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ArribaAbajo- VII -

Actitud del pueblo vencido y del ejército vencedor.-El palacio de Erzini.-La Mezquita Grande.


El mismo día.

Estoy en el palacio de Erzini; pero antes de deciros quién es Erzini y de describiros su palacio, voy a apuntar algunas de las cosas que más han llamado hoy mi atención al venir desde la alborotada judería a este sosegado barrio moro.

Primeramente, cerca de la casa de Abraham encontreme una multitud de soldados nuestros a la puerta de otra casa hebrea, donde sonaban descompasados gritos de hombres y mujeres.

-Chicos, ¿qué es eso? -pregunté a los soldados, procurando hacerme lugar para ver lo que pasaba.

-¡Calle usted, hombre! -me respondió un granadero andaluz-. ¡Si es la cosa más particular que ha visto uno! ¿Oye usted ese jaleo y esas voces? ¡Pues es un duelo, o funeral, por un tal Saúl que anteayer mataron los moros!

-¡Mucho lo sienten, según veo!...

-¡Ca! No, señor. ¡Todo eso es pura ceremonia! Figúrese usted que ahora poco han entrado ahí más de cuarenta judíos, tan alegres y satisfechos como si tal cosa; se han sentado todos en el patio, y han empezado a gritar y a gemir de la manera que usted oye... ¡Mire usted!... ¡Mire usted cómo se arañan!

Hízome lado el granadero, y vi efectivamente a una porción de hebreos de ambos sexos, con el rostro chorreando lágrimas y sangre, y sollozando en coro, sin darse apenas tiempo para respirar.

-Dice aquí un judío -añadió el soldado-, que el luto dura tanto como los arañazos que se hacen en la cara, a lo que digo yo que algunas de esas muchachas se habrán cortado las uñas antes de venir al duelo...

-¡Saúl ha muerto, señor! ¡El virtuoso Saúl, que nunca hizo daño a nadie! -Estas palabras, que oí ayer, acudieron entonces a mi memoria, y me marché pensando en la rara índole del ser humano, que se afecta a medida de sus propias invenciones, y llora o se regocija, según la moda de cada país. Esto es obscuro, pero yo me entiendo. ¿No bailan las gitanas cuando se les muere un hijo de pocos años? ¿No mataban los hijos a sus padres (creo que en la antigua Lacedemonia) para librarlos de los achaques de la vejez?

Más adelante presencié escenas de otra naturaleza, que me distrajeron de tales reflexiones.

Por ejemplo, era graciosísimo oír a algunos soldados nuestros, plantados en medio de la calle, hablar con tal o cual judía, asomada a la azotea de su casa. Las descendientes de Caifás estaban más honestas que ayer, ora por haber desechado el temor de que les robemos sus ropas y alhajas, ora en obediencia de órdenes terminantes de nuestro general en jefe.

Por lo demás, en estas conversaciones amorosas al aire libre, oíanse a cada momento, como tema obligado, las palabras «mi ley» y «tu ley»... ¡Era la polémica religiosa de siempre entre la cautiva y el vencedor!

-Mi ley no me lo permite...

-Hazte cristiana...

-Reconoce a mi Dios...

-Mi religión me manda aborrecerte...

Las mismas o muy semejantes palabras había yo leído en el Gonzalo de Córdoba de Florián, en Matilde o Las Cruzadas, en Chateaubriand, en lord Byron, en Calderón, en Zorrilla... ¡Oh! ¡Cuántos dramas y novelas, cuántos poemas y romances he visto realizados, animados, vivos, desde que pisé esta tierra de África!... Y ¡qué grupos, qué cuadros tan cómicos ofrece Tetuán en este momento!...

El trío de moro, español y hebreo, conversando en el hueco de una puerta; los ajustes, ventas, compras y cambios; la relación que hace cada cual de sus peculiares usos y costumbres; el fiero musulmán, que pregunta mansamente si se le permitirá usar armas; el otro que, con un pase escrito en castellano por algún sargento, anda buscando al general Ríos para que se lo firme, y que, cuando lo encuentra, le tira de la levita, y le dice tuteándole: Oye, general. Yo, moro bueno, querer entrar y salir por puertas de la ciudad...; el noble guerrero que vuelve a la plaza sin mirar a nadie, penetra en su casa, coge sus ahorros, y nos indica que le dejemos salir, pues quiere marcharse para no volver; el moro de paz que llega a pedir justicia, trayendo a un judío cogido por el cuello; el judío que por la primera vez de su vida, se atreve a insultar a un moro, contando con el apoyo de nuestros soldados, que a veces se ponen de parte del que les habla en español; las explicaciones que se dan unos soldados a otros acerca de las peregrinas cosas que encuentran en la ciudad...; todo esto, digo, constituye otros tantos asuntos dignos del pincel, del romance o del sainete, e imposibles de describir en mi ya larguísima historia.

Fijémonos, si no, en cualquier cuadro: en el cambio de monedas, por ejemplo.

-¿Qué me das aquí? -pregunta un soldado nuestro, rechazando la vuelta de un duro, que le entrega un judío en cierto género de ochavos y de chapitas de plata que parecen cualquier cosa menos dinero.

-¡Todo eso es muy bueno! -dice el judío.

-¡Mira, tú, ven acá!... ¿Cuánto vale esto? -replica el soldado, cogiendo a un moro por el jaique y mostrándole aquel raro numerario.

El moro responde en árabe cualquier cosa, como si pudiese ser entendido por el español.

-¿Lo ves? -exclama el Judío-. ¡Dice lo mismo que yo decía!...

-¡No dice eso! ¿No es verdad que no dices eso? le pregunta de nuevo el soldado al moro.

Este mira al judío con desprecio, y por señas le dice al cristiano que tenga mucho cuidado con aquella gente.

-¡Dame mi duro! -grita entonces nuestro compatriota.

-Ya no lo tengo... Se lo debía a uno que pasó por aquí, y se lo he dado. Pero toma, si quieres, más ochavos morunos -añade el hebreo, sacando del bolsillo otro puñado de cobre.

El soldado, harto ya de aquella disputa, calcula a ojo el valor del metal y del que llena sus manos, y dice por último:

-¡Vaya! ¡Échame otros pocos, y sea lo que Dios quiera!

-Toma, ¡para que veas que no te engaño!... -concluye el judío, dándole dos ochavos más, y se escabulle ligeramente, aprovechándose de que el soldado tiene las manos ocupadas y no puede correr...

La verdad es que el hebreo no ha estafado al cristiano. Aquella infinidad de medallas de plata y cobre valen acaso más que el duro que representan. Sin embargo, el judío ha hecho un gran negocio. Diré por qué.

Nuestras monedas se cotizan en Marruecos como el papel del Estado entre nosotros. Los duros, v. gr., están hoy a veinticinco reales; mañana estarán a dieciocho, y pasado mañana a treinta, según su abundancia o escasez... Ahora bien, el judío acapara todos los duros que puede, y cuando ha subido su precio empieza a ponerlos en circulación, desplegando para ello una actividad y hasta un valor que solo se conciben en su carácter y tratándose de dinero.

Abraham, por ejemplo, cuando fue esta mañana a verme almorzar venía de vender duros a los pastores de la sierra de Samsa, que se los habían pagado nada menos que a treinta y cinco reales en cobre. Para ello había tenido que salir de Tetuán, antes del amanecer; atravesar nuestros campamentos, a riesgo de que lo creyésemos un traidor, llegar a terreno vigilado por los moros, que lo tomaron por un espía; sufrir vejámenes de unos y otros, y exponerse a morir, o, lo que es peor, a ser robado. ¡Oh, sí!... ¡Nada hay tan heroico como la avaricia, máxime si se tiene en cuenta que todos los avaros son cobardes!


Una vez en los barrios moros, he notado que los tetuaníes principian a salir de sus casas. Hasta ahora no han pasado de la puerta, donde toman el sol acurrucados sobre el duro suelo. Pero, por más que las calles sean estrechísimas, y que, consiguientemente, se hallen unos muy cerca de otros, los vencidos no se dirigen todavía la palabra...

Otra observación he hecho. Cuando pasan nuestras vistosas cabalgatas (generales con su estado mayor y escolta, o cualquiera de las lucientes comitivas que cruzan a cada momento las calles de Tetuán), los taciturnos musulmanes recogen un poco las piernas a fin de que no los pisen nuestros caballos, y ni por casualidad siquiera alzan la cabeza para mirar a aquellos lucidos jinetes que tanto ruido van haciendo con sus bridones y sus armas... La única preocupación de los moros en tal momento parece ser evitar que les afecte materialmente aquel accidente fatal y mecánico que pasa cerca de ellos. Por eso encogen las piernas... ¡Pero levantar los ojos para mirarlo, sería reconocerlo en cierto modo; sería saberlo, darle cabida en la memoria, aceptarlo con la curiosidad, imposibilitarse para negarlo el día de mañana!...

Cuando ya ha pasado la cabalgata y se quedan solos (yo los espío con disimulo desde lejos), ni tan siquiera se miran. Mirarse, equivaldría a tratar de aquel asunto..., y el desprecio de los moros hacia el vencedor llega hasta el extremo de fingirse los unos a los otros que ignoran todo lo acontecido últimamente.

Por lo demás, ¿a qué mirarse, ni qué podrían decirse? ¿Acaso no tiene cada uno la seguridad de que todos están pensando en una misma cosa? ¿Pudieran revelarse algo que no fuese pálida y deficiente expresión del común sentimiento. ¡Hablar es explicar, y la explicación del dolor patrio, dada por cualquier lloro, ofendería la delicadeza de los restantes!

La elocuencia es plata, el silencio es oro, suelen decir los árabes. ¡Cuán justificado veo ahora este proverbio! ¡Silencio grande, orgullo digno, indiferencia majestuosa, desprecio heroico! ¡Ah! La actitud de estos salvajes es sublime. ¡Yo no he visto nunca llevar con tanta nobleza la desgracia! Sufren, y no lloran. Están indignados, y no se encolerizan. Se hallan resueltos a morir todos antes que transigir con nuestras leyes, nuestros ritos y nuestros hábitos, y no manifiestan su decisión con estériles alardes de patriotismo. Ni nos temen, ni nos provocan... ¡Bástales con su propia convicción de que jamás serán nuestros esclavos!

De todo esto se deduce que los moros son inconquistables por la fuerza, que su libertad de espíritu en el vencimiento los hace y los hará siempre independentes, y que ni aun a la vívida y expansiva cultura cristiana le sería dado asimilárselos, modificando en poco ni en mucho tan reconcentrados sentimientos patrióticos y religiosos.


Entregado a tales cavilaciones, llegué por último a este palacio (famoso en Tetuán), y aquí, en los cenadores de un soberbio patio, me he pasado hora y media escribiendo al fresco (pues hoy hace muchísimo calor). Ahora voy a dar una vuelta por el edificio con el cancerbero moro que lo guarda y con el hebreo que me sirve de cicerone.

Erzini, el dueño de esta morada, es un banquero moro, no tan rico como otro hermano suyo, de quien hablaremos alguna vez. Sin embargo, el que aquí nos ocupa lo es tanto, que, al decir del judío, mide el oro por fanegas, y que, al marcharse ayer de Tetuán, cargó de dinero nueve mulas, tres camellos y ocho esclavos.

El palacio da claras señales de la creciente opulencia de su señor; pues, con ser tan extenso y grandioso, todavía le había parecido pequeño, y construíase a espaldas de él un segundo y más suntuoso edificio, cuyas obras paralizó la guerra. Los arcos ya levantados, las maderas reunidas, los montones de azulejos, coleccionados por tamaños y colores, y el trazado del vasto jardín que había de constituir el tercer patio, dejan comprender lo que hubiera sido esta mansión después de terminada.

En cuanto a la parte antigua en que nos encontramos, basta por sí propia para dar idea de la vida del potentado que aquí habitaba. Las estancias son espaciosas, y los techos, altísimos, ostentan ricos artesonados. Todos los pavimentos y paredes están cubiertos de gracioso mosaico. Las arcadas y columnatas de los cenadores bajos y corredores altos lucen su grandiosidad y esbeltez en el mejor estilo de arquitectura árabe, o sea en el que Alhamar empleó para adornar la Alhambra.

Aquí, en este primer patio, que es el que más me gusta, hay una luz, un aire, una cosa sin nombre, tan llena de calma, soledad y deleite, que entra uno en ganas de sentarse en el suelo (como yo me he sentado) y callar durante muchas horas... Y es que en las amplias y lisas paredes se provectan con gentil elegancia las sombras de los delgados fustes de las columnas; es que el sol acaricia suavemente los arabescos, llenos de leyendas, que cubren cada cornisa; es que el rumor del agua parece la lengua del alto silencio que reina en estos lugares; es que los naranjos plantados entre las losas del patio perfuman el ambiente con el rico olor de su azahar; es que las aves gorjean al revolar bajo blanquísimos arcos que parecen de encaje o de filigrana; es, en fin, que el gran cuadrado de cielo que sirve de techo a este asilo de paz y de poesía, contrasta con las blancas líneas que lo limitan, y aparece más azul, limpio y cariñoso que los ojos de cierta rubia, al sonreír de amor después de haber llorado de celos...

Y ved lo que son las cosas cuando se las deja llegar naturalmente... Aún no hemos pasado de los patios de esta mansión moruna, y ya pensamos en mujeres. ¿Cómo no, si la arquitectura árabe es hija del amor; si esta manera de disponer y adornar las casas ha sido inspirada por el deseo; si este aire está todavía impregnado de los perfumes del harén, y si, a veinte pasos de mí, hay un gran arco tapado por amplia cortina de seda, que oculta un cenador, donde acaban de resonar suavísimos cantos de mujer, unidos al llanto de un pequeñuelo?...

El guardián de palacio (viejo moro, muy adicto a Erzini, según dice Jacob, mi guía de siempre) pónese pálido al escuchar aquel canto y aquel lamento. Sin duda recela una profanación de nuestra parte; quizá teme que pretendamos penetrar en el cenador habitado...

Y hablo en plural, porque Mr. Iriarte, con quien me había citado para este palacio a las doce de la mañana, llegó hace un momento, y, como yo, siente invencible curiosidad por ver (nada más que por ver) el cuadro que se oculta detrás de aquel velo de seda...

-¡Aquí hay mujeres, Jacob! -advierto yo en voz baja a mi judío.

-¡Eso se dice en Tetuán! - responde el infame.

-¿Qué se dice?

-Que Erzini ha dejado aquí sus esclavas, sobre todo a las que tienen hijos, por miedo a las cabilas.

-¡Como hombre de mundo, conocería que nada tenía que temer de los cristianos, en lo cual ha acertado de medio a medio!...

El lloro y el canto continúan... Por último, cesa el lloro y no se oye más que el canto. Su melodía es tan sencilla y monótona, que parece la prolongada vibración de una cuerda de arpa. El agua, los pájaros y algún suspiro del viento en los altos cinamomos del segundo patio, sirven de acompañamiento a la cautiva...

El anciano moro (que tiene orden del general Ríos de enseñar el palacio a los que traigan ciertos pases que nos han repartido a los artistas, bien que encargando en ellos el respeto a las habitaciones cerradas, y, sobre todo, a las ocupadas por mujeres); el anciano moro, repito, sacude con impaciencia un manojo de llaves, como diciéndonos: «Aquí no hay nada raro que ver... ¡Vamos adelante!»

Yo no me muevo; yo me hago el sordo. La bondad de mis intenciones me impele al desacato; la curiosidad artística y poética me prensa el corazón... ¿Qué me importa la orden? ¡El general no sabrá nunca que la he infringido; pues, aunque el moro me acuse, no podrá decir cómo me llamo!... Además, Ríos me honra con su amistad, ya muy antigua... ¡Y la falta es tan leve! ¡Tan natural en un poeta!...

Iriarte, más fuerte que yo, domina su curiosidad, y me dice:

-Vámonos arriba: dejemos eso. ¡Estará escrito que no veamos un harén habitado!

-¡Vamos, arriba! -repito va maquinalmente.

Y empezamos a subir la escalera: yo detrás de todos.

El moro va muy contento con el triunfo que su fidelidad ha obtenido sobre nuestra irreverencia...

De pronto, me detengo; quédome atrás; deslízome otra vez por la escalera abajo, procurando no ser visto ni oído (pero observado, sin embargo, por Iriarte, que no se atreve a seguirme, y que se apresura a distraer al moro); llego al patio; tuerzo a la izquierda; me acerco al cenador famoso; levanto la cortina..., y encuéntrome en medio de la misteriosa estancia...

La primera impresión que siento es la de una atmósfera tibia y tan cargada de perfumes, que me trastorna materialmente...

Luego percibo una mujer, medio vestida con chilaba blanca y turbante del mismo color, sentada en grandes almohadones, al lado de una alta cuna, en la cual duerme un niño desnudo que parece vaciado en cobre...

¡Oh desencanto! ¡La Odalisca es negra! ¡No podía darse mayor desgracia! Mírola, sin embargo, con atención, y hallo que, dada la costumbre, puede agradar aquella mujer. Sus facciones son regulares y finas; su cuerpo, el de una Venus de azabache; su tocado, sumamente artístico; su actitud, la de una voluptuosa... pereza.

Yo creía que, al verme, daría un grito, echaría a correr, o, a lo menos, se llenaría de terror... ¡Nada de eso! Mírame a la cara con la tenacidad que miran los negros, y sonríese con dulzura, mostrando sus blanquísimos dientes, que, sobre la sombra de su cara, parecen una doble sarta de perlas.

Aquella sonrisa, medio salvaje, medio cariñosa, me revela estos pensamientos de la Nubia:

«La mora es negra; el moro se ha ido; el niño duerme; tú deseabas mirarme; yo estaba aquí; has entrado. Yo no había visto nunca a ningún español: el del palacio dice que no hacéis daño a nadie. Yo no tengo la culpa de que hayas levantado esa cortina; también soy curiosa; ¡gracias por haberte comprometido en beneficio de los dos! Tú sabrás cuándo has de irte: yo sé bien que a los cristianos no les gustan las moras negras; pero ¡si supiera Erzini que estás aquí!...»

O yo no entiendo de fisonomías, y no sé leer en los ojos, ni estoy dotado de un átomo de intuición, o la esclava me dice todo esto con su larga mirada y su continuada sonrisa.

En la habitación hay un lecho, verdaderamente regio, cubierto de almohadones de damasco rojo y de cortinas de lana y seda. Súbese a él por unos peldaños, alfombrados, como toda la habitación, con riquísimos y blandos tapices. Muchas otomanas, muchos cojines, muchas vistosas mantas forman un diván alrededor del aposento. Un pebetero dorado, colocado en medio de él, lo perfuma incesantemente. Cerca de la negra hay dos o tres de esas tacitas semiovales en que los moros toman el café, y a las que sirve como de peana un a modo de huevero de metal. Sobre cierto mueble que carece de equivalente entre nosotros; sobre una especie de tarima alta y pequeña (que a esto se asemeja más que a otra cosa), arquitectónicamente construida, y pintada luego de varios colores, vense más tazas como las que he descrito, una lámpara de metal de forma europea, algunos pedazos de una galleta negra que aman mucho los moros, dos o tres naranjas y un plato de cristal lleno de azúcar.

Mientras mis ojos aprecian tales pormenores y otros más nimios, mi aventurera imaginación abarca el conjunto de la estancia y fórjase a su antojo las escenas que en ella habrán tenido lugar. ¡Al fin, al fin entreveo el misterio de la vida agarena! Esta es la mujer de Oriente; este el innoble cuadro de la familia musulmana. Una joven prisionera y ociosa; su niño, que le asegura cierto respeto en el corazón de su esposo y amo; silencio, soledad, perfumes, sueño, placeres y tristezas confundidos; suspiros, cantos y sollozos que nadie oye ni compadece... Así había yo adivinado esta vida; así la había leído en poetas y viajeros; y así la canta lord Byron. ¡Nada tengo ya que desear!

Salgo, pues, de tal cenador, y subo a escape la escalera en busca de las otras gentes.

El viejo moro no me ha echado de menos. Iriarte me mira con envidia. El judío sonríe, como diciendo: «Guardaré el secreto si me aumenta usted hoy la propina...» Y yo pregunto a Iriarte qué objetos curiosos ha visto durante mi breve ausencia...

Él me responde: ¡Nada! Hemos pasado cerca de una puerta que el viejo moro no ha querido abrir. A la parte de adentro se oía hablar en voz baja... Jacob dice que allí estarán todas las mujeres y esclavas de Erzini. ¡Parece ser que la de abajo, la que tú acabas de visitar, era la favorita en estos últimos tiempos!

-¡Demonio! -le contesto yo en son equívoco, para atormentarle con su propia envidia.

Poquísimas cosas dignas de especial mención vemos después en esta casa. El moro no quiere enseñarnos los baños, y nos contentamos con ver los estanques del jardín. Este jardín no tiene nada de particular, ni lo tendrá hasta que terminen las obras que hoy se construyen en torno de él.

En muy escondida habitación hallamos una cama europea (esto es, una cama de bronce dorado, con sábanas, colchones, etc.), cuyas ropas desarregladas indican haber dormido en ella alguna persona. Cerca de la cabecera hay una taza que aún conserva un poco de café, una lamparilla de cobre derribada, y un reloj antiguo de sobremesa, que anda todavía...

-¡Aquí durmió Erzini la última noche! -exclamamos a un tiempo Iriarte y yo.

Por lo demás, en todas las habitaciones hay muebles europeos y africanos, que fuera interminable enumerar. Apuntaré, sin embargo, como muestra, ciertas grandes arcas labradas, altas como nuestras cómodas; unas tarimas, bajas como las de nuestros braseros, y que son las mesas de comer de los moros elegantes; otomanas y cojines hasta la profusión; alacenas henchidas de todo género de comestibles, muchos de ellos reprobados por el Corán; cajas llenas de botellas de vino; vajilla oriental e inglesa; grandes espejos modernos; ni una silla; ricas alfombras; esteras de junco y de palma; cortinajes de gran mérito; arañas de cristal; otras dos magníficas camas de bronce, dispuestas a nuestra usanza, e infinidad de objetos argelinos, franceses, marroquíes, ingleses y españoles, que revelan la despreocupación y el cosmopolitismo del diplomático moro, que, al decir de Jacob, ha viajado mucho y pasa por uno de los hombres más civilizados de este imperio.15

Conque marchémonos a otra parte. Tiempo es ya de que visitemos una mezquita antes de que los moros logren, como pretenden, del general Ríos que no las visite ningún cristiano (ni tan siquiera los cronistas).

Vamos a la Mezquita Grande, o sea la Djama-el-Kebir, que dicen los creyentes.


Para ir al templo mahometano atravesamos algunas calles solitarias, embovedadas todas, y llenas de sombra y de silencio.

Desde que Abraham me dijo que aún había miles de heridos dentro de Tetuán, saludo con el más profundo respeto a las cerradas casas de los barrios moros... Sin embargo, cuando encuentro una puerta entornada, miro, y a través de ella veo ondear algún jaique blanco que cruza por el estrecho pasillo que sirve de antepatio...

En otras ocasiones, asómase a la calle tal o cual niño; pero pronto se ve salir un brazo blanco o negro; coger de la chilaba al imprudente, tirar de él, y cerrar la puerta...

Únense entonces al ruido de la llave las palabras de reprensión que murmura en árabe una voz femenil. Los gritos del niño se alejan poco a poco por el interior de la casa, y yo siento hondo pesar al considerarme tan enemistado por las circunstancias con una gente que admiro y compadezco de todas veras, y a la que me liga desde mis primeros años la más ardiente devoción... literaria.


Pero hemos llegado a la Gran Mezquita.

Un centinela nuestro guarda la puerta.

Mostramos el pase, y se nos deja entrar.

La puerta es un bello arco de herradura, abierto en una amplia pared, toda bordada o labrada de hermosas inscripciones. Aún decoran este arco algunos secos festones del ramaje con que fue adornado el día que Muley-Ahmed llegó a Tetuán.

Penétrase luego en un gran patio lleno de luz, rumor de agua y cantos de pájaros. En él, a mano izquierda, hay una extensa pila de mármol, donde los mahometanos se lavan los pies siempre que vienen a orar, y, no lejos, forma el suelo un pequeño estrado, en que dejan las babuchas para entrar descalzos en la casa de Dios. En fin, en medio del patio hay otra gran fuente, que es la que llena de blandos murmullos estos lugares.

A cada lado del patio vese un rompimiento de arcos elegantísimos que dan a dos anchos cenadores, a los cuales se sube por un doble escalón revestido de mosaico, como todo el pavimento; y en el fondo, o sea de frente a la calle, encuéntrase el verdadero templo.

Penétrase allí por una gran puerta primorosamente labrada, y desde luego impresionan el ánimo la gran capacidad de la nave, la altura del techo, las cien lámparas que penden de él, los atrevidos arcos y frágiles columnas que los sostienen, y la ausencia de todo ídolo, de toda figura, de todo símbolo material de la fe en Alá y su Profeta.


De vuelta en el patio, nos sentamos Iriarte y yo en uno de los cenadores, y él saca sus carteras y sus lápices, y yo mi recado de escribir...

Él trata de fijar sobre la vitela los ángulos de luz y sombra que proyecta el sol del mediodía en las paredes y en el suelo; la perspectiva aérea de arcos y columnas, la silueta del alto cornisamento sobre el azul del espacio; el armonioso contorno de las arcadas, y su combinación con los planos obscuros o luminosos en que se destacan elegantísimamente...

Yo me esfuerzo en reflejar en el papel estos fugitivos instantes; por pasar el tiempo; por condensar la vaga meditación en que aquí se solaza el alma; por darme cuenta de mis indeterminadas emociones; por haceros sentir y comprender la extrañeza, el orgullo, la rara lástima, el cruel sarcasmo, la pueril complacencia y la involuntaria melancolía que experimenta el cristiano en el templo del Dios de Mahoma.

Es la vez primera que un pie calzado huella estas losas de colores; la primera vez que los ecos del techo repiten el rumor de armas y de espuelas... ¿Dónde está ese Alá (me pregunto), que no hunde sobre mí su profanada casa?

¡Ay! ¡Alá sólo vive en el corazón de los mahometanos; y, cuando ellos salen de este templo, aquí no queda nadie!

Pero ¡silencio! Un moro acaba de penetrar en la mezquita, y nos mira a Iriarte y a mí de tal manera, que nos conturba profundamente... La cólera del Dios de Mahoma puede no ser temible..., pero la religiosidad de un mahometano es muy digna de consideración y respeto...

El moro recién llegado tendrá unos cuarenta años. Su púlido y austero semblante luce una hermosa barba negra. Viste jaique blanco, y cubre su cabeza un enorme turbinte liado en un casquete rojo.

Primero se para y nos mira. Viendo luego que no nos marchamos, colócase cerca de la fuente; mide con la vista la sombra que su cuerpo traza sobre el suelo, y, volviéndose hacia nosotros, nos muestra, extendidos, dos dedos de su mano derecha, como diciendo:

-Son las dos... la hora de la segunda oración de los islamitas...

Al mismo tiempo oímos allá, sobre el altísimo minarete, la voz de otro moro que canta una salmodia lenta, vibrante y melodiosa como las notas interminables de nuestras canciones andaluzas...

-¡Alah!... ¡Alah!... -repite muchas veces el almuédano, entre otras palabras que no comprendemos, pero que significan, según Jacob, algo parecido a lo siguiente:

-Bendigamos a Dios: es la hora de la oración; acudid, creyentes, a bendecir a Dios.

-Vamos nosotros -le digo a Iriarte, que recogía ya sus dibujos-. Desde que esos hombres han penetrado aquí tan llenos de fe y de indignación, este lugar debe de ser sagrado para todo corazón generoso.

Cuando ponemos el pie en la calle, son ya muchos los moros que salen de sus casas o asoman por las esquinas con dirección al templo...

-¡Paz! -les decimos nosotros con el ademán que ya sabéis.

-¡Paz! -responden ellos del mismo modo.

Y el almuédano, desde lo alto de la torre, sigue llenando el espacio con el nombre de Dios, mil veces bendito...

Entretanto, ya habrán comenzado a tocar vísperas los esquilones de todas las catedrales del mundo católico.




ArribaAbajo- VIII -

Mercaderes argelinos.-Moras tapadas.-El Job mahometano.


Día 8 de febrero.

Hoy se ha practicado un largo reconocimiento por el camino de Tánger. Según hemos visto, Muley-el-Abbas y los exiguos restos de su ejército (seis u ocho mil hombres) están acampados a dos leguas de aquí, o sea a la mitad del camino del Fondak. Casi todos los moradores de los aduares que hemos hallado al paso han huido al vernos... Pero después, observando que no íbamos en ademán de guerra, algunos se nos han acercado a vendernos huevos y gallinas.


El general Ríos ha sido nombrado capitán general de Tetuán y gobernador de la plaza.

Por ahora solo se piensa en habilitar hospitales; rotular las calles, a fin de que sea fácil entenderse en su anónimo laberinto; sacar escombros; garantir las propiedades de los moros ausentes, y arbitrar medios de hacer menos incómoda a la guarnición de estancia en la ciudad.


Yo he visitado esta tarde las tiendas de comercio de los argelinos, que, por estar situadas en habitaciones interiores, se han librado del saqueo.

El Moro argelino se diferencia del marroquí en que conoce más la vida europea, siquier no acepte sus goces ni sus hábitos. Explótala, sin embargo, para sus negocios, y es más trabajador y comerciante que su correligionario de Occidente. Todos los que hoy he visto hablaban francés, y no podían ocultar su júbilo al ver avasallados a los marroquíes, que tanto y tanto se habían engreído ante ellos, diciéndose inconquistables... Mas penetremos en sus bazares o casas de comercio.

En el piso principal hay grandes mostradores, sobre los cuales se ven extendidas las más ricas telas de Oriente, desde el damasco hasta el tisú, desde la lana tan suave como la seda, hasta el brocado y el terciopelo cubiertos de piedras preciosas. Riquísimos velos, exquisitas esencias, rosarios de ámbar, cucharas de concha y oro, babuchas guarnecidas de perlas, olorosas pastillas, primorosas fajas bordadas de colores, y otros mil objetos tan lujosos como raros, han pasado ante mi asombrada vista y dádome idea del fausto de los musulmanes, así como de lo preciosas que estarán las blancas hijas de los caballeros árabes cuando luzcan tan suntuosos atavíos.

Con los moros no se puede regatear. Venden severísimamente, y su formalidad contrasta en alto grado con la charla gitana del codicioso y artero judío.

-¿Cuánto vale esto? -se le pregunta a un moro.

-Veinte duros. Llevar o dejar.

-¿Quieres quince?

-No: déjalo... Otro me dará veinte.

-¿Quieres diecinueve?

-¡Mira, no! Compra cosas que valgan diecinueve. Pero esta vale veinte.

Y no hay quien los apee de aquí.


A fuerza de dar vueltas por los barrios árabes he conseguido ver tres moras, o, por mejor decir, tres fantasmas, que, según me ha dicho Jacob, eran tres mujeres.

Llevaban la cara tapada con una especie de toca, rasgada horizontalmente a la altura de los ojos. Vestían de blanco, y se parecían a aquellos penitentes que aún salen en nuestras procesiones de Semana Santa.

A una me la encontré parada debajo de mi arco, acompañada de tres moros. Comprendí que se marchaba de Tetuán, pues no lejos había dos buenos caballos enjaezados. Era alta y de porte elegante. Un alquicel finísimo y onduloso la envolvía de pies a cabeza. Por la hendedura ardiente la máscara relucían unos ojos negros, ardientes, juveniles, cuya mirada se cruzó con la mía al tiempo que pasé rozando con su falda por el angosto arco...

En cambio, no me atreví a mirar a los moros que la acompañaban; y, por no parecer espía, me fui de aquella calle, dejándolos en libertad de despedir a la encubierta viajera según que tuvieran por conveniente.

Las otras moras las divisé a lo lejos, en ocasión que pasaban corriendo de una casa a otra...

-Irán a bañarse... -me dijo mi cicerone-. En la casa donde han entrado hay unos baños muy buenos...

-¿Públicos?

-No, señor: de familia.

Por mucho que apresuré el paso sólo llegué a tiempo de oír el portazo con que se encerraban y las risas, entrecortadas por el cansancio, con que festejaban la desaparición del peligro que creían haber corrido...

En la puerta había cinco agujeros muy pequeños, que hacían las veces del ventanillo de Madrid. Acerqueme a mirar por ellos, y lo único que vi fue dos ojos negros y lucientes, que me espiaban a su vez desde el otro lado de la tabla...

-¿Será el moro? -pensé, dando un paso atrás. Pero nuevas risas femeniles, que resonaron y se fueron alejando, unidas al leve rumor de pasos y de ropas, me convencieron de que aquellas donne belle bianco vestite campaban hoy por su respeto.

¡No interpretéis mal mis intenciones! No veáis en estos hechos pueriles, que tengo la sinceridad de confesaros, cosa alguna que signifique torpe afán o concupiscencia... Únicamente son resabios de antiguas lecturas, curiosidades artísticas, ansia de entrever aquellos lances maravillosos, idealizados por el peligro, que, según lord Byron, acontecieron en Grecia y en Turquía al pícaro hijo de Doña Inés... ¡Y nada más!


Concluiré, por hoy, dándoos a conocer un raro personaje que completará en vuestra mente la idea que ya iréis formando del misticismo musulmán.

A cualquier hora del día o de la noche que atravieso las obscuras y retorcidas callejuelas que desde la Plaza Vieja conducen al palacio de Erzini, oigo, al pasar bajo un aplanado y retorcido arco, que sirve como de codo a dos calles, un triste y prolongado lamento, nunca interrumpido, y que es el único rumor que turba la quietud medrosa de aquel lóbrego y al parecer deshabitado barrio.

Este lamento sale de un arruinado poyo de cal y canto que se alza en la parte más obscura del solitario pasadizo; y lo lanza un pobre moro que vive hace muchos años tendido en aquel mismo lugar, y de quien sólo he podido saber que es uno de los Derviches más respetados del Imperio.

Cuando el sol luce en el mediodía, y penetra alguna claridad en aquel ángulo del embovedado recodo, colúmbrase vagamente la figura del hombre que se queja; mas, aun entonces, solo por su voz se viene en conocimiento de que aquel es un ser humano... Los ojos no perciben más que un puñado de mugre.

Y es que el Derviche, flaco como un esqueleto, sucio como toda una vida de incuria, acurrucado, o, por mejor decir, hecho un ovillo bajo sus mil veces desgarradas y remendadas vestiduras, oculta la cabeza entre las rodillas, abárcase las piernas, con los brazos, y permanece inmóvil horas y horas, llorando siempre desde lo profundo de su miseria.

Allí pasa el día y la noche; allí come lo que la piedad de algún transeúnte pone al alcance de su mano; allí duerme, si es que duerme; allí lo encuentran uno y otro estío, un invierno y otro invierno; allí parece que nació; allí morirá..., ¡si aquello puede llamarse vivir! Nadie recuerda haberlo visto en otra parte; nadie pasó bajo aquel arco a ninguna hora sin oír su acento plañidero; muy pocas personas lo han sorprendido en otra actitud...

Yo, por desdicha, lo vi incorporarse esta noche, a eso de las diez (que pasé por aquella rinconada, provisto naturalmente de una linterna). Mirome con calenturientos ojos... Estaba delirando... Habíase desarropado del todo, aunque hacía mucho frío. Su lamento era más lúgubre que nunca... ¡Tuve miedo!

El Dervich no pasa de los cuarenta años, a lo que todos aseguran; pero representa ochenta. Está loco, verdaderamente loco y su locura, como la de todos los musulmanes, consiste en hablar con Dios o de Dios...

Hace, pues, muchos años que solo sale de su boca esta palabra: ¡Alah!

-¡Alah! ¡Alah! (¡Dios! ¡Dios!) He aquí la idea, el acento, la chispa de vida, el rayo de luz que brota de aquella basura, de aquella escoria, de aquella podredumbre humana...

Recuérdame a Job. Solo así concibo un espíritu tan luciente, unido a una materia tan miserable. ¡Debajo de aquel estiércol hay escondida un alma, y en este alma reside el Autor de mundos y soles; mora el gran Dios, el Único, el Eterno, el Omnipotente; albérganse la eternidad y el infinito; alienta la Fe, sonríe la Esperanza, arde la Caridad!

¡Oh, Misericordia divina! ¡Tú no te desdeñas de habitar en tan inmundo seno! ¡Oh, espíritu inmortal, rayo del cielo, alma del hombre! ¡Tú eres incorruptible! ¡Tú fulguras lo mismo en el corazón del leproso que en la frente de Constantino! ¡Tú saliste tan inmaculada y pura del gangrenado pecho de Lázaro y de Job, como del casto corazón de los santos niños calcinados en el horno! ¡Tú eres como amianto!




ArribaAbajo- IX -

Noticia del entusiasmo de España.-Parlamentarios de Muley-el-Abbas.-El Sábado de los judíos.-Tamo.


Día 11de febrero.

Después de tres días, durante los cuales (lo confieso ingenuamente) he pensado en todo, menos en la guerra que aquí nos ha traído y en la patria que nos ha enviado días de romancescas y artísticas emociones llenos de contemplaciones filosóficas y delirios poéticos, de prolijos estudios acerca del carácter y las costumbres de moros y judíos, de raros encuentros, de extrañas aventuras y de inocentes placeres; días, en fin, de poeta viajero, y con esto lo digo todo, amaneció el de hoy, que, por los singulares acontecimientos que en él se han verificado, me ha sustraído de mis éxtasis moriscos, desatinado amor a los africanos, para volver a inflamar en mi corazón el recuerdo de España, de nuestra bandera, de la causa que hemos venido a sostener en este imperio y de la nobilísima sangre que nos ha costado llegar a las puertas de Tetuán...

La primera cosa que me hizo pensar esta mañana en que era español y soldado, fue la llegada del correo, el cual nos traía ya noticias de la impresión producida en la madre patria por la batalla del 4 y por la toma de esta ciudad...

Al leer las cartas particulares en que familia y amigos me describía el entusiasmo de España, un escalofrío de inefable júbilo circuló por mi cuerpo... Los regocijos, las fiestas, las aclamaciones populares, las colgaduras, los himnos, las iluminaciones... ¡Todo lo vio mi imaginación! ¡Todo lo agradeció mi alma! La Patria entera ha respondido a nuestros gritos de triunfo... Madrid hierve en orgullo y alborozo... El nombre del ejército es repetido en todas partes con adoración... La noble, la grande, la heroica España nos considera dignos de ella..., nos proclama sus beneméritos hijos... ¡Ah! ¡Era demasiado para nuestra ambición! ¡La largueza del premio, la esplendidez de la recompensa, enternecía mis entrañas!... ¡Aquellas suaves caricias, después de tan rudas penalidades, arrasaban de lágrimas mis ojos!

En esto, ocurriome una idea. El correo seguía repartiéndose en medio del Zoco, en el mismolugar donde yo lo había recibido de los primeros... Por consiguiente, ¡cuantos se hallaban en la plaza estarían experimentando emociones iguales a la mía!

Alzo la vista... Y, en efecto, veo que paisanos, soldados, oficiales, jefes, ¡todos!, tienen cartas en una mano y el pañuelo en la otra... ¡Oh!... Sí... Todos los semblantes están conmovidos... El llanto del reconocimiento baña todas las mejillas... «¡España! ¡España!» murmuran innumerables voces con filial ternura.

Y, para todos, aquel es el verdadero momento de la victoria... Y, solo entonces, levantan la cabeza con arrogancia, cual si el voto patrio fuese la ansiada confirmación del triunfo... ¡Solo entonces se convencen de la grandeza de la obra que han llevado a feliz término! ¡Solo entonces prueban el soberano júbilo de la gloria!


Arrobado estaba en esta contemplación, cuando notose en la misma plaza un gran movimiento de más activo júbilo, mezclado de sorpresa y curiosidad...

-¡Parlamento! ¡Parlamento! -exclamaron al par muchas voces-. ¡Por el camino de Tánger llegan emisarios de Muley-el-Abbas!... ¡Ya están en la tienda del general Prim! ¡Nos piden la paz!... ¡Marruecos reconoce, al propio tiempo que España, nuestras definitivas victorias!...

Estos acentos de alegría no deben extrañaros...

¡La paz es siempre grata después del triunfo, si el triunfo ha bastado a la satisfacción de las ofensas! Nosotros hemos venido a África a cobrar una antigua deuda de honra; a hacer comprender a los marroquíes que no se insulta impunemente el nombre español; a demostrar al mundo que aún sabemos morir por nuestro decoro, y a hacer ostentación de nuestra fuerza, primero a nuestros propios ojos (pues nosotros nos desconocíamos ya a nosotros mismos); segundo, a los ojos de los procaces mahometanos, que nos creían débiles y abyectos; y, últimamente, a los ojos de toda Europa, donde hace largos años se nos había rezado la oración fúnebre y se nos contaba en el número de los pueblos muertos, como a la heroica Grecia y a la cesárea Roma. Pues bien, todo esto lo hemos conseguido ya: España ha despertado de su postración; Europa nos saluda y aclama como a dignos herederos de nuestros antepasados, y Marruecos viene a pedirnos paz y amistad, proclamando el poderío y la fortuna de nuestras armas...

No necesitamos otra cosa; a eso venimos... ¡Dios ilumine al hombre de estado como ha asistido al general! ¡Dios tenga a raya la soñadora fantasía de nuestros compatriotas! ¡Quiera Dios que el engreimiento del triunfo no les lleve a empeñarse en conquistar todo el África! ¡Ay! ¡España se ha hundido muchas veces por sobra de aliento y de heroísmo!

Así pensaba yo, en tanto que me dirigía al cuartel general del conde de Lucena (ya duque de Tetuán, por real decreto), a fin de presenciar la llegada de los emisarios moros. Y sugeríame estas ideas el haber leído, en los periódicos que acabábamos de recibir, palabras tan fascinadoras como imprudentes, hijas quizá de un entusiasmo generoso, o tal vez fruto de miserables cálculos, formado por el odio de los partidos...

Aquellas palabras hablaban de conquista, de colonización, de que debíamos ir a Tánger, a Fez y hasta a Tafilete; de extirpar el islamismo en África; de improvisar una nueva España a este lado del Estrecho; de plantar la Cruz sobre el Atlas y convertir al cristianismo a diez millones de fanáticos musulmanes; de despoblar una vez más la Península Ibérica para poblar este inconmensurable continente; de reproducir, en fin, la política austriaca, tan brillante, tan poética, tan heroica, ¡pero tan fatal a España, tan temeraria en su origen, tan devastadora en su desarrollo, tan nula en sus resultados!

Llegué, al fin, al cuartel general de O'Donnell en ocasión que los parlamentarios de Muley-el-Abbas penetraban en él por el opuesto lado, precedidos de un corpulento Rifeño que llevaba en alto una bandera blanca.


Los emisarios marroquíes eran cuatro, todos ellos señaladísimos generales del vencido ejército del Emperador.

Vestían nobles trajes, o sean largos caftanes obscuros, botas de tafilete amarillo, y turbantes y albornoces blancos. Los arneses de sus caballos eran de tanto gusto como valor, y lo mismo las pistolas enormes que llevaban los cuatro Moros de Rey de su escolta, cuyos altos gorros encarnados, feroz fisonomía y colosal estatura les daba un aire imponente por todo extremo...

De los cuatro ilustres generales ninguno contaría cuarenta años; y, según me ha dicho Rinaldy, llamábanse el-Alcaid el-Yas el-Mahchard, el-Yuis el-Charquí, el-Alcaid Ahmet-el-Batín y Aben-Abu.

Este último hablaba español, y venía en calidad de intérprete. Los de la escolta, que eran Rifeños, entendían también el castellano; pero no lo hablaban..., sin duda por encargo de sus señores.

Sin embargo, a Rinaldy le dijeron (en árabe) que el-Mahchard es gobernador del Rif; el-Charquí, segundo gobernador de Fez; Ahmet-el-Batín, gobernador de Tánger y lugarteniente o segundo de Muley-el-Abbas, y que Aben-Abu, hermano de este último, ha mandado la caballería mora en casi todos los combates de la presente guerra.

El semblante de estos guerreros, que tanto han sufrido y trabajado en el transcurso de la campaña, revelaba profundo quebranto, bien que llevado con tanta resignación conto dignidad. Así fue que, al ver pasar a nuestro lado a tan insignes caudillos, cuyo desesperado valor hemos podido apreciar cien veces, sentimos todos, en vez de odio o compasión, el más generoso respeto. Ellos, por su parte, nos saludaban ligeramente con la mano, adivinando, sin duda, la justicia que les hacíamos en lo profundo del corazón.


La conferencia de los cuatro moros con nuestro general fue muy breve.

Preguntáronle ellos a qué había venido a África; qué quería; qué demandaba, y bajo qué condiciones haría la paz...

-Muley-el-Abbas la quiere... -añadieron, por último-, y nuestra patria la necesita.

-Yo he venido aquí -contestó el general O'Donnell- enviado por la reina de España con autorización para hacer la guerra; pero no para hacer la paz. Hoy marchará a Madrid uno de sus generales, y comunicará vuestra pregunta a Su Majestad. El jueves próximo podéis volver por su respuesta.

-El jueves próximo estaremos aquí sin falta -respondieron los marroquíes.

Después de esto mediaron entre los caudillos algunas explicaciones acerca del modo cómo se ha sostenido la guerra por una y otra parte, y los generales moros se apresuraron a demostrar reconocimiento por el clemente y caritativo empleo que hemos hecho de la victoria...

O'Donnell volvió a quejarse de la bárbara crueldad con que ellos han tratado a los españoles que han caído en su poder.

-¡No es culpa nuestra, sino de las feroces cabilas! -contestaron los musulmanes-. Por lo demás, nosotros no os conocíamos. ¡Se nos había engañado, haciéndonos creer que erais tan débiles en la lucha como inhumanos en la victoria! Hoy sabemos que tenéis tanto de generosos como de valientes, y Muley-el-Abbas quiere ser vuestro amigo.

-¡En su mano está el serlo! -replicó O'Donnell-. ¡Yo admiro también su valor, respetando la desgracia que ha militado bajo vuestras banderas!...

-¡Es verdad!... ¡Dios no quiere que venzamos!... -dijo Aben-Abu.

-Eso os dirá de parte de quién está la razón y la justicia...

-¡Nuestra pobre nación es barco que naufraga! -respondió el-Charquí con honda melancolía-. ¡Nos han engañado! ¡Nos han vendido!

-España no os engañará nunca. España tiene interés en vuestra felicidad, y también en vuestra independencia.

-El español y el moro estar llamados a hacer compañía -dijeron, por último, los africanos, levantándose para marchar.

No lo hicieron, con todo, tan pronto como deseaban. De la tienda de O'Donnell fueron conducidos a la del general Ustáriz, donde se les obsequió con café y cigarros, que aceptaron de muy buena voluntad.

Allí repitieron sus frases de admiración y simpatía por los españoles; elogiaron nuestra clemencia con los habitantes de Tetuán; manifestáronse resignados con la voluntad de Dios, que les había negado el triunfo, y partieron, al fin, seguidos de una lucida escolta de coraceros españoles.

Al pasar nuevamente por el campamento del SEGUNDO CUERPO, entraron en la tienda del general Prim, a fin de despedirse de él, y este correspondió a su cortesía acompañándoles a caballo, con todo su cuartel general, hasta mucho más allá de nuestras avanzadas.

En el camino, Prim regaló un revólver a uno de los parlamentarios, que miraba con suma curiosidad aquel arma, nueva para ellos. El moro rogó entonces al conde de Reus que aceptase una de las magníficas pistolas que llevaba ocultas, primorosamente incrustada de plata.

En seguida se despidieron muy afablemente hasta dentro de cinco días.

Al mismo tiempo se embarcaba para España el general Ustáriz, a fin de saber la voluntad de la Reina y de su gobierno acerca de las condiciones de paz.

Esto será muy cancilleresco, muy constitucional, muy delicado de parte de nuestro victorioso caudillo... Pero yo dudo que allá en Madrid hagan prudente uso del poder, siendo así que desconocen de todo punto lo que sólo visto de cerca puede conocerse. Y no digo más por hoy.


Conque vamos a nuestras observaciones de artista y de viajero.

Hoy ha sido sábado, día solemne para los judíos, como el de ayer, viernes, lo fue para los moros, y como el de mañana, domingo, lo sera para nosotros los cristianos.

La fiesta religiosa de los moros se celebró en las mezquitas, a puerta cerrada y bajo la protección de centinelas nuestros, encargados de evitar que la curiosidad de las tropas turbase las ceremonias mahometanas.

Esta tolerancia de un caudillo español victorioso no puede menos de recordarme otros tiempos y otros héroes, y las atrocidades cometidas en nombre de Dios contra judíos, contra moriscos y contra hugonotes... ¡Abominable será desde el punto de vista de la devoción, de la poesía y del arte, nuestra civilización despreocupada; mas, si se la considera por el lado de la equidad, fuerza será reconocer que la historia del género humano no registra período de tanto respeto a la conciencia ajena como el presente siglo!

Solo es de lamentar que hoy se dé tan desmedida importancia a los intereses materiales, y que, al dejar de hacer la guerra en nombre de las religiones, se olviden los gobiernos de predicar la paz en nombre de Dios... Pero esto llegará con la segunda revolución; con la revolución económica que nos amenaza. ¡Las hordas populares pedirán un día los bienes de la tierra, como indemnización de los bienes del cielo que los modernos filósofos les han arrebatado,16 y entonces el fuego de la caridad derretirá el becerro de oro, so pena de que la sociedad se disuelva inmediatamente!

Conque sigamos hablando del sábado judío. Pensaba deciros que las fiestas religiosas de los hebreos no se celebran a puerta cerrada, como las de los moros, sino públicamente, permitiendo entrar a mahometanos y católicos en las sinagogas, las cuales, según ya hemos visto, están aquí establecidas en el piso bajo de la casa de los rabinos o sabios.

Allí, los hombres solos... (los judíos no permiten entrar a sus mujeres en el templo, en lo cual les imitan los musulmanes); los hombres solos, digo, de pie unas veces, y otras sentados en bancos de tosca madera, pero siempre meciéndose de atrás para adelante, leen o cantan los salmos durante muchas horas, mientras que el sacerdote, subido en una especie de cátedra, dirige la ceremonia con la faz vuelta al oriente.

El sábado judío se celebra también con varias abstinencias: v. gr., los israelitas no pueden trabajar este día, ni encender lumbre, ni comer cosa caliente, ni tocar dinero, ni pasar por puertas de ciudad, ni hacer otras operaciones que son lícitas el resto de la semana...

Pero lo que sí pueden hacer (las judías) es ataviarse con sus mejores galas y reunirse de tertulia en el piso superior de las sinagogas, desde donde oyen el canto de abajo, sin tomar parte en él... Con este motivo, he visto hoy a las más hermosas hebreas de Tetuán; pues, como ya supondréis, me he hecho presentar a algunas de estas tertulias, acompañado siempre de Iriarte, quien ha retratado a dos o tres de las más interesantes israelitas, con gran contentamiento de ellas, y previa la venia y licencia marital...

La aristocracia tetuaní del bello sexo del antiguo pueblo elegido hallábase reunida en casa de un tal Benjamín, Sabio centenario parecido a matusalén. Aquellas nobles damas lucían magníficas sayas recamadas de oro, plata y pedrería; petis de tisú; grandes arracadas o zarcillos de oro y perlas, que les llegaban hasta los hombros; unas tiaras, también de oro y plata, que les daban cierto aire salomónico o pontifical; encajes finísimos (bordados asimismo de oro y menudas piedras preciosas), que encubrían mal su garganta y su levantado seno; chapines de terciopelo, no menos recargados del metal precioso; brazaletes; collares; cinturones; sortijas por docenas; centenares, en fin, de valiosas joyas... ¡Y eso que todo se lo habían robado los Morios!

Peregrina y fascinadora resultaba, en verdad, la hermosura de algunas de aquellas mujeres tan suntuosamente ataviadas. Sara, Estrella y Mesoda o Fortunata, eran de las más lindas. A mí me recordaban las reinas del Antiguo Testamento que Rubens y Veronés han retratado en sus cuadros... Pero sobre todas ellas resaltaba, como la luna sobre los luceros, Tamo, la noble, la dulce, la pálida esposa de Samuel.

Este Samuel es comerciante de joyas, y se hallaba allí, casualmente o impulsado por sus celos, a costa de su religiosidad. Tiene sesenta años; es riquísimo, y viste con algún lujo; pero su incalificable avaricia lo ha llevado hasta el extremo de cuidar los caballos a algunos jefes nuestros por una peseta diaria. El trato se hizo ayer en mi presencia, en medio del Zoco... ¿Quién había de decirme que aquel inmundo viejo estaba casado con la reina de la judería?

Tamo no pasa de los diecisiete años, y tiene ya dos hijos (Jacob y Josué), según me dijo la pícara mujer de Benjamín. Hoy vestía algo más sencillamente que las otras, pero con mayor gusto y elegancia, tanto, que, mirada de perfil, parecía una estatua egipcia hecha por un griego. Su saya de paño verde, su chal blanco bordado de oro, su tiara adornada de esmeraldas, sus arracadas de corales y topacios, su cabellera de seda, todo conspiraba a engrandecer e idealizar tan voluptuosa figura. Su delicada carne contrastaba graciosamente con la dureza de los ribetes del corpiño. Aquella suave garganta; aquel seno medio desnudo; aquellos brazos, blancos como dos rayos de luna (que diría el poeta inglés), y aquel rostro de plácido color, cercado de piedras y metales, parecían formados de leche y hojas de rosa, y podían también ser comparados a miel del Himeto servida en amplia taza de oro... Pero hay más, sus negros ojos atraen cuanto miran, y piensan y presienten acerca de cuanto ven; su boca tiene la forma del beso, siempre que no se ríe; y, cuando Tamo se ríe, desfallece su ardiente mirada y márcanse dos hoyos en sus mejillas. ¡Solo que Tamo ríe pocas veces!...

Si fuese española, yo atribuiría aquel aire soñador y dolorido a penas sufridas en el orgullo, en sus ensueños de adolescente o en su dignidad de mujer, al verse enlazada con un ser tan despreciable como Samuel... Pero Tamo es hebrea..., y su mirada melancólica, su aire lánguido y majestuoso, y el timbre de su acento, dulce como los trinos más graves del ruiseñor, no pasan de ser fenómenos físicos, puramente materiales, debidos quizá a la circunstancia de estar criando, o a vulgarísimas desgracias ocurridas en sus intereses domésticos... Con todo, no puedo menos de confesar que Tamo, considerada como estatua o como pintura, es una mujer admirable, bellísima, encantadora.

-Dime tu nombre -le supliqué yo maravillado, en tanto que Iriarte hacía el retrato de su peregrina beldad.

Ruborizose, y miró a su marido.

-¿Para qué quieres saberlo? -me pregunto este con una tristeza que suplía por la cólera incompatible con las circunstancias y con su carácter.

-Para recordarlo -le respondí, afectando crueldad.

-Díselo... -murmuró el hebreo, mirando a su mujer con ojos de serpiente.

-Tamo -exclamó la hermosa judía, bajando los aterciopelados ojos, y sus largas pestañas negras sombrearon casi las enrojecidas mejillas.

Yo me ruboricé a mi vez, sin explicarme lo que acababa de oír...

-Tamo, en italiano, significa te amo, como todo el mundo sabe. ¡La bella israelita tenía, pues, por nombre, la más tierna frase del más dulce idioma!

-¿Te llamas Tamo? -repliqué yo maquinalmente, o por repetir el equívoco.

-Sí, Tamo.

-¡Tanto mejor! -murmuré al cabo con triste ironía.

Y aquella otra apariencia engañadora, que, como la de su hermosura, nada encerraba que fuese hijo del sentimiento, acabó por disgustarme de la hechicera joven, cuyo grotesco esposo y sucios hijos se aparecieron a mi imaginación en ridículo grupo... Y al fin y al cabo hube de suspirar por mis ausentes vírgenes cristianas, que, como no esperan ser madres del Mesías, se engríen en ostentar durante los años de la juventud, y aun algo después, la aureola de la pureza.




ArribaAbajo- X -

Primera misa en Tetuán.-Nuestra Señora de las Victorias.-La nueva primavera.-Un domingo por la tarde.-Mi nueva casa.


Día 12 de febrero.

Quiero que el sublime cuadro que hoy ha contemplado la ciudad de Tetuán se refleje y perpetúe en esta humilde crónica con todos sus accidentes y pormenores; quiero que no se extinga nunca la luz de este día; quiero que las emociones que agitaron esta mañana al ejército cristiano, cuando se celebraba por primera vez el Sacrificio de la misa, pública y victoriosamente, dentro de los muros de la ciudad agarena, se graben en la historia de mi patria; duren más que nuestros mortales corazones; conmuevan en lo futuro a los hijos de nuestros hijos, y eternicen la alegría del más señalado triunfo que hemos alcanzado en África; cual ha sido proclamar en alta voz los nombres de Jesús y de María sobre las piedras regadas tantas veces con sangre de nuestros mártires y en presencia de los ya vencidos verdugos.

Desde que hoy, domingo, Dios echó sus luces, conociose en los campamentos españoles de uno y otro lado de la ciudad, y en las casas de la misma donde hay alojados, que se preparaba alguna gran función. Todos los soldados arreglaban de la mejor manera posible sus rotos y descoloridos uniformes; lavábanse cuidadosamente; limpiaban sus fusiles (no ya por dentro, para que funcionasen bien, sino por fuera, a fin de que brillasen al sol); peinaban sus crecidos cabellos, y hasta algunos se afeitaban la luenga barba con que tenían pensado llegar a su país en testimonio de la áspera vida que aquí habían llevado.

A eso de las diez, ya formaban en la Plaza de España diez o doce batallones, alguna caballería y mucha parte de la oficialidad del resto del ejército. Entretanto, acabábase de disponer un altar a la puerta de cierta pequeña mezquita, habilitada para templo católico, que debía de bendecirse e inaugurarse hoy.

¡Aquel altar estaba adornado con algunas floridas macetas, dos velas moriscas (puntiagudas y pintadas de colores), un crucifijo de cobre, y una estampa que representaba a la Virgen María! Nada más poseíamos con que glorificar a nuestro Dios; pero aquellos tiernos y sencillos homenajes no podrían menos de serle tan gratos como la magnificencia del templo de Jerusalén.

El interior del templo no era mucho más notable. Una alfombra turca; otras cuantas macetas; una fuente con el agua que había de bendecirle, y algunos chales y pañuelos morunos, con que formar pabellones en torno al sagrario, habían sido afanosamente buscados por todo Tetuán y encontrados, al fin, en la Judería. Por cierto que yo, a fuer de antiguo seminarista, he ayudado más que nadie al Padre Sabatel a erigir el altar y adornar la nueva iglesia.

El Padre Sabatel es un modelo de sacerdotes cristianos. Fue fraile francisco de la Orden de Descalzos, y hoy pertenece a esas beneméritas misiones de Filipinas que tantos servicios prestan al cristianismo y a la civilización. Nació en Cataluña; aún no tendrá cuarenta años, y es alto, fuerte y hermoso como un San Pablo. Su acendrada piedad, su modestia, su tolerancia, la pureza y sencillez de sus costumbres y su ardiente caridad con los desgraciados, lo hacen verdaderamente adorable. Ha recorrido todo el litoral de África y mucha parte del interior del imperio de Marruecos, predicando la doctrina de Jesús, y ha estado también en América, en Asia y en Oceanía. Ha sufrido todas las penalidades que los hombres y los elementos, los climas rigurosos y las necesidades humanas pueden acumular sobre una criatura. ¡Y, sin embargo, es tan feliz! Su rostro ostenta continuamente la más pura alegría; es afable, decidor, cariñoso, y no comprende las felicidades que se dice van unidas al poder y al dinero. Todo su caudal consiste en un hábito de lana, un Cristo de cobre y un breviario. Con ellos acudió a Ceuta, no bien supo que sus compatriotas estábamos en guerra contra infieles, y allí, en los hospitales de apestados, a la cabecera de los moribundos, ha pasado todo el tiempo de la campaña, dando tales muestras de fe en Dios y de amor al hombre, que son muchos, innumerables, los hermanos nuestros que le han debido una muerte suave, dulce, tranquila, regocijada por la expectación de las alegrías eternas. Tal es el hombre que estiba destinado a consagrar la nueva iglesia bajo la advocación de Nuestra Señora de las Victorias, nombre que llevó también el primer templo cristiano erigido en Orán por el cardenal Cisneros.

A las once, cuando ya estaba dispuesto el altar y completamente llena la plaza, no solo de tropas y gentes nuestras, sino también de moros y judíos, un agudo punto de corneta avisó la llegada del general en jefe.

Presentaron las armas los batallones, reinó un instante de silencio, y por el arco de la Meca apareció el que ya era por real nombramiento DUQUE DE TETUÁN. Todas las músicas entonaron la Marcha Real, y miles de vivas ensordecieron el espacio.

Por la primera vez desde que llegó a África, el vencedor vestía de gran uniforme. Acompañábanlo todos los generales, cada uno con su brillante estado mayor, y cercáronle muy luego cariñosamente, para felicitarlo, todos los paisanos agregados al ejército..., corresponsales, pintores, comerciantes, curiosos, gente marinera de los buques mercantes, cantineros, etc., etc.

O'Donnell, con su comitiva, y seguido del inmenso grupo que acabo de decir, se colocó cerca del altar, en un alto que forma allí el suelo desigual de la plaza.

Todas las azoteas estaban coronadas de judíos, cuyas figuras bíblicas, vestidas de azul, blanco y rojo, se destacaban en el cielo. Allá, lejos, veíase la gigantesca mole de la próxima Sierra de Samsa, cuya enorme cima semejaba una pirámide apoyada, sobre las casas mismas de Tetuán. Y, en fin, sobre la ciudad y sobre el monte dilatábase una apacible y despejada atmósfera, en que irradiaba el sol sus más alegres y cariñosas llamas... ¡Era un cuadro espléndido y gracioso, que mas parecía imaginado por el arte que obra de la casualidad!

Después de bendecida la nueva iglesia, el Padre Sabatel se revistió otros ornamentos sagrados, y principió la misa.

La tropa estaba firme sobre las armas. Todos los que ceñían espada hallábanse asimismo de pie, con el acero desnudo. Los paisanos se habían puesto de rodillas, y los judíos también..., por adularnos. En cuanto a los pocos moros que aún permanecían en la plaza, seguían apoyados en los quicios de las puertas, observando la ceremonia con más curiosidad de la que suelen sentir con relación a nuestros actos...

Después del Evangelio, el padre Sabatel predicó una sencilla e inspirada plática, que arrancó muchas lágrimas del corazón de nuestros soldados, pues les habló de todo lo que podía alegrar y mejorar su espíritu, concluyendo por vitorear a Dios, a la Virgen, a la patria, a la reina y al general en jefe...

Llegó la Consagración. Todo el ejército rindió las armas, dobló la rodilla y abatió la frente... Las bandas de música batieron Marcha Real... Los golpes de pecho producían un largo y sordo rumor que parecía el sollozo del ánimo contrito...

En aquel instante, dos o tres moros, únicos que ya quedaban en la plaza (pues los demás se habían ido marchando poco a poco), sintieron no sé qué extraña emoción, no sé qué respeto a aquel Dios a cuyas plantas veían humillarse tan poderosas legiones, no sé qué miedo, no sé qué ira... Ello fue que, súbitamente, en medio de la inmovilidad y el recogimiento de todo el concurso, echaron a correr, atravesando la extensa plaza, y desaparecieron por el ancho arco de la calle de la Meca, como si los persiguiera un fantasma aterrador...

-Fugite, doemones!... -murmuraron algunas voces en torno mío.

Y, en efecto, parecían demonios huyendo delante de la cruz.


Después de la misa desfilaron las tropas por delante del duque de Tetuán.

¡Qué aire tan marcial el de aquellos aguerridos batallones! ¡Y con qué amor, con qué entusiasmo, con qué gratitud los veíamos pasar, fieros y tranquilos como en los recientes días de gloria y de matanza! Los judíos, pálidos y trémulos, se estrechaban unos contra otros, como diciéndose: «¡Estos son los que no temen a los Morios

Terminado el desfile, el general O'Donnell dio libertad a los prisioneros Moros que teníamos en nuestro poder. ¡Nada mejor que este acto de misericordia pudo excogitar nuestro caudillo para hacer sentir a los mahometanos el espíritu de aquella religión, cuyo más alto misterio acabábamos de celebrar por vez primera en la rendida ciudad musulmana!

Las restantes horas del solemne día de hoy han sido de asueto, de inocentes distracciones y de cierta melancólica alegría.

Los soldados están con la nueva iglesia como con una novia. Toda la tarde se les ha visto al pie del altar, ya arrodillados y en cruz, cumpliendo promesas que habrían hecho tal o cual día de acción; ya rezando por sus camaradas muertos; ora dirigiendo a la Virgen verdaderas letanías de requiebros y flores, a medida de la imaginación de cada cual; ora hablando de teología a su manera...

-¡Ya se ven los santos de España! -decía un artillero a otro al salir de la antigua mezquita-. ¡Ya se ve la gracia de Dios!

-¡Morena, Dios te lo pague por habernos sacado con bien! -exclamaba un húsar, dirigiéndose a la Virgen de las Victorias.

-¡Vamos a buscar flores para obsequiar a esta prenda! -añadía un cazador, enviando un beso con la mano a la Madre de Jesús.

¡Oh nobles soldados; piadosos cuanto fuertes; tan humildes y misericordiosos en la paz como arrogantes y terribles en la guerra! ¡Qué orgullosa debe estar de vosotros la patria que representáis tan dignamente!


Yo he acabado de festejar el domingo pasando toda la tarde en el llamado Jardín del Gobernador, situado en la plaza, y perteneciente al palacio del mismo nombre, donde se aloja nuestro general en jefe los días que viene a la ciudad.

Allí, aspirando efluvios de vida y aromas de flores de la primavera de 1860, que ya sonríe en África; sentado a la sombra de corpulentos naranjos y limoneros; oyendo cantos de pájaros que me recordaban los cármenes granadinos y las arboledas de Aranjuez; viendo correr alegres chorros de agua que iban a reunirse en un gran estanque de alabastro; mirando en torno mío hiedras y jazmines, que vestían con su verde pompa los muros del vecino harén; allí, digo, he pensado (por la primera vez desde que vine a la guerra) en el día, acaso muy próximo, de mi regreso a España; me he visto solo, libre, lleno de vida, juventud y esperanza; me he transportado a otros domingos, ya de mi pasado, ya de mi porvenir; he contemplado toda mi existencia a la luz de una pasión inextinguible, de una fe inagotable, que vaga de cosa en cosa, que sobrevive a los objetos en que se cifra, y que triunfó ya muchas veces de la muerte de seres adorados; he sondeado, en fin, con la imaginación, los días futuros, y creído divisar deliciosos fantasmas que me sonreían con ternura y me llamaban a la bienaventuranza de la tierra, al hogar del amor, a la escondida y consagrada fuente de una nueva familia...

¡Oh! Yo no pudiera explicar todas las emociones que he sentido, toda la felicidad que he experimentado en aquella hora de melancolía... Los secretos latidos de la naturaleza, que despertaba también al amor y a la reproducción; los blandos conciertos de las aguas, de las aves y de las hojas; la fragancia de las nuevas flores; las desmayadas luces del sol poniente, dando el último adiós a las caladas torres de próxima mezquita..., ¡todo me hablaba el lenguaje dulcísimo de aquella pacífica tristeza que precede siempre a la resurrección de perdidas esperanzas, al retorno de afecciones por mucho tiempo no sentidas, a cada nuevo florecer del corazón, a cada nuevo nombre de mujer que se graba en nuestra alma!...

¡Por Dios bendito, no vayáis a creer que toda esta música celestial quiere decir que me he enamorado de Tamo o de cualquiera otra judía o agarena! ¡Ay! ¡Justo es decirlo! No hay más mujer que la cristiana, que la redimida, que la regenerada por el Evangelio...

Pero os hago gracia por hoy de una disertación sobre el particular. El hecho es que en el Jardín del Gobernador hay ya gran cosecha de violetas y jazmines; que me he pasado allí las horas muertas haciendo ramilletes, y que no tengo a quién regalárselos... He aquí explicada toda mi sublime melancolía.

¿Qué hacer con esas flores? Darlas a una hebrea o a una mora, sería desperdiciarlas. La hebrea preferiría un puñado de plata; la mora quedaría más contenta con un abrazo. Las guardaré, pues, aunque se marchiten, y las llevaré conmigo a Europa...


Post scriptum. Los moros aman extraordinariamente las flores. Las aman tanto, que, así como nosotros, los españoles pedimos en la calle a cualquier desconocido la lumbre del cigarro, o tal como los italianos toman un polvo de rapé en la abierta caja de cualquier transeúnte, sin necesidad de conocerle, así ellos se acercan al que lleva flores, se apoderan de su mano, las huelen, y se alejan sin decir palabra.

Esto me ha pasado esta tarde con tres o cuatro adustos musulmanes.

Por cierto que yo ofrecí parte de mis flores al primer moro que se me acercó para olerlas... Pero él se desentendió de mi ofrecimiento, mientras que Jacob me advertía que no volviera a hacer tal cosa, pues la cortesía semítica consiste en conservar las flores en la mano y permitir a todo el mundo que disfrute de su aroma, sin aparentar uno mismo reparar en ello...


El Palacio del Gobernador no merece ser escrito, después de haberos hecho ya admirar el del opulento moro Erzini. Prescindo, pues, de él, y paso a pintar el interesantísimo cuadro que tengo ante los ojos mientras escribo estas últimas líneas de la historia de hoy...

Desde el Jardín del Gobernador me he venido al Fondak, que, como llevo dicho, es una plazoleta donde concluyen tres calles, lo mismo que el pueblo llamado de igual modo es la encrucijada de tres caminos de herradura.

Casi todas las tardes suelo sentarme aquí, en una tienda de mercaderes de Túnez, con quienes me entiendo en francés.

En esta plaza hay dos cafés argelinos, es decir, dos portales rodeados de un poyo de cal y canto, cubierto de estera de palma, donde siempre se ven tendidos a la larga, o sentados con las piernas recogidas, seis u ocho marroquíes taciturnos, que ya fuman, ya toman polvo, ya alargan la tacita del café para que se la llenen de nuevo...

Los musulmanes toman el café asado, más bien que cocido. Digo esto, porque le hacen hervir en un cazo de hierro metido entre brasas, hasta que se forma una especie de barro tostado, sumamente oloroso y de un sabor exquisito para los inteligentes en la materia.

Yo, como muy aficionado al buen café, hago un verdadero abuso de estas pócimas, que, lejos de quitarme el sueño, como suele el café hervido a la europea, me produce una somnolencia deleitosa parecida a la del opio.

A lo que no me propaso es a sentarme en semejantes establecimientos, desaseados en grado superlativo, sino que mando traer la taza a la tienda de los tunecinos (donde se calla también más que se habla), y me abandono a mis contemplaciones filosófico-poéticas y melancólicos desvaríos..., o me pongo a escribir como en este momento.

Aquí veo apagarse hoy las luces de la tarde en los claros de cielo que se divisan al través del alto emparrado que cubre esta plaza; examino atentamente todo lo que me rodea, procurando que se graben en mi memoria hasta sus últimos perfiles; pienso otra vez en los días, que no sé cuándo llegarán, ni si han de llegar siquiera, en que, habiendo regresado a España y tornado a mis antiguas costumbres, recordaré estas horas de meditación, pasadas a la vista de tan extraños espectáculos; me esfuerzo por adivinar lo que piensa y siente cada uno de los musulmanes, que me miran también en silencio, y lo que harán y dirán cuando nos hayamos ido todos los españoles y recobren ellos la plena posesión de su ciudad amada; oigo, en fin, el monótono murmullo de un caño de agua que brota de cercana pared sobre una pila de tosca peña, y, entre su continuado rumor percibo el lejano lamento del Dervich del arco..., aquel eco fatal, incesante, misterioso, que, como todo lo que me cerca, habla de la inmutabilidad de los destinos humanos, de la repetición de las cosas y de los seres, de la lentitud de la vida, de la falacidad de las esperanzas cifradas en este mundo, y de esperanzas inefables en otro mundo superior, en otra vida eterna...

Como todas las noches, al regresar hoy desde la tienda tunecina a mi nueva casa, he tenido que venir a tientas por unas calles emparradas o embovedadas, obscuras como boca de lobo.

No hay noche en que no pase aquí algún susto; pues, a veces, en lugar de la pared, palpo el burdo jaique de tal o cual moro que se halla de pie en el hueco de una puerta, y que, al sentirse tocado, pronuncia ininteligibles palabras... Entonces yo, más muerto que vivo, me paso a la otra acera, deplorando mi temeridad de quedarme solo de noche en unos barrios tan apartados.

Mi encuentro de esta noche ha sido de otro género. Iba yo por el que llamaré mi camino, cuando descubrí dos figuras con la capucha calada, de las cuales la que iba delante alumbraba con un farol a la de atrás, mientras que esta llamaba desde luego la atención por su elevada estatura y larguísimo jaique negro.

Híceme a un lado para dejar paso libre a aquel personaje, sin acertar a darme cuenta de quién podría ser; pero figuraos mi sorpresa cuando vi que extendía una mano, hasta entonces oculta en la ancha manga de su jaique, y la dejaba caer sobre mi hombro, exclamando regocijadamente:

-¡Hola, amigo! ¿Qué hace usted aquí?

Era el padre Sabatel.

Su hábito de franciscano me había hecho confundirlo con un moro. Pero el que lo acompañaba, alumbrándole, era efectivamente musulmán...

El virtuoso sacerdote venía de ayudar a bien morir a un pobre soldado nuestro, alojado en casa del marroquí del farol. Dicho soldado acababa de expirar, víctima del cólera... (¡Porque sabréis que en Tetuán está el cólera desde hace tres días!)

Después de un minuto de conversación, el padre Sabatel siguió hacia la iglesia...

Yo permanecí inmóvil, contemplando de nuevo aquellos dos seres tan iguales en la forma y tan desemejantes en el fondo; y, solo cuando desaparecieron los dos encapuchados, continué mi marcha entre las tinieblas, hasta que, por último, logré dar con mi nueva casa.

Y a propósito, mi nueva casa no es ya la del judío Abraham, sino la Fonda que ha puesto Santiago en el Zoco, hoy Plaza de España. En cuanto al edificio, debo decir que es la antigua casa de un tal Achas, gobernador que fue de Tetuán hasta el año 1850 de la era cristiana (1238 de la hégira), en que el difunto emperador Abderramán dispuso de la persona y dinero de aquel ilustre personaje, ¡cuya sombra suele aparecérseme en sueños..., muy airada de que me atreva a dormir en su misma alcoba!...

Aquí doy punto por hoy, a las nueve de la noche, y métome en la cama a toda prisa, a fin de madrugar mañana, que probablemente no os escribiré, por estar invitado a jugar al tresillo en el campamento del general Prim...




ArribaAbajo- XI -

Banquete moro.-Vuelven los parlamentarios. Soirée musulmana.


16 de febrero.

Han pasado cuatro días insignificantes; pero el de hoy dejará en mi imaginación indelebles recuerdos. ¿Cómo no, si desde su primera hasta su última hora ha sido para mí un verdadero día mahometano, que he pasado entre moros, haciendo su vida, comiendo en su mesa y hablando amigablemente con ellos?

Es el caso que esta mañana fui invitado por el conde d'Eu a una comida árabe (así me lo anunció) que le daba un rico moro de Argel, llamado Abd-el-Kader, sobrino de aquel famoso general del mismo nombre que tanto figura en el reinado de Luis Felipe.

El aristócrata argelino (que también tiene casa en Tetuán y en otros puntos) obsequiaba, por tanto, al conde d'Eu como a nieto de aquel gran monarca, que tan generoso fue con el vencido héroe de la Argelia.

Los convidados, además del joven príncipe, éramos seis: un moro, amigo de Abd-el-Kader; D. José María Pacheco, hermano del famoso orador y ex ministro; D. Carlos Coig y O'Donnell, sobrino del general en jefe; el Sr. Velarde, ayudante del Duque de Montpensier; Mr. Chevarrier, el periodista francés que conocimos en Ceuta, y vuestro humilde servidor. Total de comensales: ocho.

La cita era después de la oración del mediodía. A esta hora nos reunimos en la Plaza de España, y, precedidos del anfitrión, que llevaba en la mano (cosa muy común en los moros) la llave de su casa, nos dirigimos allá, poseídos todos de la ardiente curiosidad que podéis figuraros.

Después de muchas vueltas y revueltas por angostísimas calles, parose, al fin, Abd-el-Kader frente a una puertecilla; abriola, y penetró delante de todos, haciéndonos seña de que lo siguiéramos.

Atravesamos un estrecho pasadizo obscuro; franqueósenos otra puerta (sin que viéramos quién la franqueaba), y el sol volvió a brillar ante nuestros ojos.

Estábamos en un gran patio, fresco, limpio, sosegado, y de lujosa y elegante arquitectura. Sólo el rumor del agua interrumpía el silencio de aquel lugar. Parecía que nos hallábamos ya a muchas leguas del mundanal ruido.

Abd-el-Kader sonrió de placer al verse dentro de su casa. Todos sabíamos que tenía en ella mujeres y esclavas, y aun creímos escuchar leves pasos y misteriosos cuchicheos detrás de algunas puertas... Pero nadie se dio por entendido de ello. La casa estaba sola en apariencia... ¡Deber nuestro era considerarla sola en realidad!

Subimos una escalera muy pina, como todas las de Tetuán; atravesamos un corredor cubierto de primorosos artesonados, y llegamos, por último, a un lindo camarín, donde estaba preparado el banquete.

Antes de penetrar en él nos despojamos de las armas y de las espuelas, pidiendo al huésped que nos perdonara si no nos descalzábamos también, como él había hecho.

El sobrino del último héroe númida nos dispensó con una fina sonrisa.

El camarín estaba lujosamente alfombrado. En medio de él se hallaba la mesa, que, por lo baja y redonda, recordaba las tarimas de nuestros braseros; y en torno de ella había gran cantidad de almohadones y otomanas de riquísimo damasco o de otras telas de seda entretejidas de plata y oro...

El techo era estalactítico, y las dos puertas de la habitación consistían en dos graciosos arcos, de herradura artísticamente calados.

La mesa estaba ya servida. Cubríala primeramente un mantel de lana. Sobre él se veían tres fuentes de cristal de Trieste, una de ellas colmada de higos chumbos, y las otras dos llenas de alcuzcuz de dos diferentes clases. Por último, una especie de compotera de cristal, con arabescos de oro, contenía el agua... Y he aquí todo lo que el sobrino de un príncipe daba de comer al nieto de un rey.

En cambio, las cucharas que nos presentó eran de extraordinario mérito. Componíanse de muchas piezas: el mango de cada una de ellas tenía un trozo de coral, otro de plata, otro de cornalina, otro de ámbar y otro de marfil, mientras que la parte cóncava era de carey.

-¡Magníficas en cucharas! -exclamamos todos.

-Son de Constantinopla -respondió nuestro huésped.

Y se puso a servirnos.

Abd-el-Kader tendrá veintidós años, y es de pequeña estatura, rubio y sumamente elegante. Cada día ve le ve con un traje distinto. Sus fajas y sus turbantes volverían loca a una sultana. Tiene pies y manos de mujer, mirada soñadora, la boca triste, y corva nariz de orgulloso. Vive dedicado al comercio; pero no interviene directamente en él, sino que se conforma con el empleo que varios amigos dan a sus intereses.

El que hoy le acompañaba, joven de dieciocho años, imberbe, pálido, ligeramente grueso, blanco y rubio como un alemán, no tiene de moro sino el traje, la seriedad y las pocas palabras. No recuerdo su nombre, pero sí que habla el francés y el italiano admirablemente, así como Abd-el-Kader.

Ambos jóvenes han viajado por toda Europa y por Oriente; conocen a fondo las grandes cuestiones políticas que hoy conmueven el mundo, y confiesan que el islamismo es ya un cadáver; pero lo dicen en el tono de quien piensa ser enterrado con él.

La admiración de Abd-el-Kader por su ilustre y desventurado tío raya en adoración fanática. Cuando oyó al conde d'Eu elogiar el valor y la magnanimidad de aquel héroe, a quien la Francia debió primero tanto luto y después tanto agradecimiento, los ojos del mancebo argelino me nublaron de lágrimas.

-¡Abd-el-Kader no ha muerto todavía! -murmuró por último.

-¿Dónde está ahora? -le preguntamos nosotros.

-En Damasco, donde es querido y respetado como un ser superior al hombre. ¡Ahora duerme! ¡Yo espero que despertará algún día, y que su gran figura merecerá nuevos aplausos de toda la Europa civilizada!

El alcuzcuz es un alimento tan agradable como nutritivo. Lo había de dos clases: el que los moros nos aconsejaron que tomáramos primero resultaba más substancioso y más pesado, y componíase de harina, azúcar, manteca y otros ingredientes, que le hacían tan agradable al paladar como al olfato. El segundo, mucho más ligero, equivalía a un postre. Yo lo hallé demasiado dulce y aromático. Olía a celindas.

Después del alcuzcuz (que nos dejó tan satisfechos como pudiera el más opíparo banquete), probamos los higos chumbos, también exquisitos, y sacamos cigarros, como era de rigor entre españoles y moros.

Entonces se abrió una puerta, y apareció un negro, medio desnudo, medio vestido de blanco, con una mecha encendida en la mano derecha y la pipa de su señor en la izquierda...

-¿Queréis pipas? -nos preguntó Abd-el-Kader.

-No, preferimos los cigarros -le respondimos.

-Ya lo sabía, y por eso no las he hecho preparar -replicó el amigo del huésped.

Con gran extrañeza mía, no nos dieron café.

-El café no tiene nada que ver con la comida. Es un placer de otra naturaleza -me explicó en español Mr. Chevarrier.

-El café es, como si dijéramos, el alimento del alma... -añadí yo entonces por vía de comentario.

-Justamente, como para nosotros la lectura -replicó el ingenioso francés.

-Yo diría mejor la música... -repliqué por mi parte.

-La música celestial... -insistió Mr. Chevarrier con suma gracia.

-Después de esta discusión, fuerza será tomar café en alguna parte -interrumpió el conde d'Eu.

-En el café de mi amigo Ben-el-Sus... -exclamé yo.

-Es cosa convenida -respondieron todos.

En esto nos habíamos ya levantado con ánimo de ir al cuartel general del duque de Tetuán, pues recordábamos que hoy era el día en que los parlamentarios de Muley-el-Abbas habían prometido venir en busca de nuestras condiciones de paz.

Nos despedimos, por tanto, de los argelinos; tomamos café apresuradamente en el Fondak, en casa de Ben-el-Sus; montamos a caballo, y nos dirigimos al campamento de levante.


Los enviados marroquíes llegaron efectivamente a eso de las tres.

Las avanzadas del SECUNDO CUERPO los condujeron a la tienda del general Prim.

Eran los mismos que vinieron el día 11, y acompañábalos un criado más, montado en un caballo negro, sobre dos pequeños capachos de tejido de palma. De estos capachos sacaron un cajón de dátiles, que regalaron al conde de Reus, y siguieron su camino hacia el cuartel general de O'Donnell, acompañados del teniente coronel Gaminde y de una escolta de lanceros.

Recibida la noticia de su aproximación, hubo en el campamento del general en jefe un movimiento de vivísima curiosidad y de patriótico interés; formó la guardia a la puerta de la tienda de nuestro caudillo, quien penetró en ella seguido del jefe del estado mayor general y del intérprete Rinaldy, y una muchedumbre inmensa de oficiales y soldados abrió paso a los embajadores del príncipe vencido.

Estos avanzaron con aquella gravedad que nunca pierden los moros, y que, unida a sus trajes talares, hace que aparezcan respetables y dignos aun en las situaciones más adversas.

Una vez dentro de la tienda del duque de Tetuán los generales moros, reinó profundo silencio en el ejército. ¡A nadie se le ocultaba la solemnidad de aquel instante! ¡Y era que todos sabíamos que O'Donnell recibió ayer de Madrid las condiciones con que nuestro gobierno accedería a firmar la paz con Marruecos..., y que entre ellas figuraba una en que se pedía la incorporación perpetua del Bajalato y de la ciudad de Tetuán a la nación española!

«¡Qué imprudencia!», fue ayer la exclamación de todo el ejército al saber esta noticia. «¡Qué imprudencia!» decía también la cara del general O'Donnell; lo cual no ha impedido que después se calle todo el mundo como prescribe la ordenanza, resignándose a batallar (con utilidad o sin ella) todo el tiempo que deseen los políticos de Madrid.

Pero yo no soy tan militar, o, por mejor decir, no estoy tan acostumbrado a serlo, que pueda guardar silencio al ver que mi patria, arrebatada por una fantasía poética, se lanza de ese modo a un abismo, y voy a decir mi opinión sobre el asunto.

Pedir a Tetuán es pedir la continuación indefinida de las hostilidades con Marruecos, ya nos ceda su emperador esta plaza, ya nos la niegue.

Si nos la niega (que nos la negará de seguro), la guerra será como hasta aquí, de potencia a potencia, franca y oficial; es decir, una guerra que nos cueste 100.000.000 de reales y cuatro mil soldados por mes. En ella alcanzaremos mucha gloria; pero nos arruinaremos miserablemente, y no lograremos otro resultado que dar un paseo por el interior de África, para volvernos después a España cargados de laureles y de deudas.

Y si el emperador de Marruecos nos concede a Tetuán, la guerra continuará también, pero mucho más desastrosa, porque será menos franca. Es decir, que estaremos oficialmente en paz, y, entretanto, todas las cabilas del imperio rodearán a Tetuán, mal que le pese a S. M. Sheriffiana (si es que antes no le arrojan del trono), y nos hostilizarán de día y de noche; nos bloquearán completamente, y con más facilidad que a Ceuta y a Melilla; nos obligarán a tener veinte mil hombres establecidos en reductos por las sierras de estos contornos; gastaremos los mismos 100.000.000 de reales y los mismos cuatro mil hombres por mes: ¡situación poco lisonjera, que no tendrá fin hasta que consigamos exterminar o convertir al cristianismo a los diez millones de habitantes que, según dicen, comprende el imperio de Marruecos!

Pues supongamos que nada de esto sucede: supongamos que desde el Emperador hasta el último de sus vasallos se conforman hoy, mañana y siempre, con que el Bajalato de Tetuán sea nuestro... ¿Qué habremos con seguido? Tener una colonia más en África. ¿Y de qué nos servirá esa colonia? ¿Será comercial? Con Marruecos no se comercia por la vía de las armas; ¡y, si no, dígaseme qué comercio hemos sostenido hasta ahora desde Melilla y Ceuta con el interior del Imperio! ¿Será agrícola la colonia? ¡Más que lejanos terrenos que cultivar, necesita España brazos que roturen los desiertos que dejaron en ella los que se marcharon a conquistar el mundo desde el siglo XVI en adelante!

Es, por tanto, una insigne locura empeñarse en la conservación de Tetuán..., y así lo comprende hasta el último de nuestros soldados. Dicho lo cual, sigo mi relación, repitiendo que en nuestro campo reinaba el más profundo silencio, en tanto el general O'Donnell leía a los enviados de Muley-el-Abbas las Condiciones de paz remitidas de Madrid.

Según luego he sabido, los marroquíes oyeron sin pestañear una y otra cláusula. España les pedía una fuerte indemnización de guerra; ensanche de territorio hacia el Serrallo, un tratado de comercio; tolerancia para el culto cristiano y protección a nuestros misioneros; permiso a nuestro embajador para residir en Fez; la ratificación del ensanche del campo de Melilla, y, finalmente, la plaza de Tetuán, su territorio y las leguas de playa recorridas por nuestro ejército...

Todo lo oyeron sin dar muestras de pesar ni de sorpresa; pero al llegar a la cesión de la ciudad, miráronse con muda desesperación, como diciendo: «¡Lástima que no pueda hacerse una paz tan necesaria!»

Terminada la lectura, dióseles el pliego de condiciones; guardáronlo ellos cuidadosamente, y pidieron los caballos a uno de los rifeños que había quedado a la puerta de la tienda.

En seguida mandaron descargar varios cajones de dátiles, suplicando al general O'Donnell que los aceptase, no sin advertirle que eran de las huertas del Emperador, y que se los remitía Muley-el-Abbas en testimonio de respeto y de cariño...

Por nuestra parte, los obsequiamos con café, dulces y cigarros; y habiendo sabido que los príncipes carecían de muchas cosas en su campamento del Fondak, preguntose a los parlamentarios si les sería grato recibir azúcar y café, de que son tan amantes los moros, a lo que contestaron afirmativamente.

En seguida pidieron permiso al general O'Donnell para pasar la noche en Tetuán, alegando que estaban muy cansados. O'Donnell accedió a ello con el mayor gusto, y los confió a la galantería del general Ríos, al lado del cual, y seguidos de una gran escolta, tomaron el camino de su ciudad amada.

Creo inútil decir que yo me arrimé a mi bondadoso amigo el general Ríos, resuelto a no separarme de él hasta que los caudillos moros hubiesen abandonado a Tetuán. ¡Y era que adivinaba el vasto campo que, durante esta tarde y esta noche, habían de ofrecer a mis observaciones y estudios aquellos insignes personajes!


No me he engañado, ciertamente. Esta es la hora en que llamo ya mis amigos a los cuatro graves generales, mientras que mi libro de memorias está lleno de preciosísimos apuntes...

Pero vamos por partes.

La entrada de los parlamentarios en la plaza se verificó con toda solemnidad; pues excusado es decir que se les hicieron los honores que previene la ordenanza, sin contar los correspondientes al general Ríos. Batiéronles marcha las músicas desde que penetraron por la Puerta de la Reina; las tropas agrupadas a su paso los saludaron rigurosamente, cuadrándose como autómatas; formáronse las guardias donde las había, y todo, en fin, pudo dar idea a los moros de la severa disciplina de nuestro ejército.

Esta vez los mahometanos de Tetuán se dignaron fijar la vista en nuestra cabalgata, sin duda para leer en el semblante de los jefes marroquíes la sentencia que acababa de pronunciarse. «¿Qué tenemos que hacer? ¿Qué habéis hecho? (parecían preguntarles). ¿Habéis vendido la patria? ¿Sabéis cuánto sufrimos? ¿Deberemos sublevarnos contra el invasor? ¿Hay esperanza para este desgraciado pueblo?»

Los generales moros caminaban con inalterable continente. Nada contestaban sus ojos ni sus labios a aquellas mil tácitas preguntas. Pero yo me atrevo a creer que este digno silencio pareció de buen agüero a los tetuaníes...

«Cuando el moro habla mucho, está mintiendo» -dice un adagio árabe.

El general Ríos paseó a los parlamentarios por todo Tetuán, tal vez con el fin de que formasen idea de los medios de ataque y defensa que poseemos, así como de nuestra cultura...

Llevolos, por ejemplo, a la oficina del telégrafo eléctrico que hemos establecido aquí para comunicarnos rápidamente con nuestra escuadra, y les explicó detenidamente el mecanismo y la teoría del aparato.

Ellos asintieron con la cabeza, aunque estoy seguro de que no habían comprendido ni una palabra. Verdad es que tampoco prestaron grande atención al maravilloso invento... ¿Qué les importaba la prontitud de las comunicaciones, si lo que desean es vivir incomunicados, no solo con el resto del mundo, sino entre sí mismos, y, sobre todo, con su temido emperador?

-¡Vamos!... Preguntad algo a la Aduana, y veréis qué pronto tenéis contestación. -les dijo el general Ríos.

-Nada deseamos saber -respondieron los musulmanes.

-Cualquier cosa... ¡Aunque no os importe saberla! -insistió el primero.

-Pregunta tú si sale algún buque para Gibraltar -exclamó el gobernador de Tánger.

Al oír estas palabras, todos nos miramos, como interrogándonos si habrían sido dichas con ánimo de humillar nuestro amor propio. Yo no puedo dudarlo: ¡el moro, de paso hoy en su ciudad perdida, no tiene para su orgullo otro consuelo que pensar en que los vencedores vemos también ondear un pabellón extranjero sobre los muros de una ciudad española! Además, era recordarnos que los marroquíes no están solos en el mundo, sino que cuentan con la diplomacia y con la marina inglesa para un caso de suprema necesidad...

La contestación telegráfica fue rapidísima.

Esto les admiró ya un poco... Pero no tanto como habían de sorprenderles nuestros magníficos hornos de campaña.

Con la más viva curiosidad oyeron la descripción que les hizo el general Ríos de la prontitud con que se provee al ejército de exquisito pan por medio de aquellos hornos. Y fue, sin duda, que recordaron las hambres que sus tropas habían pasado durante la guerra... Hubo, pues, que explicárselo todo prolijamente; examinaron los hornos de todas maneras, fríos, caldeados y funcionando; y vieron cocer unos panes destinados a ellos, a fin de que les sirviesen para el camino de mañana, y hasta comiéronse uno en probaturas...

-Ya veis que, en inedia hora, la masa se ha vuelto pan...-dijo Ríos.

-En mi huerta -le contestó el gobernador del Rif- tengo yo un horno que asa gallinas en menos tiempo.

-¡Mucho es que este hombre se atreva a revelarnos lo que tiene dentro de su huerta!... -reflexioné yo, trasladándome con la imaginación a aquella ignorada casa de aquel ignorado pueblo donde aquel raro personaje asaba gallinas cuando no tenía cristianos que degollar.

Acercábase con esto la noche, y los parlamentarios, invitados por el general Ríos a tomar café en su casa, le prometieron ir a las ocho, pidiéndole permiso para llegarse antes a su alojamiento..., o sea a la casa de Erzini, que describí el otro día.

-Id, pero no faltéis, que hemos de ser buenos amigos -les dijo nuestro general.

-Descuida, no faltaremos -contestaron los embajadores.

Y, saludándonos con un grave movimiento de cabeza, partieron sin escolta, pues así lo desearon, y se fueron a buscar, por entre aquellas calles que tanto conocían, algún rincón en que entenderse con los moros ocultos en Tetuán.


Dos horas después hallábame en casa del general Ríos, o sea en el palacio del otro Erzini, esperando a los generales marroquíes. Los españoles convidados a esta fiesta éramos ocho.

La habitación, de lujosa arquitectura arábiga,estaba adornada con espejos de Venecia de la época del Renacimiento... (¿Cómo habían llegado a Tetuán aquellas antiquísimas lunas? Todos pensamos en los famosos piratas que hace tres siglos arrojaba el África sobre las costas de Europa.) Veíanse además en aquel aposento magníficos divanes y otoinanas de seda, lámparas turcas, cortinajes de gran mérito, enormes arcas labradas con exquisito primor, alfombras, pebeteros, mesas-tarimas y otros enseres del más riguroso estilo oriental.

Al mismo tiempo (y para uso de los españoles) veíanse allí muebles europeos, llevados de la judería: mesas altas, sillas y sillones de paja, candelabros con bujías de esperma, vajilla de porcelana y de cristal, y otros utensilios para el refresco, o café, que se preparaba.

Completaban aquel singularísimo cuadro ciertos perfiles guerreros (del menaje de campaña del general Ríos): espadas, gumías, revólveres, espingardas, carabinas, puñales, altas botas armadas de espuelas, grandes anteojos, la cama de hierro que sirvió en la tienda, etc.; todo ello disemiliado por los rincones, o sobre el diván, o colgado de las altas paredes.

Hacía frío, y se había preparado un brasero.

Dulces, bizcochos, frutas secas, cigarros, vinos y licores, componían el refresco, que esperaba sobre una mesa la hora del festín. A ellos se agregarla a su tiempo el café... et voilà tout.

Sin embargo, nosotros, y el mismo Ríos, acostumbrados ya a tantas privaciones, estábamos entusiasmados con la magnificencia que habíamos conseguido desplegar. ¡El agua estaba en botellas! ¡Se podía hacer ponche! ¡El café se tomaría en tazas! ¡El vino se bebería en copas de cristal! No podía darse mayor lujo.

A eso de las ocho y media, una banda de música, preparada al efecto en el patio, nos dio la señal de la llegada de los marroquíes.

Pocos momentos después, un niño moro, de ocho o diez años de edad, graciosamente vestido (y que no era sino aquel hijo del cónsul de Austria, que fue al campamento de Jeleli cuando la rendición de Tetuán), penetró resueltamente en la habitación, diciendo un ¡Hola! en perfecto castellano que nos hizo reír a todos.

Detrás entró su padre, que, como recordaréis, se llama el HACH -Ben-Amet, y el cual es hoy Alcalde de los Moros de Tetuán, nombrado por el general Ríos... Esta noche venía además con el carácter de intérprete.

Por último, aparecieron los cuatro embajadores, acompañados de otro moro, que yo no conocía sino de nombre. Era Erzini el menor; el más rico de los dos hermanos de este nombre; el dueño de la casa en que a la sazón nos encontrábamos.

Los cuatro enviados dejaron sus babuchas en la puerta de la sala, y entraron descalzos completamente, sin que bastasen a impedirlo todas las instancias del general. Erzini, no sólo no se quitó las babuchas, sino que llevaba medias. Al alcalde lo tenía ya dispensado Ríos de aquella ceremonia.

Después de decirnos adiós cuando salimos a los hornos de campaña, los parlamentarios habían ido a orar a la mezquita mayor, donde se habían lavado pies y cabeza, no por mundano aseo, sino por obligación religiosa. De cualquier modo, resultaba que iban muy limpios, que fue indudablemente lo que se propuso el ingeniosísimo Mahoma al prescribirles con tanto cuidado las abluciones.

Los siete musulmanes nos dieron la mano a todos los allí presentes, y después hubo una larga discusión en pantomima acerca del asiento que debía ocupar cada uno, resultando de ella lo que resulta siempre de los cumplidos: que todos hicimos lo contrario de lo que deseábamos, es decir, que los moros se sentaron en silla, a la europea, y que los cristianos nos sentamos en el suelo, o sea sobre cojines, a la oriental...

Sin embargo, los agarenos buscaron pronto su habitual postura, encaramándose poco a poco por los palos de las sillas, hasta cogerse los pies con las manos. El Kabo o gobernador de Fez, hombre serio si los hay, no encontró sin duda bastante digna esta actitud, y acabó por echarse al suelo y sentarse sobre las piernas.

Entretanto, la banda militar tocaba en el patio la jota aragonesa, atronándonos los oídos; y yo estudiaba minuciosamente a los cuatro generales y al rico banquero, mientras que una conversación superficial, entorpecida por la lentitud de duplicadas traducciones, procuraba llegar a ser interesante.

Ahntet-el-Batín (el segundo de Muley-el-Abbas) era quien más sostenía el diálogo. Joven, fino, nervioso, impresionable como un aristócrata andaluz, más parece hombre de ideas o de papeles, que guerrero tan esforzado como lo califica la fama. Su palabra es vibrante, su gesticulación viva, sus réplicas calurosas, y su movilidad extraordinaria..., sobre todo para un sarraceno.

El gobernador del Rif es el reverso de la medalla. Grave, atento, circunspecto, habla con cierta solemnidad, sonríe levemente cuando se le dirige la palabra, y piensa largo rato sus respuestas, que siempre vienen a interrumpir una nueva conversación. Su fisonomía, poco favorecida por la naturaleza, revela, sin embargo, mucho talento. Tiene fama de gran diplomático y hábil general. Por mi parte, he notado desde el primer día que sus compañeros lo tratan con marcadas deferencias, cual si fuese el principal enviado.

Su hermano, el general de la caballería, de quien ya he dicho que habla español, es un soldado vulgar, franco y sencillo; de fisonomía ruda, pero agradable; alegre, en cuanto lo permiten estas circunstancias; expansivo, como rara vez lo son los moros; hablador sempiterno cuando su ilustre hermano no le oye, y tímido y respetuoso como un párvulo, no bien éste le mira. Sin embargo, se profesan mucho cariño...

-¡Somos de una misma madre! -nos dijo con voz baja el general de la caballería, mirando con ternura al gobernador del Rif-. ¿No le he de querer? ¡Entre nosotros hay muy pocos hermanos nacidos de un mismo seno! Además, ese que veis ahí es tan sabio y tan valeroso, que yo le temo como a mi padre y lo quiero como a mi madre...

El cuarto enviado era el más interesante de todos, a lo menos para mí. Hablo del segundo gobernador de Fez. Este singular personaje no despegó sus labios en toda la noche. Parecía hallarse entre nosotros como un acusado impenitente en la barra del tribunal. La poca o mucha violencia que se hiciesen sus compañeros permaneciendo en nuestra compañía y sirviéndonos de espectáculo, era para él un verdadero tormento, una secreta rabia, una muda desesperación, que se revelaba en su actitud, en su gesto, en su mirada.

Nada comió ni bebió de cuanto le ofrecimos; ni por un instante cambió de postura luego que se echó al suelo; ni por casualidad dejó oír el acento de su voz inmóvil, adusto, erguido sobre el almohadón en que estaba sentado a la oriental; con los brazos cruzados bajo su albornoz negro; con la mirada fija ya en uno, ya en otro de aquellos locuaces infieles (vulgo cristianos) que tantas cosas hacían y decían sin proponerse nada importante; indiferente a las discusiones que se entablaban; insensible a los raptos de entusiasmo afectuoso (fingido o verdadero) que dio de sí la conversación; refractario a la alegría que reinó en algunos momentos, el poderoso Kabo protestaba con su silencio contra todo lo que allí sucedía, o formaba siniestros planes de venganza para cuando se reprodujese la guerra. ¡Y cuenta que parece el más joven de los parlamentarios!...

Por lo demás, su tétrica figura contribuía a hacerle sombrío y pavoroso. Es mulato pálido; tiene los labios gruesos y pensativos; los ojos de un negro aterciopelado; la barba muy bronca; torva la mirada; lúgubre el gesto, y vestía un traje obscuro, de severos pliegues, que contrastaba con los albornoces de sus compañeros. Parecía la imagen del dolor, la personificación del crimen, una alegoría de la noche, el genio del mal, el príncipe de los infiernos. Lord Byron, en sus más tenebrosos poemas, no imaginó figura tan romántica ni tan espantosa.

Réstanos pintar a Erzini, tipo físico y moral diametralmente opuesto; a Erzini, el acaudalado sibarita; el carácter deprimido bajo el peso del oro; el hombre galante, flexible, lisonjero, el espíritu conciliador, acomodaticio, utilitario a todas horas. Tendrá cuarenta y cinco años; es rubio como un irlandés; tiene ojos azules; gran nariz; flacas mejillas, pero muy encarnadas; barba prominente; alta y encorvada estatura; algún diente de menos, y un aire marcadísimo de astucia y penetración. Se parece a Francisco I de Francia.

Erzini hablaba y reía como un descosido. Estaba sumamente alegre, y sus motivos tenía para ello. ¡El general Ríos acababa de entregarle una cartera que el opulento comerciante había olvidado el día 5 en la precipitación de la fuga, y que el coronel Vargas se había encontrado sobre una mesa en la misma habitación que ocupábamos en aquel momento! La tal cartera contenía, treinta o cuarenta mil duros en letras al portador sobre Gibraltar.

Pasada medía hora, y para excitar la confianza, se había principiado a servir el café...

Los moros (exceptuando siempre al taciturno Kabo) hicieron los honores a todo lo que se les ofreció, comiendo bizcochos a dos carrillos, fumando como tudescos, y tomando repetidas tazas de moca.

El Alcalde, viejo ladino, que, so color de simpatizar con la causa de España, está favoreciendo cuanto puede a los míseros habitantes de Tetuán (en lo cual hace perfectísimamente), formuló, por vía de brindis, un gran elogio del carácter y proceder de los españoles, exponiendo a los generales marroquíes las grandes ventajas que reportaría su emperador de una franca y estrecha amistad con España...

El general Ríos insistió sobre esto, y con mucho tacto mezcló en su discurso una descripción de los grandes medios de que aún podemos disponer en el caso de continuarse la guerra...

Los musulmanes asentían a todo con la cabeza, y repetían una y otra vez «que Muley-elAbbas y su ejército querían la paz a toda costa y la amistad con España; pero que había gentes en el Imperio que se aprovecharían de cualquier cosa para conmover el trono del nuevo sultán, mal asegurado todavía, y que por ello se vería tal vez S. M. Sheriffiana en el caso de seguir, no la política de sus deseos, sino la que le impusieran las circunstancias»...

Era evidente que aludían a la continuación de la guerra con tal de no ceder a Tetuán.

Entonces el alcalde fue más explícito.

-Si el Emperador -dijo- pierde a Tetuán, los partidos derriban al Emperador, y si derriban al Emperador, habrá guerra civil en Marruecos, y desorden y anarquía de muchos años, vosotros no tendréis con quién tratar; y aunque tratéis con unos, otros dejarán de cumplir, y os veréis obligados a estar guerreando aquí toda la vida, sin resultado alguno para España.

-Querer a Tetuán es no querer la paz -añadió sentenciosamente el gobernador del Rif.

-¡Es que nosotros no le tememos a la guerra! -insistió el general Ríos-. Nosotros podemos...

-¡No sueñes, general! -dijo textualmente y con su acostumbrada llaneza el jefe de la caballería marroquí-. Vosotros no poder hacernos la guerra tres años seguidos, y nosotros poder hacérosla a vosotros durante cuarenta años. Moro estar en su casa, y español en la ajena. La guerra costar a España mucho dinero..., mucho dinero..., y el dinero tener fin, como la vida y todo lo del mundo. Lo que no tener fin es los moros... ¡Morir unos, y venir otros!... Muchos moros..., muchos..., muchos!

La tremenda verdad que encerraban estas palabras nos hizo mirarnos, asombrados de que un salvaje discurriera con tanto acierto.

-¡Todo eso se lo han enseñado los ingleses -murmuró uno de nosotros.

Aben-Abu comprendió la frase, y se sonrió con malicia.

Después se habló de la pasada campaña; del sistema de combate de uno y otro ejército; de las pérdidas sufridas por ellos y por nosotros...

Los marroquíes confesaron que las suyas habían sido inmensas.

-La bayoneta y la artillería -dijeron- son vuestras grandes ventajas.

Ríos hizo el elogio de Isabel II y de O'Donnell.

Ellos manifestaron gran respeto hacia nuestro caudillo, cuya pericia, en una guerra que le era nueva, dijeron haber sorprendido mucho a Muley-el-Abbas.

Nosotros creíamos que era más viejo -dijo el gobernador del Rif.

-¿Y por qué?

-Por la prudencia.

Con este motivo recayó la conversación en Muley-el-Abbas.

-Es muy valiente y muy generoso -dijeron-; pero tiene mala tropa.

-Yo mismo -añadió su segundo- tuve que matar por mi mano muchos jefes de cabila el día de la batalla del campamento...

-¿Y por qué?

-¡Por embusteros y cobardes! ¡Por haber huido más lejos de lo necesario!...

El Kabo de Fez estaba cada vez más sombrío.

Los otros moros habían llegado a entusiasmarse. La expansión era general; la franqueza animaba todas las fisonomías; cada cual había tomado la postura más de su gusto; casi todos estábamos sentados o medio tendidos en los divanes y otomanas; el humo de los cigarros envolvía por momentos algunas figuras...

¡Qué cuadro! Yo no me había atrevido nunca a soñar una escena tan poética y solemne... Aquellos siete magnates moros, con sus albornoces y sus turbantes blancos, con sus rostros graves y austeros, con su habla gutural, con sus clásicas actitudes; aquellos muebles orientales, aquellas alfombras y cortinas, aquella arquitectura; la ciudad en que nos encontrábamos; nuestra posición de soldados en campaña, de extranjeros, de vencedores; el ser nosotros los únicos, no solo de nuestro ejército, sino de nuestra nación, que habían asistido a una tertulia semejante; la hora; el asunto de las conversaciones; la idea de que aquellos generales habían estado enfrente de nosotros en los montes y en la llanura, uno y otro día de pelea; la consideración de que acababan de llegar del campa enemigo y de que mañana regresarían a él, y de que acaso jamás volveríamos ya a verlos, como no fuese tendidos en el campo de batalla; todo esto, digo, ¿no era mucho más de lo que pudo sonreír a mi imaginación cuando, nuevo Don Quijote, abandoné el seminario eclesiástico y salí de mi pueblo en busca de aventuras?

¡Ah! ¡Qué pocos poetas de nuestros tiempos habrían encontrado realidades tan maravillosas! ¡Qué pocos habrán gozado tan a sus anchas de lo fantástico, de lo extraordinario, de lo romancesco! ¡Afortunado yo mil veces! Pero ¡cuánto, cuanto hubieran ganado nuestras letras si Zorrilla o Fernández y González hubieran venido a África con sus liras de oro, en vez de venir yo, que sólo poseo una mal cortada pluma!

Por lo demás, casi todos los españoles que estábamos allí éramos andaluces, y nuestro carácter hablador, expansivo, entusiasta, exaltado por alguna libación y por la misma novedad de aquella escena, bastó para aturdir a los marroquíes, para marearlos, para derretir su máscara de hielo, hacerles reír, hablar alto y entrar en dudas acerca de si los europeos valdríamos efectivamente más que los africanos...

Alegres, pues, aunque cavilosos; con la faz encendida y los ojos ardiendo; desconcertados, llenos acaso de envidia, pero también de admiración hacia unos seres tan varios, tan complejos, tan móviles y fecundos, despidiéronse cordialmente de nosotros a eso de las once, alegando que tenían que madrugar para hacer antes de partir largas oraciones, en atención a ser mañana Viernes...

De todo lo dicho con respecto a animación y júbilo, hay que seguir exceptuando al Kabo de Fez, el cual siguió callado y tétrico, y se despidió del general Ríos de una manera, muy singular. Diole primero la mano naturalmente, como se usa entre nosotros; después cogiósela violentamente, cual si fuese a echar el pulso con él, y apretósela con una fuerza extraordinaria, mirándole fijamente y en silencio...

¡Era la primera señal de vida que daba en toda la noche; y aquella pantomima trágica lo mismo parecía un arranque de cariño largo tiempo refrenado, que un reto para el primer combate, que una misteriosa maldición! Ello es que se envolvió en su larguísimo albornoz negro y se marchó con el secreto de su idea...

¡Magnífico personaje! Shakespeare lo adivinó completamente cuando escribió su Otelo.

Comentando estábamos nosotros este y otros lances de la noche, cuando, al cabo de una media hora, se nos presentó de pronto el general de la caballería, trayendo debajo del brazo un saco de dátiles.

-¡Toma! -le dijo al general Ríos-. Al llegar a casa hemos visto que nos quedaban estos dátiles. Cómetelos en nuestro nombre.

-¡Extraña gente! -nos dijimos todos con una mirada.

E hicimos sentarse a Aben-Abu, quien, viéndose libre de su hermano, se abandonó a su natural llaneza, y nos dio un rato delicioso.

El bravo general habla el presidiario más bien que el español, por haberlo aprendido de nuestros renegados, y yo no podría transcribir aquí sus discursos sin faltar a todas las reglas de la sintaxis y del decoro...

Entre las cosas que nos refirió acerca de las interioridades de su ejército, fue sumamente notable el retrato del príncipe Muley-Ahmed.

-Hace como uno -dijo-, y cuenta como veinte. Corre mucho a caballo, y habla y ríe más de lo regular. ¡Es muy sevillano!

Figuraos el efecto que nos haría esta frase, teniendo presente que entre nosotros, había dos o tres hijos de Sevilla. Las carcajadas duraron un cuarto de hora, y Aben-Abu se reía con más ganas que ninguno.

Por él supimos pormenores interesantísimos acerca del estado actual del ejército moro que nos aguarda en el Fondak.

-Ahora tiene poca gente, pero se aguarda mucha. El Emperador desde su casa no puede comprender lo que sucede; pero ya lo comprenderá cuando reciba una larga carta de Muley-el-Abbas, en que le dice que todos los moros de Marruecos no pueden con las bayonetas y los cañones españoles... Habrá paz, porque todos la necesitamos -concluyó el moro-; pero no debéis pedir a Tetuán, ni esto os servirá de nada.

-Lo piden de Madrid -le contestamos.

-En Madrid pasará lo que en Mequínez -observó el musulmán-; como no ven las cosas de cerca, se figuran que todo es muy fácil.

Esta conversación se prolongó hasta las doce. Aben-Abu se despidió de nosotros muy cariñosamente, diciéndonos que, si había guerra y alguno de nosotros caía prisionero, nos trataría perfectamente; y que si había paz, fuéramos a visitarle a Fez, donde seríamos los dueños de su casa.

Repetímosle iguales ofrecimientos, y se alejó muy satisfecho de nosotros y de sí mismo.

No lo estoy yo tanto de la presente relación, al tiempo de daros las buenas noches, o, por mejor decir, los buenos días.

Dígolo, porque está amaneciendo cuando suelto la pluma.




ArribaAbajo- XII -

Expectativa.-Conferencia de O'Donnell y de Muley-el-Abbas.-Retrato de este.


Día 17 de febrero.

Los parlamentarios se marcharon esta mañana a las diez.

Llevan un plazo de ocho días para contestar a las Condiciones de paz, que se les han entregado.

Ellos han prometido estar aquí el jueves próximo.

Entretanto, el general O'Donnell sigue preparándolo todo para emprender, en caso necesario, una segunda campaña, que consistirá, en la toma de Tánger.

Hácense, pues, grandes aprestos de víveres y municiones; espéranse los tercios vascongados, que ya deben de llegar de un momento a otro; danse órdenes para que aceleren su embarque los nuevos batallones que se hallan dispuestos en el litoral de Andalucía; repáranse las fortificaciones de Tetuán; practícanse reconocimientos por las llanuras y los montes de poniente, y arréglanse algunos pasos del nuevo camino, a fin de que pueda atravesarlos la artillería; hase mandado a Orán por camellos, y a la Península por mulas, a fin de aumentar extraordinariamente el número de acémilas que se necesitan para tan importante marcha; todo, en fin, se prepara como al principio de la guerra...

¿Y para qué? ¿Pelearemos, como hasta ahora, por el desagravio de nuestras ofensas, por la gloria de nuestras armas, por el crédito de nuestra nación, por humillar el orgullo sarraceno?

¿Será, en fin, una guerra por el honor de España?

¡No! ¡Será una guerra por la posesión de Tetuán!

¡Valiente vellocino de oro!

Día 18.

Viene la duquesa de Tetuán a saludar a su invicto esposo, y se aloja en el palacio de Erzini el mayor.

Acompañan a la animosa viajera el general Ustáriz y algunos hombres políticos.

El ejército recibe a su ilustre huéspeda con tanto respeto y agasajo como admiración y cariño profesa al victorioso capitán que ha coronado de gloria nuestros estandartes.

Día 20.

El simpático Aben-Abu, el general de caballería mora, se ha presentado esta tarde en nuestro campamento, caballero en una magnífica mula, ensillada con rica montura de terciopelo carmesí, y seguido de cuatro moros de rey.

Esta inesperada visita nos ha sorprendido mucho.

Viene a pedir que se prorrogue el plazo de ocho días que se le concedió a Muley-el-Abbas para aceptar o desechar nuestras condiciones de paz; pues el Príncipe las ha encontrado tan graves, que no se ha atrevido a resolver nada por sí mismo, y las ha trasladado al Emperador. Es decir, que la prórroga que solicita es el tiempo necesario para que pueda ir y volver un correo a Mequínez.

O'Donnell la ha negado rotundamente.

Sin duda teme, o le han inducido a temer, que estas idas y venidas de los moros no sean más que pretextos para ganar tiempo y reorganizar sus fuerzas...

El recelo no parece fundado, pero O'Donnell ha hecho bien.

Por lo demás. Aben-Abu, al tiempo de irse, ha indicado, si bien extraoficialmente, y no al general O'Donnell, sino al general Ríos, que Muley-el-Abbas tendría sumo placer en hablar con el Gran Cristiano en algún sitio que no fuese Tetuán.

-¿Crees tú -le ha preguntado Ríos- que eso sería de alguna utilidad para las dos naciones?

-Sí, lo creo; pues Muley-el-Abbas no acudirá a esa conferencia movido por una vana curiosidad, sino para ver de transigir este pleito, que ya no consiste en nada, y que, sin embargo, nos va a costar todavía mares de sangre.

-Pues si Muley-el-Abbas pide esa conferencia, yo no dudo que el general O'Donnell se la concederá con mucho gusto.

-Yo lo arreglaré todo -ha dicho el africano, encaramándose en su mula y tomando el camino del Fondak.

Día 23.

Hoy se ha verificado la anunciada entrevista de O'Donnell y Muley-el-Abbas.

El pintoresco y grandioso cuadro que ha presentado tan solemne escena, termina dignamente la galería de los que constituyen la historia de nuestra romántica campaña; galería en que ocupan lugares preferentes el embarco del tercer cuerpo de ejército en el puerto de Málaga; la batalla de los Castillejos; la gran parada después del combate del día del príncipe Alfonso; las cargas de caballería del 31 de enero; la misa solemne del día de la Candelaria, seguida del consejo de generales; la batalla de Tetuán y toma de los campamentos, y la entrada de nuestro ejército en la ciudad rendida.

La novedad del espectáculo de hoy; la desconocida llanura en que estábamos; la trascendencia de lo que allí sucedía; la hermosura de la naturaleza; el poético aspecto del ejército moro; la noble figura del príncipe vencido; las brillantes escoltas de ambos generales en jefe; la solitaria tienda en que la entrevista se verificaba, todo ha contribuido a realzar y embellecer este supremo acto, que la historia recordará eternamente.

He aquí ahora su detallada descripción.

Esta mañana, a eso de las doce, llegó Aben-Abu, y manifestó al general O'Donnell que el príncipe Muley-el-Abbas deseaba tener una conferencia con él, pero que, no creyendo decoroso penetrar en una ciudad que había perdido, lo estaba esperando en el Puente de Buceja, a menos de una legua de esta plaza, donde había hecho plantar una tienda, que le suplicaba honrase por una hora.

El Puente de Buceja se halla situado legua y media más acá del campamento moro; por consiguiente, Muley-el-Abbas había tenido que hacer una marcha casi doble de la que pedía a nuestro caudillo. Accedió, pues, este a su demanda, y montó a caballo inmediatamente, seguido de los generales García, Ríos, Prim, Ustáriz y Quesada, y de un numeroso estado mayor. Preguntole a Aben-Abu cuántas fuerzas acompañaban al Emir; y sabedor de que había traído mil moros entre infantes y jinetes, tomó, al pasar por el campamento de caballería, un escuadrón de Coraceros del Príncipe, esto es, menos de cien hombres. El cuartel general y la escolta de los generales compondrían otros cien jinetes.

Así emprendimos la marcha.

El camino era muy dificultoso; pues, limitado de una parte por el Guad-el-Jelú, y de la otra por los montes de Samsa, se deslizaba trabajosamente, de barranco, sobre hondos lodazales o peladas guijas.

Anoche había llovido, pero a la hora de nuestra caminata hacía un tiempo inmejorable. El sol bañaba de pura luz un despejado cielo, sin producir por eso excesivo calor. La verde alfombra de los prados, así como los árboles, que empiezan ya a cubrirse de hojas, lavados por la reciente lluvia, brillaban como esmeraldas. Las montañas más remotas se destacaban en el azul del firmamento con perfiles tan limpios y puros, que hacían entrever a la imaginación los horizontes que se escondían detrás de ellas. Era, en fin, una mañana de febrero tan hermosa como la mejor mañana de mayo de nuestras provincias septentrionales.

Desembocamos, al fin, en el valle fecundado por el Buceja, y, una vez en él, ofreciose a nuestros ojos el más interesante espectáculo que hemos contemplado en esta campaña.

Érase una redonda y dilatada llanura, perfectamente lisa, tapizada de verdes trigos, cerrada en todas direcciones por colinas y montes, uno de los cuales, tapado por cierto número de arboles frondosísimos, se levantaba al cielo tan súbita y atrevidamente, que parecía una gran pirámide.

Al pie de ella se veía una tienda sola, aislada, blanca como la nieve, y adornada con algunas labores de color azul turquí. Asemejábase a enorme paloma que descansaba de su vuelo.

Como a quinientos pasos, y por el lado de poniente, percibíase un apretado cordón de tropas árabes, coronando o festoneando los visos u oteros de las suaves colinas que limitaban allí el horizonte. Destacábanse, pues, en el cielo con limpios perfiles las bellas figuras de infantes y jinetes, mientras que el sol hacía relucir las armas y resaltar los vivos colores de tantos y tantos estandartes y banderines, unos azules, otros blancos, otros encarnados, otros verdes y otros amarillos, como ondeaban sobre aquella vistosísima hueste.

Con ayuda de los anteojos apreciábamos muchos pormenores. La primera fila se componía de peones, sentados en el suelo; los abanderados estaban de pie; por encima de estos aparecían algunos caballeros enhiestos en las sillas; y, en otro lado, se distinguía la gallarda silueta de varios caballos sin jinete, sujetos de la brida por esclavos, tendidos boca abajo sobre la hierba. ¡Soberana composición! ¡El más inspirado artista no hubiera colocado mejor aquella gente en un teatro!

Dicho sea en verdad, no pasarían de mil hombres los que allí había; pero, al ver tantas banderas entre ellos, tan varias vestimentas y tan diferentes tipos y actitudes, aquella inmóvil muchedumbre, asomada (nada más que asomada) a la llanura, parecía la cabeza y estado mayor de numerosísimo ejército que se dilatara al lado allá de aquellos visos, poblando el llano de Wad-Ras y las eminencias sucesivas...

Nuestra reducida escolta de coraceros formó una densa y reducida columna en medio de la despejada planicie, quedando en orden de batalla, frente por frente de la línea marroquí, y a igual distancia que esta de la solitaria tienda de Muley-el-Abbas.

Al hacer alto los nuestros, destacáronse de las filas mahometanas seis jinetes, viniendo rápidamente hacia nosotros...

Al mismo tiempo avanzaron hacia ellos otros seis caballeros nuestros, del estado mayor de O'Donnell, yendo a su frente el general Ustáriz.

Conferenciaron brevemente ambas comisiones, y volvieron a sus respectivos campos.

Un momento después dirigiose a la tienda, a todo el correr de sus caballos trazando una línea diagonal sobre la llanura, una lucida cabalgata, compuesta de treinta arrogantes moros.

Adelantado un poco a ellos iba uno de imponente figura, blanquísimas ropas y voluminoso turbante...

Sin duda era el Príncipe...

¡Él era!

O'Donnell corrió también en la misma dirección, seguido solamente de los cinco generales que lo acompañaban, del alcalde de Tetuán, del intérprete Aníbal Rinaldy y de mi pobre persona.

Cerca ya uno de otro, los dos caudillos se saludaron, corriendo como iban...

Luego echaron pie a tierra y se dieron las manos.

En seguida se dirigieron a la tienda, que estaba abierta hacia nuestro campo, y penetraron en ella, entre mutuas señales de respeto y cortesía.

Con Muley-el-Abbas entraron tres moros, que eran nuestro amigo Aben-Abu, a quien ya conocéis; el famoso Sidi-Mahomed-el-Jetib, primer ministro del Sultán, y un tal Ezzebbí, hombre de gran travesura y mucho talento, muy malo, según la opinión de algunos marroquíes que nos han hablado de él, pero gran amigo del Emperador, a cuyo Diván también pertenece y a quien acompaña oficialmente en todos sus viajes. Tanto el Jetib como Ezzebbí son de avanzada edad.

Con O'Donnell, sólo entró en la tienda el intérprete Rinaldy.

(Tened paciencia, que ya os describiré a Muley-el-Abbas antes de que se marche.)

A la puerta de la tienda, pero fuera de ella, estaba aquel joven Lugarteniente, o Segundo del Emir, que ya conocemos...

¡Nuestros generales se habían sentado algo más lejos, en sillas de campaña, o sea de tijera, llevadas, como las que había dentro de la tienda, del campamento del general Prim.

Los demás acompañantes del Príncipe eran dieciséis jefes, de categoría análoga a la nuestra de coronel. Aquellos dieciséis señores coroneles se habían sentado en el suelo detrás de la tienda, formando fila. Casi todos eran hombres de cincuenta a sesenta años, de fisonomía dura y continente feroz. Los había blancos, negros y mulatos. Cada cual vestía a su manera, pero todos con lujo y severidad.

Nuestros caballos y los de esta gente eran tenidos del diestro por varios negros, que confesaron ser esclavos, los cuales, acurrucados en el suelo y empuñando cada uno muchas bridas españolas o africanas, miraban de hito en hito, frente a frente, o, por mejor decir, de abajo arriba, a los sosegados animales, que, a semejanza de sus dueños, se veían juntos y en santa paz por primera vez, después de haberse perseguido y hostilizado muchas otras en las batallas...

Nada más pintoresco desde el punto de vista artístico, ni nada más interesante mirado por el lado histórico, que aquellos caprichosos grupos de gentes de tan apartados países; que aquella tienda, en que se decidía la suerte de dos pueblos; que aquellas masas de soldados, que tantas veces se habían combatido y que ahora se contemplaban sin susto ni recelo.

El silencio era profundísimo. La naturaleza y los hombres parecían atentos a la grave conversación que ya había principiado.

La verdad es que yo la oí toda. Hallábame a tres pasos de la tienda, y, a través del indiscreto lienzo, llegaban a mis oídos, finos de suyo, las severas palabras de nuestro general y las contestaciones de los moros, traducidas por Aníbal Rinaldy. Todo lo referiré a su tiempo; sigamos describiendo ahora.

O'Donnell, el hombre prosaico y frío, desconfiado de las imaginaciones calurosas, insensible a todo arte que no sea el de la guerra, y enemigo de las bellas frases, hallábase hoy tan poseído de la solemnidad del momento, que hablaba con elevación, con retórica, con cierto énfasis del mejor gusto; a lo general antiguo; como Napoleón en las pirámides. Obligado a valerse de intérprete, comprendió desde luego que sus discursos serían pálidos y desmayados si se reducía a explicar fríamente a Rinaldy lo que este había de decir a los marroquíes... ¡Era menester que su palabra estuviese animada por la actitud, por el ademán, por la mirada, por el gesto..., a fin de que expresase bien sus afectos e intenciones; y, para ello, decidió hablar directamente con los moros, como si estos entendiesen el español! Interpeloles, pues, con energía; peroró y declamó con elocuencia; ora los apostrofó, ora los halagó bondadosamente; y cada vez que terminaba un período, le decía al joven Aníbal: ¡Explícales todo esto!

Los moros, con su viva imaginación, habían ya leído en el semblante y tono del general los sentimientos que lo animaban y el grado de verdad o de astucia, de cálculo o de pasión que envolvía cada frase. Las palabras del intérprete servían, pues, como de luz o una estatua que ellos habían ya palpado en las tinieblas... Y de tal modo comprendieron la ventaja de aquel sistema de diálogo, que lo adoptaron en seguida, y se dirigían en árabe al general O'Donnell, a quien, ya Rinaldy, ya el general de la caballería, daba luego la traducción literal de los discursos.

Pero lo más asombroso de todo era Aníbal, el políglota de quince años, quien, haciendo suya sucesivamente la causa de España y de Marruecos, repetía con pasmosa exactitud, y con tanto calor y brío como los oradores originales, todas las frases, todos los tonos, todos los accidentes de sus peroraciones. ¡Ni Máiquez ni Talma hubieran podido ir más allá! Sobre todo cuando hablaba en nombre del general español, cuyo interés le era más simpático, sus ojos, sus ademanes, su acento, el fuego de sus mejillas, todo su ser, daba color y vida al razonamiento; todo en él era persuasivo, elocuente, conmovedor...

Entretanto, yo, por más vueltas que daba, no conseguía ver al Príncipe, que se había sentado de espaldas a la puerta... Pero, dichosamente, hubo un momento en que el general O'Donnell se levantó para marcharse, y en que Muley-el-Abbas le detuvo; con cuyo motivo cambiaron todos de posición..., quedando el duque de Tetuán sentado en otra silla, de espaldas a la entrada, y el Emir a la vista de todo el mundo.

Pasé, pues, entonces media hora contemplando a mi sabor al quinto de los trece hijos del difunto Abderramán, al cuarto hermano del actual emperador Sidi-Mahommed, al insigne vástago de aquellos famosos jarifes, jerifes o cherifs, descendientes del mismo Mahoma, que conquistaron hace trescientos cuarenta y tres años el imperio de Marruecos.

Muley-el-Abbas (o, mejor dicho, Muley-el-Abbés) es un hombre de mediana estatura, algo grueso, de noble ademán y majestuoso continente. Parece casi negro, porque, siendo ya muy moreno de suyo, lleva rodeado el semblante con abultada toca de extraordinaria blancura. Sus grandes ojos, negros y tristes, miran con calma y lentitud. Su nariz, larga y recta, aunque muy poco prominente, tiene el corte europeo, mientras que su boca es africana pura, de abultados labios (sobre todo el inferior), y de una expresión bondadosa y dignísima. Lleva toda la barba, la cual es negra y brillante, con dos claros bajo la boca y levemente rizada, bien que más corta de lo que suelen tenerla los árabes. En ella blanquea ya alguna que otra cana, no obstante que el Príncipe tendrá apenas treinta y cinco años. El conjunto de su fisonomía tiene un carácter más religioso que guerrero.

Hoy vestía S. A. ropaje amarillo encima, una especie de túnica de azul muy claro y sobre ella, un magnífico albornoz, con capucha de suave merino blanco, cuyos dóciles pliegues delineaban la forma de la toca o turbante, rodeando completamente la cara, marcaban todas las líneas del cuerpo, y flotaban, en fin, casi rodando por la tierra, no sin dejar ver unas ricas botas de tafilete amarillo bordadas de seda, sin suela ni tacón. Ancha cinta de seda verde sujetaba sobre su cabeza la capucha del albornoz, indicando aquel color sagrado que por las venas del Emir circula la sangre de Mahoma. Llevaba liado a la muñeca derecha un rosario de ámbar; diminuto arete de oro en una oreja, y un anillo blanco, egipcio, en el dedo meñique de la siniestra mano. Frecuentemente se sacaba el rosario del brazo y aspiraba su rica fragancia.

En lo demás, Muley-el-Abbas estaba abatido, pero circunspecto; triste, pero respetable; vencido, pero no domado. Inspiraba, pues, compasión, pero no lástima. Yo, por lo menos, sentía... hasta inclinación y afecto hacia aquel enemigo de mi bandera... Y tal vez sería que lo miraba con ojos de artista, y personifiqué en él al desgraciado y valeroso Muza, a quien amamos todavía en el antiguo reino granadino los vigésimos nietos de los conquistadores o conquistados de la Alhambra.

Conocidos los personajes, el sitio, la hora, las comitivas y todas las circunstancias exteriores del grandioso acto que describo, tiempo es ya de que penetremos bajo la tienda, o, por decir mejor, de que prestemos atento oído a lo que en ella se habla.

La conferencia principió por recíprocas declaraciones del buen deseo que animaba a ambas partes de llegar a una transacción que evitase nuevos sacrificios a los dos pueblos contendientes.

Muley-el-Abbas se apresuró a declarar que había sido vencido en todos terrenos, y que su ejército estaba desmoralizado y roto, mientras que el nuestro se hallaba en un estado brillantísimo, que nadie en Marruecos hubiera podido imaginar.

-¡Alá no quiere que venzamos -dijo por último-; pero tampoco querría que abandonásemos nuestra causa! Grandes males ocasionaría esta guerra a una y otra nación si nos empeñásemos en continuarla... ¡Cortémosla, pues, de raíz!

O'Donnell elogió entonces noblemente el valor y la prudencia del Príncipe, y manifestó con cuánto gusto se llegaba a él, no como vencedor, sino como amigo, dispuesto a hacer todas las concesiones compatibles con las bases de paz que le había marcado su reina, y de las que no podría separarse ni un punto...

-Por lo demás -añadió-, yo me alegro de que no se hayan ocultado a tu alta penetración los grandes recursos con que cuenta España, pues solo así podremos llegar a una avenencia.

-Veamos en qué términos... -dijo el ministro del Emperador.

-Ya debéis conocerlos... -respondió O'Donnell, entregando al intérprete un pliego en que estaban las Condiciones de paz traídas por Ustáriz de Madrid, y presentadas a los moros el día 16-. Pero pueden leerse otra vez...

El intérprete empezó a traducir al árabe aquel documento, parándose al final de cada artículo.

-¡Bien!... ¡Buena!... -murmuraba entonces en español el Jetib-. El Sultán quiere... El Sultán admite...

Muley-el-Abbas no decía ni una palabra, y escuchaba las famosas condiciones fijos los ojos en el suelo y acariciándose la barba con lentitud.

Cuando se leyó aquello de que Tetuán pasaría a formar parte de la monarquía española, el Príncipe suspiró, como diciendo: No vamos a conseguir nada.

El Jetib fue más lejos, y exclamó con extraordinaria energía:

-¡Eso no! ¡Antes que ceder a Tetuán, morirán todos los marroquíes!

-¡Pues morirán! -replicó O'Donnell, herido por tan altanero tono.

Y se levantó con aire resuelto.

-Hemos concluido... -añadió, tendiendo la mano al generalísimo de los moros.

El Príncipe alargó la suya, no para estrechar la del Duque, sino para cogerle suavemente de la ropa y retenerle, o hacerle volver la cabeza.

En seguida, con un gesto bondadoso y triste, murmuró, dirigiéndose a Rinaldy:

-Dile que se siente.

-¡Morirán! -repetía O'Donnell, dirigiéndose al viejo ministro-. Pero tú no morirás por eso, pues tú no te bates; ¡tú no sientes en esta guerra sino la mala pasión que te han inspirado tus amigos y consejeros!...

Aludía a los cónsules de Inglaterra en Tánger, Mogador, Rabat y otros puntos de Marruecos.

-¡Siéntate! -suplicó de nuevo Muley-el-Abbas.

O'Donnell se volvió a sentar.

-Tú lo deseas -añadió, dirigiéndose al Califa-, y yo me entenderé gustoso contigo, porque tú sabes lo que es la guerra, lo que son tus soldados, y lo que son los de España. ¡Ah! -exclamó, encarándose de nuevo con el Jetib-. Si tú hubieras sufrido, y peleado como este heroico príncipe; si tú lo hubieras visto, como yo, abandonado de sus tropas tener que ensangrentarse en ellas para impedir su completa deserción; si tú lo admiraras, como yo lo admiro, lo mismo que a todos sus generales, que se han batido muchas veces en el lugar de los soldados, sin conseguir por eso ni una pasajera ventaja, serías tan prudente como él, y no comprometerías tu nación en una nueva campaña, que os será mucho más fatal que la primera...

-¿Y qué conseguiréis vosotros? -replicó el Jetib-. ¿Tomar a Tánger? ¡Europa no lo consentiría!...

-¡Europa! -contestó O'Donnell-. ¡Llamémosla así! Pero sea de la Europa o sea de una determinada potencia de la que tú hables, ten entendido que mañana no os prestará más ayuda que hasta hoy. ¡Los pueblos de Europa no pueden luchar entre sí tan fácilmente como tú crees, y un solo paso dado en contra de los designios de España, sería quizá el principio de una lucha en todo el continente europeo! Iré, pues, a Tánger, como he venido a Tetuán...

-De cualquier modo -repuso el Ministro-, el Emperador no accederá nunca a quedarse sin la plaza que demandáis.

-Hará mal, pues la reina de España la desea; sus tropas la han ganado, y yo estoy resuelto a todo... Para ello cuento con el ejército que conocéis y con grandes refuerzos que aguardo. El entusiasmo es cada vez mayor en España; sus hijos darán toda su hacienda y toda su sangre por someteros a la ley de la victoria, y yo no haré más que aumentar mi fama y la de mi bravo ejército el día que lo lleve (como lo llevaré si os empeñáis) a Tánger, a Fez y hasta a Mequínez. ¡Pues qué! ¿Juzgáis acaso que yo ignoro lo que sucede en vuestra casa? ¿Creéis que habré estado tres meses entre vosotros sin enterarme de la situación del Imperio, de los riesgos que lo amenazan, de los partidos que lo dividen, de los enemigos que cercan al Emperador? ¿Pensáis que no sé que en este momento apenas hay en el Fondak seis u ocho mil soldados; que la toma de Tetuán ha hecho vacilar el trono de Su Majestad Sheriffiana, y que el día en que mis banderas victoriosas ondeen sobre los muros de Tánger se hundirá con estrépito el poder del Sultán; se declarará la más espantosa anarquía en Marruecos; no pedirán auxilio los partidos... (acaso nos lo han pedido ya); nosotros se lo daremos; pondremos en el trono a ese que tanto se agita, o a cualquiera otro pretendiente, y obtendremos, en cambio, más de lo que os exigimos ahora?

-Tienes razón -contestó Muley-el-Abbas-, y así comprendo yo este asunto. Pero el Emperador, mi hermano, lo ve desde lejos de otra manera... Dame una prórroga de algunos días, y yo le escribiré diciéndole todas esas cosas...

-¡No puedo prorrogar el plazo que cumple hoy! -replicó O'Donnell-. Yo sería un mal general si te dejara ganar días en que reorganizar tu ejército. Yo debo aprovecharme de las ventajas que me ha proporcionado la fortuna de la guerra, y desde ahora mismo, si no suscribís a las condiciones de mi reina, quedo en libertad de emprender las operaciones sobre Tánger.

-¡Dame siquiera dos días! -insistió el Príncipe-. La contestación del Emperador al pliego que le remití la semana pasada tardará ese tiempo en llegar a mis manos. ¿Quién sabe si habrá reflexionado bien y accederá a vuestros deseos? ¡Dos días nada más te pido, y después..., sea lo que Dios disponga!

-¡Príncipe, no puedo! Tú, en mi caso, obrarías como yo. Hace quince días te quedaban cuatro mil hombres, y hoy tienes ya ocho mil. Cada día que pasa, aumentan tus fuerzas. Yo no deseo ni necesito tanto la paz, que comprometa por conseguirla la vida de uno solo de mis soldados... Pero si mañana, si cualquier otro día, tienes algo nuevo que decirme, yo recibiré tus parlamentos dondequiera que me halle, lo mismo en medio de una marcha que en mitad de la lucha... En el Fondak, en Tánger, dondequiera que vea venir una bandera blanca, suspenderé el fuego y escucharé a tus embajadores. Ahora..., ¡adiós! Siempre consideraré una grande honra haber combatido y hablado con un general tan valiente y príncipe tan ilustre como tú. Desde este momento volvemos a ser enemigos, pero no por eso disminuirá mi consideración a tu persona.

-Lo mismo te digo en todo... -respondió Muley-el-Abbas sumamente conmovido-. ¡Dios lo quiere!... ¡Dios ilumine la razón del Emperador! Yo no soy más que un ciego instrumento de ambos.

-No me separaré de ti -añadió el duque de Tetuán- sin tener el gusto, dado que lo consientas, de presentarte a alguno de mis generales...

-Mucho deseo conocerlos -respondió el Califa.

O'Donnell llamó entonces a los cinco generales que lo acompañaban, y los fue presentando al Príncipe uno por uno.

Esta escena fue sumamente rápida y ceremoniosa.

Por último, diéronse la mano los dos caudillos..., ¡y un nuevo abismo de sangre los separó desde aquel momento!

Quedáronse los moros en la tienda. Nosotros montamos a caballo, y nos dirigimos a escape adonde aguardaban el cuartel general y la escolta.

La vuelta a Tetuán fue muy animada.

-¿Guerra? -nos preguntaron los que de nada se habían enterado.

-¡Guerra! -les respondimos.

-Pues ¡Guerra! -exclamó todo el mundo.

Y aquellas esperanzas de paz concebidas el día de la toma del campamento moro, y que nos habían halagado durante tres semanas, remontaron el vuelo y desaparecieroo de nuestra vista, dejando en su lugar, en nuestro corazón, cierta renaciente y despechada furia, que acabó por ahogar las severas voces con que la razón nos gritaba que habíamos hecho una locura en provocar nuevos combates después de cumplido el objeto que nos sacó de España.

Pero, en fin, ya no hay que pensar en esto. La patria vuelve a llamarnos a la guerra... ¡Guerra, pues!... ¡Soldados somos!... ¡Aquí están nuestras vidas!




ArribaAbajo- XIII -

Relámpagos de nuevas hostilidades.-Asesinatos.-Llegada de los tercios vascongados.-Bombardeo de Larache y Arzilla.


Tetuán, 29 de febrero.

Cerca de una semana hace que no os escribo, y, al cabo de este tiempo, fecho todavía mis cartas en Tetuán, cuando acaso esperabais ya recibirlas del Fondak, de Tánger, de Fez, de Mequínez o de Tafilete...

Pero, amigo, el hombre propone y Dios dispone. ¡Un pícaro Levante que se declaró al mismo tiempo que la nueva guerra, como si fuesen compañeros inseparables, ha impedido seis días el desembarco de víveres y municiones, así como ha retardado la llegada de los Tercios Vascongados y demás tropas que han de reforzar nuestro ejército! ¡No hemos, pues, conquistado ninguna otra provincia del África!

Sin embargo, la última semana ha sido fecunda en acontecimientos.

No bien llegó a su tienda el general en jefe, después de su entrevista con Muley-el-Abbas, habló largamente con el general Bustillo, comandante general de la escuadra, quien partió inmediatamente para el mar, con orden de pasar al Océano y bombardear los puertos que allí tiene el imperio marroquí.

Entretanto, los moros residentes en Tetuán se enteraban, como todo el mundo, del nuevo rompimiento de hostilidades, y corrían a encerrarse en sus casas, no ya con aquel aire melancólico que lo hicieron cuando tomamos la ciudad, sino con el rostro iluminado por la alegría, como si la esperanza renaciese en sus corazones y respirasen ya el olor a pólvora sarracena y a sangre cristiana...

Desde entonces ha principiado una serie de asesinatos, robos, pérdidas de soldados y emboscadas en los caminos, que fuera interminable enumerar. Muley-el-Abbas ha mandado a decir a las cabilas que cercan esta plaza, que considerará traidores (y autoriza a todo el mundo para que les corte la cabeza) a los moros que se acerquen a Tetuán con víveres u otro cualquier objeto de comercio o de socorro; pues lo que se debe hacer es bloquearnos dentro de estas murallas, no permitirnos apartarnos de ellas, erizar de dificultades nuestra comunicación con la aduana, y esperar un momento oportuno en que caer todos juntos sobre Tetuán, y pasarnos a cuchillo.

Consecuencia de esta orden es que volvemos a vernos reducidos a los víveres que nos traen de España; que no podemos bajar a la aduana después de las cuatro de la tarde sin sufrir las descargas que nos hacen invisibles enemigos desde la orilla derecha del Guad-el-Jelú; que los soldados que salen a lavar y se alejan un poco de la plaza son hechos prisioneros o alevosamente asesinados, y que de noche, dentro de la misma ciudad, se repiten estos horrores con los centinelas, con los soldados alojados en casas de moros o con los que meramente pasan por la calle, sin excluir a los guardias civiles que van de ronda...

¡Y contra esto no hay defensa! Todavía no se ha podido coger ni a un solo agresor. Nunca se sabe de dónde viene el golpe; y el castigo se impone a ciegas, más bien con ánimo de prevenir nuevos delitos, que de vengar los ya perpetrados.

De cualquier manera, y como dato de lo que nos costará la conservación de Tetuán, contra la voluntad de los moros, bueno es que os fijéis en el hecho de que cuarenta mil soldados, establecidos dentro y fuera de la plaza, no bastan a garantir la vida ni la hacienda de nadie. ¡Tanta es la perfidia (¡o tanto el patriotismo!) de los musulmanes!... ¿Qué sucederá, pues, cuando quede aquí una exigua guarnición, y salgan nuestros futuros colonos a cultivar esos hermosos campos, nuestros futuros pastores a llevar sus ganados por esas sierras, y nuestros futuros arrieros a trajinar por esos caminos?

¡Porque debemos confesar que la actitud de los moros ante la invasión española es la misma que adoptamos nosotros con la invasión francesa!... ¡Y todo el mundo sabe lo que sucedió entonces en la península!... ¡Medio millón de franceses se tragó nuestra tierra en el espacio de seis años!...

A propósito de tropas: los tercios vascongados llegaron, al fin, anteayer 27.

Ya sabréis que los manda el general D. Carlos María Latorre. Compónense de gente hermosa, alta y robusta, como lo es siempre esta raza privilegiada. Del clásico traje de su país solo han conservado la boina, la cual hasta para darles no sé qué aire antiguo y romancesco que predispone el ánimo en su favor. Por último, cada Tercio lleva el nombre y se compone de gente de cada una de las tres provincias hermanas...

El general en jefe los revistó ayer 28, y hallándolos, naturalmente, faltos de instrucción, ha mandado que, por ahora, guarnezcan la aduana y hagan el ejercicio en la llanura de Guad-el-Jelú...

Conque pasemos a otra cosa.

Por consecuencia de la conversación que el 23, en la tarde, tuvieron el duque de Tetuán y el general Bustillo, hoy hemos recibido la noticia del bombardeo de Larache y Arzilla por nuestros buques de guerra, verificado en los días 25 y 26 del actual.

Esta importante operación, que por sus especiales circunstancias tanto honra a nuestra Marina, debe quedar consignada en mi DIARIO, por si algún día sirve de libro de consulta para una Historia de la Guerra de África. He hablado, pues, largamente con algunos marinos que han tomado parte en la refriega, y he aquí la relación de todo lo ocurrido.

Después de conferenciar con el general O'Donnell la repetida famosa tarde de la entrevista con Muley-el-Abbas, el general de Marina, don José María Bustillo, bajó a la mar, y al amanecer del día siguiente puso en la fragata capitana (Princesa de Asturias) la señal de «dar a la vela».

En su consecuencia, tanto los buques que se hallaban fondeados en la bahía de Algeciras, como los que había en puente Mayorga, estuvieron en movimiento al mediodía, es decir, a las pocas horas de haberse hecho la señal desde Tetuán.

En Algeciras se encontraban los buques siguientes: navío Reina Isabel II; vapor Isabel II, fragata Cortés, corbeta Villa de Bilbao y vapor Colón; y en Puente Mayorga: fragata Blanca, vapor Vasco Núñez de Balboa, vapor Vulcano, goleta Ceres, goleta Edetana y goleta Buenaventura.

Según estaba prevenido de antemano, y previas las señales de banderas con que se ordenan los movimientos de los buques, todos levaron anclas, pasando inmediatamente los vapores Isabel II, Colón y Vasco Núñez a tomar a remolque, respectivamente, al navío Reina, a la fragata Cortés y a la corbeta Villa de Bilbao, que, en su calidad, de barcos puramente de vela, no podían por sí solos seguir la marcha y movimientos de los de vapor.

Esta escuadra tan heterogénea, compuesta de embarcaciones de todas clases (de hélice y de ruedas, navíos, fragatas y goletas), hizo rumbo al oeste, a las tres de la tarde, con viento en popa; pasó al Estrecho con mar bonanza (sigo el lenguaje técnico del parte oficial); a la una de la noche se hallaba sobre el cabo Espartel, y a las ocho de la mañana (día 25) avistó la población de Larache, a cuyo fondeadero se dirigió.

Larache es la segunda plaza fuerte que el imperio marroquí tiene en el Océano. Hállase situada en anfiteatro sobre la misma costa, en la orilla izquierda de un pequeño río que le sirve de puerto, bien que solo para buques de escaso calado, por el poco fondo que hay en su barra, y está amurallada y defendida por siete baterías con unos sesenta cañones de grueso calibre.

Una de estas baterías se halla sobre una colina, a la izquierda de la población, y las demás distribuidas en la costa por el frente de ella, cubiertas con tierra y matorrales; de suerte que nuestros marinos no las vieron hasta que principiaron a romper el fuego.

A las diez de la mañana empezaron a jugar las banderas de señales en la fragata Princesa, concluyendo con la de zafarrancho de combate. Al distinguirse esta, los tambores y cornetas de todos los buques tocaron generala, y cada uno corrió a ocupar su puesto.

A las once y media los buques empezaron a encontrarse dentro de tiro de cañón. La plaza rompió entonces el fuego con todas sus baterías, continuando aquellos en silencio hasta después de fondeados y acoderados.

Un cielo despejado y un sol radiante contribuían a engrandecer el magnífico espectáculo que ofrecía a nuestra escuadra, alineada al frente de las costas berberiscas y presentando sus costados a los invisibles cañones enemigos.

Al fin se adelantó la Princesa, tomando posición en las ocho brazas; y, tan luego como estuvo acoderada, rompió el fuego contra las dos baterías del oeste de la población, y hasta las doce estuvo batiéndolas sola.

En todo este tiempo había ido entrando mucha mar de leva, que aumentaba progresivamente.

Al mediodía tomaron sus puestos el Isabel II y el Reina, verificándolo poco después la Blanca, la Cortés y la Bilbao, con sus remolcadores y los buques sueltos, rompiendo todos el fuego según iban ocupando sus posiciones.

El espacio reducido en que se movían, la mar gruesa de través, y lo largo de los remolcadores, hacían sumamente difícil la operación de acoderarse los buques; pero sus comandantes maniobraban con acierto, ocupando sus puestos denodadamente bajo el fuego de las baterías enemigas y a distancia de unos cuatro cables de ellas, hasta que lograron acallarlas.

Aunque flojo, se llamó el viento al sudoeste a las doce y cuarto, y por el cariz y por la opinión de los prácticos, comprendió el general Bustillo la urgente necesidad de ponerse al abrigo del temporal que podía sobrevenir, y en el cual los buques remolcados, sobre todo, se verían en extremo comprometidos con el viento de travesía. Sin embargo, duró el combate hasta la una y veinte, en que, aumentando la mar por momentos, y siendo, por tanto, más frecuentes y terribles los balances, hizo el general la señal de levar anclas y dar la vela.

Aquí debemos consignar un hecho en extremo notable. Dada la orden de levar anclas, lo hicieron al mismo tiempo el vapor Isabel II y el navío del mismo nombre, que aquél remolcaba; pero faltaron los remolques o cuerdas que los unían (rotos sin duda por alguna bala enemiga), y el navío, dando la popa a tierra, se fue sobre la Blanca, que continuaba en su línea de combate.

-¡Que se nos echa encima! -gritó el equipaje de esta, viendo la inminencia del peligro.

-¡Dejadlo venir! -contestó D. Tomás Alvear, comandante de la Blanca-. ¡Aunque nos destroce el costado, se librará de varar en la playa y del fuego de los moros!...

Y respondiendo bizarramente con sus baterías al fuego que empezó a hacer la plaza (animada por la retirada que estaban ejecutando todos los demás buques), se mantuvo firme, sosteniendo el combate por largo rato, en tanto que el navío pasó casi rozándole por la proa, desrizando sus velas poco a poco, hasta que ya pudo maniobrar y salirse fuera de tiro...

Entonces la Blanca, cumplida ya su generosa misión, levó un ancla; picó la otra en el acto, y, con un movimiento recto y preciso, se deslizó sin embarazar la lenta marcha del perezoso navío, uniéndose los dos, a poco, al resto de la escuadra, que gobernó al noroeste.


Al amanecer del siguiente día (26) se halló la escuadra sobre el cabo Espartel, e hizo rumbo al sur, con objeto de batir los fuertes de la población de Arzilla, cuya operación se verificó por contramarcha, formando una sola línea las dos columnas, y dejando para flanquear las tres goletas de hélice y el vapor Vulcano.

Arzilla, tristemente famosa por haber desembarcado en ella la expedición del rey D. Sebastián, se halla asentada también, como Larache, en forma de anfiteatro sobre la costa y rodeada de pequeñas colinas. Sus fortificaciones se reducen a cuatro baterías con veinte cañones, sobre una muralla que la defiende del mar.

Toda la población se hallaba en las azoteas de sus blancas casas al darse a la vista las primeras velas españolas. Aquellas pobres gentes sabían, sin duda, lo ocurrido en Larache el día anterior.

Al sonar los primeros disparos huyeron despavoridas a las colinas más remotas, desde donde contemplaron tristemente la demolición de unas casas, el incendio de otras, y las anchas brechas que nuestros proyectiles abrían en las murallas de la ciudad.

A las doce del día se formó la línea de combate, quedando a barlovento los cuatro buques menores flanqueadores.

A las doce y cincuenta y cinco se oyeron los primeros disparos del enemigo, y a la una y dos rompió el fuego la Princesa, siguiéndole la Blanca, el Isabel II con el navío Reina, el Colón con la Cortés, y el Vasco Núñez con la Villa de Bilbao, colocándose al norte los flanqueadores, que hicieron durante dos horas y media un vivo fuego de granada.

Repetido dos veces más este movimiento por todos los buques, cesó el fuego a las tres y cinco, después de haber causado mucho daño a la población.

A una legua de Arzilla, el general llamó a bordo a los comandantes, a fin de coordinar el ataque de Salé y Rabat, dándoles las instrucciones convenientes para maniobrar en caso de cambio de tiempo, y enviando a las cinco de la tarde a Cádiz la Buenaventura, para que llevara noticias y remediase las averías de sus colisas, así como el Vulcano, que tenía partidos el bauprés y el mastelero de velacho.

Al anochecer estaba el viento al nordeste flojo, con mar del noroeste; sin embargo, la escuadra siguió su rumbo al sur, aunque convencido el general Bustillo de que, por poca que fuese la mar en el paralelo de Espartel, debía ser muy grande en Rabat.

A eso de las nueve aumentó extraordinariamente la mar de leva, y saltó el viento al noroeste fresquito... Era cosa de volverse. Con todo, aún no quería el general desistir de la expedición a Rabat. Pero viendo que, a eso de las once, continuaba la mar siempre tendida y el viento de afuera, y temiéndose que llegara el caso de que los remolcadores no pudieran sacar a barlovento a los remolcados, hizo señal de rumbo al norte, y se dirigió a Algeciras, donde fondeó con todos los buques a las seis de la tarde siguiente.

Nuestras pérdidas en esta expedición consistieron en un muerto, ocho heridos y tres contusos. Las del enemigo se ven ya pintadas con dolorosas cifras en el rostro de los habitantes de Tetuán, quienes esta tarde se decían lúgubres palabras en el café, alzando los ojos al cielo, como demandándole venganza... Mr. Chevarrier, que, según sabéis, entiende el árabe, me dijo que se contaba lo ocurrido en Arzilla y Larache, lamentando la muerte de muchos amigos y el incendio de bastantes casas.

Para los inteligentes, lo notable de estos bombardeos consiste en haberse llevado a feliz término en medio de un verdadero temporal, sobre una de las más peligrosas costas del Océano... Pero ¿qué remedio? ¡El general Bustillo había prometido al general O'Donnell que España se anticiparía a Marruecos en inaugurar el segundo período de la guerra, y lo ha cumplido aun a riesgo de perecer con toda la Escuadra!

Es decir, que tres días después de romperse las negociaciones de paz bajo la tienda de Muley-el-Abbas, dos nuevas ciudades del imperio han sufrido el rigor de las armas españolas... ¿Querían guerra? Pues ¡guerra!




ArribaAbajo- XIV -

La cabila de Busemeler.-EL ECO DE TETUÁN.


Día 1.º de marzo.

Hace dos días que estamos en lucha con un pueblecillo de la inmediata sierra, llamado Busemeler, de donde son en su mayor parte los moros que, ocultos en los cañaverales y en la maleza, asesinan a mansalva a los soldados que bajan a lavar al río.

La posición de este pueblo no puede ser más pintoresca ni más formidable. Colgados, por decirlo así, en la áspera ladera de una montaña muy próxima, divísase desde todo Tetuán como un nido de golondrinas adherido a gigantesca torre, en tanto que su vecindad a los inaccesibles picos de la Sierra de Samsa proporciona a sus moradores un impenetrable refugio.

Animada, pues, por la seguridad de no ser nunca habida ni castigada, la cabila de Busemeler, que se nos había sometido espontáneamente pocos días después de nuestra entrada en Tetuán, nos hostiliza de mil maneras desde que se interrumpieron las negociaciones de paz, habiendo llegado el caso de matarnos tres soldados solo en un día, como aconteció el 27 por la tarde.

En su consecuencia, el 28 por la mañana se dirigió un batallón a dicho pueblo, a fin de intimar a los fieros montañeses que, si continuaban en sus tropelías, se pondría fuego a sus casas y serían tratados con todo rigor cuantos moros fuesen habidos pertenecientes a su cabila.

Pero los de Busemeler no se dejaron hacer la intimación, sino que, despreciando la imponente fuerza que se dirigía a sus aduares, la recibieron a tiros, y batiéronse durante más de una hora en lenta retirada por las empinadas cumbres, en las cuales se sentaron tranquilamente y se pusieron a fumar.

Intimóseles por medio de un prisionero que se rindiesen, o que, de lo contrario, perderían sus viviendas, a lo que contestaron con salvajes aullidos y carcajadas y dispararon de nuevo algunos tiros; visto lo cual por nuestra gente, puso fuego a cuarenta casas de las más grandes del pueblo, y mandó a decir a los moros que, si repetían sus atentados en el río, volverían nuestros soldados con hachas y no dejarían de pie ni un solo frutal en todo Busemeler. Pues ¿lo creeréis? Los feroces montañeses, lejos de escarmentar, nos mataron ayer un soldado y secuestraron otro, y esta mañana han bajado en gran número e intentado robarnos algunas vacas de la administración militar.

En vista de esto, salió inmediatamente para la sierra un batallón, provisto de trescientas hachas, con ánimo de arrasar todo lo que encontrase a su paso; pero algún tetuaní, sin duda les avisó, y los vecinos de Busemeler han salido al encuentro de nuestra gente, llorosos y arrepentidos, pidiendo piedad para sus queridos árboles... ¡Ellos, que no la pidieron el día anterior para sus casas ni para sus hijos!

Creo inútil decir que los árboles fueron perdonados.

En cuanto al jefe de la cabila, se me asegura, por persona que presenció la escena, que prometió volver a someterse al general O'Donnell de una manera oficial, a cuyo fin dijo que bajaría mañana a visitarlo con algunos de sus compañeros.

Supongo que esta paz durará veinticuatro horas.


Vamos a otro asunto.

Hoy (1.º de marzo de 1860) es un día muy solemne para el imperio de Marruecos, por más que los marroquíes no tengan noticia alguna de semejante solemnidad.

Hoy ha empezado a funcionar en esta tierra la bienhechora maquina de Gutenberg... Hoy ha aparecido aquí el primer número de un periódico titulado EL ECO DE TETUÁN.

Cabe, pues, a España la gloria de haber sido la primera que ha traído a Marruecos, siquier en tímido y pasajero ensayo, otro de los mayores inventos de la civilización. Mañana, acaso, se habrán borrado sus huellas; pero el hecho moral subsistirá eternamente.

No me he propuesto yo otra cosa al fundar dicho periódico. Quiero que en futuros tiempos, cuando este país despierte de su mortal letargo; cuando entre en la comunión de los pueblos, cuando aprecie y ame ya todo lo que hoy aborrece o desconoce; cuando sea, en fin, una nación culta, civilizada, cristiana, amiga de la humanidad, se diga por la raza que lo habite que en el año de 1860 pasó por aquí un ejército de españoles, y que este ejército, no sólo tendió los hilos eléctricos y las vías férreas sobre las llanuras de Guad-el-Jelú, y surcó las olas de este río con barcos de vapor, sino que imprimió un periódico dentro de los muros de Tetuán.

Por lo demás, y a fin de que duren siquiera tanto como haya de durar este libro, creo que estoy en el deber de insertar aquí, por vía de muestra, los dos primeros artículos del primer numero de EL ECO DE TETUÁN.

Dicen así:

«INTRODUCCIÓN

»No lo ocultaremos. Al coger hoy la pluma para redactar las primeras líneas de este humilde periódico, la más dulce emoción embarga nuestro ánimo, y un inefable sentimiento de orgullo y de alegría nos hace derramar lágrimas de entusiasmo y regocijo.

»¡Sea; sea en el nombre de Dios y en el de nuestra cara España; sea en el insigne idioma castellano; sea bajo la bandera triunfante de Jesucristo, como nazca a la luz pública el primer periódico del imperio de Marruecos, y recocíjese en su tumba el inmortal Gutenberg al ver volar por estos horizontes la palabra impresa, pálida estrella hoy, como nacida de nuestro pobre entendimiento, pero que algún día llegará a ser claro sol de verdad, que esparza resplandores de amor y de justicia en la tenebrosa mente de los africanos!

»Mas no somos nosotros agentes ciegos fatales del espíritu sublime que hoy anima a nuestra madre Patria; no somos nosotros los que debemos envanecernos de la nueva conquista que realiza la civilización de Europa al plantar su cátedra (la imprenta) sobre el territorio que ayer era marroquí; ¡es España entera la que debe ceñir a su frente tan inmarcesible lauro; España, que en brevísimos días ha hecho pasar el estrecho de Gibraltar, en medio de sus legiones armadas, y avanzar de campamento en campamento, siempre en pos de la victoria, las grandes maravillas del siglo XIX, los más opimos frutos del progreso, las obras más portentosas de la libertad (el telégrafo eléctrico, el vapor y el ferrocarril), y que hoy establece la imprenta sobre los viejos manuscritos de las bibliotecas de Tetuán; España, que entre lagos de sangre, nubes de pólvora inflamada, montones de cadáveres apilados por la peste, y tormentas y naufragios horrorosos, ha dado al pueblo marroquí ejemplos de caridad y de hidalguía, de generosidad y largueza, de tolerancia a todos, los ritos y religiones, de respeto a la propiedad y a las costumbres, de piedad con el vencido, de amor al desgraciado, de admiración al heroísmo sin fortuna, y que, aprovechando los cortos intervalos en que calla la voz de los cañones, levanta la voz persuasiva de la prensa, y, pasando la espada de la una a la otra mano, esgrime las armas de la razón bajo la bandera de parlamento que tremolan los derrotados islamitas!

»Por lo demás, bien puede morir o suspenderse mañana este periódico, cuando el clarín de guerra vuelva a resonar llamándonos a nuevas lides; también puede ser que un segundo número se publique lejos de Tetuán, bajo una tienda de lona, en el aduar de un pastor morisco o en otras ciudades de Marruecos pero, de cualquier modo, el hecho quedara consignado: nuestro propósito servirá de guía a los que nos sucedan; la prensa renacerá de sus cenizas, en estas comarcas; y poetas, publicistas, sabios, filósofos, pueden honrar a Tetuán en tiempos más o menos remotos, que nos den con sus recuerdos y con su estimación el único premio a que aspiramos al ofrecer al público este pobre testimonio de nuestro amor a España. -PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN.»


«ADMINISTRACIÓN LOCAL

»Hace poco más de tres semanas (desde el inolvidable 6 de febrero) que la ciudad de Tetuán forma parte de la monarquía española, y causa ya asombro considerar los trabajos concluídos para atender a sus más urgentes necesidades.

»Vamos a relatarlos sumariamente, y nuestros lectores podrán juzgar por sí mismos de la provechosa eficacia de nuestra dominación en este país.

»Una vez tomada posesión de la ciudad, el general en jefe confió el mando de la misma al general D. Diego de los Ríos, quien la ocupó con ocho batallones, hospedándose en ella, y nombrando un gobernador, un mayor y tres ayudantes de plaza.

»Mandose una compañía a cada puerta, y otra a los fortines y polvorines, en tanto que se nombraba un batallón de ronda, y se estableció el principal en la Plaza Mayor, que se denominó de España, y casa de los antiguos gobernadores.

»Procediéndose luego a la organización civil, nombrose alcalde de los moros a El-Hach-Ben-Amet, y alcalde de los hebreos a Leví Cases, así como un concejo municipal de seis hebreos y seis moros, a los que se repartieron distintas atribuciones.

»Enterráronse setenta cadáveres que había en las calles y casas, de resultas del motín que precedió a la entrada de los españoles; y atendido a que los judíos pedían pan, señalose a cada uno de los indigentes una peseta diaria, quedando a su cargo limpiar la población, para lo que se les facilitaron camellos, carros y acémilas.

»Al mismo tiempo el estado mayor trazaba desde la alcazaba el plano de la ciudad, dividiéndola en cuatro cantones o distritos militares; púsose nombre a las calles, puertas y castillos, dando a los fuertes los nombres de la Familia Real, a las calles los de los batallones hechos de armas de esta campaña, y denominando a las puertas, de Tánger, el Cid, la Victoria, la Reina, los Reyes Católicos y Alfonso XII.

»Organizose policía política y de seguridad, la que procedió en seguida a tomar un padrón por barrios, designando las casas vacías y las ocupadas, numerándolas todas, y expresando el número de sus habitantes, con sus nombres y los datos posibles acerca de los ausentes.

»El alumbrado público corrió primero por cuenta del ejército; después se mandó a cada diez vecinos que costeasen un farol hasta las diez de la noche, esperándose hoy una gran remesa de faroles antiguos de nuestras ciudades de España, que envía el Ministro de la Gobernación.

»Se han publicado bandos para el respeto de la propiedad; se han nombrado serenos moros con patrullas de soldados nuestros; puesto guardias en las casas abandonadas y en las mezquitas; recogido las armas a la población marroquí; invitado a los moros de las cercanías a que traigan al mercado comestibles, garantizándoles la seguridad y el provecho, y llamado por edictos a los que habían abandonado sus casas y demás propiedades, conminándoles con que, de no hacerlo en un plazo que se ha prorrogado dos veces, el Estado se incautaría de todo.

»Al mismo tiempo se establecían hospitales para cristianos, moros y judíos; se situaba el mercado en la calle de la Albuera, cerca de una puerta de la ciudad, a fin de que pudiesen acudir cómodamente a comprar los soldados de todos los campamentos; abríanse fondas y cafés; componíanse los caños de desagüe, trasladábase el matadero a un lugar higiénico; dábase alojamiento a las tropas en la judería y barrios de los moros; nombrábanse varias juntas, compuestas de las tres razas susodichas: una para nivelar el valor de las monedas, la cual expuso al público un cuadro comparativo en tres idiomas, y con muestras de toda clase de monedases españolas y moriscas; otra para hacer una tarifa de comestibles, a fin de evitar abusos; otra para investigar los bienes religiosos de eremitas y patronatos, y otra para estudiar el sistema arancelario de los moros en los voluminosos libros que se encontraron en la aduana. Buscose la Oficina de Hipotecas, a fin de saber a qué atenerse en punto a las propiedades, y se halló que, en este país no existía, pues las traslaciones de dominio se verificaban en una forma judicial.

»Por último, se designó para templo cristiano una mezquita situada en la plaza, hiciéronse en ella algunas obras, y se bendijo y abrió al público el domingo 11 de febrero, celebrándose una solemne misa con Tedéum y sermón por el padre Sabatel, con asistencia de todos los capellanes del ejército, a cuyo templo se dio el nombre de Nuestra Señora de las Victorias.

»Tales han sido los trabajos hechos hasta ahora para el mejoramiento de la ciudad. Hoy se piensa en la construcción de cuarteles, fortificaciones, baños medicinales y de placer y otras empresas importantísimas.

»Cuanto se diga en elogio del general Ríos y del coronel Artaza será siempre poco, en comparación de la actividad e inteligencia que han desplegado en el desempeño de sus difíciles y apremiantes cometidos.»




ArribaAbajo- XV -

La campana y el judío.-El poeta Chorby.-El amor de una mora.


Día 4 de marzo.

Como últimos cuadros de nuestra vida en Tetuán, voy a contaros mis aventuras de hoy, lo cual os proporcionará la ventaja de conocer a tres insignes personajes, con quienes estoy en la mejor inteligencia hace algunos días, y que son, como quien no dice nada, los dos moros más notables y la mora más hermosa que viven actualmente dentro de estos muros.

Pero empecemos por el principio.

Esta mañana, a cosa de las seis, turbó mi sueño una diana de nuevo estilo, que resonaba sobre mi cabeza, y que no era ya el canto de las golondrinas que habitan en mi mismo cuarto, ni menos el cotidiano estrépito matutino de cornetas y tambores... Era otra clase de diana, que resucitaba en mi corazón ecos dulcísimos; que, dormido y lodo como me encontraba, producía en mi ánimo un inefable bienestar; que me halagaba como la fresca brisa al peregrino que duerme la siesta bajo una palma del desierto; que me hizo despertar, en fin, lleno de aquel gozo que experimenté en Ceuta la primera mañana que salió el sol después de muchos días de vendaval...

¿Dónde he oído yo esta melodía? (me preguntaba hoy). ¡Yo conozco esos vibrantes y plácidos sones..., aunque no los he oído hace mucho tiempo!

En esto acabé de despabilarme, y comprendí que lo que oía era una campana que tocaba a misa en la torre de la nueva iglesia.

Aquella campana había llegado de España ayer tarde, y esta mañana ejercía por la primera vez su santo ministerio, entonces recordé también que hoy era domingo segundo de Cuaresma... Y todas estas cosas, y el ocio, y el temporal que retrasa nuestra marcha hacia Tánger, y el no saber qué hacerme durante todo el día, me pusieron de malditísimo humor..., lo cual es de muy buen agüero... cuando acontece por la mañana temprano.

Así ha sucedido hoy. Pocos minutos hacía que me hallaba despierto, cuando penetró en mi cuarto Jacob, mi criado judío, el cual traía la cara de bienaventurado que tiene siempre los domingos, a consecuencia de no haberse servido de nada el día de sábado...

-Nuestro diálogo merece contarse, por lo característico.

-Buenos días... -exclamó, al entrar, el descendiente de los que crucificaron a Jesús.

-Dios te los dé muy buenos. ¿Dónde estuviste ayer?

-Señor... Ayer era día de sábado...

-¡Eso es! ¡Y porque era sábado, mi caballo no comió en todo el día!...

-¡Señor, yo no comí tampoco! Yo ayuné, como todos los hebreos...

-¡Y te quieres tú comparar con mi caballo!

-No, señor, porque él es irracional...

-¡Y tú eres judío!

-Bien, yo soy judío; pero también soy racional.

-¡Demasiado! En fin..., el caballo ha comido perfectamente toda la noche, a pesar de tu devoción. ¿Qué tal día hace hoy?

-Llueve.

-¿Y qué se dijo ayer en la judería?

-Que los españoles van a irse de Tetuán...

-¿Y qué te parece eso?

-Me parece mal; porque cuando se vayan los españoles, los moros nos van a abrasar vivos a los hebreos.

-Harán bien.

-Diga más bien que harán mal.

-¡Qué sabes tú! Vamos a ver: ¿por cuánto dinero te dejarías abrasar vivo?

-Según y conforme.

-¿Qué quiere decir eso?

-Si me lo daban antes..., ¡por un millón! Pero si me lo daban después, por ningún dinero del mundo.

Y se echó a reír.

-Mas ¿para qué querías ese millón, si en seguida habían de abrasarte?

-¡Toma! Yo procuraría huir...

-¿Y si no podías?

-Lloraría hasta que me perdonaran...

-¿Y si no lograbas el perdón?

-Devolvería el millón de reales, después de haber tenido el gusto de poseerlos durante una hora.

-¡Efectivamente, eres más racional que un caballo!

En esto se oyó el segundo toque de misa.

-Dígame, señor, ¿qué es eso que suena? -preguntó el judío lleno de asombro.

-Una campana.

-¿Y para qué la tocan?

-¿Para qué? ¡Voy a decírtelo! Cuando mejore el tiempo emprenderemos la marcha a Tánger, y volverán otra vez los grandes días de Castillejos y Guad-el-Jelú... ¡Esa campana toca, pues, a muerto por moros y judíos; a gloria por los cristianos! ¡Dobla por las pérdidas que hemos de tener en la segunda campaña! ¡Repica por los triunfos! ¡Es un eco patrio! ¡Tiene el son puro y alegre de una voz infantil! ¡Es el primer acento de la iglesia hispano-africana que nace; el primer sollozo de Jesús en el pesebre; el primer balido del cordero de Dios! ¿Te has enterado ya, fiero deicida?

-¿El señor quiere alguna cosa? -preguntó temblando el miserable hebreo, que nada había comprendido de mi enfática peroración.

-Quiero que preguntes abajo, en la iglesia, si me han traído el correo.

Jacob volvió al poco rato con mis cartas de España y con una esquela procedente del mismo Tetuán, que decía así:

«Amigo mío: Hoy llueve, y hemos decidido pasar también el día en el campo. El poeta Chorby y el dandy Hamet-Fucay son de la partida. La Mora de la azotea no ha comido dulces hace tres soles. Ven con las provisiones que haya a tu alcance, y proporcionarás gran placer a tu afectísimo amigo, M.17

»P. D. Hay tresillo, y se dará de dormir.»

Esta carta necesita una ligera explicación.

La M que la suscribe representa a un bizarrísimo brigadier, que, con otros distinguidos jefes, todos muy conocidos y famosos en Madrid, habita la casa de un tal Chorby, opulento moro dedicado a las bellas letras (!!) desde sus primeros años, y uno de los hombres más cultos de este imperio, al decir de sus compatriotas.

Dicha casa está situada en un extremo de Tetuán, en el barrio más tranquilo, sosegado y pavoroso; y cuando yo voy a ella, que es muy frecuentemente, me quedo siempre a dormir con mis amigos, en atención a que sería una temeridad, casi un suicidio, recorrer de noche y en estado de guerra el largo laberinto de tenebrosas calles que median hasta la Plaza de España, en que yo habito.

El mismo Chorby me aconseja tanta prudencia; ¡Chorby, el árabe clásico, el huésped generoso, el mahometano, según el Corán!

Este admirable hombre, cuando vio llegar a su casa, como alojados, al brigadier y a su amigos, les pidió permiso para evacuarla por su parte, a fin de que estuviesen con más libertad, y, efectivamente, se marchó, dejando en ella todos sus muebles y tapices, y reservándose una sola habitación, en que encerró las cosas de su uso personal, como ropas, víveres, libros y muchísimo dinero en cobre.

-Yo -dijo Chorby- comer y dormir en casa de unos amigos; pero venir todos los días y encerrarme en este cuarto a leer o escribir o hacer cuentas...

Nuestros jefes, en vista de tan noble y delicado comportamiento, quisieron dejarle la casa y buscar otra, o volver a las tiendas; pero Chorby se opuso obstinadamente, levantó las manos al cielo, se las llevó al corazón, se las besó repetidas veces, y juró y perjuró que se creería ofendido si aquellos no correspondían a su franqueza.

Fue, pues, indispensable aceptar un favor tan extraordinario, y los cuatro españoles se instalaron en unas grandes salas, donde había colchones, mantas, almohadas, otomanas y cojines para un regimiento.

Ahora bien, a pasar un día entero sin salir de esta casa le llaman mis amigos un día de campo, sobre todo si es jugando al tresillo.

Otra advertencia: Chorby no tiene mujer alguna.

Dijérase que hace la vida de un clérigo católico.

En cuanto a la Mora y al dandy, ya hablaremos de ellos dentro de un instante.


Cuando llegué a casa de Chorby mis amigos me esperaban ya con el almuerzo en la mesa, y también con aquel buen humor que me detiene allí algunas veces dos o tres días seguidos.

Casi al fin del almuerzo llegó Chorby. Saludonos de lejos, desde el corredor, con afabilísima sonrisa, y penetró en su cuarto.

Al cabo de un momento volvió a salir con una bandeja llena de naranjas, que dejó sobre nuestra mesa, a fin de que nos sirvieran de postre.

¡Todos los días hacía lo mismo!

-Chorby, ven; siéntate y almuerza -le dijo el brigadier M.

-Gracias, gracias; he almorzado -respondió Chorby, más bien por señas que de palabra, pues habla muy poco español.

Igual contestación daba todos los días; pero hoy se sentó a nuestro lado. Había prometido... pasar el domingo con nosotros.

Chorby no es bello; frisará en los cuarenta años, y tiene la faz triste, la risa bondadosa, los ojos grandes y expresivos, la barba escasa. Viste albornoz negro sobre jaique blanco; parece un fraile dominico.

Él sabía que yo era escritor, como yo sabía que él lo era también; pero aún no habíamos tenido tiempo de hablar a fondo, ni esto era muy fácil...

Pero ¡qué no consigue la voluntad!... Valiéndonos de las poquísimas frases españolas y francesas que él comprende, hemos logrado sostener hoy, durante más de dos horas, una profunda y divertida conferencia sobre artes política, literatura, etc., ¡y la verdad es que nos hemos entendido!

¡Oíd, si no, las cosas que he averiguado!

Chorby sabe de memoria el Corán; sabe la historia de la dominación árabe en España, bien que confusamente; sabe mucha geografía, y, sobre todo, está al corriente de la política universal...

-Moros -dice Chorby- no tener estampa (imprenta), porque no necesitar. Tenerla moros turcos, moros persas, moros indios, moros chinos..., ¡y estos inventar! Pero moro de Marruecos ser de campo, comer y dormir en casa con mujeres; salir a cazar, pescar y pelear y volver cansado... ¡No necesitar estampa!

¡Qué gráfica pintura!

Chorby, lo mismo que todos los marroquíes, escribe con cañas cortadas como nuestras plumas de ave. Las moja en tintas de varios colores, y algunas veces adorna las letras con plata y oro.

La mayor parte de los libros de que Chorby tiene noticias son de religión, o sea de Majomé... (Así suena en sus labios el nombre de Mahoma.)

También ha leído libros de andar y ver (es decir, de viajes) por Marsella, por Gibraltar, por la Meca, por Jerusalén, por Londres y por otras muchas partes.

Entiende algo de Astronomía; pero desde el punto de vista astrológico...

En Medicina conoce algunos específicos (todos vegetales); y, por supuesto, defiende el famoso sistema de cáusticos africanos, que consiste en aplicar sobre la espalda un hierro ardiendo a todo aquel que necesita un sacudimiento de vida hacia la piel o un descarte de malos humores.

Las obras escritas por Chorby se reducen a tres: la Vida de un Santo muy famoso que hubo en Fez; un Libro de Leyes, y un Comentario sobre el Corán; aparte de algunas alabanzas en verso a Dios, al Profeta y al difunto Emperador, padre del que hoy reina.

Por lo demás, creo excusado decir que mi hermano en Apolo no vive de lo que le producen las bellas letras. Es comerciante en lanas y banquero, y nada militar por naturaleza, como se deduce del siguiente hecho:

Hace hoy un mes precisamente cogió en sus manos una espingarda, por la primera vez de su vida. Es decir, que asistió a la batalla de Tetuán. Pero no se batió, sino que, obligado por las autoridades, como todos los habitantes de esta plaza, a coger un chopo (que solemos decir ahí) y salir a defender el suelo patrio, pasó el día sentado en lo alto de un cerro con la espingarda descargada, y a la tarde, cuando ya hubo concluido todo, cargó el arma con pólvora sola y la volvió a descargar, a fin de que oliese convenientemente, y regresó a Tetuán sin el remordimiento (dice) de haber matado a nadie.

Por aquí íbamos de nuestra conversación, cuando apareció en la estancia Hamet-Fucay, el dandy de Tetuán.

Tendrá este unos veintidós años. Sus blancas y delicadas manos revelan claramente su condición de aristócrata, de ciudadano pacífico... con los hombres, y de hijo mimado de la fortuna.

Yo no he visto moro más bello y elegante que él. Nadie lleva el jaique con tanta elegancia; nadie anda con tanto donaire; nadie va siempre tan compuesto, tan limpio, tan perfumado. Es alto, delgado, pálido. Tiene los ojos y la barba negros como el ébano, los dientes más hermosos del mundo, la frente y la nariz de un Antinoo, y la sonrisa franca y constante.

Es un verdadero lión, no solo de figura, sino por sus pensamientos y acciones. Todas sus ideas son de este siglo; sus costumbres, bastante disipadas; sus escrúpulos religiosos, completamente negativos... Baste decir que come jamón y bebe jerez.... aunque rogándonos que no se lo digamos a ningún moro, y que se burla de sus compatriotas y ama la civilización cristiana. Es, en fin, en su tierra, una excepción..., nada honrosa, por cierto... Y hablo así, porque de todo lo dicho se deduce que Hamet no ama a su patria ni se ha batido por ella, ni respeta la religión de sus padres. No es más que un hombre encantador, como se dice en Francia, donde hay tantos Cristianos por el estilo de este Moro.

Con él y con Chorby pasé el resto de la mañana de hoy.

Al mediodía dejó de llover, y salió el sol...

Cogí entonces un puñado de dulces, y me dirigí a la azotea...

¡Iba a ver a mi novia, a mi odalisca, a la hermosísima mora que os he anunciado!


Pero seamos formales.

No digo «seamos verídicos», porque siempre lo soy.

Es el caso que yo me cuento entre los pocos, entre los poquísimos españoles que han visto en Tetuán una mora bonita y trabado amistad con ella..., aunque a respetable distancia.

La cosa ha sucedido del siguiente modo:

El primer día que subí a la azotea de esta casa (desde donde se distinguen otras muchas, y además un magnífico paisaje), vi aparecer una blanca figura en la azotea de otra casa muy próxima, bien que (¡oh dolor!) separada de la de Chorby por una calle..., y cubierto el rostro con un tupido velo.

Pero la circunstancia de estar aquel velo hendido horizontalmente hacia la parte de los ojos, me demostró que la figura aparecida era una mujer.

Escondime detrás de un muro, y me puse a observarla por una aspillera.

La mora se acercó cautelosamente a las almenas de su terrado, y se asomó a la calle.

En esto se oyó abajo el ruido de una puerta y de una llave...

Me asomé yo también rápidamente, y vi que un moro se alejaba de aquella casa, no sin asegurarse antes de que la puerta estaba cerrada en firme.

-¡Sin duda es su señor! -pensé-. La mora esperará a que se vaya su marido para asomarse a la azotea... ¡Esto promete!

En efecto, no bien desapareció aquel moro por la esquina próxima, dio la tapada un salto de alegría y se levantó el velo.

El interés dramático y el rigor novelesco exigen aquí que mi vecina sea un portento de hermosura... ¡No me vais a creer, por tanto, si os digo que lo era!

Lo era, ¡sí! Y si no lo hubiera sido, ¿a qué tantas precauciones de parte del esposo, y a qué tanto afán en ella por descubrirse la cara?

¡Oh, sí; lo era! ¿Y cómo no ha de serlo una arrogante mora de catorce o quince años, blanca y descolorida, con dos ojos negros grandes y relucientes, con boca de niño, y envuelta de los pies a la cabeza en un alquicel de finísima lana, que la hace parecerse a una escultura griega?

¡Por mi alma os juro que era y sigue siendo muy hermosa!... ¡Y debéis creerme, supuesto que no estoy enamorado de ella!

Ni ¿cómo estarlo? ¡Ay! Si su semblante no me lo hubiese revelado, en sus infantiles movimientos, en su pueril júbilo, en su loca curiosidad y en las coqueterías que hacía creyéndose sola hubiera conocido que aquella joven era tan inocente, o, por mejor decir, estaba tan desprovista de alma como un pájaro, como una flor o como la gata que subió detrás de ella a la azotea.

Pero ¿y la mora? ¿A qué subía? ¡Pronto lo conocí!... En otros muchos terrados de Tetuán se veían oficiales y soldados españoles que ponían ropa a secar, o tomaban el sol, o contemplaban el magnífico paisaje que se descubre por todas partes..., y la mora tenía gana de ver a los conquistadores que tanto ruido metían en la ciudad.

Verdaderamente, ella espiaba a los demás con muchas precauciones, a fin de no ser vista; pero como yo hacía lo propio con ella, la veía a mi satisfacción.

Una vez saciada mi curiosidad, pensé naturalmente, en buscarle segundo capítulo a aquella novela. Bajé, pues, a la despensa del brigadier, cogí unos dulces y me volví a mi acechadero. De todo esto hará unos ocho días.

La mora seguía en el mismo sitio, esto es, a unos veinte pasos de mí, calle por medio.

Algunos confites envueltos en papeles, cayendo a sus pies como una granizada, le hicieron dar juntamente un grito y un salto y abandonar a escape la azotea.

-¡Ella volverá! -me dije.

En efecto, al cabo de un minuto su preciosa cabeza apareció de nuevo por la puertecilla que daba entrada a la plataforma, y sus grandes ojos se fijaron con curiosidad en aquellos papeles.

Luego miró en torno suyo, y no viendo a nadie por ningún lado, avanzó cautelosamente y cogió uno de los dulces.

Entretanto, yo había salido de mi escondite.

Cuando volvió a levantar la cabeza, debió de verme sentado en medio de mi azotea, mirando hacia otro lado (como si yo no supiera que ella estaba allí), desliando un papel igual a los que le había arrojado y llevándome a la boca su contenido.

Era el momento supremo. ¡O tiraba el dulce y desaparecía para siempre, o se quedaba y se lo comía!...

Dejé pasar un minuto sin mirarla, y al cabo de este tiempo me volví de pronto hacia ella.

En aquel mismo instante se bajaba para coger otro dulce, mientras que el papel del primero se hallaba en tierra, desliado, vacío...

¡La hija de Eva se había comido ya una manzana!

Al incorporarse con la segunda entre los dedos, sus ojos se encontraron con los míos.

Echose a reír con toda su alma; enseñome el dulce que acababa de coger; díjome por señas que le había gustado mucho el anterior, y se llevó aquel otro a la boca, indicándome con un ademán codicioso que le arrojase muchos más.

¿Comprendéis ahora mi despreocupación? ¿No veis claramente a la mora? ¿No advertís su falta de alma? ¿No os duele, como a mí, su absoluta carencia de pudor? ¿No os hace daño su materialismo?

¡Pues he aquí por qué no me he enamorado de ella! Pásame con esta mujer lo mismo que con la judía Tamo: que me parece un animal irracional más o menos bello; pero en modo alguno una criatura humana digna del culto de mi espíritu.

Por lo demás, ni las moras ni las judías son responsables de la indignidad de su existencia y de su alma, sino los legisladores de la raza semítica. A las unas como a las otras se las ha proscrito de los templos y se las ha negado toda personalidad jurídica en la sociedad y en la casa. No son seres: son cosas. Las moras, especialmente, están sujetas al régimen de lo inanimado, y se las guarda bajo llave, como el oro y las piedras preciosas; o bien son tratadas como bestias, a las cuales no se exigen votos para que sean fieles, sino que se las ponen rejas para que no se escapen.

De aquí resulta lo que tenía que resultar: que así como la cristiana quiere o no quiere, la mora puede o no puede, y punto redondo... Y hacen divinamente, y están en su derecho al no meterse en otras honduras; pues al negarles la jerarquía humana, al tratarlas como si no tuvieran más que cuerpo, se las ha relevado implícitamente de tener pudor, fe y constancia, y de sacrificar o castigar en ningún caso sus inclinaciones naturales. Lo contrario fuera una injusticia y un absurdo; fuera una contradicción; fuera un petitio principii.

De todo esto se desprende que yo echo dulces a mi vecina, como pudiera echar pan a los patos. De lejos me parece un animal, gracioso. De cerca me parecería un animal agradable. En ninguna circunstancia podría parecerme una mujer.

Tal es la que irónicamente llamé mi novia hace un instante, ¡cuando, dicho sea en verdad, ni sé su nombre, ni hoy he ido más allá que el primer día!

Ella no habla el español, ni yo el árabe. Siguen gustandole los dulces, y yo sigo echándoselos los días que vengo, como acabo de echárselos hoy. Pero se los arrojo uno a uno, obligándola a hacer antes algunas pantomimas y monerías...

Del propio modo se enseña a una perra de aguas a ponerse en dos pies.



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