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ArribaAbajo- XXVIII -

Desembarco de la División Ríos.-El Reto.-¡Los moros no tienen cañones!


Cabo Negro, 16 de enero, por la noche.

«¡Aún en Cabo Negro!» diréis.

¡Sí, señor; aún en Cabo Negro! ¡No se puede hacer todo tan de prisa como se desea, ni las cosas de la guerra son tan fáciles de realizar como se figuran los políticos, recostados en blanda butaca al amor de juguetona lumbre!

Oíd la causa de nuestra detención.

Ayer tarde, cerca de anochecer, bajáronse unos doce mil moros al pie de Sierra Bermeja, donde acamparon resueltamente.

-¡Ya están ahí! -dijimos todos con cierta mezcla de alegría y de zozobra-. ¡Mañana al amanecer nos presentarán batalla campal y estrenaremos esta llanura!

Y así nos acostamos.

Pocos serían, empero, los que durmiesen a pierna suelta, ya porque nuestra extensa y mal acondicionada línea requería cuádruples guardias, ya porque la proximidad del enemigo y la expectativa de un gran combate, diferente en todo de los sostenidos hasta el día, preocupaban fuertemente los ánimos.

De mí sé decir que más de una vez salí anoche de mi tienda para ver las hogueras de los campamentos enemigos, sobre todo las del recién plantado, que allá lucían entre las sombras como otros tantos ojos que nos espiasen...

Aún era de noche, y hacía bastante frío, cuando nos despertó la diana.

-¡Abajo esas tiendas! ¡Abajo esas tiendas! -gritaban los jefes por todos lados, no dando la orden a son de corneta para no prevenir a los moros.

Salí, pues, de mi casa, a fin de que la derribasen; y por pronto que quise volver a verla, ya no pude encontrar el sitio en que había estado edificada, y en que yo había pasado la noche.

Entretanto, hacíanse equipajes por todos lados, a la luz de las fogatas y de algunas linternas de mala muerte; cargábanse las acémilas; dábase orden a los brigaderos de marchar con ellas por la llanura, a lo largo de Cabo Negro, hacia la orilla del mar; y todo el mundo apresurábase a tomar un bocado y un poco de café, preparándose así, aunque tan fuera de hora, contra las eventualidades del próximo día...

Juntamente con su primera luz esperábamos recibir a un mismo tiempo un ataque por la derecha y un refuerzo por la izquierda. Del ataque, ya se notaban algunos síntomas: las hogueras del campamento moro se habían reanimado, y otras nuevas brillaban en la llanura. En cuanto al refuerzo, consistía en la División Ríos, cuyo desembarco no podía tardar, puesto que los buques tenían orden de doblar a Cabo Negro al amanecer.

¡Ah, con qué impaciencia aguardábamos la aparición de nuestros barcos en la rada de Tetuán! Creedme, la expectativa de este placer nos hacía olvidar el peligro que nos amenazaba por el lado opuesto...

En lo demás, la operación simultánea de avanzar nosotros desde estas alturas y de aparecer nuestra escuadra con la División Ríos, nos haría instantáneamente dueños del llano, de la ría y de sus fortificaciones; lo cual prueba el gran acierto del plan llevado, a cabo por nuestro general en jefe.

Y, si no, poneos a pensar qué podían hacer hoy los pobres moros, cogidos por segunda vez en las redes de nuestra estrategia...

¿Bajar a la playa, a servirse de los medios de defensa que han acumulado allí, y estorbar el desembarco de Ríos? ¡Tanto mejor para nosotros, que en este caso marcharíamos de frente, cortaríamos la llanura hasta llegar a Río Martín y dejaríamos aisladas y presas entre dos fuegos, sin comunicación con Tetuán, y envueltas por nuestros batallones, todas las fuerzas enemigas que se hubiesen acercado a la orilla del mar!

¿Atacar nuestros campamentos? El general Ríos desembarcaría entonces tranquilamente, subiría por la orilla del Martín, ocuparía la Aduana, y desde allí protegería nuestra bajada de flanco por las faldas de Cabo Negro, hasta colocarnos a retaguardia de su división, sin que los moros pudiesen seguirnos.

¡Ah! ¡Bien dijo el que dijo que más vale maña que fuerza! ¡Cuánta y cuán dolorosa iba a ser la perplejidad de los pobres marroquíes!


Mientras discurríamos así esta madrugada, formados e inmóviles en los últimos escalones de la sierra, la luz del día se abría paso por entre una espesa bruma que no ocultaba las olas del mar. Nuestros relojes apuntaban las siete cuando ya empezó a verse claro en todas direcciones.

Entonces pudimos observar que, durante la noche, los moros habían plantado una infinidad de tiendas en todas las alturas que rodean a Tetuán.

¿Eran nuevos ejércitos?¿Era la población de Tetuán que salía de la plaza para defenderla?

-¡Mirad el Atlas! -exclamaron en esto algunos circunstantes.

El Atlas se había nevado espantosamente durante la noche. ¡No era para menos el frío que habíamos pasado bajo las tiendas! Y ¡qué severo y hermoso estaba el hercúleo gigante con aquella vestidura de ancianidad!

Por último, a las siete y media, un largo murmullo de alborozo cundió por todas las filas...

-¡Un barco!... ¡Se ve un barco! -gritamos todos, según que lo íbamos descubriendo.

Era una lancha cañonera... Después apareció otra, y luego otra, y, en fin, hasta seis o siete...

-¡Ya está ahí Ríos! -fue la exclamación general.

Y todo el mundo se hacía ojos para no perder ni un solo detalle del desembarco.

Entretanto los buques de alto bordo iban también apareciendo lentamente y poblando el solitario fondeadero.

Algunos minutos después, la rada estaba materialmente cubierta de naves. Entre grandes buques de guerra, vapores de transporte, barcos de vela, cañoneras y guardacostas, contamos más de ciento...

El encargo de las cañoneras era batirse en primera línea contra las baterías rasantes que los moros habían construido en la playa... con ayuda de vecinos... Los otros buques de guerra de alto bordo dispararían contra Fuerte Martín y la Aduana. En los vapores-transportes venían los ocho batallones de la División Ríos. Y, en fin, los guardacostas tenían orden de penetrar oportunamente en la ría, o sea en el río Martín (que, como ya he dicho, es navegable), con gran dotación de tiradores protegidos por cañoneras, y disparar de flanco contra los moros, caso de empeñarse una batalla.

Cuantos conocíamos semejantes pormenores del programa de hoy, estábamos deshechos por ver cómo iban sucediendo las cosas previstas...

En esto se oyó un cañonazo, que resonó en nuestros corazones más que en nuestros oídos... ¿Quién lo había disparado? ¿Las baterías de los moros o nuestros buques?

Un largo silencio vino a demostrarnos que el cañonazo había sido nuestro. A ser de los moros, nuestra escuadra le hubiera contestado inmediatamente.

En el ínterin (¡oh desdicha!), la bruma que desde el amanecer cubría las olas se había extendido y hecho más espesa, hasta borrar, por decirlo así, del panorama que contemplábamos, primero la escuadra, luego la costa, después los fuertes del llano, y por último Tetuán y todo cuanto nos rodeaba... ¡Quedamos, pues, como en medio de las tinieblas!

A las ocho y media sonaron dos o tres cañonazos más, que nos alarmaron bastante; pero ni el fuego continuó, ni nuestras avanzadas dieron aviso de ver moverse al enemigo por la llanura...

-Todo va bien... -pensamos entonces.

A las nueve seguía la niebla; pero a veces se aclaraba por algunos puntos, como si el viento la desgarrase, y nos dejaba distinguir, medio veladas, dos o tres embarcaciones que parecían flotar en las nubes, muchas bayonetas reluciendo en la playa, y la mancha cuadrada y negra de algún batallón formado... ¡Indudablemente, las tropas de la División Ríos desembarcaban sin dificultad!

Por último, cerca ya de las diez, oímos el son de las músicas y de redoblados vivas...

Al mismo tiempo aclarose algo y vimos ondear la bandera encarnada y amarilla en Fuerte Martín y en el Almacén inmediato.

¡Ríos había desembarcado, en efecto!

Entonces se dio orden de avanzar hacia la playa a nuestros equipajes, que, acompañados de una batería de montaña, esperaban al pie de Cabo Negro a que la orilla del mar estuviese por nosotros.

Disipose al fin la niebla completamente cerca ya de las once... Mi primera mirada fue para la División Ríos, que allá se vela formada cerca de Río Martín... Pero la segunda fue para los ejércitos moros, cuyas operaciones durante aquellas cuatro horas de absoluta ceguera no habíamos podido adivinar...

Pronto nos tranquilizamos; su cautela había sobrepujado a nuestra prudencia; pues, comprendiendo el pensamiento de O'Donnell de cortarles la retirada a Tetuán, caso de permanecer en la playa estorbando el desembarco del general Ríos, habían regresado a sus altos campamentos, no atreviéndose a intentar cosa alguna hasta que el aire hubiese recobrado su transparencia.

En este momento recibiose el primer Parte del mar, traído por un ayudante de estado mayor. Los ocho batallones del general Ríos estaban ya en tierra... En Fuerte Martín se habían cogido siete cañones de a 18 y 24, tres cureñas, una cabria inglesa y muchas municiones... Los disparos que habíamos oído fueron efectivamente nuestros, sin que a ellos hubiese contestado el enemigo..., a pesar de tener dos buenas baterías enterradas en la playa, con cañones enteramente nuevos... ¡Ni un solo moro había parecido por ningún lado!

«Por todas partes y en todas direcciones (dijo además un testigo presencial) se veían huellas recientes de caballos, bueyes, camellos y cabras. ¡La aparición de nuestros buques había ahuyentado de allí hombres y rebaños!»

El general de Marina D. José María del Bustillo, no satisfecho con el silencio de las baterías marroquíes, entró en una canoa y subió por la ría hasta Fuerte Martín, cuyos aposentos reconoció por sí propio; después de lo cual avisó al general Ríos que ya podía comenzar el desembarco.

Éste se verificó rápidamente al pie de Cabo Negro; y no habían saltado a tierra los últimos soldados, cuando ya estaban reunidos a la nueva fuerza la batería de montaña y los conductores de equipajes procedentes de nuestro ejército...

Al avistarse los veteranos y los recién llegados, se dirigieron entusiastas aclamaciones, en las cuales se hubiera dicho que España saludaba a España.

Después se dedicó todo el mundo a desembarcar los efectos pertenecientes a la nueva división, así como víveres para todo el ejército, mientras que las lanchas cañoneras, los cruceros y los guardacostas penetraban en la ría y surcaban las agridulces aguas del Martín, entre la torre de este nombre y la Aduana... Semejante relato no podía ser más satisfactorio. Ya teníamos un puerto... Ya éramos dueños de la llave de la llanura, de la verdadera puerta de Tetuán. Nos dimos, pues, todos la enhorabuena, y preparamos nuestra imaginación a los espectáculos, curiosos que disfrutaríamos allá abajo en cuanto recibiésemos, la deseada orden de trasladarnos a la orilla del mar.


Pero el hombre propone y Dios dispone... Dígolo porque los señores moros comenzaron a moverse y a tomar posiciones amenazadoras partiendo de una torre que domina a Tetuán, y que los guías llaman Torre Jeleli.

De aquel punto y de todas las colinas adyacentes bajaban sin cesar a la llanura grandes rebaños de infantes, que no otra cosa parecían los marroquíes, vestidos casi todos de blanco, y marchando en revueltos pelotones alrededor de sus montados jefes, o bien desfilaban por altos cerros en largas comitivas, asemejándose a numerosas comunidades de dominicos. Al verlos así, nadie hubiera dicho que marchaban en son de guerra. Sus espingardas no brillaban sino muy rara vez, pues las llevaban horizontalmente tendidas, como se lleva el cirio en un entierro o procesión; y aunque su andar parecía lento, echaban el paso tan largo, que adelantaban tanta tierra como si corriesen.

Al mismo tiempo empezó a presentarse por todas partes su blanca y aérea caballería; y así como cuando nieva, vense primero algunos copos diseminados acá y allá, hasta que poco a poco va desapareciendo la obscura tierra bajo un manto cada vez más espeso, del propio modo aquellas pintas de caballería, que aparecieron como por encanto en mil diferentes parajes de la llanura, fueron dilatándose, extendiéndose, espesándose también, hasta que al cabo de algunos minutos tapaban verdaderamente los prados...

No creáis, empero, que teníamos enfrente la anunciada fabulosa nube... Ocho mil caballos habría, cuando más a nuestra vista... ¡Pero en cuanto a efecto visual, era el mismo que si se nos hubieran presentado ochenta mil!

Me explicaré. Mil caballos nuestros, formados, como van siempre, en sólidas masas o columnas, no aparentan más de lo que son... Pero mil jinetes árabes, corriendo sin cesar de un lado a otro, esto es, multiplicándose por sí mismos, dispersos, airosos, gallardos, representan cien veces su propio número, y ocupan una legua cuadrada de terreno... Ahora bien, ¡imaginaos el bulto que harían aquellos ocho mil fantásticos caballeros y los diez o doce mil peones que se arremolinaban en torno suyo! ¡Espectáculo verdaderamente soberbio, verdaderamente inolvidable!

El ejército agareno se extendía desde los contrafuertes de Sierra Bermeja basta las orillas del Martín; pero sin avanzar por la llanura y como esperando un ataque nuestro contra Tetuán... No era este, ni podía ser todavía, el plan del general O'Donnell; mas, con todo, proporcionábase la ocasión, y aun el compromiso de honra, de venir a las manos en campo abierto y cara a cara, y demostrar cada uno su fuerza y poderío... Decidió, por tanto, presentarles la batalla en aquellas anchurosas praderas.

Para ello empezó por situar en el llano doce piezas en batería, apoyadas por la división de reserva y unos mil quinientos caballos: total, cosa de seis mil hombres.

En seguida colocose él en una colina, al frente de los CUERPOS SEGUNDO y TERCERO, capitaneados por Prim y Ros de Olano (cuyas fuerzas ascenderían a doce mil infantes), y mandó avanzar a los de la llanura en demanda del enemigo.

Anduvieron los nuestros como un cuarto de legua ordenada y tranquilamente, formando la caballería dos líneas de batalla y marchando la infantería en recias y simétricas columnas.

-¡Alto! -mandó el general en jefe.

Y esperó nuevamente las operaciones de los moros.

Solemne y majestuoso era aquel instante. Todo el mundo callaba, observando los movimientos de los moros. O'Donnell, silencioso también y con los anteojos fijos en el horizonte, calculaba sus fuerzas y las contrarias; medía el terreno; graduaba las eventualidades de la lucha, daba alguna orden en voz baja a sus ayudantes, que partían como exhalaciones; se paseaba a veces tranquilo, y otras con visible impaciencia, y, en uno y otro caso, demostraba más que nunca aquella naturalidad, aquella sencillez, aquella distinguida llaneza que forman la base de su carácter militar y político.

El enemigo recogió al fin el guante y acudió a nuestro reto. Copiosas huestes de infantería y caballería destacáronse de su largo frente de batalla, y avanzaron derechamente contra nosotros, dando feroces alaridos y blandiendo las espingardas sobre su cabeza. De vez en cuando hacían un alto y se apelotonaban... Pero luego volvían a caminar, dejando a los de las alas que anduviesen más de prisa; lo cual daba por resultado la media luna de siempre.

Nosotros no nos movíamos ni hacíamos fuego, a pesar de tenerlos ya a distancia, no sólo de nuestros cañones, sino también de nuestras carabinas.

En cambio, ellos empezaron a dispararnos...

¡Oh momento! Cada vez contábamos más enemigos... Cada vez los teníamos más cerca... ¡Qué nube de Caballería! ¡Qué enjambres de tumultuosos peones!... ¡Y todos venían de frente, a pecho descubierto..., sin parapeto ni defensa alguna! ¡Al fin iba a resolverse definitivamente el problema de la campaña!

Pues bien, todo fue asunto de un instante. Abriéronse nuestras filas, dejando descubiertas las doce piezas; tronaron estas con formidable estampido; antes que la última hubiese disparado, ya estaba cargada de nuevo la primera; siempre había dos o tres granadas en el aire; una detonación ahogaba a otra; la lluvia de fuego no cesaba ni un solo punto...

Entretanto, dos escuadrones de nuestra caballería avanzaban por la derecha, tratando de envolver un ala de la infantería marroquí; nuestros cazadores se desplegaban en guerrilla por el centro, y la reserva de nuestros caballos adelantaba lentamente por la izquierda, a fin de cortar la retirada, a los que avanzasen por aquel punto...

No fue menester más la orden de ¡sálvese el que pueda! cundió como un relámpago por la extensa línea enemiga, y volviéndonos la espalda resueltamente, peones y caballeros apelaron a la más desesperada fuga, perseguidos por nuestras granadas, que les causaban visibles pérdidas, mientras que en nuestras filas no había corrido ni una sola gota de sangre.

Huyeron..., sí, llenos de espanto. Fue la dispersión más descompuesta y antimilitar que puede imaginarse... Los unos se amparaban de las colinas de nuestro frente; los otros se dirigían a Tetuán, estos remontaban el llano con dirección a Sierra Bermeja; aquellos pasaban el río Martín y se perdían en la llanura de la otra banda...

¡Y nuestros cañones disparaban siempre, adelantando cada vez más hacia el campamento enemigo! ¡Y ora caían las granadas en las lagunas, levantando palmas de agua; ora reventaban en medio de un grupo de fugitivos, derribando caballos y caballeros y sembrando la consternación en cuantos los seguían; unas veces estallaban en el aire, y sus cascos descendían como horrorosa granizada sobre los atribulados musulmanes; otras las perdíamos de vista en fuerza de su fabuloso alcance; pero conocíamos que habían ido a caer al otro lado del campamento moro, por detrás de las colinas, donde más seguros se creían los que no habían entrado en acción!... ¡Ah! Esto no era ya glorioso... ¡Esto era cruel!

-¡Hagamos fuego sobre sus tiendas antes que las levanten! -exclamaban al mismo tiempo muchas voces, demostrando una ferocidad que solo puede sentirse en tales casos...

¡Y nuestras granadas cayeron entre las tiendas moras; y fueron más lejos; y debieron de llegar a las puertas de Tetuán; y no hubo punto del valle adonde no llevaran la destrucción y la muerte, y ya no se veía ni un moro por ningún lado!

¿Me atreveré a decíroslo? Todo esto ha despertado en mi corazón no sé qué extraño remordimiento... ¡Los Moros no tienen cañones!

Esta superioridad nuestra se halla más que compensada (lo sé bien) por otras muchas ventajas que les dan a ellos el guerrear en su país, los auxilios que este les presta a todas horas, su numerosa caballería, el contar siempre con fuerzas mayores que las nuestras, y otras muchas circunstancias ya mencionadas... Sin embargo, yo no puedo menos de compadecer o respetar la derrota del valeroso enemigo que hoy ha sido rechazado antes de que pudiese hacer uso de sus armas. ¡Ellos nos buscaban a nosotros y se han encontrado con nuestros cañones!...

-¡Tanto peor para ellos! -dirá la madre patria.

Y la madre patria dirá perfectísimamente.

En fin, terminemos...

Eran ya las tres de la tarde. El llano entero había quedado por nuestras tropas. Los equipajes y las tiendas se hallaban en la playa hacía mucho tiempo, y nosotros contábamos con ir a dormir allí esta noche... Pero he aquí que, en el momento mismo de emprender la marcha en aquella dirección, sábese que entre nuestras actuales posiciones y la orilla del mar hay algunos puntos pantanosos, por donde no podrán rodar nuestros cañones... hasta que se tiendan ciertos puentecillos, que estarán (dicen) habilitados mañana por la mañana... Desístese, pues, de la marcha, y envíase orden a los brigaderos de volver a subir a Cabo Negro las acémilas con las tiendas, para acampar en el mismo sitio que anoche y anteanoche.

En esto comenzó a llover..., ¡y no digo más! Mientras fue la orden a la playa y los equipajes tornaron a Cabo Negro, pasaron cinco horas..., todas de viento y lluvia, y de absoluta dieta, a contar desde las seis de la mañana!

Pero estamos ya tan acostumbrados a mojarnos y a no comer, que a nadie se le ocurrió proferir ni una sola queja. El que llevaba espada se apoyó en la espada, y el que tenía fusil se apoyó en el fusil, y de este modo aguantamos de pie derecho, inmóviles y silenciosos, aquellas cinco horas de hambre y agua, durante las cuales debió de ponerse el sol, llegó la noche, salió o debió salir la luna, perdiose por la nublada atmósfera, y aun nos quedó tiempo de pensar en un millón de cosas presentes y pasadas, y quién sabe si también futuras...

Llegaron, por último, las tiendas. Cada uno había procurado hallar el sitio que ocupó la suya ayer y anteayer; plantáronse todas casi sobre las huellas que dejaron esta mañana, y hay hombre que se considera feliz en este momento sólo de pensar que ya no le entra el agua por el cuello y le sale por los pies, como le ha sucedido toda la tarde.

En cambio, víveres, ropas, suelo, tiendas, camas, todo está chorreando... ¡Dios nos lo tome en cuenta! ¡Y agradecédmelo vosotros también; pues tal es la situación en que os escribo, a las doce y pico de la noche y en la alto de Cabo Negro, para que no os falten noticias de nuestras aventuras de hoy!




ArribaAbajo- XXIX -

Bajamos a la playa.-Vista general de Tetuán.-Fuerte Martín.-Campamento de Guad-el-Jelú.


17 de enero.

San Antón..., gran fiesta popular en toda España.

(Los soldados celebraron anoche sus vísperas encendiendo dobles hogueras: una, para atender a las necesidades del campamento; la otra, para seguir la costumbre de la patria...)

A las cinco todo el mundo está ya de pie, y todas las tiendas por el suelo.

Cárganse de nuevo los equipajes, y, al amanecer, nos encontramos como ayer a la misma hora: con la casa en camino, y nosotros vivaqueando junto a las hogueras, sobre la montaña que ha dejado de ser nuestro campamento.

Los puentes para la artillería están concluidos, y nada nos impide salir para la playa.

Así las cosas, ¡empieza a llover a cántaros!

Recíbese contraorden: mándase volver pies atrás al convoy de equipajes, y plántanse por tercera vez las tiendas en el mismo sitio que pensábamos abandonar.

¡Esto es ya demasiado!


A las diez escampa: múdase el viento, rómpense las nubes y aparece el sol...

Las cornetas tocaron otra vez orden general.

-¡Abajo las tiendas, y en macha! -repítese por todas partes.

¡Vuelta a la misma operación! Los asistentes toman el cielo con las manos... Pero luego acaban por echarlo a broma.

Partimos al fin.

El terreno, pantanoso y blando de suyo, está casi intransitable a causa de tan recientes aguaceros.

Salimos de Escila y entramos en Caribdis; dejamos la montaña y nos metemos en los pantanos. ¡El teatro de esta maldita guerra no puede ser más dificultoso!

Yendo y viniendo, bordeando lagunas y hundiéndose, sin embargo, en lodo los infantes hasta la rodilla, llegamos, por último, a la playa, por el punto en que desemboca en el mar cierto río que unos llaman de la Judería y otros El-Lit.

Entra este río en el mar tan suave y desmayadamente, que la mejor manera de vadearlo es como nosotros lo hacemos, metiendo los caballos en las olas, del Mediterráneo y trazando un ancho semicírculo hasta encontrarnos a la otra orilla de la mansa corriente. Esta cabalgata por en medio de las saladas ondas me recuerda el milagroso paso del mar Rojo.

Pero aquí no hay prodigio alguno. La playa de Tetuán es tan suave, y la mar se encuentra hoy tan en calma, que los caballos se mojan apenas las cinchas.

Una vez al otro lado de este río, sepáranos del muy caudaloso Martín o Guad-el-Jelú una playa ancha, seca y lisa, que bien tendrá media legua de largo.

Yo parto al escape. ¡Desde Fuerte Martín debe de verse a Tetuán entero, y aun puedo disponer de una hora de sol!...

El arenal que recorro está limitado a la derecha por murallas de pitas, tan elevadas y espesas, que me ocultan completamente el llano. A la izquierda, en la orilla del mar, empiezo a ver las baterías enterradas o rasantes que habían construido los... moros para evitar nuestro desembarco en esta playa.

Las tales baterías (a juicio de los inteligentes) son de primer orden. Las empalizadas, el foso, las aspilleras, todo revela que los ingenieros que han dirigido estas obras se hallan al corriente de los últimos adelantos del arte militar europeo...

¡Tanto mejor..., supuesto que no han servido para nada!

A las cuatro y media llego, por último, a Fuerte Martín.


Hasta ahora he tenido la paciencia de no mirar ni una sola vez siquiera hacia poniente, a fin de ver a Tetuán de una sola ojeada, completamente descubierto, en toda la plenitud de su hermosura.

¡Es el momento!... ¡Vuélvome de pronto, y surge ante mi vista toda la ciudad, como a legua y media de distancia!

¡Hela, allí! Ahora no la ocultan ni los montes ni la niebla... ¡Hela allí desvelada, entera, desnuda, sorprendida en medio de su sueño!

¡Yo no he contemplado jamás, ni creo que haya en el mundo, ciudad tan vistosa, tan artísticamente situada, de tan seductora apariencia! Engarzada, por decirlo así, en dos verdes colinas de perezoso declive, ella las reúne y encadena cual broche cincelado de refulgente plata. ¡Nada tan puro como las líneas que proyectan sus torres sobre el cielo de la tarde! ¡Nada tan blanco como sus casas cubiertas de azoteas, como sus muros, como su alcazaba! ¡Parece una ciudad de marfil! Ni una sombra, ni una mancha, ni una tinta obscura interrumpe la cándida limpieza de su apiñado caserío. Desde aquí se la ve en perfecta silueta sobre el horizonte, trazando una larga y estrecha línea que ondula a merced del terreno. Y esta ondulación es tan lánguida y graciosa, que se pudiera comparar a la que formaría un chal blanco tirado al desgaire sobre un monte de esmeralda.

Materializando más mi descripción, todavía encontraréis sumamente poética la codiciada ciudad al imaginárosla en lo alto de la llanura; defendida por una cadena de erizadas rocas; dominada por la alcazaba; ostentando un altísimo y elegante alminar, que sobresale entre otros muchos, como entre los mimbres el ciprés; teniendo a sus plantas, escalonadas en anfiteatro, mil pintorescas huertas, que parecen rendirle pleito homenaje; iluminada intensamente por el sol moribundo, que se pone detrás de ella, ciñendo a su sien una aureola de enrojecida lumbre; silenciosa, ignorada, dormida aún en la noche de los siglos, con la blanca bandera de Mahoma sobre su cabeza, como yacía Granada hace cuatrocientos años; como por mucho tiempo ha de yacer todavía la inexplorada Fez, hija preciada del Profeta...

Debajo de Tetuán, divisase el campamento enemigo, como bandada de palomas posada en los verdes árboles de las huertas. Allí lo han plantado definitivamente, después de levantarlo tantas veces delante de nuestros pasos...

Esa será, ya su última etapa, su última posición...

-Cuando se vean forzados a alzar otra vez el vuelo, Tetuán caerá en nuestro poder.


Después de contemplar largo tiempo la ciudad y la llanura, doy un paseo, lápiz en mano, por los alrededores de Fuerte Martín, examinando minuciosamente todos los parajes y objetos que excitan mi curiosidad.

Primeramente subo a esta torre, que tantas veces se ha nombrado de dos meses a esta parte...

Fuerte Martín es un castillejo de graciosos contornos, sólidamente construido, y situado de manera que defiende la boca de la ría. No tiene puerta, y súbese a él por una escala de cáñamo colgada de una estrecha ventana del que pudiéramos llamar segundo piso, artillado con siete piezas de hierro, antiguas y raras, cuyas cureñas no se parecen a las de Europa. Dos barriles de pólvora, uno de aceite, varias cajas de municiones y muchísimos cartuchos de artillería, ocupan las reducidas habitaciones de la fortaleza. Por todas partes vense huellas de los dos bombardeos que ha sufrido últimamente. Escombros y cascos de granada, balas de grueso calibre, materiales que han sobrado de las recientes obras, y muchos papeles de cartuchos quemados, cubren el suelo en las cercanías del melancólico fuerte, desde cuyas almenas habrán amenazado tantas veces al Mediterráneo los temidos corsarios tetuaníes...

Un cárabo en construcción, que encuentro tendido en un arenal lindante con el río, recuérdame también mil y mil piraterías leídas en historias o en periódicos. La nave moruna está apenas medio armada, y ofrece ya aquel aspecto de agilidad y fuerza que encontramos en un polluelo de buitre aún no cubierto de plumas.

Cerca de Fuerte Martín, hay otro edificio, que ya hemos divisado desde lejos. Efectivamente, es un Almacén, como nos dijeron anteayer mañana. La forma y materiales de su construcción son completamente europeos. La albañilería, la carpintería y la herrería han hecho aquí puertas, paredes, rejas, techos y pavimentos iguales en todo a los de Andalucía la Alta. Dentro de este Almacén, se han encontrado doce tiendas cónicas con adornos azules, y una cantidad de leña.

En cuanto al río Martín o Guad-el-Jelú (río dulce), nada de particular tengo que contaros, pues no presenta ningún accidente que lo distinga o embellezca. Es muy ancho en su desembocadura, ancho también y caudaloso antes de amargar sus aguas; corre sosegadamente entre dos márgenes lisas, bajas y desprovistas de árboles o malezas, y no lanza ni el más leve gemido al abandonar la tierra en que nació.


Conque basta por hoy de observaciones, que tiempo tendremos de estudiar todas estas comarcas palmo a palmo.

Hablemos ahora de asuntos de casa.

Los jefes de estado mayor señalan en este instante a cada cuerpo el lugar en que han de plantar sus tiendas.

El cuartel general se situara al pie de Fuerte Martín.

A su derecha, el SEGUNDO CUERPO (esto de la derecha y de la izquierda entiéndase mirando a Tetuán).

Delante de uno y de otro, la artillería y la caballería.

Más arriba, el TERCER CUERPO.

Y a la derecha de este, la DIVISIÓN DE RESERVA.

El general Ríos ocupa ya la Aduana con sus ocho batallones.

Es decir, que nuestro campo está defendido: a retaguardia, por el mar; al flanco derecho, por la artillería; al izquierdo, por Río Martín, y a vanguardia, por la Aduana, por las trincheras que construirá el TERCER CUERPO, y por un reducto que se ha de levantar en el ángulo que ocupa la RESERVA.

Todo esto me parece muy bien. Cuidemos, sin embargo, de que mi tienda tenga vistas al mar, a Tetuán, o cuando menos al río Martín, y, para ello, hagamos un poco la corte al general García.




ArribaAbajo- XXX -

Historia de un hispano-africano.- Soy trasladado al cuartel general.-El Valle de Tetuán antes de la guerra.-Costumbres moras.-La Aduana.-El Cementerio cristiano.-¡Los moros tienen cañones!


Campamento de Guad-el-Jelú, 18 de enero.

La casualidad, mi buena suerte, y algo también de mi activo empeño por adquirir noticias acerca de la vida de los marroquíes, me han proporcionado un verdadero tesoro de datos y conocimientos, al par que un inmejorable cicerone para andar por este país como Pedro por su casa.

Estoy asombrado de mi felicidad. Felicitaos también vosotros, pues hoy mismo vais a saber más cosas del Valle de Tetuán que todos los geógrafos, historiadores y viajeros habidos y por haber, y a oír una explicación histórica de cuanto aquí existe, como no podrán hacérosla ni los periódicos, ni los partes oficiales, ni ninguno de mis compañeros de expedición.

Es el caso que acabo de conocer y de alojar en mi tienda a un antiguo español (no renegado), que ha vivido siete años en Tetuán, dedicado al comercio de ganado, trigo y lanas; dueño de tres faluchos, que paseaban diariamente por la ría; amigo de los gobernadores y administradores del Sultán; protegido por ellos constantemente..., aunque no de balde; conocedor del árabe como del castellano; relacionado con los principales moros y judíos de la ciudad; propietario de una magnífica casa en la Judería, y dueño de una hermosa mujer (andaluza por señas), y de tantos caballos, camellos, bueyes, ovejas, tiendas de campaña, dependientes, criados, huertas y jardines, como un bajá de tres colas...

Santiago (que así se llama mi hombre) fue marino en su juventud y hacía el comercio entre Ceuta y la península. No sé qué comandante general de aquella plaza lo envió hace muchos años a Tetuán a ver si podían establecerse relaciones mercantiles entre ambas ciudades para proveer de víveres baratos la guarnición de Ceuta. Santiago penetró denodadamente en este desconfiado país; halló que era imposible plantear dicho comercio a la luz del día y en forma regular, por la repugnancia de los moros a tratar con España: participóselo así al comandante general de Ceuta, y ya no se pensó más en el asunto.

Pero Santiago no es hombre que pierde su tiempo ni que se ahoga en un vaso de agua. Como buen andaluz, tenía lo que suele llamarse don de gentes; como habitante de Ceuta, conocía a las mil maravillas el carácter de los moros y aun chapurraba el árabe, y como negociante y mercader nato, tenía manga ancha en materias, religiosas. Así fue que aprovechó su viaje a Tetuán para trabar conocimiento con algunos comerciantes hebreos, argelinos y hasta marroquíes; hizo varios regalos a las autoridades y al administrador de la Aduana; besó a los niños; oyó con admiración a los viejos; sentose, fumó y tomó café a la oriental; habló de las muchas cosas, agradables al paladar y a la vista, que podía traer de España; no demostró intención de llevarse nada de marruecos; elogió el caballo de este, la espingarda de aquel, la musculatura de uno, la noble barba de otro; y, en consecuencia de todo ello, los serios y respetables hijos del Profeta le dijeron, con cierta cariñosa solemnidad: «Santiago querer venir, Santiago poder venir. Moro y Santiago estar amigos.»

Santiago aprovechó la licencia que se le daba. Y volvió. Y regresó a Ceuta en su barca. Y tornó a Tetuán con un falucho. Y se marchó de nuevo. Y apareció al cabo de quince días con un falucho mas. ¡Y siempre pretextaba... que, pasando por aquellos mares con rumbo a la Argelia, había tocado en Río Martín... sólo por ver a sus amigos y traerles tal o cual cosa que había prometido regalarles!...

Y los moros se acostumbraron a ver los barcos de Santiago, y moro y Santiago estar cada vez más amigos.

Y Santiago subió entonces sus tres faluchos hasta la misma Aduana; y el administrador y él se entendieron; y corrió el oro; y el comercio de víveres, que no pudo plantearse oficial y públicamente, empezó a hacerse de un modo privado y clandestino, no ya por cuenta de nuestro gobierno, sino por cuenta de Santiago; y Santiago se enriqueció; y penetró en Tetuán; y se quedó allí algunos días, fingiendo encontrarse enfermo, y todo el mundo simpatizó con él; y compró una casa; y la obró a su modo; y desparramó un centenar de duros con cierto tino; ¡y cátate a Santiago establecido en Tetuán con su mujer y toda su parentela!

Pero pasaron los siete años que llevo dichos, y España declaró la guerra a Marruecos.

-¡Santiago es un espía! -exclamó entonces un envidioso, indudablemente judío.

-¡Santiago nos vende! -repitió un moro patriota.

-Santiago es español... -meditó el gobernador de la plaza.

-¡Santiago es cristiano! -dijo un fanático rechinando los dientes.

-¡Muera Santiago! ¡Muera el perro español! -gritaron, finalmente, todos los hebreos, que no dormían pensando en la fortuna del andaluz.

Pero Santiago había adivinado todo eso muchos días antes de publicarse la declaración de guerra, y escapádose la víspera con su mujer y sus deudos, todos disfrazados de moros, escalando la muralla de la ciudad a favor de las tinieblas de la noche, bajando por el Martín con sus tres faluchos y ganando la mar antes de rayar el día.

Se llevaba todo su dinero, y dejaba confiados sus ganados y lo mejor de sus muebles a algunos amigos leales, de quienes dice que no recela una traición. Su casa, en fin, quedó a merced del primero, que quisiera entrar y robarla...

-De este modo -dice Santiago con mucho talento- habrán tenido algo en que cebar su furia, y olvidado que yo poseía también huertas y rebaños.

Tal es mi hombre; tal es el guía, el intérprete, el diccionario, el mapa, el cronicón y el amigo que mi buena suerte me ha deparado en una pieza. Sus faluchos han venido en pos de la División Ríos, y ayer penetraron triunfantes en la misma ría de que salieron fugitivos hace poco más de tres meses. Santiago se propone entraren Tetuán con el ejército, y se pasa el día y la noche haciendo cálculos, no sobre lo que habrá sido de su casa o de las personas a quienes confió sus bienes, sino sobre la indemnización que pedirá por todo ello el día que se firme la paz... ¡Creo que no puede darse mayor previsión!

En cuanto a mis relaciones con este hispano-africano, debo decir que son consecuencia de una novedad que ha ocurrido en mi vida de soldado. Desde anoche habito en el cuartel general, como ordenanza del general O'Donnell;5 lo cual quiere decir que he tenido que separarme, y no sin profundo sentimiento, del TERCER CUERPO de ejército, al que he pertenecido desde que salí de España, y seguiré perteneciendo de derecho, como individuo, que no he dejado de ser, del batallón de Ciudad Rodrigo. Este cambio de domicilio me ha parecido indispensable para la mejor continuación de la presente obra.

Ahora bien, al incorporarme al cuartel general del general en jefe, me he arranchado con aquellos amigos míos de que ya os hablé en la Mezquita, Aníbal Rinaldy y su sapientísimo maestro, filólogos del Oriente e intérpretes oficiales del conde de Lucena; y estos preciosos compañeros de tienda (muy más preciosos para quien, como yo, escribe una guerra hispano-arábiga) me han proporcionado, entre otras ventajas fáciles de comprender, la importante amistad del buen Santiago, con quien ellos la habían contraído hace dos meses en Ceuta.

Háblase, pues, el árabe en mi tienda a todas horas, y háblase ademas el francés. Porque he de advertir que también habitará en ella desde hoy el afamado dibujante parisiense Mr. Charles Iriarte, que se encuentra en África desde el principio de la guerra como corresponsal del Monde Illustré, y a cuyo lápiz se deben la mayor parte de los croquis con que aparece ilustrado el presente libro.6

Santiago, por su parte, había resuelto habitar en uno de sus faluchos, anclado en la ría, a pocos pasos del cuartel general; pero notando yo que deseaba vivir con nosotros, a fin de estar en más inmediato contacto con gentes que podrán servirle mañana para redimir sus bienes de Tetuán, le he dado hospitalidad en mi tienda, a condición de que la cocina, y el comedor de la casa estén en el falucho, donde puede guisarse con más aseo y comodidad. Para ello, el sirio Rinaldy, el francés Iriarte, el cosmopolita Mustafá, el africano Santiago y el español que vuestra mano besa, han reunido en dicho barco los víveres que llevan consigo y las raciones que les da la Administración Militar, todo lo cual promete unos espléndidos festines marítimo-guerreros y artístico-literarios que, a juzgar por el de hoy, harán más llevadera algunos días esta durísima vida de campaña.


Conque vamos a las prometidas noticias.

Acabo de dar un gran paseo por estos contornos acompañado de Santiago, quien me ha ido explicando la significación de muchos sitios y objetos a medida que excitaban mi curiosidad.

Cuando emprendimos nuestro paseo (él en mi borriquillo moruno y yo a caballo) serían las diez de la mañana... Adivino que os ha asaltado el recuerdo de Don Quijote y de Sancho Panza. Yo también los he recordado hoy muchas veces, al ver a Santiago (que, por señas, es gordo y de pequeña estatura) caballero en su reacio pollino, y al considerarme a mí (que soy flaco) con la tizona al cinto y molidos los huesos de tanto cabalgar, buscando aventuras sin ejemplo a costa de regalo y de mi salud.

El día estaba hermoso, y el sol calentaba mis mojadas vestiduras, alumbrando de paso el Universo Mundo...

Tetuán... (¡siempre Tetuán!) parecía encontrarse más cerca a causa de la diafanidad del aire. Las líneas de sus casas aplanadas y blanquísimas, de sus torres y de sus fortificaciones, se dibujaban con una precisión y una limpieza tales, que más que un gran pueblo remoto, figurábaseme estar viendo, al alcance de la mano, una ciudad en miniatura.

¡Y yo la miraba siempre! Y al considerarla, tan sola, tan quieta, tan silenciosa, sin humos durante el día y sin luces durante la noche, creíala una ciudad muerta y osificada, símbolo perfecto de la vida social de los moros, refractaria a todo progreso, sumida en el sueño letal de un estúpido fatalismo... O bien discurría más humildemente, viniendo a la cuestión del momento, al interés de la campana, y me imaginaba que en Tetuán no se divisan luces ni humo porque la ha abandonado completamente la población... Y entonces temía verla volar en escombros el día que penetre nuestro ejército en ella, y hasta me fingía al esclavo negro que velaría con la mecha en la mano, dentro de un subterráneo lleno de pólvora, esperando a que resuenen nuestras cornetas por las calles de la ciudad, para destruirla, nuevo Sansón, sobre los enemigos de su fe...

En tanto que yo me devanaba así los sesos, mi cicerone estaba melancólico. ¡Era la primera vez que recorría el llano después de su precipitada fuga, y cada lugar, cada cosa, le recordaba goces de la juventud, la familia ausente, su hacienda abandonada y tal vez deshecha!

Sin embargo, a veces tenía ratos de entusiasmo y alegría, y era que, como español, no podía menos de ufanarse de recorrer triunfante, dominador y libre, la tierra en que hace pocos meses pesaba el despotismo musulmán, y donde le trataban como de peor condición que un caballo o que un judío, la tierra en que mil veces había oído insultar a su patria y desconocer su poder y su grandeza; la tierra, en fin, donde antes se escarnecía impunemente la religión de Cristo...; religión que, en medio de todo, era la de Santiago, o al menos la de su familia... o la de sus mayores.

-¿Quién diría que es este el Valle de Tetuán? -exclamó al fin mi amigo en un momento de conmiseración hacia los moro.

Este era el tono en que yo quería oírle hablar.

-¿Qué pasaba aquí antes de la guerra? -le pregunté, pues, apresuradamente.

-Todas estas praderas -me respondió- estaban cubiertas materialmente de ganado particular y del gobierno. Por todas partes se veían yeguadas, rebaños de cabras y de ovejas, vacadas enormes, piaras de cerdos...

-¿Cómo de cerdos? -exclamé con extrañeza-. Pues ¿no los aborrecen los moros?

-Los aborrecen, sí, y hasta les tienen un miedo cerval, sobre todo los fanáticos, las mujeres y los niños... Pero aquellos cerdos eran míos, y mi habilidad se cifraba en obligar a los mahometanos con regalillos a que me permitiesen criar aquellos monstruos, y llevármelos después a Gibraltar, donde los vendía. Fuera de esto, y para que forme usted idea del horror que a los fanáticos les causa el ganado porcuno, bastará decirle que, cuando los grandes cazadores de la comarca (pobres miserables muchos de ellos) mataban un jabalí en la próxima sierra, porque les salía al paso, y no tenían otro remedio, en lugar de traerse la fiera a su casa y mitigar con ella el hambre de su familia, abandonaban la pieza muerta, me buscaban a mí o a algún otro cristiano, y nos decían: «¿Qué me regalas si te digo dónde acabo de dejar tendido un jabalí?» «Te regalo tanta pólvora, o tantas balas, o tanto café...» (respondíamos nosotros). Y el cazador nos llevaba entonces a la sierra; nos enseñaba desde lejos una masa cerdosa que se veía entre las jaras, y huía como si hubiera cometido un gran pecado.

-Y ¿por qué decían «qué me regalas», y no «qué me das en cambio»?

-Porque su Ley (en eso es justa) no les permite enajenar por dinero las cosas que les prohíbe poseer. Un moro no puede poseer ni cerdos, ni monas, ni otros semovientes; y como para vender una cosa es preciso tener antes dominio sobre ella...

-A propósito de monas -interrumpí yo-: ¿dónde diablos se esconden esas célebres hijas de Tetuán, que no las vemos por ningún lado?

-No están muy lejos... ¿Ve usted aquellos cerros nevados? Pues allí hay miles de ellas.

-¡Ah! En el Atlas.

-Sí, señor. Allí tenía yo mis ganados durante el estío; y al empezar el otoño, veía bajar las monas a las viñas de los valles de Benimadán, que linda con este.

-¡Cómo! ¿Aquí hay viñas? Pues ¿no es pecado... moro beber vino?

-Pecado moro es; pero ¿hablamos de las viñas o de las monas?

-Primero de las monas.

-Pues bien, las monas bajaban a las viñas a comer uvas, y los moros se divertían entonces en correrlas a caballo, como nosotros hacemos con las liebres. Una vez en tierra llana, las monas se cansan pronto... Echábanles, pues, mano sus perseguidores, y las cogían vivas. Pero como tampoco pueden poseerlas, las traspasaban (no diré las vendían) a los judíos, quienes se las llevaban a Gibraltar, donde los ingleses las pagan muy caras.

-Hablemos ahora de las viñas...

Santiago se sonrió.

-Mire usted... -exclamó al cabo de un momento-. Aquí, como en todas partes, los libros mandan una cosa y los hombres hacen otra...

-Sin embargo, los musulmanes son muy fieles a su religión...

-Si, ¡más que nosotros a la nuestra! Pero eso no quita para tengan también sus herejes, por lo demás, ya sabe usted que las uvas, antes de ser vino, son uvas, y a los moros no les está prohibido comerlas. Muchos las convierten en pasas, y otros las venden a los judíos, quienes pueden emborracharse sin faltar a su religión, con tal que el vino esté hecho por su propia mano... Y, en fin... (ya se lo he dicho a usted), los mismos moros beben de contrabando...

¡Cuando entremos en Tetuán, brindaremos con algunos de ellos, y verá usted qué cosa tan particular es un moro medio alegre!...

En esta forma continuó nuestra plática, que no transcribiré letra a letra por no hacer interminable mi relación; pero allá va un resumen de lo demás que me ha referido Santiago y de lo que yo he visto durante nuestro paseo.


Este feracísimo valle mide dos leguas de ancho y dos de largo; y, aparte de la ganadería (que, como habéis oído, era aquí cuantiosa), la agricultura y hasta la industria pedían a esta tierra su inagotable savia. Así es que, por donde quiera que se camine, vense chozas de labradores, eras, corrales, cortijos, sembrados y aperos de labranza. Los principales productos de estos terrenos eran melones, maíz, trigo, sandías, patatas y tabaco. Los tres ríos que cruzan el valle se llaman el Martín, el de la Judería y el Alcántara.

El Martín baja por la izquierda, pasando cerca de la aldea de Benimadán, pueblo disperso y diseminado, al modo de algunos de la montaña de Santander. Es navegable hasta la Aduana, y aun durante las grandes lluvias se ha subido hasta las huertas de Tetuán en botes de poco calado. La barra que forma al desembocar en el mar es muy peligrosa, e inaccesible cuando reina el levante, pues la cubre muy poca agua; pero tiene una especie de portillo, por donde han entrado alguna vez buques de alto bordo.

El río de la Judería, que también muere en el mar, baja por la derecha del llano, y entre él y el Martín forman casi todas las lagunas. En ellas se cazan patos por el otoño, y en todos tiempos es irresistible el canto de los millones de ranas que contienen.

Del río Alcántara hablaré después.

Al lado allá del río de la Judería, hay unas salinas bastante ricas, propias de algunos vecinos de Tetuán, sobre todo de un personaje importantísimo llamado El Santo. En cuanto a las Lagunas, aunque están más bajas que el nivel del mar, todas son de agua dulce, y ninguna medirá arriba de quinientos pasos de diámetro.

En los cerros de Benimadám (estribaciones del Atlas) me ha hecho columbrar Santiago señales de minas que allí hubo. Eran plomizas y muy buenas; pero, cuando empezaron a producir, el difunto emperador de Marruecos dio dinero a los franceses que las laboraban, con tal que las abandonasen, como en efecto las abandonaron, y entonces las mandó cegar completamente.

-¡Hubiera usted visto esa playa los veranos! -exclamó luego Santiago en otro acceso de melancolía-. Toda ella se poblaba de tiendas de campaña de familias acomodadas de Tetuán, que bajaban a bañarse en el Mediterráneo. Durante las horas de calor, todo el mundo dormía..., pero a la tarde, ¡qué animación, qué fiesta, qué alborozo! Las mujeres se reunían a jugar en un lado, y, a mucha distancia de ellas, hacían lo mismo los hombres.


Las pobres moras gritaban, bailaban, cantaban o corrían por la orilla del mar, agitando sus blancos mantos, como gaviotas que quisieran tender el vuelo y visitar otros horizontes. ¡Quizá habían oído hablar de que, a la opuesta orilla del Mediterráneo, la mujer era más libre, más querida y respetada, y soñaban con escapar de la tiranía de sus actuales esquivos dueños!...

Entretanto, los moros fatigaban el llano con sus agiles corceles; corrían la pólvora; luchaban; se ejercitaban en el manejo de la gumía, o bien fumaban perezosamente, mirando con ojos codiciosos aquellas naves que cruzaban hacia el estrecho de Gibraltar, o aquellas costas que se extendían al término del horizonte... ¡Naves y costas eran cristianas: unas y otras europeas; unas y otras, enemigas irreconciliables de los agarenos y de su Dios! ¡Ah! ¿Qué se habían hecho los grandes piratas, mahometanos?

Luego salía la luna, la bella luna del estío de África... Y el hombre buscaba a la mujer; y el mar y la ría se poblaban o parecían poblarse de tritones y nereidas...

¡Y nosotros estábamos alla, en la vecina costa, a un paso de tales misterios, entregando nuestra alma en los desabridos goces de nuestra decrépita civilización!...

Comprenderéis que estas últimas cosas no me las decía Santiago al pie de la letra, sino que las pensaba yo, glosando a mi manera sus revelaciones y noticias.


En esto habíamos llegado a la Aduana.

La Aduana es un vasto edificio, mal conformado, casi nada oriental en su aspecto, cuyas puertas, ventanas y alacenas parecen hechas por nuestros andaluces. Sus puertas son cuatro, y cada una da entrada a cierto número de habitaciones, incomunicadas con las demás.

Los patios y los extensos aposentos bajos revelan claramente que estaban destinados a almacenes de mercancías. Las escaleras, pinas y angostas, y las puertas, sumamente estrechas, tienen mucho carácter morisco. En los pavimentos y en el zócalo de las paredes vense algunos groseros alicatados que recuerdan el estilo de las losetas valencianas.

Los muchos corredores que atraviesan el edificio en todos sentidos, dan entrada a más de cincuenta tugurios o pequeñísimas celdas nada interesantes. En ellas se alojaban los mercaderes, mientras que la Administración de Rentas del Imperio examinaba sus géneros y les marcaba los derechos de importación o exportación.

Tosco vidriado voto, esteras de junco, utensilios de palma, lechos de hierbas secas, vestigios de víveres y de pólvora, y algunos harapos que habían sido turbantes y albornoces, hacían hoy de aquellos abandonados aposentos unas verdaderas pocilgas. Y (!singular contraste!) al lado de semejante suciedad llamaba la atención el ver admirablemente blanqueado hasta el último rincón de la más obscura estancia. Particularidad es esta que he notado en todos los edificios moros.

La cal (me dice Santiago al oírme hablar de ello) es la manía de los marroquíes. El más sucio y miserable mendigo blanquea su vivienda todas, las semanas.

En el edificio de que tratamos hay un departamento independiente que merece especial mención, por ser mas artístico y lujoso que los otros, y por haberlo habitado (probablemente hasta hace dos días) el administrador del Sultán.

Aquel departamento de preferencia se reduce a una escalera revestida de alicatados y alizares, a una azotea, a un cuartito y a una gran sala cuadrada.

Esta sala (la del diván, según la llamó Santiago) tiene en medio una esbelta columna del más puro gusto árabe, que sostiene un precioso y labrado techo. El pavimento es de mosaico de colores, así como la parte inferior de las paredes. Dos ventanas con cristales y de bien trabajadas maderas dan luz a la habitación cerca del suelo. De este modo, el señor administrador, sentado sobre sus pies, podía ver el magnífico paisaje que se descubre desde ellas.

-Aquí -me decía mi amigo- se reunían a fumar y callar algunos moros ricos y dos o tres ingleses que componían la tertulia del alto funcionario marroquí. Alrededor de toda la sala había una especie de cama corrida o sofá muy bajo (un diván, en fin) de damasco verde, y sobre él gran multitud de almohadas y cojines de todos tamaños y figuras. ¡Cuántas veces he venido yo a esta habitación a dejarme desollar por aquél perro, y he encontrado más de veinte haraganes tendidos a la larga en torno mío, mirándome con ojos estúpidos, envueltos en el humo de sus pipas, y aspirando los olores narcóticos que despedían los braserillos, atestados de mirra y de benjuí! ¡Cuántas veces me he apoyado en esa columna, embriagado materialmente por semejante atmósfera, y confundido ante aquellas miradas, ante aquel silencio y ante la sonrisa irónica del administrador!... Siempre que me veía (eran sus palabras), «se ponía a calcular qué le sería más conveniente: si hacerme cortar la cabeza y robarme todos mis bienes y tesoros, o dejarme vivir hasta que los acrecentase más». ¡Ira de Dios! ¡Que no me lo encontrase ahora!


Salimos de la Aduana en ocasión precisamente de pasar por allí el general García con sus ayudantes y una pequeña escolta.

El infatigable jefe de estado mayor iba a practicar un reconocimiento en la parte alta del llano; es decir, a enterarse de cuál será el mejor camino para avanzar en su día sobre Tetuán con la artillería rodada y con un tren de sitio que recibiremos pronto de Sevilla.

La coyuntura no podía ser más a propósito para que Santiago y yo continuásemos sin riesgo alguno, por el lado allá de nuestras avanzadas, el reconocimiento artístico que íbamos haciendo... Me agregué, pues, al general García, y, pasados unos pocos minutos, hollábamos ya terrenos todavía vírgenes de pisadas de nuestras tropas...

-¡Buena ocasión para ver el Cementerio Cristiano! -me dijo entonces Santiago, llamándome aparte.

-¡Cómo! ¿Qué cementerio?

-El destinado por los moros a recoger los restos de los católicos y protestantes que mueren en esta tierra.

-¿Qué dice usted? ¿Los moros entierran a los cristianos?

-Sí, señor; lo cual es tanto más de agradecer, cuanto que (como usted sabe) si algún mahometano muriese en España, no encontraría ni la sombra de un árbol en que dormir el sueño eterno...

-¡Oh.... sí! ¡Los moros son hospitalarios hasta con la muerte! -dije yo por decir algo.

En esto habíamos llegado ya a un pequeño recinto cercado de pitas, cubierto de copiosa hierba, y atravesado de norte a sur y de oriente a poniente por dos fajas de empedrado que se cruzan en el centro de la final morada.

-¡Ahí tiene usted el famoso Cementerio Cristiano! -exclamó mi amigo.

No le respondí. Yo había formado ya una composición de lugar, y encontrado que nuestro enterramiento era inmejorable. Aquella extensa cruz, trazada con menudas y blancas piedras sobre toda su superficie, parece como que estrecha entre sus brazos a los fieles que yacen en aquel suelo enemigo... Creyérasela un escudo que los protege, una madre que los cobija, la espada de un querubín que los guarda.

Anchos y profundos fosos, abiertos por la parte interior de la cerca, rodean completamente el lugar sagrado, convirtiéndolo en una especie de isla... (¡así debía ser!); y el Martín, que pasa besando aquella fúnebre colonia de europeos, suspira blandamente al alejarse de ella, como si llevase a la mar algún mensaje de cariñosas memorias, o cual si compadeciese a los que bajaron a la tumba lejos de la patria.


Pocos pasos más alla vi en el suelo algunos surcos circulares.

-Aquí ha habido tiendas... -exclamé.

-¡Y no pocas! -respondió Santiago-. Mire usted por esta otra parte...

Era indudable que los moros habían tenido allí un gran campamento durante muchos días.

-Acamparían en este llano -observó el astuto mercader- cuando creían que los Españoles iban a empezar la campaña desembarcando en Río Martín...

-¡Nos llama los Españoles! -reflexioné yo con disgusto.

Millares de cáscaras de naranjas alfombraban, por decirlo así, el lugar que había ocupado el campo moro. La cebada esparcida por los sitios en que estuvieron sus caballos había nacido ya, y algunas manchas negras que se veían en el suelo eran de pólvora, disuelta por la lluvia... ¡Pobres marroquíes!

Más adelante, marchamos por una estrecha carretera empedrada. Esta carretera, o, mejor dicho, esta calzada, construida sobre un terreno muy pantanoso, se prolonga como un cuarto de legua, pasando sobre dos puentecillos de un solo ojo, labrados con piedra y cal, y echados, el uno sobre el Río Alcántara, y el otro sobre una cenagosa acequia.

Al fin del empedrado empiezan unas praderas extensas y lozanas, muy encharcadas casi todas; pero con tal disimulo, que no lo echa uno de ver hasta que el caballo se ha atascado en ellas.

Finalmente, volvimos a dar otra vez en el Río Alcántara, que culebrea mucho por el valle.

Allí se había detenido el general García buscando un vado, que acabó por hallar, y que le condujo a terreno más consistente.

Yo seguí en pos suyo, mientras que Santiago, por el bien parecer, o por no ser muy dado a aventuras bélicas, quedaba con su humilde cabalgadura a la orilla del río.

En cuanto a nuestros caballos, fatigados de luchar con el lodo o de resbalarse con las piedras, complaciéronse mucho en correr y caracolear sobre aquel prado, terso y mullido como una alfombra de terciopelo.

Así adelantamos otro cuarto de legua, siempre examinando el horizonte, donde no aparecía sombra viviente, o devorando con la vista a Tetuán, que iba agrandándose a nuestros ojos... De las tiendas moras estaríamos ya unos 1.700 metros.

En esto vimos alzarse blanca y espesa humareda al pie de las más bajas; oímos un lejano estruendo; percibimos en el aire una trepidación parecida al ruido de la locomotora, y vimos caer cerca de nosotros y sumergirse en la tierra una voluminosa bala de cañón.

-¡Tienen cañones! -fue nuestra primera frase.

Y yo sentí cierto patriótico remordimiento por haberlo deseado.

-Tiran de la llanura -dijo el general García.

-Es que han atrincherado, y artillado su campamento -añadió un ayudante, alargándole el anteojo.

Durante estas reflexiones había caído otro pesado proyectil al pie de nuestros caballos.

-¡No apuntan mal! -exclamaron los que habían corrido más cercano riesgo.

-Vamos adelante... -añadió tranquilamente el jefe de estado mayor.

Y aun avanzamos 500 metros andando al paso, mientras que los moros dispararon seis u ocho cañonazos más.

-¡Si creerán que vamos a tomarles el campamento veinte hombres solos! -iba yo pensando.

El general García se detuvo al fin.

Desde aquel paraje se distinguía perfectamente toda la llanura. Estudió, pues, la dirección de los tres ríos; el lugar de cada pantano; la naturaleza del terreno, y la disposición relativa de Tetuán y de los campamentos enemigos; y, después de ver venir otros dos o tres disparos muy bien graduados, y que, a haber sido hechos con proyectiles huecos, nos hubieran estropeado indudablemente, volvió grupas sin hablar palabra, y emprendió la marcha a Fuerte Martín.

Ya era tiempo, pues empezaba a llover. ¡Media hora había bastado para convertir la más transparente atmósfera en un celaje nebuloso!

¡Pero hoy, a lo menos, nos ha cogido el turbión con las tiendas plantadas!

En este momento, que son las once de la noche, llueve todavía con tanto ímpetu como si no hubiese caído una gota de agua hace diez años... ¡Pícaro Alá! ¡Cómo se conoce que es nuestro enemigo!

Sin embargo, yo estoy muy contento: 1.º, por haber conocido a Santiago; 2.º, por las muchas cosas que he averiguado hoy; 3.º, porque ya he oído zumbar sobre mi cabeza balas de cañón, y 4.º, porque ya sé que los moros tienen cañones...




ArribaAbajo- XXXI -

Contemplación


En el río, a bordo del San Cayetano. Día 19.

No ocurre novedad.

Desembárcanse muchos miles de raciones.

Empréndense las obras de fortificación de la Aduana (destinada a gran almacén de víveres, por si la mar vuelve a incomunicarnos con nuestros barcos) y la construcción de un Reducto en la extrema derecha de nuestra vanguardia, casi en el centro de la llanura.

(Se llamará Reducto de la Estrella, por tener la forma de tal.)

Tetuán sigue durmiendo, y los moros no se presentan por ninguna parte. Pero su campamento, cercado de trincheras, crece diariamente, apoyándose en el mismísimo llano, o sea en las las huertas de Tetuán.

Por lo demás, todo el resto del valle está por nosotros, y nuestros soldados se alejan durante el día hasta una legua de sus tiendas, sin encontrar ni un solo enemigo.

Vivimos con más comodidad, aseo y abundancia que antes. La proximidad de un gran río, la cercanía de un buen fondeadero y la curiosidad que inspira esta comarca, nos proporcionan recursos y distracciones, así como visitas de Gibraltar y del litoral español...

Todos los días llegan nuevos industriales y comerciantes, y va estableciéndose en la playa un gran Mercado, en el cual, si bien a peso de oro, hallamos muchas cosas de que carecíamos.

A mayor abundamiento, cerca de mi tienda se alza una Fonda Francesa, instalada en una barraca enorme, donde se pasan ratos muy agradables...

En fin, ya no hay cólera, sino muy poco y muy ligero en la División Ríos, que, como recién llegada, sufre los efectos de la aclimatación.

La campaña, pues, ha templado ya sus rigores.


Iriarte, los intérpretes y yo nos venimos por las tardes con Santiago a bordo de su falucho San Cayetano (anclado en Río Martín, muy cerca de nuestro campamento), donde nos aguarda una de aquellas estimulantes y sabrosas comidas que hacen célebre la cocina marinera.

Aquí, tendidos sobre cubierta, bajo un toldo hecho con una vela latina, aplicamos el vaso de cine a un voluminoso tonel de rico mosto, y hablamos indistintamente de España o de Marruecos, entre bocado y bocado, entre libación y libación.

Por la parte de proa se ve a Tetuán; por la de popa se extiende la Ría y el Mediterráneo.

A estribor se alzan todos nuestros campamentos, donde resuenan en este instante los acordes de una banda militar que toca la sinfonía de la Semíramis; detrás de las tiendas asoma el bosque de mástiles de tantos y tantos buques surtos en la rada.

Mirada así la playa, a la indecisa luz del crepúsculo, hace el efecto de una grande y populosa ciudad marítima. Las tiendas parecen más altas... El humo de los vivaques semeja salir de otras tantas chimeneas. Los rumores de mil conversaciones, el relincho de los caballos, los golpes de los mazos sobre las estacas, los gritos remotos de las maniobras de los marineros: todo remeda el ruido de los talleres, el estruendo de las fábricas, el eco de tareas, urbanas, y pacíficas.

En primer término se distingue el cuartel general del general en jefe, anchísima calle formada por corpulentas tiendas, en la cual se pasean, ahora mismo, como si fuera en el salón del Prado, O'Donnell y Prim, departiendo tranquilamente; varios oficiales extranjeros; el conde d'Eu (príncipe de la familia de Orleans), que ha llegado hoy, vestido con el honroso uniforme de húsar de la Princesa, y que militará a las inmediatas órdenes del general en jefe; muchos otros generales y oficiales; algunos paisanos; más de cien personas, en fin... Es completamente un simulacro de la vida social, que nos recuerda antiguas costumbres, llevando nuestra imaginación a Madrid, donde en este momento se estarán paseando tantos amigos nuestros, y tantas amigas...

A babor, o sea al otro lado del río, se descubre una campaña verde, sola, dilatada, que muere al pie de adustos montes velados ya por la vespertina niebla. En medio de esa campaña se ven unas trescientas vacas de nuestra propiedad, que pacen sosegadamente. Semejante cuadro pastoril tiene también su encanto, y habla al alma el dulce lenguaje de otros recuerdos más o menos bucólicos y permitidos...

Las estrellas empiezan a tachonar de puntos de oro la inmensidad del espacio. La luz del día se extingue lentamente. El mar, hoy apacible, reluce como un espejo de acero. Las aguas de la ría toman, por el contrario, cierto color de ópalo, cuya suavidad se refleja en mi fatigado espíritu...

Estos momentos de calma y de reposo, me infunden la más grata melancolía. Véome en posesión de un bien soñado, y experimento aquella plácida tranquilidad que produce la dicha a los que no están acostumbrados a ella. Aquí recuerdo aquella otra tarde que pasé hace mes y medio en los montes de Málaga, a la puerta de un cortijo, viendo a lo lejos el litoral de África, y oyendo el sordo eco de los cañonazos de la acción del 9 de noviembre... El deseo que me asaltó entonces de venir a la guerra, a seguir la suerte de mis compatriotas, y el anhelo anterior, que ha llenado toda mi vida, de visitar la tierra de los moros, vense ya realizados afortunadamente. ¡Esta es África!, ¡Aquel es Tetuán!... La espada del soldado aventurero me asiste ahora, como a ver la lira del trovador apesarado, como antes el báculo del peregrino que buscaba un nombre. ¡Todo es verdad en la vida!... ¡Quizá lo único que hay falso en ella es la idea de la muerte!

¡Morir!... ¡Yo no lo comprendo! Cuando todas las ilusiones terrenales se realizan; cuando toda necesidad tiene su satisfacción en la naturaleza; cuando todas las esperanzas mundanas llegan aquí abajo a seguro cumplimiento, ¿cómo no ha de realizarse, satisfacerse y cumplirse nuestro deseo de inmortalidad, nuestra ansia de conocer a Dios? El amor, la gloria, la ambición, los ensueños del artista y del poeta, todo llega a convertirse, al fin, en hechos evidentes y tangibles, en logros materiales... ¿Cómo ha de ser vana quimera el ideal más sublime, la inspiración más constante de nuestra alma?

¡Ah, sí! ¡La muerte es mentira! La muerte es despertar de un sueño, como dijo nuestro gran poeta.




ArribaAbajo- XXXII -

De cómo celebró el ejército de África los días del príncipe de Asturias.-Combate solemne.-Nuestra Infantería forma un cuadro.-El conde d'Eu.-La Caballería española y la marroquí.-Gran Parada.


Campamento de Guad-el-Jelú, 24 de enero.

Después de tres días de completo descanso para todo el ejército (menos para los ingenieros, quienes han trabajado sin cesar en el Reducto de la Estrella), despertonos ayer, 23, la poderosa voz de cien cañones, que, resonando en mar y tierra con redoblados ecos, nos hizo sospechar si se habría prolongado nuestro sueño más de lo permitido, e irían ya muchas horas de reñirse una gran batalla a que estaríamos faltando ignominiosamente.

Empero poco después observamos que el alegre toque de diana se unía al ronco son de tan extraño cañoneo, lo cual quería decir que estaba amaneciendo en aquel instante... (Y, en efecto, el lienzo de nuestras tiendas filtraba apenas una dudosa claridad.) ¿Qué significaban, pues, aquellos cañonazos tirados tan a deshora?

Pronto supimos que estábamos a 23 de enero, día de San Ildefonso, y día, por consiguiente, del presunto heredero de la Corona de España... Aquellos cañonazos eran, por consiguiente, salvas de pólvora sola.

Todos opinábamos lo mismo. Un día semejante no podía pasar como cualquiera otro. Los moros acudirían, como siempre, al reclamo de nuestros cañones: si sabían que celebraban una fiesta, para turbarla, y si habían tomado los disparos por un segundo desafío, para recoger el guante y sostener el duelo al abrigo de sus nuevas trincheras.

Equipose, pues, de guerra todo el mundo desde la primera hora del día; ensilláronse los caballos preventivamente; diose la orden de acelerar los ranchos; requirió sus armas cada uno, y cundió, en fin, por todo el campamento aquella febril animación y bárbara alegría que son ya entre nosotros indicio cierto de la proximidad del combate.

Y el caso fue que nuestros presentimientos se cumplieron.

-¡A caballo! -se oyó decir en el cuartel general a eso de las nueve-. ¡El general O'Donnell va a montar!... ¡Parece que se ven moros!

Montaron, pues, también los cuarenta o cincuenta jefes, oficiales y agregados que constituyen el cuartel general, y seguido de ellos y de su escolta de carabineros y guardias civiles, tomó el general en jefe el camino del Reducto de la Estrella, atravesando por todos los campamentos, que le batieron Marcha Real, según es de ordenanza.

El Reducto se halla bastante adelantado. Constrúyese con tierra y hojas de pita, y su destino es conservar la comunicación entre la escuadra y el ejército el día que éste avance hacia Tetuán. Protegían ayer los trabajos dos escuadrones de caballería, un batallón de línea y un escuadrón de artillería de a caballo, a las órdenes del renombrado brigadier Villate.

Más de una hora permaneció el general O'Donnell en aquel Reducto, dando instrucciones para su pronta terminación y estudiando los intentos del enemigo. Pero este no se separaba de sus artilladas trincheras, como si, en lugar de prepararse a atacarnos, esperara una acometida de nuestra parte; lo cual nos hizo discurrir del siguiente modo:

«Los moros recuerdan sin duda, que nuestro ejército celebró el día de la Reina inaugurando la campaña, y temen que hoy, por ser día del príncipe de Asturias, demos el ataque a Tetuán

Con gran placer (me atrevo a asegurarlo) lo hubiera hecho así el general O'Donnell: pero aún necesitaba y necesita preparar muchas cosas antes de volver a tomar la ofensiva (entre otras, recibir y montar el tren de sitio). Por consiguiente, ayer mañana, viendo a los moros a la defensiva, regresó a Fuerte Martín, no sin profundo sentimiento del ejército.

Una hora habría pasado desde que volvimos a nuestras tiendas, y proyectaba ya cada uno la mejor manera de emplear el ocio cuando volvió a escucharse la misma voz que por la mañana:

-¡A caballo! ¡el general O'Donnell va a salir!... ¡Parece que nos atacan los moros!

A todo esto serían las doce, y brillaba con gran esplendor uno de esos hermosísimos días de enero que tan frecuentes son aquí y en Andalucía.

Todos volvimos a montar, teniendo que meter espuelas para alcanzar al general O'Donnell, quien ya atravesaba nuestros campamentos dando órdenes por sí mismo. Al general Ros le mandó que lo siguiese con su cuerpo de ejército; al general Galiano, que avanzase también con la división de caballería, y al general Ríos, que adelantase algunos batallones por la izquierda, para protegerla en caso necesario, mientras que dos escuadrones de artillería de a caballo y una compañía del Tercero de Posición emprendían la marcha rápidamente.

Entretanto, el enemigo, cansado de esperarnos delante de sus tiendas, se nos venía encima por todos lados, proponiéndose quizá apoderarse de las nuestras, o meramente con el santo fin de verter sangre española.

Al llegar O'Donnell al Reducto de la Estrella, ya se encontraban a tiro de fusil numerosos enjambres de infantería mora, mientras que su caballería (más copiosa y regular que nunca) descendía por la derecha, rebasando nuestro frente, y nos amenazaba por aquel flanco, bien que desde el lado allá del río de la Judería, que aún no se había atrevido a pasar. ¡Siempre la media luna! ¡Siempre el afán de envolvernos!

El animoso brigadier Villate esperaba tranquilo la llegada del general en jefe, defendiendo el Reducto con sus escasas fuerzas; pero tan hábil y valerosamente, que tenía a raya por todas partes los intentos del enemigo, sin apartarse del puesto que estaba llamado a sostener.

La situación podía ser crítica, y no debía perderse ni un momento... Mientras llegaba la infantería (que, naturalmente, no había podido seguir el galope del cuartel general), el conde de Lucena mandó avanzar por el blanco derecho al general García con doscientos caballos y con unas guerrillas de cazadores, que el general Ustáriz situó convenientemente, quedándose con ellas y dirigiendo sus comprometidas operaciones en medio de un incesante tiroteo. Porque hay que advertir que entre nuestras posiciones y el ejército enemigo había una larga serie de pantanos y lagunas, y que la acción estaba empeñada entonces de margen a margen; lo cual no podía dar otro resultado que mayores o menores bajas en unas u otras filas.

La caballería árabe, que seguía corriéndose hacia el mar por la derecha, volvió pies atrás y se replegó al centro del llano no bien vio avanzar aquella recia, aunque reducida falange de jinetes nuestros. Y fue que los moros comprendieron que nosotros, caminando siempre transversalmente, hubiéramos concluido por cortar su línea y dejar aislados y prisioneros (entre nuestros caballos, el mar, Cabo Negro y nuestro Campamento) a cuantos se habían atrevido a aproximarse a la playa.

Condensose, pues, el enemigo sobre nuestro frente, en tanto que nuevas fuerzas, viniendo del lado de Tetuán, nos amenazaban ya por la izquierda. Es decir, que en un instante cambió por completo la mutua posición de los combatientes y el plan de ataque de los marroquíes.

Estas continuas y rápidas mudanzas de los moros son, indudablemente, habilísimas, y ponen a prueba la previsión y la paciencia de los generales más experimentados. ¡Nadie sabe cómo se las componen unas tropas tan desorganizadas para comunicar a cada momento nuevos designios; para obrar concertadamente en las circunstancias más imprevistas; para ir y venir, variar de objeto, volver al intento que abandonaron, o disiparse como el humo, y todo ello uniforme y simultáneamente, según las peripecias de la lucha! Acaso no es ciencia ni obedecen a premeditadas instrucciones, sino que todos y cada uno se guían por un maravilloso instinto, semejante al de los ejércitos de abejas o de hormigas.

De cualquier modo, el general O'Donnell no había distraído sus fuerzas por la derecha, cuando parecía formalizarse allí la lucha, ni menos dejado desamparada su izquierda; antes bien había previsto la nueva evolución de los moros, y los aguardaba por el centro, con la artillería dispuesta, apuntando precisamente al sitio en que habían de intentar el segundo ataque.

Vinieron, pues, contra nosotros millares de infantes y de jinetes, lanzando bárbaros gritos, y llegaron a la orilla de las lagunas del frente, haciendo vivísimo fuego... Pero en esto empieza a tronar nuestra artillería: una espesa cortina de humo nos roba por un instante la vista del enemigo; y, cuando se aclara la atmósfera, vemos huir por todos lados a peones y caballeros, mientras que algunos se afanan, con riesgo de su vida, por arrastrar a los muertos y heridos que acaban de morder la tierra...

Sin embargo, no se ha acabado la acción... ¡Vive Dios, que la morisma es una brava gente!... ¡Apenas repuestos de la primera sorpresa, estudian la colocación de nuestros cañones; aclaran sus filas y vuelven al mismo lugar que acaban de bañar en sangre, esgrimiendo sobre su cabeza las argentadas espingardas y tirando contra nosotros en el momento de revolver sus caballos!... Los de infantería, por su parte, se arrastran cautelosamente entre la hierba, surgen de pronto ante nuestra vista; hacen fuego con la presteza del relámpago, y vuelven a arrojarse al suelo, tal y como los fantasmas se hunden por escotillón en los teatros...

Por lo demás, así entre los jinetes como entre los peones, había ayer gentes nuevas, o que, a lo menos, no recordábamos haber visto hasta entonces. Una pintoresca variedad de trajes había sucedido a la antigua uniformidad de sus blancas o pardas vestimentas. Quiénes vestían largos ropones encarnados, quiénes alquiceles azules y casquetes rojos; había muchos con jaique negro, y no pocos con abultados turbantes y ancho calzón amarillo o verde; pero todavía la generalidad llevaba la clásica y monumental vestidura blanca, siquier en todos se notara más lujo y ostentación que en los demás combates... Indudablemente, ayer nos las hubimos con tropas de rey, con soldados imperiales, con la flor del ejército marroquí.

Nuestros cañones acabaron de despejar el frente. El general O'Donnell se corrió entonces un poco a la izquierda para seguir los movimientos del enemigo (que el humo le impedía ver en el otro lado), y desde allí percibimos todo el ejército moro, disperso ya por la llanura, y en actitud devolverá sus reales, cual si ya se hubiese penetrado de la inutilidad de sus acometidas...

Pero, en esto, cierta guerrilla de la división del general Ríos pasó temerariamente una laguna próxima a la Aduana, y, llevada de un excesivo ardor, cargaba, o, por mejor decir, perseguía a la caballería mora; lo cual, si era cierto modo una imprudencia, no dejaba de ser al mismo tiempo un alarde de valor heroico que nos hizo palpitar de orgullo. ¡Ah! Nuevos en esta guerra; ansiosos de recibir el bautismo del fuego y de la gloria, aquellos soldados veían alejarse al enemigo sin haber tenido ocasión de demostrarle y demostrarnos a nosotros que eran dignos de figurar al lado de los vencedores de tantos combates; y, llenos de noble impaciencia, buscaban una ocasión de luchar con él separadamente y de vencerlo por sí solos.

Los marroquíes vieron a aquellos valientes separados de sus compañeros por una ancha laguna; y, creyendo llegada la hora de la venganza, volvieron sobre sus pasos y se dirigieron en considerable número contra la incomunicada guerrilla...

Pero el general Ríos volaba ya también en su auxilio, después de haber tratado (algo tarde) de contener tan intempestivo arrojo. Lanzose, pues, en la laguna a la cabeza de un batallón del regimiento de Cantabria; atravesó las ondas a paso de carga, con el agua hasta la mitad del cuerpo, y, unidos ya todos a la guerrilla, corrieron al encuentro de los musulmanes.

Mas si el general Ríos había sextuplicado la fuerza aislada que trataban de aniquilar los moros, estos, en cambio, habían centuplicado las huestes con que venían contra ella... ¡Puede decirse que todo su ejército se dirigía ya hacia aquel atrevido batallón, rodeándolo, envolviéndolo, acosándolo ferozmente, sin consideración alguna al fuego de nuestra artillería... ¿Qué les importaba morir, si ya estaban seguros de matar? ¡Mermarán en buen hora nuestras granadas sus enfurecidas huestes; pero el batallón de Cantabria había caído en su poder, y no dejarían escapar la presa ni aun a costa de toda la sangre marroquí!

¡Vana ilusión! ¡Quimérica jactancia! ¡El batallón se defenderá por sí mismo del formidable enemigo que lo cerca, y el general O'Donnell castigará a los insensatos que amenazan destruirlo!

O'Donnell había empezado por mandar al general Ríos que se detuviera, viendo mejor, sin duda, desde el lugar en que se encontraba situado, el espantoso riesgo que iban a correr los de Cantabria..., pero las lagunas impiden que la orden llegue con oportunidad. Decide entonces correr en su socorro, y aun aprovechar aquella ocasión para derrotar nuevamente a los africanos, haciéndoles pagar caro su intento...

Su plan es instantáneo, enérgico, decisivo, como las circunstancias. El general Galiano, jefe de la caballería, saldrá al escape por la derecha con los dos escuadrones de Lanceros de Farnesio, con una sección del regimiento de albuhera, y con la escolta del general en jefe, compuesta de carabineros y guardias civiles de caballería; lo arrollará todo; pasará por pantanos y lagunas; envolverá el llano, trazando un ancho semicírculo, y cruzará como una tromba por en medio del ejército marroquí, hasta colocarse al lado del batallón de Cantabria. El general Ríos, entretanto, avanzará de frente con su cuerpo de ejército; se arrojará también por en medio de las lagunas, y volverá en auxilio del general Ros cuando se halle a la misma altura que él. El brigadier Morales de Rada, de la División Ríos, seguirá el movimiento iniciado por Cantabria, y protegerá a Galiano, cargando con su brigada de infantes al mismo tiempo que la caballería. La artillería, en fin, marchará también de frente; salvará todos los obstáculos; penetrará en el agua como todo el mundo, y se colocará en terreno sólido al lado de la Infantería del TERCER CUERPO.

Comunicado el plan a los que han de ejecutarlo, las cornetas tocan ataque; las trompetas de caballería repiten la tremebunda señal; parten nuestros jinetes por la derecha a galope tendido, y el TERCER CUERPO se lanza al agua sin vacilar un punto. El general en jefe, con su cuartel general, va al frente de la infantería...

Mil vivas, mil voces de «¡Adelante, y a ellos!» resuenan en todas partes. Los soldados caminan cubiertos por el agua hasta la cintura..., pero conservan la formación y avanzan impetuosamente. Alguno cae..., y desaparece bajo los turbios cristales de la laguna; mas, entretanto que consigue levantarse, vese aún sobrenadar su brazo derecho empuñando la carabina...

-¡Cuidado con las armas! -gritan los jefes-. ¡Que no se mojen!

-¡No hay cuidado! -responden los que cayeron, alzándose con el semblante lleno de lodo, pero inflamado y sonriente.

-Ya queda poco... ¡Adelante! -gritan más allá los oficiales.

-Ya queda poco... -repiten los soldados para infundirse ánimos unos a otros.

Y así llegan a la orilla opuesta. Y, según van llegando, se alinean como en una parada.

La forma de los pies y el color de botines y pantalones desaparecen bajo la masa de barro que han sacado de las lagunas... ¡Y así emprenden el paso de carga!... ¡Así corren al encuentro del enemigo!

La artillería, en tanto, cruza los pantanos al trote, con agua hasta los cubos de las ruedas, y ocultándose enteramente entre los borbotones de espuma que saltan a su alrededor... Las mulas bracean en las ondas y en el fango, sin encontrar fondo duro en que apoyar las manos. Pero cruje el látigo de los artilleros; mil gritos de ¡Hala! ¡Hala! alientan al ganado..., y todas las piezas pasan milagrosamente, sin que haya volcado ni una sola.

Con todo, ¡en un tránsito semejante se han empleado ocho, diez, doce minutos! ¿Qué ha sido durante este tiempo del amenazado batallón de Cantabria?

¡Oh dicha! ¡Oh gloria! ¡El batallón de Cantabria ha formado el cuadro!

El general Ríos y su estado mayor están encerrados dentro de él. Una legión inmensa de jinetes árabes lo rodea, acometiéndole por los cuatro lados al mismo tiempo, pero sin decidirse a asaltar aquella viviente fortaleza. En todas partes se encuentran frente a frente de redobladas filas de soldados, que (con la bayoneta calada unos y en actitud de resistirles cuerpo a cuerpo, y otros con las carabinas a la cara, haciendo un fuego nunca interrumpido) forman cuatro murallas de fuego y hierro, a las que no osan acercarse los asombrados moros! ¡Algunos temerarios que se atrevieron a lanzarse contra ellas a todo el correr de sus corceles, esperando conmoverlas y desordenarlas, se revuelcan ya en su propia sangre y en la de sus nobles brutos, dentro de la región de fuego que rodea el cuadro!

¡Loor a los valientes de Cantabria, los primeros que decidieron ayer la cuestión de si nuestros soldados se mantendrían inmóviles en medio de la caballería enemiga! ¡Loor al bisoño batallón y a sus bravos jefes y oficiales!

Allí, vuelvo a decir, dentro del cuadro, estaban el general Ríos y su cuartel general, y así mismo se habían encerrado en él la sanidad, la música, el capellán y el ilustre coronel Naneti, que mandaba el batallón de Cantabria. Entre ellos veíase a los heridos (que también los hubo), a los cuales hacían tranquilamente los médicos la primera cura.7 Nosotros aplaudíamos en lo íntimo de nuestro corazón a todos aquellos valientes, mientras que los escuadrones de lanceros y nuestra restante caballería, que acometió por la derecha, cargaban ya impetuosamente a los jinetes enemigos... Estos corren... Aquellos los persiguen, los alcanzan, pasan por en medio de ellos, y los alancean y acuchillan sin piedad. En pos de los nuestros cae una lluvia de balas que les dispara la vil morisma. ¡Pero adelantan siempre, y, para un español que cae, ruedan por el polvo diez marroquíes! Así recorren todo el llano, que los moros abandonan, por último, apartándose del heroico y ya libertado batallón de Cantabria... Y así llega la fuerza española al pie del campamento enemigo, donde se para y se rehace en formación, esperando nuevas órdenes del general en jefe.

Un lancero se presenta entonces al valeroso brigadier D. Francisco Romero Palomeque, que ha capitaneado esta brillantísima carga, y le entrega un estandarte que ha cogido a la caballería mora, dando muerte al que lo llevaba... ¡Bien por nuestra caballería! Era la segunda vez que luchaba cuerpo a cuerpo con la árabe; y ayer, como el día de Castillejos, recogía en prenda de victoria una bandera mahometana!8

Al mismo tiempo daban parte de que un joven, casi un niño, de bella y suave fisonomía, vestido con el uniforme de alférez de Húsares de la princesa, se había incorporado a los lanceros y tomado parte en la carga, distinguiéndose por su arrojo y bravura. Era el conde d'Eu, nieto del último rey de los franceses, Luis Felipe I de Orleans.

Dejamos a nuestra caballería muy cerca de los campamentos moros, y allí se reunieron también a los pocos instantes el TERCER CUERPO y la artillería con el general en jefe y su cuartel general...

De buena gana hubiera mandado el conde de Lucena dar un asalto a las tiendas de los marroquíes... ¡Todos los semblantes expresaban este deseo, y la solemnidad del día estimulaba los ánimos a tan gloriosa empresa! Pero eran las cuatro de la tarde: dos horas después sería de noche, y estábamos a más de una legua de nuestro campo, sin víveres, con pocas municiones y sin nada dispuesto para tan importante operación, que implicaba un cambio total en nuestros propios campamentos, en el plan de campaña y en los cálculos prudentísimos de O'Donnell; el cual no quiere fiar nada a la suerte, como lo fió en mal hora el imprudente D. Sebastián de Portugal...

No había, por tanto, otro remedio que renunciar una vez más a apoderarnos de un campamento que teníamos casi bajo la mano...

-¡Dejémoslo! ¡Otra vez sera! -decían los jefes a las tropas, para consolarlas del sacrificio que se les pedía de no empeñar ayer tarde otra refriega-. ¡Es cuestión de algunos días! Cuando el general en jefe dice que no conviene, sus razones le asistirán para ello. ¡Pero no tengáis duda de que pronto dormiréis dentro de esas tiendas!

Ordenose, pues, la retirada, de cuya dirección se encargó el general García... Y aquí principia la parte más solemne de la jornada de ayer. La tarde era tan apacible y deliciosa como había sido la mañana. El sol se ocultaba detrás de Tetuán, haciendo reverberar los elegantes alminares de sus mezquitas y resaltar más y más la blancura de las casas sobre el verde purísimo de las colinas o sobre el azul intenso de los cielos.

Algunas granadas pasaban zumbando por encima de nuestras cabezas, para ira a caer en el campamento enemigo, que no respondía a nuestro fuego. Aquellos disparos parecían los últimos truenos de una tormenta pasada, y eran el único rumor que interrumpía el silencio de la naturaleza, sumida en no sé qué sueño majestuoso.

La retirada de la infantería había principiado, y nosotros, desde lo alto de la llanura, veíamos moverse por las praderas remotas nuestros compactos batallones, que marchaban ordenada y tranquilamente, reflejando los últimos rayos de sol en sus triunfantes bayonetas.

Por otro lado, la caballería, inmóvil y tendida en batalla, como protegiendo aquella operación, entregaba a la suave brisa de la tarde las vistosas banderolas de sus lanzas, que ondulaban graciosamente como las amapolas entre los trigos.

La artillería, en fin, después de haber cañoneado muchas veces el campamento africano, y moviendo ya por ninguna parte enemigos que dispersar, tornaba lentamente hacia la playa, asemejándose sus largos y macizos trenes, dibujados en obscura silueta sobre el verde luminoso de los prados, a aquellas comitivas de carros griegos que se ven en los bajorrelieves de Fidias, y que representan el bélico poderío de Agesilao o de Epaminondas.

¡Ah! ¡Yo no he visto en toda la campaña un cuadro de guerra tan clásico y aparatoso como el de ayer! La amplitud del terreno, las grandes distancias ocupadas por nuestras tropas, y la pura diafanidad del ambiente, prestaban fantástica grandeza a la perspectiva.

Partimos, por último, también nosotros. El cuartel general de O'Donnell, se había aumentado con el de Ros de Olano, con el de Ríos y con Prim y algunos ayudantes suyos que habían acudido como espectadores al teatro de la acción. Éramos, pues, más de cien jinetes, de variado uniforme, de distintas armas, de diversas graduaciones, paisanos algunos, otros extranjeros, todos amigos...

Marchábase sin formación ni orden, en animado y revuelto grupo, al trote de los impacientes caballos, alegres como nosotros con la expectativa de un próximo descanso... Los generales iban reunidos, al frente de tan lucida cabalgata.

De pronto hizo alto el general en jefe, con lo que ya supondréis se detuvo también todo el mundo, y buscando con la vista al conde d'Eu, que formaba parte de la comitiva, exclamó ceremoniosamente:

-Monseñor...

El Príncipe llevó su mano a la visera, y se acercó a O'Donnell.

-Monseñor -prosiguió este-: Vuestra Alteza ha hecho hoy sus primeras armas con la bizarría propia de los que llevan el ilustre apellido de Orleans, habiendo añadido un nuevo timbre a los muchos que distinguen su augusta Casa. Yo me ufano de que V. A. haya recibido bajo mis órdenes el bautismo de fuego, y tengo la honra de nombrar a V. A., en uso de las facultades que me ha conferido S. M. la Reina de España, caballero de la Orden Militar de San Fernando.

Así diciendo, el general en jefe pidió a uno de sus ayudantes una placa de dicha cruz que llevaba al pecho, y la entregó al joven conde d'Eu.

Este, ruborizado y conmovido, dio las gracias al general O'Donnell, y colocó en su dormán de húsar la insignia española, con tanto orgullo como alegría.


Volvimos a pasar las Lagunas.

Una vez a la otra orilla, empezamos a encontrar los batallones que regresaban del combate, y que, a la aproximación del general en jefe, se iban formando en recias masas. Con gallardía, pues, y un aire marcial que no les hubiera dado el mejor artista, presentaron las armas al que tantas veces los había llevado a la victoria; y al mismo tiempo las músicas tocaban la marcha real, cuyos magníficos ecos se prolongaban por la serena atmósfera, hasta resonar en las montañas vecinas...

¡Era, sí, una gran parada! ¡Era, casualmente, la celebración de la fiesta nacional del día!

Y el cuartel general avanzaba; y allá, de muy lejos, otros batallones, que caminaban hacia su campo, le enviaban el mismo saludo; y la armonía triunfal no cesaba ni un momento, sino que, por el contrario, resonaba a la vez en diferentes regiones de la Llanura...

Anochecía ya. Detrás de nosotros iba estableciéndose el cordón de escuchas o de centinelas que guardan nuestros campamentos por la noche. Es decir, de trecho en trecho quedaba un soldado solo, con su arma al brazo, inmóvil y como clavado en su puesto. Aquello, visto a cierta distancia, de oriente a poniente, como nosotros lo veíamos, en la hora fantástica del obscurecer, y en una planicie tan desarbolada, producía un efecto misterioso, pues se dijera que aquella fila de hombres solitarios, cuyos sombríos cuerpos se destacaban y perfilaban en negro sobre el diáfano ambiente del crepúsculo, era una serie de gigantes que tocaban con la cabeza en el cielo, o una hilera de espectros luctuosos que venían del campo enemigo a reclamarnos la vida que acabábamos de arrebatarles.

Ganamos, al fin, las trincheras por un punto donde, en virtud de orden del general en jefe, se aguardaba el batallón de Cantabria, formado en masa y con la bandera desplegada al viento...

O'Donnell paró su caballo frente al bizarro batallón, y lo arengó de esta manera:

«¡Cantabria! El primer día que habéis entrado en fuego os habéis conducido como un batallón de aguerridos veteranos. Estoy muy satisfecho de vuestro esforzado comportamiento. Soldados: ¡Viva la Reina!»

Este viva fue contestado unánime y ardientemente, y seguido de otro al general O'Donnell.

Un momento después descansábamos todos en nuestras tiendas.

Así terminó aquel paseo militar y dio fin la jornada del 23 de enero, que nos costó ocho muertos, cincuenta heridos y cuarenta contusos.

Réstame decir que el ejército de África ha deseado que la bandera cogida ayer a los moros sea regalada al príncipe de Asturias, a quien se dedicó desde el primer momento la acción, a fin de solemnizar sus días.




ArribaAbajo- XXXIII -

La noche después de una acción


El mismo día.

Con motivo de esta propia festividad, anoche hubo en algunas tiendas un rato de animada, soirée, en que se cantaron coros, se bebió alguna botella de buen vino, se jugó con moderación, se contaron cuentos, se refirieron historias de amores, se ensayaron las fuerzas echando el pulso, se escribieron versos aun por los más profanos, se disfrazaron de moros algunos hombres graves, y se rió, en fin, a más no poder, y con razón o sin ella, hasta que sonó el toque de silencio.

Yo asistí a la tertulia de los jefes y oficiales de carabineros de la escolta. A uno le habían matado el caballo; otro había perdido el sargento de toda su confianza; el de más allá se curaba una ligera herida; algunos nombraron dos o tres veces a cierto compañero que acababa de morir del cólera en Ceuta, y de quien se hablaba a propósito de su cama o de su caballo (no me acuerdo bien), que había quedado vacante... pero todos estaban de muy buen humor.

Son estos carabineros una bizarra y cordialísima gente, acostumbrada a sufrir en tiempo de paz trabajos no menos rudos que los que soportamos todos ahora. Los servicios que prestan, siempre en despoblado, persiguiendo contrabandistas o ladrones, les han hecho connaturalizarse con la soledad, con la intemperie, con la hoguera del pastor, con la desmantelada venta, con el miserable cortijo. Para ellos, pues, la tienda es un palacio, la vida de campaña una festividad, y la pelea una feliz ocasión de repetir en público (como, por ejemplo, esta tarde) los mismos hechos de armas que tantas veces acometieron en secreto. ¡Qué serenidad la suya!, ¡qué llaneza!, ¡qué conocimiento de todo género de peligros!, ¡qué experiencia del mundo y de los hombres!, ¡qué resistencia contra el sueño, contra el hambre, contra las enfermedades, contra las inclemencias de la atmósfera!

Yo no olvidaré nunca el efecto que me producían anoche aquellos hombres curtidos por toda una vida de ásperos afanes, al verlos en apiñado grupo y fatigosas posturas, bajo el lienzo de su reducida tienda, tan contentos y satisfechos como si no esperaran ni recordaran un momento de mayor bienestar y reposo.

Llamó, sobre todo, mi atención un teniente de bastante edad, fuerte como una encina centenaria, que bebía en silencio, echado boca abajo sobre un cajón que había tenido municiones. Cuando se entonó el coro en que vinieron a parar las libaciones, todo el mundo cantaba una estrofa, cuyo principio era:

¡A beber! ¡A beber!, etc.

El viejo carabinero (catalán, si no me equivoco), en vez de repetir lo mismo que los demás, decía con una voz desapacible y ronca:

¡A vivir! ¡A vivir!, etc.

Fuera intencional o casual esta variante, siempre revelaba un consuetudinario apego a la vida tan franco y natural, que me hacía reír y entristecerme al propio tiempo y mirar con cierto respeto a aquel valeroso anciano que brindaba modestamente por la conservación de su existencia.

Tal fue la noche de ayer. En cuanto al día de hoy, ha transcurrido monótonamente, sin añadir ni una sola línea importante a mi libro de memorias.




ArribaAbajo- XXXIV -

Juramentos y promesas de dos moros


25 de enero.

Anoche hubo una ligera alarma: los moros vinieron en medio de las sombras, a derribar los trabajos hechos en el Reducto de la Estrella; pero nuestros centinelas los avistaron y les hicieron fuego, con lo que terminó el incidente.

Hoy han llegado de Ceuta dos de los prisioneros moros que visité hace dos semanas, y se les ha encerrado en el Fuerte Martín, por cuya plataforma se paseaban esta tarde, dirigiendo a Tetuán miradas de afectuosa pena...

Ambos se han ofrecido espontáneamente a servirnos de espías si se les pone en libertad; y aunque la proposición tiene todos los visos de estratagema esencialmente moruna, el general en jefe ha accedido a soltar a uno de ellos, considerando que lo peor que puede sucedernos si no vuelve, es tener un cuidado menos y un enemigo más; pero enemigo que aterrará a sus compatriotas cuando les describa nuestra fuerza, nuestro poder, el número de nuestros cañones, la fabulosa abundancia de municiones y víveres que tenemos de repuesto, y otras muchas cosas que habrá observado en Ceuta, en el mar y en nuestros reales.

Sin embargo, el prisionero no ha sido puesto en libertad sin ciertas condiciones, que han dado margen a interesantísimas escenas...

Primeramente, se sometió a los dos moros la cuestión de cuál de ellos había de quedarse en nuestro poder como garantía de la próxima vuelta del campamento africano... Los prisioneros de que se trata son el primero y el tercero (siguiendo el mismo orden con que os los fui describiendo en Ceuta): esto es, el viejo de fisonomía innoble, pero muy inteligente, que dije entonces, y aquel moreno tosco y feroz, que parecía tan diligente montañés como terrible soldado. El viejo se llama Abdalla y habla español, y el otro se llama Aben-Amurat.

El apuro en que poníamos a los dos era muy grave. El que partiera debía fingir que se había escapado de su prisión; pasar un día en el campamento de Muley-Abbas; adquirir todos los datos posibles acerca de los planes de este, del número de sus tropas y del espíritu que las anima, y volverse a los tres días a nuestro campo, en cuyas avanzadas lo aguardaría la escolta que había de acompañarlo al salir. La recompensa de tan infame traición consistiría en una gruesa cantidad de dinero (¡cosa de unos 1.000 reales a cada uno!), con la cual pasarían a establecerse en la Argelia, adonde nosotros nos encargaríamos de conducirlos. En cambio, el que se quedara aquí respondería con su cabeza del cumplimiento de la palabra empeñada por el otro.

Dicho se está que semejante amenaza no pasaba de ser una frase de efecto, y que a nadie se le ha ocurrido degollar al que se ha quedado, aunque el otro falte a su promesa..., que es lo más verosímil... Pero ellos tomaron el asunto por lo serio, y conferenciaron más de una hora en presencia de Aníbal Rinaldy.

¡Yo los veía también! Estaban sentados sobre las piernas, frente a frente, o, por mejor decir, rodillas contra rodillas, en un ángulo de la prisión, y de las anchurosas mangas de sus jaiques salían los desnudos brazos a animar y como a solemnizar el diálogo con aquellos lentos, enfáticos y severos ademanes que caracterizan las conversaciones de los agarenos.

A cada instante colocaba el uno su mano derecha sobre el pecho del otro, y se la llevaba después a la frente o a los labios, como dando a entender que lo que decía la boca debía ser la verdadera idea de la cabeza y el verdadero sentimiento del corazón. Otras veces el viejo dejaba caer sus dos manos sobre los muslos tendidos del joven, y lo miraba intensamente, como si quisiera leer en sus ojos las intenciones. Por último, diéronse la mano de la manera que ya sabéis (como entre nosotros se da el agua bendita), besándose después las yemas de los dedos, y se levantaron.

-¿Estáis convenidos? -les preguntó Aníbal Rinaldy.

Por toda contestación diéronse la mano nuevamente, encajando dedos entre dedos y cruzándolos con ahínco; abrazáronse primero con el brazo derecho, luego con el izquierdo, y Abdalla murmuró algunas frases en árabe, cerrando los ojos como si experimentase una especie de éxtasis.

-¿Qué dice? -le pregunté a Rinaldy.

-Ha recitado estos versículos del capítulo XVI del Corán:

«106. En verdad, Dios no dirige a los que no creen en sus signos; pero los reserva un castigo cruel.

»107. Los que no creen en los signos, cometen una mentira y son unos embusteros.

»108. El que después de haber creído se haga infiel, siendo obligado a ello, y no tomando parte su corazón, no es culpable. Pero la cólera de Dios caerá sobre el que abra su corazón a la infidelidad, y un castigo terrible le aguarda.


»111. Pero Dios es indulgente y está lleno de misericordia con aquellos que han abandonado su país después de haber sufrido desgracias, y que luego han combatido por causa de Dios soportándolo todo con paciencia.»

-Me admira -exclamé yo- que este endemoniado salvaje sepa tanto.

-¡Quizá no sabrá otra cosa! -me respondió Aníbal- Todos los moros tienen en la memoria el Corán, verso por verso. Vea usted, si no, cómo repite las mismas palabras este otro musulmán, no menos endemoniado ni salvaje...

En efecto, Aben-Amurat repetía el sagrado texto citado por Abdalla.

-Conque ¿cuál se queda? -les preguntó nuestro joven intérprete.

-¡Me quedo yo! -respondió el anciano, cuya vulgar fisonomía se revistió de cierta grandeza-. Yo me quedo, y este se marcha; después vuelve este, y nos marchamos yo y él; y ya no volvemos aquí nunca ni él ni yo, ni los dos juntos.

-¡Eso es! -respondió Aníbal, respetando aquella singular retórica, a que estaba tan acostumbrado-. Cuando vuelva Amurat, los dos sois libres.

-¡Libres! -repitieron ambos moros, extendiendo las manos, cual si ya divisaran horizontes ilimitados.

-Y si Amurat no vuelve -dijo Abdalla, cogiendo mi mano, y obligándome a figurar que yo le cortaba el cuello con ella al otro moro, como con una gumía-, los cristianos le cortarán la cabeza dentro de tres soles.

-Amurat vuelve -respondió Amurat, besándose la mano, después de llevársela al corazón.

Abdalla, levantó los ojos y las manos al cielo, como pidiendo a Dios que fuese testigo de aquella promesa.

-¿Volverá? -le pregunté yo a Rinaldy en castellano.

-¡Si puede, sí! -respondió mi amigo-. Pero es muy fácil que los moros lo maten al verlo, sospechando todo lo que está sucediendo en este instante.

-¡Mira!... -le dijo a Aníbal el viejo Abdalla, interrumpiendo nuestra conversación y llevándonos aparte-. No le deis ahora dinero a Amurat, pues los moros le preguntarían de dónde lo había sacado, y él se pondría triste para mentir, y ellos le cortarían la cabeza, y vosotros me la cortaríais a mí dentro de tres soles. Dadle un duro nada más, para que coma, y dadme a mí los otros 49 duros suyos y los 50 míos, que hacen 100 duros menos uno; y si no vuelve Amurat y vosotros me cortáis la cabeza, os podéis quedar otra vez con todo el dinero; pues, como yo estaré entretanto encerrado en esta torre, no habré podido esconderlo en el campo debajo de una piedra, ni cerca de un árbol, ni en el sepulcro de un moro muerto, y marcharme al Rif, para volver dentro de muchos años, cuando ya os hubieseis ido a España, a buscar mi tesoro..., sino que el día de mi muerte encontraréis todo el dinero en esta prisión, donde no puedo esconderlo, pues el centinela lo vería, aunque yo lo escondiera de noche, y os lo contaría por la mañana.

-Todo eso está muy bien -respondió Aníbal- pero hasta que vuelva Amurat y te declaremos libre, ¿qué falta te hace el dinero? Si es que no te fías de nosotros, ¿no se te ocurre que siempre podríamos quitártelo a la media hora de habértelo dado? Y, por otra parte, ¿qué te propones tú al querer conservar el dinero de tu amigo?

-¡Te diré! -respondió el moro con una sonrisa astuta y delicada-. Si vosotros me dais ahora el dinero, y Amurat vuelve antes de tres soles (como yo le pido a Alá y espero de la formalidad de mi amigo), vosotros, aunque tengáis muy mala memoria, no podréis ya olvidaros de pagarnos; ni, aunque tengáis más ocupaciones que hoy, os veréis obligados a dejarlas para contar el dinero de los pobres moros; ni, aunque te mueras tú y todos los cristianos, quedará nuestro trato sin cumplimiento por falta de testigos que declaren que nos debéis esa cantidad; ni podrá haber pleito con vosotros sobre si el espionaje se ajustó en tanto o en cuanto, puesto que nosotros no pediremos más de lo que hayamos recibido, si lo hemos recibido todo, ni vosotros nos lo daríais, aunque lo pidiéramos. En cuanto al dinero de Amurat, deseo conservarlo en mi poder porque nos hemos instituido recíprocamente nuestros herederos, y él pudiera morir o faltar a su promesa, y vosotros perdonarme la vida. ¿Qué nuevos despropósitos puedes responder a todo esto?

-Que tienes mucha razón, pero que hasta que vuelva Amurat no se os dará lo prometido.

-¡Bueno!... -respondió Abdalla, con el estoicismo del sabio que desespera de que lo comprendan.

Y, sentándose en sus pies, se puso a fumar tranquilamente.


Al anochecer ha partido para la aduana, escoltado por dos guardias civiles. Desde allí, antes de rayar el día, se dirigirá al campamento moro, y nuestras avanzadas le harán fuego, aunque sin apuntarle, a fin de que su simulada fuga tenga alguna verosimilitud.

La despedida de los moros ha sido solemne, rápida, silenciosa. Hanse dado la mano de muchas maneras distintas, y Amurat ha marchado sin hablar palabra.

El solitario Abdalla fumaba reposadamente cuando yo le dejé hace un instante.

¡Pobre viejo! ¡Qué ganas se me han pasado de darle a entender que su vida no correrá peligro aunque Amurat no vuelva! Ya cuidaré de que se lo diga pronto quien tenga autoridad para ello.




ArribaAbajo- XXXV -

Tetuán despierta


Día 26 de enero

Esta mañana a las cuatro se oyeron dos o tres tiros hacia la aduana.

-¡Ya es libre Amurat! -dije yo en mis adentros, mientras que algunos de mis compañeros de tienda, que no estaban en el secreto de lo que sucedía, se preparaban a levantarse, creyendo que se trataba de un ataque matutino como el del primer día de Pascua.

-¡Ya es libre Amurat! -volví a decirme, en tanto que reconciliaba el sueño, y esta palabra libre resonó en mi imaginación de una manera tan vibrante, que desde aquel momento no he vuelto a abrigar confianza alguna en que el libertado moro torne a parecer por nuestro campo. Quizá él abjuraba en aquel mismo instante todas sus promesas, comprendiendo que la libertad es preferible a un puñado de plata; que la patria no vale menos que un juramento, y que O'Donnell es incapaz de quitar la vida al pobre viejo que se ha quedado en rehenes.

Ahora, que son las dos de la tarde, oímos nutridas descargas en el campamento enemigo...

¿Cuál puede ser su causa? ¿ Festejarán a algún gran personaje recién llegado? ¿Habrá venido el Emperador en persona a tomar el mando de su ejército?

Esto es más posible, e induce a creerlo el ver sobre el alminar de la Mezquita Mayor de Tetuán una bandera blanca y un extenso gallardete amarillo, que ondean a merced del viento...

Como quiera que sea, este brusco despertar de Tetuán ha excitado fuertemente mi fantasía.

-¡Conque la ciudad está habitada! -me he dicho-. ¡Conque existe! ¡Conque se adhiere al ejército acampado a sus puertas!

Empiezo, pues, a imaginarme nuevos y desconocidos sucesos. Adivino la defensa de la plaza; veo en lontananza el bombardeo, el asalto, el escalamiento, la brecha, la entrada a saco, el incendio, los ayes de las víctimas, el cuadro completo, en fin, el pavoroso y magnífico cuadro tantas veces descrito por los poetas de todas las edades...

Y, sin embargo, todo esto me parece mejor que mis anteriores presentimientos. Tetuán vigilante es menos pavoroso que Tetuán dormido. La expectativa de una toma a viva fuerza no me aterra tanto como la de encontrar desiertas sus calles y sus casas. El negro de la mecha; la pólvora inflamada; Tetuán volando en escombros, y nuestro ejército aniquilado por ellos, atormentaban continuamente mi imaginación...

Ello dirá. El día no puede tardar mucho, y yo lo aguardo con la pluma en ristre. ¡Diérame Dios el numen de Tasso o la fácil vena de nuestro Ercilla, y no en humilde y desbarajustada prosa, sino en acordadas cláusulas y numerosos versos, te cantaría los últimos libros de esta epopeya! Y, aun careciendo de tan especiales dotes, tal vez ensayara algunas veces dejar la péñola por la lira, si las fatigas de la campaña, y el tumulto que me rodea a todas horas, me acordasen treguas de soledad y descanso en que departir a solas con mi pobre musa.


Nada más por hoy.

Ha hecho bastante calor, a pesar de la fecha; y ahora, que principia a anochecer, empieza a sentirse un relente sumamente nocivo, que tiene ya en el hospital a muchos de nuestros soldados. ¡En todo es igual esta naturaleza formidable! Pero ¡qué bella y resplandeciente, en medio de todos sus horrores!... ¡Qué cielo, qué montes, qué campiñas!

Está anocheciendo, como digo. La luna de enero, la más plácida y luminosa del año, muestra ya un estrecho limbo de oro, tendido en el cielo de poniente, sirviendo como de simbólico remate a la torre de la mezquita mayor de Tetuán. Más alto y esplendoroso que la creciente luna, tiembla sobre la alcazaba el lucera de la tarde, el melancólico Héspero, el dios que preside a las tristezas de los que vagan solos por el campo, llenos de lúgubres memorias o de irrealizables anhelos.

Entretanto, cánticos españoles resuenan al otro lado del río... Será algún soldado que vuelve cargado de leña y que, al verse solo y en la penumbra, fuera de nuestras trincheras, previene de ese modo a los centinelas avanzados: «que no tiren, que el que llega es compatriota y amigo»...

Por lo demás, figuraos el efecto que producirá la rondeña que viene cantando aquel hijo de alguien, aquel antiguo habitante de algún pueblo, aquel español expatriado...

La copla última que le he oído esta tarde decía así:


Algún día llorarás,
Cuando ya no haya remedio:
Me verás y te veré,
Pero no nos hablaremos.

Concluyo dándoos la noticia de que el viejo Abdalla sabe ya que nada tiene que temer por su pobre cabeza, aunque Amurat no regrese a nuestro campo.




ArribaAbajo- XXXVI -

Fortificaciones.-El vapor, el ferrocarril y el telégrafo en Marruecos.-Reconocimiento.-Un espía.-El general Zabala.-El gobernador de Gibraltar.-El tren de sitio.


Día 27 de enero.

Pasó otro hermosísimo día de sol, que no ha alumbrado nada nuevo.

Como viernes que ha sido, hanse visto banderas sobre todas las mezquitas de Tetuán.

-Hoy es el domingo de los moros... -ha exclamado muchas veces Santiago.

Nuestras fortificaciones adelantan de una manera maravillosa. Ya están concluidos los fosos y parapetos que han de defender a Fuerte Martín el día que levantemos el campo. La aduana ha sido rodeada también por una extensa y sólida trinchera. Dentro de ella quedan encerrados algunos edificios de tablas, que se han construido para almacenar municiones, así como dos grandes tinglados, en que hay ya de repuesto un millón de raciones, además de las que se desembarcan incesantemente para la provisión diaria del ejército.

Formando ángulo recto con estos dos fuertes se encuentra el Reducto de la Estrella, de que ya os he hablado, llamado así por tener la forma de una estrella de seis puntas. Largas trincheras enlazan estas tres soberbias posiciones, que, unidas a los ríos y lagunas, constituyen una respetable defensa de nuestra base de operaciones.

También se ha planteado esta semana un ligero parque de artillería, y se ha alistado todo lo necesario para desembarcar y montar el tren de sitio, luego que llegue, que dicen será mañana sin falta.

En cuanto a los moros, trabajan también incesantemente. Su campamento, centinela avanzado de la ciudad, está rodeado de baterías, fosos, parapetos y trincheras. La espuerta y la pala no descansan tampoco entre ellos. Pasan de mil hombres los que, merced a los anteojos, vemos ir y venir continuamente alrededor de sus posiciones, cargados de ramajes, pitas, piedras y cuanto puede servirles para fortificarse.

Indudablemente se preparan grandes sucesos.

Día 28.

Terrible alarma antes de amanecer... Los moros trataban de inutilizar las obras del Reducto de la Estrella, creyéndolo desguarnecido; pero habiéndose hallado con que, no obstante lo extraordinario de la hora, los recibíamos a balazos, han huido en precipitada fuga.

Llega el tren de sitio.

De los buques en que ha venido se le ha trasladado a grandes lanchones, remolcados por vapores de poco calado, que han podido pasar la barra, hender las aguas de la ría y subir hasta la aduana.

Es la primera vez, según Santiago, que penetra en el Martín un barco de vapor. ¿Qué dirán los moros al ver subir por el río esas columnas de negro humo?

Nosotros contemplamos esta inauguración con patriótico regocijo, envaneciéndonos de que sea España la primera que despliegue en marruecos el lujo de la cultura europea. Y no es que nadie atribuya a estos hechos más importancia de la que realmente tienen; ni tan siquiera es que yo confíe en que pueda arraigarse la posesión que hoy tomamos de esta comarca... ¡No! Si tal esperanza pude concebir antes de venir a Marruecos, ya la he modificado o aplazado indefinidamente.

Con todo (lo repito), nos entusiasma considerar que los españoles hemos traído a este caduco y estacionario imperio los más opimos frutos de la civilización. Un barco de vapor rompe hoy las ondas del Guad-el-Jelú..., y esta nave ostenta el pabellón amarillo y rojo. Ayer quedó establecido un telégrafo eléctrico entre Fuerte Martín y la aduana, y el vívido alambre, al transmitir el pensamiento humano, lo hacía en el habla de Castilla. Mañana quedará tendido un ferrocarril sobre este llano, y será también España la que dé su nombre a ese camino.

«Pero ¿qué significa todo eso? (diréis acaso). ¿A qué sellar tan solemnemente un suelo que no nos proponemos conservar, que para nada necesitamos, y que sería hoy un gravamen en nuestro poder?»

Vamos por partes, señores míos. Estas grandes y costosas obras (como las llaman los periódicos madrileños) no se construyen para empeñar prendas con el porvenir, sino para satisfacer urgentes necesidades de la guerra. El camino de hierro, v. gr., no pasa de un par de kilómetros, y es, en resumen, un medio cómodo y decente de trasladar nuestro inmenso material de guerra a través de esa pantanosa llanura... El telégrafo es también necesario, estrictamente necesario, para mantener una rápida inteligencia entre el cuartel general y la escuadra el día que marchemos sobre Tetuán... En cuanto a los barcos de vapor..., no creo que estábamos en el caso de anularlos, a fin de no comprometernos con la historia.

Y es todo lo que tengo que responder por la presente.

Las satisfacciones mencionadas no han sido las únicas que hemos experimentado hoy.

Otra muy tierna hemos sentido al ver desembarcar en Fuerte Martín al general Zabala, de regreso de Ceuta, muy aliviado de su parálisis y dispuesto a continuar la campaña. En seguida se ha vuelto a encargar del mando del SEGUNDO CUERPO, que con tal bizarría ha desempeñado internamente el general Prim, y en este mismo instante las músicas de los regimientos que ambos caudillos han llevado a la victoria, dan al uno la serenata de despedida y al otro la felicitación por su llegada.

El conde de Reus volverá a encargarse del mando de la división de reserva, que, unida a la del general Ríos, formará un CUARTO CUERPO de ejército.

Día 20.

Domingo.

Se dice misa sobre la plataforma de la Aduana, y la oye todo el ejército, formado en la llanura.

Llegan nuevos oficiales extranjeros a estudiar esta guerra, e ingresan en el cuartel general de O'Donnell. Ya los hay suecos, austríacos, bávaros y rusos.

Al fin de la misa, se hace un gran reconocimiento loor todo el llano. El cuartel general cruza las lagunas con agua hasta las cinchas de los caballos. Vadéase el Río Alcántara por diferentes puntos, y se eligen aquellos en que han de echarse puentes el día de nuestro ataque.

El general García, algunos ayudantes y la escolta llegan hasta cerca de las huertas de Tetuán. Yo voy con ellos. Los moros nos hacen fuego de cañón, y el agua que levantan los proyectiles al caer cerca de nosotros, nos salpica de pies a cabeza. Estamos a tiro de fusil de las trincheras enemigas, cuya importancia y disposición observa escrupulosamente nuestro animoso jefe de estado mayor general. Los cañonazos que nos disparan desde allí le sirven para conocer la colocación, número, calibre y alcance de las piezas que los marroquíes han puesto en batería sobre la llanura.

Algunos de sus infantes coronan aquellos parapetos y nos hacen fuego con las espingardas. Nosotros no contestamos ni nos movemos, y, afortunadamente, no tenemos baja ninguna.

Las huertas de Tetuán son amenísimas: rodéanlas setos de cañas, y encierran muchos y muy variados frutales. Entre ellos vemos, algunas casas de campo, de dos pisos, con azoteas y miradores. Por los alrededores de la ciudad distinguimos, con auxilio de los anteojos, mucha gente que va de un lado a otro, y largas recuas de camellos, mulos y asnos...

A eso de las dos de la tarde óyense frecuentes salvas en los campamentos enemigos, y el viento nos trae a veces altos gritos que nos parecen de gesta y alegría...

Indudablemente acontece algo extraño a las puertas de Tetuán. ¿Habrá llegado otro ejército? Como quiera que sea, enterados ya de todo lo que necesitábamos saber, regresamos a nuestro campo.

A la noche, o, por mejor decir, al obscurecer, aparece en nuestras avanzadas un muchacho moro (que nadie había visto atravesar por el llano), y agitando las mangas de su jaique blanquizco, y riendo bondadosamente, da a entender a los centinelas que viene de paz y que quiere ver a nuestro rey.

O'Donnell le habla unos momentos, y luego le entrega a la curiosidad de su estado mayor.

El muchacho tendrá catorce o dieciséis años; es de fisonomía alegre, viva y maliciosa, y trae mucha hambre, como todos los prisioneros que hemos hecho hasta ahora.

-¿De dónde vienes? -le preguntan varios intérpretes de los muchos con que ya contamos.

-De Tetuán.

-¿Y por dónde has venido?

-Por entre la hierba.

-¿Qué te trae a nuestro campo?

-Traía una carta de un comerciante de Tetuán para vuestro rey.

-¿Y dónde está esa carta? Tú no le has dado ninguna al general O'Donnell.

-Se me ha perdido. ¡Créelo, cristiano!

-¿Cuándo se te perdió?

-Al pasar el río.

-¿Y por qué no te volviste?

-Porque deseaba conoceros. ¡Créeme, cristiano!

Y así diciendo, mira al cielo y se lleva la mano al corazón.

Luego se sonríe, y arranca enormes bocados a un pan que acabamos de darle.

-¿Y qué decía la carta?

-No lo sé.

-Pero sabrás cómo se llama el comerciante que te la ha dado...

-No lo sé tampoco.

-¿Y tú, cómo te llamas?

-¿Eres soldado?

-No, soy mozo de mulas.

-¿Has pasado por el campamento de los moros?

-¡Ca! No... He venido por el otro lado.

-De modo que no sabrás la causa de los festejos de hoy...

-¡Sí que la sé! Es que ha llegado Muley-Ahmed con mucha caballería.

-¿Y quién es Muley-Ahmed?

-Un hermano del Emperador y de Muley-el-Abbas.

-¿Cuánta gente ha traído?

-Ocho mil moros.

-¿De dónde viene?

-De Fez.

-Y Muley-el-Abbas, ¿cuánta fuerza tiene?

-Le quedaban veinticinco mil hombres el día de la última batalla; pero anteayer llegaron cinco mil soldado de rey.

-Son treinta y ocho mil entre todos.

-Treinta y ocho mil, y los que van a llegar de muy lejos -responde el musulmán, sentándose en el suelo al lado de una hoguera.

En esto vienen a buscarle para encerrarle en Fuerte Martín.

-¡Es un espía! -se asegura en todo nuestro campamento.

El pobre muchacho se aterra mucho cuando le dicen que suba por la escala que sirve para entrar en Fuerte Martín; pero el intérprete le tranquiliza asegurándole que allí encontrará otro moro y que su vida no corre peligro.

Por lo demás, creo inútil decir que Amurat no ha vuelto, en lo cual hace perfectísimamente.

Día 30.

Anoche atacaron otra vez los moros el Reducto de la Estrella. Su número era más considerable que en las anteriores intentonas nocturnas; pero la guarnición de la fortaleza (ya merece este nombre) estaba en acecho, y bastaron algunos tiros para que desistiesen de su propósito.

Esta mañana, al amanecer, todos creíamos que íbamos a tener acción. Los enemigos, que, según parece, han terminado ya sus obras de atrincheramiento y defensa, coronaban todas las alturas de Sierra Bermeja, mientras que algunos jinetes paseaban por el llano, bien que lejos del alcance de nuestros cañones.

Todos estos son indicios seguros de próxima tempestad. Dijérase que los moros nos desafían.

O'Donnell los ha estado observando largo tiempo, mientras que a la orilla del Martín se trabajaba con indecible actividad para desembarcar y montar el tren de sitio... ¡Ah! ¡Dentro de dos o tres días estaremos en disposición de marchar sobre Tetuán, rápida, enérgica, decididamente, provistos de todo lo necesario para librar una gran batalla, poner sitio a la ciudad y destruirla en veinticuatro lloras!

Sin embargo, opínase generalmente que antes habremos de rechazar otra arremetida del forzado ejército moro, no menos impaciente que el nuestro por venir a las manos. Según confidencias de hoy, la llegada de Muley-Ahmed y de su gente, con nuevas instrucciones del Emperador, con proclamas de los santos y derviches de lejanas tierras y con grandes repuestos de víveres y municiones, ha envalentonado mucho a Muley-el-Abbas, haciéndole recobrar la esperanza, que ya casi había perdido, de vencernos alguna vez.

Por lo demás, la posición de los marroquíes es ahora más fuerte que nunca. Nosotros hemos de avanzar por el llano a pecho descubierto, y ellos nos aguardan en altas colinas defendidas por parapetos y cañones, fosos y lagunas. La artillería de la alcazaba y de las puertas de Tetuán, con más la que tienen en la Torre de Jeleli y sobre el llano, nos acribillará a balazos tan luego como nos acerquemos al campamento enemigo, mientras que sus miles de caballos y ágil y numerosa infantería podrán acometernos por varias partes y presentarnos una segunda batalla a retaguardia en el momento que nos alejemos del mar...

Bien sé que nuestro insigne caudillo estudia hace días todas estas contingencias, y que no dará el paso decisivo y supremo de la campaña sin asegurarse antes de su buen éxito; pero ello no obsta para que, al mismo tiempo que ansiamos el combate, experimentemos todos cierta impaciencia, mezclada de sobresalto, por conocer el plan del general en jefe. ¡Oh! ¡Dios le ilumine como hasta aquí! ¡Un desastre a las puertas de Tetuán, por pequeño que fuera, anularía toda la campaña, haría estériles los pasados triunfos, y sumiría a la patria en horroroso desconsuelo!

Conque mudemos de conversación.

Hoy hemos recibido una importante y rara visita, que ha sido objeto de muchos y diversos comentarios aun entre la gente más lega de nuestro ejército. Mister Codringthon, famoso general inglés y actual gobernador de la plaza de Gibraltar, llegó esta mañana en un vapor a la boca de la ría y pidió permiso al conde de Lucena para desembarcar con algunos oficiales y recorrer nuestro campamento.

O'Donnell le contestó mandándole a la playa doce caballos ensillados, para él y su acompañamiento, y una escolta de guardias civiles.

-¡Qué curioso es Mister Codringthon! -han exclamado algunas personas, sonriendo epigramáticamente-. ¡Con tal que lo que vea en nuestro campo no se publique mañana en la Crónica de Gibraltar!

Pero ¿qué nos importa que se publique, o que llegue por otro conducto a conocimiento de los moros? ¿Ni qué podrá ver en nuestros reales el ilustre general de los Tres Reinos Unidos? ¡Verá treinta mil hombres apercibidos al combate, y un tren de sitio capaz de hacer polvo a Tetuán! ¡Y verá también que sin el centenar de millones que nos reclamó su gobierno hace pocos días con tan dudosa oportunidad, y que le hemos pagado en veinticuatro horas, enviándoselos envueltos en un boletín de nuestros triunfos, no nos hemos quedado tan pobres que carezcamos de vastos almacenes llenos de municiones y víveres!

Dios nos libre, pues, de enfadarnos con quien ha venido a honrar nuestra soledad y a saludar nuestra victoriosa bandera. Por el contrario, imitemos la afabilidad y galantería con que el general O'Donnell le ha mostrado todos nuestros medios de ataque y de defensa.

De todo ello, lo que más ha llamado la atención de Mister Codringthon ha sido el tren de sitio, que, por confesión suya y de los oficiales de artillería e ingenieros que lo acompañaban, así como en el sentir de otros oficiales extranjeros agregados al estado mayor de nuestro general en jefe, es el más completo, lujoso y bien acondicionado que pudiera presentarse en Europa. Todas las piezas estaban ya montadas. Pasan de sesenta. Las hay de todas clases y calibres: enanos y sólidos obuses, recios morteros, pedreros formidables. Alineadas entre los cañones vense altas pirámides de balas, bombas y granadas de todos tamaños. En otra parte encuéntranse enormes pilas de barriles de pólvora, botes de metralla, espeques, ruedas de repuesto, cadenas de hierro y otros mil enseres que completan el tremendo cuadro de tanta fuerza destructora.

Séame lícito dudar del gusto con que habrá visto todas estas cosas el señor general inglés.


Paso a hablar de la profunda pena que he experimentado hoy al penetrar en la tienda del general Zabala y hallarlo otra vez tendido en su humilde lecho, con la expresión de una suprema angustia en los nublados ojos.

El conde de Paredes estaba otra vez baldado. Dos noches de tienda en esta húmeda llanura, han bastado a determinar tan inesperada recaída, y, por consecuencia de ella, esta es la hora en que el bizarro general, desesperado ya del todo, ha hecho entrega definitiva de su mando, dado un adiós tristísimo al campamento y partido esta tarde de las playas marroquíes con rumbo a la costa de España.

¡Vaya tranquilo! El batallador del 30 de noviembre y del 9 de diciembre en las acciones del Serrallo, arrogante auxiliar del conde de Reus en la batalla de los Castillejos, puede estar satisfecho y orgulloso de la parte de gloria y penalidades que le ha cabido en esta guerra. Él ha dado a la patria cuanto puede darle un buen hijo: primero, su poderosa ayuda; después, su salud, y últimamente, su alegría.

El general Prim ha tomado en propiedad el mando del SEGUNDO CUERPO, y, por resultas de ello, las dos divisiones de reserva seguirán a las órdenes del general Ríos.




ArribaAbajo- XXXVII -

Combate de Guad-el-Jelú, o del 31 de enero.


Escrito en mi tienda el 1.ºde febrero.


De pantanos procuran
guarecerse,
Por el daño y temor de
los caballos,
Donde suelen a veces
acogerse
Si viene a suceder
desbaratallos:
Allí pueden seguros
rehacerse,
Ofenden sin que
puedan enojallos,
Que el falso sitio y
gran inconveniente
Impide la llegada a
nuestra gente.


(ERCILLA, Araucana, C. I.)                


Nuestros presentimientos se han cumplido: la tempestad que hace algunos días se cuajaba en la atmósfera, estalló al fin de un modo formidable... ¡Bendigamos a Dios! Los nuevos ejércitos marroquíes han sido rechazados también por nuestras tropas, y el príncipe Muley-Ahmed comparte ya con su hermano Muley-el-Abbas las amarguras del vencimiento.

Ayer por la mañana, ambos caudillos salieron de su campo con el temerario propósito de venir a dormir al nuestro; y, puestos al frente de sus bárbaras y copiosas legiones, atacaron este campamento por tres distintas líneas de batalla. A la tarde estábamos ya nosotros al pie del suyo, amenazándolo muy de cerca, después de haber visto a sus infantes y jinetes huir cubiertos de sangre y de ignominia. Anoche, en fin (a la hora en que terminaba este inolvidable mes, cuyo primer so1 iluminó la batalla de los Castillejos), nuestros soldados regresaban a sus inviolables tiendas, mientras que O'Donnell seguía ideando otra próxima batalla en que nos tocara a nosotros acometer y a los moros resistir; en que iremos a asaltar su campo, como ellos han venido a lanzarse sobre el nuestro, y en que haremos conocer al tigre de Libia cuánto le aventaja en valor y fuerza el león castellano.

No obstante lo dicho, el combate de ayer fue tremendo. ¡Toda una noche ha pasado sobre él, y aún se dibujan en mi imaginación sus principales episodios y terrible conjunto! Tanto batalló nuestra gente, que la diana se ha tocado hoy muy tarde, para que todos tengan algunas horas más de reposo; y aun así, los individuos del cuartel general estamos todavía rendidos, por consecuencia de las doce horas de continuo ajetreo que pasamos, recorriendo (varias veces por en medio de empantanadas aguas) una línea de más de una legua, ora siguiendo cargas de caballería, ora acompañando cañones que corrían a escape, ya envueltos entre masas de infantería, y siempre bajo un sol abrasador, totalmente en ayunas, mojados y cubiertos de lodo, y luchando con nuestros caballos, que se asustaban de los cohetes a la Congreve. En cambio, pocos días habré podido contar una acción con tanta copia de datos como hoy. ¡Todo, todo lo vi ayer! La amplitud del terreno, liso y despejado, permitiome estudiar sucesivamente la lucha por la derecha, por la izquierda y por el centro. ¡Dígalo, si no, mi pobre África, que no podía dar un paso al final del combate!

Pero entremos ordenadamente en materia.

Serían las siete de la mañana, o poco más. El sol naciente doraba ya la superficie del Mediterráneo; daba horizontalmente en nuestras húmedas tiendas, de las que su calor extraía azulados vapores; realzaba todos los árboles, matas y hierbas que bordan el llano, y resplandecía, en fin, sobre las tiendas del campamento moro y sobre los blancos muros de Tetuán y de su Alcazaba.

Cuando el sol empezó a calentar y despejose la atmósfera, es decir, a eso de las nueve; advirtiose que el ejército enemigo estaba en movimiento, y pronto se le vio, tendido ya en un semicírculo de legua y media, venir resueltamente contra nosotros.

Nadie se maravilló en nuestro campo, pues desde hace muchos días todos esperábamos este ataque. Sin embargo, no pudimos menos de admirar nuevamente la osadía de los moros, as como su terquedad o su constancia. Verdad es que el número y la actitud en que se presentaban ayer eran más alarmantes que nunca... ¡Indudablemente, los príncipes marroquíes iban a hacer un esfuerzo desesperado, tomándonos la delantera, por decirlo así, en vista de que nosotros estábamos terminando nuestros preparativos para atacarles resuelta y definitivamente!

En aquel momento habían desplegado ya en batalla, más de veinte mil hombres, la tercera parte de ellos de caballería, formando dos ejércitos separados, cada uno de los cuales se movía independientemente del otro. El que se extendía a nuestra derecha, mandado por Muley-Abbas (según supimos luego), se apoyaba en la Torre de Jeleli y en estribo avanzado de Sierra Bermeja. Era el más numeroso, y conocíase además que dejaba a retaguardia grandes reservas escondidas en las primeras ondulaciones de la montaña. El otro ejército, mandado por Muley-Ahmed, y fuerte de unos seis mil infantes y dos mil caballos, cubría nuestra izquierda, apoyandose en las huertas de Tetuán y extendiéndose hasta las orillas de Guad-el-Jelú.

Es decir, que lo más recio de la caballería enemiga nos amenazaba por el flanco derecho, o sea por el Reducto de la Estrella, como si su intento fuese atacar por aquel lado nuestra retaguardia cuando avanzásemos llano arriba; cortarnos la comunicación con el mar y apoderarse de nuestras tiendas. Para ello bajaban incesantemente masas de caballería a colocarse a nuestra derecha, llegando algunos temerarios jinetes hasta muy cerca de la playa, por el lado alla del río de la Judería, a media legua de nuestro campo.

¡Grandioso era, en verdad, el cuadro que ofrecían tantos y tan fantásticos caballeros, esparcidos por la dilatada llanura, marchando, ora a la desfilada, ora en lucidos pelotones, tan reposadamente como si fuesen de paseo, parándose a veces para mirarnos, retrocediendo otras, desparramándose en ocasiones como una bandada de palomas que se dispersa, reuniéndose en seguida para continuar su atrevida marcha, y cautivando siempre nuestra atención con su gracioso cabalgar y fantásticas vestiduras! ¡Parecía imposible que aquella gente, pudiese hacernos daño alguno, ni que una nube, al parecer tan impalpable y vaga, encerrase tantos rayos de fuego y tan infernales propósitos!

El general O'Donnell adivinó desde el primer instante cuáles eran estos, y se apercibió a un tiempo mismo a la defensa de su amenazado campo y a dar a los marroquíes el condigno castigo. A este fin encargó al general Ríos que sostuviera nuestro flanco izquierdo con sus batallones, con un escuadrón de Lanceros de Villaviciosa y una compañía de artillería de montaña; y el bravo general ejecutó la orden rápidamente, escalonando en masa todo el CUERPO DE RESERVA, apoyado en el puentecillo por donde la carretera empedrada, de que hablé el otro día, atraviesa el Río Alcántara. Al mismo tiempo la DIVISIÓN DE CABALLERÍA, al mando del general D. Félix Alcalá Galiano, formó en dos líneas de batalla, y, siguiendo la dirección que le marcaba el conde de Lucena con su desnudo acero, avanzó oblicuamente por la derecha en busca de la caballería enemiga, a fin de estorbar que siguiera corriéndose por aquel lado y obligarla a retroceder si no prefería quedar aislada y presa entre nuestra caballería y el mar.

Los astutos moros no tardaron en darse cuenta de su situación, y retrocedieron efectivamente antes de que el general Galiano hubiese podido interponerse entre ellos y Sierra Bermeja. Quedó, pues, limpio de adversarios y asegurado por entonces el flanco derecho de nuestra línea; pero, en cambio, fortalecido el centro enemigo con la llegada de los jinetes rechazados, ofreció a la vista un verdadero mar de gente, que amenazaba inundar el llano en cuanto se desbordase.

Nuestra caballería se replegó por su parte al Reducto de la Estrella, una vez frustrado el intento de la contraria, y esperó allí nuevas órdenes de O'Donnell, que no tardaron en llegar.

Pero antes diré que el TERCER CUERPO, mandado a la izquierda por el general Turón, a la derecha por el general Quesada, y en el centro por su comandante en jefe Ros Olano, había avanzado entretanto hacia el enemigo, llevando de reserva seis baterías (tres de ellas de posición, y las otras tres del segundo regimiento montado), mientras que el SEGUNDO CUERPO, mandado por el general Prim, quedaba formado a la derecha de nuestros campamentos, con orden de avanzar cuando lo creyese necesario.

Estaban, pues, en guardia uno y otro ejército. Aún no había sonado un tiro. Eran las diez de la mañana.

En este momento rompiose el fuego por la izquierda, entre las guerrillas del general Ríos y las avanzadas de Muley-Ahmed; y como si el incendio latente que cundía por ambas líneas sólo hubiera esperado una chispa para estallar, el primer tiro puso en conflagración todo el llano... Al fuego de la izquierda respondieron mil detonaciones en la derecha y en el centro; y, pasado un minuto, va no se veía en ninguna parte sino humo, cadáveres, ráfagas de lumbre, charcos de sangre, tacos quemados, cartuchos rotos, fusiles por el suelo. El cañón unió, en fin, su grave y pavoroso acento a la confusa y barbara armonía de la refriega. ¡La suerte estaba echada, y Dios iba a decidir una vez más el destino de los pueblos!


Al principio, lo más fuerte del combate fue hacia la Aduana, esto es, a nuestra izquierda.

Allí se veía marchar al general Ríos al frente del regimiento de Iberia, de un batallón de Cantabria y del Provincial de Málaga, llevando consigo una compañía de artillería de montaña, mandada por un bravo capitán que se ha distinguido extraordinariamente en esta guerra, y de quien se habla, entre justos elogios, en los partes de todas las acciones dadas hasta hoy: por D. José López Domínguez, en fin, que ha hecho las campañas de Crimea y de Italia, comisionado por nuestro gobierno cerca del ejército francés, y cuyas proezas en África celebran desde los generales hasta los soldados de todas las armas e institutos.

El general Ríos penetra el primero en los pantanos, adonde le siguen las tropas llenas de ardor y de alegría. La infantería infiel, que se había atrevido a acercarse a la nuestra más que de costumbre, contando con que el terreno que las separaba era intransitable, deja de hacer fuego al ver a los intrépidos españoles marchar hacia ella por el pantano adelante, y retrocede en busca de parapetos desde donde batirse a mansalva... Pero nosotros no la dejamos volver la cabeza, ni pararse, ni rehacerse, sino que vamos en su seguimiento hasta las mismas huertas de Tetuán.

Allí salen moros de reserva y nos hacen cara. Ríos los cuenta todos con la vista... ¡Son demasiados!... ¡Lo menos triplican nuestra fuerza!... Pero ¿qué importa? Manda, pues, tocar ataque, y los nuestros se lanzan en columna sobre aquel revuelto enjambre de infantería, que huye atribuladamente, cual si tratase de ganar los próximos setos y matorrales.

Pero, en esto, brotan de aquellos laberintos de ramas y cañas numerosos grupos de caballería mora, lujosamente ataviada, compuesta de extraños seres adornados con vestimentas rojas y turbantes blancos, o con jaiques blancos y altos casquetes rojos; mulatos en su mayoría, negros algunos, armados de pistolas, gumías y espingardas, y caballeros en ágiles, flacos y pequeños bridones, que apenas tocan el suelo con los pies... Parece que un conjuro les ha hecho salir del seno de la tierra. Por aquí aparecen veinte; por allí cincuenta; por un lado ciento; por otro cien y cien más... ¡Ya pasan de mil! Es la famosa Guardia Negra!...

¡No importa! Ríos manda hacer alto a sus batallones; los arenga; les ordena formar cuadros oblicuos, y espera tranquilo el formidable choque.

Acércanse los jinetes árabes dando espantosos aullidos y blandiendo sus espingardas como leves juncos. ¡Fuego!, grita el general Ríos; y de dos caras del cuadro brotan descargas cerradas, que siembran la muerte en rededor...

Muley-Ahmed recuerda sin duda entonces la lúgubre historia de su hermano el actual emperador de Marruecos la batalla de los cuadros de infantería francesa..., y no insiste más en sus ataques contra los reductos vivientes formados por nuestros batallones. Huyen, pues, las hordas montadas, como acababan de huir las de a pie; y el general Ríos completa su obra destacando de los cuadros unas guerrillas de cazadores, que persiguen a la Guardia Negra hasta obligarla a refugiarse en los bosquecillos que rodean la Torre de Jeleli.

O'Donnell, que lo ve todo muy de cerca, mándale detener sus fuerzas en aquel punto. Hácelo así Ríos, recomponiendo sus cuadros, y espera nuevas órdenes, libre ya de enemigos, si bien enviando algunas granadas a los bosques y barrancos en que se albergan y hacia donde los empuja por otro lado nuestra caballería.


Pero no abandonemos este ala del ejército, para volver los ojos hacia el centro de nuestra línea (donde tuvo lugar lo más recio y encarnizado de la acción de ayer), sin referir un terrible episodio en que figuró más tarde el mismo CUERPO DE RESERVA, completando su parte de gloria, en tan memorable jornada.

Fue el caso que a eso de las tres de la tarde, cuando más arreciaba la lid al pie de Sierra Bermeja, algunas fuerzas moras de infantería se corrieron a todo lo largo de Guad-el-Jelú, a fin de cortar la retirada al general Ríos, interponiéndose entre él y nuestro campamento.

El bizarro general Ríos, que se hallaba al frente de la primera línea por aquel lado, se penetró en seguida de las intenciones de los moros, y las previno mandando a un escuadrón de Lanceros de Villaviciosa que avanzase diagonalmente, cargase a los enemigos y los obligase a retroceder...

Así lo ofrece el escuadrón, sin reparar en el número de los adversarios. Sale, pues, hacia ellos, los alcanza, los alancea y les hace huir como espantados corzos. Pero, ¡ah!, no contentos con esto, nuestros bravos siguen en su persecución, y cata aquí que repentinamente míranse en el mismo o peor trance que los Húsares el día de Castillejos... ¡El terreno se hunde bajo los pies de los caballos! ¡Han dado en un lodazal blando y profundo! ¡Han caído en él! ¡Están atascados! ¡Están perdidos!

En efecto, los moros, que los han llevado arteramente a aquel paraje, se agrupan al otro lado del foso de cieno, y comienzan a fusilarlos con entera impunidad...

Los de Villaviciosa, no piensan al principio en retroceder, como lo aconseja la prudencia, sino en avanzar, salvar el estorbo, ganar la opuesta orilla y vengar la sangre que derramaban en tan malhadada situación... Pronto se convencen, sin embargo, de que es imposible adelantar una pulgada de terreno, e intentan volver grupas... Pero ya es tarde, los caballos no pueden bracear, no pueden moverse: ¡están materialmente clavados en el lodo! ¿Qué hacer?

Más de la mitad del escuadrón encuéntrase todavía sobre un suelo medio firme, y puede emprender fácilmente la retirada... Pero ¿cómo abandonar a una muerte segura, alevosa, cruelísima, a sus infelices compañeros, que van cayendo uno a uno sobre el ceniciento fango, atravesados por las balas enemigas?

¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Pasan algunos momentos de perplejidad y de agonía... Los moros se burlan diabólicamente desde el lado allá del lodazal, cada vez que hieren a un lancero... Sus espantosos gritos se mezclan a los tremendos juramentos de nuestros soldados... ¡Ah! ¡Qué horror! Ya han caído veinte... ¡Así van a caer todos!... ¡Oh, cruel y bárbaro sacrificio!

Pero no... ¡Eso es imposible! El compañerismo y la caridad van a hacer un milagro... Los batallones del general Ríos han visto desde lejos el tremendo apuro en que se encuentran sus hermanos..., y el Provincial de Málaga (¡honor a él!) viene a la carrera en auxilio de los Lanceros de Villaviciosa....

Llega, penetra resueltamente en el pantano y, lo que no han podido hacer los caballos, lo hacen los hombres... Remueven el lodo con pies y manos; los unos se ayudan a los otros; saltan, brincan, nadan, por decirlo así, dentro del cieno; y, cayendo y levantando, heridos algunos de ellos, llegan a la otra orilla, con el fusil inútil, es verdad; cubiertos de barro hasta la cabeza..., es cierto...; pero con la bayoneta calada, con la terrible bayoneta, que se limpia de fango al atravesar el cuerpo de los asesinos.

¡Ya ha quedado a retaguardia de los andaluces el comprometido escuadrón; ya pueden bajar de sus caballos los de Villaviciosa y sacar del lodazal a los muertos, a los heridos y a los que aguardan su última hora enhiestos sobre las sillas; ya están redimidos; ya están vengados! ¡Vengados, sí!... ¡Los de Málaga no se han contentado con servir de escudo a nuestros lanceros, sino que van en pos de los asombrados africanos, hiriéndolos, matándolos, desbaratándolos a golpes y puñaladas, haciendo arma de la culata de la carabina, de la llave, del cañón, de la bayoneta, y empleando además la terrible navaja de su país!...

En esto se retiraban ya los de Villaviciosa, cubiertos de infortunio, pero también ceñidos de laurel, y el general Rubio, juzgando ya inconveniente tener distraídas sus fuerzas en aquel flanco, tocó alto y retirada al denodado Provincial.


Veamos lo que sucedía entretanto por nuestro frente.

Como llevo dicho, el fuego se había hecho general en toda la línea. La numerosa caballería de los dos príncipes moros, reconcentrada en torno de la Torre de Jeleli, acechaba ocasión oportuna de acometernos, mientras que su desparramada y cuantiosa infantería nos hacía fuego por mil lados, cansándonos muchas y muy sensibles pérdidas. Verdad es que nuestras guerrillas y las granadas y la metralla vengaban con usura a cada español que cala; pero semejante compensación era insuficiente... Mandó, pues, O'Donnell al general Galiano que se metiera con casi toda nuestra caballería en aquel mar de enemigos y pusiese término a tan costoso tiroteo.

¡Momento solemne fue aquel para todos! Nuestros caballos se lanzaron al trote en las allí diáfanas lagunas, y yo marché en pos de ellos, arrastrado por no sé qué vaga inquietud. Afortunadamente, debajo del agua había poco lodo, y no tardamos en ganar la otra orilla.

El brigadier Villate y los coraceros de su mando caminaban como a una fiesta. Detrás de aquellos escuadrones, que eran los del Príncipe y los de la Reina, iban de reserva uno del Rey y el primero de Húsares, desplegado en guerrilla, a fin de tener a raya a algunos grupos de caballos moros que caracoleaban por la llanura. Mandaba la Reina D. Eulogio Albornoz, y el Príncipe era acaudillado por D. Federico de Soria Santa Cruz.

Los coraceros, mandados por Villate, fueron los que cargaron en primera línea, e hiciéronlo a fondo, penetrando como un huracán en el lleno del ejército enemigo. Sus centelleantes espadas descargaban tajos y reveses a diestro y siniestro... Un ancho reguero de sangre señalaba su paso al través de las huestes marroquíes.

¿Necesitaré decirlo una vez más? ¡Ni los infantes ni los jinetes moros osaron hacer frente a aquella briosa acometida! Los otros se declararon en precipitada fuga, dejando sus muertos en nuestro poder, y amparándose en una hondonada o vallecillo situado al pie de Sierra Bermeja, especie de abrigado golfo, formado por la prolongación de dos estribaciones de la montaña.

¡Qué temeridad!... Los coraceros, que ven reunidos en aquel paraje a millares de fugitivos, olvidan lo sucedido en los Castillejos a los Húsares de la Princesa, y penetran en el barranco... Pero, ¡ah!, no bien se acercan a tiro de fusil, rodéales una nube de humo y oyen silbar miles de balas, mientras que algunos dóblanse sobre el caballo, murmurando con varonil conformidad: «Estoy muerto.»

¿De dónde vienen aquellos tiros? ¿Quién los dispara?

¡Ah! ¡Es que los moros tienen allí una trinchera oculta!

-¡Adelante, coraceros! -grita Villate-. ¡Saltemos ese parapeto, y no quedará un infiel con vida!...

Así lo hacen aquellos bravos.

La trinchera es de poca importancia, y los marroquíes la abandonan también al ver el arrojo de nuestros jinetes...

Sáltanla estos; déjanla atrás, y caen como un torrente desencadenado sobre la acorralada morisma... Óyense gritos de terror, de espanto, de agonía... Las espadas de los coraceros se hartan de sangre y de exterminio. Los jinetes moros, se defienden muy mal con sus gumías, y los infantes no tienen espacio ni serenidad para cargar sus espingardas...

Mas, de pronto, aquellos lamentos de los vencidos truécanse en aullidos de júbilo y furor... Mil quinientos caballos, casi todos de la Guardia Negra, que estaban escondidos en un pliegue del monte, han dado la vuelta y aparecido a retaguardia de los coraceros, envolviéndolos completamente, cortándoles la retirada, encerrándolos en el mismo golfo donde ellos tenían encerrados a sus enemigos.

¡Desastroso momento! Los acosados moros cobran valor y ánimo con aquel refuerzo formidable. Por todos lados caen sobre nosotros miles y miles de adversarios armados de gumías y de unos chuzos por el estilo de lanzas... Hácennos fuego a quema ropa... Sus infantes pululan entre los pies de los caballos... ¡Cada español tiene que luchar con una jauría de marroquíes!

No se abaten, sin embargo, nuestros escuadrones. Antes se revuelven con mayor furia, trazando en torno suyo círculos de muerte con sus largas espadas... Van, vienen, tornan, atropellan, derriban a los jinetes que les estorban el paso, y salen, al fin, de aquella lúgubre hondonada a todo el escape de sus corceles, llevándose por delante una revuelta turba de moros y de caballos sin jinete, que aquí tropiezan, allí caen; ora huyen con dirección a nuestra línea (esto es, con dirección a otra muerte), ora se esparcen por la llanura, buscando su salvación en la distancia.

Muchos de los nuestros vienen heridos; muchísimos han caído muertos... ¡Pero de los que vuelven, ni uno solo ha dejado de verter sangre africana! Todas las espadas están rojas de sangre: éstas melladas, aquéllas rotas. ¡Oh, sí! La refriega había sido horrible. Yo recuerdo haber contemplado algo semejante en cuadros que representaban el Paso del Gránico, Maratón, Los Campos catalánicos o Queronea... Nada faltaba ayer para completar mi ilusión. La lucha con arma blanca; los caballos encabritados sobre los muertos; los grupos de miembros palpitantes; los cascos de los coraceros; los clásicos trajes de los moros; la faz horrible de los negros; la forma antigua de las espadas y lanzas; las banderas; la trompeta vibrante de nuestra caballería tocando a degüello...; todo, todo era artístico, monumental, clásico, como Yugurta luchando contra Roma, como Julio César en las Galias, como Aníbal en la Lombardía, como Napoleón en las Pirámides... Fue un momento no más; fue un rápido episodio..., pero tan terrible y épico como las historias pasadas, como el fabuloso poema, como el increíble bajo relieve.

Pues añadid ahora la segunda parte, o sea el lúgubre momento de nuestra salida al llano. Figuraos el turbión de los deshechos escuadrones, que pugnan inútilmente por rehacerse... Figuraos aquel escape desordenado... Oíd las trompetas, las imprecaciones, las voces de mando, los gemidos de los que ruedan por el polvo... Y, como vanguardia de este ruidoso torbellino, imaginad diez o doce caballos árabes, sin jinete, enjaezados con grandes caparazones de color de escarlata, corriendo sin dirección fija, heridos unos, ensangrentados todos, con la crin erizada, relinchando como si buscasen a sus dueños o lamentasen tanto infortunio... ¡Ah! ¡Ciertamente, la guerra tiene su poesía peculiar, una poesía que sobrepuja en ciertos momentos a todas las inspiraciones del arte y de la naturaleza!

Al desembocar a campo abierto aquel huracán desencadenado, encontrose con otro que corría en dirección opuesta, lo cual aumentó la confusión de tan tremendo cuadro. Era nuestra formidable artillería montada, que venía a todo escape, con estridente ruido, saltando y botando, ora sobre pantanos y lagunas, ora sobre zanjas y malezas, ansiosa de ahogar con su ronco estruendo la feroz alegría de los moros. Crúzanse, pues, y confúndense caballos y cañones; cruje el látigo de los artilleros sobre las espantadas mulas, y únense en bárbara armonía los gritos a los juramentos, los golpes a los relinchos, las órdenes a los ayes...

En semejante tribulación, en tal infierno, vemos pasar un extraño grupo, que nos arranca al mismo tiempo carcajadas y aplausos... Mr. Iriarte, el artista francés, falto de más cómoda caballería, corría la posta montado en un cañón, a fin de llegar antes al teatro de la lucha... Llevaba su álbum de dibujo debajo del brazo, el sombrero tirado atrás y un revólver en la mano derecha; y en aquel idioma ilustre que tantas veces animó los campos de batalla, en el francés de la Argelia, de Italia y de Crimea, excitaba a las millas para que corriesen más de prisa... Por cierto que el noble extranjero, tan ansioso de presenciar el combate, regresó de él no menos gloriosamente; pues cuando, pasadas tres horas, me retiraba yo a nuestro campamento, volví a encontrarle prestando su hombro a una camilla en que iba herido cierto oficial...

Mas volvamos a nuestra historia.

Los denodados coraceros lograron al fin rehacerse y formar de nuevo por escuadrones. Sus pérdidas eran cincuenta y cinco hombres muertos o heridos, entre ellos ocho jefes y oficiales, y muchos caballos inutilizados o muertos...

Entretanto, los moros, tomando aquella retirada por una definitiva derrota, salieron del barranco en persecución de nuestros jinetes, y hubo necesidad de volver a la carga, como suele decirse. Así lo mandó el brigadier Villate, lanzándose el primero contra los pertinaces africanos, llevando en pos a sus coraceros y a los lanceros de Santiago y de Villaviciosa... Pero los moros no se atreven esta vez a aguardarnos, sino que vacilan..., deliberan entre sí, y al cabo huyen...

Emprendemos entonces la retirada (protegida por el bizarro brigadier conde de la Cimera, el cual había arrollado mientras tanto, en el lado izquierdo, grandes fuerzas moras con su Brigada de Lanceros; sostenida por un Escuadrón de Húsares y por otro de Cazadores de la Albuera), y termina al fin aquel terrible episodio de la batalla, en que tanto había padecido nuestra impetuosa caballería. Mas no por esto podía darse el asunto como terminado. Los marroquíes; vuelven siempre al ataque con la misma facilidad que huyen; cuando no encuentran manera de conseguir su objeto, se contentan con causarnos bajas, y, si son tantos en número como en el combate de ayer, unas fuerzas relevan a otras y acometen varias veces la misma empresa, basta que todos se convencen de la inutilidad de sus esfuerzos. Rehiciéronse, pues, los islamitas, luego que se vieron libres de nuestros escuadrones, y vinieron por tercera vez sobre nuestro frente, ocupado ya por algunos batallones del TERCER CUERPO, que se habían colocado en primera línea, llevando a su cabeza a los generales Ros de Olano y Turón y al brigadier Cervino.

El general O'Donnell mandó a nuestra caballería echar pie a tierra y mantenerse un poco a retaguardia, y él esperó tranquilamente a los moros, en medio de los batallones de Ciudad Rodrigo, Baza y la Albuera, decidido a dejarles llegar tan cerca como quisiesen, a fin de dar a su terco orgullo el último y decisivo golpe.

La primera fuerza que entró en fuego contra nuestros infantes, fue una copiosísima legión de jinetes moros... Pero los aguerridos batallones de la Albuera, Baza y Ciudad-Rodrigo formaron cuadros con admirable serenidad y prontitud, y todos los que estábamos a caballo nos encerramos dentro de ellos. Era la primera vez que yo me veía en semejante situación, y en verdad os digo que es imponente a sumo grado encontrarse dentro de una fortaleza de carne humana, rodeado de enemigos por todas partes, sintiendo cruzarse las balas en direcciones opuestas, cercado de un anchuroso círculo de humo, y escuchando por intervalos sordos lamentos, que revelan otras tantas bajas en el grupo de que forma uno parte...

También esta vez respetó la caballería árabe nuestros cuadros, y se mantuvo a cierta distancia, sin atreverse a caer sobre ellos, viendo lo cual el general O'Donnell, ordenó que saliesen algunas guerrillas a contestar el fuego diseminado del enemigo, marchando él entretanto, con su cuartel general, a recorrer toda nuestra línea, para formar juicio exacto de la situación de cada fuerza antes de mandar el ataque general y en grande escala que había de poner fin a la lucha; ataque que constituye uno de los más bellos espectáculos de esta guerra...

Pero no adelantemos los sucesos.

El estado de nuestra línea era el mismo que por la mañana; y nada había ocurrido allí, salvo el siguiente lance, digno de especialísima mención:

El animoso general D. Jenaro Quesada avanzaba por la extrema derecha con los batallones de San Fernando y el Infante, al mando del brigadier Moreta, sostenidos por otros tres batallones que capitaneaba el brigadier Otero, cuando, al pasar cerca de un bosquecillo muy espeso que hay en medio de la llanura, y que parece (por lo aislado) un gran ramillete de árboles, cuyo nombre de Campo Santo y algunas lápidas que se ven por el suelo demuestran ser un cementerio árabe, reparó en que unos cuatrocientos musulmanes vivos hacían compañía a los difuntos... ¡Es decir, observó que cuatrocientos jinetes estaban allí emboscados esperando alevosamente un a ocasión de sorprender nuestra retaguardia!...

Tan luego como los descubrió el general Quesada, fuese derecho a ellos sin disparar ni un tiro..., y los moros, creyendo que se trataba de un simple tiroteo, mantuviéronse firmes algunos minutos... Pero conociendo al poco rato que nuestra infantería trataba nada menos que de cargarles a la bayoneta..., terciaron las espingardas sobre el arzón, desalojaron el cementerio y esparciéronse por la llanura.

Quesada, entusiasmado con su infantería, que, de progreso en progreso, no se contentaba ya con resistir a pie quieto a la caballería árabe, sino que osaba arremeter contra ella, tomó posesión del bosquecillo; apoyó en él sus masas, y destacó algunas guerrillas en todas direcciones, a fin de que respondiesen a los disparos de los desparramados jinetes, quienes, comprendiendo que aquella lucha les era desventajosa, marcharon a reunirse al grueso de su ejército.

Nuestro general, por su parte, dejó cuatro compañías en dicho cementerio, apoyadas por un escuadrón de Húsares que acababa de incorporársele, y marchó con el resto de su división en pos de los marroquíes, hasta que, al rebasar nuestro frente, recibió orden de hacer alto y esperar allí a que se determinase el ataque general.


Así las cosas, y revistado ya por el general en jefe todo nuestro ejército, hubo un momento de pausa, en que estudió las posiciones del enemigo...

Serían las tres de la tarde. Hacía mucho calor. No corría ni una ráfaga de viento, y el humo del combate se elevaba lentamente a la serena atmósfera, como nube de incienso portadora del último suspiro de los que morían.

Iban cinco horas de incesante fuego. De la Torre de Jeleli y de las baterías rasantes que los moros habían establecido a su pie, alzábanse por momentos blanquecinas y solitarias humaredas. Eran otros tantos cañonazos, cuyos proyectiles no nos alcanzaban, pero cuyos estampidos oíamos al modo de lejanos truenos. En cambio, nuestra artillería, no cesaba de vomitar granadas y metralla dentro de las revueltas haces agarenas, mientras que la infantería de uno y otro bando se tiroteaban vivamente en una extensión de cerca de una legua. ¡Qué ruido! ¡Qué agitación! ¡Qué infierno! ¡Y cuán numeroso era todavía el ejército marroquí, cuán pertinaz y temerario!

Yo había vuelto a reunirme al cuartel general de O'Donnell, y una vez a su lado, tuve ocasión de lamentar más que nunca el excesivo valor, la imprudente serenidad de nuestro caudillo. Hallábase a caballo en primera línea, entre las guerrillas de tiradores, presentando el pecho a las balas, olvidado de sí mismo y de la muerte, observando con sus anteojos los movimientos del enemigo. ¡En menos de cinco minutos fueron heridas varias personas de las que estaban a su lado o detrás de él, todas pertenecientes a su cuartel general!

-¿Qué es eso? -preguntaba sin volverse, al oír un golpe o un gemido, o al notar que bajaban del caballo a este o aquel individuo de su comitiva.

-Nada... Que han herido a Fulano... -le respondía el que se encontraba más cerca de él, no sin añadir respetuosamente: Mi general, usted no está bien aquí...

Pero O'Donnell no le oía ya, y continuaba sus observaciones desde el primer puesto o adelantaba algunos pasos más hacia el enemigo...

Así cayeron en torno suyo un correo de gabinete, herido en un brazo; un guardia civil de su escolta, con un muslo partido; el auditor de guerra Sr. Castillo, con una fuerte contusión en el pecho, y dos ordenanzas, gravemente herido.

Por último, el anciano brigadier, comandante general de artillería, Sr. Dolz, que se hallaba precisamente al lado del general O'Donnell, lanza un suspiro ahogado, y exclama con una voz que condolió a todo el mundo:

-¡No veo! ¡No veo!... ¡Me han matado!

Y, llevándose las manos a los ojos, cae sobre el cuello del caballo, mientras su espada rueda por el suelo.

Corremos a incorporarlo, y vemos que tiene un balazo en la frente. La sangre que sale a borbotones de la herida enrojece ya todo su rostro y su blanca y majestuosa barba... La lesión es mortal, pero el noble anciano respira todavía.

Una honda piedad enternece nuestro corazón... ¡Del corazón de O'Donnell se apodera, en cambio, espantosa ira! Él, como todos, había visto caer al infortunado Dolz; pero, en vez de pensar en aquella pérdida que ya no tenía remedio resuelve tomar en sangre de los moros pronta y tremebunda venganza. Inflámanse, pues, sus mejillas; lanzan rayos sus ojos; busca con la vista a sus ayudantes, y les da rapidísimas órdenes.

Yo no las oigo; pero veo que el caudillo señala con su espada a las ultimas alturas ocupadas por los marroquíes.

-¡Hasta allí hemos de llegar! -decimos algunos con admiración.

Y razón teníamos para admirarnos. ¡Entre aquellas alturas y nosotros había un cuarto de legua, poblado por veinte mil moros, casi todos de caballería!...

Ya, en esto, cundía por nuestra frente cierta sacudida de entusiasmo, como si el mismo riesgo de la empresa fuese parte a alborozar los corazones...

-¡A ellos, a ellos!... -murmuraban nuestros soldados, produciendo un sordo rumor, semejante al que precede a la tormenta.

-¡A ellos, muchachos!... ¡A la bayoneta!... ¡Viva España! -gritaban los jefes, agradecidos de antemano a sus valerosas tropas.


Suena, al fin, el ardiente y vertiginoso toque de ataque..., y muévense nuestras columnas: primero lentamente, luego más de prisa, por último a la carrera...

Ciudad-Rodrigo y Baza cargan en primera línea. En pos de ellos van los batallones de la Albuera. Ros de Olano, Turón y Cervino capitanean aquel enérgico avance. La bandera de mi batallón ondea sobre un mar de bayonetas. Los vivas y las aclamaciones ahogan el estruendo de mil tiros.

¡Oh, qué momento! Los moros no piensan ni remotamente en resistirnos. ¡Conocen demasiado estos ataques de nuestra infantería, para intentar defenderse en campo raso! Saltan, pues, de entre los cañaverales, de los pliegues de la sierra, de todas las posiciones en que estaban ocultos, y trepan a la montaña o se refugian en atrincherado campamento, como tímidas liebres; corren atribulados por todas partes; se agarran a las matas para subir; se derrumban de lo alto de las peñas; se arrastran, como sierpes, por el suelo, o andan con pies y manos entre las jaras, como bestias feroces en sus soledades. ¡Sublime, arrebatadora era la vista que presentaban aquellos batallones, corriendo en masa y llevándose por delante, barriendo materialmente, a miles y miles de moros de a pie y de a caballo, revueltos en desesperada fuga! ¡Yo no había visto nunca (y lo mismo decían los veteranos) carga tan audaz, y tan enérgica. «¡Bravo!... ¡Bien por los cazadores!...» -exclamaban jefes, oficiales, y soldados, al ver a Ciudad-Rodrigo y Baza arrollarlo todo sin detenerse: fosos, trincheras, malezas, barrancos y colinas.


En tal momento tengo ocasión de presenciar una escena que me interesa en alto grado...

El general Ros, que ve avanzar a sus batallones más de lo conveniente, llevados de su excesivo denuedo, vuélvese al primer ayudante que ve cerca de sí, y le dice con energía:

-¡Al escape!, ¡Al momento! ¡Que se detengan aquellas fuerzas!

El ayudante que recibe la orden es su hijo..., el joven teniente D. Gonzalo Ros de Olano.

Saluda este a su padre y general con silencioso y militar respeto, y parte como una exhalación.

Para llegar adonde se le ha mandado hay dos caminos: uno muy largo, haciendo un rodeo y pasando por la retaguardia de nuestras tropas; otro cortísimo, faldeando la montaña y cruzando por entre los dos fuegos que, de arriba abajo y de abajo arriba, se hacen los marroquíes y nuestros cazadores...

El bizarro ayudante comprende que no hay tiempo que perder, y elige este último.

¡Es decir, que su padre lo ve desaparecer entre un diluvio de balas!... ¡Pero no el dolor, no la zozobra se pinta en el rostro del guerrero poeta, sino un gozoso y resplandeciente orgullo!


Algunos momentos después vese venir por el opuesto lado, flanqueando la posición enemiga, un jinete a todo escape... Los moros, que lo distinguen, le hacen fuego... Pero no le tocan, y el jinete se incorpora a nosotros.

Es el mismo ayudante; es el teniente Ros de Olano.

-Mi general -dice, plantando su caballo delante del de su padre, y saludando a este con la más severa etiqueta-, la orden está cumplida.

-Hijo mío -responde tranquilamente el general-, estoy muy satisfecho de ti.

Y, con una profunda mirada, pregunta a su joven heredero si está herido. Este le significa que no con una sonrisa tierna... Y los que presenciamos aquel mudo y patético coloquio, sentimos enternecido nuestro corazón y fortalecida nuestra alma.

Al mismo tiempo el general Mackenna escalaba con dos batallones el extremo del cerro en que se apoyaban los moros, y el general Quesada subía con San Fernando y el Infante por detrás de la empinada posición, mientras que el brigadier Otero tomaba a la bayoneta otras alturas aún más distantes, sobre el extenso aduar de Mel-lely. ¡Por cierto que, para llegar a aquel punto, la División Quesada ha tenido que pasar entre pantanos muy profundos y que cargar otra vez a la caballería enemiga! Pero la oportunidad con que aparece casi a retaguardia de los moros, le vale las alabanzas de todo el ejército.

Los pobres marroquíes, cogidos entre dos fuegos, rodeados, perseguidos por todas partes, tienen que retroceder en su fuga, y descubren de pronto a nuestra vista sus numerosísimas huestes, que buscan otra salida hacia su campo por un barranco próximo a la Torre de Jeleli... ¡Cuántos!... ¡Cuántos eran todavía! ¡Y qué total, qué ignominioso vencimiento! ¡Qué patente y general su derrota!

Aguardábales, sin embargo, una nueva amargura. La Batería de Cohetes ve enfrente de sí aquel enjambre de acobardados monstruos, y empieza a lanzar en medio de ellos sus espantosos proyectiles...

Parten los cohetes como centellas, hendiendo el aire con estridente ruido; penetran como culebras de fuego en las haces infieles; serpean, saltan y vibran su larga cola, azotando con ella a peones y caballeros, y revientan, en fin, sembrando el estrago y la muerte por todas partes.

-¡Esto es fuego del cielo! -exclamaban los marroquíes-. ¡Los cristianos disponen a su antojo de las exhalaciones de lo alto!...9

Entretanto, nuestra artillería vomitaba andanadas continuas de granadas y metralla sobre los aterrados agarenos, sobre su campo, sobre las huertas de Tetuán, sobre sus quintas y aduares... ¡Qué desolación! ¡Qué castigo! ¡Cómo debieron de arrepentirse de habernos provocado tan temerariamente! ¡Qué lúgubres presagios harían en aquel momento sobre la suerte de su ciudad querida!.

Finalmente, músicas y aclamaciones resonaban allá en las alturas que el general O'Donnell designó con su espada al ordenar el ataque... Aquellos himnos celebraban nuestra, completa victoria. La bandera de España ondeaba sobre todas las cumbres de Sierra Bermeja, que ocupaba poco antes el enemigo, el cual ocultaba su dolor y despecho en las fragosidades de las montañas próximas o en el que hoy consideran, seguro de sus trincheras y parapetos.


Concluyamos.

Dicho se esta que el general en jefe y su cuartel general habían subido los primeros a las posiciones tan valerosamente conquistadas. Desde allí, desde aquellas empinadas lomas, abarcábase de una sola ojeada toda la llanura que acabábamos de recorrer. Por un lado veíamos el CUERPO DE RESERVA, formado en cuadros; por otro, la brigada Mogrovejo, escalonada en columnas; allá nuestra Caballería, tendida en batalla; más cerca, la Artillería, tronando aún y coronada de blancas humaredas... Por todas partes guerrillas; grupos sueltos de soldados que conducían heridos; jefes y ayudantes que corríau en varias direcciones; cargas de cartuchos que venían de la remota Aduana; camilleros de las Compañías de Sanidad, que buscaban nuestros muertos entre la alta hierba, y acaso, acaso, alguna que otra tertulia de oficiales, que almorzaban a aquella hora, pan y queso, salchichón y vino, sobre la tierra que acababan de ensangrentar sus compañeros... ¡Qué alegre, qué animada, qué marcial perspectiva!

Pero ¿qué rumor de músicas y tambores se percibe a lo lejos? ¿Qué ejército es aquel que avanza por la otra solitaria planicie que atraviesa el río de la Judería? ¡Ah! ¡Son los batallones del SEGUNDO CUERPO; es el general Prim, que acude al teatro de la victoria!

¡Imponente y magnífico alarde! Aquellas aguerridas fuerzas, que hoy han permanecido ociosas, vienen a banderas desplegadas y tambor batiente, en perfecta y vistosa formación, completando nuestro dominio sobre todo el anchuroso valle, y como diciendo a los caudillos mahometanos: «Aún quedábamos nosotros; aún estábamos de reserva para lo que pudiese ocurrir.»

El conde de Reus, adelantándose a su ejército, llega a todo escape a incorporarse al cuartel general de O'Donnell, y a cumplimentar a este por el hermoso triunfo que acaba de obtener; después de lo cual le refiere un notable hecho de armas que ha tenido lugar allá abajo, mientras que nosotros tomábamos estas posiciones.


Fue el caso que, estando parada en la llanura la división del general O'Donnell (D. Enrique), un jinete árabe, vestido de grana, que había dirigido por la derecha las fuerzas enemigas durante toda la lucha, se adelantó (con seis jinetes más, que parecían constituir su escolta) hacia aquella división inmóvil, como en son de desafío o de parlamento...

El hermano de nuestro general en jefe hizo avanzar entonces a su ayudante el Sr. Maturana, seguido de cuatro guardias civiles y dos ordenanzas, con el solo encargo de observar las intenciones de los que venían; pero al llegar nuestros jinetes al sitio que se les había señalado (a gran distancia ya de nuestros batallones), encuéntranse enfrente del extraño caballero moro, que había reforzado su escolta con veinte jinetes más. ¡Nadie había visto llegar a aquel refuerzo, que sin duda estaba escondido entre los altos juncales de las lagunas!...

Sin vacilar ni un punto, el Sr. Maturana carga entonces a los treinta agarenos con los seis valientes que le acompañan, y por un momento quedan revueltos y confundidos moros y cristianos... Mas los nuestros se dan tal arte, que logran infundir miedo a los marroquíes.

Retíranse éstos casi sin luchar..., y Maturana y los suyos, viendo que nuevas fuerzas moras vienen por la derecha tratando de envolverlos, emprenden también la retirada para incorporarse al grueso de nuestras tropas...

Pero uno de los guardias civiles, cuyo caballo acababa de recibir un balazo, cae en esto a tierra, sin que lo noten sus compañeros, y Maturana oye su voz, que pide auxilio con tanta mayor vehemencia, cuanto que el jefe encarnado y seis o siete moros más lo cercan ya, tratando de llevárselo vivo...

Maturana lo ve, y retrocede solo, armado de su revólver. Llega al grupo de moros, que salen a su encuentro esgrimiendo afiladas gumías: apunta contra el jefe, y lo mata; dispara tres tiros más, y hiere a otros dos infieles, con lo cual huyen los restantes, dejando prisioneros en poder del bravo oficial a los dos heridos.

Bien quisieran rescatarlos y castigar al audaz Maturana las fuerzas que acudían en auxilio del ya difunto jinete rojo; pero al mismo tiempo llegan en ayuda de los nuestros dos compañías, de la Princesa y una de Toledo, visto lo cual desisten de su intento los marroquíes, pronunciándose en retirada.

Salvo ya el guardia civil, y recogidos los dos prisioneros, estos declararon que el jefe muerto era de elevadísima graduación, cosa que también revelaban su rico traje de lana y seda y su excelente caballo..., que en adelante montará el general Prim.

Por lo demás, esta marcha del conde de Reus al través de la llanura, sin caballería ni cañones, ha sido tan osada como aplaudida. Muchas veces viose obligado a formar cuadros para hacer frente a los jinetes moros (que no se atrevieron a acercársele); otras destacó guerrillas (en su seguimiento, causándoles algunas bajas, y, a no haberle detenido la mala condición del terreno, su llegada al teatro de la acción por la retaguardia del enemigo habría hecho aún más sangrienta la vergonzosa fuga de este.


Pero he dicho que iba a terminar por hoy. Describamos rápidamente nuestra retirada.

Esta se verificó con el mismo disgusto de las tropas y del general en jefe que la del día del príncipe de Asturias. ¡Estábamos tan cerca del campamento enemigo! ¡Nos había costado tanta sangre llegar allí!... Sin embargo, era forzoso volver a nuestros reales. El ataque a Tetuán debe verificarse por el otro lado de la llanura, por la orilla del Río Martín, asaltando de frente los grandes parapetos guarnecidos de cañones que allí han construido los marroquíes..., y O'Donnell no improvisa ni cambia nunca sus planes..., por lo cual los realiza siempre...

Nos retiramos, pues. Los moros trataron varias veces de picarnos la retaguardia luego que la noche cubrió el valle de tinieblas; pero el general Quesada por un lado, y los brigadieres Villate y Cervino por otro, cargaron nuevamente al enemigo, quien se resignó al fin a dejarnos, marchar ufanos con nuestra victoria...

El cuartel general pasó a su vuelta por el teatro de las cargas de caballería. Aún se veían algunos muertos nuestros, y muchos, innumerables mahometanos... Algunos caballos de uno y otro ejército agonizaban de pie, con el cuello tendido al aire y desangrándose lentamente... Otros yacían al lado de sus jinetes exánimes... Las armas descansaban también en tierra, como cansadas de matar... ¡Qué cuadro de tan lúgubre poesía!

Entre los despojos del reciente combate encontrose una bandera roja, al lado del que la había paseado todo el día por el campo de batalla. Era este un mulato corpulento, vestido con túnica encarnada, pantalón azul y turbante blanco. Dormía el sueño de la muerte con la faz al cielo, y su brazo derecho, extendido hacia la bandera, parecía pugnar por defenderla todavía...

En fin, cerca ya de nuestro campo, habló rápidamente O'Donnell con uno de los prisioneros hechos en la jornada, mísero anciano medio desnudo, de melancólica y grave fisonomía.

-¿Erais muchos hoy? -le preguntó, entre otras cosas, el general en jefe.

-¡Muchos! ¡Muchos! -respondió el moro, extendiendo las manos y agitando los dedos, como si viese ante sí las numerosas haces que había contemplado reunidas aquella mañana-. ¡Muchos!... ¡Muchos!... Pero ¿de qué nos ha servido?

Y al pronunciar esta frase expresaba el rostro del anciano tan profunda desesperación, que su patriotismo y su desgracia nos causaron respeto...

Concluyo diciendo que nuestras bajas en el combate de ayer consistieron en ochenta muertos y sobre quinientos cincuenta heridos. ¡Las de los moros... (todos pudimos verlas) fueron atroces! Solamente los muertos pasaron de trescientos.

Por lo que a mí toca, no tengo lo valor para dejar la pluma sin dar cuenta de la alegría y orgullo que me embargan... El general O'Donnell me concedió ayer la Cruz de San Fernando en el Campo de batalla, recompensando así con usura la parte insignificante que tomé en los trabajos y peligros de tan memorable refriega.

Es decir, que, mientras exista, adornarán mi pecho los colores amarillo y rojo, ¡los colores de la bandera nacional, y que después de terminarse esta guerra y mi compromiso de soldado, aún permaneceré unido con lazo tan hermoso al bizarro ejército español!

¡Sea en buen hora! ¡Luzca sobre mi corazón el mas sagrado símbolo de la patria, la más honrosa recompensa militar, la noble enseña española, y ella me inspire en todo tiempo sentimientos de amor y adoración entusiasta hacia la ilustre nación que bendigo ausente, y de quien me envanezco de ser hijo!




ArribaAbajo- XXXVIII -

Día de la Candelaria.-Misa solemne.-Reconocimiento.-Conferencia de los generales, y plan de próxima batalla.


2 de febrero.

El día de ayer (que yo pasé escribiendo la batalla del 31) dedicose al embarque de heridos, al municionamiento de las tropas y a los preparativos de nuestro próximo ataque al campo atrincherado de Tetuán.

Emprenderemos la acometida pasado mañana al amanecer; las órdenes están dadas, y todo dispuesto con la más escrupulosa previsión.

En cuanto al día de hoy, ha sido solemnísimo.

Primeramente, esta mañana oyó misa todo el ejército. El ser día de la Purificación motivó realmente la santa ceremonia; pero el hecho de encontrarnos abocados a una grande y decisiva batalla; la evidente proximidad de nuestra entrada en una ciudad infiel, y el temor, que no podíamos menos de abrigar todos y cada uno, sobre si aquella misa sería la última que oyésemos antes de comparecer en la Eternidad, han dado al acto religioso de hoy no sé qué grandiosidad austera y melancólica, que no podía menos de contrastar con el humilde aparato y militar desaliño del templo, del altar, del sacerdote y de los fieles.

Celebrábase la misa en la plataforma del torreón de la Aduana, bajo la severa bóveda del cielo. El altar se apoyaba en el muro; y, cerca de él, asomado a las almenas aspilleradas, hallábase un corneta de cazadores, quien, con agudas señales, iba indicando a las numerosas huestes tendidas por la llanura la marcha silenciosa del incruento sacrificio. Yo no pude menos de volver muchas veces la cabeza para contemplar el magnífico cuadro que presentaban nuestras tropas en aquel momento. En una parte se veían obscuras masas de batallones formados entre los claros de sus tiendas; en otra, columnas apretadas de caballería, cuyas espadas centelleaban al sol, o cuyas lanzas entregaban al manso viento sus banderines; aquí un grupo aislado de jinetes, allá cuatro o seis guardias civiles alineados en otro sentido; ora algún soldado solo que había interrumpido su marcha, ora los ingenieros, apoyados en sus herramientas; en un lado el cuartel general de tal o cual cuerpo de ejército, parado en pintoresco pelotón, con los generales y brigadieres a la cabeza; en otro los acemileros y las gentes de mar, descubierta la frente, pero colocados también en regulares filas; ya una escolta, ya un regimiento, ya una masa de artillería, va un centinela solitario..., y todos silenciosos, todos inmóviles, todos atentos a un punto fijo: ¡al torreón arábigo en que se celebraba la misa!

No había semblante que no revelara juntamente marcialidad y ternura... Dijérase que, al través de la dura y amenazadora expresión que los rigores de la campaña y crueles hábitos de la guerra han prestado a todas las fisonomías, fulguraba la suave luz del Evangelio... Las dulces memorias de la patria, los recuerdos de la familia, los cuidados del alma, la cercanía de la vida eterna, todo conspiraba a enternecer y mejorar el corazón, a exaltar el sentimiento religioso, a inflamar el amor divino... Todos rezaban, pues, o sostenían con el Ser Supremo más íntimos coloquios. Quién le rendía fervorosa acción de gracias por haberle protegido hasta entonces y conservádole para su atribulada familia; quién le rogaba que fuese su escudo y su defensa en los próximos combates; quién le encomendaba la custodia de ser queridos que temía no volver a ver; quién, en fin, conmovido por más grandes agitaciones, pedía para las armas españolas la ayuda y el favor del Dios de los ejércitos, ofreciéndole, en cambio, una desdichada vida, si necesaria era, para la felicidad de la patria.

Grave y austera música poblaba en tanto de melodías la pura atmósfera de la mañana; el sol enviaba sus más cariñosos rayos a los que vio en otro tiempo pacíficos moradores de lejanos hogares, y hoy encontraba en extranjero suelo dando su vida en defensa de la honra nacional. Dios, rey del universo, acudía, en fin, gozoso a la nueva tierra donde sus hijos se reunían en su nombre y le llamaban... ¡Tetuán, y sus guardadores debieron de sentir el frío de la muerte en tan augusto y misterioso instante!

Veinticinco mil soldados españoles estábamos de rodillas, presentando las armas con humildad al Dios de Sabaoth, al caudillo del pueblo de Israel. Los jinetes, firmes sobre sus bridones, llevábanse al corazón la cruz de la espada, como ofreciendo la fuerza de su brazo y la sangre de sus venas a la víctima que veían inmolar. Todos los ecos del valle resonaron entonces con los acordes del himno triunfal de España, repetido por mil marciales instrumentos. La consagrada hostia brilló al sol y eclipsó su lumbre, y el cáliz misterioso, al alzarse sobre la cabeza del sacerdote, destacose sobre el azul del cielo, como si en aquel sacrosanto brindis se hubiese unido la eternidad a lo creado.

Al fin de la misa, el general en jefe, que durante toda ella había permanecido con la cabeza baja y la empuñadura del acero apoyada en el corazón, emprendió silenciosamente el camino de los campamentos moros, seguido de su numeroso cuartel general y del de todos los generales del ejército.

El objeto de O'Donnell era reconocer nuevamente el camino que hemos de recorrer pasado mañana, y enterar a los demás generales de las observaciones hechas por el general García en anteriores reconocimientos, designándoles al paso los sitios por donde habrán de conducir sus tropas, a fin de esquivar en lo posible los sitios pantanosos.

Llegamos, pues, hoy, como los días precedentes, hasta muy cerca de los parapetos del enemigo, quien no dejó por su parte de recibirnos a cañonazos, pero tampoco por esta vez nos causaron perjuicio las voluminosas balas rasas que caían en ocasiones a los pies de nuestros caballos...

Terminado el reconocimiento, el general O'Donnell invitó a los demás generales a que subiesen con él a la plataforma de la Aduana, desde donde, como tengo dicho, se abarca perfectamente toda la llanura... A nadie se le ocultó que el general en jefe iba a revelar y explicar su plan de batalla a los que pasado mañana han de secundar sus órdenes dando el anhelado ataque a los campamentos enemigos.

Los generales Ros de Olano, Prim, García, Ríos, O'Donnell (D. Enrique), Orozco, Turón, Quesada, Galiano, Ustáriz, Mackenna y Rubio, así como los comandantes generales de artillería y de ingenieros, componían aquella asamblea al aire libre, que nosotros divisábamos desde abajo con la curiosidad que puede imaginarse... La plataforma en que tenía lugar aquella importante escena, era la misma en que pocos momentos antes se había celebrado la misa de campaña. O'Donnell, avanzando a las almenas del oeste, designaba a los demás caudillos varios parajes de la llanura, mientras el general García, como jefe de estado mayor general, mostraba el plano del terreno, y Ros de Olano y Prim, agentes principales que han de ser de la obra, se ponían de acuerdo sobre los puntos que han de acometer con sus respectivas fuerzas.

¡Porque (sabedlo, como ya lo sabemos todos) el plan del conde de Lucena consiste en atacar a un mismo tiempo de frente y de flanco las posiciones enemigas, y tomar a la bayoneta parapetos, cañones, tiendas y todo cuanto encierran los campamentos moros! La idea no puede ser más sencilla, mas grande ni más atrevida. Ninguna tampoco más del gusto de nuestros soldados.

-¡Al fin (dicen) vamos a apoderarnos de la presa que hemos tenido al alcance de la mano en Castillejos, en Monte Negrón y en Río Azmir; y que tan de cerca amenazábamos en los combates del 23 y del 31 de enero!

Y una vertiginosa alegría reina en toda la extensión de este campo...

De nuestras inquietudes acerca de la próxima lucha, hablaré mañana con más viveza y propiedad que pudiera hacerlo hoy, pues mañana es la verdadera víspera del día solemne, y nada tendremos que hacer sino filosofar con el pie en el estribo...




ArribaAbajo- XXXIX -

La víspera de la batalla. -Molendris, víctima política. -Los Voluntarios Catalanes. -Arenga de Prim. -Despedidas.


Día 3 de febrero.

El día de hoy me lo había yo imaginado muchas veces antes de venir a la guerra. Quiero decir que sus peculiares emociones, su solemne expectativa, sus terrores y sus regocijos, corresponden exactamente a lo que yo había presentido siempre que pugnaba por figurarme la víspera de una decisiva batalla.

Hasta hoy nos eran desconocidas estas inquietudes; y es que, hasta hoy, nunca hemos tenido completa seguridad de combatir a determinada hora; nunca hemos atacado con premeditación; nunca hemos buscado al enemigo. Pero hoy sabemos todos (lo mismo los jefes que los oficiales y los soldados) que mañana al amanecer iremos sobre las huestes contrarias a batirlas, a asaltar su campo, a apoderarnos de él...; huestes y campo que no podrán huirnos ni trasladarse a otro punto, sino que están ahí, a nuestra vista, esperándonos hace mucho tiempo, con sus trincheras y cañones, con sus fosos y parapetos. ¡La lid, por consiguiente, será segura, inevitable, tremenda, y tenemos absoluta, indeclinable necesidad de triunfar!

Porque no hay arreglo posible... Al ser de día decamparemos: los soldados marcharán con sus tiendas a la espalda, provistos de raciones y con todo su equipo en las mochilas. Las acémilas nos seguirán con municiones y víveres, con hospitales y oficinas, botiquines y material de ingenieros... ¡O vencer o morir; o ganarlo o perderlo todo!... Tal será mañana nuestra situación. ¡O dormimos en las tiendas de Muley-el-Abbas, o vamos de cabeza al Mediterráneo!... ¡O mañana Tetuán es nuestro, o tenemos el trágico fin del ejército de D. Sebastián de Portugal!

Ni creáis que abulto la importancia de los peligros que vamos a correr con el pueril o poético propósito de que luego parezca mayor nuestra victoria... Casualmente tenemos noticias frescas del campamento moro, las cuales no dejan lugar a duda acerca del formidable aparato y desesperada furia con que nos aguardan los marroquíes. Las enormes pérdidas que tuvieron en el último combate han sido repuestas y hasta superadas por tres o cuatro mil voluntarios que Muley-el-Abbas ha reclutado entre los pacíficos vecinos de Tetuán, obligándoles a tomar las armas y a seguirlo. Al mismo tiempo el belicoso príncipe ha recibido de su hermano el Emperador un considerable convoy de víveres y municiones, que empezaban a escasear (sobretodo los primeros) en las filas enemigas. Unido esto a que los moros saben también que mañana se juega el todo por el todo; que la batalla decidirá de la suerte de Tetuán, y que lo que no consigan en tan fuerte posición, con artillería, parapetos y casi doble número de combatientes que nosotros, no lo conseguirán ya nunca, hace que hayan recobrado la moral perdida; que su confianza en la victoria sea mayor que en los últimos encuentros, y que su natural fiereza esté sobrexcitada con el deseo de vengar tantas derrotas.

Así se expresa, a lo menos, un pobre moro, enfermo y casi moribundo, que se nos ha pasado esta mañana, poseído también de un terrible espíritu de venganza..., no contra nosotros, sino contra sus compatriotas y hermanos en religión.

Parece ser que este infeliz (hombre de unos cuarenta años, flaco y amarillo como un espectro, y vestido de modo y forma que revela su pasado bienestar) ha recibido en dos años cinco mil palos, todos por causas políticas, o sea en virtud de un odio encarnizado que la familia imperial profesa a la suya hace medio siglo. Su padre y sus hermanos fueron degollados, so pretexto de desobediencia a las órdenes soberanas; pero realmente por ser amigos y allegados de cierto pretendiente al trono que quitó mucho tiempo el sueño al difunto Abderramán. El desgraciado de que se trata ha pasado casi toda su vida en obscuros calabozos. El actual emperador lo soltó hace pocas semanas, en vista de que se moría, a fin de que recobrase la salud y tuviese fuerzas para padecer algunos años más; pero con motivo de no haber tomado las armas (como se le mandó) en el reciente combate de Guad-el-Jelú, acaba de recibir otros doscientos palos, que han redondeado la mencionada cifra de cinco mil. Ansioso de venganza, como dejo dicho, y deseando favorecernos en contra de un soberano que no ha sido sino su verdugo, llega hoy a nosotros el desventurado Molendris (este es su nombre), y nos da con febril acento y sanguinaria complacencia todos los datos y noticias que estima pueden sernos de utilidad para la grande empresa de mañana...

¡Dios se lo pague! Como quiera que sea, todo está pronto. Los equipajes se hallan empaquetados: solo falta quitar las tiendas y hacer las cargas. Los caballos tienen hoy doble ración de cebada y heno. Nuestros criados y asistentes preparan la frugal comida de mañana, a fin de que no ayunemos como otros días de acción. Las armas están prontas; los cañones, las carabinas y los revólvers han sido inspeccionados especialísimamente, o sea con mayor escrupulosidad que en una solemne revista. Las treinta mil cartas consabidas (las que preceden a toda marcha o encuentro que medio se haya sospechado) encuéntranse ya en la tienda del correo. ¡Apostaría cualquier cosa a que de todas esas cartas ni la mitad siquiera dan la noticia de que mañana atacamos al enemigo. Pero ¡cómo se dejará adivinar en los dulces adioses que precederán a cada firma!


Son las cinco de la tarde, y vengo de presenciar una escena verdaderamente sublime.

Las compañías de Voluntarios Catalanes que la noble y patriótica tierra de Roger de Flor envía al ejército de África, como precioso e inestimable donativo, han desembarcado hace una hora.

¡Afortunados aventureros! Más felices que los Tercios Vascongados, a quienes en balde estamos esperando desde que principió la campaña, llegan a tiempo de participar de los mayores peligros y más gloriosos laureles de esta guerra.

Son cerca de quinientos hombres. Visten el clásico traje de su país: calzón y chaqueta de pana azul, barretina encarnada, botas amarillas, canana por cinturón, chaleco listado, pañuelo de colores anudado al cuello, y manta a la bandolera. Sus armas son el fusil y la bayoneta de reglamento. Sus cantineras, bellísimas. Traen por jefe a un comandante, todavía joven, llamado D. Victoriano Sugranés. Tres cruces de San Fernando adornan su pecho, lo cual es felicísimo anuncio de nueva gloria. Los demás oficiales se han distinguido también en muchas ocasiones, y alguno de ellos ha militado voluntariamente bajo las banderas de Pellisier y de Mac-Mahon.

La tropa toda ostenta en su fisonomía aquel aire de dureza, atrevimiento y astucia que distingue a la raza catalana. Facciones angulosas, cabellos castaños o rubios, recia musculatura y ágiles movimientos, propios de gente montañesa; he aquí los principales caracteres de los generosos voluntarios.

El general Prim, como paisano suyo, ha deseado que ingresen en su cuerpo de ejército, a lo cual ha accedido el general en jefe, mientras que ellos han pedido por su parte al conde de Reus ir mañana en la vanguardia. También se les ha otorgado esta merced.

Pero vamos a la sublime escena indicada.

Los catalanes iban formando, según que saltaban a tierra, al pie de Fuerte Martín. Todos los hijos del Principado que ya militaban en este ejército habían acudido a saludarlos. Mil abrazos, mil votos y ternos, mil diálogos en cerrado catalán seguían a cada encuentro de amigos o conocidos... Entretanto, la música de no sé qué regimiento del CUERPO mandado por Prim, llegaba a dar la bienvenida a nuestros nuevos camaradas, y el dicho general acudía en pos de ella, tan contento y ufano como si fuese al encuentro de sus hijos.

El héroe de los Castillejos montaba aquel caballo árabe, cogido a un jefe moro, de que hablé el día pasado. Vestía, como casi siempre, ancho pantalón rojo; levita azul, sin más adorno que dos grandes placas; kepís de paro (con la visera levantada, al estilo francés, y con los dos entorchados de teniente general), y un sable muy corvo, parecido a una cimitarra.

Luego que estuvieron reunidas las cuatro compañías de voluntarios, Prim se colocó en medio de ellas, y en dialecto catalán, en aquel habla enérgica y expresiva que recuerda los romances heroicos de la poesía provenzal, les arengó del siguiente modo:

«Catalanes:

»Acabáis de ingresar en un ejército bravo y aguerrido: en el ejército de África, cuyo renombre llena ya el universo.

»Vuestra fortuna es grande, pues habéis llegado a tiempo de combatir al lado de estos valientes. Mañana mismo marcharéis con ellos sobre Tetuán.

»Catalanes: vuestra responsabilidad es inmensa; estos bravos que os rodean, y que os han recibido con tanto entusiasmo, son los vencedores de veinte combates; han sufrido todo género de fatigas y privaciones; han luchado con el hambre y con los elementos; han hecho penosas marchas con el agua hasta la cintura; han dormido meses enteros sobre el fango y bajo la lluvia; han arrostrado la tremenda plaga del cólera, y todo, todo lo han soportado sin murmurar, con soberano valor, con intachable disciplina. Así lo habéis de soportar vosotros. No basta ser valientes: es menester ser humildes, pacientes, subordinados; es menester sufrir y obedecer sin murmurar; es necesario que correspondáis con vuestras virtudes al amor que yo os profeso, y que os hagáis dignos con vuestra conducta de los honores con que os ha recibido este glorioso ejército; de los himnos que os ha entonado esa música, y del general en jefe bajo cuyas órdenes vais a tener la honra de combatir; del bravo O'Donnell, que ha resucitado a España y reverdecido los laureles patrios; y también es menester que os hagáis dignos de llamar camaradas a los soldados del SEGUNDO CUERPO, con quienes viviréis en adelante, pues he alcanzado para vosotros tan señalada honra...

»Y no queda aquí la responsabilidad que pesa sobre vosotros. Pensad en la tierra que os ha equipado y enviado a esta campaña; pensad en que representáis aquí el honor y la gloria de Cataluña; pensad en que sois depositarios de la bandera de vuestro país..., y que todos vuestros paisanos tienen los ojos fijos en vosotros para ver cómo dais cuenta de la misión que os han confiado.

»Uno solo de vosotros que sea cobarde, labrará la desgracia y la mengua de Cataluña. Yo no lo espero. Recordad las glorias de vuestros mayores, de aquellos audaces aventureros que lucharon en oriente con reyes y emperadores; que vencieron en Palestina, en Grecia y en Constantinopla. A vosotros os toca imitar sus hechos y demostrar que los catalanes son en la lid los mismos que fueron siempre.

»Y si así no lo hiciereis; si alguno de vosotros olvidase sus sagrados deberes y diese un día de luto a la tierra en que nacimos, yo os lo juro por el sol que nos está alumbrando, ¡ni uno solo de vosotros volverá vivo a Cataluña!

»Pero si correspondéis a mis esperanzas y a las de todos vuestros paisanos, pronto tendréis la dicha de abrazar otra vez a vuestras familias, con la frente coronada de laureles; y los padres, las madres, las mujeres, los amigos, dirán llenos de orgullo, al estrecharos en sus brazos: Tú eres un bravo catalán.»

Imposible es que os figuréis ni que yo describa con exactitud la manera que tuvo el conde de Reus de pronunciar esta brillante alocución.

Al principio la interrumpieron vivas y aclamaciones. Al final todo el mundo lloraba (todos llorábamos), mientras que el gran batallador, de pie sobre los estribos árabes, rígido, trémulo, espantoso, parecía transportado a los antiguos tiempos, a los días de los Jaimes y Berengueres, y comunicaba a todos los corazones el entusiasmo patriótico de su alma, el calor de su belicosa sangre y la extrema energía de su temperamento. ¡Cuán fulminante en la amenaza! ¡Qué arrebatador en el elogio! ¡Qué persuasivo en la promesa! ¡Qué sublime al evocar la pasada historia!

¡Llorábamos todos, sí, viejos y jóvenes, generales, jefes y soldados! ¡Todos comprendíamos en tal instante aquel idioma extraño; todos palpitábamos a compás con aquel corazón embravecido; todos ansiábamos ardientemente la llegada del nuevo día, la hora de la refriega, el momento de la embestida y el asalto!

¡Eterno, inolvidable será el día que nos espera! ¡Húndase pronto en occidente el sol de hoy, y luzca sin tardanza la nueva aurora!

A las nueve de la noche.

Aún cojo la pluma para copiar algunas frases (me oigo ahora mismo, y que os revelarán, mejor que yo pudiera hacerlo, el estado de los ánimos y las preocupaciones que nos agitan en esta solemne noche.

A dos pasos de mi tienda hay una fonda francesa, de que creo haber hablado. En ella se reúnen ordinariamente muchos jefes y oficiales a beber y a conversar, hasta las nueve de la noche, en que resuena el toque de silencio, se apaga la luz y todo el mundo se va a dormir.

Es esa hora: los cornetas han dado la última señal, y la tertulia de la fonda se disuelve cerca de mi tienda.

-¡Adiós! -dice uno-. Hasta mañana a la noche, si estamos vivos.

-Que no hagas locuras... -responde otro.

-Mándame al asistente, después de la batalla, con noticias de tu persona...

-¡Permita Dios que nos veamos!...

-Y si a mí me ocurre alguna cosa, no olvides los encargos que te tengo hechos...

-Adiós: ¡buena suerte!

-Adiós: ¡hasta el valle de Josaphat!

-Adiós, ¡y viva España!

-Adiós, y sea lo que Dios quiera...

Este murmullo de tiernos y alegres adioses se aleja poco a poco, apagándose con el rumor de los sables y de las espuelas...

Ya no se oye en todo el campamento más ruido que la palpitación eterna del vecino mar, el canto de las insomnes ranas, y el ¿Quién vive? de algunos centinelas.

Yo me despido también de vosotros, como acabo de hacerlo de mi familia, prometo escribiros mañana a la noche si no me lo estorba algún accidente, además del cansancio de la batalla; y apago la luz, murmurando en lo íntimo de mi corazón la última frase que resonó hace poco detrás de esa pared de lienzo: «¡Sea lo que Dios quiera!»




 
 
FIN DEL TOMO PRIMERO
 
 


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