entender, y partí... ¿A dónde? ¡En busca de la patria en peligro!...¿Para qué? ¡Para nada, triste de mí, que de nada podía valerle!... ¡Para morir por ella, en todo caso!


A poco que anduve me encontré a un jinete que subía lentamente por en medio del valle del Tarajar.

Venía muy pálido, y regía su caballo con la mano derecha. La izquierda la traía oculta bajo los pliegues de su poncho.

Era D. Cándido Pieltaín, el coronel del Príncipe, que se retiraba del combate con el brazo izquierdo atravesado por una bala.

Por él supe que la batalla no se presentaba tan mal como se me había hecho suponer, pero que era reñidísima; que el general Prim avanzaba siempre sobre los enemigos, y que los escuadrones de Húsares se habían rehecho después de devolver a la alevosa morisma daño por daño, muerte por muerte, y de haberle arrebatado una bandera.

El bravo coronel siguió a caballo por el camino de Ceuta, impávido, sereno, excitando tanta piedad como admiración, y yo continué mi marcha hacia los Castillejos, algo más alegre y confiado.

Toda la carretera (de una legua de longitud) se hallaba cubierta de heridos que venían en camillas, en mantas, sobre los hombros de sus compañeros, y hasta sentados en cruces, de fusiles...

Por aquella gente fui sabiendo pormenores y episodios, o sea triunfos y desgracias particulares, que no me daban verdadero conocimiento del comienzo y desarrollo de la batalla.

Cerca ya de los Castillejos encontré cinco moros heridos, escoltados por guardias civiles, que los defendían de la cólera de algunos soldados rencorosos, quienes, recordando quizá la muerte de algún hermano o amigo, mostraban deseos de vengarla.

Con este motivo presencié discusiones acaloradísimas entre los feroces y los compasivos, en que acababan siempre por triunfar los últimos; pues nadie se atrevía a contestar a las siguientes preguntas que hacían llenos de nobleza:

«¿Somos nosotros tan salvajes como los africanos? ¿No nos hemos de diferenciar de ellos? ¿Es hazaña propia de españoles cebarse en un hombre indefenso, en un herido, en un moribundo? ¡El que quiera vengarse que busque moros armados! Ese tiroteo que oís os indica que aún quedan muchos y que se encuentran cerca... ¡Marchad, pues, en su busca, y sed generosos con los que ya están vencidos!»

Estas o parecidas palabras no podían menos de encontrar eco en pechos cristianos, y los heridos marroquíes pasaban al fin confundidos con los nuestros, sin que los guardias civiles tuviesen que intervenir en el asunto.

Por lo demás, los pobres prisioneros eran tan miserables como los cadáveres moros que vi el día 25. Sólo uno de ellos se distinguía por llevar un poco más de ropa, y otro por su rostro imberbe y por su larga cabellera negra.

Esta circunstancia hizo que muchos, acostumbrados a ver a los moros completamente rapados y con toda la barba, tomasen a aquel individuo por una mujer; pero lo cierto, según he sabido esta noche (pues los cinco cautivos se encuentran también en Ceuta), es que la pretendida mora y efectivo moro dan por resultado un derviche, especie de peregrino o monje muy respetado por los musulmanes.

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Cátanos ya entre nubes de humo y ensordecidos por el estruendo del cañón. Hemos dado vista al Valle de los Castillejos... Son las doce de la mañana.

Ya he descrito este valle, abierto entre ásperos montes que bajan hasta la playa, situada a nuestra izquierda, y que suben por la derecha, juntándose hasta formar cierta angosta cañada...

Desde estos montes era facilísimo estorbar la marcha de nuestro ejército, y de aquí la necesidad de ocuparlos previamente, como también la tenacidad con que los han defendido hoy los moros.

Muy cerca del camino se levanta la casa del Morabito, sobre una colina aplanada, y en ella se encontraba va situado el cuartel general de O'Donnell, quien dirigía la acción con su impasibilidad acostumbrada.

Abarquemos también nosotros desde allí todo el teatro del combate.

Estamos de espaldas al mar, desde donde algunos vapores y lanchas cañoneras barren a cañonazos la llanura de la izquierda, teniendo a raya a los moros por aquel lado. Entretanto, embárcanse por la derecha heridos y más heridos, que dentro de algunas horas se encontrarán en Algeciras, en Cádiz, en Málaga y otros puertos. En medio del llano se ven formados los dos escuadrones de Húsares que tanta gloria han alcanzado hoy, siquier a precio de tanta sangre... Los huecos de sus filas se han embebido al rehacer la formación; pero no por ello deja de notarse lo muy mermada que ha quedado esa legión de héroes... Enfrente de los mismos Húsares, ofrécese a la vista el principio de la retorcida cañada en que penetraron hace pocas horas, y donde han quedado tantos de sus compañeros... ¡Aún se ven a la entrada de aquel misterioso antro algunos caballos muertos, algún cadáver de moro, algunos rastros de sangre!

A nuestra derecha se alzan, asomadas ya a este valle, cuya posesión nos están disputando los moros, las primeras tiendas del nuevo campamento, en que O'Donnell, su cuartel general y el SEGUNDO CUERPO están seguros de dormir esta noche.

Por último, enfrente de nosotros se levantan en progresión ascendente tres corpulentas lomas, a las cuales sube una columna interminable de soldados y acémilas con cargas de municiones y artillería llevada a lomo, y de las cuales desciende un cordón continuo de heridos... Torrente de sangre que, vomitado por el monte, cruza el llano y va a morir a la mar. Mas lejos se percibe allá arriba una espesa humareda, y, entre el humo, vense brillar a veces nuestras bayonetas, que un sol de fuego hiere desde el meridiano. Y, en fin, en medio de aquella parte de la montaña preséntase una garganta anchurosa, formada por dos alturas gemelas, que es en este momento el verdadero foco de la lucha, y sobre la cual se cruzan los fuegos. Ahora, lo que yo no puedo haceros ver ni oír es la luz y la vida de este cuadro, su animación, su estruendo, su ardiente colorido, sus fantásticas proporciones...

Contentémonos, pues, con referir lo sucedido, tal y como me lo refirieron a mí testigos presenciales.


Serían las ocho de la mañana cuando la vanguardia de las fuerzas mandadas por el general Prim (compuesta del batallón Cazadores de Vergara y del regimiento del Príncipe, y mandada por el coronel de este, D. Cándido Pieltaín, a quien yo había visto luego pasar herido por el campamento de la Concepción) pisó las alturas que dominan el Valle de los Castillejos; aquellas mismas alturas que, durante las obras del Camino de Tetuán, habían sido teatro de tan sangrientos y señalados combates.

También por esta vez los aguardaban allí los moros, resueltos a impedirles bajar a la llanura; pero aunque hoy eran muchos más que de ordinario, y su fuego más nutrido, los soldados de Vergara y el Príncipe arremetieron con tal ímpetu, que pocos momentos después la posesión quedó por suya.

Entretanto, algunas compañías de Cuenca atacaban por la derecha unas ásperas rocas, desde donde el enemigo, perfectamente parapetado, hacía fuego sobre los de Vergara; y, en poco tiempo también, todas las rocas eran nuestras, mientras que huían dispersos sus defensores.

Dueño, pues, el conde de Reus de aquella amenazadora meseta, hizo avanzar las demás fuerzas de su mando, y situó la Artillería de tal modo que protegiese el descenso de las otras armas a la llanura, donde se habían acumulado numerosas huestes enemigas, al amparo de la colina y casa del Morabito de los espesos jarales que se extienden hasta aquel sitio desde los cerros de la derecha. El general en jefe mandó entonces al general Prim que bajase al valle y tomase la dicha casa, mientras que enviaba una brigada del SEGUNDO CUERPO a las órdenes del brigadier Serrano, seguida de una Batería de Montaña, a que flanquease un bosque que ocupaban los moros y los arrojase de él a todo trance.

Esta segunda operación se llevó a término en pocos momentos, merced a la inteligencia y arrojo con que la ejecutó el brigadier Serrano y al acierto con que jugó la artillería.

No menos pronta y bizarramente se cumplió la parte encomendada a la división de reserva; pero algunos memorables episodios la hacen digna de más especial mención.

El conde de Reus dispuso que descendiesen simultáneamente a la llanura, por el lado derecho, el batallón de Cuenca, al mando de su bizarro coronel, D. José Estremera; los escuadrones de Húsares por el opuesto lado, y los batallones de Vergara y del Príncipe, a quienes protegía el de Luchana, por en medio, yendo a su frente el propio general. Así llegaron al valle y atacaron a la morisma, en tanto que la Artillería de Montaña seguía disparando desde la meseta que acababa de conquistarse.

Entonces tuvo efecto un rasgo interesantísimo. Nuestra Armada, que, siempre arrimada a la costa, seguía los movimientos del ejército, no contenta hoy con prestarle el auxilio de sus cañones, que no cesaban de lanzar granadas sobre las hordas enemigas, le envió algunos de sus valientes hijos, quienes, mandados por el capitán de fragata D. Miguel Lobo, saltaron a tierra armados de sus rifles, y corrieron al encuentro de nuestras guerrillas, embistiendo y arrollando a los asombrados marroquíes, hasta que, al fin, unos y otros españoles se reunieron en la altura del Morabito, que habían asaltado por dos puntos diferentes.

Al llegar allí, se dieron la mano los nobles compatriotas, tendiendo los ufanos ojos por el suelo que acababan de conquistar juntos...

-¡Viva la Marina! -exclaman los soldados de tierra.

-¡Viva el ejército! -responden los soldados de mar.

-¡Viva España! ¡Viva la Reina! -gritan, finalmente, unos y otros.

Ya estaban en nuestro poder el Valle de los Castillejos, su fortaleza arruinada, y la casa del Morabito... Los moros habían desaparecido como por ensalmo, y la acción parecía terminada definitivamente.

El conde de Reus aprovechó aquel momento de tregua para colocar sus batallones en algunos puntos importantes, y después esperó nuevas órdenes del conde de Lucena.

Pero los moros se anticiparon a indicarle lo que debía hacer. Durante aquel intervalo habíanse reunido todas sus fuerzas, desparramadas antes por los montes y bosques vecinos, y aumentadas ahora con las feroces hordas de Anghera, a quienes el general Echagüe, desde su campamento del Serrallo, vio pasar al amanecer con dirección a Sierra-Bermeja. En cuantiosa multitud, pues, y en grupos más numerosos y apretados que acostumbran, aparecieron sobre la primera y más próxima de las tres lomas consecutivas que, según ya he indicado, se levantan enfrente del Morabito; y aunque desde allí hubieran alcanzado sus tiros a nuestras tropas, tenían hoy tal confianza en la superioridad de sus posiciones y de su número, que se descolgaron sobre la llanura llevando terciadas a la espalda sus largas escopetas y blandiendo sus cortantes y puntiagudas gumías, entre unos gritos espantosos.

Nuestra infantería salió al encuentro de aquella impetuosa catarata, que parecía querer inundar el valle, en tanto que los escuadrones de Húsares de la Princesa se adelantaron a contener a la caballería africana, que desembocaba al mismo tiempo por la cañada de la izquierda, tratando de recobrar el llano.

Mandaban a los Húsares los comandantes don Juan Aldama y marqués de Fuente-Pelayo. Eran dos bizarros escuadrones, compuestos de soldados escogidos por su valor y gallardía, y de una distinguida oficialidad, en que figuraban todas las aristocracias: la del heredado valor, la del dinero, la del apellido. Yo les había acompañado algunos días antes (bien lo recordaréis), al intentar en este mismo sitio la temeraria empresa que han acometido hoy; yo los vi en correcta formación avanzar contra la caballería árabe, que ya tenía meditada la alevosía que, por último, ha perpetrado, y yo creo verlos también recoger esta mañana el guante que les arrojaron en mitad del llano los jinetes moros, y atacarlos de frente y perseguirlos en su simulada fuga, y desaparecer tras ellos por la tremenda garganta, cuyo término desconocían...

¡Allá van con sus blancos dormanes, con sus impetuosos trotones, con sus fulminantes espadas! La infantería marroquí, que ya asomaba por aquella formidable angostura, es atropellada, acuchillada al paso, puesta en dispersión..., sin que los Húsares se detengan a rematarla. Los caballeros árabes siguen huyendo, por su parte, cada vez más despacio y como extenuados de fatiga... ¡Estos, estos son los adversarios que nuestros jinetes buscan y con los que quieren medir sus armas! Ya los tienen cerca... ¡Ya esperan alcanzarlos!...

Pero en tal momento, al torcer un rodeo de la cañada, encuéntranse sin enemigos delante de sí... Los árabes se han desvanecido como el humo. En cambio, ven blanquear a poca distancia un numeroso y apiñado campamento, todo de tiendas crónicas, encerrado en una depresión que forman cuatro montañas confluentes... ¡Es el campamento musulmán, el cubil de los lobos, la madriguera de los tigres!

Esta inesperada aparición los suspende un punto.

-¡El campamento moro -exclaman, llenos de glorioso júbilo y de mayor denuedo.

-¡Adelante! ¡Adelante! -resuena a todo lo largo de las filas.

Y espolean sus ardorosos brutos, y avanzan con temerario arrojo, sin pensar en lo que allí puede sucederles, ni recordar que detrás de ellos dejan mil enemigos emboscados...

De pronto, la tierra falta bajo sus pies; húndense caballos y caballeros en profundas zanjas, cubiertas de ramas y de hierbas; un jinete rueda sobre otro, y sobre aquel un tercero; fórmanse pilas de miembros palpitantes, que sirven como de puente a los que vienen detrás (y que no pueden contenerse en su desbocada marcha, por empujarlos y precipitarlos los que les siguen), sucediendo, por último, que los que logran salvar una de aquellas cortaduras caen en la inmediata, o, si no, en la tercera, ¡pues tres son los fosos disimulados que estorban el paso a los imprudentes Húsares!...

Al mismo tiempo estalla sobre ellos una tempestad de tiros. ¡Por los dos lados, por la espalda, por arriba, por todas partes, les hacen fuego! Detrás de cada árbol y de cada piedra reluce una espingarda o se ve una nube de humo..., y gritos salvajes acompañan a los disparos, como diciendo a nuestros compatriotas: «¡Os hemos burlado! ¡Estáis perdidos sin remedio!»

Semejantes voces enardecen aún más a los desamparados Húsares... Salen, pues, a duras penas de los fosos, ayudándose, protegiéndose, sosteniéndose, como tiernos hermanos; y, en tanto que unos escoltan y defienden la retirada de los heridos y contusos, llevando los cadáveres sobre el arzón de sus caballos, otros cargan furiosamente a la morisma, acometiéndola por todas partes, revolviéndose entre ella, sembrando la muerte dondequiera que alcanzan sus aceros, y abriéndose camino hasta el llano de los Castillejos por entre densa nube de enemigos.

¡Ni es esto todo! ¡Algunos de aquellos doscientos leones prefirieron morir a emprender esta retirada sin haber realizado antes su loca empresa de profanar el campamento enemigo: avanzaron, pues, hacia él; metiéronse entre sus tiendas; batiéronse allí a pistoletazos y cuchilladas; apoderáronse de una bandera, y volvieron a recorrer aquel pavoroso desfiladero bajo un diluvio de balas, saltando los tres fosos milagrosamente, rescatando aún a alguno de sus camaradas (desnudo ya y en poder de los inhumanos marroquíes), y saliendo, por último, al ancho valle, mermados, sí, pero no vencidos, con la palma del martirio en una mano y con la palma de la victoria en la otra!

En este heroico hecho de armas fueron heridos los comandantes de los dos escuadrones; muertos dos oficiales, y heridos casi todos los demás. Muchos húsares de la clase de tropa exhalaron también su último aliento en aquel campo de honor, y más de treinta lo regaron con su sangre... Pero a todos, cualquiera que haya sido su suerte en tan alevosa asechanza, cabe la misma prez y corresponde igual aplauso, pues todos pelearon como buenos y merecieron bien de la patria.

Entretanto, nuestra infantería había entablado por la derecha una lucha no menos formidable. Los batallones del Príncipe, Vergara, Luchana y Cuenca, capitaneados, que no mandados, por el general Prim, lejos de retroceder ante la formidable avenida de enemigos que se precipitaba de las alturas sobre el llano, opusieron a ella el dique de sus bayonetas y de sus pechos; empezaron por resistirla; la contuvieron después; la estrecharon y quebrantaron en porfiada lucha, y acabaron por rechazarla, por arrojarla al otro lado del monte.

Quedó, pues, nuevamente todo el valle por nuestro. El general Prim eligió entonces la posición en que debía atrincherarse, a fin de acampar en ella esta noche, pues se había hecho muy tarde para continuar nuestra marcha; pero como aquella loma estuviese dominada por la altura siguiente, y los moros comenzaron a disparar desde allí sobre nuestras tropas, hizo avanzar nuevamente al batallón del Príncipe, dejando al de Vergara en el lugar que había de ser campamento... Y aquí principia la parte más ruda y peligrosa de esta empecatada batalla.

Fácilmente, aunque no sin lucha, tomaron los del Príncipe la segunda loma, y nuestra bandera quedó clavada en el terreno que ocupaban antes los marroquíes... Pero habiendo subido allí el conde de Reus, divisó el Campamento moro que acababan de visitar los Húsares; y sintiendo la misma noble codicia de caer sobre él y plantar sobre sus profanas tiendas la cruz de Jesucristo, se preparó para el ataque.

Bien meditado, todo el objeto del movimiento de hoy no era batir al enemigo ni apoderarse de su campo, sino marchar hacia Tetuán. Aparte de esto, la posición de dicho campo era más fuerte de lo que a primera vista parecía, enclavado como estaba en el fondo de cuatro apiñados montes, cuya toma nos había costado larga y sangrienta lucha y distraer nuestras fuerzas de su verdadera dirección... Así lo declaró el general O'Donnell, templando con su inalterable sangre fría la impetuosidad del conde de Reus, quien había bajado al Morabito a consultar el caso.

Desistiose, pues, del ya preparado ataque; pero los moros, que mucho lo temían, sobre todo después de la acometida de los Húsares, emprendieron desesperadamente la defensa de su campo, viniendo contra nosotros con renovado y supremo brío, y empeñando una lid tanto más sangrienta, cuanto que versaba sobre un error. Es decir, que los moros tomaron nuestra resistencia por obstinado ataque, cuando los que atacaban eran ellos, mientras que nosotros nos limitábamos a defender unas posiciones necesarias para cubrir la marcha del ejército por la orilla del mar. Así se explica la tenacidad con que han luchado hoy ambos ejércitos; la mucha sangre vertida en uno y otro lado, y el empeño con que todos pelearon por ser dueños de una cumbre que han abandonado al anochecer, no solo los vencidos, sino también los vencedores.

Pero no adelantemos los sucesos...

Cuando llegué yo al teatro de la batalla, que fue en lo más recio del ataque de los moros contra los batallones del general Prim, la situación comenzaba a ser algo comprometida.

Falto de fuerzas el conde de Reus (pues la línea de batalla se había hecho muy extensa, y él contaba solamente con los fatigados batallones de Vergara, Cuenca, Luchana y Príncipe, muy reducidos ya por tantas horas de mortífero fuego), apeló a todos los recursos para contener al enemigo, cada vez en mayor número; y mientras el Príncipe cargaba briosamente y desalojaba a los moros de sus nuevas posiciones, hizo avanzar a un batallón del 5.º Regimiento de Artillería, a pie, a las órdenes del coronel D. Ignacio Berrueta, dando así lugar a que aquellos entendidos artilleros, que tan brillantemente se habían portado ya, al lado de sus cañones, conquistasen nuevos y muy sangrientos laureles como soldados de infantería.

En cuanto a los moros, perdían sus hombres a centenares. Los encuentros empezaron a tiro de pistola y concluían a boca de jarro; la bala y la bayoneta los herían al mismo tiempo; la carnicería era espantosa; desenfrenado el combate; atroz y nunca vista la manera de pelear.

Mas no bastaba todo esto. Los enemigos se reproducían como la hidra de la fábula. De Tetuán, de Anghera, de todas partes les llegaban refuerzos. Por cada uno que caía se levantaban diez nuevos combatientes. La fuerza que se acababa de rechazar volvía a la carga al cabo de un instante, tan entera y briosa como al principio... ¡No imaginemos ni por un momento lo que ha podido sucedernos hoy!

Por fortuna, el general en jefe, que seguía desde el Morabito todas las vicisitudes de la batalla, comprendió el apurado trance en que se encontraba el general Prim, y le envió el regimiento de Córdoba, perteneciente al cuerpo de ejército del general Zabala, y a las órdenes del brigadier Angulo.

Este refuerzo no pudo acudir más a tiempo. Los del Príncipe se replegaban ya, no pudiendo resistir al número de los contrarios, que habían apelado a sus cuantiosas y descansadas reservas, mientras que ellos estaban fatigadísimos después de cinco horas de continua lucha...

Llega, en fin, el regimiento de Córdoba. El conde de Reus le manda soltar en tierra las mochilas; deja de reserva un batallón; pónese a la cabeza del otro, y avanza a contener la catarata de enemigos que amenaza sepultar bajo su mole los restos del regimiento del Príncipe.

¡Inútil esfuerzo! El batallón de Córdoba cede también ante las huestes africanas, sin poder avanzar un palmo de terreno. ¡El que lo intenta, muere! Los jefes y oficiales, puestos a la cabeza de sus tropas, pugnan por arrastrarlas en pos de sí... Pero, al primer paso, caen ellos atravesados por las balas enemigas, y su heroísmo sirve únicamente para demostrar que la resistencia es imposible.

Yo vi a Prim en aquel supremo instante (pues me encontraba allí, en compañía del gran dibujante Vallejo), y en verdad os digo que la actitud del conde de Reus era tremenda. Estaba lívido; sus ojos lanzaban rayos; su boca, contraída, dejaba escapar una especie de rugido salvaje. Hallábase al frente de los de Córdoba, delante de todos, con el caballo vuelto hacia ellos, con la espada desnuda, retorcido el musculoso cuerpo bajo el anchuroso uniforme, entero y arrebatado a un mismo tiempo su corazón, como debe de estarlo el del hombre que va a atentar contra su vida.

Ya lo había apurado todo: arengas, amenazas, órdenes, palabras de camarada y de amigo... Por segunda vez había intentado aquella arremetida, y por segunda vez el regimiento de Córdoba se había estrellado contra una bocanada de viento cuajado de mortífero plomo... ¡Y el enemigo avanzaba entretanto!..., ¡y las posiciones conquistadas a precio de tanta sangre española iban a quedar por suyas!, ¡y el equipo de aquellos dos batallones caería en poder de los marroquíes!, ¡y España sería vencida por vez primera en el africano continente!...

¡Oh! No. ¡Esto no podía ser! ¡Los leones de Castilla harán un esfuerzo desesperado! ¡El corazón de nuestros valientes responderá al acento supremo del patriotismo!

El conde de Reus ve ondear ante sus ojos la bandera de España, que conduce el abanderado de Córdoba... El semblante del general se ilumina con el fuego de una súbita inspiración... Lánzase sobre la bandera: cógela en sus manos; tremólala en torno suyo, como si quisiese identificarse con ella, y rigiendo su caballo hacia los marroquíes y volviendo la cabeza hacia los batallones que deja detrás, exclama con tremebundo acento:

-¡Soldados! Vosotros podéis abandonar esas mochilas, que son vuestras; pero no podéis abandonar esta bandera, que es de la patria. Yo voy a meterme con ella en las filas enemigas... ¿Permitiréis que el estandarte de España caiga en poder de los moros? ¿Dejaréis morir solo a vuestro general! ¡Soldados!... ¡Viva la Reina!

Dice, y da espuelas a su caballo. Y sin reparar en si va solo o le sigue su infantería, cierra contra las huestes contrarias, con la bandera amarilla y roja desplegada al viento, suspendiendo por un instante la furia de los marroquíes, que asombrados contemplan tan impertérrita figura...

Los batallones de Córdoba no han sido sordos a aquella voz irresistible. ¡Viva nuestro general!, gritan vigorosamente, y se abalanzan en pos suyo sobre los moros, y arrostran una muerte segura, y caen cadáveres sobre cadáveres, y siguen arremetiendo, y las bayonetas se cruzan con las gumías, y mézclase la sangre infiel con la cristiana, y la victoria ciérnese indecisa sobre los revueltos combatientes.

Las cornetas siguen tocando ataque; los marroquíes asordan el espacio con sus gritos; el arma blanca y la de fuego juegan indistintamente; el humo se hace tan denso, que no permite distinguir al amigo del adversario; ¡pero la bandera española reluce siempre sobre la tormenta, y siempre en manos de nuestro afortunado caudillo! ¡Afortunado, sí! ¡Las balas, que silban y cruzan a su alrededor, que siembran la muerte por todos lados, que hieren a sus ayudantes, que alcanzan a su caballo, respetan la vida de aquel soldado vestido de general, de aquel que es el alma de la lucha, de aquel que sobresale entre todos y ostenta en su mano nuestra adorada y venerable enseña! Diríase que está dotado de la virtud de Aquiles.

¡Horribles son las pérdidas de los moros en aquella hora! Los soldados del SEGUNDO CUERPO los persiguen, sedientos de venganza, y la sangre vertida en torno del general Prim es más que lavada por la que hacen derramar a los moros, en unión del regimiento de Córdoba, los batallones de Simancas, León, Arapiles y Saboya, a las órdenes del general Zabala.

Este esforzado y jamás vencido general había llegado con las dichas fuerzas, precisamente en el instante en que el conde de Reus echaba su vida en la balanza, a fin de inclinar la victoria al lado de nuestro pabellón. Desde las alturas de la derecha, por donde avanzaba al frente de sus tropas, vio el peligro y se dirigió a él. Mas para llegar a aquel punto érale forzoso atravesar una cañada interpuesta entre sus posiciones y las de Prim, y defendida de un modo formidable por una infinidad de moros, que enfilaban a lo largo de ella sus disparos... Intentar cruzarla era otra temeridad semejante a la que acababa de acometer el regimiento de Córdoba con éxito tan glorioso y memorable. No vacila, empero, el conde de Paredes; y sacrificando también a los bizarros jefes y oficiales que componen su cuartel general, pónese a la cabeza de aquellos heroicos batallones, que tanto se distinguieron el día 9 de noviembre en las alturas del Serrallo, y llega, a todo trance, a la codiciada posición.

Tan noble intrepidez no pudo menos de ser grande en resultados. Las tropas del general Zabala, firmes en aquel punto, bajo el fuego enemigo, impidieron que los moros se corriesen por la cañada y envolvieran al general Prim.

Pero aun faltaba uno de los episodios más notables de la batalla de hoy; episodio que me impresionó extraordinariamente, y que jamás olvidaré.

Después del heroico trance de la bandera y del ataque del regimiento de Córdoba, Vallejo y yo habíamos abandonado aquellas peligrosas alturas y bajado a la explanada que conduce al Morabito, siendo tan apretado el cordón de heridos que descendía por aquella senda, que nos vimos obligados a marchar fuera de camino, y por en medio de unos jarales recién quemados, a fin de no estorbar a los camilleros.

En tal instante arreció nuevamente la lucha allá en las alturas ocupadas por Prim y Zabala... Diríase que los moros se habían recobrado de su espanto y volvían a la carga por tercera vez... Descargas cerradas atronaban nuestros oídos; caballos corriendo a escape iban de uno a otro lado; los aullidos de los infleles apagaban los acentos de las cornetas; una confusión horrible reinaba otra vez en el lugar del combate...

Entonces oímos cerca de nosotros una voz que, con la violencia del trueno y con un poder magnético irresistible, se acercaba gritando: ¡A ellos! ¡Terminemos de una vez! ¡A la bayoneta, soldados! ¡Viva la Reina!

Vuelvo la cabeza, y veo adelantarse un jinete a todo el correr de su caballo, con la espada desnuda, avanzando sobre la silla, inflamado, terrible como la desesperación que lo arrastraba...

Era el general en jefe: era O'Donnell.

¡Magnífico iba en aquel instante el conde de Lucena! Su elevada estatura, su porte militar, su misma categoría, todo le daba extraordinarias proporciones. Era la primera vez que veía yo aparecer al guerrero debajo del general en jefe, del presidente del Consejo de Ministros, del ministro de la guerra. ¡Su arrojo y decisión de aquel instante revelaban su anterior vida, justificaban su alta posición, recordaban al general del Ejército del Norte, al insurgente de Vicálvaro, al mantenedor del Trono en las calles de Madrid, al caudillo de tantas temerarias luchas, al que nació y morirá en la guerra, donde nacieron y murieron, o donde al presente viven, sus deudos y antepasados, sus hermanos y sus herederos, cuantos llevan su noble apellido!

Aquella resuelta actitud de O'Donnell ejerció en las tropas una fascinación indescriptible: los batallones de la Princesa, con el brigadier Hediger a su frente, marchaban en pos de él como arrebatados por un vértigo, aclamándolo y vitoreándolo, blandiendo sus armas con desusado brío, volando a la muerte como al festín de la inmortalidad.

¡Minutos después, aquella tromba incontrastable dominaba las alturas, y yo también, como absorbido por ella! ¡La curiosidad y el miedo me habían conducido otra vez a aquel paraje! ¡Conocedor ya del infierno en que había penetrado el general O'Donnell; habiendo visto llover allí las balas pocos momentos antes, acudía a saber si aquel era de nuevo el reino de la muerte!

Por fortuna, el conde de Reus salió al encuentro del general O'Donnell, y con tanto respeto como franqueza, le dijo estas hermosas palabras: Mi general, aquí mando yo. Este no es su puesto de usted. Su vida no le pertenece, y aquí la expondría sin necesidad. Todo está ya terminado.

En efecto, el estruendo y tumulto que se habían oído desde el valle fueron el último esfuerzo de los moros por recuperar las posiciones perdidas. Rechazados nuevamente por Zabala y por Prim, y amenazados por el general García, que reforzaba ya la derecha con los batallones de Chiclana y de Navarra, al mando del general D. Enrique O'Donnell, batíanse ya en retirada y muy débilmente; tanto, que nuestros soldados no los persiguieron, contentándose con permanecer firmes en las posiciones conquistadas, de las que nada había bastado a desposeerlos, y en las cuales dormirá esta noche el valeroso conde de Reus a la sombra de la bandera de Castilla.

Esta ha sido la sangrienta Batalla de los Castillejos, ganada por menos de ocho mil españoles contra todo el ejército marroquí, compuesto hoy de más de veinte mil combatientes, mandados por el príncipe Muley-el-Abbas, hermano del emperador de Marruecos. (Así se afirmaba esta tarde en el cuartel general de O'Donnell.) La lucha ha durado de sol a sol, y en ella han tomado parte muy gloriosa todas nuestras armas: la Artillería, la Infantería, la Caballería, los Ingenieros y hasta la Marina..., la cual ha peleado, no solo desde el mar, sino también en tierra. El enemigo ha empleado también todos sus medios de destrucción, su renombrada caballería, sus tropas de Rey, sus cabilas montaraces. Hemos arrebatado a los moros una legua de terreno y todas las posiciones en que se han presentado; hemos penetrado en su campamento, bien que rápidamente, y obligándoles, según parece, a levantarlo; les hemos cogido sus muertos y algunos prisioneros, y, en fin, nos hemos apoderado de una de sus banderas, dando muerte al que la conducía; por lo que la historia escribirá en letras de oro el nombre de Pedro Mur, soldado de Húsares de la Princesa, que ha tenido la gloria de realizar tan grande hazaña.

Hay además en el combate de hoy una rara circunstancia que hacer valer, y es que su brillante éxito se ha debido, sobre todo, al valor personal de los generales. Sin el arrojo temerario de Prim, sin la actitud audaz de Zabala, sin la furia arrebatadora de O'Donnell, ningunas tropas de cuantas sostiene el mundo hubieran intentado empeños tan inauditos, tan imprudentes, tan insensatos a primera vista y tan gloriosos en los resultados, como cerrar uno contra veinte, penetrar en un torbellino de balas, meterse entre dos fuegos, luchar a la vez con armas blancas y a tiros, y arrostrar una muerte segura en empresa de que tal vez desconfiaban. Así es que, después de tal batalla, los generales podrán muy bien decir: Con soldados como éstos, no hay nada imposible; y los soldados responder: Con tales generales se va siempre a la victoria.

Concluyamos; pero antes permítaseme recordar otra vez el aspecto de aquel valle, donde todo será silencio y sombra en este momento.

La última vez que me detuve a contemplar su magnífico panorama, fue en el instante de ponerse el sol, cuando ya terminaba la lucha. Hallábame en el Morabito, adonde me habían bajado, viendo que no podía con la debilidad, el dolor y la fiebre. Caído sobre mi caballo, esperaba la terminación del combate para venirme a Ceuta, cediendo a las instancias de los médicos y de mi buen amigo el afamado escritor Carlos Navarro y Rodrigo, quien me ofrecía muy bien acondicionada hospitalidad y sus solícitos cuidados.

Tres días de dicta y dos de agudos sufrimientos habían acabado por postrarme... Pero, ¡ay!, temía no volver a ver otro día tan grande y refulgente... ¡Parecíame que aquel sol no iba a tornar al horizonte, que yo no iba a tornar a la guerra! Respiraba, pues, con ansia aquel aire de gloria, y me sentía avaro de sus últimas encendidas ráfagas.

¡Allí, a mis pies, había una pila de cadáveres -más de veinte- amontonados unos encima de otros! Todos eran artilleros, y sus grandes y confundidas ropas obscuras los hacían asemejarse a un cadáver descomunal, envuelto en un sudario de mil pliegues...

Cuando levantaba los ojos para no ver tan fúnebre espectáculo, divisaba allá, sobre las montañas, otro cuadro no menos espantoso, y que me parecía un delirio de la calentura. El sol, que se ponía por aquel paraje, teñía de color de escarlata las nubes de humo que envolvían a los últimos combatientes. De pie sobre las cumbres, destacándose en el cielo, danzando en medio de aquella atmósfera inflamada, percibíanse algunos moros con los jaiques desplegados, yendo y viniendo, aullando, silbando, disparando sus relucientes espingardas, y cayendo y levantándose, como salamandras que se retuercen en un horno encendido, como demonios que saltan sobre las llamas del infierno...

Todo esto no era más que ilusión óptica, ocasionada por aquel crepúsculo rojizo, por aquella luz sangrienta, por aquel horizonte de lumbre, que recortaban, digámoslo así, unos montes sombríos en que ya reinaba la noche... ¡Pero nunca, nunca olvidaré aquella perspectiva roja y negra, semejante a los cobres de Rembrandt, a los cuentos de Hoffmann, a las profecías del Apocalipsis!

Tales son mis últimos recuerdos...




ArribaAbajo- XXII -

Diez días en Ceuta.-Nuestro ejército a lo lejos.-Visita a los heridos moros.-El gran temporal.-Temores y zozobras.


2 de enero.

Heme aquí arrepentido con toda mi alma de haber dejado el Campamento para venir a Ceuta. Llevo veinticuatro horas de reclusión entre cuatro paredes, y ya me parece transcurrido un siglo que no estoy en el mundo. Todos los cuidados y atenciones de que soy objeto no bastan a compensarme la gloria y la felicidad que he perdido al separarme de mis compañeros.

¿Qué me importa haber vuelto a acostarme entre sábanas, si el sueño no acude ni acudirá a cerrar mis ojos? ¿Qué me importa restaurar la quebrantada salud de mi cuerpo, si mi espíritu ha enfermado desde que penetré en esta prisión? ¿Cómo permanecer aquí, sabiendo que en los cercanos montes se hallan comprometidos el porvenir y el honor de España? ¿Cómo resignarme a no seguir la suerte de mis hermanos, de mis camaradas, de mis amigos?

Un silencio de muerte me rodea; la soledad me oprime el corazón... ¿Quién sabe lo que ocurrirá ahora mismo en nuestro campamento?


Acaban de decirme que el TERCER CUERPO ha levantado también su campo, atravesado el Valle de los Castillejos y plantado sus tiendas en la vanguardia, sobre el Camino de Tetuán.

Ha desaparecido, pues, de sobre la faz de la tierra mi ciudad de la Concepción, tornando a quedar desierto el Valle del Tarajar.

¡Ya no volveré a ver los lugares donde he pasado dieciocho días de tan vivas agitaciones, donde he sentido y meditado tanto, donde quedan enterrados tantos amigos míos, donde he presenciado tantas escenas inolvidables!

Mi caballo, mas fiel que yo a la religión de la guerra, o quizá escarmentado por el tremendo día que le di ayer, se escapó anoche de esta plaza.

Yo tengo para mí que se iría al campamento, en busca de sus camaradas; pero lo que no puedo presumir es qué determinación tomaría el noble bruto al encontrarse desierto el Valle del Tarajar.

¡Con tal que no se haya pasado al enemigo!...


La sangre española que corrió ayer en los Castillejos ha salpicado el litoral andaluz, y riega además todos los hospitales de Ceuta. Nuestras pérdidas fueron cerca de ochocientos hombres...; y ha sido menester enviar heridos a Cádiz, a Algeciras, a Málaga...

Ceuta, sobre todo, se halla atestada de ellos. Además, la terrible furia del cólera ha acumulado dentro de sus muros tal número de enfermos, que pudiera llamarse a esta ciudad «la antesala de la muerte».

El general Zabala encuéntrase también aquí. Cuando anoche, después de la batalla, quiso echar pie a tierra, sintiose como atado a su caballo, o sea como clavado en la silla... ¡No parecía sino que la fatalidad le negaba el descanso después de tan gigantesca lucha!... ¡Estaba baldado! Su animoso espíritu lo había sostenido hasta entonces; pero, cuando ya no tuvo enemigos que combatir y pensó en sí propio, hallose con que sólo su corazón conservaba movimiento y vida, mientras que el resto de su cuerpo se había paralizado,

¡Qué glorioso infortunio! Esto recuerda en cierto modo la batalla ganada a los moros por el cadáver del Cid, montado sobre su huérfano Babieca.

3 de enero.

Desde la elevadísima torre llamada El Hacho, que domina a Ceuta, el vigía ha visto hoy a nuestro ejército acampado más allá de los Castillejos, y por la tarde hemos sabido que el PRIMER CUERPO ha regresado a su campamento del Serrallo, separándose definitivamente de las demás fuerzas, a quienes había estado cubriendo la retaguardia desde el día 1.º.

Es decir, que desde hoy queda cortada toda comunicación entre el ejército expedicionario que marcha hacia Tetuán, y dicho PRIMER CUERPO y esta plaza. ¡Es decir, que O'Donnell, Ros de Olano, Prim y los veinte mil hombres que van con ellos, se han entregado en brazos de la suerte, no contando ya con más base de operaciones, con más auxilios, con más hospitales, con más víveres, con más municiones, que los que pueda procurarles nuestra escuadra! ¡Es decir, que su destino dependerá en adelante de los vientos y de la mar!

¡Dios vaya con nuestros heroicos compañeros, y haga que pronto pueda yo volver a unir mi suerte a la suya!


Hoy ha muerto en esta ciudad, víctima del cólera, el coronel D. José Ignacio de la Puente, jefe de Estado Mayor del TERCER CUERPO; el mismo de quien hace quince días escribí en este DIARIO tantos justos elogios.

Últimamente vivía en mi tienda, y una misma mesa nos reunía después de los combates. ¡La Nochebuena presidió él nuestra colación de campaña!

Mi corazón, acostumbrado ya a todo género de horrores, después de veinte días de familiaridad con la muerte, siéntese penetrado como de una espada de hielo al dar aquí un eterno adiós al hombre eminente que vi lleno de vida y de inteligencia hace cuarenta y ocho horas.

Yo no sabía que hubiese abandonado el campamento... Dejelo anteayer en su tienda, y hoy me dicen que acaba de expirar a pocos pasos de esta casa. ¡Tal es la guerra!... De este modo vivimos... ¡Tan abandonado y solo puedo morir yo dentro de algunos instantes!

Puente, el honrado caballero, el bravo militar, el hombre millonario, a quien Dios conservaba una esposa, y cariñosos hijos, muere en un rincón ignorado, diciendo a una mujer desconocida: ¡Sálveme usted! Esto es horrible, amigos míos; e insisto en hacéroslo comprender, a fin de que forméis idea del tenebroso abismo en que caen los que tienen la desgracia de quedarse atrás en esta senda de amargura.

En la Torre del Hacho, 4 de enero.

Contra la opinión de los médicos, he decidido levantarme hoy y hacerme subir a esta torre, a fin de ver a nuestro ejército en marcha. Esta mañana noticiáronme que, al amanecer, aquellos valientes abatieron tiendas y continuaron su camino hacia el sur... ¡Desde entonces no he podido dominar mi afán por verlos, aunque a tanta distancia, a fin de darles un adiós, que puede ser el último!

¡Oh! ¡Helos allí!... ¡Adelantan! ¡Se alejan! ¡Con qué amor y con cuánta envidia contemplo desde aquí aquella gran caravana, aquella errante ciudad española, aquel bando de águilas que vuela de monte en monte, en busca de la presa imperial que ha columbrado!

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Son las cinco de la tarde cuando vuelvo a coger la pluma.

El ejército acaba de plantar sus tiendas a una legua del valle de los castillejos, sobre las llamadas Alturas de la Condesa. ¡Allí pasará la noche!

A eso de las cuatro de la tarde hemos oído algunos disparos de cañón y divisado el humo de la fusilería... Pero la acción ha sido breve, y ha estado circunscrita a poco espacio de terreno. Seguramente los moros han tratado de impedir a nuestras tropas acampar en aquellas posiciones; lo cual se ha verificado a pesar de ellos, como de costumbre... ¡Reconozco a nuestros valientes hermanos!

El ejército marroquí de retira también hacia el sur, flanqueando los movimientos de O'Donnell y conservándose siempre a la derecha y a su vista. La noche siguiente a la batalla de los Castillejos levantó sus profanadas tiendas y las colocó sobre las primeras estribaciones de la sierra inmediata... Ayer, el vigía del Hacho le vio volver a alzar el vuelo y posarse sobre el camino que por lo alto de las montañas conduce a Tetuán. Hoy parece haberse fijado sobre el Monte Negrón.

Aquélla es una posición fortísima, desde la cual puede disputarse el paso a nuestro ejército y hacerle comprar muy cara la victoria. ¡Yo tiemblo! ¡Ah! Creedme. ¡En medio de los más ardientes combates no se experimenta nada parecido a la cobardía pueril con que se ven desde tan larga distancia las maniobras de dos ejércitos enemigos! ¡Tengo la seguridad de que si yo estuviera ahora mismo al lado de mis compañeros, el Monte Negrón me parecería uno de tantos cerros como han tomado a la bayoneta nuestros soldados siempre que les ha convenido! ¡Visto desde aquí, me parece insuperable!

¡Todo lo temo; todo lo recelo! ¡Y lo que más que nada me aterra, es la idea de seguir ignorando lo que por allí sucede! ¡Yo quiero partir!... ¡Yo quiero unirme a mis hermanos y correr su misma suerte!...

Estoy decidido. ¡Cualquiera que sea mi estado de salud, me embarcaré en el primer buque que salga para aquellas playas!

5 enero, por la tarde.

Bajo en este momento de la Torre del Hacho. Nuestros campamentos siguen en el mismo sitio. Yo estoy peor y desesperado.

Sin embargo, hoy he pasado una hora agradable hablando con los moros heridos en Castillejos, que se encuentran en uno de los hospitales de esta plaza.

He aquí, con todos sus curiosos pormenores, tan interesante escena.

La habitación ocupada por los prisioneros es un mal pabellón de un desmantelado cuartel, donde no entra más luz que la que pasa por la puerta.

Cinco tablados, con un jergón de paja cada uno, y las correspondientes sábanas y mantas, constituyen los lechos de los vencidos marroquíes.

Dos presidiarios (de los cuales uno habla el árabe por haberse pasado al moro en cierto tiempo) sirven de enfermeros a los pobres pacientes

El centinela encargado de que nadie penetre en la estancia sin la competente autorización, hallábase dentro de ella, atraído por una curiosidad muy justificada.

Mr. Chevarrier, corresponsal de Le Constitutionnel, de París, me acompañaba en esta visita.

Mr. Chevarrier ha permanecido largo tiempo en la Argelia; conoce mucha parte de la guerra de los franceses con los árabes, y habla el idioma de estos como el suyo propio. Él, pues, llevaba la palabra; y por cierto que a su astucia y claro talento se ha debido el que los adustos y recelosos mahometanos estén hoy con nosotros mucho más expansivos que acostumbran.

Pero empecemos por el principio.

Cuando entramos en el pabellón, los cinco árabes parecían dormidos, pues ninguno de ellos movió la cabeza para ver quién llegaba...

Sin embargo, me atrevo a asegurar que los cinco estaban despiertos, aunque todos tenían tapado el rostro con la sábana.

A la cabecera de cada lecho veíase colgado de una percha el jaique blanco del herido correspondiente...

Este detalle no carecía de significación. Aquellas prendas estaban allí a petición de los mismos moros, después de haber sido depositadas en otro aposento, a fin de que no se extraviaran. Pero, temerosos sin duda de que pensáramos vestirlos a la europea cuando se levantasen, y fieles como siempre a sus usos y tradiciones, pusiéronse muy tristes y suplicaron que les trajesen sus ropas, viendo quizá en ellas una garantía de futura libertad.

Mr. Crevarrier fue de cama en cama preguntandoles por la salud, y ellos, conociendo que no había más remedio que darse a partido, levantaron sus pálidas cabezas, y el que pudo (porque sus heridas no se lo impidieron) se sentó en el jergón, sonriendo falsamente.

Uno solo permaneció con la cabeza tapada y sin respirar siquiera.

De los otros cuatro, el 1.º (fuerza es numerarlos) era un viejo de fisonomía innoble, pero muy inteligente. Desde luego se mostró afable con nosotros, y nos pidió cigarros, lumbre y una manta más para la cama.

El 2.º, joven, fuerte y bien parecido, sufría mucho... ¡Como que el día anterior le habían amputado un brazo! Este pidió otro jergón, indicando que fuese de lana. Ya lo tendrá a estas horas.

El 3.º, tosco y feroz, pareciome tan diligente montañés como terrible soldado. Un gorro blanco de lienzo (el gorro de nuestros hospitales) cubría su cabeza, haciendo resaltar los vigorosos rasgos de su moreno rostro.

Finalmente, el 4.º (del 5.º hablaremos más adelante) era un verdadero árabe de leyenda; fino, pálido, hermoso; con la tez mate, los dientes de marfil, los ojos obscuros y melancólicos, y la barba negra, sedosa y bien delineada.

Este fue nuestro hombre. Tenía un balazo en una pierna; pero el plomo no había tocado al hueso, y los facultativos calificaban su herida de no grave. Habíase incorporado un poco, apoyando un codo sobre la almohada, y la cabeza sobre la mano. Finísima toca de lana blanca envolvía sus hombros y su cabeza, dejando solamente descubierto su rostro, ovalado y expresivo. Con la mano izquierda nos llamaba y nos ofrecía cigarros de papel de nuestras fábricas, que sin duda le habían regalado los enfermeros. Su amable sonrisa y su mirada franca y luciente nos atrajeron de tal modo, que nos sentamos en su cama y entramos en conversación.

Ante todo dímonos la mano a su usanza, que es tocando dedos con dedos, sin estrecharlos, como entre nosotros se da el agua bendita, y besándose luego cada cual a sí mismo los dedos propios.

Esta pantomima va siempre acompañada de una inclinación de cabeza. Si después os lleváis la mano a la frente, significa respeto; y si os la colocáis sobre el corazón, es muestra de cariño, de gratitud o de entusiasmo. El súbdito besa a su señor en el hombro izquierdo; y dos que se juramentan, se dan la mano encajando dedos entre dedos y cruzándolos con energía.

Hecha aquella salutación, preguntamos al moro por su salud. Nuestro interlocutor, que se llamaba Omar-ben-Mohamed, nos dijo que él y los demás heridos se encontraban muy mejorados, admirando a cada momento la generosidad de los españoles, tan formidables en la pelea como tiernos con los vencidos. (Mr. Chevarrier servía de intérprete en ese coloquio.)

Yo le dije a Omar que aquellas virtudes no eran solamente propias de los españoles, sino de todos los pueblos cristianos...

-¡Es verdad! (replicó el árabe). Yo fui herido y hecho prisionero por los franceses hace muchos años, y me trataron con igual misericordia.

-¿Cuándo y dónde fuiste herido? -le preguntó Mr. Chevarrier.

-Hace dieciséis años.

-¿En la batalla de Isly?

-No; cuatro días antes: en la acción de Ouchda. ¡Mira!

Y levantándose la toca, nos mostró una larga cicatriz que le atravesaba toda la frente.

-¡Oh! ¿Cómo no moriste? -exclamamos al ver aquella espantosa señal.

-La bala se deslizó sobre el hueso -respondió el moro con su eterna sonrisa.

-Pero tú serías muy joven en 1844...

-¡Oh! ¡No! Tenía ya diecisiete años...

-¿Y qué eras entonces?

-Simple caballero. Hoy soy Caíd.

Caíd (me dijo Chevarrier) significa capitán de ciento.

-¿Y siempre sirves en caballería?

-¡Siempre! Pero el día de la pelea con vosotros, mis soldados y yo habíamos dejado los caballos en Anghera, y nos batimos a pie, pues debíamos atacar por la mañana...

-¿Y te has batido muchas veces con nosotros?

-Solamente esta. El día antes había llegado con mi gente.

-¿De muy lejos?

-De Mequínez.

-¿Cuántos días habíais caminado?

-Catorce, sin parar.

-¿Y es buen país Mequínez?

El rostro del Caíd se iluminó de alegría.

-¡Muy hermoso! -respondió, cerrando los ojos para verlo.

-¿Qué hay allí que ver y que admirar?

-¡Todo! -exclamó Omar con viveza.

Con viveza digo, y no es esta la palabra. El tono, el ademán y el gesto con que los moros adornan su discurso, merece otra calificación. Cuanto dicen lleva el sello de una convicción inalterable. Ya nieguen, afirmen o duden, parecen ser el eco de una verdad eterna, de una revelación divina. Y es que, para ellos, las cosas más insignificantes no pueden menos de ser lo que son.

Vaya un ejemplo. No sé cuál de nuestros generales, que visitó hace algunos años a Tetuán, encargó a cierto moro un caballo árabe de pura raza.

-¿Cuándo he de traerlo? -dijo el moro.

-Dentro de cinco días -respondió el general.

-¡Bueno! -replicó el mahometano.

Y contando por los dedos como nuestros campesinos, añadió:

-Mira, general: mañana... no. -Y doblaba un dedo-. Mañana... no. -Y doblaba, otro-. Mañana... no. Mariana... no. ¡Mañana... sí!

Y permaneció un momento con el quinto dedo levantado, como diciendo: «Tan cierto es que tendrás caballo, como que yo tengo quinto dedo.»

Conque volvamos a Omar-ben-Mohamed.

El Caíd habló largamente de su patria. Elogió la riqueza y hermosura de su tierra..., las grandes llanuras que rodean a Mequínez, sembradas de trigo y pobladas de olivares; las praderas llenas de carneros, camellos y caballos; los montes cuajados de gacelas y de jabalíes, y los valles abundantes en perdices y avutardas, que él, como todos los grandes señores, tenía licencia para cazar, ora con halcón, ora con lebreles...

Después nos dijo que fuéramos a aquellas comarcas, donde seríamos bien recibidos y se nos daría la más noble hospitalidad, añadiendo que la causa principal del odio preferente que los moros tienen a los españoles, es el miedo o el desdén con que estos miran al imperio de Marruecos, en el que no se internan nunca, aunque lindan con él, mientras que ingleses, franceses, portugueses y alemanes lo recorren con micha frecuencia.

-Dicho miedo -añadió el moro- nos hace suponer que nos consideráis como enemigos, y que, si nosotros fuéramos a España, correríamos los mismos peligros que vosotros teméis hallar en nuestro suelo.

-¡Eres injusto! -repuse yo-. En Ceuta no se hacía daño a ningún moro de los muchos que entraban diariamente por sus puertas antes de que la guerra se declarase...

-¡Ah! -respondió el marroquí-. ¡Tú has pronunciado la palabra fatal!... ¡Ceuta! Ni Ceuta ni Melilla son España... ¡Son África!

-Y tú no me negarás -repliqué yo- que los moros nos aborrecéis porque recordáis que estuvisteis siete siglos en España, de la cual os creéis injustamente desposeídos...

-¡Oh! ¡Garnata! -dijo Omar de la manera que lo escribo-. ¡Garnata.!... De allí venimos nosotros.

Y se sonrió, como para que le disimulase el que cambiara la conversación tan bruscamente.

-Allí he nacido yo... -respondí, sonriendo también.

-¡Ah! -murmuró el Caíd.

Y me miró intensamente.

-Yo soy de la tribu de los Bokarts -añadió al cabo de un momento.

-Mi pueblo se llama Guadix.

-Nombre de río... -replicó el moro.

-¿Quieres venir a España? -le pregunté yo entonces con efusión.

En este instante, el 5.º prisionero, el que todavía no había hablado ni una palabra, sacó un poco la cabeza de debajo del embozo, y murmuró una frase que mi bondadoso intérprete no comprendió, pero en la que hasta yo mismo percibí el acento de la ira, del imperio, de la amenaza...

Volvime hacia él, y encontreme con que era aquel derviche de la melena negra que vi en el camino de los Castillejos, y a quien muchos tomaron por una mujer.

-Este moro -dijo el presidiario conocedor del árabe, señalando al nuevo interlocutor-; este moro gasta muy mal genio, y no quiere ni que respiren los demás. ¡Los tiene metidos en un puño! Cuando vienen... así... señores como ustedes, y les hacen hablar, luego les riñe y les insulta, diciéndoles que son unos cobardes y unos tontos. En mi entender, es un cura, pues les amenaza con Alá y con Mahoma cuando no lo respetan; pero este otro se ríe de todo, y hace lo que le parece.

Las últimas palabras las decía señalando a Omar, quien efectivamente nos indicaba por señas que no reparásemos en el pobre derviche, o sea en el cura, como le llamaba el confinado.

Continuó, pues, nuestra conversación, a pesar de la frase imperiosa del derviche, repitiendo yo a Omar la pregunta de si quería acompañarme a España.

El buen capitán se puso serio, y hasta sombrío, al oír por segunda vez esta pregunta. Comprendíase que se le había ocurrido si aquello sería una fórmula suave de advertirle que, luego que estuviese mejor de sus heridas, se le internaría en España, en vez de ponerlo en libertad, como él esperaba...

Me apresuré, pues, a decirle:

-Bien comprendo que tú desearás ver a tu familia antes que todo...

-¡Sí..., sí!... -respondió con infinita dulzura.

-¿Tienes hijos?

-¡Nueve hijos! -respondió con el mismo júbilo humilde, con la misma alegría modesta, como si pidiera perdón de ser tan venturoso fuera de España.

-¿Y padres?

-Padre, no -contestó con cierta naturalidad, exenta de ternura y de dolor, como quien dice: «Mahoma lo llamó a su lado, y allá me espera...»- Pero tengo madre.

Nada le hablé de otras mujeres, porque sabía que la mayor ofensa que se puede hacer a un musulmán es nombrarle a sus esposas o a sus esclavas o aludir a ellas en la conversación...

-«¿Cómo te va de salud?» -se preguntan los moros más amigos y allegados.

-«Bien, o mal.»

-«¿Y tus hijos, Fulano, Mengano, Zutano?», etcétera.

Y los nombran todos, aunque sean ciento.

-«Fulano, bueno; Mengano, malo: el uno está aquí, el otro está allá», etc.

-«¿Y... tu casa

-«Soy feliz, o soy desgraciado» -responden con indiferencia aparente.

Y no se desciende a más pormenores.

-Omar, adiós... (le dije al Caíd, levantándome para irme, en vista de que, a pesar de todos sus esfuerzos por disimularlo, se le notaba que le había asaltado profunda tristeza). Mejórate pronto. La reina de España te dejará en libertad, y verás a tu familia, y vivirás donde mejor te plazca, hasta que Dios disponga de ti.

El Caíd se llevó la mano a los labios y luego a la frente, para saludar a la Reina. Después me tendió la misma mano, nos saludamos como al entrar, y partí, sin entablar conversación con los otros moros.

Ceuta, 6 de enero, por la mañana.

¡Estoy maravillado! Vengo de presenciar una cosa extraordinaria, inconcebible. ¡Ah, la más pura alegría inunda mi corazón!

Nuestras tropas han desfilado por delante del campamento de los moros; han forzado la línea enemiga; han atravesado el Monte Negrón..., ¡y todo esto sin combate de ningún género, sin disparar ni un solo tiro, con el mayor orden y tranquilidad!...

¡Yo no lo comprendo! ¡Figuraos que el Monte Negrón era uno de los obstáculos que más en cuenta tenían nuestros generales siempre que se hablaba de la marcha hacia Tetuán! Allí estaban hace dos días los marroquíes en sus blancas tiendas, esperando la llegada de nuestro ejército, sin duda para cerrarle el paso, pues aquella era la llave de las llanuras que se suceden hasta Cabo Negro... ¡Y, sin embargo, por allí acaban de pasar nuestras tropas sin inconveniente alguno!

Repito que no lo comprendo; acabo de verlo desde la Torre del Hacho, y se me figura ilusión o efecto de magia. ¡De seguro que O'Donnell ha hecho hoy un grande prodigio de estrategia para alcanzar tan peregrino resultado! ¡Ello es que sus tiendas están al otro lado de las erizadas cimas del Monte Negrón!

Espero en Dios poder oír muy pronto de boca de mis camaradas la explicación de lo ocurrido... Mañana saldrá de aquí un buque con provisiones para nuestro ejército, y yo me embarcaré en él, cualquiera que sea el estado de mi salud.

A las cuatro de la tarde.

Principia a llover, y el viento muge formidablemente...

¡Oh, valeroso Ejército de África! ¡Mala noche te espera! ¡Ahora, que el soldado estaría acondicionando el nuevo campamento para pasar la noche; ahora, que había ido por leña para preparar su pobre rancho, comienza a diluviar de este modo!...

¡Ah! Venid aquí, políticos desgraciados, que no habéis sentido todavía inflamarse en vuestro corazón el fuego del patriotismo... ¡Venid aquí, y veréis cómo vuestra envidia se convierte en amor y entusiasmo al percibir desde tan lejos a aquellos heroicos caminantes, que se agrupan en torno de la bandera de Castilla para pasar la noche a campo raso, bajo todos los rigores de los elementos!

Día 7.

Sigue el temporal.

Un denso nublado y una espesa lluvia impiden hoy completamente divisar las tiendas cristianas.

Sopla el Sudeste, muy inclinado al Levante, y la mar revienta con ímpetu espantoso sobre las playas en que acamparon ayer nuestros soldados.

Todos los buques que se hallaban en el puerto del sur de Ceuta se han pasado al puerto del norte.

Los viejos marinos anuncian una tempestad deshecha.

Los vapores que siguen por la costa la marcha de nuestro ejército, empiezan a presentarse y a pasar por delante de estas aguas, para buscar abrigo en la bahía de Algeciras...

Algunos no juzgan conveniente cruzar el Estrecho, y se guarecen en este puerto, atestado de lanchas cañoneras, de chalanas, de botes, de faluchos y de buques de alto bordo.

¡Es decir, que el Ejército se queda solo y abandonado a cinco leguas de esta plaza, es un triste desierto, en un terreno completamente salvaje!

¡Es decir, que a estas horas aquella bendecida caravana de compatriotas nuestros se encuentra incomunicada por mar y por tierra con el resto del mundo, sin noticias de la patria, sin serle dado recibirlas, desprovista de medios de subsistencia, y persuadida de que por ningún lado pueden llegarle!

¡Oh, qué situación tan terrible si el temporal continúa! ¡Todo el poder y toda la ciencia de los hombres no bastarían a socorrer por mar a nuestro ejército!... ¡Cuántos buques se acercasen a aquellas playas, naufragarían desastrosamente!

¿Y cómo socorrerlo por tierra? ¿Y con qué? ¿Y por cuántos días? Los verdaderos almacenes están en los buques, y los buques son hoy completamente inaccesibles. ¡En cuanto a los víveres que puede haber en Ceuta, los necesita el cuerpo de ejército del general Echagüe; los necesita la población de la plaza; los necesitan cuatro mil enfermos y heridos que residen en ella; los necesita la guarnición!

Sin embargo, todo se sacrificaría a la más urgente, a la más sagrada necesidad... El ejército que está en camino, y que es depositario de la honra de la patria, sería preferido a todo...

Pero ¿cómo llegar hasta él? Yo lo creo también imposible. Los moros (que, desde el instante en que avanzaron nuestras tropas, se corrieron por retaguardia hasta la orilla del mar, cortándoles la retirada y la comunicación con Ceuta) son demasiado astutos para haber dejado de comprender el grande aprieto en que puede encontrarse nuestro ejército por falta de víveres, y tengo por seguro, como si lo viera, que en este momento ocupan ya todas las posiciones que les hemos arrebatado en tantas reñidas luchas, y están decididos a impedir el paso de cualquier convoy que se dirija en auxilio de nuestros compatriotas. Ahora bien: suponiendo que el general Echagüe marchase a la cabeza de la mitad de sus batallones, dejando la otra mitad en el Serrallo (que no puede abandonarse), ¿llegarían los víveres a tiempo? ¿Le sería posible al héroe del 25 de noviembre sostener seis o siete combates consecutivos, desde el Otero hasta Monte Negrón? Y, dado que los sostuviera y venciese en todos ellos, ¿se lograría el objeto de una empresa tan temeraria? ¿No habría tenido O'Donnell que retirarse antes?

Según los marinos llegados hoy, el ejército incomunicado contaba anteayer con cinco raciones. Esto quiere decir que podrá sostenerse tres días a lo sumo; pues el imprudente soldado no piensa nunca en el día de mañana, y habrá desperdiciado víveres antes de arreciar el peligro, en que ya se halla, de huir ante el espectro del hambre... Además, la lluvia lo avería e inutiliza todo... La galleta mojada se corrompe... El arroz se hincha y se malea... El tocino se pudre... ¡Es decir, que antes de tres días no tendrán absolutamente nada!

¡Y el temporal amenaza ser de los más terribles! ¡El Levante puede durar, ha durado muchas veces, quince días seguidos!

Pues ¿y los enfermos? ¿Qué será de los infelices a quienes ataque el cólera? ¿Tendrán que permanecer dentro de las tiendas, acostados en un lodazal, al lado de sus camaradas?... ¡Y cundirá la tristeza, cundirá el horror, cundirá el contagio!

Además, puede haber combates; tendremos heridos..., ¡y no habrá ni un barco que los recoja, ni un asilo que los libre de la intemperie!

Entretanto, se mojarán las armas y las municiones; se inutilizará la pólvora; atacarán los moros, que ahora estarán guarecidos en sus aduares o en Tetuán, y en tan desigual lucha...

¡Oh! ¡Esto no se puede pensar! ¡Es horrible! ¡Es horrible!


¿Y qué? ¿Retrocederán? ¿Volverán a Ceuta? ¡Me atrevo a asegurar que nunca! ¡Antes quedarán todos tendidos en aquellas playas! ¡Conozco al general O'Donnell!

¿Y acaso fuérale permitido obrar de otra manera? ¿Se riegan de sangre cinco leguas de terreno para desandarlas en seguida? Volver, pies atrás, ¿no es la deshonra? ¿No sería producir el luto en nuestra patria, el júbilo en el ejército enemigo, la censura, la compasión y hasta el sarcasmo en las demás naciones?

¡Oh!... No. ¡No retrocederán! ¡La bandera de España permanecerá clavada allí donde la llevaron sus valientes hijos! ¡Allí iremos a redimirla con nuestra sangre todos los que nacimos españoles! ¡Allí iremos a rescatarla al precio de mil vidas que tuviéramos!

A las diez de la noche.


¡Oh, qué noche tan horrorosa! Los truenos parecen indicar que se desquicia y hunde el firmamento. El rayo hiende la atmósfera en todas direcciones. Tiembla la tierra como si la mar amenazase romper el débil istmo de esta península, y arrancar a Ceuta de sus cimientos de granito, y hacerla zozobrar y hundirse en apartadas soledades, como navío que ha roto sus amarras.

Torrentes de lluvia y de granizo caen con una violencia incontrastable sobre la espantada ciudad. Húndense algunas casas; las calles son ríos sonorosos; una laguna cada patio. El viento azota y conmueve todo lo que encuentra por delante... ¡El mismo mar no le gana esta noche en furia y poderío!...


Pasan horas y horas y el huracán no cede: antes se enrabia y desencadena más.

Llega el día..., y, lejos de serenarse los elementos, encolerízanse de nuevo, cual si proclamasen que no hay poder ni ley que tenga fuerza sobre ellos, y que no desisten de su propósito de aniquilar todo lo creado.

¡Dios tenga piedad de España!


Día 8.

Han pasado veinticuatro horas, y ni el viento, ni el mar, ni la lluvia han depuesto su irresistible ira...

Todo el día ha sido igual a la noche...

¡Y seguimos sin noticias del campamento ni de España!

Solo se sabe (por los despojos que el mar arroja sobre la muralla de este puerto) que han perecido muchos barcos...

Las varias veces que he ido hoy a ver el mar, han pasado ante mis ojos, arrebatados por las olas, restos de cien naufragios; ora jarcias y velas, ora quillas y mástiles; aquí bueyes y caballos muertos, allá sacos de mercancías o de víveres; todo género de ruinas. ¡Es un espectáculo desolador!

La mar causa espanto, sobre todo hacia el lado del Estrecho. La línea de agua del horizonte semeja una áspera cadena de montañas. ¡Son las alborotadas olas, que se amontonan bramando como titanes enfurecidos!... El agua presenta un color terroso que da miedo, y la inmensa nube que entenebrece el aire acércase tanto a la tierra, que parece fácil tocar el cielo con la mano. ¡Y qué fragor, qué estruendo, qué bramidos en la atmósfera! ¡Qué roncos truenos submarinos! ¡Oh! No sería mayor el tumulto de los elementos el ignorado día en que, venciendo Hércules a los gigantes Calpe y Abila, abrió paso al océano y separó para siempre África de Europa.


Día 9.

¡Un día más, y la tempestad no calma, y el cataclismo continúa, y los desastres aumentan! ¡Desventurado ejército! ¡Infortunada España! ¿Qué habrá sido de los miles de mártires abandonados y solos en aquella inhospitalaria arena?

¡Todo..., todo es ya posible! Que los aluviones procedentes de las montañas hayan arrastrado al mar a nuestras tropas; que el hambre las haya rendido; que los moros hayan caído sobre ellas; que el rayo y el granizo las hayan destrozado... ¡Todo, todo lo tememos ya los que (por un triste privilegio que abominamos y maldecimos) nos encontramos lejos de nuestras banderas, a cubierto de tanto peligro, libres y salvos en naufragio tan pavoroso!

Como toda tribulación común reúne en un solo sentimiento y hace confraternizar a cuantos experimentan igual zozobra, resulta que en estos tremendos días nos buscamos con ansia todos los que vivimos, aislados también y como prisioneros, dentro de los muros de Ceuta, a fin de comunicarnos nuestros sobresaltos y temores, y demandarnos unos a otros consuelo y esperanza... Ahora bien, entre las muchas escenas de este género que he presenciado ayer y hoy, merece especial mención el espectáculo que ofrecía hace pocas horas la alcoba del general Zabala.

Este noble y bizarro militar se encuentra también aquí (como ya sabéis desde la noche del 1.º de enero, baldado completamente de la pierna derecha; y puede suponerse que, en el terrible conflicto que hoy atraviesan nuestras armas, todos acuden a su lado pidiéndole órdenes y consejos, ofreciéndole hacienda y vida, por si las cree necesarias para remediar un mal tan grande, y demandando, en fin, a su experiencia de los azares de la guerra algunas reflexiones tranquilizadoras, algún asomo de consolación y esperanza.

Pero, ¡ah!, el conde de Paredes está acaso más desesperado y afligido que cuantos rodean su lecho. Cerca de él hay una ventana que mira precisamente hacia al sur, esto es, hacia el Camino de Tetuán, hacia los sitios donde estarán acampadas nuestras tropas..., y el ilustre paciente no separa su vista de aquella ventana.

La niebla, la lluvia, el viento y el alborotado mar no le permiten distinguir otra cosa que un ceniciento caos sin forma ni perspectiva... Levanta, pues, de vez en cuando los ojos al cielo, y exclama con una ternura que parte el corazón

-¡Hijos míos!

El veterano general piensa en sus soldados.

Otras veces procura incorporarse en la cama, y habla de marchar en auxilio del Ejército, y pregunta cuántos víveres hay en la plaza, y manda a sus amigos y a sus ayudantes que vayan a ponerse a las órdenes del general Echagüe, y llora, y se enfurece, y llama a Dios en auxilio de España..., hasta que, postrado y rendido, inclina la cabeza sobre la almohada con la atonía de la desesperación, con el desaliento de la muerte.


¡He aquí ya la noche, y todo sigue lo mismo!

¡Ah, yo no he sabido hasta hoy cuánto amaba a España! ¡Me ha sido menester verla en tan supremo trance, expuesta a perder en una hora el fruto de tantos sacrificios, para conocer la intensidad de aquel vago afecto, negado por algunos filósofos, que se denomina amor patrio! ¡He necesitado ver a la nación en riesgo inminente de ser vencida, humillada, desacreditada por muchos años, para comprender que el individuo y la familia son accidentes secundarios e indignos de atención, cuando se trata de esa entidad sagrada que muchos han llamado convencional y gratuita, y que yo proclamo legítima, providencial, eterna, como las leyes naturales, como los instintos del corazón!

¡Así es que la más penosa angustia se ha apoderado de mi alma! ¡Y llueve!..., ¡llueve siempre! ¡Y van tres días y cuatro noches! ¡Y el nublado sigue impidiéndonos divisar el campamento de los expedicionarios! ¡Y ni una noticia de ellos! ¡Ni un socorro de nuestra parte!

¡Oh, Dios mío! ¿Qué gran pecado ha cometido el pueblo español en sus días de prosperidad y de grandeza, que así concitas contra él los elementos cuando la fuerza de los hombres no es bastante a contenerlo en el camino de la gloria? ¿Por qué estorbas su regeneración? ¿Por qué le impides levantarse del polvo donde le hundió tu ira hace tres centurias? ¡Oh, Señor! En la tribulación que sufrimos reconozco la mano omnipotente que sepultó en los mares aquella escuadra Invencible, cuyo armamento difundiera el terror por toda Europa. ¡Tremendo fue nuestro castigo en aquellos días! Pero dese ya tu justicia por satisfecha. ¡Gracia, Señor! ¡Misericordia! ¡Aplaca tu cólera! ¡No nos tornes a la nada! ¡Mira que nuestra penitencia ha sido larga, dolorosa, áspera como el más duro cilicio! ¡Mira que hemos llevado la corona y el cetro de la ignominia durante trescientos años! ¡Mira que todos los pueblos que antes nos rendían pleito homenaje, nos han escarnecido, nos han befado, nos han dado a probar la hiel y el vinagre más acerbos!... ¡Señor, piedad para España! ¡Piedad para tus hijo! ¡Piedad para tus soldados!

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Día 10. En la Torre del Hacho.

Soñaba yo hace una hora que veía un cielo azul y un sol brillante...

Habíame dormido al amanecer, oyendo aún los silbidos del viento y el estruendo del mar y de la lluvia...

Desperté, y la más profunda obscuridad reinaba en mi aposento.

Sin embargo, no sé qué bienestar del alma (permítaseme la frase) me hizo creer que seguía soñando o que el sueño era realidad.

Luego percibí algunos cantos de gorriones y el eco de varias campanas que resonaba puro, vibrante, elástico...

-¡He aquí un hermoso día! -exclamé alborozadamente.

Y abrí el balcón, y un océano de luz brilló ante mis ojos.

El sol de una mañana de primavera; un cielo azul y limpio como si acabara de salir de las manos del Creador; un jardín verde, fresco y brillante, siquier destrozado por el temporal; bandadas de palomas revolando sobre las azoteas de las casas; columnas de humo elevándose rectamente, pues tanta era la serenidad de la atmósfera...; he aquí el espectáculo que se ofrecía a mi vista, ávida de claridad y de colores...

Mi primer pensamiento fue dar gracias a Dios por la vuelta del buen tiempo... En seguida me vine a la Torre del Hacho, empuñé el anteojo del vigía, y..., ¡oh ventura!, ¡vi que nuestras tiendas no habían desaparecido durante el temporal...; vi que seguían plantadas al lado allá del Monte Negrón, y aún más lejos de donde quedaban el día 6...; vi que allí también se alzaba tranquilamente al cielo humo de los hogares...; vi, en fin, que nuestro ejército vivía..., que relumbraban sus armas..., que ondeaba su bandera!

¡Y aquí me tenéis desde entonces, arrobado, extasiado, contemplando aquella remota perspectiva!

Por lo demás, el Levante ha cesado completamente; la tenue brisa que mueve los árboles viene del sur...

La mar sigue todavía muy revuelta, tanto, que ningún barco se atreve a salir... Pero esto será ya asunto de algunas horas... ¡Nada más natural que tan fuerte marejada después de un temporal tan deshecho!

Y prueba de que no me equivoco, es que algunos vapores de los fondeados en este puerto principian ya a encender sus máquinas... ¡Con qué alegría saludarán nuestros soldados el primer humo que divisen en las soledades del mar! ¡Les parecerá ver la mística paloma, portadora de paz y de bonanza, después de los horrores del Diluvio!

Voy a disponerlo todo para marchar yo también en el primer buque que salga.

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¡Esto es hecho! ¡Un barco va a arriesgarse a cruzar desde Ceuta hasta Río Azmir, que es como dicen que se llama el punto de la costa en que está acampado nuestro ejército...

Partamos... ¡No hay que vacilar! Allí acabaré de curarme.

¡Oh, dicha! ¡Dentro de cuatro o cinco horas estaré otra vez entre mis amigos, para no abandonarlos ya más sino cuando me trague la tierra! ¡Cuántas veces me he arrepentido de haberlos dejado durante estos diez días tan horribles!

¡Adiós, pues, cuitada Ceuta; mansión del dolor y de la agonía; albergue de moribundos y de penados; causa y testigo de la guerra; muda espectadora y fiel confidente de innumerables infortunios!... ¡Adiós! ¡Adiós!




ArribaAbajo- XXIII -

En el mar


El mismo día. A bordo del Barcelona.

A poco de salir este vapor del puerto de Ceuta empezamos a oír todos los que íbamos a bordo un lejano y vivo cañoneo hacia el sur...

-¡Tienen acción! -fue el grito general.

Y una misma alegría se reflejó en todos los semblantes.

¿Cómo no? Después de los terrores supersticiosos por que habíamos pasado acerca de la suerte del ejército, aquellos disparos eran una seguridad infalible de su vida, de su actividad, de su fuerza. El poderoso aliento de los bronces parecía revelarnos que no había disminuido el de las tropas..., y, prescindiendo de esta lógica de la sensibilidad y limitándonos a la de los hechos materiales, siempre nos demostraba aquel estruendo que la pólvora no se había mojado durante tan horroroso temporal, y que ni los elementos, ni las privaciones, ni las enfermedades habían dado en tierra con nuestros hermanos.

Pero los recelos y los temores han vuelto a empezar luego.

-¿Será que avanzan? -exclama uno.

-¿Pasarán hoy el Cabo Negro? -pregunta otro.

-¿Llegaremos a tiempo de unirnos a las filas por estas playas? -interroga un tercero.

-Llegarán ustedes..., ¡sí, señor! -contesta al fin un veterano-. ¡Antes de emprender otra marcha tiene que racionarse nuestra gente para algunos días!...

-Es verdad... ¡Llegaremos a tiempo! -gritan todos.

-¡Diablo! ¡Que no estemos ya allí!

-Capitán, ¿falta mucho?

-Con esta resaca tardaremos aún cerca de tres horas.

-¡Tres horas todavía!...

Mientras se sostienen tales conversaciones, avanzamos penosamente sobre una mar dura y turbulenta, que hace muy trabajosa la marcha del vapor.

Pero ¿qué vemos? ¡Algunos barcos, procedentes de Algeciras, han anclado ya enfrente de nuestro campamento!...

Esto nos alegra y disgusta juntamente. ¡Ya tendrán víveres frescos las tropas, pero no somos nosotros los primeros que se los llevamos!

Otros muchos vapores siguen apareciendo por la punta del Hacho en nuestra misma dirección... ¡Siquiera llegaremos antes que ellos!

Entretanto, hemos pasado por delante del valle del Tarajar, de inolvidable memoria para mí. Hoy se halla desierto completamente.

Pocos momentos después cruzamos a la vista del llano de los Castillejos...

También allí buscan mis ojos parajes y perspectivas que vivirán eternamente en mi imaginación... Pero el Barcelona sigue adelante en su inflexible rumbo, como indicándome que no es ocasión de pensar en cosas pasadas...

Sin embargo, alcanzo a distinguir sobre las arenas de aquella orilla, que tanta sangre tragó hace pocos días, un hermoso buque náufrago, embarrado y medio tendido, como titán moribundo que aún se defiende de la saña de las olas...

¡Es nuestra goleta de guerra Rosalía, víctima del horrendo temporal, que brama aún en torno de ella!

Pero escuchemos... Ya se empieza a oír, merced al viento que sopla de aquel lado, el tiroteo de la fusilería, por cierto muy animado y vivo...

¡Oh! El combate debe de ser importante... Percíbense hasta descargas cerradas, y los estampidos del cañón van también aumentando...

¡No importa! Tenemos tal costumbre de ver triunfar a nuestra gente en las más desventajosas luchas, que ni por un instante nos preocupa el resultado de esa acción que se libra a lo lejos...

A lo menos yo estoy tan seguro del triunfo de nuestras armas, que, en vez de pensar en el combate de hoy, doy vueltas en mi imaginación al más arduo e importante que habremos de reñir el día que pasemos a Cabo Negro, tremendo promontorio cuya gigante mole se adelanta hacia el mar, viniendo de muy dentro de tierra, como una muralla levantada por la naturaleza para cerrar el paso al valle de Tetuán.

¡Cabo Negro! Esa es la clave del enigma. Terminarán estos combates alevosos sostenidos entre la sombra de los arboles o entre las breñas de los montes. Luego empezaran las luchas francas y leales. Doblada esa posición; vencido ese último coloso, la luz será hecha en esta campaña; conoceremos y contaremos a nuestros enemigos; podremos desplegar toda nuestra fuerza, y la numerosa y célebre caballería musulmana dejará de ser un fantasma que dé tormento a nuestra exaltada imaginación...

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Son las cuatro de la tarde, y ya vamos llegando al término de la travesía. Solo nos falta doblar la punta del Monte Negrón para que el campamento cristiano aparezca de nuevo a nuestros ojos.

Y, al llegar aquí, necesito advertiros que no confundáis a Monte Negrón con Cabo Negro, según veo en los periódicos que acontece a muchas personas y hasta a los geógrafos de punta...

Bien que en materia de Geografía nos hallamos completamente a obscuras desde el comienzo de esta campaña. Ningún mapa de los que traigo en mi cartera ha podido indicarme precisamente el lugar donde nos encontramos. Ríos corren sobre el papel que no veo correr sobre la tierra, y otros que el geógrafo no conocía ocupan el sitio en que, por ejemplo, colocó una montaña. Todo esto es muy natural. ¡Nosotros recorremos una comarca que jamás holló planta europea reposada y tranquilamente, y de modo que pudieran levantarse planos!

Pero, volviendo a Monte Negrón, digo y repito que nada tiene que ver con Cabo Negro.

Cabo Negro es el verdaderamente importante, pues determina el límite de la gran playa que principia en Ceuta, al par que da comienzo a la anchurosa rada de Tetuán. Por consiguiente, sus levantadas lomas cortan el horizonte hacia el sur, y son el único estorbo que impide percibir desde Monte Negrón, la codiciada ciudad y las llanuras regadas por el Guad-el-Jelú. En cambio, dejan ver a lo lejos las primeras cúspides del Pequeño Atlas, que, pequeño y todo, asoma su encanecida frente por encima de las cumbres de Cabo Negro, al través de diez leguas de distancia.

Mas henos ya a la altura del campamento... He allí las tiendas, todavía húmedas, y, por consiguiente, pardas... He allí la bandera española, plantada a la puerta de la tienda del general en jefe... He allí la playa, cubierta de soldados que se abocan al mar recibiendo víveres... ¡He allí todo lo que he creído ver aniquilado y muerto en mis noches de soledad y de insomnio!

Entretanto, sigue el fuego a lo lejos, muy intermitente y desmayado, se conoce que la acción toca a su fin... Un momento después, las cornetas transmiten de monte en monte el toque de retirada.

-Nosotros anclamos..., ¡pero se nos prohíbe saltar a tierra hasta mañana, en vista de que algunos temerarios marinos acaban de ahogarse al llevar provisiones a las tropas! ¡En verdad, la reventazón de las olas sobre la arena es todavía formidable, irresistible!

Mas ¿qué me importa esta separación de unas horas, si ya sabemos que están vivos; si ellos saben también que tienen a la vista todo género de socorros; si la mar va sosegándose cada vez más, y si mañana al amanecer podremos saltar a tierra?

Pero me llaman a la cámara del capitán, el cual me ha dispensado la honra de convidarme a comer...

Hasta luego, que terminaré estos apuntes.

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Hemos comido y nos paseamos sobre cubierta.

Son las ocho menos cuarto de la noche.

Nuestro campo se halla todo esmaltado de hogueras, que relucen turbiamente entre la bruma...

¡Conozco este momento!... Es el más delicioso de la guerra. Los que han luchado durante el día, vuelven a su tienda satisfechos de haber cumplido con su deber... Allí les aguardan la amiga lumbre y el pobre rancho preparado por sus compañeros... La ufanía del triunfo y el regocijo de haber escapado vivos despiertan un apetito de todos los diablos... Alguna sobria libación acaba de entonar el cuerpo y el alma... ¡Y se fuma, se charla, se ríe y se juega, como si estuviera uno en el Casino del Príncipe, de Madrid.... o poco menos!


Las ocho. El remoto son de varias músicas llega hasta mí, en alas de las brisas del mar... Es la retreta, la serenata diaria con que se despide el soldado de sus jefes.

¡Ah, bravos españoles! ¿Cómo llegué a dudar de vuestra indomable resistencia? ¿No os conocía ya? ¿No os había visto en lances muy apurados? ¿Cómo habían de venceros cuatro días de lluvia?


Un agudo, solo y prolongado punto de corneta da la orden de silencio.

Es que son las nueve.

Las hogueras empiezan a apagarse... Nuestro campamento queda sumergido en las tinieblas de los montes..., donde todo calla y todo duerme en apariencia...

Ya no oímos más que el ronco murmullo de las olas, así en la distante playa como en torno de los buques anclados en este fondeadero.

La cubierta del Barcelona está cuajada de soldados y de marinos que duermen liados en sus mantas. Únicamente vela el capitán, sentado en el alcázar de popa, enfrente del cuadrante, con la taza del café en una mano y el cigarro en la otra.

Es un bravo y amable catalán, que me ha cedido su cámara por esta noche. ¡Dios se lo pague!

En ella os escribo y os saludo, despidiéndome hasta mañana.

¡Y tú, Dios mío, que te has apiadado del ejército español, recibe la humilde acción de gracias de este pobre soldado! ¡Señor, bendito seas!




ArribaAbajo- XXIV -

Impresiones poéticas. Mirada retrospectiva. Marchas y combates a que no he asistido. El Campamento del Hambre.


Lagunas del Río Azmir, 11 de enero.

Heme ya de vuelta en mi tienda, o sea, de regreso en mi casa. Reconozco las paredes de lienzo, los muebles de campaña, las menores particularidades del hogar... La cama ocupa el acostumbrado sitio; las armas el suyo; allí están las provisiones; aquí mi pícaro criado Soriano...

Solo ha cambiado el paisaje que se extendía delante de la puerta... Cierto que también ahora, como en anteriores campamentos, se distingue el mar a lo lejos; pero la playa es otra, y la perspectiva de las montañas muy diferente. He aquí, por ejemplo, a mi derecha, unas Lagunas que no existían cuando abandoné esta morada... El promontorio de Cabo Negro se nos ha acercado también lo menos doce millas... Mas ¿qué digo? ¡Hasta el suelo de la tienda ha variado, trocándose de arcilloso en arenoso!

Y es que las paredes de mi casa son las mismas, pero no así la tierra en que se levantan. El suelo ha caminado, y hoy me encuentro en un paraje desconocido. Estoy, pues, dentro de mi hogar, y, sin embargo, no sé dónde me hallo, ni quiénes son mis vecinos ahora, ni por dónde se va a ninguna parte.

Pero dejémonos de estas pequeñeces, y hablemos de nuestro desembarco de esta mañana.

Al ser de día me despertó la luz del alba, penetrando hasta mi camarote al través de recio cristal, el que a veces se estrellaba la espuma de las olas, mientras que otras veces solo me permitía ver el cielo, según que el balanceo del barco enfilaba la ventana hacia el cenit o hacia el abismo. Dudaba yo si aquella claridad sería del sol o de la luna, cuando los ecos remotos de la diana del campamento llegaron a mis oídos, anunciándome que la tierra saludaba ya al nuevo día. No de otra manera, cuando se vive en el campo, se conoce la llegada del amanecer por el concierto de las aves.

Levantéme, pues, y subí sobre cubierta.

¡Qué vista la de nuestros Reales! ¡Qué cuadro tan fantástico y pintoresco! No recuerdo quién dijo a mi lado, señalando a la banda del vapor que miraba a tierra: Si este balcón estuviese en Madrid, ¡qué caras se pagarían sus vistas!... Y, en efecto, el espectáculo que se distinguía desde aquel balcón no podía ser más interesante para todo buen hijo de la patria.

Amanecía, como digo. La faja de oro que a nuestra espalda esclarecía el oriente, reverberaba en las aguas y venía a reflejarse en las brumas de la parte occidental del horizonte, tiñéndolas de un ligero carmín. La mar azul, bordada de anchurosas espumas, recortaba los contornos de la cercana tierra. Una neblina desigual, y próxima a romperse, envolvía entre sus impalpables gasas las hogueras del campamento, haciéndolas aparecer como astros moribundos. Las inmóviles lagunas reflejaban pálidamente aquellas lumbres rojizas, y la claridad refractada daba a su vez un tinte de violeta a los vapores que habían emanado de aquellas muertas aguas... Entretanto, las cumbres de los montes asomaban por encima de la niebla su noble frente, en que ya daba el sol, asemejándose a otras tantas islas levantadas sobre un mar de nubes. En el azul de la despejada atmósfera se destacaban las tiendas y las figuras humanas que coronaban aquellas alturas, y en el fondo de los barrancos se veían brillar algunas filas de bayonetas, que centelleaban entre la bruma como largas saetas de brillantes. A esta decoración de tan maravillosas luces y vistosos colores, añadidle el atractivo patriótico, el prisma de las penalidades pasadas y de mis once días de ausencia; los cuarenta o cincuenta buques que nos rodeaban, ansiosos de derramar en aquella playa todo género de auxilios y socorros; el cadencioso estrépito de la mar, no recobrada aún de su prolongado exceso de ira, y la armonía lejana de las músicas que saludaban al sol de los combates..., y alcanzaréis a imaginar un pálido trasunto de tan hermoso panorama.

A cosa de las ocho se disipó la niebla completamente, y pudimos distinguir en la vecina playa un numerosísimo hormiguero de soldados que procuraban comunicarse con los botes y lanchas que ya se acercaban a la orilla; pero tal comunicación era aún más difícil, a causa del ímpetu con que reventaban las olas en la arena.

Sin embargo, los soldados, por una parte (metidos en el agua hasta la cintura), y los marineros por otra (haciendo prodigios de valor), lograban pasar a tierra algunas provisiones de las más urgentes...

Las más urgentes eran tres: tabaco para la tropa, que no se acordaba del pan y clamaba por un cigarro; heno para los caballos y acémilas, que se morían materialmente de hambre, y el correo de España, pasto y vida de todos los corazones...

He de advertir que esto lo veía yo ya desde un botecillo que corría de un lado a otro de la playa buscando algún punto de fácil acceso, o sea, paraje en que atracar con algunas probabilidades de no irse a pique.

Tenemos mar de tres olas... -me dijo el patrón del bote-: la primera nos acercará a la orilla; la segunda nos pondrá sobre la arena; la tercera nos hará varar. ¡Entonces (se lo prevengo a usted) tendrá que darse prisa a saltar sobre los hombros de un marinero que lo ponga en seco, antes de que vengan otras tres olas y le obliguen a tomar un baño! Conque, vamos allá. ¡Agarrarse!

Todo sucedió como había dicho el marinero. Los remos permanecieron ociosos un instante, y el bote se dejó ir a merced de la triplicada ola. Hubo entonces algunos segundos en que nos vimos sepultados en golfos de espuma; pero el último golpe de mar sepultó en la arena la quilla del barquichuelo, y antes de que volviese el monstruo en busca de su presa, ya había yo sido cogido en volandas por un remero, y me encontraba en brazos de mis amigos.

¡Imaginaos la escena que seguiría!

-¡Vives, vives! -nos decíamos unos a otros.

-¡Aquí no te esperábamos ya!

-¿Es cierto que murió Fulano?

-¡Aquí se dijo que habías muerto tú!...

-¡Ya te hacíamos en España!...

-Y ¿te quedas ya entre nosotros?

-¿Conque murió Marinas?

-¿Conque murió Puente?

Y nada más. A eso se reduce el vivir y el morir a estas alturas de la campaña. Ni más duelo, ni más pésame, ni más epitafio... «Murió» o «no murió»: he aquí lo único que ya se habla del que sale del campamento en una camilla. Pero volver... ¡Ah! Volver es otra cosa... Volver es hacer de nuevo... Volver es resucitar.

Después de estas explicaciones, encontraréis justificado lo que sigue:

-¿Y mi tienda? -pregunté, pasados algunos instantes, a mis camaradas más íntimos.

-Fulano la heredó... Pero ambos cabéis en ella.

-¿Y mi cama?

-Tu cama..., ¡agradécemela a mí! Nadie tenía dónde llevarla, y si no la recojo yo, ya estaría en poder de los moros. Dormiremos juntos.

-¿Y tu caballo? -me preguntaron ellos a su vez con mucha sorna.

-¡Se me ha perdido! -respondí yo inocentemente.

-¡Estás en un error! Tu caballo se presentó en Monte Negrón a la Guardia Civil. El hambre y el olfato le hicieron dar con el ejército español. Cuando le vimos llegar tan solo y malparado, y reconocimos en él a tu África (así se llama mi jaca), te contamos entre los difuntos.

-Pero, en fin, ¿dónde está ahora mi África? La monta un guardia civil... ¡Y por cierto que ayer ha entrado en fuego con ella!

-¡Oh, animal modelo de virtudes!

-Sin embargo, te aconsejamos que no reclames ese animal...

-¿Por qué?

-Porque te saldrá más barato comprar otro...

-No lo entiendo...

-Pues es muy sencillo. África se habrá comido estos días una fanega de cebada; la misma que tendrás que abonar al guardia civil...

-¿Y qué?

-¡Poca cosa! Que una fanega de cebada valía ayer tanto como doce caballos, puesto que por falta de pienso se murieron muchísimos...

-¡Idos al diablo! Pero habladme formalmente de eso último...

-¿De qué?

-De vuestras privaciones...

-¡Será difícil!

-¿Por qué?

-Porque aquí las hemos tomado a broma.

-Sin embargo, debéis de haber sufrido mucho...

-¡Lo que no es decible! Con todo, el soldado no ha perdido ni un instante su alegría. Porque has de saber que el cólera nos ha dejado descansar desde que abandonamos aquellos pícaros campamentos de las cercanías de Ceuta... ¡Lo único que la tropa echaba de menos era el tabaco, y por cierto que era una delicia oír sus chistes y ocurrencias cuando se acordaba de él! Nuestro verdadero apuro ha sido por los caballos y las acémilas, que se comían recíprocamente sus monturas. ¡Ya verás..., ya verás esos arenales sembrados de caballerías muertas!

-Pero ¿y vosotros?

-Nosotros hemos comido galleta mojada en agua llovediza y mariscos, que abundan en esta costa. ¡De algo nos había de servir el temporal! La mar ha arrojado millones de millones de almejas sobre esas playas. No obstante, el negocio se iba poniendo tan feo, que ayer mañana estuvo ya a caballo el general Prim, a la cabeza de una división, para ir por víveres a Ceuta.

-¡A Ceuta! ¿Cómo?

-¡Ah! No es para contado... ¡Has debido verlo!

-Contádmelo, sin embargo...

-Pues escucha:

«La situación se comprende fácilmente, y ya la habrás adivinado desde Ceuta. Éramos veinte mil hombres atascados en un lodazal, azotados de día y de noche por el viento y la lluvia, bloqueados a la izquierda por un mar furioso en que no se veía ni un solo buque hacía cuatro días, y amenazados a la derecha por el ejército enemigo, que esperaba la primera hora de bonanza para caer sobre nosotros. No podíamos avanzar ni retroceder, y el hambre dejaba ya sentir su aguijón envenenado. Los enfermos se morían dentro de sus tiendas... Los heridos (pues hemos sostenido dos combates en esta situación) pasaban la calentura consiguiente a su estado liados en sus mojadas mantas... ¡Ah! ¡Mejor es no acordarse!»

-Seguid... Seguid...

«Pues bien, figúrate el momento supremo en que iba a partir el convoy en busca de víveres. Aquella expedición, ¿mejoraría nuestra suerte, o la empeoraría? ¿Saldrían los moros al encuentro de la columna volante? ¿Nos quedaríamos sin acémilas? ¿Permitiría el temporal ir y volver por esos montes a nuestros valerosos compañeros?

»Todas las mulas servibles estaban ya preparadas; los soldados, formados; los brigaderos, decididos a morir defendiendo las provisiones; el general Prim, disponiendo el orden de marcha. El resto del ejército rodeaba a los expedicionarios, despidiéndolos, envidiándolos, agradeciéndoles de antemano su sacrificio... La mar seguía revuelta y sola, ligeramente esclarecida por las primeras luces de la mañana... No llueve.

»En esto una voz grita:

»-¡Vapor! ¡Vapor!

»-¿Hacia qué lado?

»-¡Dobla la punta de Ceuta!...

»Todo el mundo mira...

»En efecto, se percibe allí un punto negro y un poco de humo.

»El día aclara entretanto...

»¡Es un vapor..., no hay duda! Con los anteojos se distingue nuestra bandera... ¡Nos hemos salvado!

»¡Entonces, y sólo entonces, echamos de ver que no corre viento alguno; que las nubes se entreabren, y que en las regiones altas de la atmósfera sopla el sur, en lugar del Levante!...

»¡La misma mar ha cedido un poco!

»-¡Alto la expedición! ¡Viva la Marina Española! -exclama el general Prim.

»Pero, ¡ay!, a lo mejor, el barco desaparece... ¡Nadie lo ve ya por ningún lado!

»-¡No puede! ¡Se ha vuelto! -exclaman veinte mil voces.

»¡Oh!... ¡Qué momento aquel de desesperación y de agonía!

»Así pasa media hora.

»¡Nada!... Se ha vuelto... Es cosa hecha... No hay otro remedio que despachar la brigada...

»Y la brigada parte para Ceuta.

»Pero algunos minutos después se oye decir:

»-El vapor no se ha vuelto... El vapor avanza...

»-¿Por dónde? -pregunta el conde de Reus.

»-Viene pegado a la costa... -responden los soldados, que siempre ven más sin anteojos que los generales con ellos.

»Era verdad. Una ilusión óptica había impedido verlo mientras se destacaba sobre el promontorio del Hacho; pero el audaz y generoso buque se dibujaba ya sobre las olas, airoso, altivo, solitario, adelantando siempre hacia estas playas y rodeado de ancha orla de espumas.

»¡Hurra tres veces al denodado barco! Era el Duero, cuyo nombre vivirá siempre en nuestra memoria... ¡Y qué titánica lucha sostenía con la marejada!

»Entretanto, empezaron a aparecer por detrás de Ceuta otros muchos buques, y algunas horas después fondeaban ya todos enfrente de nosotros con esos almacenes flotantes en cuyos costados se leen los consoladores nombres de: harina, arroz, hospital de heridos, heno, cebada, hospital de enfermos, tabaco y tocino.

»Por lo que toca a Prim y a su columna expedicionaria, si bien tuvieron que volverse por carecer de objeto su viaje, no perdieron enteramente el tiempo, puesto que, habiendo divisado en la playa de Castillejos la goleta náufraga Rosalía, varada en la arena, dirigiéronse a ella, la abordaron, y extrajeron la caja de fondos, las banderas y algunas armas, con las cuales regresaron pronto a este campamento, entre los aplausos de veinte mil hombres.»


Hasta aquí el primer relato de mis amigos. Ahora paso a contar sumariamente los demás sucesos importantes de estos últimos días, según me los han narrado testigos presenciales y de mayor excepción.

Primeramente, hácese aquí lenguas todo el mundo elogiando el comportamiento del batallón de Ciudad-Rodrigo, que sostuvo durante cinco horas un reñido combate la tarde del 4 de enero, mientras que el resto del ejército acampaba en las alturas llamadas de la Condesa, nombre que recuerda la dominación de los portugueses en este litoral.

He aquí algunos pormenores del encuentro.

A las seis de la mañana de aquel día nuestras tropas habían continuado su marcha hacia Tetuán desde el valle de los Castillejos, en que yo las dejé atrincherándose.

El enemigo no opuso al principio oposición alguna, y el movimiento se verificó ordenada y lentamente hasta dar vista al Valle M'nuel, así llamado desde los tiempos de D. Manuel el Grande y el muy feliz, rey de Portugal.

Una vez en aquella posición, nuestros soldados descubrieron a lo lejos y delante de sí las ásperas lomas de Monte Negrón, adonde se había refugiado el campamento moro.

Mandose, pues, hacer alto y plantar tiendas, lo que se realizó en seguida, quedando, por ende, situados los dos ejércitos beligerantes el uno enfrente del otro, cada cual sobre un extenso monte, y separados solamente por un estrecho y mal conformado valle. La única diferencia que existía entre nuestra posición y la suya, era que los moros habían elegido para acampar un punto alto y distante de la costa, mientras que nosotros nos apoyábamos en la misma orilla del mar.

Ambas situaciones estaban perfectamente entendidas, pues el enemigo tenía su base de operaciones, o sea su punto de retirada, sus víveres y repuestos, en el interior, y nuestro ejército recibía todos sus socorros y se descartaba de heridos y de enfermos por medio de la escuadra.

La posición escogida por nosotros era tan ventajosa como fácil de defender. Con todo, a fin de establecer el camino y levantar las trincheras mas desahogadamente, se mandó marchar en observación hacia el ejército agareno a dos escuadrones de Húsares.

Esta precaución no fue injustificada. Dos mil moros de caballería y como quinientos de infantería, avanzaban ya a estorbar nuestras operaciones, y muy pronto se rompió el fuego entre la vanguardia de los Húsares y los primeros grupos de los marroquíes.

Entonces fue cuando O'Donnell, viendo que las fuerzas contrarias superaban diez veces en número a los acreditados Húsares, envió en apoyo de estos al batallón de Ciudad-Rodrigo.

Mandábalo su teniente coronel, D. Ángel Cos-Gayón, repuesto ya de la dolencia que le aquejaba el 30 de diciembre; y es fama que recobró el tiempo perdido habiéndoselas desembarazadamente con numerosas huestes moras de caballería e infantería combinadas, y mostrando a su bizarro batallón que tenía un jefe digno de mandarlo.

También se encontraba allí este día el coronel D. Antonio Ulibarri, herido ya en otro encuentro, como creo haberos dicho, y que convalecía de su lesión, yendo de aficionado a las batallas; pero otra bala le atravesó la pierna derecha al principio del combate que refiero, y tuvo al fin que regresar a la península.

Cerca de cinco horas duró aquella desigual pelea, en la cual acabó Ciudad-Rodrigo por rechazar a los moros, causándoles muchas pérdidas, que vino a aumentar nuestra artillería con sus disparos. Cinco soldados y un sargento muertos; un capitán, un teniente y treinta y ocho soldados heridos, regaron con su sangre el lauro que alcanzó mi batallón en este celebrado hecho de armas.

Entretanto, todo el resto de nuestro ejército vivaqueaba ya en su nuevo campo, cerca de las lagunas formadas por el río M'nuel; la escuadra, aumentada con las fragatas de hélice Princesa de Asturias y Blanca, recogía nuestros heridos y enfermos, y nos suministraba víveres y municiones, y la noche caía sobre las últimas faenas de tan feliz jornada.


No lo fue menos la siguiente.

Verificose esta dos días después, siendo aquella que yo califiqué de milagrosa al divisarla con un anteojo desde lo alto del Hacho.

Aludo a la famosa marcha de flanco y paso del Monte Negrón, brillante y afortunado movimiento, que, al decir de todos los inteligentes, constituirá una de las mayores glorias de esta campaña.

Pero dejemos hablar a uno que lo presenció.

«Te has perdido (me dice) el gran día de júbilo y de sorpresa para las tropas, el gran día de ciencia y habilidad de nuestro general en jefe.

»Imagínate que al emprender la marcha aquella mañana (el día 6) para asaltar el Monte Negrón, donde, como sabes, se habían situado los moros, decididos a estorbarnos el paso, todo el mundo esperaba una verdadera batalla, en que, si bien había seguridad de vencer, pues esta arrogante confianza no la hemos perdido jamás, se contaba con tener muchas más bajas que en el mayor de los combates anteriores.

»¿Cómo no? Los moros estaban posesionados de sus inaccesibles alturas, que nosotros nos veíamos obligados a atacar desde el valle para pasar al otro lado, mientras que ellos habían tenido tiempo de atrincherarse, de acumular medios de defensa, de establecer obstáculos al paso de la artillería y de los equipajes, y contaban además con numerosa caballería que lanzar sobre nuestra retaguardia tan luego como emprendiéramos la operación.

»Era, pues, uno de aquellos días en que, al oír el toque de diana, se pregunta cada cual muy formalmente si llegará a oír el toque de retreta... Figúrate, por tanto, nuestro asombro cuando aquella noche nos encontramos dueños del Monte Negrón y con toda nuestra impedimenta pasada al lado de acá, sin haber perdido un solo hombre...»

-Pero ¿cómo sucedió eso?

«Verás. Dos días antes de esta operación (la tarde del 4), mientras que un batallón sostenía al enemigo por la derecha, el general García había practicado un audaz reconocimiento a todo lo largo de la playa, entre sus arenas y las lagunas en que muere el río M'nuel, llamado también río Capitanes, llegando bajo una lluvia de balas hasta los primeros estribos del Monte Negrón.

»Un soldado de su escolta fue herido levemente; el caballo que montaba el bravo general recibió dos balazos, y el de uno de sus ordenanzas resultó también herido; pero, en cambio, había hecho un importantísimo descubrimiento. ¿El Monte Negrón, no moría inmediatamente en el mar, sino que entre las olas y la montaña quedaba una estrechísima fajo de arena, que abría fácil acceso a estos otros valles!

»Deslizarse por aquella angosta playa; pasar por allí la artillería rodada y todos nuestros bagajes; escaparse, como quien dice, lamiendo el pie de la fortaleza natural que cerraba el camino, ¡tal fue desde entonces el atrevido y dichoso pensamiento del general O'Donnell!

»El mismo general jefe de Estado Mayor, como más práctico de aquel terreno que tan denodadamente había reconocido, se encargó de dirigir el movimiento, el cual se haría de manera que los moros no comprendiesen nuestra intención sino cuando ya fuese tarde para contrarrestarla. ¡Ah! Si ellos la hubieran adivinado, solo con arrojar piedras desde la altura sobre el arenoso pasaje, nos habrían causado horribles destrozos, imposibilitando el tránsito de nuestro ejército.

»El general García, pues, emprendió la marcha antes de rayar la aurora, a fin de ganar tiempo a los desprevenidos moros, seguido del SEGUNDO CUERPO (mandado interinamente por el general D. José Orozco), tres Baterías de Montaña y dos escuadrones de Lanceros, avanzando todos lo más silenciosamente posible por en medio de las todavía densas tinieblas.

»Al romper el día ya habían atravesado el Valle M'nuel, y eran nuestras, una detrás de otra, las primeras colinas de la temida sierra en que se hallaban acampados los moros, sin que estos notaran que los estábamos flanqueando o que ya los habíamos flanqueado...

»Un momento después, todas las cumbres que dominaban el camino estaban coronadas por los batallones del SEGUNDO CUERPO; ¡y cuando los moros se volvieron a oriente para saludar al sol, que salía temblando por entre las olas del mar, lo primero que hirió sus ojos fue el reluciente brillo de nuestras bayonetas, que erizaban materialmente las alturas!

»Entretanto, nuestra caballería había pasado ya al otro lado del Monte Negrón por la susodicha faja de arena; y los ingenieros, con ese ardor e inteligencia que tantos elogios les valen todos los días, preparaban rápidamente cómodo camino a la artillería rodada, la cual se deslizaba poco a poco por detrás de ellos, a la vista de los asombrados musulmanes...

»Estos permanecieron largo tiempo sin saber qué hacerse, sumidos en la mayor perplejidad. Su primera idea, la más obvia, debió ser indudablemente adelantarse a todo lo largo del monte, con dirección al mar, para arrojar a nuestras tropas de los puntos a que habían subido y estorbar el paso de las otras por la playa. Pero también esto había sido previsto por el general O'Donnell, y el cuerpo de ejército del general Ros avanzaba ya valle arriba, como si intentara atacar el campamento de los moros o situarse a su retaguardia.

»El enemigo no podía, pues, moverse sin grave riesgo de ser envuelto por el general Ros, quien iría a encontrarse con el SEGUNDO CUERPO detrás de Monte Negrón, dejando así encerradas este monte, las tiendas de los marroquíes y todas sus fuerzas en una especie de círculo de hierro.

«Semejante estratagema era demasiado familiar a los moros para que cayesen en la red, pues equivalía a la famosa media luna que constituye la base de su táctica, y que tan completos resultados les diera hace tres siglos contra el heroico e infortunado rey D. Sebastián... Guardáronse muy bien, por consiguiente, de avanzar hacia la costa; y, resignándose a dar por perdido el Monte Negrón, acudieron a impedir que continuase avanzando el TERCER CUERPO, del que temían intentase una embestida contra sus tiendas...

»El general Ros comprendió este recelo de los moros; y, ciñéndose a las instrucciones que tenía del general en jefe, los mantuvo en su error todo el día, simulando ataques y exagerando sus operaciones hacia la derecha; hasta que, a la caída de la tarde, cuando ya no vio en el valle ni un solo soldado de los demás cuerpos de ejército, emprendió una retirada habilísima, que los moros no echaron de ver sino cuando el último batallón del TERCER CUERPO tomaba el camino de la playa y se escapaba, como todo el mundo, por el desfiladero de arena.

»Tal fue aquella graciosa cuanto memorable jornada.»


Comprendo que el anterior relato os haya sorprendido tan agradablemente como a mí. Creo que no puede darse mayor fortuna ni mejor inteligencia de la guerra... ¡Ahí tenéis una gran batalla ganada por el arte militar, sin derramamiento de sangre, y doblemente ventajosa, por tanto!

Ni terminan aquí las cosas notables que han ocurrido durante mi enfermedad.

Además de las mencionadas acciones del 4 y del 6, y de la que ayer 10 contemplé yo a lo lejos desde el vapor Barcelona, tenemos aún otra del 8. Referiré ligeramente estas últimas, aunque no sea más que para conservar la ilación de la marcha de nuestro ejército desde Ceuta a Tetuán, y para que mi DIARIO encierre la cronología completa de los hechos memorables de esta campaña.

Pero antes permitidme que os cuente una interesantísima escena, ocurrida el día del paso de Monte Negrón, y la cual he oído referir lleno de orgullo, como español y como cristiano.

Fue el caso que cierta guerrilla nuestra divisó una humilde choza al pie del monte, y corrió a ella, con el fin de saber si daba albergue a más o menos enemigos agazapados.

En efecto, era así. No bien nuestros soldados estuvieron cerca de la choza, cuando salió de ella un moro armado de su espingarda; hízoles fuego, aunque sin herir a ninguno, y huyó por las cumbres del monte con dirección al campamento mahometano...

Los nuestros siguieron avanzando impasiblemente hacia la choza; y ya tocaban a ella, cuando vieron aparecer a una mujer, joven aún y de rostro simpático, la cual llevaba de la mano a dos tiernos niños, que lloraban desconsoladamente, asiéndose a la pobre túnica de su madre.

Esta se adelantó hacia nuestros soldados pálida y llorosa, pidiéndoles piedad con reiteradas súplicas en palabras árabes que ellos no entendían, pero cuyo sentido tono llegaba a su corazón...

Los españoles, por toda respuesta, abrieron sus morrales, sacaron galleta, y la repartieron entre la madre y sus hijos. En seguida hicieron seña a la agradecida mujer de que les siguiera por la montaña arriba; pusiéronla a la vista de su esposo; indicaron a este, también por señas, que bajase sin cuidado a recoger a su familia, y se despidieron de los asombrados africanos, haciendo antes algunos cariños a los pequeñuelos...

Estos reían y saltaban ya, comiéndose la galleta; el padre bajaba lentamente del monte, como si le pesase sobre el corazón el remordimiento de haber disparado su espingarda contra aquella gente tan buena; la madre lloraba de gratitud y señalaba al cielo, repitiendo el nombre de Alah, y los sencillos cazadores se incorporaban a su Batallón, contándose unos a otros el hecho, como si no lo hubieran realizado juntos.


Conque vamos a la acción del 8, tal y como acaban de referírmela mis compañeros de tienda.

Sabéis ya que, después del paso de Monte Negrón, nuestros soldados acamparon del lado acá de dicho promontorio, cerca de la playa, y los marroquíes una legua más arriba, sobre la misma sierra.

Así se pasó la -noche del 6.

La mañana del 7, y ya con un temporal horrible, levantó otra vez el vuelo nuestro ejército, adelantándose entre la mar y las famosas Lagunas de las sanguijuelas (que tanto producto rinden al emperador de Marruecos), hasta venir a colocarse en las colinas que preceden al pantanoso valle en que escribo, llamado Río Azmir por los moros, y Campamento del Hambre por nuestras tropas.

El enemigo siguió paralelamente el movimiento, siempre a una legua de nuestro flanco derecho, plantando sus tiendas al mismo tiempo que nosotros, cual si ambos ejércitos caminasen en busca de un terreno bien acondicionado para volver a medir sus fuerzas.

(Todos estos movimientos y los sucesos posteriores hasta el día 10, deben ya ser vistos al través del aguacero espantoso que ya conocéis. Tenedlo en memoria, ahorrándome así continuas advertencias.)

El 8, a la una de la tarde, presentáronse algunos grupos de moros por las alturas fronterizas al campamento del SEGUNDO CUERPO, cuyo mando se había conferido la víspera al general Prim, a causa de la enfermedad del conde de Paredes, entrando a mandar la DIVISIÓN DE RESERVA el general D. Leoncio Rubín.

El intento del enemigo parecía ser apoderarse de nuestras acémilas (que, por la escasez de cebada, pastaban en los vecinos valles); y, para ello, fingió un ataque por el lado opuesto, ocupando unas alturas a nuestra espalda.

El general Prim adivinó aquel propósito, y, desentendiéndose por el momento de la falsa e inútil acometida, dispuso que el regimiento de Castilla avanzase a ocupar los cerros de nuestro frente, mientras que los cazadores de Alba de Tormes se encaminaban a los valles en que pastaban las acémilas.

Ya era tiempo, los rapaces moros se habían apoderado de algunas caballerías y procuraban volver a ganar, sin ser vistos, los montes de la derecha. Pero una compañía de dichos cazadores, desplegada en guerrilla, obligoles con sus disparos a huir en precipitada fuga y a abandonar el robo.

Entretanto los enemigos se presentaban en mayor número que al principio, como si aquella ligera escaramuza les hubiese metido en ganas de pelear. Rompieron, pues, un fuego desordenado en varios puntos de una extensa línea, al que solo contestaron nuestras guerrillas; pero con tal éxito, que tuvieron a raya toda la tarde a fuerzas muy superiores de Infantería y de a caballo.

Este tiroteo duró hasta después de las cinco, hora en que la artillería del TERCER CUERPO metió algunas granadas entre la caballería enemiga, cuya extraordinaria movilidad fatigaba a los de Alba de Tormes. Convencidos entonces los jinetes árabes de que nuestros proyectiles corrían más que los mejores caballos, tuvieron por conveniente volver a su campamento, llevándose por delante a su castigada infantería.

Nuestras pérdidas fueron un soldado muerto, dos oficiales y veintiocho soldados heridos, y diez contusos, entre ellos un oficial.


El combate de ayer, 10, fue mucho más serio, aunque bastante parecido al anterior.

El teatro era el mismo, e igual también el plan de ataque y defensa de ambos ejércitos; pero todo se verificó en mayor escala, constituyendo un hermoso triunfo para nuestra bandera.

Según me refieren, este combate (que nosotros vislumbramos desde el vapor Barcelona) dejará memoria por las brillantes acometidas de los batallones de Castilla y de Toledo, quienes cargaron en masa a un mismo tiempo por dos puntos distintos, arrollando cuanto encontraron delante y entrando cinco veces a la bayoneta, dos de ellas contra la caballería marroquí.

Los generales Prim, Orozco y D. Enrique O'Donnell dirigieron este audaz movimiento, que decidió de la acción, siendo tan completo nuestro triunfo, que, contra la costumbre de los moros, ni uno solo persiguió a nuestras tropas cuando estas se retiraron a la noche de las remotísimas posiciones que habían ocupado.

Nuestras bajas fueron bastantes; pero las eclipsa la gloria que alcanzaron los regimientos de Castilla y de Toledo. Y, por lo demás, los ciento sesenta heridos y trece muertos que tuvimos que lamentar, costaron a los moros quintuplicadas pérdidas; pues, aparte de las que les causó nuestra infantería, hubo momentos en que treinta y cuatro cañones vomitaron a la vez sobre el enemigo una verdadera lluvia de granadas.

¡Y, sin embargo, volverán!


Conque henos ya al corriente de todo lo acontecido durante mi ausencia del ejército.

Hoy no ha ocurrido novedad digna de mención, como no sea el desembarque de víveres de que ya hemos hablado. Puedo, pues, daros las buenas noches.

¡Ah! Se me olvidaba... El guardia civil me ha regalado mi caballo, o, lo que es lo mismo, me ha perdonado generosamente el fabuloso precio de la fanega de cebada. He vuelto, pues, a abrazar a mi pobre África, no como señor, sino como amigo.

¡Nadie sabe cuánto llega uno a amar en la guerra a su caballo; a este compañero de penas y fatigas, tan humilde y resignado para servirnos, como valeroso y soberbio en la pelea; que participa de todos nuestros peligros, y que no disfruta ninguna de nuestras glorias!


Aún cojo la pluma por segunda vez, después de haberla soltado, para deciros en confianza que, prescindiendo del patriotismo y de la poesía, mi calabozo alfombrado de Ceuta era mucho más confortable que mi templo pantanoso de Río Azmir...

¡Qué frío!, ¡qué viento!, ¡qué humedad!..., y ¡qué mala cena!

Sin embargo, prefiero dormir aquí.




ArribaAbajo- XXV -

El Río Azmir.-Curiosidad del poeta.-Nostalgia del hombre.-Otro combate.-Más prisioneros.-Preparativos de marcha.-Conjeturas.


12 de enero, por la mañana.

Río Azmir... Así se llama (según parece) el pantanoso valle que dominan nuestros reales, y con tal nombre se aparecerá toda la vida a la imaginación de los que han padecido o batallado en estos sitios. ¡Dos combates, y el que principiará dentro de una hora (pues los moros empiezan a asomar por las alturas); un temporal sin ejemplo; las privaciones y las enfermedades que aquí se han sufrido, son recuerdos imperecederos que pasarán de padres a hijos, y que la historia inscribirá en sus páginas!

Por lo demás, muy pronto (quizá mañana) abandonaremos estos lugares, que ya no volveremos a ver sino en sueños. Sus fragosos montes y anchos pantanos seguirán solitarios y desatendidos. Una vez dominado Cabo Negro, nos encontraremos en país habitado, entre una ría navegable y una ciudad populosa, en contacto inmediato con nuestras naves y cerca del término de nuestra peregrinación.

Entonces acabará el laborioso prólogo de esta campaña. Dígolo, porque ni las acciones dadas en el Serrallo y Sierra-Bullones, ni la misma batalla del día 1.º de enero nos han revelado por completo la índole, el número ni los planes de los marroquíes. Vendrán, pues, sucesos y espectáculos que nos hagan olvidar estos accidentales campamentos. El verdadero drama no ha principiado todavía. La curiosidad del artista y del poeta ha carecido, por lo menos hasta ahora, de emociones y misterios extraños a la civilización del occidente. Aparte de los mismos moros, de sus trajes y fisonomías, de su aspecto exterior y manera de combatir, nada hemos encontrado que nos sorprenda y maraville, sino montes desiertos y algún que otro morabito arruinado. Los hogares, los muebles, las costumbres, los niños, las tierras cultivadas, la religión, la industria, la mayor o menor civilización de estas gentes, su vida, en fin, es aún para nosotros un secreto.

Hablo como vulgo, como humilde soldado; prescindo de lo que haya podido leer en otros tiempos acerca de este país, olvido completamente lo aprendido, desconfío de ello. Yo vengo aquí, como la generalidad de mis compatriotas, libre de perjuicios, desprovisto de datos, decidido a no subordinar mi criterio al ajeno, dispuesto a observar por mi propia cuenta, a creer solamente lo que vea y toque, a reflejar sencillamente aquello que me salga al paso, sea regla o excepción, mera apariencia o indubitable realidad.

Yo, por mi, no sé más sino que en España hubo moros durante setecientos años; que vivieron en mi pueblo nativo; que creían en Mahoma; que lo escribieron así sobre los muros de la Alhambra; que los Reyes Católicos los destronaron; que Felipe III los arrojó de la península, y que se refugiaron aquí, donde tenían su parentela. Recuerdo además que mi imaginación de niño se forjaba a los musulmanes y su vida y costumbres de un modo determinado y preciso, cuyos componentes eran: trajes blancos, talares, rostros atezados, ojos de fuego, barbas negras, lujosas armas, indolentes posturas, muelle existencia, voluptuosas danzas, techos calados, columnatas aéreas, blandos cojines, frescos patios, aguas bullidoras, silenciosas mujeres, humeantes pebeteros, aire cargado de terror y deleite, calor, silencio, puñaladas, caricias...

Averiguar si en pleno siglo XIX puede ser realidad corresponder a tanta poesía, tal es mi curiosidad en África, tal el empeño de mi imaginación, por más que mi corazón de español y de soldado persiga ideales más severos.

Ahora bien, cuanto llevo observado hasta ahora confirma mis ilusiones y esperanzas... ¡El misterio musulmán subsiste todavía, y mañana o pasado mañana, al dar vista al valle de Tetuán, empezará a hablar la esfinge sarracena!


Pero volvamos a lo presente.

Los moros siguen coronando los vecinos montes, y los indicios de un próximo combate son cada vez más seguros.

El general en jefe sale de su tienda con los anteojos en la mano; busca un punto que domina todo el espacio en que puede entablarse la acción, y se pasa veinte minutos estudiando la disposición del terreno, las idas y venidas del enemigo, su número y sus intenciones.

Entretanto, cunde por el campamento la noticia de que va a haber fuego; pero no cunde en son de alarma, ni rápida y atribuladamente, sino de un modo natural y sencillo, como si se tratara de que el tiempo amenazase lluvia.

Esta comparación es exactísima. Mirad, si no, a los soldados y a los oficiales consultando las montañas, como pudieran consultar la atmósfera. Casi todos han salido de sus tiendas, o avanzado a los parapetos, desde donde examinan el horizonte.

Los asistentes, sin que nadie lo mande, empiezan a ensillar los caballos; otros se apresuran a hacer el almuerzo, y algunos se frotan las manos con cierto gusto, adivinando que su capitán o su coronel pasarán todo el día fuera de casa, y que ellos, con motivo de tener que guardarla, se quedarán campando por su respeto. En cambio, otros, más guerreros que marmitones, abandonan el fogón y requieren sus armas, contando con que sus amos les permitirán tomar parte en la refriega.

En esto, el general en jefe ha formado ya juicio acerca del ataque que medita el enemigo y del plan más conveniente para rechazarlo.

Dos o tres de sus ayudantes parten con órdenes para los generales de cuerpo de ejército. En su consecuencia, uno se pondrá sobre las armas, otro permanecerá indiferente como si no hubiera acción; este adelantará fuerzas a tal altura; aquel las situará donde no las vea el enemigo hasta cierta hora, etc., etc.

Mientras tanto, los moros no pierden su tiempo. Largas y tortuosas hileras de blancos fantasmas se deslizan por entre las rocas y los árboles, fraccionándose en pequeños grupos; todas las alturas y laderas importantes son a arcadas por su extensísima línea semicircular; algunos jinetes con banderines corren por valles y cerros transmitiendo órdenes, y el Cuartel General, o como se llame entre ellos, se sitúa lejos del alcance de la fusilería, sobre un punto que domina el campo de batalla, y del cual no se moverá... hasta que lo echemos a cañonazos.

¡Atención! Nuestras cornetas empiezan a tocar llamada y tropa.

Ármase un verdadero remolino en los campamentos. Los soldados, revueltos y confundidos antes, corren en varias direcciones buscando su fusil y su manta.

No todos los cuerpos son llamados a las filas... Por eso cada uno tiene su contraseña de corneta, y al oír el toque todo el mundo pone el oído al viento...

-¡No es a mí!... -dicen algunos, sin alegrarse por ello, y tornando al grupo de los ociosos...

-¡Eso va conmigo!... -exclaman otros sin entristecerse...

Y corren hacia una muerte muy posible, sin decir «adiós» a sus compañeros.

Ya se ven muchas masas compactas y uniformes, alineadas del propio modo que sus respectivas tiendas... Las bayonetas relucen a sol, formando grandes cuadros de acero. Un silencio solemne ha sucedido al alboroto de la holganza.

Algunos coroneles y comandantes andan a caballo de un lado a otro, disponiendo el orden de salida de las tropas, eligiendo las que han de marchar delante y las que han de ir de reserva, designando su puesto a las guerrillas, situando los batallones de modo que se muevan y desenvuelvan desembarazadamente, y dando tiempo a los que no han comido el rancho de que tomen un frugal desayuno, con el fusil en una mano y la cuchara de boj en la otra.

La artillería, por su parle, monta los cañones sobre las mulas o engancha los tiros a las baterías de posición, y pasa una ligera revista de municiones. Los ingenieros cogen sus herramientas, para abrir caminos en caso necesario. Los facultativos se cuelgan sus grandes carteras, provistas de instrumentos quirúrgicos, hilas y vendajes. Alístanse los botiquines. Los capellanes sacan de su pecho la imagen del Crucificado. El dibujante afila sus lápices. El cronista escribe en su libro la fecha y la hora en que principia la nueva acción. Las camillas, en fin, son armadas en un momento. ¡Nada falta ya para dar principio al espectáculo!


Una hora después.

Son las doce y media de la mañana; hace un apacible y esplendoroso día de sol; la temperatura convida al esparcimiento por los campos, a las excursiones deleitosas, al amor y a la dicha.

El mar, el cielo, los húmedos y verdes prados, todo reverbera una plácida luz que predispone el alma al olvido de las penas ni a la esperanza de otros venturosos días...

Es la hora de pasear en Granada por la Carrera de las Angustias o de tomar el sol en el camino de Huétor, la hora de seguir por los bosques de naranjos de las Delicias de Arjona a las arrogantes sevillanas; la hora de lucir un caballo inglés por la Fuente Castellana de Madrid, o de buscar la soledad con una mujer querida, ya por la Ronda, ya por la Moncloa, dejando parada la berlina en alguna alameda melancólica y deshojada. Es la hora de salir de casa, limpio, paquete, rozagante, con el segundo cigarro del almuerzo entre los dedos, y la apuntación en el bolsillo de las visitas agradables que se pueden hacer. Es la hora, es la estación, es el día propio para recibir miradas de amor, o para acompañar a tiendas a la reciente esposa, o para llevar a los pequeñuelos al parterre del Retiro, o para tenderse perezosamente en solitarias praderas y colocar sobre la marchita hierba el libro predilecto o el pliego de papel blanco que ha de convertirse en una anacreóntica...

¡Oh Patria! ¡Oh, dulce nombre! Aire, luz y cielo que presenciasteis mis pasadas agitaciones; astros eclipsados en el horizonte de mi vida..., amores, esperanzas, entusiasmos, llantos y furores..., ¡heme aquí separado de vosotros por el mar, sin otra felicidad que la bárbara armonía de los combates, sin lágrimas en los ojos ni blandura en el corazón; sentado en la hierba de un suelo enemigo, cuya posesión tenemos que disputar con las armas a sus dueños; escribiendo estos renglones en mi álbum de viaje, en tanto que comienza una nueva lucha, y sólo dispuesto a comprender y elogiar la ira, la fuerza, el exterminio y la crueldad!...

Pero ya suenan los primeros tiros... Adiós, amigos... Hasta la noche... ¡Y perdonad al pobre soldado el que se haya acordado un momento de que es poeta!

A las ocho de la noche.

¡Adelante, por Cristo y por Santiago! ¡Estoy de un humor excelentísimo!... ¡Buena lección acaban de recibir los moros!

¡Oh, sí!... La jornada de hoy ha sido magnífica. ¡Y mejor aún será la que nosotros preparamos para dentro de un par de días! ¡Decididamente, los combates afortunados constituyen la verdadera alegría de la guerra!

Ahora son las ocho de la noche, es decir, hace dos horas y media que anocheció, y este es el momento en que regresa el general Prim a nuestro campo.

El incendio de algunas chozas próximas al campamento marroquí ha alumbrado la vuelta de nuestros victoriosos batallones, verificada con el mayor orden, a pesar de que emprendieron la retirada mucho después de anochecido.

Los pertinaces moros, que con tanto aparato vinieron a atacarnos esta mañana, han sido corridos por el bravo conde de Reus, que no los ha dejado descansar, llevándolos de monte en monte y de barranco en barranco hasta legua y media de nuestras avanzadas.

¡Y milagro es que tan pronto hayan vuelto nuestros batallones! Los soldados, cerca ya de anochecer, distinguieron el campamento enemigo como a media legua de distancia, y, lo mismo que en la batalla de los Castillejos, entraron en codicia de apoderarse de él...

Ha sido, pues, necesaria la experiencia de lo ocurrido aquel día para no ceder a la tentación y al deseo manifiesto de las tropas. Pero el conde de Reus oyó los consejos de su buen sentido, y, viendo que era de noche y que estaba muy alejado de sus trincheras y del camino que ha deseguir el ejército pasado mañana para ganar a Cabo Negro, despidiose con pena de aquellas blanquísimas tiendas cónicas que, por segunda vez en esta campaña, le convidaban al asalto, y tomó pensativo el camino de su tienda, a retaguardia de sus batallones, cuya vanguardia ocupaba siete horas antes, cuando iba en busca del enemigo.

Estas siete horas han sido de tribulación para los temerarios islamitas. Yo no los he visto huir ningún día tan desesperadamente como hoy. Mientras que la acción estuvo limitada a un tiroteo de guerrillas, la actitud de sus infantes y jinetes fue audaz y decidida como en todas ocasiones; pero desde que sonó el toque de ataque y los batallones de Arapiles y Llerena se lanzaron a todo correr en pos de ellos, cabilas y moros de rey, peones y caballeros, apelaron a la fuga, seguidos de nuestros bizarros cazadores.

¡Vive Dios que era un magnífico espectáculo! Por la primera vez veía yo a nuestras tropas atacar en masa... Figuraos seiscientos u ochocientos hombres, formando un cuadro perfectamente, moviéndose como un solo ser, corriendo sin descomponerse, subiendo y bajando a merced del terreno, y arrollando cuanto se opone a su camino... Hay momentos en que imagináis estar marcado, pues veis caminar la superficie de la tierra; otros en que os parece que el batallón va embarcado en un extenso trineo; otros, en fin, en que, al ver relucir y marchar tantas bayonetas hacinadas, recordáis las torres y catapultas de las antiguas guerras.

Dos han sido los batallones que han atacado de esta manera en la acción de hoy: Arapiles y LIerena,; los mismos que ya he mencionado. En la acción del día 10 ofrecieron, según me dicen, el mismo imponente aspecto los de Toledo y Castilla. Y, en una y otra acción, a voto de los oficiales extranjeros que van entre nosotros, nuestra infantería ha eclipsado a todas las de Europa por el orden, brío, ligereza y marcialidad del ataque.

¡Oh! ¡Si supierais cómo electrizan el alma y enardecen el corazón tales momentos! El vehemente alarido de las cornetas hace perder el juicio; los vivas a España y a cuanto la representa inundan el pecho de afectuoso y santo júbilo, los estampidos de la pólvora entonan y vigorizan los nervios; la carrera precipitada dilata, y enciende la sangre en las venas; la proximidad del enemigo anima al brazo de tal modo, que parece que vive y palpita uno hasta en la punta misma de su espada. Si vais a pie, a cada paso creéis haber hecho esclava vuestra a la tierra que dejáis atrás; si vais a caballo, se os figura que el noble bruto experimenta lo mismo que vosotros, y que ni siente la fatiga, ni el hambre, ni el castigo, sino que desprecia las balas y la muerte, se cree superior a toda resistencia, y no se ve en el campo de batalla otro peligro que la ignominia del ocio o la vergüenza, de la fuga...

¡Grato es cenar, por mal que se cene, después de experimentar todas estas cosas, y, en verdad sea dicho, no comprendo como estaba yo de mal humor esta mañana!... ¿Qué dicha mayor, para el que leyó febril y enternecido la Ilíada o la Jerusalén, el Robinsón o La Araucana, Los Lusiadas o la Conquista de Méjico, que ver presentes y vivientes aquellas empresas extraordinarias, aquellas lides con misteriosos ejércitos, aquellas aventuras de los paladines de Cristo en tierra infiel, aquellas luchas con la naturaleza y con lo desconocido, aquellos poemas, en fin, en que todo se sacrificaba a la gloria?

Pero os hablaba de cenar... Esto quiere decir que tengo mucha hambre, y que os escribo mientras allá guisan un potaje que, si lo vierais, os haría llorar, no comprendiendo que personas medianamente criadas lo consideren una especie de ambrosía, digna de los inmortales del Olimpo... Basta, pues, de música celestial, y acabemos por hoy.

Nuestras pérdidas han sido un muerto y cien heridos... Las del enemigo, tremendas. ¡Sólo la artillería les habrá hecho arrepentirse de su nueva intentona! Todos hemos visto caer nuestras granadas en medio de su caballería, haciendo rodar a hombres y bridones en espantosa confusión...

Recuerdo, en particular (por lo fantástico del asunto), un caballo blanco, herido y sin jinete, que ha estado toda la tarde de pie y sin moverse en lo alto de una colina... ¡Si vierais qué efecto hacía aquel pobre animal, inmóvil y como petrificado, sobre la redonda cumbre de la montaña, destacando su trágica silueta en los esplendores del crepúsculo! Parecíase a Pegaso, pronto a remontar su vuelo; o parecía más bien el monumento conmemorativo de una batalla perdida por algún gran pueblo, y recordé aquellos versos de Dante en que compara a Italia a un caballo ensillado y apercibido a la lucha, pero sin dueño que lo guíe a la victoria...

Mas sin querer vuelvo a la poesía... Tornemos a la realidad, y, pues que se tarda la cena, hablemos de otra cosa que os interesará mucho.

En el combate de hoy se han hecho tres prisioneros. A los tres los he visto, y a cuál me ha maravillado más.

El primero fue un adolescente, casi un niño; pero fuerte ya y recio como una encina de pocos años. Tres soldados le trajeron a la presencia del general en jefe, abriéndose paso con dificultad por entre un remolino de curiosos que se agolpaba a contemplarlo.

Venía herido de bala y de bayoneta; toda su vestimenta se reducía a un jaique que había sido blanco; su cabeza, descubierta y pelada, estaba materialmente bañada en sangre, y una de sus orejas colgaba sobre el hombro de una manera horrible.

Era mulato, pero de rostro bello y expresivo. La fortaleza de sus miembros y su atroz apostura sólo podían compararse a la inocencia de su límpida mirada y a la suavidad de su semblante infantil. Tendría, a lo más, dieciséis años.

El pobre mozo olvidaba sus hondas heridas en medio de la curiosidad infantil que le infundía nuestro campamento. Marchaba por su pie, con cierta impavidez indeliberada y sencilla, como si para él fuese cosa natural ver destrozado su cuerpo; y, lejos de quejarse, sonreía con gracia a nuestras tropas...

Ya cerca del cuartel general de O'Donnell, ocurriósele a un soldado que el prisionero debía de tener hambre, y le alargó una galleta, diciéndole en español, como si el marroquí hubiese de entenderlo:

-¡Anda, cómetela, que no tiene, nada malo!...

El joven musulmán no había esperado a que le instasen, y devoraba ya con ansia la galleta.

A mí me causó admiración y lástima, aquel inocente hijo de lobos, que a tan tierna edad se batía ya por su patria, con heroísmo, sufría el hambre con indiferencia, derramaba su sangre sin reparar en ello, penetraba por entre nuestras tiendas sin recelo alguno, y comía tranquilamente el pan del enemigo, bendiciendo acaso al que se lo diera.

Así llegó delante del general en jefe.

O'Donnell empezó por sonreírse benévolamente, como todo el mundo, al encontrarse enfrente de semejante militar.

-Pero, hombre, si esto es un niño -exclamó, volviéndose a su Estado Mayor.

El marroquí, entretanto, miraba a un lado y a otro, sin apartarse la galleta de los dientes.

-¿De dónde eres? -le preguntó el general por medio del intérprete Rinaldy, no menos niño que el prisionero.

-Nací cerca de Orán -respondió el mulato.

-¿Y han venido muchos contigo?

-Pocos -contestó el herido, mordiendo siempre la galleta.

-¿Y allá arriba? ¿Hay mucha gente? -preguntó O'Donnell, señalando al lugar del combate.

-Poca, muy poca.

-¿Y en Tetuán?

-Poca también.

-¡Vaya! -exclamó O'Donnell, sonriéndose-. ¡Aunque tan joven, sabes tu obligación!

-Te digo que hay poca -repitió el prisionero, sonriéndose a su vez.

-¡Nos es igual!... -exclamó graciosamente el conde de Lucena.

En seguida continuó:

-¿Tenéis muy lejos vuestro campamento?

-Cerca..., cerca..., cerca... -contestó el astuto moro, mirando hacia poniente, y como atrayendo los sitios con un ademán lleno de expresión.

-¿Y cómo se llama el general que os ha mandado hoy?

El marroquí vaciló un momento.

El intérprete repitió la pregunta dos o tres veces.

-Muley-el-Abbas, el hermano del Emperador -respondió al fin el joven, con visible respeto.

-¡Gracias a Dios que has dicho algo que sea cierto! -repuso O'Donnell-. Anda, y que te curen.

Y volviéndose a los soldados que lo habían traído:

-¿Quién cogió este prisionero? -preguntó afablemente.

-Mi general -dijo un cabo, terciando con gran respeto en el asunto-: primero lo hirió aquél, luego lo persiguió este, y por último le echó mano este otro.

O'Donnell mandó recompensar a los tres y volvió a la trinchera reposadamente.


Al segundo prisionero lo vi en el hospital de sangre. Tenía destrozado el muslo derecho, y debía de padecer mucho. Era un verdadero moro, esto es, un moro de novela. Su cabeza bellísima estaba pálida como la muerte. Sus ojos negros miraban con recelo y amargura. Sus dientes de marfil, apretados convulsivamente, no dejaban escapar ni el más leve grito. Tenía una hermosa barba, negra como el azabache, y vestía con cierto lujo: calzón blanco, ropón encarnado y jaique de lana un poco ceniciento. Su espingarda, también lujosa, estaba aún en manos del soldado que lo había herido y hecho prisionero.

Primero pidió agua y luego pan, alegando que no había comido hacía dos días.

Mientras le curaron la fractura del fémur miraba ansiosamente al facultativo, como significándole que le mortificase lo menos posible; y los soldados que asistían a esta escena (esperando a que enrasen a los moros para mostrar sus propias heridas) exclamaban con generosa naturalidad:

-¡No le haga usted mucho daño, que es un valiente!

El médico, por su parte, le sonreía con bondad; le enjugaba el sudor del rostro; le daba a oler sales vivificantes, y empleaba en la operación el mismo cuidado que si se tratara de un hijo suyo... ¡Fue tal esta escena, que el duro y salvaje prisionero sintió ablandarse su bárbaro corazón, y, cogiendo la mano del facultativo, se la besó repetidas veces!


El tercer prisionero era un anciano de blanquísima barba y austero semblante.

Venía agonizando, y la cura de la ancha herida que le atravesaba el pecho acabó de agotar sus fuerzas. ¡Tampoco se quejaba!

Una vez terminada la dolorosa operación, el viejo moro se envolvió en la manta con que lo cubrieron, y se acomodó en la camilla como un hombre que se dispone a dormir...

Poco después fue a preguntarle un intérprete si quería algo, y le encontró inmóvil y frío como una estatua. Estaba muerto.

Conque hasta mañana, que la sopa está en la mesa; o, por mejor decir, el potaje está en el suelo.

Día 13.

Lo pasamos racionándonos y disponiendo armas y bagajes para el ataque y paso de Cabo Negro.

La mar está tranquila, y nuestros buques han descargado ya sobre esta playa montes enteros de sacos de arroz, de cajones de galleta, de cajas de municiones y de fardos llenos de tocino, bacalao y otros preciosísimos artículos...

Decididamente partiremos mañana, antes de ser de día.

Imaginaos, pues, la doble expectativa de temor y curiosidad que nos agitará hoy a todos... Mañana va a romperse el enigma... Mañana, a estas horas ya habrán visto a lo lejos a Tetuán los que no hayan cerrado sus ojos a la vida en las fragosidades de Cabo Negro.

¡Tetuán!... He aquí la Atlántida que perseguimos hace dos meses; he aquí el término de nuestra peregrinación, he aquí la ciudad que se nos aparece en sueños todas las noches.

-Por Tetuán hallaremos el camino para volver a España -dicen unos.

-Por Tetuán ascenderá España a la cumbre de su gloria -exclaman otros.

-En Tetuán terminará la guerra -opinan algunos.

Tetuán o la muerte! -murmuran todos.

Considérese, pues, el afán que sentiremos por llegar a la cúspide de esos montes, por asomarnos al próximo valle, por fijar los ojos en la ciudad ansiada, en la ciudad prometida...

Aparte de esto (y aquí entra la parte de temor), el paso de Cabo Negro ha de ser disputadísimo. Los moros habrán conocido que anduvieron muy torpes en la defensa de Monte Negrón, y tratarán de remediar mañana su falta. Por otra parte, ahora no cuenta el general O'Donnell con un istmo de arena por donde pasar la artillería rodada y todo el ejército, valiéndose de estratagemas y simulados ataques; pues Cabo Negro se levanta como una muralla cortada a pico sobre el mar, y está adherido por el otro lado a Sierra Bermeja.

Será, pues, menester asaltarlo de frente, abrirse paso a viva fuerza, buscar el desfiladero más suave, construir un camino para la artillería..., y todo ello bajo el fuego del enemigo... ¡Es, ni más ni menos, el paso de las Termópilas; y los moros no son trescientos, como los espartanos que acaudilló Leónidas, sino millares y millares, que se aumentan diariamente!

¿Y después? ¡Después... lo desconocido! Desde que se pensó en esta guerra estamos oyendo hablar de legiones fabulosas de caballería árabe. Al salir de Ceuta se nos anunciaban doce mil negros de la guardia del Emperador. Al avistar el Llano de Castillejos va se nos había hecho esperar doble número, que por cierto no pareció por ningún lado, o que se convirtieron en infantes a causa del terreno. Y desde entonces hasta hoy, hemos llegado a oír hablar de veinte mil jinetes árabes, de treinta mil, hasta de cuarenta mil, contando a las cabilas y a los bereberes...

Nada de esto se ha realizado todavía... Dos mil o tres mil caballos: he aquí lo más que hemos visto hasta ahora siempre mezclados con numerosas huestes de infantería y batiéndose a tiros como ella...

Pero se dice que esto ha consistido en lo quebrado de las sierras, y que las grandes masas de caballería, la Guardia Negra, los belicosos jinetes del Riff, los nobles caballeros de Fez y de Mequínez nos aguardan reunidos en el anchuroso Llano de Tetuán, en número de treinta y cinco mil...

¡Treinta y cinco mil caballos! ¡Verdaderamente serán dignos de verse, sobre todo teniendo en cuenta los elegantes albornoces y gallardo cabalgar de los marroquíes!... Pero, ¡diablo!, ¿quién los resiste, aunque solo sean veinte mil.

-¡El cuadro! -responden tranquilamente los veteranos-. ¡El cuadro de Infantería!

Y todo es hablar de Isly, de las pirámides, de Alina, de Balaklava y de otras batallas famosas...

¡El cuadro! Pero este es otro problema. Yo os hablo con mi franqueza acostumbrada... ¿Mantendrán el cuadro nuestras tropas nuestros quintos de veinte a veintitrés años?

-Un solo soldado que flaquee; uno solo que deje brecha en la muralla de acero; una leve vacilación; un instante de perplejidad y bullicio, acaba con el cuadro y con cuantos se encuentren en él...

Esto dicen también los veteranos.

-El cuadro -continúan- es una apretada masa de hombres, que presenta cuatro caras de bayonetas, cuatro líneas de fuego. Una pieza de artillería ocupa cada ángulo. La música, la sanidad y los jefes se encierran dentro. Al aproximarse la caballería contraria se la espera a pie quieto. Si envuelve, si rodea completamente el cuadro, tanto peor para ella, con tal que nadie se mueva de su sitio. Si los enemigos se acercan por todos lados como desatados huracanes, se les deja llegar. Una vez vistos a tiro, la primera fila de cada frente se arrodilla, después de hacer fuego, y aguarda el choque con la bayoneta calada. La segunda fila dispara entretanto; y mientras esta carga, hace fuego la tercera por entre las cabezas de la segunda. Toda la caballería del mundo no es bastante a asaltar esta formidable fortaleza. Poco importa su número. Los primeros jinetes y caballos que ruedan por el suelo sirven de estorbo a los que vienen detrás, y a la segunda o tercera arremetida, ya se ha formado un parapeto de cadáveres alrededor del cuadro. Rara es la vez en que este llega a usar de la bayoneta; pero, aun en ese caso, si la infantería se mantiene firme, la misma violencia de los acometedores hace más segura su muerte, pues se clavan en el muro de acero de la primera fila, mientras que las otras los asan a boca de jarro. Ahora, ¡si flaquea una fila, si se entreabre, si no se llena instantáneamente el hueco que deja cada infante herido, si penetra un solo caballo enemigo dentro del cuadro, la turbación, el desorden y el tumulto sobrevienen en seguida; trábase un combate informe y desigual; mézclanse los combatientes de uno y otro bando, y la derrota de la infantería es inevitable, total, aterradora!

Ya veis si hay razón para estar impacientes y hasta preocupados. ¡Resistan nuestras tropas a esta última prueba, y la campaña de África es cuestión decidida y fallada en nuestro favor!

Hasta aquí los soldados han dado grandes muestras de arrojo y de impetuosidad... ¡Si su valor pasivo, o, por mejor decir, su confianza en la ciencia de sus jefes, raya a igual altura, podremos ir con ellos hasta el fin del mundo, abriéndonos paso por entre mares de hombres!


Revolviendo en la mente estas y otras conjeturas, vemos llegar la última hora de la tarde.

Ya están hechos los equipajes y repartidas seis raciones por cabeza.

Entretanto los ingenieros improvisan un puente de barriles sobre el río Azmir, cuya operación terminarán esta noche a la luz de la luna.

El general de Marina Bustillo (que ha reemplazado en el mando de la escuadra al general Díaz Herrera) se dirige en el vapor Vulcano a la rada de Tetuán, llevando a bordo al general Makenna, segundo jefe del Estado Mayor General del Ejército, a fin de reconocer la ría y llanura de Tetuán. Algunos cañonazos suenan allí, a los pocos minutos de doblar el Vulcano la punta de Cabo Negro; pero no tarda en regresar nuestro buque sano y salvo, después de cumplido su intento. El fuego de cañón que hemos escuchado lo ha sostenido con una batería que defiende la entrada de Río Martín.

El Estado Mayor y los ayudantes de los generales no cesan de llevar órdenes e instrucciones la todos los cuerpos.

Las tropas se municionan cuidadosamente, después de haber descargado y limpiado sus armas.

Compónense las camillas rotas; embárcanse los enfermos, aun los que ofrecen menos cuidado; provéense de nuevo los botiquines; alístanse las mermadas acémilas; inutilízanse las chozas y cuadras construidas durante la semana que ha permanecido aquí el ejército; desaparecen las cantinas y los fonduchos plantados por algunos impertérritos negociantes que han unido su suerte a la nuestra; échase doble pienso a los caballos; vístese de limpio quien tiene posibilidad de hacerlo, y, finalmente, acuéstase todo el mundo con la toilette de guerra: con la espuela calzada los jinetes; con la bayoneta al cinto los infantes.

La orden general es arrancar nuestras tiendas a las tres de la madrugada y pasar el río antes de que despunte la luz del día.




ArribaAbajo- XXVI -

Acción y paso de Cabo Negro.-Un aduar.-Divisamos Tetuán.


Día 14 de enero.

«Descendía ya el Abencerraje por la Cuesta de los Almendros, admirando la luz inmensa de aquellos horizontes interminables que se agrandan y multiplican a cada paso desde aquel punto. Deseaba ver Granada antes que el sol cayese del todo... La ciudad de las mil torres se presenta a sus ojos, como por encanto, toda entera. ¡GRANADA!, gritó el guía, agitando en el aire su sombrero. Aben-Hamet quiere hablar y no puede; dos torrentes de lágrimas obscurecen su vista; el sol se pone; el cañón de la fortaleza anuncia el fin del día; la ciudad va a cerrarse pronto.»


(CHATEAUBRIAND.)                


Hago el primer alto a un cuarto de legua del lugar en que hemos estado acampados estos últimos días.

El camino que he seguido hasta aquí corre por la misma orilla del mar, entre sus vívidas ondas y las inmóviles aguas de las lagunas del Azmir.

Apenas es de día.

El ejército está en movimiento hace cerca de dos horas.

Delante de mí distingo todo el SEGUNDO CUERPO (dieciséis batallones), marchando en ordenadas columnas. Pronto llegará a los primeros estribos de Cabo Negro.

Detrás de mí quedan el TERCER CUERPO y el de reserva, la artillería rodada, la caballería y los equipajes.

El general en jefe y su cuartel general pasan en este momento el puente de barriles de que ya he hablado. Los aguardaré aquí, donde estoy enteramente solo, en medio de una extensa playa, escribiendo sobre el arzón del caballo...

El día amanece claro y apacible; pero creo que lloverá esta tarde, según el color de algunas nubecillas.

En el suelo de esta desierta playa yacen tendidos de techo algunos soldados del SEGUNDO CUERPO, que se han quedado rezagados por serles imposible seguir la marcha... El color de su rostro basta a justificar su conducta. ¡Están atacados del cólera!

Y ¡qué lástima causa verlos, acostados cerca del camino; tapada la cara con el ros (como si se avergonzasen de su mala suerte y no quisiesen ser conocidos); reclinada la cabeza sobre el fusil (ya inútil), que tan cuidadosamente prepararon anoche; vencidos sin gloria; derribados antes de la lucha, y confiando en que los batallones que vengan en pos de ellos los recogerán y trasladarán a bordo de alguna nave!...

A propósito de naves, parte de nuestra escuadra ha emprendido también un movimiento paralelo al de las fuerzas de tierra, y se dirige hacia la ensenada de Cabo Negro, donde recibirá esta noche los heridos y el parte de la acción que hemos de reñir; cargamento de dolor y gloria que llegará mañana al amanecer a la madre patria.

Entretanto los moros han notado ya que avanzamos, y empiezan a correrse por las montañas de la derecha, también con dirección al sur...

¿Qué dirán al vernos caminar, ellos que ya deben de saber que siempre llegamos adonde nos proponemos? ¡Grande será su desesperación al darse cuenta de que ni los rudos temporales de estos últimos días, ni las privaciones que nos causaron, ni el cólera, ni tan repetidas luchas, han bastado a quebrantar el tesón de O'Donnell!

¡Cuán lenta..., sí, pero cuán segura, cuán irrevocable es nuestra marcha! ¡Siempre adelante! ¡Siempre ganando, terreno! ¡Aquí se esquiva una laguna, allá se domina un monte; ora se tienden puentes, ora se terraplenan cortaduras; ya se desecan pantanos, ya se remueven peñas de sus asientos seculares!... ¡Pero nunca un paso atrás! ¡Nunca la inacción ni la duda! ¡Jamás una derrota!

He aquí ya al general O'Donnell y a su Cuartel General, que se dirigen a indudable teatro de una nueva acción...

-Mucho va usted a tener que escribir hoy... -me dicen algunos al verme lápiz en mano.

Pronto los seguiré... Las guerrillas de la División Orozco, que empiezan a ocupar las primeras alturas, no nos llevan más que un cuarto de legua de delantera, y, al primer tiro, podré trasladarme allí de un galope, a fin de verlo todo por mis propios ojos.

Entretanto acabaré de bosquejar el cuadro de esta importantísima marcha.

La artillería, negra y pesada, con sus reatas de mulas cargadas de municiones, pudo al fin pasar también por el inseguro y larguísimo puente de barriles, que los ingenieros tienen que componer a cada instante.

Como escolta de la artillería, viene la primera brigada del TERCER CUERPO, mandada por el brigadier Cervino.

Las acémilas, es decir, los equipajes, adelantan asimismo por la playa. Tiendas, muebles, armas de repuesto, ropas; el vidriado, las ollas, las camas, las sillas y mesas de tijera, las maletas, los cajones de víveres, los sacos de cebada, los mazos de heno, los cartuchos, la pólvora de cañón, nuestro poder, nuestras riquezas, nuestro hogar, nuestra patria..., todo, todo ha sido levantado, todo cambia hoy de sitio; todo entra en acción, corriendo el azar de la lucha.

Dentro de un instante el famoso campamento de Río Azmir existirá únicamente en la historia. Ya solo se ven ir y venir por él algunos asistentes... Ya no debe de quedar nadie dentro, pues ha comenzado a arder la trinchera, y un círculo de llamas indica la demarcación de la que ha sido durante algunos días colonia militar española...

Pero partamos... ¡Acaba de romperse el fuego en las fragosidades de Cabo Negro, y el tiroteo es cada vez más nutrido!... ¡Dios proteja a los suyos!

Una hora después.

Vamos triunfando... ¡A lo menos, hasta ahora todo se declara en nuestro favor!

La División Orozco ha logrado penetrar por cierta cañada que da fácil acceso a unas medianas posiciones, desde las cuales podremos combatir más ventajosamente que esperábamos.

Este paso ha sido de una audacia increíble. ¡Figuraos que ha consistido en meterse en un laberinto de bosques y cerros, sin visible salida, dominado en todas direcciones por cordilleras más elevadas!

Es decir, que nuestro ataque se ha dirigido al corazón de la sierra, al foco del peligro, al amenazado desfiladero, en vez de pensar en limpiarlo antes de enemigos tomando las montañas de la derecha.

Esta inconcebible osadía ha dado los más ventajosos resultados, pues la cuestión queda ya reducida a cortar rectamente la sierra, a abrirse en dos caras desde su centro, y a atacar simultáneamente las alturas de la derecha y las de la izquierda.

Las de la izquierda son más fáciles de tomar por nosotros, y, sobre todo, de conservar, en atención que los enemigos que quedasen de este lado, al verse cogidos entre nuestros soldados y el mar, tendrían que refugiarse al llano de Tetuán, dejándonos dueños hasta de la Atalaya que se levanta al extremo mismo del promontorio.

Las de la derecha son escabrosísimas; están cubiertas de ásperos y obscuros bosques; se encadenan hasta una gran distancia con otras alturas sucesivas de Sierra Bermeja, y será necesario sostener hoy no sé cuántos renovados combates para quedar tranquilos por este lado...

Con todo, yo doy ya por cosa hecha el temido paso de Cabo Negro. ¿Cómo no, si estoy viendo trepar a nuestros soldados por entre setos y malezas, tanteando el terreno por todas partes, enseñándose unos a otros el camino, volviendo apenas el rostro para mirar al que cae atravesado por una bala, cobrando nuevo brío al ver correr sangre española, ocultandose a veces detrás de las peñas, surgiendo de pronto ante el enemigo con la formidable bayoneta relumbrando al sol, ardientes, impetuosos, penetrados de lo que están haciendo, del objeto de la operación, de la idea del general y del éxito seguro de la empresa? ¿Cómo no, si la bandera española empieza a correr de colina en colina, y si cuando dejo de verla un momento, es para distinguirla más allá, sobre un monte elevado, donde la saludan marciales himnos y la aclaman vivas arrebatadores?


He hecho un nuevo alto, a fin de apuntar detalladamente en mi cartera el cuadro que tengo ante la vista. Hay lugares y acontecimientos que no quiero fiar a la memoria, pues nuevas impresiones los eclipsarían o harían palidecer, y, cuando a la noche tratara de recordarlos, habrían ya perdido aquel color, aquella animación, aquella luz en que consisten la verdad y la elocuencia de ciertos espectáculos. Así es que, muchas veces prefiero dar, aunque desaliñados, los rápidos bocetos escritos con lápiz en presencia de los sucesos, a transmitir luego sosegada y ordenadamente débiles reflejos de una claridad medio extinguida.

Oídme, pues; observad, sentid y reflexionad conmigo en el interesante lugar a que he llegado hace un momento...

Estamos en la cañada de que ya he hablado; en la entrada de Cabo Negro, y a nuestro alrededor se elevan corpulentos montes exuberantes de vegetación, que ocultan y sombrean varios hogares africanos... Es decir, estamos en medio de un aduar, hemos penetrado ya en los escondidos lares de algunos moros; hemos sorprendido el secreto de sus apartadas viviendas... Para muchos, esta primera avanzada de la población marroquí, esta pobrísima cortijada, esta aldehuela miserable, carecerá de importancia y de encanto. Para mí, que vivo de ilusiones, como suele decirse; que veo visiones, según otra frase vulgar, este asilo de una tribu de pastores árabes ofrece más interés, más belleza, más poesía que todas las capitales de Europa.

Ya, antes de penetrar aquí, algunos pedazos de tierra cultivada en las laderas más suaves de los cerros me indicaron la cercanía de país habitado; después, un alborozado relincho de mi buena África, me dio a entender que había olido algo semejante a su bello ideal, o sea a una cuadra abrigada y cómoda; por último, al revolver una ligera colina, me encontré con este primer nido de moros, con este primer cubil de panteras...

Como supondréis, todos sus habitantes han huido. Los fuertes varones quizá guerrean allá arriba en este instante. Las hembras y los niños, con los ganados y lo más indispensable del ajuar, emigrarían a las fragosidades de Sierra Bullones, desde que el ejército cristiano asomó por encima del Río Azmír. Aquí quedan tan solo doce o quince cabañas de grandes dimensiones, construidas con cañas y ramaje, y apoyada cada una en sólido muro de piedra y lodo.

En medio de ellas tiénese aún de pie un viejísimo Morabito, igual al del Otero y al de los Castillejos; especie de ermita o mausoleo edificado hace muchos siglos; que atrajo después a su alrededor a alguna familia errante de pastores; que dio carácter religioso y acaso nombre a esta exigua población, y que hoy se hunde, coronado de hiedra y de flores campesinas, entre el respeto de los que nacieron a su sombra.

Cerca de él, y en el centro de una pequeña explanada, hay un pozo con su alto brocal de piedra y una gran pila o abrevadero. El agua del pozo casi se toca con la mano, y el brocal, aunque tosco por la materia y por la forma, no carece de cierta elegancia. Tiene algo de clásico, de monumental, de bíblico. Un artista inspirado no lo pintaría de otra manera al trazar el cuadro de Rebeca y Eliezer.

Dentro de las chozas no ha quedado ningún objeto que responda a mi curiosidad de ver o adivinar la vida doméstica de los moros. Sólo algún zarzo de cañas, cubierto de largas pajas de cebada, constituyendo un lecho; algún cesto de palma, que habrá sido pesebre, y varios cántaros rotos, de barro cocido y de la forma más común en Andalucía, además de huellas recientes de ganado lanar, de camellos, de bueyes y de asnos, revelan que hace pocas horas moraban aquí en paz unos sencillos labriegos y pastores, cuya sangre habrá ya regado tal vez la verde sierra en que se criaron...

Pero la belleza efectiva de este paraje no reside en sus accidentes y pormenores, sino en su gracioso y pintoresco conjunto. Es necesario abarcar de una sola mirada y en un solo pensamiento el ruinoso Morabito, a la vez templo y sepulcro; las prolongadas y parduscas viviendas, que parecen arrancadas de un paisaje de Lacroix; el solitario pozo y la extensa pila, rodeados de humedad y de frescura; los corrales, demarcados con frágiles setos de entretejidas ramas; los escasos frutales, deshojados por el invierno, que se levantan entre las diseminadas chozas; los salvajes alcornoques, que obscurecen y cubren de terror y de misterio las ásperas laderas; el reducido pedazo de cielo azul que cobija esta cañada; el sol matutino que penetra hoy en el abandonado aduar, tan gozosa y apaciblemente como en los pasados días de tranquilidad y ventura; la intensa luz que se proyecta sobre las cabañas; las largas sombras que quedan detrás; el vago claroscuro del interior de ellas; la falta de lontananzas; el silencio de aquí; el estruendo del combate, que sigue rugiendo allá arriba; esta soledad; aquel tumulto; las desiertas comarcas que hemos atravesado hasta ahora; el asomo de población, de sociedad, de familia, que ya nos sale aquí al paso..., es menester, digo, considerar todo esto a un mismo tiempo y condensarlo en la imaginación, para sentir y comprender sus indefinibles encantos.

Yo, a lo menos, al escribir en mi álbum de viajero estas incoherentes frases; apoyado en el rudo brocal del benéfico pozo que tantas veces habrá templado la sed de las caravanas; de pie sobre esta tierra que acaban de abandonar los que la llamaban suya y se la agradecían al cielo, viendo a mi caballo apurar el agua que algún árabe depositó en esa pila, y en que hace algunas horas bebió su ágil trotón que se deja atrás el viento; mirando allá, silencioso y mustio, un perro fiel echado a la puerta de aquella choza que guarda aún el calor de la tribu fugitiva..., yo, repito, no puedo menos de recordar mil solemnes escenas del Antiguo Testamento, los viajes extraordinarios por olvidadas regiones que leía o proyectaba en mi niñez, las mágicas leyendas de nuestro inmortal Zorrilla, y, sobre todo, aquellos versos de Espronceda, que tanto han hecho soñar a los adolescentes de mi tiempo:


   Distante un bosque sombrío;
El sol cayendo en el mar;
En la playa un adüar,
Y a lo lejos un navío
Viento en popa caminar...


Pero esta parada se hace larga, y nuevas tropas nuestras llegan a interrumpirme... Es el TERCER CUERPO de ejército.

Dejemos el Arte, y volvamos a la guerra. La tempestad arrecia sobre esas cumbres, y muy pronto nuestras guerrillas darán vista a la llanura de Tetuán.

¡No quiero ser de los últimos que saluden la ciudad codiciada!... ¡Adiós, pues, hasta dentro de una hora!

A las nueve de la mañana.

Todavía no hemos dominado completamente la complicada y abrupta cordillera; todavía no hemos podido llegar a sus últimas cumbres y extender nuestra vista por el llano.

¡Y eso que cualquiera diría que todos los soldados se hallan poseídos, como yo, de un afán de poetas, de una curiosidad de viajeros! ¡Tal es su impaciencia por divisar Tetuán!...

¡Qué ardor, qué vehemencia en el ataque! No parece sino que la acción de hoy se da más bien por el gusto de ver un horizonte nuevo que por tomar una fuerte posición al enemigo.

Ya falta poco. Los moros huyen de cerro en cerro, batiéndose en retirada... ¡Un esfuerzo más, y estamos al otro lado de este formidable promontorio!

-¡Cobardes, cobardes! -oigo gritar a nuestras tropas, que ven huir a los marroquíes...

¡Inocentes! debieran decir. Esta belicosa raza está dando hoy muestras de su completa impericia militar. ¡Cualquier guerrillero de Europa, con un solo batallón, hubiera disputado días y días el paso por tan quebrado monte a los ejércitos de Jerjes, lo cual no es negar que nos esté costando mucha y muy preciosa sangre cada colina que conquistamos! ¡Ah! Sí... ¡A la sombra de esos corpulentos matorrales gimen ya o duermen el sueño eterno cien denodados Españoles...

Pero la corneta vuelve a tocar ataque...

¡Ah, valientes! Los dos batallones de Castilla y el de Cazadores de Simancas se lanzan de nuevo a la carrera... ¡Sigámosles!...

¡Oh gloria! ¡Ya arremeten a la última posición..., a la cumbre más elevada!...

¡Arriba! Arriba! Llegó el decisivo momento!


Ya diviso las agrias y colosales crestas del gigantesco Atlas... La nieve cubre entretanto sus umbrías, y, por consiguiente, la descomunal espalda del Titán aparece rayada de blanco y negro como la piel de una pantera... Ya veo, ya mido el espacio y el aire que median entre las dos sierras, cuyas aguas descienden al valle de Tetuán... Ya empiezo a distinguir la nebulosa explanada que se extiende del otro lado del Río Martín, llamado por los moros Guad-el-Jelú.

Un paso más, y...

Pero fuerza es detenernos otra vez... ¡Nutridísimo fuego vuelve a estallar en todas partes!... Es el esfuerzo supremo de la desesperación...

¡Ah! ¡Cuánta sangre generosa enrojece nuevamente la tierra!


¡Adelante! Los vivas de nuestros soldados ahogan el estruendo de los mil tiros y de los mil lamentos que resuenan por todas partes...

Dos o tres banderas españolas ondean en señal de triunfo en medio de las balas...

¡Oh! ¡Aquellos han llegado ya!... ¡Tetuán y su campo han aparecido ya a la vista de algunos de nuestros cazadores!...

-¡Viva España! ¡Viva la Reina! -gritan locos de entusiasmo.

-¡Camillas! ¡Camillas! -repiten en tanto lúgubremente los de la derecha.

¡Desgraciados! ¡Caer en el último momento! ¡Caer a dos pasos del término de sus afanes! ¡Cerrar los ojos a la vida cuando ya se entreabría el horizonte mostrándoles el anhelado premio de sus trabajos!

Mas ¿quién repara en un hombre más o menos en el momento que la patria resucita? Allá, en las cumbres más excelsas de Cabo Negro , resuena la Marcha Real... Nuestros cañones disparan ya sobre el Llano... El horizonte se cubre todo de humo denso...

¡Arriba! ¡Arriba! ¡Un minuto más, y venga después la muerte!


¡TETUÁN!... El Llano, el Río, el Mar, la Aduana, Fuerte Martín, otro río..., otro aún..., huertas, quintas, aduares.... la torre de Geleli, la Alcazaba.... ¡todo ha surgido de una vez ante mis ojos!

¡Todo, todo lo abarco de una mirada! ¡Todo se dilata bajo mis pies! ¡Todo lo encierro entre mis brazos cuando los tiendo hacia la llanura, murmurando en lo íntimo de mi alma!: ¡Gracias, Dios mío!

La ciudad no se descubre completamente; pero allá se ven sus torres... ¡Allá está medio escondida y como sepultada en los verdes cojines donde se recuesta!

Unas suaves colinas, adelantandose por en medio de la llanura, sirven como de almohada a la muelle deidad. Solo se distingue su almenada frente, reclinada sobre un blando collado... El resto de su hermosura queda púdicamente escondido en las ondulaciones del terreno.

¡Pero es ella! En torno suyo agrúpanse jardines y casas de campo, artilladas torres, verdes y pintorescos cercados llenos de árboles, dilatadísimas vegas, tres refulgentes ríos; toda la pompa y magnificencia de una ciudad soberana.

¡Es ella! Montes altísimos la guardan por todos lados, y, adormecida dulcemente a la cabeza del extenso valle, parece presidir desde su trono el esplendoroso espectáculo que ofrecen la llanura, la ría, el mar y los gigantescos promontorios que forman su anchurosa rada.

Al llegar a este punto, mil escenas análogas acuden a mi memoria y exaltan mi fantasía.

Ya recuerdo el momento en que los israelitas avistaron la Tierra de Promisión después de su largo destierro; ya aquel otro en que Atila asomó con sus hordas bárbaras por la cumbre de los Alpes y detuvo su caballo para contemplar las fértiles llanuras de la Italia que se extendía a sus pies; ya el instante en que los indios descubren la gran pagoda de Jagrenat, después de un largo viaje en que les habían servido de guía los blancos huesos de los millares de peregrinos muertos en anteriores expediciones; ya la alegría con que los mahometanos, después de una peregrinación de ochocientas o mil leguas, divisaran las torres de la Meca o de Medina, que tantas veces se les aparecieron en sueños...

Pero la verdadera imagen de mi gozo, de mi entusiasmo y alegría, no debe buscarse en ninguna de esas religiones. Un gran poeta, Torcuato Tasso, los ha descrito inmejorablemente en su Jerusalén libertada, cuando los cruzados dan vista a la sacrosanta ciudad:


   Ali ha ciascuno al core ed ali al piede,
Nè del suo ratto andar però s'accorge:
Ma quando il sol gli aridi campi flede
Con raggi assai ferventi, e in alto sorge,
Ecco apparir GERUSALEM si vede,
Ecco additar GERUSALEM si scorge:
Ecco da mille voce unitamente
GERUSALEM salutar si sente!


¡Ay! ¡Cuantos, cuántos compatriotas nuestros salieron de Ceuta ansiosos de descubrir a Tetuán, y han quedado enterrados en el camino! ¡Cuántos que ven desde aquí la ciudad no penetrarán dentro de sus muros!

Yo no me canso de mirarla... Una leve niebla, que se alza perezosamente del húmedo llano, empieza a ocultarme su poética imagen... Diríase que un blanco albornoz morisco envuelve a la bellísima sultana...

Ni sé cómo describirla para que la veáis, para que os la imaginéis tal cual es, con sus montes y sus campiñas, con su cielo y su arbolado, con su ambiente fantástico sus vivísimos colores...

Mas ¿qué dudo? ¿Visteis a Granada desde las alturas de Fajalauza? ¿Leísteis, a lo menos, El último Abencerraje y la descripción que hace allí Chateaubriand de la Damasco de Occidente? ¡Pues Tetuán es Granda!

La llanura, los términos de su horizonte, su colorido, su aire, su luz, la comarca en conjunto, todo recuerda completamente la vega granadina. El mismo verdor obscuro, igual lujo de frutales, idénticos caseríos en el campo... !Ah! La ilusión es completa. El atlas es Sierra Nevada; Cabo Negro es Sierra-Elvira; Sierra Bermeja y la Torre de Geleli representan las alturas de la Alhambra; esos tres ríos son el Darro, el Genil y el Beiro...

Pero deliro efectivamente. Demos de mano a las comparaciones y exageraciones poéticas, y oíd la descripción real y positiva del cuadro que hemos descubierto al asomarnos a esta montaña.

Sabéis desde luego que nosotros llegamos a la llanura por en medio de uno de sus lados. A la izquierda, y como a una legua de aquí, está el mar. A la derecha, y a la misma distancia, se encuentra Tetuán, a la cabeza, por decirlo así, se encuentra Tetuán, a la cabeza del valle, aunque bastante inclinado al sur. Desde Cabo Negro a los montes de enfrente habrá unas tres leguas, y atravesados en este intermedio, corren los tres ríos de que he hecho mención. Uno de ellos, que debe de ser el Martín, desemboca en el mar, allá, lejos, por una anchurosa y potente ría. De los otros dos, el uno, pobre y humilde, da sus aguas al Martín cerca de la Aduana, y el otro, algo más rico y mucho más sobarbo, se comunica directamente con el mar, al que rinde tributo no lejos de este promontorio. Por lo demás, el centro del llano y mucha parte de su zona oriental están cuajados de pantanos y lagunas; ya francas y limpias como lucientes espejos, ya repletas de hierbas que apenas asoman a flor de agua.

En el mar no se ve ni un solo barco. Fuerte Martín se distingue allá como un fantasma parado en medio de la playa. Cerca de él se divisa otro edificio más pequeño, también sumamente blanco, y que llaman el Almacén. Media legua más arriba veo la Aduana, solitaria, espaciosa, mirándose en el Martín o Guad-el-Jelú. Por todos lados elévanse corpulentas pitas, mucho mayores que cuantas recuerdo haber visto en los reinos de Valencia y de Granada. Subiendo aún más por el llano, y cerca ya de las montañas, encuéntranse bosques espesísimos, que desde aquí parecen de naranjos, y entre ellos vense asomar cien pintorescas quintas, o, como si dijéramos, cármenes al estilo de mi tierra. Después empiezan las huertas, los cercados, los brazales, las acequias, los cañaverales apretados, los caminos llenos de sombra, los setos insuperables, todo lo cual constituye las afueras de la escondida ciudad. Por último, cerrando esta decoración al mediodía, álzase el Atlas, descomunal cordillera que estoy citando a cada momento, y que, así por su renombre como por su importancia real, describiré detenidamente cuando la vea a menor distancia.


Mas ya que vemos tanto, bueno será que nos dejemos ver un poco. Quiero decir, bueno será que nos imaginemos lo que se dirá de nosotros al vernos asomar por esta altura. Para ello bastará con que nos pongamos en el caso de los habitantes de este territorio. Dos meses van a cumplirse desde que principió la guerra. Durante este tiempo habrán llegado a Tetuán mil contradictorias noticias acerca de lo que ocurría al otro lado de Cabo Negro. «Los españoles avanzan», dirían unos. «Los cristianos han sido derrotados» dirían otros. «Ya se acercan»... «Ya retroceden»... «Van a morir de hambre...» «No pueden proseguir...» Todo esto se habrá contado al día siguiente de cada combate... ¡Y los pacíficos moradores de la ciudad y de su llanura habrán abrigado alternativamente temores y esperanzas!...

Hoy ya sabrán a qué atenerse. Esta mañana oirían los primeros tiros a la entrada del valle; después verán huir sus tropas; luego habrán distinguido nuestra bandera en la cumbre de los montes, y ahora escucharán nuestros gritos de triunfo y nuestros himnos de gloria, percibirán nuestras relucientes bayonetas que relumbran en las cúspides más elevadas, sentirán el largo trueno de nuestros cañones, y comprenderían, en fin, que hemos vencido siempre, que hemos vencido hoy, y que nada ha podido ni podrá detenernos...

¡Cuál será, pues, el susto, la tristeza, la desesperación de los vecinos de Tetuán! ¡Cuanto les impondrá nuestra aparición inesperada! ¡Qué grandes y poderosos figuraremos en su imaginación! ¡Qué impotente y desgraciado les parecerá su ejército! ¡Cómo exagerarán la tribulación y el infortunio que les traemos con nuestras armas!

Mas no por eso os figuréis que ha penetrado el desaliento en las huestes enemigas... Yo hablo solamente de lo que dirán los ancianos, las mujeres y los niños. En cuanto a los guerreros marroquíes, pertinaces y tercos como nunca, pugnan todavía y pugnarán hasta última hora por rechazarnos, o, cuando menos, por cobrarnos muy caras nuestras victorias.

¡Y, si no, ahí los tenéis aún, escalonados en las colinas descendentes que van a morir en la llanura! Miles de ellos corren de un lado a otro, luchando con el tesón de siempre... De cada bosque, de cada barranco sale una lluvia incesante de mortífero plomo. El combate está muy lejos de haberse concluido.

Pero, así y todo, compadezcamos una vez más a nuestros inocentes adversarios. Los infelices no desconocían la importancia militar de Cabo Negro..., no. Lo que acontece es que no han sabido aprovecharla. Fijemos, si no, la atención allá abajo, y veremos un Reducto construido en toda forma... Pero ¿dónde? ¡Sobre la llanura! ¡En verdad os digo que no se comprende torpeza semejante! ¡Nos ceden el paso al través de media legua de pavorosos desfiladeros, y acumulan sus medios de resistencia en la salida de la tremenda garganta, en una suave colina dominada por todas partes, en el último escalón del monte, donde el terreno no les presenta ya punto alguno a que retirarse en el caso de ser rechazados!... ¡Qué obcecación tan inconcebible!

Por lo demás, el Reducto es de primer orden, pues tiene su parapeto de tierra y árboles y sus aspilleras perfectamente colocadas. En este momento lo ocupan unos cien moros de a pie, y en torno suyo giran como quinientos jinetes, al parecer muy ufanos de tan risible fortificación...

¡Pronto verán el caso que hacemos de ella! Nuestros ingenieros se ocupan en allanarle el camino a la artillería, y dentro de un rato podremos continuar desahogadamente el ataque hasta bajar a la llanura.

En ella nos aguardan numerosísimas huestes de caballería mora..., pero no aquellas fabulosas legiones de que nos habían hablado. Sin duda se habrán quedado de reserva para otro día.

En esto, ya han dado vista al llano por todas partes los restantes batallones del SEGUNDO CUERPO, el general en jefe y su cuartel general. El TERCER CUERPO, que forma hoy la retaguardia, empieza también a invadir estos montes, viniendo a su frente el general Ros de Olano, que se hallaba enfermo a bordo de un vapor, y ha dejado una vez más el lecho en que le retienen sus pertinaces dolencias, para montar a caballo y buscar al enemigo.

Ocupan la extrema izquierda, o sea la altura que linda con el mar, los Cazadores de Figueras, mandados por el comandante Don Francisco Anchorena; sigue el segundo batallón de Castilla, con su jefe, D. Antonio Archeaga, y a continuación se encuentra el primero de Córdoba, y a su frente el coronel comandante don José Claver.

En la derecha se han establecido los batallones primero de Saboya, con su jefe, el coronel Santa Pau; el segundo de Córdoba, al mando de su coronel, D. Vicente Vargas; el de Cazadores de Simancas y el de Arapiles, con sus respectivos jefes, D. Joaquín Cristón y D. Romualdo Crespo, y el primero de Castilla, mandado por su comandante D. Alejandro Villegas.

Cada uno de estos cuerpos ha necesitado para llegar adonde se encuentra sostener una porfiada lucha, y dos de los citados jefes, Crespo y Villegas, han mezclado su sangre con la de los soldados. Mas no por esto dejan de estremecer el aire los himnos patrióticos, ni es menor el orgullo y la alegría con que se celebra la primera parte de la victoria de hoy...

Y digo la primera parte, porque todo empieza a indicar que la lid va a recrudecerse con mayor violencia.


El primitivo ejército moro, que, después de combatirnos en el Serrallo y la Concepción, ha venido flanqueándonos desde los Castillejos; el mismo que hemos visto siempre acampado cerca de nosotros; el que nos ha seguido como una sombra por Monte Negrón, las alturas de la Condesa, y Río Azmir, atacándonos todos los días pares de este mes, a contar desde el 4; ese ejército, digo, principia a asomar por las últimas cordilleras de nuestra derecha. Esta mañana levantaría su campo al ver que nosotros levantamos el nuestro; pero, sea que los moros hagan esta operación con más lentitud que nuestros soldados, sea que hayan traído peor camino, ello es que las huestes acaudilladas por Muley-el-Abbas llegan tarde para ayudar al otro ejército moro que nos esperaba hoy en Cabo Negro, y que tan fácilmente hemos derrotado.

Y digo que el refuerzo llega tarde, porque nuestros ingenieros han tenido ya tiempo de construir trincheras en los puntos más descubiertos de nuestra línea, y la cien veces benemérita artillería de montaña ha penetrado por intrincados laberintos y subido por ásperas laderas hasta situarse en posición ventajosa, dando cara a los enemigos...

Para esto (¡asombraos!) ha sido menester transportar algunos cañones en hombros de los mismos artilleros. ¡Acabo de verlo, y apenas me atrevo a escribirlo, temeroso de que no lo creáis!...

Mas ya se rompe el fuego por la derecha entre las nuevas fuerzas moras que entran en acción y la segunda división del SEGUNDO CUERPO, a cuyo frente marcha el general Prim, con su cuartel general.

Sigámosle.


Su llegada no puede ser más oportuna. El enemigo, en crecidísimo número, trataba de forzar nuestras posiciones y sostenía un fuego certero y nutrido que nos causaba muchas bajas; pero la primera acometida de nuestros batallones le obliga a retirarse al segundo estribo de la cordillera.

Allí se rehace aceleradamente, empeñando un nuevo combate que dura más de media hora... En él luchan con sin igual denuedo los soldados de Simancas, Chiclana, Arapiles, Alba de Tormes, Córdoba, Saboya, Toledo y Princesa; es decir, menos de seis mil hombres (que tan mermados están ya estos valerosos cuerpos) contra cuadruplicadas fuerzas, esto es, contra todo el ejército que Muley-el-Abbas mandaba anteayer tarde frente a las lagunas del Azmir. El segundo estribo es tomado como el anterior.

Pero aún ofrece la cordillera a los pertinaces marroquíes un tercer accidente en que situarse para volver a la carga. Detienen en él su precipitada fuga, y, reforzados ahora con un considerable número de caballos, que ya pueden maniobrar, por ser estas laderas más suaves, intentan sostenerse y hasta piensan en atacarnos... ¡Verdaderamente, tan indómito valor es digno de alabanza!

Por tercera vez son rechazados y puestos en dispersión. Nuestros soldados pisan ya la tierra en que los imprudentes circuncisos los desafiaban hace pocos momentos, y el general D. Enrique O'Donnell, que ha cargado bizarramente a la cabeza de un batallón, desciende al fin a una especie de meseta avanzada sobre el llano, donde puede jugar fáci1niente la caballería...

Entonces consulta el conde de Reus con el de Lucena, y queda decidido dar un ataque combinado de las dos armas, en el caso de que los moros pretendan asaltar esta última posición, tan valerosamente adquirida.


La ocasión no tarda en presentarse. Una verdadera nube de enemigos, compuesta de infantes y jinetes revueltos en horrible confusión, avanza con salvajes alaridos y feroces demostraciones contra la descubierta meseta...

El general Prim los deja aproximarse y llegar a medio tiro de fusil... Entonces, y solo entonces, resuena en nuestra línea un multiplicado toque de ataque general, que repiten todas las cornetas de infantería y de caballería, y los escuadrones de Villaviciosa y de Húsares de la Princesa salen al escape de sus caballos por la derecha y por la izquierda, en tanto que los batallones de Simancas, Toledo, Princesa, Saboga y Chiclana se lanzan a la bayoneta con su ímpetu acostumbrado.

El enemigo, aunque tan superior en número, ni siquiera intenta resistir esta formidable acometida. ¡Desde que oyó resonar las cornetas volvió grupas atribuladamente, y allá corre por el llano con dirección a Tetuán, dejando en nuestro poder sus infantes heridos, que no quieren rendirse y mueren a hierro, maldiciendo y peleando!

Rápido, enérgico, brillantísimo ha sido este momento de la acción. El general en jefe, que tan impasible contempla los más solemnes espectáculos, se ha dejado arrebatar, como todos, por el movimiento de nuestras tropas, y, metiendo espuelas a su caballo, ha pasado por entre los batallones, bajo un diluvio de balas, gritando en medio de la refriega:

-¡Viva la infantería española!

A esta exclamación, y al entusiasta saludo con que la acompaña, responden mil y mil ecos gritando:

-¡Viva el general en jefe! ¡Viva O'Donnell!

Entonces el caudillo se descubre, y contesta... lo que ha contestado siempre en África al oírse vitorear:

-¡Soldados, viva la Reina!

Entretanto, el famoso Reducto de los enemigos ha caído en poder del general Ros de Olano, quien ha cargado con el regimiento de Albuera, hasta llegar a la llanura, desalojando a los moros de sus últimos parapetos...

Cabo Negro está vencido.


¡Ah, nos parece un sueño! ¡Se acabaron las sierras! ¡Se acabaron las luchas desiguales y alevosas!

Cerca de dos meses ha tardado nuestro ejército en batir veinte leguas cuadradas de monte, pero ya ha dado fin tan espantosa tarea. ¡Treinta o cuarenta mil enemigos han sido ojeados, expulsados o muertos en los barrancos y malezas de tan agrestes montañas!... ¡Qué estupenda, qué grandiosa, qué descomunal cacería!

Mañana podremos descender tranquilamente a ese llano; correr en nuestros caballos por esas praderas; pasear, esparcirnos; vivir con libertad y desahogo...

¡Ah! Sí...; pero, entretanto, aun hemos de pasar una noche en la cumbre de estas montañas (atrincherados convenientemente y prevenidos contra cualquier sorpresa), y cata aquí que, aprovechando la ocasión, las densas nubes que nos han acompañado en tan larga y fatigosa travesía vienen a despedirse de nosotros, sin duda para que no olvidemos los buenos ratos que nos han dado en estas sierras.


Llueve a mares. Nuestras tiendas se plantarán, como siempre, sobre charcos de agua; y cuando nos preparábamos a comer y a descansar después de un día entero de dieta y de combate, tenemos que empezar a luchar con la lluvia y con el viento.

Es más, ni los equipajes ni las tiendas asoman todavía por ningún lado... ¡Bonita noche nos espera, en lo alto de un promontorio, a seiscientos metros sobre el mar, luchando con un temporal deshecho, y acaso, acaso, sin cama ni albergue!...

Tengamos paciencia..., y hasta mañana.

¡Ah! Se me olvidaba deciros que el aduar por donde hemos pasado hoy se llama Medik...

Así acaba de asegurármelo un antiguo desertor del presidio de Ceuta, que hoy nos sirve de guía.

En mi tienda a las diez de la noche.

Hace cuatro horas me despedí de vosotros hasta mañana, y tal mañana no ha llegado todavía. Sin embargo, cojo otra vez la pluma para daros las buenas noches antes de acostarme, y deciros que, gracias a Dios, llegaron nuestras tiendas y equipajes un poco antes de obscurecer.

Mi cama se ha mojada mucho en el camino... Pero ¿qué importa, si ya me he secado en una hermosa hoguera, acabo de cenar como un rey y tengo un sueño que envidiaría un bienaventurado.

¡Solo sigue preocupándome una cosa, y es el afán de adivinar lo que estarán diciendo a estas horas en la ciudad vecina al ver las hogueras de nuestro campo!

¡Imaginémonos el efecto que producirán estas mil luces, tachonando el crespón de una noche tan tenebrosa!...

Cabo Negro parecerá inmenso catafalco cubierto de enlutadas cortinas y coronado de antorchas funerales.

-¡Madre, madre!... -preguntarán los niños a las siervas de los moros- ¿Qué iluminación es aquella?

-¡Calla, hijo mío! -responderán las angustiadas mujeres-. ¡Son los cristianos!

¡Y el humillado musulmán, que restaña la sangre de sus heridas de hoy para volver mañana a la lucha, rechinará los dientes en las tinieblas al oír el nombre de sus mortales enemigos!




ArribaAbajo- XXVII -

Un paseo por el llano


Cabo Negro, 15 de enero.

Aquí nos tenéis en el mismo sitio que anoche. El día de hoy se ha empleado en pasar la artillería rodada y toda la impedimenta por los desfiladeros que atravesamos ayer tarde; pues ya comprenderéis que, para bajar a establecernos en la playa, en Fuerte Martín y en la Aduana (puntos que distan de aquí una legua por mino medio), necesitábamos ante todo poner a salvo tan importante bagaje.

Ya lo tenemos a vanguardia; pero todavía nos es preciso aguardar otra cosa que asegurará más y más nuestra bajada a la llanura...

Lo que ahora aguardamos es a que se presente por mar una nueva división de ocho batallones que viene a reforzar nuestro ejército, al mando del general D. Diego de los Ríos, la cual se embarcó en Ceuta ayer mañana y ha pasado la noche en la ensenada de Cabo Negro, protegida por los mejores buques de nuestra escuadra y por seis u ocho lanchas cañoneras de muy poco calado.

En dicha ensenada, separada ya hoy de nosotros por este promontorio, tuvimos la base de operaciones durante todo el combate de ayer, y por allí recogió nuestros heridos y enfermos la otra escuadra que nos ha seguido siempre en nuestra marcha por la costa, prestándonos todo género de auxilios. Hoy mismo nos comunicarnos con el mar por aquel punto, si bien esta comunicación es ya muy precaria y fácil de interrumpir. En cambio, mañana, cuando los buques que traen a la División Ríos doblen el cabo y entren en la rada de Tetuán, tendremos en sus aguas nuestra base de operaciones.

Hoy no ha aparecido el enemigo en la vastísima llanura que se ve desde aquí, y de la cual han tomado posesión particularmente (ya que no oficial o militarmente) muchos individuos de nuestro ejército, ansiosos de pasearse por terreno llano, y, sobre todo, de reconocer tierras moras.

La única señal de vida que han dado los marroquíes ha sido pintar muchísimas tiendas, como a una legua de distancia, delante de Tetuán, sobre las segundas estribaciones de Sierra Bermeja... ¡Ah, señores moros! ¡Ya nos veremos cara a cara! ¡Terminó la guerra del acecho y la alevosía! ¡Ya os veremos venir cuando nos busquéis! ¡Ya sabemos dónde estáis para cuando nos toque buscaros!

Nuestras bajas de ayer fueron veinticinco muertos en el campo de batalla, cuatrocientos heridos y ciento cincuenta contusos. Afortunadamente, tanta preciosa sangre no ha sido perdida... ¡Mañana será nuestra la llanura de Tetuán, sin disparar acaso ni un solo tiro!

En cuanto al cólera, podemos decir que nos ha abandonado... ¡Pero él volverá! El cólera es como los moros: así que nos ve parados dos o tres días en un mismo campamento, viene y nos ataca.

Conque ahí tenéis el Boletín, del día de hoy. Hablando ahora de mis operaciones personales, os diré que he dado un paseo a caballo por la llanura, hasta media legua de nuestro campo, en compañía de cierto amigo.

La tarde ha sido apacible y resplandeciente, y durante mi cabalgata he encontrado muchos objetos curiosos que voy a ver de recordar.

Al principio, todos ellos eran despojos marroquíes de la acción de ayer: espuelas, bolsas de municiones, caballos muertos, monturas, cadáveres, ropas ensangrentadas y algunas armas de escaso mérito.

Las espuelas se parecen a nuestros antiguos acicates, con la diferencia de que la púa con que se aguijonea el caballo es de una longitud extraordinaria. ¡Las he visto de cerca de una cuarta! Las bolsas son de tafilete rojo o amarillo, con flecos y adornos de seda o de la misma piel. Las monturas, generalmente forradas de paño encarnado, parapetan, por decirlo así, al jinete dentro de la silla: tan altos son sus labrados borrenes. Debajo de ellas lleva cada caballo hasta siete mantillas de paño fino, y de un color diferente. Los caballos, enjutos y de poca alzada, no tienen nada de bellos como forma, si bien su traza y contextura justifican las cualidades que habíamos, admirado en ellos, al verlos correr, saltar, subir por las laderas y revolverse en todas direcciones, obedeciendo, no a la mano del jinete (que a cada momento abandona las riendas), sino a la más ligera presión de sus rodillas. ¡Indudablemente, hay que reconocer en estos afamados corceles africanos no sé qué superioridad o privilegio físico, semejante al que caracteriza a sus dueños, verdaderos Caínes, hijos primogénitos de la Naturaleza!

También he visto y examinado prolijamente unas huertas y un aduar, en que no faltaba nada; de donde saqué en consecuencia que sus moradores murieron en la acción de ayer; pues, de no ser así, se hubieran llevado consigo, al abandonar sus chozas, muchos de los objetos que han dejado en ellas.

Cada una de las huertas está cercada por un seto de cañas, y encierra verdes hazas de trigo muy bien cuidadas, higueras, naranjos y otros frutales como los de Europa, enormes chumbas y cuadros sembrados de nabos y patatas. Una hermosa acequia atravesaba estas heredades.

En medio de las chozas del aduar, y en vez de pozo, como el que vi en el del Cabo Negro, había un manantial de agua cristalina, que hacía bullir la arena al tiempo de brotar. Una fina alfombra de suaves hierbas rodeaba aquella bienhechora fuente, cuyo blando murmullo convidaba a la paz y al descanso...

No lejos percibíase la era de pan trillar, como se dice en Andalucía, empedrada con mucho esmero, y, en fin, en dos o tres puntos he visto algunos pedazos de terreno con grandes matas de tabaco...

A todo esto, dos soldados, acaso los primeros que habían visitado el aduar, salían muy ufanos de una de sus chozas cargados de útiles de cocina, siendo lo más gracioso que uno de ellos, sin duda en señal de toma de posesión, hizo asta-bandera de una caña que encontró por allí, a la cual ató su único pañuelo, dejándola clavada sobre la misma choza.

-El espíritu de conquista es innato en los españoles... -exclamó mi amigo.

En aquella y otras cabañas hallamos puertas de madera con goznes de hierro, semejantes en todo a las de nuestros cortijos; candiles de barro para aceite, de una forma que tenía algo de clásica o de antigua, en el sentido artístico de esta palabra; mazas dentadas para desgranar el maíz; un molinillo grande dentro de un mortero de barro, que no dudé se emplearía para hacer el alcuzcuz; grandes artesas, rastrillos y arados muy parecidos a los nuestros; algunas albardas por el estilo de las que han traído las acémilas regaladas al ejército por los aragoneses; cucharas de palo; mariscos; miel blanca; una cabeza de cordero, cuya sangre fresca indicaba que el animal había sido degollado ayer; muchas semillas de melón, calabaza, sandía, mijo y tabaco; alguna galleta de pésima calidad, y muchas tinajas, ollas y jarros de tierra cocida, cuya configuración no carecía de cierta gracia.

Añadid ahora algunas camas de hierbas secas; dos o tres otomanas de palma llenas de paja; espuertas de la misma materia llenas de sal, y varias esteras de junco, y tendréis completamente inventariado el ajuar de aquellas pobres viviendas.

Al regresar a este nuestro campamento (satisfecho ya en parte mi afán de arabizar), he fijado más mi atención en la naturaleza... ¡Qué vegetación! ¡Qué verdura tan deslumbradora, no obstante la estación en que nos hallamos! ¡Qué gigantescas pitas, qué desmesuradas hierbas, que enormes juncos y cañas!

Por lo demás, el canto de los millones de ranas que moran en tanto y tanto charco asorda completamente el valle; la intensa luz del sol, más viva aquí en invierno que en Francia durante la canícula, deslumbra y produce vértigos; las acres o narcóticas emanaciones de las plantas, o excitan los sentidos, o los adormecen; el viento del sur, que baja sonando del gigantesco Atlas, parece como que corta la circulación de la sangre..., y todas estas agitaciones o este letargo producen no sé qué estado febril, que fatiga y postra a un tiempo mismo.

No lo dudéis: consisten semejantes fenómenos en que este es otro mundo, en que esta no es la que pudierais llamar vuestra patria zoológica, vuestra región, nuestro medio; en que este aire, esta tierra, este sol, no fueron hechos para los hijos de Europa, en que os sentís aquí exóticos, intrusos, extranjeros... en el orden de la naturaleza.

Pero dejémonos de temerarias lucubraciones; y volvamos a las cosas de la guerra...

Orden del día para mañana: desembarco de la División Ríos. Traslación de nuestro campamento al puerto de Tetuán, punto de comunicación con el mundo civilizado, y los demás asuntos pendientes.



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